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apisonada que le resultó sorprendentemente extraño cuando se dio cuenta de que
no hacía ni ocho semanas que lo había recorrido por última vez.
Sin embargo, los neones que ejecutaban una previsible secuencia de destellos
sobre el tejado lo recibieron como viejos amigos.
—¡Dichosos los ojos! –Elia improvisó un pequeño papel de novia dolida y
abnegada cuando lo vio venir desde la barra–. Ya creía que se te había tragado la
tierra.
—Si quieres me voy –contestó él con mucha calma, sólo después de llegar a su
lado.
—No. Mejor quédate.
Pasó del enfurruñamiento a un desaforado acceso de cariño en un instante, y
Juan, aun sin querer, empezó a comparar su simpleza, una sabiduría superficial
de gestos rentables y bien aprendidos, con la entregada codicia de Maribel, esa
intuición suicida del abismo que la favorecía incomparablemente incluso en la
distancia, y hasta delante de una mujer más joven y que estaba más buena que
ella. Mientras Elia ronroneaba y se enroscaba a su alrededor, le echó un vistazo al
local, que estaba lleno como no solía estarlo los jueves. Será el levante, concluyó
para sí, y entonces, y porque al mismo tiempo no había dejado de pensar en su
amante, aprovechó la imprescindible pausa que impuso la llegada de las copas
para deshacer el abrazo de aquella chica y acodarse con los dos brazos en la
barra, de cara al bar, antes de hacerle una pregunta en el intranscendente tono
de las ocurrencias.
—¿Conoces a un tío de mi pueblo que se llama Andrés y le llaman el Panrico
porque antes era repartidor de pan de molde?
Ella le sonrió con una esquina de la boca y entornó los ojos un momento, como si
le hubiera estado esperando.
—Sí, claro que le conozco –contestó–. Pero no le llamaban así por ser repartidor
de pan de molde, sino porque estaba muy bueno.
—Ya, en fin, es lo mismo –Juan sonrió, ella le devolvió la sonrisa–. ¿Y no estará
aquí, por casualidad?
—Siempre está aquí. Viene casi todas las noches. A tomarse una copa, solamente,
no creas.
Suele estar tieso, no tiene trabajo fijo, aunque de vez en cuando engancha algo y
organiza unas que para qué… Es ése de ahí, el que está apoyado en la columna,
¿lo ves?, el de la camisa rosa.
Juan Olmedo le miró sin sospechar que el objeto de su observación llevaba ya un
rato observándole. El hombre que le devolvía una mirada tan directa como la que
recibía de él tendría poco más de treinta años, el pelo rubio oscuro, un cuerpo
mediano, ni delgado ni musculoso, y ese tipo de cara de muñeco grande, cejas
muy dibujadas, ojos redondos, nariz pequeña, labios carnosos, que es tan
frecuente entre los modelos publicitarios.
Se había hecho demasiado mayor para seguir cargando airosamente con esa cara
de seductor adolescente, pensó Juan, mientras calculaba que debía de ser más
bajo que Maribel y que, en consecuencia, su cabeza no debía llegar mucho más
allá del nivel de sus propios hombros. Lo justo para impresionar a una niña de
once años. Y sonrió, para que él volviera la cabeza y dejara de mirarle.
—Te estás follando a su mujer, ¿no?
Aquel comentario le sobresaltó, y ella se dio cuenta. Por eso bebió un trago largo
de su copa, y meditó su respuesta antes de hablar.