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El pronóstico de mosén Alberto era claro: en la provincia de Gerona ganarían las izquierdas; en España, en general, rotundamente las derechas. Se basaba no sólo en la división izquierdista de que había hablado Matías y en la abstención de la CNT, sino en que ante la amenaza extremista la gente de centro -que abarcaba buena parte de la clase media española, los católicos de la clase que fueran y buena parte de la burguesía- habían constituido un frente común y se lanzarían a votar en tromba. Exactamente el peligro que habían presentido David y Olga.
– ¡Nadie quedará sin votar! -le decía el sacerdote a Carmen Elgazu-. Figúrese que los jóvenes de la CEDA se han ofrecido para acompañar en taxis incluso a los paralíticos. En cuanto a los conventos, votarán hasta las monjas de clausura de San Daniel… Permiso especial.
El subdirector del Banco Arús ni siquiera hacía números: tan seguro estaba de que ganarían los suyos.
Y… mosén Alberto acertó con sorprendente precisión: las derechas ganaron en una proporción casi de cuatro a uno. Comunistas, un solo puesto en el Parlamento.
Todo Gerona discutió, examinó los resultados. Las mesas de mármol del Neutral se llenaron de demostraciones a lápiz. Ramón suponía que eran relatos maravillosos; al comprobar de qué se trataba, los borraba con su servilleta.
David y Olga habían votado juntos, uno al lado de otro, y dentro del respeto a la libertad de opinión habían hecho lo posible para conseguir algún adepto en el barrio, entre las familias de sus alumnos; pero fue una gota de agua en el mar.
Al día siguiente les dijeron a los chicos de la clase:
– Ya veréis que dentro de poco, si vuestros padres tienen alguna discusión con el encargado de la fábrica donde trabajan, tendrán que callarse o, si no, serán despedidos.
Los niños y las niñas, naturalmente, lo que querían era que llegara la hora del recreo; sin embargo, uno de ellos, al llegar a casa, repitió:
– Papá, papá, el señor David ha dicho que si discutes con tu encargado te despedirán.
Matías Alvear y Carmen Elgazu votaron también uno al lado del otro. Carmen Elgazu, por las derechas. Y creyó que Matías también; pero éste en la cola trocó con disimulo la papeleta por otra que llevaba escondida en la manga.
Hubo una evidente inversión de valores en la ciudad. Gente que pasó a zona oscura, otra que irguió la cabeza. El Demócrata, órgano de los vencidos, amplió la sección de deportes; El Tradicionalista, órgano de los vencedores, publicó editoriales pomposos y amplió considerablemente la sección «Notas de Sociedad». A Pilar le gustaban mucho las Notas de Sociedad y exclamó: «Gracias a Dios que los periódicos traen algo interesante».
Entre las personas que irguieron la cabeza se contaban el redactor jefe de El Tradicionalista, el odontólogo Carlos Senillosa, comúnmente conocido por su seudónimo periodístico «La Voz de Alerta», y el comandante Martínez de Soria.
El dentista era monárquico, y prácticamente el brazo derecho de don Pedro Oriol, director del periódico. De unos cuarenta y cinco años, resentido e interesado, contaba con pocas simpatías. Vivía solo, con una criada fiel, y se pasaba la vida entre su clínica dental, la redacción del periódico, el café de los militares y el Casino. Se decía que en el Casino llevaba la voz cantante, mientras que en el café de los militares era un adulón.
Exhibía dos grandes sortijas en los dedos y la montura de sus lentes era de oro. Sus editoriales y artículos de fondo tenían fama en la provincia por su agresividad. Todo el mundo se preguntaba: «¿Has leído lo que dice "La Voz de Alerta"?»
Ante el triunfo derechista volvió a pasear por Gerona su sonrisita triunfal. El comandante Martínez de Soria le dijo: «Mi comandante, a ver si el Ejército vuelve a ser lo que era».
El comandante Martínez de Soria parecía menos mordaz. Tenía poca confianza en la posible labor de los vencedores. En su opinión lo que fallaba era el sistema. «Una República en España es imposible», decía siempre. No obstante, siempre era mejor convivir con las derechas que con los otros. Y por lo demás, en un momento dado las derechas podrían facilitar las cosas.
