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Bueno, pues espérame un momento, ¿te importa? Voy a ducharme, y a ponerme
ropa de estar en casa, no tardo nada.
Eran las nueve de la noche, y era sábado.
—¿No vas a salir? –preguntó él, sorprendido.
—No –gritó ella a través de la puerta del baño, con una naturalidad aún más
asombrosa.
Andrés no conocía aún la palabra paradoja, pero tampoco la necesitó para
celebrar los singulares efectos de aquella primavera sobre los hábitos de su
madre. Maribel seguía saliendo alguna noche a tomar una cerveza con sus
amigas, pero al despedirse, siempre le decía con su voz de siempre, sin ese
acento agudo que traicionaba antes la falsedad de sus excusas, dónde iba a estar,
y con quién, y casi siempre volvía sobria, entera, y a tiempo de encontrarle
despierto para regañarle por no haber apagado el televisor a las diez y media,
como le tenía dicho que hiciera.
Entonces, Andrés se acordaba de otras noches, otra voz pastosa, ronca, que
intentaba tranquilizarle de madrugada, cuando la luz se filtraba ya por los
resquicios de las persianas echadas, recordaba aquellas frases dificultosas, lentas,
como un murmullo apenas enhebrado de palabras inconexas, soy yo, hijo, me he
dado, hijo, con la cómoda, duérmete, hijo, soy yo, y recordaba a su madre
entrando en su cuarto con los zapatos en la mano, ay, cómo me duelen los pies,
tumbándose a su lado, a ver, que te dé un beso, quedándose dormida junto a él
sin haber llegado a desvestirse siquiera y tapándose los ojos por la mañana, el
maquillaje reseco y cuarteado como un charco de barro seco, la pintura de los
ojos corrida, la de los labios coloreando la barbilla, el pelo revuelto y esa sed
insaciable de las resacas.
—Eres muy egoísta, Andrés –le había dicho Sara la única vez que se atrevió a ser
sincero con ella, unos meses antes, durante las vacaciones de Navidad.
—No –respondió él, muy serio–.
La egoísta es mamá.
—No veo por qué.
—Pues porque es mi madre, ¿no?, y yo no le pedí nacer, ¿no?, y ella me trajo al
mundo porque quiso, ¿no?, y su obligación es ocuparse de mí, ¿no?
—Claro. ¿Y qué pasa, que no se ocupa? –y Sara levantó la voz, y le miró de
frente, como si estuviera enfadada con él–. ¿No te da de comer, no te compra
ropa, no te lleva a un buen colegio, no está pendiente de ti, de lo que tú
necesitas?
—Cuando sale por ahí –él también sabía enfadarse– y se está toda la noche fuera
de casa, no.
—¡Ah, vaya! Ya llegamos a donde íbamos… Pues para tener once años, hablas
igual que una vieja, ¿sabes?
—¿Y si me da un ataque de algo y me muero cuando ella no está?
—¿Y si te atropella un coche al salir del colegio, qué? ¿Es que va a salir tu abuela
a resucitarte?
A eso no había sabido qué responder, y ella había aprovechado su desconcierto
para pasarle un brazo por el hombro y seguir hablando, enumerando esa clase de
verdades que a ella le gustaban, y que también le habrían gustado a él si las
cosas, que son como son, y son porque sí, no se obstinaran a veces en
convertirlas en un puñado de mentiras burlonas.
—Tu madre es mucho más que tu madre, Andrés. Es ella misma además, ¿no te