38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 97

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siquiera la vitalidad sincera y dolorosa de los celos.

—Damián no sabe nada –él ni siquiera la miraba, quizás por eso eligió aquel

momento para contárselo–. Él sólo sabe lo tuyo.

—¿Qué? –Juan se incorporó en la cama, se volvió hacia ella, la agarró de un

brazo–. ¿Cómo que lo mío?

—Pues eso, lo tuyo. Bueno, que seguimos liados no, pero que tuvimos algo sí lo

sabe.

—¿Y cómo se enteró?

—Porque yo se lo conté, un día que me sacó de quicio. Él lo ha hecho siempre,

siempre, desde el principio, siempre ha andado enrollado con unas y con otras,

sin disimular, sin cortarse un pelo…

Aquella noche, Juan Olmedo no pudo dormir, porque aprendió que nunca, nunca,

ni siquiera cuando Charo cerró la puerta a sus espaldas por primera vez, había

llegado a saber lo que era estar verdaderamente solo.

—No puedo más, Charo –se despidió de ella en el desayuno, mirándola de frente,

sin titubear, sin esconderse–. No puedo más.

Esta vez va en serio. No pienses en volver, no me llames, no te molestes en

prepararme un número nuevo porque ya no puedo más. No puedo seguir contigo.

No puedo.

Charo se dio cuenta de que estaba hablando en serio, porque no lloró, no chilló,

no se desnudó, no se abalanzó sobre él, ni intentó arrastrarle a la cama.

—Te vas a arrepentir de esto, Juan –le advirtió después de un rato, los labios

firmes, los ojos secos–. Te vas a arrepentir de haberme hecho esto. Seguro que

te vas a arrepentir. ¿Qué te apuestas?

Aquél fue su último desafío, pero lo ganó con facilidad, como había ganado todos

los demás. Porque Juan Olmedo no volvió a estar a solas con ella hasta que la

encontró tumbada en un arcén de la antigua carretera de Galapagar, cubierta con

una de esas mantas gruesas, pardas, que usa la Guardia Civil de Tráfico para

ocultar los cadáveres, y entonces aprendió que nunca había sabido lo que era

estar arrepentido.

Un levante optimista, moderado y valiente, precipitó el verano a mediados de mayo, infiltrando en los cuerpos una alegría salada de brazos al aire y mejillas tostadas por el sol que contaba como una victoria sobre la incertidumbre tenaz de todos los inviernos. En el Sur, la llegada del calor es siempre una certeza, una garantía de estabilidad, una espontánea demostración científica que empieza y termina en los dos puntos. La ambigüedad que vuelve locos a los percheros durante meses de intermitencia, de los abrigos a las cazadoras, de las cazadoras a las chaquetas gordas, de éstas a las finas y de vuelta a los abrigos para empezar otra vez, cesa abruptamente, sin flexibilidad, sin transiciones, con el primer golpe de calor verdadero. A partir de ahí, sólo habrá calor y, para matizarlo, apenas un aire benévolo, refrescante, extranjero, u otro más difícil, más seco y cargado de desierto.

El cuerpo de Juan Olmedo celebró el verano antes de que su cerebro tuviera tiempo para ordenarle que lo hiciera. Eso fue al menos lo que pensó él cuando logró identificar por fin el insistente hormigueo que desataba olas nerviosas, amortiguadas pero incesantes, un milímetro por debajo de la piel de su nuca, de sus piernas, de sus brazos. Era un jueves por la tarde y no estaba cómodo mientras conducía de vuelta a casa por una carretera que el sol hacía brillar como un espejo. Tenía calor. Se quitó la chaqueta, encendió el aire acondicionado del coche, y la situación mejoró, pero no lo suficiente. Pasó el resto de la tarde procurando cansarse. Regó las macetas, ordenó su mesa, reorganizó el trastero, colgó en orden y en el tablero de la pared todas las herramientas que se habían

ido dispersando por la casa durante los últimos meses, vació las papeleras,

transportó un par de bolsas de basura hasta el contenedor y, después del último

viaje, renunció a un paseo casi nocturno por la playa para dirigirse directamente a

la mesa del teléfono.

La ATS desempleada se puso muy contenta de oírle. En las últimas semanas

apenas había recurrido a ella tres o cuatro veces, siempre por compromisos

sociales relacionados con compañeros del hospital, esas cenas de fraternidad

laboral a las que se había ido acostumbrando y en las que al final se divertía

aunque su convocatoria le diera más bien pereza, exactamente igual que le había

ocurrido siempre antes, en Madrid. Pero esas citas casi rutinarias de algunos

viernes, algunos sábados, no eran el único aspecto en el que su vida se estaba

estabilizando, un proceso cuya dirección principal le asombraba tanto que el

propio asombro le impedía disfrutarlo completamente, porque una desconfianza

súbita, tan antipática como si fuera ajena, un regalo envenenado de otro tiempo,

de otra memoria, le impulsaba a dudar de todo cuanto le ocurría cuando se

quedaba solo, desposeyendo a su tacto, a su olfato, a sus ojos y sus oídos, de la

facultad de confiar en sí mismos.

Fue la necesidad de recuperar ese control, la fe de sus sentidos, lo que le empujó