38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 96

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Cuando salió del restaurante miró el reloj. Veinte minutos después, el timbre de

su puerta empezó a sonar sin interrupciones, como si alguien hubiera apoyado el

dedo en él con todas sus fuerzas. Charo, despeinada y llorosa, con un aspecto

mucho peor que el peor con el que Juan la hubiera visto nunca, intentó meterle

un billete de diez mil pesetas en la boca antes de abalanzarse contra él con los

puños cerrados, para empezar a pegarle sin calcular la dirección de sus golpes,

chillando como un animal feroz, pero asustado.

—¡Tú me dejarás a mí cuando yo te diga! ¿Te enteras? –tenía el rímel corrido,

empastado con las lágrimas en un engrudo negruzco que se desparramaba en

líneas verticales sobre sus mejillas, se le caían los mocos de la nariz, escupía las

palabras a gritos, como si sus dientes fueran a salir despedidos tras ellas de un

momento a otro–. ¡Cuando yo te lo diga, me dejarás! Cuando yo quiera, imbécil,

cabrón, imbécil, ¿qué te apuestas?, sólo cuando yo quiera…

Él no fue capaz de frenarla, de detenerla, de obligarla a recapacitar, a

recuperarse, a reunir las últimas hebras que le quedaban de aquella chica tan

guapa y tan especial que tenía labios de caramelo cuando él la besaba en los

semáforos de Francos Rodríguez después de hacer su turno en la panadería, pero

tampoco pudo sujetarse a sí mismo, no logró oponerse, resistirse al deseo que

crecía en cada ataque, en cada rasguño de sus uñas, en cada mordisco, en cada

bofetada.

Él, que la había deseado tanto en lo mejor, sintió que la deseaba todavía más en

lo peor, y no la inmovilizó para neutralizarla, sino para partirle la cara de una

hostia, y ella se echó a reír en vez de devolvérsela, y él entonces la besó, y la

abrazó, y la acarició, y la poseyó desde un lugar donde no había estado nunca

antes, sintiendo que el suelo se abría debajo de sus pies para que una sima

honda y rojísima le reclamara con la voz cantarina de una madre joven, inocente,

y aceptó que no quería hacer nada sino caer, hervir en el magma precipitado y

denso de aquel infierno sucio, helado, donde Charo le estaba enseñando a

despreciarla, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que

era despreciar a nadie hasta el momento en que empezó a despreciarse a sí

mismo.

Y sin embargo, la quería. La seguía queriendo. Ferviente, incondicional,

desesperadamente, tal y como la despreciaba, la quería, y la quería para él, y la

quería para siempre, todavía. Sin comprenderlo, sin controlarlo, sin poder

creérselo, la quería, pero estaba muy cansado, agotado, arruinado, exhausto,

incapaz ya de dar un paso más, de tender otra vez una mano hacia ella. Por eso

fue Charo quien empezó a moverse, a humillarse más, a trabajar más, a mostrar

más interés por conservarle.

Juan no la entendía, pero ya estaba acostumbrado a no entenderla, y la veía dar

vueltas y vueltas a su alrededor mientras aparentaba que no pasaba nada, que

estaban muy bien, que tenían algo, y que ese algo era bueno, sin intentar siquiera

recobrar la mirada de antes, la inocencia de aquel pardillo que se había disuelto

en los ojos rapaces que anticipaban, con la sagaz malevolencia del rencor, cada

uno de los movimientos de aquella mujer que le instalaba en la soledad más

completa cuando le hablaba, cuando le tocaba, cuando se acostaba a su lado.

El final llegó sin hacer ruido, discretamente, sin señales, sin presentimientos.

Estaban en la cama, dispuestos a dormir, ella se quedaba a dormir con él muchas

veces entonces, derrochando sobre su indiferencia aquel don del sueño que tan

arteramente le escatimaba antes, cuando era para él un bien absoluto, y le

hablaba de sus otros amantes para espolearle quizás, para intentar devolverle