El comandante era un aristócrata, alto, ligeramente encorvado, con nariz borbónica y cara enrojecida a causa del alcohol, del que abusó cuando la guerra de África. Vivía con su esposa y su hija en un piso espléndido -otros dos hijos estudiaban en Valladolid- sin contacto con nadie que no comulgara con sus ideas. Por ello era amigo del dentista, de «La Voz de Alerta». Su único acto democrático consistía en ir a afeitarse de tarde en tarde en la barbería de Raimundo… a causa de los carteles de toros. El comandante era un apasionado de los toros; a Raimundo, al verle entrar le temblaban los bigotes. No sabía por qué, pero el comandante le daba miedo.
Según frase de «La Voz de Alerta» en el Casino, el comandante «amaba apasionadamente a España». Pero comprendía que con el ambiente de la Peña ciclista y los limpiabotas, lo que tenía que hacer era callarse. Sus aficiones eran montar a caballo, lo cual hacía en la Dehesa; y la esgrima, que ejercitaba en la Sala de Armas. A «La Voz de Alerta» le dijo: «No se haga usted ilusiones, que por ahora el Ejército no volverá a ser lo que era».
Otro que irguió la cabeza fue el subdirector. El subdirector del Banco estaba tan contento que erraba todas las sumas. «Este año me ha tocado la lotería», decía. La CEDA había ocupado el primer plano de la actualidad.
El hecho de que Julio se hubiera abstenido de toda participación en la propaganda electoral, se comentó mucho en el Neutral… Y es que el policía vio claramente que las derechas iban a ganar y quiso salvar la fachada. Ahora decía: «No sé lo que va a pasar».
En Bilbao estaban tristes porque las aspiraciones vascas tropezarían sin duda con serias dificultades, pero Carmen Elgazu se encogía de hombros. «La religión ante todo.»
En cuanto a los Alvear… sólo se recibió una postal de José, dirigida a Ignacio, en la que aquél parecía satisfecho del resultado.
Esto era lo evidente en Gerona: el Responsable y los anarquistas en bloque estaban contentos, mientras por el contrario Izquierda Republicana, socialista y demás no podían quitarse de la cabeza que a los dos años de haberse proclamado la República hubieran perdido.
La teoría del Responsable era simple: «Ahora las derechas abusarán. Nosotros seremos los primeros en dar la cara y nos ganaremos a las masas». Los dos anarquistas-yogas volvieron a subir a los escenarios a hablar de la respiración rítmica y de las ventajas de dormir sentados. El Responsable dijo; «La CNT, como Sindicato, poco podrá hacer por ahora… Ahora hay que dar impulso a la FAI». Contaba con varios anarquistas veteranos, como Blasco, su boina y sus mondadientes. Con su sobrino el Cojo, costras en los labios. Con sus dos hijas rubias, con el sargento novio de una de ellas, escribiendo en la mismísima comandancia de Estado Mayor… Con un muchacho de cara pecosa al que llamaban el Rubio, con otro al que llamaban el Grandullón. No obstante, al Responsable le hurgaba en la cabeza que necesitaba alguien de cierto prestigio: ¡Si hubiera podido contar con Julio García!
David y Olga reaccionaron en forma irónica ante el resultado. «Bien, bien. No nos tocará más remedio que cantar en el Orfeón, o comprarnos un caballete e irnos a pintar.» En Estat Català, el arquitecto Ribas, que no perdía nunca el buen humor, al verlos entrar puso en la gramola una Marcha Fúnebre.
Era evidente que la procesión andaba por dentro. Lo demostró el hecho de las caravanas que se formaron cuando, de pronto, murió en Barcelona el presidente de la Generalidad, Maciá, símbolo de la región por sus años de exilio y por su cabeza venerable. La compañía de autobuses Vila anunció: «Salida de Gerona para el entierro, a las siete y media de la mañana. Regreso a la una de la madrugada, después de los espectáculos». Seis coches llenos, y unas quinientas personas en tren, entre las que se contaron David y Olga… y Julio García.
Todo el mundo regresó emocionado. El entierro constituyó una de las más grandes manifestaciones de duelo conocidas en Barcelona. Los asistentes llevaban en la solapa temblorosas tiras con las cuatro barras de sangre.
