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aplaudir, de cubrirla de olés, de gritar bravo, de sacar el pañuelo y hacerlo ondear
en su honor, igual que en los toros, en el teatro, en el fútbol.
Le habría pedido un bis, se lo merecía, por lista, por audaz, por irreductible. Le
habría gustado demostrarle de alguna forma cuánto había admirado aquella
escena, pero no lo logró, porque sus pies le empujaron hacia ella y se limitó a
hacer lo que tenía que hacer. Como un buen chico. Y aquella mañana, mientras
descubría que Charo le gustaba tanto sin cintura como con ella, Juan Olmedo
aprendió que nunca había sabido lo que era tener miedo.
No se trataba de lo que estaba haciendo, sino de lo que podría llegar a ser capaz
de hacer. Él, que había recurrido tantas veces, y tan alegremente, a la expresión
«cualquier cosa» para ponerle un complemento directo a aquella incógnita, a veces se daba cuenta de que no se trataba solamente de palabras, y sucumbía a un instante de terror, como el que le paralizó cuando, de rodillas en la cama, atrajo a su cuñada hacia sí y la penetró despacio, con los ojos fijos en su vientre abultado, que de repente le parecía tan dulce como una loma blanda, cubierta de césped, y entonces ya no escuchó la voz de Elena, aquella novia a la que dejó por ella, sino su propia voz, pero qué haces, Juan, qué estás haciendo, piensa en lo que estás haciendo, es que te has vuelto loco o qué, pero cuándo te has vuelto loco, y sintió miedo, y placer, y más miedo, y más placer.
—¿Te habías follado ya a alguna embarazada? –le preguntó ella, porque le gustaba mucho hablar al principio. —No. Eres la primera de la lista. —¡Ah! Pues lo haces muy bien. Eres muy cuidadoso. —Siempre soy muy cuidadoso contigo.
Él la quería. Tramposa, mentirosa, confundida y hasta ruin, como era a veces, la quería, y la quería para él, y la quería para siempre.
Su amor le bastaba, le consolaba, le alimentaba y le absolvía de sus errores, de su ansiedad, pero le daba miedo. Le aterraba pensar en el tiempo, pero también en los límites. Había vuelto con ella en la mitad de su embarazo y ni siquiera lo habían hablado, no se le había ocurrido pedirle explicaciones, ella no se las había dado, no había insinuado siquiera el tema de aquella nefasta e inconcebible reconciliación, porque no hacía falta. Bastaba con que hubiera llamado a la puerta, con que hubiera creado la situación precisa para que él asumiera toda la responsabilidad, toda la culpa de lo que estaba sucediendo. Ése era el fruto más oscuro, y el más luminoso, de una habilidad tan depurada que parecía congénita. Después de la primera vez, aquella imprescindible exhibición de temeridad, ella cargaba el arma, pero era él quien disparaba, por más que nunca llegara a sentir la presión del gatillo en la yema del dedo. Charo aparecía, se le sentaba enfrente, le miraba a los ojos y se exponía a que él la rechazara porque sabía que eso jamás iba a ocurrir, que Juan jamás podría ordenar a sus pies que caminaran en una dirección distinta a la que su propia aparición había trazado. Y cuando se marchaba, le dejaba a solas con su propia miseria, con su propia y profunda indignidad de títere, con la inconsistencia de sus propósitos y esa caducidad humillante de la voluntad que también es amor, pero no es buena. Le aterraban los límites, esa repentina incapacidad para sujetarse, para controlarse, para comprender qué le había ocurrido, cómo había podido llegar al punto en el que estaba y saber a la vez, hasta sin comprenderlo, que aquello no había hecho más que empezar, que el final estaba lejos, más allá de un eterno calvario de estaciones intermedias que le conducirían hacia un lugar donde tal vez ni siquiera su amor lograría salvarle de la degradación, de la definitiva e irrevocable demolición de todo lo que había querido ser, de todo lo que era. La mañana del día en que nació quien iba a ser su sobrina, Charo se comportó de una forma extraña después de entregarse con la misma convicción, la misma
avidez, el mismo brío con el que solía aniquilarle en los tiempos de su cintura breve, su cuerpo dócil, flexible. Había entrado ya en la semana treinta y nueve, estaba muy avanzada, él habría preferido dejarlo, tenía miedo, pero bueno, ella se había reído de él, si no pasa nada, si tú deberías saberlo, el sexo es beneficioso hasta el final porque fortalece la musculatura y puede llegar a provocar naturalmente el parto, me lo han contado en el cursillo ese que te empeñaste en que hiciera… Era verdad. Charo no quería preparar el parto pero él insistió, y se puso tan pesado que la convenció. Aquella mañana no logró ser tan convincente porque su cuñada le atacaba con el tipo de argumentos a los que él solía recurrir para desarmarla, y no encontró a tiempo ninguna idea afilada, ni un solo recurso con el que contraatacar, por eso se dejó desarmar por ella, pero no llegó a estar tranquilo ni relajado en ningún momento, y cuando la vio al final, inclinándose por encima de su vientre ya inmenso, tan bajo, para mirar con extrañeza los dedos de su mano derecha, y acercarlos a su nariz, y volverlos a mirar con la misma terrorífica curiosidad, comprendió que de todo lo que podía ocurrir, lo peor había ocurrido.
