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amaba, seguía amándola, seguía sintiéndose capaz de hacer por ella cualquier
cosa, cualquiera, siempre y todavía, y sentía vértigo, un pánico negro,
indescriptible, al pensar que pudiera llegar a despreciarla alguna vez.
Aquella vez llegó, después de muchas trampas, de muchos silencios, de muchas
mentiras que nunca fueron tan dañinas por la voluntad de engaño que
encerraban como por el implacable engranaje de la máquina que parecía
producirlas sin sentir, sin pensar, sin descansar.
Pero antes, Juan Olmedo aprendió cosas que ignoraba de sí mismo, y ninguna de
ellas le gustó. Cuando Charo le contó que estaba embarazada, le advirtió que no
estaba dispuesto a seguir adelante en aquellas condiciones, que se había dado
cuenta de que todo había sido un error, desde el principio, que aquel cambio, por
más que fuera accidental, no sólo lo modificaba todo, sino que le había obligado a comprender que nunca debería haber empezado, y se reconoció en cada palabra, en cada frase, en cada juicio que formulaba con la voz clara, serena, de quien suele pensar lo que dice. Pero ella no se dejó impresionar. —Tú no puedes dejarme, Juan, no puedes. Tú y yo estamos en lo mismo, y estamos juntos, encerrados con el mismo candado de la misma cadena, aunque no lo creas, aunque no te guste. No puedes dejarme, no vas a poder –y abrió una pausa para sonreírle–. ¿Qué te apuestas?
Luego se levantó, cogió el bolso, llegó hasta la puerta, la abrió y la cerró con cuidado, sin hacer ruido, sin dar señal alguna de cólera, de rencor, de tristeza, y le dejó solo, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que era estar solo.
Él no confiaba en que la naturaleza de aquella soledad le compensara por la brutal extinción de su sueño, pero la certeza de que había hecho lo único correcto imprimió una cierta armonía en su vida durante algún tiempo. A lo largo de los dos últimos años, había conseguido que todos sus cálculos, todos sus planes y proyectos, consideraran la figura de Damián desde el ángulo más conveniente de los posibles. El más lejano.
Juan, que había pensado en todo, no pensaba en su hermano. El marido de Charo era un estorbo, un fleco, un inconveniente molesto pero residual, un cretino que no se la merecía. Aquel hombre, a quien él había querido, a quien había pertenecido tanto, se había ido desvaneciendo como un muñeco de nieve en la soleada primavera de su impaciencia. Entonces le pareció justo. Él la había visto primero, la había amado primero, había sufrido más, seguía sufriendo, y uno de los dos tenía que quedarse fuera. Le tocaba a Damián pero sería él, otra vez él, él siempre, él todavía. Juan Olmedo ya sabía que nunca se reconciliaría con su hermano. No quería, no podía, no le apetecía, no tenía razones para hacerlo. Pero situarse al margen de su futuro, de su futuro con Charo y esa hija común y accidental que había vuelto a unirlos al menos en el ánimo del amante de su madre, devolvió a su vida una cierta armonía, y el vulgar equilibrio de lo razonable. Durante algún tiempo. Demasiado corto.
Ella lo sabía. Sabía que él se ahogaba, que se estaba ahogando, tenía que saberlo, que no podía andar por la calle sin buscar a cada paso mujeres que se le parecieran, que no podía decir nada sin sentir que sus palabras la buscaban por las calles, que no podía dormir sin verla en sueños, que sus ojos la soñaban por su cuenta cuando estaba despierto, que no podía más, que todo le daba lo mismo ya, todo, su marido, su futuro, su embarazo, porque nada le importaba, ninguna cosa. Llevaba más de tres meses sin verla a solas y viéndola entre los demás, cien días sin tocarla, sin besarla, sin oír su voz sabiendo que nadie más que él la escuchaba, un centenar de mañanas, un centenar de noches circulares e idénticas, enganchadas a la exasperante lentitud de la desesperanza. Las verdades absolutas no prosperan en el yermo jardín de los desesperados. Las verdades absolutas no sacian el hambre, no calman la sed, no concilian el sueño quebradizo y breve de los condenados. La verdad es siempre relativa en la agonía
nocturna y solitaria de los moribundos. El Dios de los adolescentes se lleva
consigo sus verdades y su absoluto cuando los abandona a su suerte. Y ella lo
sabía. Él vivía ya a merced de la verdad más relativa, colgado del hilo de la
esperanza más frágil, encadenado a la repetición de las hipótesis más
improbables, cuando Charo, que tenía que saberlo, llamó al timbre de su puerta
una mañana, mientras él todavía vaciaba sus bolsillos sobre la mesa del salón.
Eran las nueve menos cuarto y acababa de salir de una guardia.
—Hola –le dijo, como si acudiera a una cita y contara con que él la estaba
esperando–. Hoy sí que voy a dejar que me invites a un café.
Llevaba un vestido de algodón naranja bastante escotado, con un corte debajo
del pecho y el resto suelto, la falda muy corta, las piernas muy morenas, el
embarazo insinuándose apenas alrededor de la cintura, estaba a punto de entrar
en el quinto mes y no había engordado mucho, nunca lo haría, cumplía a
rajatabla el régimen que le había impuesto el ginecólogo porque era demasiado
coqueta para hacer otra cosa, aunque a ella le gustaba explicar que lo hacía por
el niño.
Estaba muy guapa además, con esa redondez tensa y carnosa que hace brillar la
piel y dulcifica los rasgos de las embarazadas, y llevaba los labios pintados de un
tono intermedio, un rojo anaranjado tan distante del peligroso marrón del
homicidio como del rosa palidísimo de la maternidad.
—Pues no estoy nada bien, no creas –recostada en el sillón, con la falda
desplegada como la corola de una flor tropical sobre sus muslos del color de las
tartas de yema tostada, controlaba su cuerpo, su postura, sus ángulos, con la
misma sagacidad, la misma estupenda astucia que antes, sin caer en la amorfa
flojedad que suele inducir en las mujeres el cambio de su centro de gravedad–.
He dejado de fumar, por supuesto, y estoy muy nerviosa.
Contenta, pero muy nerviosa. Es lo normal, ¿no? Bueno, pues tu hermano no lo
entiende. Dice que le da miedo acercarse a mí, que le da mucha dentera mi
barriga. Y en cualquier otro momento me daría igual, de verdad, ya lo sabes tú, lo
que me importa a mí tu hermano, pero es que estoy muy nerviosa, en serio, y por
eso he pensado…
Vamos a ver, Charito. ¿Qué te apuestas a que a tu cuñado no le da dentera tu
barriga?