38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 82

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carne para crear una penosa cuadrícula de bultitos regulares, romboidales,

simétricos.

Cuando se sentó en la silla, Tamara se dio cuenta de que Andrés tenía la cara

blanca. Estaba tan pálido como si se la hubiera embadurnado con esos polvos que

se ponen los mimos que trabajan en la calle, pero su padre le dio una palmada en

la pierna, y luego le sacudió con suavidad, como una manera de demostrar que

no estaba dispuesto a desanimarse.

—A ver, ¿qué queréis tomar?

Aquella mujer se le desplomó encima, se dejó caer sobre su costado mientras

aferraba su brazo derecho con las dos manos, pero él se la sacudió enseguida,

quita, dijo, sin volverse a mirarla, y ella se enderezó para cruzar de nuevo las

manos sobre la mínima extensión de su falda, sin dejar nunca de mirar a Andrés.

—¿Qué pasa? –insistió al rato–. ¿Os habéis quedado mudos?

—Yo, una coca–cola –respondió Tamara enseguida.

—Yo otra –murmuró sin ganas su amigo.

Pero su padre pidió además patatas fritas, y cuando las tuvieron delante, ni

siquiera él resistió la tentación de alargar la mano hacia el plato.

—Va bien la bici, ¿eh? –dijo aquel hombre entonces, como estimulado por su

apetito, y sus ojos se volvieron hacia Tamara–. Era mía.

Yo se la regalé.

—La ibas a tirar –su hijo habló despacio, con la vista fija en las patatas.

—¿Y qué? Era mía igual, de todas formas. La iba a tirar pero te la regalé a ti.

—No la querías –Andrés no levantó la vista, pero el color regresó de golpe a su

cara, roja ahora, tirante–. Eso no es un regalo.

Su padre le dirigió una mirada furiosa, pero cuando Tamara temía que se pusiera

a chillar, dejó escapar una carcajada larga y aguda, entrecortada y seca, como la

risa de un loco.

—Eres igual de borde que tu madre, hijo mío, pero igualito, un puto higo chumbo

–su acompañante celebró el comentario con una risa de rata que él ya no se

molestó en reprimir–. Y por cierto, ¿cómo está? Tu madre, digo. Hace mucho que

no la veo, o mejor dicho, hace mucho que ella no me ve a mí, o mejor dicho

todavía, que hace como que no quiere verme… –Andrés se puso un poco más

rojo, pero no despegó los labios, ni levantó la cabeza–. Parece que se le han

subido mucho los humos, ¿no?, y ya me está tocando un poco los cojones, te

advierto… –Ella no es tu mujer, pensó Tamara, no es tu mujer, volvió a pensar,

ya no es tu mujer, pero no se atrevió a decirlo en voz alta–. Me han contado que

va por ahí, mirando pisos, con la vieja loca esa del BMW… –la pausa que se abrió

a continuación fue más breve, porque aquel hombre se abalanzó hacia delante,

agarró por la barbilla a su hijo y le obligó a levantar la cabeza–. ¡Que me hables,

coño!

—¿Qué? –gritó él a su vez para que su padre, satisfecho de la violencia de su

reacción, volviera a recostarse en su silla.

—Que si es verdad que tu madre va por ahí mirando pisos.

—¡Sí! –Andrés escupía las palabras con sus labios de color escarlata, como si cada

sílaba le hiciera una herida al trepar por su garganta–. Está mirando, ¿qué pasa?

Vamos a comprarnos uno.

—¡Oooh! –y entonces, mientras arqueaba las cejas para improvisar una cómica

mueca de asombro que pretendía ser genuina, incluso amable, fue cuando

Tamara empezó a tenerle miedo de verdad–. ¿Y con qué dinero, si puede

saberse? Porque no creo que tenga bastante con el que sacaron del campo aquel