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vestirse por la mañana para ir al colegio, sin tener que darle antes al borde de los
jerseys con el secador del pelo…
—¿Y cuando está en calma?
—¿En invierno? –entonces, durante un instante, era el niño quien se quedaba
perplejo–. No, en invierno no se nota. Nunca está en calma. Es como el poniente,
por ejemplo, que puede soplar o no soplar, pero nunca avisa de que va a
empezar, ni en invierno ni en verano. Con el sur pasa lo mismo.
Claro que, en invierno, el sur es peor que el poniente, porque trae muchísimo más
frío, aunque en primavera, el poniente…
En ese punto, Sara movía la mano en el aire, como si sostuviera entre los dedos
la bandera blanca de la rendición.
—Déjalo, Andrés, da igual…
Por mucho que me lo expliques, no lo entiendo.
—¿El qué…? –y se echaba a reír, sintiéndose más importanteque nunca–. ¡Pero si
es facilísimo!
Otros días era el niño quien empezaba. Al cruzar el salón en dirección al jardín,
señalaba con el dedo cualquiera de los grandes libros ilustrados que ocupaban la
balda más baja de las estanterías, y Sara lo llevaba consigo para enseñárselo y
encontrarle al fin alguna utilidad a todos esos pesados tomos que había
empezado a coleccionar a su pesar hacía unos años, en cada cumpleaños, en
cada Navidad, «El Museo del Prado», «Fauna Ibérica», «El Ermitage de
Leningrado», «Los Parques Naturales de Europa», «Las obras maestras de Miguel
Ángel», «Australia», «Picasso», cuando su madrina se cansó de regalar siempre un
perfume, o un pañuelo, a una solterona de su edad. Ella misma se sentía útil al
identificar en voz alta cada cuadro, cada estatua, cada uno de los monumentos o
lugares congelados en las fotografías, aunque a veces se sintiera desarmada ante
la omnívora curiosidad de Andrés.
—¿Y el ornitorrinco? –le preguntaba de pronto, como si ella supiera de lo que
estaba hablando.
—¿Qué?
—Pues el ornitorrinco, un bicho muy asqueroso que tiene tetas pero pone huevos,
y tiene un pico de pato, creo. Vive en Australia, pero no sale en este libro.
—¿Sí…? –los ojos de Sara recorrían el índice de ilustraciones una y otra vez,
siempre en vano–. Pues no sé. A lo mejor no se deja hacer fotos. O se ha
extinguido ya.
—No –respondía él, tan repentinamente seguro de su información como de la
dirección en la que soplaba el viento–. Me habría enterado. Aunque debe de estar
a punto, así que es una pena, porque me gustaría mucho verlo. En mi libro de
Naturales del año pasado viene sólo dibujado.—Bueno… Puedo intentar buscar
una foto suya en otro libro.
Lo que pasa es que aquí no es fácil, pero, en fin… Recuérdamelo cuando vaya a
Cádiz.
—O a Madrid –sugería Andrés, con los ojos repentinamente brillantes, porque le
gustaba imaginar que, algún día, ella lo llevaría consigo para enseñarle su ciudad–.
En Madrid sería más fácil.
—Ya… Pero la verdad es que no creo que vaya a volver a Madrid –Sara procuraba
desilusionarle con suavidad–. Por lo menos de momento.
—¡Ah! –se conformaba él, sin atreverse nunca a preguntar por qué, y se reponía
enseguida, diciendo que le encantaría volver a ver la foto de esa montaña tan