38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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rara, tan plana como si le hubieran cortado el pico con un cuchillo.

Andrés aprendía deprisa, y repetía los nombres hacia dentro para que no se le

olvidaran. Ella le miraba, recordando la fuerza que hacía falta para masticar

tantos datos, tantos nombres, tantos títulos, para desmenuzar cada sílaba con los

engranajes del pensamiento y fijarla después en la memoria con los clavos de la

voluntad, y cada vez que el niño lograba encadenar un concepto con otro, o

cuando se atrevía a formular una suposición correcta en voz alta, Sara era quien

más se alegraba de los dos.

Tenía la impresión de que Andrés era un niño especial, de que su seriedad, su

concentración, su melancolía, eran apenas síntomas de algo más, una inquietud

que a veces parecía fronteriza con la angustia.

Quizás se trataba solamente de que ella era demasiado mayor para tirarse al suelo con él y desafiarle a una carrera de cochecitos, pero la herida parecía más profunda.

Las vidas difíciles fabrican niños difíciles, ella lo sabía bien, y la que le había tocado en suerte a Maribel no era de las fáciles.

—Pues… ¿qué quiere que le cuente? –la primera confidencia, que Sara provocó casi sin quereral preguntar por la identidad del padre del niño, deshizo en unas pocas frases el enigma vulgar de una historia como tantas–. Una ruina. A los catorce años dejé de estudiar. Los maestros decían que yo valía, pero en mi casa no estábamos lo que se dice bien, así que me coloqué enseguida en un supermercado, de chica de los recados al principio y de dependienta en la frutería después, y allí conocí al padre del crío, Andrés se llama, que es hijo de un transportista y trabajaba con un camión pequeño.

Le veía todos los días, porque nos traía pan de molde y bollos. Le llamaban el Panrico porque era muy guapo, tendría usted que verlo, guapísimo, no muy alto, la verdad, pero guapo de cara hasta aburrir, y con muy buen tipo, y muy flamenco, eso sí, todo el día de cachondeo por ahí, contando siempre que había dormido tres horas, que si había ido a ver los toros al Puerto, que si había estado de juerga en Jerez, que si había quemado la feria de Trebujena, que si era colega de Paula, que si de Camarón, que si el coño de su madre… Pobrecita, no debería hablar así, que va para cuatro años que se murió, y conmigo no se portó mal del todo. El caso es que a mí se me caía la baba con él, ¿sabe?, me encantaba escucharlo, con ese pico de oro que tenía, que convencía a cualquiera de que era un tío importante, de que él sí que sabía vivir y tratar a la gente, ya ve… Hasta me gustaba que ligara tanto, que estuviera todo el día liado con unas y con otras, que fuera contando por ahí cómo se lo hacía con las veraneantas, ea, fíjese, si sería yo imbécil. Me creía que lo iba a cambiar, que conmigo iba a ser distinto, que él tenía que saber que a mí me sobraban los planes, que eso es verdad, no es porque yo lo diga, pero en aquella época tenía que ir apartando a los tíos con las manos para pasar por la puerta de mi casa, yo, que con todos los hombres que tenía al retortero, me fui a quedar conel peor, que ahora lo pienso y fue como para haberme matado. ¡Vamos!

Y después, pues nada, empecé a salir con él, nos pusimos de novios, me regaló unos corales, me paseó por la feria a caballo… Eso sí, eso fue lo más grande que me ha pasado en mi vida, lo reconozco, pero en cuanto que nos bajamos del caballo, me quedé preñada. Hasta ahí todo muy bonito, pero luego… No quería casarse conmigo ni a tiros, ahora que…, ¡bueno se puso mi padre!, tendría usted que haberlo oído, y el suyo igual, por cierto, las cosas como son, así que nos casamos. No durmió tres noches seguidas en casa ni la primera semana, y cuando el niño tenía un año y medio, se largó para siempre. Se fue a vivir con una, dos calles más arriba de la nuestra, y cuando ésa se cansó de aguantarle y le echó, se lió con otra, que tiene un bar y traga con todo, que para eso le saca diez años por lo menos, y ahí está, viviendo en la carretera de Chipiona… Contó la historia entera de un tirón, jugueteando con la bayeta amarilla que

usaba para limpiar la encimera y sin quitarle el ojo de encima a su hijo, que leía un tebeo en el jardín, y Sara lo entendió todo excepto su serenidad, el tono neutro, insensible, trivial, con el que había devanado la escueta madeja de su pequeña vida miserable, la breve sonrisa que floreció en su rostro al recordar la hazaña de una mañana de feria. Después intentó imponerse al silencio ensayando otra, pero las comisuras de sus labios se torcieron hacia abajo antes de haber llegado a dibujarla del todo, y se pasó la bayeta de una mano a la otra como si estuviera ardiendo, antes de girar bruscamente sobre sus talones para lanzarse a limpiar, con una energía que tembló en todo su cuerpo, el mismo mármol que había limpiado antes de empezar a hablar.

—En la carretera de Chipiona… –repitió entonces, conun grumo espeso en la garganta–.

