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Alfonso y Tamara se habían sentado ya en el asiento de atrás mientras la puerta
del copiloto seguía abierta, esperándole, y a él le apetecía mucho ver aquella
película, era el que más empeño había puesto en ir a verla el verano anterior, y
sin embargo estuvo a punto de decir que no iba, a punto de deslizarse por
sorpresa en el interior del otro coche, a punto de advertirle a su madre que
prefería irse con ella a merendar, aunque estaba seguro de que no había quedado
con ninguna amiga. Estuvo a punto de hacerlo, pero el doctor Olmedo fue más
rápido, y él aún seguía inmóvil, detenido entre dos tentaciones, cuando su coche
se puso en marcha mientras Sara le reclamaba a bocinazos, Andrés, ven, corre, a
ver si nos vamos a quedar sin entradas otra vez…
La película le gustó mucho, pero sólo pudo verla a medias.
Atrapado en el rastro de aquel coche rojo, reconoció a su madre en cada actriz,
su rostro en todos los rostros, su cuerpo en todos los cuerpos, y una avidez
figurada, imaginaria, temida, en el ángulo de los brazos abiertos, de los labios
abiertos, de la abierta violencia de las manos y los besos. Sólo tenía doce años,
pero creía saber, conocía unas pocas palabras confusas, y el eco de un misterio
sucio, sin brillo. Tieso en su silla, con la cabeza muy derecha, sin responder a los
comentarios que Tamara deslizaba en su oído de vez en cuando desde su
izquierda, pensaba en su madre, y al pensar en su madre pensaba en su abuela,
en las cosas que le decía, en las frases que pronunciaba, en su asquerosa forma
de chasquear los labios para dejar escapar a medias esa rabia burda, tan ruin, tan
antipática, y agradecía la oscuridad de la sala, porque sabía que estaba colorado
aunque nadie más pudiera darse cuenta.
¿Y qué le importa a ella lo que yo haga, adónde vaya, con quién salga?, le
preguntaba su madre a veces, cuando le encontraba especialmente huraño,
callado, esquivo, y adivinaba a tiempo que su propia madre había vuelto a atacar.
Las cosas ya no son como antes, tu abuela no tiene ni idea de nada, es de otra
época, no le hagas caso…
Eso decía ella y él, entonces, no sabía qué pensar, excepto que las cosas son
como son, ahora y antes, y después, y siempre, y son como son porque sí,
aunque a nadie le gusten, aunque nadie tenga la culpa. Una madre es una madre,
pensaba Andrés, de eso al menos estaba seguro, y de que la suya lo era, y era
buena, porque le quería y él lo notaba, porque podía sentir su amor, podía
tocarlo, masticarlo, respirarlo, y podía envolverse en ella, cerrar los ojos y sentirse
a salvo contra su cuerpo, entre sus brazos, en su calor. Pero su abuela nunca
tenía en cuenta su opinión, ni su experiencia, cuando empezaba a preguntarse en
voz alta qué se le habría perdido a su hija Maribel por esos bares, por esas
noches, por las vidas de esos hombres siempre ajenos que la zarandeaban como
si fuera un trapo, y al escucharla, él se sentía sin fuerzas para defender a su
madre y su propia versión de las cosas y sólo podía pensar en salir corriendo, en
huir antes de que su cara se tiñera de vergüenza, en esconderse en algún lugar
donde nadie pudiera contemplar su color.
Una madre es una madre, y la suya, que al día siguiente iba a cumplir treinta y un
años, le estaba esperando en casa, con la mesa puesta y una cena especial para
los dos solos.
—¡Langostinos! –exclamó, cuando vio la fuente que reposaba sobre la encimera, y
no se fijó en que ella, que correspondía a su entusiasmo con una sonrisa, llevaba
zapatillas, y la cara limpia de maquillaje–. Qué buenos.
—No te habrás cenado ya un par de hamburguesas, ¿verdad? –él la abrazó