Ella se negó a ir directamente al hospital. Estaba muy tranquila, y tan segura de lo que sabía que insistió en que la llevara antes a su casa a recoger la maleta. Tenemos tiempo de sobra, le dijo, dos horas de margen, eso también lo he aprendido en el cursillo. Juan se sentía tan culpable que no acertó a oponerse, pero mientras conducía sin saber muy bien quién manejaba el volante, quién pisaba los pedales de su coche y lo detenía en los escasos semáforos de las diez de la mañana, veía un ojo abierto en todas partes, en la mitad del cielo, en las rayas del asfalto, en el cristal del parabrisas, un ojo abierto que le miraba, que le escrutaba en el umbral de la visión, en el presentimiento inminente de aquello en lo que consistiría ver.
Sabía de sobra que los fetos no miran, que no ven, que no saben, que no pueden saber, que carecen absolutamente de conciencia, de experiencia, de capacidad para interpretar lo que sucede a su alrededor, pero lo veía, veía ese ojo abierto y diminuto mirándole, acusándole a través del agujero que había roto su equilibrio, el pequeño mundo de paz y ecos acuáticos, de felicidad fácil, primigenia, en el que había nadado como un pez adormilado y satisfecho hasta que una irrupción enemiga lo desbarató sin piedad y sin remedio. Aquel ojo le miraba, peor de lo que había sido, de lo que se había sentido, de lo que se había sospechado nunca, y él no podía decirle nada, no podía defenderse, explicarse, ni esconderse de él. Sabía que era una tontería, pero no pudo esquivarla. Se dijo que era además un signo, un símbolo, una metáfora, pero cuando se le cayó encima pesaba, y le hizo daño.
—¿Damián? Hola, oye, que soy yo…
La maleta estaba preparada y esperándoles en el vestíbulo, pero cuando Juan la cogió y se dio la vuelta, dispuesto a volver al coche, Charo estaba ya entrando en el salón.
—Pues nada, que ya está. Que he roto el saco… El saco amniótico… Vale, pues que he roto aguas, para que me entiendas, y me voy al hospital… No, no estoy
de parto todavía, no tengo contracciones, Juan me ha dicho que cuando me
ingresen me pondrán algo para provocármelas… ¿Qué? No, si tu hermano está
aquí, conmigo. Es que cuando he visto que me empezaba a salir líquido, me he
asustado un poco, porque no sabía lo que era, y le he llamado, y estaba en casa y
ha venido corriendo, el pobre…
Bueno, pues que me lleve él, seguro que no le importa… Vale, pues te veo allí…
Que sí, que sí, tonto, un beso, hasta ahora.
Por el camino, Juan Olmedo empezó a llorar.
—Pero bueno… ¿y ahora qué te pasa? –Charo resopló con impaciencia cuando se
dio cuenta–.
¿Tú estás tonto o qué?
Juan Olmedo lloraba, porque era todo tan feo, tan sucio, tan injusto, que la
conciencia de su amor por aquella mujer sólo podía empeorarlo, empeorarle a él,
hacerle más mezquino, más pequeño, más infeliz, y empeorarla a ella, que en el
momento más difícil había vuelto a ser quien no comprendía.
Él nunca había querido vivir así, en una zozobra perpetua, en el naufragio
irreparable de sus propios deseos, de sus propias acciones, él la quería, quería ser
feliz, ser feliz con ella, y todo lo que había conseguido cabía de repente dentro de
su coche, un ojo abierto que le miraba y aquella situación infame, vergonzosa, a
eso le había llevado tanto amor, una ambición tan alta, la variedad más triste de
la locura.
—Para ya, Juan, por favor, no llores más –era la primera vez que lloraba delante
de ella, y cuando la miró, fue la primera vez que la vio llorar–. Estate quieto ya,
por favor, no me hagas esto ahora, joder, ahora no.
Cuando llegaron al hospital, ninguno de los dos se había recobrado del todo, pero
la recepcionista de Urgencias no les prestó atención, no hizo preguntas.
—No me dejes sola –Charo tenía ya el formulario del ingreso en la mano–. Por
favor, no me dejes sola.
Así que fue con ella hasta la habitación, esperó a que se cambiara, a que dejara