Viviendo como un chulo…, que es lo que es… Ahí terminó la conversación.

Sara nunca se atrevió a volver sobre el tema, pero recogió otros datos en la calentura de los ojos de Jerónimo, el solícito jardinero buscador de empleos, mientras seguían de lejos el taconeo de su prima, en el disgusto que fruncía un instante las cejas de Andrés si su madre se embutía en un vestido más ceñido de lo imprescindible después de quitarse la bata rosa que usaba para trabajar, en la terquedad de los ojos de una de las cajeras del supermercado, que la miraba solamente a ella cuando iban juntas a la compra, o en la sonrisa con la que su asistenta aceptaba los piropos de los vendedores ambulantes siempre que se encontraban en el mercadillo de los miércoles.

Maribel era muy joven, pensaba entonces, no hacía nada que no hiciera cualquier otra chica de treinta años, salir por la noche, ir a discotecas, ligar, tomar copas, pintarse, quitarse el sujetador cuando se ponía un vestido con escote, acostarse con hombres diferentes, que quizás le dejaban sin ganas de repetir pero con el deseo intacto de encontrar uno mejor, definitivo, distinto. Ninguno de estos hábitos tenía nada que ver con su hijo, ni con el deterioro de esas sortijas baratas, mordidas por la lejía, pero Sara estaba segura de que el interés de Andrés por Madrid, la insistencia con la que le pedía una y otra vez que le contara cómo eran las calles, las casas, los campos de fútbol, tenía que ver con el deseo de huir, de borrar sus huellas entre millones de pasos ajenos, aunque tal vez la vida nocturna de su madre no le doliera tanto como la escurridiza silueta de su padre, que se escondía a toda prisa en cualquier bar en cuanto le veía aparecer al fondo de una calle. Sin embargo, ella no podía hacer nada por aquel niño difícil excepto animarle a seguiradelante, siempre adelante, quererle con prudencia y prestarle atención.

Fue Andrés quien puso a Sara en contacto con los Olmedo. Cuando la agonía de agosto empezó a dejar plazas libres en el aparcamiento y a sisar la luz de los atardeceres, el niño, que había seguido yendo con ella a la playa todas las mañanas incluso después de que su madre empezara a limpiar en casa de los recién llegados, le dijo que ya estaba harto de salitre, de arena y de caminatas a mediodía, y que además se le había pinchado la colchoneta, así que le apetecía

mucho más quedarse en la piscina de la urbanización. Tú puedes seguir yendo a la playa, si quieres, añadió al final, y a ella le hizo tanta gracia el carácter ambiguo de aquella frase, tan posesiva y tan tolerante al mismo tiempo, que decidió acompañarle, aunque ahora fuera ella quien iba detrás de él, y no al revés, como al principio del verano. Entonces, los dos se acostumbraron a ver a Tamara, que solía aparecer por la piscina a media mañana, casi siempre sola, con su toalla, su Barbie en biquini, y una fabulosa ametralladora galáctica de agua, con dos depósitos y tres cañones a diversa altura, que Andrés deseó con todo su corazón desde el instante en que la vio por primera vez. Sara le animó a pedírsela, y desde que se aliaron por primera vez en una guerra de agua, Tamara empezó a poner su toalla junto a la de Andrés todas las mañanas. Pero a aquella niña, que de cerca era casi insoportablemente guapa, no le gustaba mucho contar cosas de sí misma, de su casa, de su familia, y apenas recurría a Sara para que hiciera de intérprete cuando no entendía a su futuro compañero de clase, que hablaba muy deprisa y se comía la mitad de las eses. Su tío Juan, que a veces iba a buscarla y a darse un baño rápido antes de comer, confirmó en cambio, y con idéntica naturalidad, las dispares expectativas que Sa–ra y Maribel se habían forjado al verle por primera vez. Era un hombre atractivo pero serio, educadísimo pero distante, tranquilo pero de expresión preocupada, misterioso y corriente al mismo tiempo, sobrio por su propia voluntad y casi seductor a su pesar, un hombre alto, moreno y delgado, de aspecto muy joven aún a pesar de sus cuarenta años, que debería parecerse a todos los demás pero que por alguna razón no acababa de parecerse del todo, una indefinible cualidad que no llegaba a presagiar ningún acontecimiento extraordinario ni a merecer una atención especial.

Sin embargo, a lo largo del mes de septiembre, Sara empezó a mirar de otra manera a los Olmedo, como si sospechara que todos ellos, los vecinos de enfrente y ella misma, estaban tan abocados a convivir como los únicos supervivientes de un naufragio a los que un capricho del mar hubiera reunido sobre la playa de una isla desierta. La urbanización, que sólo unas semanas antes estaba llena de niños, de mujeres embarazadas, de ancianos bronceados, de padres en pantalón corto, se convirtió de repente en una maqueta de sí misma, un gigantesco decorado de casas simuladas, con sus jardines desiertos y todas las contraventanas cerradas, una súbita imagen del abandono que apenas corregían unos pocos cuerpos desorientados, cuya presencia parecía reforzar la inquietante espesura del aire en lugar de disiparla. La repentina irrupción del poniente, que infiltró el otoño en el interior de lo que aún debería haber sido una tranquila tarde de verano, se estrelló en la docena escasa de toldos que permanecían abiertos como un sonoro punto final.