En el fondo el golpe había sido muy duro para cuantos habían confiado en que la República elevaría en pocos años la nación al nivel «de los otros países democráticos de Europa». Porque, a su entender la intención de las derechas se vio clara desde el primer día. Alardeaban de republicanismo, pero volvían a todos los atrasos de antes, que llamaban «tradiciones». Y resultaba evidente que el ataque había sido preparado concienzudamente. «Militares, financieros… y altas jerarquías de la Iglesia.»
Por lo pronto, aquellas Navidades no serían tan alegres como las dos anteriores en casa de los que habían empleado con frecuencia la palabra revolución. Por el contrario otras personas volverían a comerse el pollo sin miedo a que les atragantara un hueso. Sólo había que ver por la Rambla a los hijos de las familias pudientes de la localidad internos en algún colegio. Llegaron a Gerona de vacaciones y prácticamente agotaron los vermuts. Los dos hijos de don Santiago Estrada, muchachos algo más jóvenes que Ignacio, refiriéndose a la República, pusieron de moda el estribillo: «Pobrecita. Era bonita y al año y medio se murió».
Los hermanos de la Doctrina Cristiana estaban contentos, las monjas del convento del Pilar estaban contentas. Los ayos del Seminario, al salir de paseo jueves y domingos tenían un aire más despreocupado y los seminaristas se beneficiaban de ello. Ignacio, que nunca podía tropezar con éstos sin emoción, especialmente al ver a los de su curso -de sesenta y dos que habían empezado sólo quedaban dieciocho-, pensaba: «Están contentos, es natural. Y, sin embargo, lo que es ahora lo de la calefacción…»
El partido monárquico organizó aquellas Navidades una tómbola para la reconstrucción de varios edificios de Andalucía destruidos por los extremistas. La CEDA quiso estimular la construcción de belenes y anunció un concurso con premios. Un jurado pasaría por los pisos a puntuar. Los vendedores de turrones se vengaban atando los paquetes con estruendosas cintas republicanas, y lo mismo los vendedores de lotería. Era la rueda del año que seguía su curso, ceñida a las mismas costumbres.
Lo que más le llamó la atención a Pilar fue el concurso de belenes. Quería inscribirse en él. Al contemplar el suyo en su cuarto, con el cielo pintado nuevamente, y una estrella colgando de unas rocas, estaba segura de sacar premio.
Matías la desanimó.
– ¿No ves que no ganarías? Lo que más cuenta es el portal y a ti te ha salido peor que el año pasado. -Al ver el disgusto de la chica añadió-: ¡No te lo tomes así, pequeña! ¿No comprendes que se llevará el premio alguien de la CEDA?
A Ignacio, su caída con la mujer de Julio le había desconcertado mucho más que las elecciones. Al salir le había entrado tal vergüenza que quiso ir a confesar. Pero no lo hizo en seguida. Y luego le entró una extraña pereza y unas ganas de correr un telón sobre el asunto.
Claro está, no podía a causa de la presencia de Julio. El policía continuaba mostrándose amable con él, como siempre; pero Ignacio no podía ya verle sin enrojecer. «¿Qué misterio era aquél que de repente uno perdía el derecho moral de estrecharle la mano a un hombre? Otra cosa resultaba evidente: no era cierto que los policías lo supieran todo…»
Ignacio inició un movimiento de huida. Rehuía la presencia de Julio. En cambio doña Amparo Campo parecía tan campante.
La complicación del muchacho era todavía mayor en su casa. ¿Cómo arreglárselas para que su madre no se diera cuenta de que no iba a comulgar ni en la Misa del Gallo ni el día de su cumpleaños?
El día de su cumpleaños -dieciocho- no tuvo otro remedio que acercarse al altar como todo el mundo, simular que se mezclaba entre la gente y regresar al banco con los ojos bajos.
Y por la noche, 31 de diciembre, último día de 1933, con un frío intensísimo, los doce besos a las losas de la Catedral no fueron tan fervorosos como el año anterior. Ni a la salida las estrellas tan hermosas.
También le sorprendió comprobar la facilidad con que aceptaba la muerte de su amigo Oriol. Por lo visto, la ausencia, que era un hueco, disolvía el recuerdo con más rapidez que la tierra el cuerpo.
