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—¿Adónde vas?
—No es asunto tuyo –cuando se dio la vuelta, tenía ya la mano en el picaporte y
se esforzó por hablar con serenidad él también, y despacio, pronunciando con
cuidado las palabras–. No lo acepto, Charo. No tengo por qué aceptarlo y no
pienso hacerlo. No quiero saber nada de este tema. Ni ahora, ni nunca.
—Mírame, Juan –su voz sonó a la vez tan firme y tan desesperada que él no pudo
evitar obedecerla–.
Mírame a mí, y mírala a ella, y piensa un poco, anda… Tú no sólo eres el mejor
de los tres, eres también el más inteligente. Mira a tu hija. Ella no se merece
tener una madre como yo y un padre como tu hermano, nadie se lo merece.
¿Es que no lees los periódicos?
Todo se hereda, todo. La estatura y el color de los ojos, sí, pero también lo
demás, la gordura o la delgadez, el talento para pintar o para la música, la voz, la
fuerza de voluntad, la capacidad intelectual, todo, todo, todo es genético, el
carácter, los gustos, las manías, la agresividad, hasta la bondad y la maldad se
heredan.
—Estás diciendo un montón de tonterías, Charo, no tienes ni idea…
—Sí que la tengo –se incorporó otra vez, y ya no se rindió al dolor–. Estoy
diciendo la verdad.
Lo he leído un montón de veces, lo he hablado con gente que sabe, me he
informado.
—Te has vuelto loca –Juan lo murmuró primero para sí mismo, y luego levantó la
voz–. Tienes que haberte vuelto loca. Un brote psicótico de puta madre, eso es.
No se me ocurre otra explicación, así que ahora mismo tienes que estar loca, pero
como una cabra…
—¡No! –chilló–. Sé muy bien lo que hago. He hablado hasta con un genetista,
¿sabes?, una genetista, para ser más exactos. Tenía miedo de Damián, ésa es la
verdad, no sé por qué, porque él no tiene ni idea de nada, pero se me ocurrió
pensar que a lo mejor le daba por… Pero ella me dijo que en este momento nadie
puede averiguar quién es el padre de un niño si los candidatos son hermanos de
padre y madre. Los genes, o lo que sea, son demasiado parecidos. Si Damián se
mosquea, que no se va a mosquear, pero en fin, si se mosquea, las pruebas
darán positivo, el mismo positivo que si te las hicieras tú. Eso me dijo, hasta eso
he preguntado, para que veas –se recostó por fin para seguir hablando, más
serena–. Dentro de diez años seguramente ya se podrá saber. Así que
recuérdamelo y le hacemos un análisis a la niña, para que te quedes tranquilo.
—Eres una imbécil.
En otras circunstancias, él mismo se habría sorprendido de la fórmula que escogió
para sentenciarla, y del desprecio que tembló entre sus labios mientras la
pronunciaba, pero aquella vez habló sin pensar, sin valorar las palabras que decía.
Con la misma sensación de impropiedad, de estar actuando por error en la vida
de otro hombre, se alejó de la puerta y desanduvo el camino con pasos tan
cansados como si estuviera invirtiendo en ellos las últimas fuerzas que le
quedaban. Al llegar a la butaca se sentó, miró a su cuñada, la reconoció, y se
felicitó por el terror que veía en sus ojos. Después de haberse pasado la vida
temiéndola, aquélla era la primera vez que Charo tenía miedo de él, pero ni eso,
ni ninguna otra cosa, servían ya para nada.
—Eres una imbécil –repitió, y esta vez fue consciente del sonido de cada letra–.
Yo no estaré tranquilo nunca. Ya no. Nunca podré estar tranquilo. Pero dentro de