A Juan Olmedo le gustaba su trabajo, y aunque no se resistía al clima de desaliento general que ensombrecía los últimos días de las vacaciones, solía reincorporarse a su rutina cotidiana de bata blanca y huesos rotos sin demasiado

esfuerzo. Aquel año, sin embargo, la fecha del primer día de septiembre temblaba entre sus sienes como la primera pieza de una espiral de fichas de dominó a punto de recibir el impacto de la canica que la derribará sin remedio, para que arrastre en su caída a todas las demás. Empezar en un nuevo hospital no le inquietaba mucho, porque todos los hospitales se parecen. Había calculado de antemano que la noticia de su vieja amistad con el jefe de servicio podría haberse adelantado a su llegada para tejer a su alrededor una red de celosas suspicacias, pero confiaba en quesu capacidad, y su nula ambición por ascender en el escalafón administrativo, disiparan pronto cualquier proyecto de enemistad. También sabía que estaba expuesto al dudoso privilegio de convocar el fenómeno contrario, un ambiente que se haría sofocante de puro solícito desde el momento en que cualquier enfermera hiciera correr la voz de que en Trauma había uno nuevo, soltero y sin pareja conocida, que no parecía homosexual, pero había trabajado durante muchos años en esa situación, y estaba seguro de que nunca rebasaría la trivial categoría de un contratiempo en comparación con todo lo que se le podía venir encima.

Le preocupaba mucho más tener que dejar a Tamara sola en casa durante tanto tiempo, por más que Maribel, aquella mujer que parecía tan eficiente, le hubiera asegurado que pasaría todas las mañanas a verla a primera hora, de camino hacia el número 31, y que tendría preparada la comida para cuando la niña volviera con su propio hijo de la piscina. En apariencia, la soledad de Tamara no iba a durar más de dos semanas, hasta que empezara el curso, pero Juan sabía que sería mucho más larga y aún no alcanzaba a vislumbrar su final. Los golpes que su sobrina había tenido que encajar en muy poco tiempo, la muerte de su madre primero, la de su padre después, habían intensificado su relación con él sólo a costa de convertirla en una dependencia casi enfermiza, un chantaje permanente, más propio de un bebé que de una niña de su edad. Juan comprendía que ella tuviera miedo de perderle, porque él era lo único que le quedaba, pero se sentía incómodo en el papel de rehén de su amor, y no tanto porque recortara la libertad a la que se había acostumbrado después de vivir solo durante tantos años, como porque la angustia que agrandaba los ojos de la niña cada vez que le veía arrancar el coche era apenas un guiño del demonio de la soledad, que laseguía acompañando a todas partes, como cosido a su sombra, para trazar un horizonte mucho más largo que sus dos últimas semanas de vacaciones. Sin embargo, estaba seguro de que el tiempo corría ya a favor de aquella niña cuya felicidad era tan importante para él, mientras seguía resbalando a cambio sobre Alfonso.

Por eso, y porque nunca dejaría de ignorarlo, era su hermano quien más le preocupaba. El primer día de septiembre, cuando entró a las siete de la mañana en su dormitorio y se lo encontró durmiendo boca arriba, destapado, con la chaqueta del pijama hecha un lío alrededor del cuerpo, echó de menos a un dios cualquiera al que rezar por él.

Después se sentó a su lado, le llamó por su nombre, le agitó primero con suavidad, luego con más fuerza, y encajó sin quejarse un par de patadas antes de

lograr que se incorporara. Lo primero que dijo Alfonso, con su voz deshilachada,

gangosa, más empastada aún por el efecto del sueño, fue que no quería ir, pero

cedió a la autoridad de su hermano mayor, que le obligó a levantarse, le arregló

el pijama y le llevó hasta la cocina. Allí, mientras preparaba el desayuno de los

dos, siguió escuchándolo.

—No quiero ir –decía sin cesar, y movía el dedo en el aire para reforzar su

negativa–. No, no, no. Me quedo aquí. Casa casita, casa casita…

Juan untaba mantequilla en el pan tostado y no hablaba, concentrado en taponar

de alguna forma el agujero que se había abierto en el lugar donde antes estaba

su estómago, aturdido por la piedad que se mezclaba con el miedo que se

mezclaba con la rabia que se mezclaba con el cariño que se mezclaba con la

tristeza cada vez que tenía que obligar a su hermano a hacer algo que no le

gustaba.

—Mira, Juanito, cómo se me caen las lágrimas. Por aquí… y por aquí, mira… Es

que no quie–ro ir, no quiero, no quiero, no…

quiero…, y ya está.

—¿Y por qué, Alfonso? –le dijo por fin, después de ponerle delante su taza de

leche con cacao y sentarse frente a él–. ¿Qué es lo que quieres? ¿Estar todo el día

solo en casa, aburrido?

—No me aburro. Veo la tele.

Sé cambiar de canal –y extendió el brazo derecho hacia delante, moviendo el