38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 94

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sentido de sus palabras–. ¿Qué va a pasar?

Juan no quiso responder a esa pregunta, y clavó los ojos en su hija antes de

seguir hablando.

—No sé. Ya ha cumplido dos años.

—Casi dos y medio –precisó su madre, y por la mirada que le dirigió, Juan se dio

cuenta de que ya sabía lo que iba a escuchar.

—Me refiero a que, al fin y al cabo, yo soy su padre.

—No, no lo eres –Charo le sonrió sin rastro de rencor ni de malicia, una sonrisa

simpática, hasta comprensiva–. Eres su tío.

¿No te acuerdas? Lo dijiste muy claro. No va a pasar nada, eso es lo único

sensato, y es lo único justo, además. Eso dijiste y eso es lo que hay.

—Ya lo sé, pero me equivoqué –en el fondo la niña no le importaba, todavía no,

entonces quien le importaba era su madre, sólo ella, y lo que Tamara significaba

por ser hija de los dos, y sin embargo, no estaba mintiendo–. No puedo evitarlo.

Pienso que soy su padre cada vez que la veo.

—Me alegro –Charo seguía sonriendo, igual de lejana, igual de amable, igual de

cósmicamente ajena a lo que escuchaba–. Eso es lo mejor para todos.

—¿Y qué pasa con Damián?

—Pues nada, ¿qué va a pasar?

Es mi marido, y el padre de Tamara. Somos una familia feliz, ¿no se nos nota?

—Sí –Juan se levantó, recogió sus cosas, no quiso mirarla–. Quedáis muy bien en

las fotos.

Ella no le preguntó esta vez adónde iba. Él no acertó a decir que se le había

hecho tarde, que tenía que marcharse, y se marchó de allí sin saber exactamente

cómo se sentía, porque la pereza, y un cansancio repentino, poderoso, capaz de

relajar cada molécula de su cuerpo, impidieron que la ira, la pena, la derrota o el

despecho afloraran a la superficie. Cuando llegó a casa, se derrumbó en el sofá y

encendió el televisor. Lo dejó en la misma cadena en la que estaba sintonizado,

un concurso millonario con azafatas en biquini de color rosa claro y un

presentador calvo que chillaba en lugar de hablar. Un concursante de Teruel se

llevó medio millón de pesetas.

Una señora de Huelva tuvo menos suerte, y se quedó en las cien mil.

La ruleta había vuelto a girar cuando sonó el timbre de la puerta.

Charo se le tiró encima sin darle la oportunidad de hacer preguntas. Cruzó los

brazos alrededor de su nuca para impulsarse, rodeó su cintura con las piernas, y

tapó su boca con la suya mientras él se tambaleaba, a medias por la sorpresa y a

medias por la necesidad de equilibrar el peso. Sólo después, cuando estaban en la

cama, desnudos y hartos el uno del otro, quiso explicarle por qué había venido.

—No saldría bien, Juanito –se acercó a él, se acopló a su cuerpo, lo miró de cerca,

sus narices casi rozándose, sus alientos entremezclándose en una distancia

mínima, pero estable, que el tiempo se encargaría de agigantar–. Sería un

desastre.

Él no quiso decir nada, ella le miró como si necesitara escucharle, cerró los ojos,

siguió hablando.

—Ya sé lo que te pasa. Estás follando con otras. Es eso, ¿no?

Te conozco muy bien, Juan, muy bien. Me di cuenta desde el principio.

—Y no te importa.

—Mira… Esto es lo que tenemos, y es lo mejor que podemos tener. Tú eres muy

importante para mí, mucho, porque eres la única persona que me quiere, aparte

de mi hija, aparte de Alfonso, que no es más que otro crío, tú eres el único, y no