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su puerta empezó a sonar sin interrupciones, como si alguien hubiera apoyado el
dedo en él con todas sus fuerzas. Charo, despeinada y llorosa, con un aspecto
mucho peor que el peor con el que Juan la hubiera visto nunca, intentó meterle
un billete de diez mil pesetas en la boca antes de abalanzarse contra él con los
puños cerrados, para empezar a pegarle sin calcular la dirección de sus golpes,
chillando como un animal feroz, pero asustado.
—¡Tú me dejarás a mí cuando yo te diga! ¿Te enteras? –tenía el rímel corrido,
empastado con las lágrimas en un engrudo negruzco que se desparramaba en
líneas verticales sobre sus mejillas, se le caían los mocos de la nariz, escupía las
palabras a gritos, como si sus dientes fueran a salir despedidos tras ellas de un
momento a otro–. ¡Cuando yo te lo diga, me dejarás! Cuando yo quiera, imbécil,
cabrón, imbécil, ¿qué te apuestas?, sólo cuando yo quiera…
Él no fue capaz de frenarla, de detenerla, de obligarla a recapacitar, a
recuperarse, a reunir las últimas hebras que le quedaban de aquella chica tan
guapa y tan especial que tenía labios de caramelo cuando él la besaba en los
semáforos de Francos Rodríguez después de hacer su turno en la panadería, pero
tampoco pudo sujetarse a sí mismo, no logró oponerse, resistirse al deseo que
crecía en cada ataque, en cada rasguño de sus uñas, en cada mordisco, en cada
bofetada.
Él, que la había deseado tanto en lo mejor, sintió que la deseaba todavía más en
lo peor, y no la inmovilizó para neutralizarla, sino para partirle la cara de una
hostia, y ella se echó a reír en vez de devolvérsela, y él entonces la besó, y la
abrazó, y la acarició, y la poseyó desde un lugar donde no había estado nunca
antes, sintiendo que el suelo se abría debajo de sus pies para que una sima
honda y rojísima le reclamara con la voz cantarina de una madre joven, inocente,
y aceptó que no quería hacer nada sino caer, hervir en el magma precipitado y
denso de aquel infierno sucio, helado, donde Charo le estaba enseñando a
despreciarla, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que
era despreciar a nadie hasta el momento en que empezó a despreciarse a sí
mismo.
Y sin embargo, la quería. La seguía queriendo. Ferviente, incondicional,
desesperadamente, tal y como la despreciaba, la quería, y la quería para él, y la
quería para siempre, todavía. Sin comprenderlo, sin controlarlo, sin poder
creérselo, la quería, pero estaba muy cansado, agotado, arruinado, exhausto,
incapaz ya de dar un paso más, de tender otra vez una mano hacia ella. Por eso
fue Charo quien empezó a moverse, a humillarse más, a trabajar más, a mostrar
más interés por conservarle.
Juan no la entendía, pero ya estaba acostumbrado a no entenderla, y la veía dar
vueltas y vueltas a su alrededor mientras aparentaba que no pasaba nada, que
estaban muy bien, que tenían algo, y que ese algo era bueno, sin intentar siquiera
recobrar la mirada de antes, la inocencia de aquel pardillo que se había disuelto
en los ojos rapaces que anticipaban, con la sagaz malevolencia del rencor, cada
uno de los movimientos de aquella mujer que le instalaba en la soledad más
completa cuando le hablaba, cuando le tocaba, cuando se acostaba a su lado.
El final llegó sin hacer ruido, discretamente, sin señales, sin presentimientos.
Estaban en la cama, dispuestos a dormir, ella se quedaba a dormir con él muchas
veces entonces, derrochando sobre su indiferencia aquel don del sueño que tan
arteramente le escatimaba antes, cuando era para él un bien absoluto, y le
hablaba de sus otros amantes para espolearle quizás, para intentar devolverle