Y a pesar de todo, continuó creyendo en el Espíritu Santo. Porque no sólo intentó salvarle antes de la caída, sino que luego le incitaba al arrepentimiento. Por un camino extraño: el de situarle ante la alegría, con la sensación de no merecerla. Porque le ocurría algo singular: no podía abrir la boca sin que los demás se echaran a reír. No acertaba a explicárselo, pero era así. Por lo visto, de repente había adquirido gracia por arrobas, tal vez a causa de su aparente seriedad. En el Banco, en todas partes. Pronunciaba frases sencillas y corrientes, y veían que su interlocutor se quedaba mirándole y soltaba una carcajada. «¡Caray, chico -le decía el cajero-, qué bien te han sentado las elecciones!»
Ignacio no comprendía, pero era así. Se constituyó en el contrapeso del pesimismo que sin él hubiera invadido el Banco, por haber visto denegadas sus bases de trabajo… Los hacía reír, porque a la larga acabó contagiándose, algo halagado. Acabó inventando formas extrañas de humor.
– ¡A ver! -preguntaba a Padrosa-. ¡Una palabra que fume un puro!
– ¿Que fume puro…?
– Sí. ¡Rimbombante! -decía Ignacio.
Todos se reían. La Torre de Babel exclamaba: «¡Rimbombante!» Es verdad. -Reflexionaba, representándose gráficamente la palabra-. Fuma un puro.
Cosme Vila no era insensible al humor de Ignacio. Incluso inventó alguna palabra, que a su entender, llevaba bigote, bigote, como Raimundo: «Tufo».
– Cierto -admitió Ignacio-. Es por la efe.
Ignacio acabó mirándose en el espejo para ver qué diablos tenía en sus facciones que hiciera reír a los demás; y no vio sino unas ojeras algo más pronunciadas que de ordinario.
A los únicos que no conseguía divertir, por lo visto, era a mosén Alberto y a David y Olga… A mosén Alberto porque, ocupado con el Museo -las nuevas autoridades municipales habían votado una subvención- siempre andaba atareado y con mil cosas en la cabeza; a David y Olga porque, en realidad, se habían impresionado más que los demás con el revés político, hasta el punto que al oír la Marcha Fúnebre le habían dicho al arquitecto Ribas: «¡Hombre, no comprendemos que toméis todo esto tan a la ligera!»
A Ignacio le parecía que los maestros exageraban un poco y que la vida tenía otros recursos. Sospechaba que uno y otro eran más vulnerables de lo que en momentos de euforia daban a entender. Los tres compañeros de curso de Ignacio compartían la opinión de éste. Continuaban diciendo: «Hay que vivir la vida». Pero a éstos Ignacio los escuchaba muy poco, pues la jugada de la buhardilla no se la perdonaría jamás. En realidad, le daban un poco de asco.
David y Olga le decían:
– Pero… ¿no te das cuenta? ¿Gil Robles en el poder?
Ignacio se daba cuenta. E intuía que el nuevo botones del Banco Arús tendría que poner mucho serrín a la entrada y que los viajantes que llegaban a Gerona abrumados bajo su muestrario, conseguirían pocas notas. Se volvería a la rutina de siempre: el dinero estancado. ¡Pobre camarero del Neutral! Adiós viaje a Estambul, a Vladivostok…
A decir verdad, había razones para preocuparse. En el Banco habían hecho un préstamo a un comerciante de la calle de la Barca para que pudiera vender juguetes para Reyes, y vendió un mecano y dos caballos de cartón. Y una nariz con gafas de alambre. Nada más. ¿Qué les trajeron los Reyes a los demás niños? ¿A los que César enseñaba, a los que chapoteaban en el río? ¿Qué les traerían el año próximo? Otro mecano, otros dos caballos de cartón, otra nariz…
Si uno se ponía a pensar en aquello…
David y Olga habían perdido, de momento, las ganas de trabajar. Después de la jornada se sentaban ante la estufa comentando la evolución de los acontecimientos. Censuraban especialmente el tono en que «La Voz de Alerta» escribía en El Tradicionalista. «Se aprovecha, se aprovecha.» Al parecer, había hecho alusión a su escuela, llamándola centro experimental y cosas peores. También decían que el caballo del comandante Martínez de Soria parecía haberse adueñado de la Dehesa. «Vayas a la hora que vayas, oirás el trap-trap, trap-trap.»
