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Cuando tu abuela me lo contó, no me lo podía creer.
¿Cuánto le dieron al final? ¿Dos millones? ¿Tres?
Andrés no quiso contestar.
—¡Que te estoy hablando!
—Pues con el suyo se lo comprará –contestó después de un rato, cuando Tamara
ya estaba temiendo que su padre empezara a zarandearle otra vez–. Con su
dinero. Con el que gana trabajando.
—Ya… Va a pedir un crédito, ¿no? Pues qué bien, cuánto me alegro por ella –miró
a la mujer que estaba a su lado y le dio un codazo antes de incrementar el tono
festivo de su voz, hasta que logró que cada frase sonara como una carcajada–. Y
que debe de trabajar un montón ahora, ¿verdad? De día y de noche. Sobre todo
de noche, porque ya no la vemos nunca en los bares del puerto, con lo que le
gustaban a ella, antes, los bares…
—De noche está en casa conmigo, ¿te enteras? –Andrés se levantó de golpe, tiró
la silla, se sorbió los mocos, apretó los dedos, se estiró el borde de la camiseta
con las dos manos–. Está conmigo. En casa. Conmigo.
Luego le dio la espalda. Tamara le vio recorrer la acera en tres zancadas y se
levantó ella también, como impulsada por un muelle oculto en su silla.
—¿Ya os vais? –oyeron a sus espaldas, y ninguno de los dos contestó.
Pero aquel hombre tan guapo era también tan ágil como ellos. Por eso, mientras
se montaban en las bicicletas, se lo encontraron delante, con su sonrisa
imperturbable y el índice de la mano derecha levantado en el aire, dispuesto a
decir la última palabra sin esforzarse ya por levantar la voz.
—Pues dile a tu madre que me salude cuando me vea por la calle, ¿entendido?
Aquella frase, que era menos una recomendación que una advertencia pero
sonaba con el timbre exacto de las amenazas, flotó sobre sus cabezas en el breve
trayecto que les separaba de la papelería, y se resistió a disolverse después,
cuando Andrés, sin anunciarle nada, sin consultarle, tomó la delantera para guiar
a Tamara por un pequeño laberinto de calles iguales, bloques de ladrillo rojizo
flanqueados por aceras ajardinadas con árboles muy jóvenes. Ella se dio cuenta
de que estaban dando un buen rodeo, y creyó que Andrés buscaba simplemente
un camino seguro, una ruta por la que volver a la almadraba sin pasar por delante
de aquel bar, y en lugar de reprochárselo, pensó que mejor habría sido tomarlo
también a la ida. Sin embargo, su amigo dobló a la derecha al llegar a una
explanada de tierra batida rodeada por una pista elíptica de asfalto, que los
alumnos del instituto contiguo utilizaban para hacer deporte al aire libre.
Las canastas y las porterías situadas en los extremos de la pista multiuso estaban
desiertas. Era ya bastante tarde, y por eso tampoco había niños pequeños en el
arenero con toboganes y columpios del fondo. Tamara no entendía adónde
pensaba llegar Andrés por esa calle infinita, sin final ni principio, pero dio una
vuelta detrás de él hasta que se cansó de intentar seguir su ritmo. Entonces se
detuvo, apoyó la bici en la estructura metálica que sostenía una de las canastas y
se sentó en el bloque de cemento que la aseguraba. Desde allí, le vio recorrer la
pista en solitario, otra vuelta, y otra, y otra más, cada vez más deprisa, hasta que
empezó a cansarse él también, y aflojó la presión de sus piernas pero ni siquiera
entonces dejó de pedalear.
Mientras no creía hacer nada más que mirarle, Tamara se encontró pensando en
su propio padre.
No le sucedía con mucha frecuencia, quizás porque no necesitaba concentrarse