38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 86

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habérmelo dicho antes, ¿sabes? Al fin y al cabo, hay motivos de sobra para tener

en cuenta tu opinión.

—No te preocupes. Voy a ser tan buen padrino como si le hubiera escogido yo

mismo el nombre.

—No –Charo le miró con los ojos muy abiertos y una sonrisa distinta, más pálida–.

Al final, el padrino va a ser Nicanor.

—Pero si me dijo Damián…

—Sí, Damián quería que fueras tú, pero yo le he quitado la idea de la cabeza.

Sería demasiado, ¿no?, que fueras su padrino –apartó la vista de él para

concentrarla en el embozo de la sábana, y pellizcó la tela varias veces antes de

volver a mirarle con una expresión muy seria, cautelosa–. Ya es bastante con que

seas su padre.

La primera reacción de Juan Olmedo fue no creerse una palabra de lo que

acababa de escuchar.

Después, recuperó la misma sensación de asombro, de miedo, de culpa, de

imbecilidad, que le había sobrecogido muchos años antes, aquella tarde en la que

se estaba aburriendo tanto que se le ocurrió coger el juego de química que

dormía en el maletero de su armario, y no miró las instrucciones porque ya era

mayor, porque en el instituto siempre aprobaba la química con sobresaliente, y

estuvo experimentando un rato hasta que se despistó, y mezcló dos ácidos con

una base y con el contenido de un bote blanco sin identificar que no era lo que

parecía, y la probeta estalló, y una mancha verdosa de bordes hirvientes puso

perdida la pared mientras las esquirlas de cristal le saltaban a la cara. Su padre se

había puesto como una fiera y le había obligado a pintar la pared entera, pero

nada había podido borrar la diminuta cicatriz que le recordaba cada mañana,

desde el párpado inferior de su ojo derecho, la tarde en la que había estado a

punto de quedarse tuerto.

No puede ser, se dijo, no puede ser. No podía ser, y sin embargo era, y era

verdad. De alguna forma, supo enseguida que era verdad.

Por eso sintió un frío tan repentino, su cuerpo vaciándose, ahuecándose de

pronto, el tumulto de la sangre cobarde que huía despavorida de sus venas para

dejarlo a solas con aquella insensatez y, cuando pudo hablar, la boca seca, el

paladar abierto, los labios agrietados por la indignación, por una clase inefable de

vergüenza, un terror diferente a todos los que había conocido antes.

—No sé si echarme a reír o mandarte a la mierda –dijo, y fue Charo la única de

los dos que rió.

—Puedes hacer lo que quieras, porque nada de lo que hagas va a cambiar las

cosas –y señaló la cuna con un dedo–. Es tuya, Juanito.

—No puedes hacerme esto, no puedes, no tienes derecho a hacerme esto –la

miró con toda la dureza que pudo reunir y la encontró más tranquila que antes,

como si su confesión la hubiera descargado de otras responsabilidades–. Ningún

derecho.

—No, eso es verdad –aceptó ella, hablando con una serenidad desconcertante–.

No tenía derecho.

Lo que no es verdad es que no haya podido hacerlo. Sí que podía. Y lo he hecho.

Estoy absolutamente segura de que la niña es tuya. No hay ninguna posibilidad

de que no lo sea. Si quieres, te cuento los detalles.

—No, gracias. Ahórramelos, mejor.

—Como quieras.

Juan dejó de mirarla y paseó la vista por la habitación antes de levantarse y