Ignacio apenas conocía a los dos personajes. El dentista le era antipático por las sortijas y por algo indefinible que tenía en la sonrisa. Una boca apretada, afilada, sensual. Nunca hubiera prestado un céntimo a un comerciantes de la calle de la Barca para que vendiera juguetes. El comandante siempre le había impresionado por su estatura y por su nariz borbónica. Así como por la naturalidad de sus movimientos. Y tanto como él le impresionaban su esposa y su hija, ésta de la edad de Pilar. Las dos mujeres andaban siempre juntas, silenciosas y aristocráticamente vestidas de negro. Miraban escaparates, cruzaban la Rambla, entraban en una iglesia. Parecían tan inseparables como los campanarios de San Félix y la Catedral. O como las palabras de Ignacio y el regocijo de los empleados del Banco.
Ignacio se iba dando cuenta de que la gente proporcionaba sorpresas. Nunca había dudado de ello porque… ¡se daba tantas a sí mismo! No obstante, en aquel mes de enero tuvo menos motivos de reflexión.
En primer lugar, el vicario de San Félix, aquel cura bajito y con el sombrero hasta las cejas al que tanto había admirado siempre, aun sin hablar nunca con él, desapareció de la ciudad. Mosén Alberto explicó a la familia Alvear:
– Pues sí… Se ha ido a la leprosería de Fontilles.
Carmen Elgazu juntó las manos con admiración, Matías pareció que se tragaba algo, Pilar buscó en vano sus trenzas para tirar de ellas, e Ignacio hizo lo de siempre en estos casos: se pasó la mano por el encrespado cabello.
Era lo de siempre: una palabra que de pronto brincaba en la vida ante él, tomando volumen; un día era la palabra comunismo, otro la palabra mujer o la palabra muerte; ahora la palabra lepra.
Ignacio había oído hablar poco de la lepra. Un día César le contó algo sobre unos misioneros en una isla, en Molokai; pero todo ello le había parecido siempre lejano, o perteneciente a un mundo aparte. Y he aquí que ahora resultaba que a menos de seiscientos kilómetros de Gerona había una leprosería y personas que consagraban a ella sus vidas; que, en vez de expulsar a los leprosos hacia algún bosque, colgándoles una campana en el cuello, se les acercaban y los cuidaban. Y que aquel vicario bajito era una de esas personas.
Mosén Alberto había dicho:
– Llevaba mucho tiempo solicitándolo; por fin lo ha conseguido. – Y se veía que el sacerdote estaba verdaderamente impresionado, pues había sido más o menos director espiritual del vicario.
Otra de las personas que le dio una gran sorpresa fue la Torre de Babel. Ignacio, de repente, se enteró de que su compañero de trabajo iba con mucha frecuencia al manicomio que había en las afueras de Gerona, en un pueblo llamado Salt, y que había dado cinco veces sangre en el Hospital Provincial, que dirigía el doctor Rosselló.
Ignacio se sintió abrumado por aquellas acciones que llevaba a cabo la gente. «¡Caray, caray!», repetía, al apagar la luz e introducirse bajo las sábanas.
La Torre de Babel le dijo:
– Todavía te sorprendería más saber quién está en el manicomio.
– ¿Quién?
– La mujer del Responsable.
– ¿Cómo…?
– Así es.
El empleado, alto, con gafas ahumadas y tartamudo, le dio detalles. Al hablar de aquellas cosas parecía transformado. Le dijo que el Responsable no dejaba de ir un solo domingo a ver a su mujer, lo mismo que sus hijas.
– Para ellos es tan sagrado como para ti ir a misa.
A Ignacio le mordía la curiosidad. Todo aquello era inesperado.
– Y ella… ¿los reconoce?
– ¡Ni hablar! -La Torre de Babel prosiguió-: Es un caso muy extraño. Dicen que se volvió loca un día en que su marido intentaba hipnotizarla, cuando estudiaba este asunto. Pero los practicantes me contaron que no, que es un caso hereditario.
Viendo el interés de Ignacio, propuso, con naturalidad:
– En fin. Si te interesa visitar aquello, me lo dices y un día vamos juntos.
Ignacio aceptó. Aceptó en el acto. Por lo demás, precisamente la Psicología le tenía obsesionado. Por cierto que David y Olga tenían fe ciega en el porvenir del psicoanálisis. La Torre de Babel parecía dudar del sistema, lo mismo que el comandante Martínez de Soria. El comandante Martínez de Soria para curar complejos proponía la disciplina del cuartel.
