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errabunda intermitencia con la que él había intervenido en su vida para hacerla siempre mejor, más feliz, más divertida. Ella le quería mucho, no tanto como a su madre y sin embargo más, porque él le había inspirado siempre otra clase de amor, un sentimiento brillante, estruendoso, explosivo, como un mazo de globos de colores, un paquete envuelto en papel de regalo y asegurado con muchos lazos, el placer de despertarse temprano para volverse a dormir en la mañana de un día de fiesta. Cuando su madre murió, Tamara se encontró echándola de menos con una frecuencia tan absoluta, tan radical, tan vinculada a todos y cada uno de los actos, de los hábitos que determinaban su vida un día tras otro, que se sorprendió pensando que, en realidad, había vivido siempre sólo con ella. Su madre la acostaba por las noches y la despertaba por las mañanas, le hacía el desayuno y le escogía la ropa, la llevaba al colegio y la recogía, la bañaba y se sentaba a su lado en la mesa de la cocina para hacerle compañía mientras cenaba, y lo organizaba todo de tal forma que se las arreglaba para estar presente incluso cuando no estaba, porque tenía rachas de salir mucho por las tardes, por las noches, pero había enseñado a las muchachas a hacerlo todo igual que ella. Lo de su padre era distinto.
Como un hada madrina, un genio de la lámpara, un duende del tesoro, él, casi siempre ausente, podía aparecer en la puerta de su cuarto en cualquier momento, sin razón alguna, sin previo aviso, para obligar al cielo a amanecer en plena noche.
Papá trabajaba mucho, muchísimo, eso era lo que decía mamá y eso era lo que decía él también. Por eso estaba tanto tiempo fuera de casa, comiendo y cenando en restaurantes hasta los fines de semana.
Pero siempre volvía con algo para ella en los bolsillos, los regalos más caros y los más baratos, y se sentaba en el borde de su cama para contarle los chistes que la harían triunfar en el colegio, para imitar el sonido de un banjo con la boca, o para enseñarle a fabricar una figura con palillos entrelazados que saltaba por los aires ella sola, unos segundos después de que la hubiera terminado. Papá era como un niño grande, una especie de colega protector y generoso, y la solución de todos los problemas.
Si la princesa no quiere comerse la verdura, que no se la coma, si no quiere ir al colegio, que no vaya, si no quiere vestirse, que no se vista. Tamara sonreía al recordarlo. Trae, que te lo arreglo en un momento… Y eso hacía. En un momento. Y luego la levantaba en vilo, y la besaba deprisa antes de marcharse, pero sólo después de haber arreglado el juguete. Ése era su padre, y era el mejor, hasta que todo se estropeó.
Quizás por eso no lograba pensar mucho en él, quizás por eso su memoria lo guardaba con avaricia para sí misma y se negaba a compartirlo con su conciencia, porque un día todo se estropeó. Hasta ella estuvo a punto de dejar de quererle cuando empezó a hacer cosas raras, a veces horribles, injustas, cosas que le desfiguraron por dentro y también por fuera, que le hicieron parecer un hombre distinto del que había sido siempre, del que tenía que seguir siendo en realidad. Hasta ella estuvo a punto de dejar de quererle, pero una noche, cuando ninguno
de los dos sabía que les quedaban tan pocas, papá entró en su cuarto a
medianoche, y la encontró despierta, y se tumbó en su cama, y le dio muchos
besos, y le pidió perdón, y no le explicó por qué, de qué quería ser perdonado, y
ella tampoco se lo preguntó, pero le devolvió sus besos uno por uno, se acurrucó
entre sus brazos para quedarse dormida a su lado, y entonces él pagó su perdón
con un secreto.
Andrés seguía dándole vueltas, cada vez más lentas, más cansinas, a la pista,
mientras la última luz del atardecer se volvía incapaz de perfilar ya los contornos
de los edificios, y Tamara sintió el hielo, ese goteo lento y doloroso de agujas
heladas que se clavaban una por una en todas sus vértebras como si pretendieran
suplantar su esqueleto con un espinoso alambre de escarcha, pero no se engañó.
La noche no tenía la culpa. Ella conocía bien el hielo de aquel secreto. Por eso se
levantó, se sacudió el polvo de los pantalones con energía, cogió su bicicleta y
esperó a que Andrés se pusiera a su altura para dar la última vuelta con él.
—Me voy –le dijo.
—¿Sabes volver sola a casa desde aquí?
Ella asintió con la cabeza, movió una mano en el aire para despedirse, y por el
camino, decidió que no iba a contarle a Juan que había conocido al padre de
Andrés, porque no le apetecía que él se quedara mirándola con esos ojos que
veían a veces a través de los suyos, porque no quería que intentara explicarle el
mundo con palabras que, dirigidas en apariencia al padre de otro, acabaran
juzgando al suyo con dureza, porque sabía que delante de su tío era mejor no
hablar de papá, no mencionarlo siquiera. No sabía por qué, pero lo sabía. Él
nunca había hablado con ella de ese tema, pero pensaba que, al final, cuando
todo se estropeó, su padre se había mostrado en realidad como había sido
siempre, y no al contrario. Ella nunca le había escuchado decir eso, pero sabía
que lo pensaba, y que no tenía razón.
Juan era bueno y ella le quería, siempre le había querido, con un amor distinto al
que sentía por su madre, sin la fervorosa pasión que le inspiraba su padre, y
siempre mucho menos de lo que él parecía quererla a ella. Eso también lo sabía, y
esa seguridad la animaba, la sostenía cuando recordaba todo lo que había
perdido, porque Juan era lo único que tenía, lo único que le quedaba. Por eso
decidió no contarle nada, pero él estaba esperándola en la puerta de la
urbanización, asustado por la hora, las nueve menos cuarto, y le preguntó dónde
había estado, y a ella no se le ocurrió decirle otra cosa que la verdad.
—Es que nos hemos encontrado con el padre de Andrés, y nos ha invitado a una
coca–cola, y se nos ha hecho tarde, y eso…
Él no comentó nada al principio. Caminaba a su lado, sin mirarla, la vista fija en el
cielo, en las azoteas de las casas, y sólo cuando sacó la llave para abrir la puerta
se decidió a preguntar.
—¿Le conocías ya? –ella le miró como si se hubiera perdido–.
Al padre de Andrés, digo.
—No. Nunca lo había visto.