La visita al manicomio se realizó. Y constituyó una gran experiencia para Ignacio. Salió de ella muy satisfecho de haber visto todo aquello. Conoció al amigo que la Torre de Babel tenía allí, un enfermero que primero los acompañó por el jardín donde estaban los locos inofensivos: gente que parecía normal, tal vez algo abatida, la mayoría con un punto de raquitiquez; otros, por el contrario, dando una monstruosa impresión de fuerza. Algunos, de repente, se levantaban y empezaban a dar vueltas por el patio; otros permanecían sentados mirándose las manos con fijeza. Una mujer se pasaba las horas palpando los troncos y riendo.
Al entrar en el inmenso edificio del fondo, Ignacio reconoció, en, un pasillo, al patrón del Cocodrilo. El hombre tenía una hija allí que sólo sabía decir: «Bo, bo…» Cuando veía a su padre cada domingo se arreglaba un poco el pelo y le llamaba «Bo, bo…»
El enfermero les permitió ver a través de las mirillas de las puertas casos escalofriantes en celdas individuales. Hombres de cráneo infrahumano, otros que hacían muecas continuamente, sin parar. Lo trágico era la familiaridad con que el practicante hablaba de ellos y los comentarios humorísticos que de paso iba haciendo.
En un rincón, rezando el Rosario, una mujer prematuramente envejecida. Cuando llegaba al final de las cuentas, besaba la cruz y volvía a empezar. El enfermero les aseguró que al llegar tenía una cara horrible y que después le iba ganando una expresión de gran dulzura y beatitud. Pasaba las cuentas incluso mientras dormía. Dijo:
– Todos los domingos vienen su marido y sus dos hijas a verla, pero no los reconoce. Sólo una vez se quedó mirándolos, pero en el acto continuó su rezo.
Ignacio no quería moverse de allí. Recibió una impresión profunda. «¡Qué misterio. Señor!»
Pero el enfermero no les daba tiempo a reflexionar. Nuevos casos, nuevas celdas. Y les explicaba que a veces era preciso pegarles y que tenían un médico joven que era un bárbaro, que no hacía más que experimentar con los enfermos aplicándoles extraños aparatos de su invención.
Ignacio descubrió al oír aquello que el enfermero quería a los reclusos más de lo que sus bromas pudieran dar a entender. AI doblar uno de los pasillos apareció una mujer que se tocaba la barriga. «¿Qué, todavía no…?», gritaba, mirando al techo. Llevaba años preguntando lo mismo y nadie supo nunca a qué se refería.
La Torre de Babel preguntó si tenían estadísticas sobre los pueblos que daban mayor contingente de locos.
– Eso… -contestó el acompañante- en la oficina te lo dirán. Pero, en fin, tengo entendido que la costa y el Ampurdán. En general, pasa una cosa curiosa: el campo y el mar mandan más clientes que la ciudad. Por lo menos, es lo que he oído decir. -De repente añadió-: No puedo atenderos más tiempo. Perdonadme. Volved cuando queráis. -Se dirigió a Ignacio-. En realidad, no has visto casi nada.
Entonces la Torre de Babel, por su cuenta, acompañó al muchacho a las cocinas. E Ignacio vio montones de patatas echadas a perder, y de nabos y de carne maloliente. Al cabo de esto, exquisitos dulces y platos de crema. «Esto es lo que traen las familias», informó la Torre de Babel.
Ignacio le preguntó:
– Pero… ¿esas patatas y esa carne es lo que comen…?
La Torre de Babel le contestó:
– No hay más remedio. No tienen ninguna protección seria, ¿comprendes? La Diputación contribuye con algo, pero el resto son donativos.
Ignacio no comprendía. Miraba a los locos rodar por el patio, sentarse aquí y allá. Una altísima tela metálica, lo suficientemente tupida para que no pudieran agarrarse a ella, separaba los hombres de las mujeres. Sí, sí, la nota dominante era la raquitiquez.
La cocina y, en general, los trabajos subalternos del establecimiento, estaban a cargo de los propios reclusos. Los había muy dichosos de poder ser útiles. Había locos que vivían completamente felices y que al pasar junto a Ignacio, llevando un enorme cubo de agua, le decían: «A ver, a ver, chaval… Que se está haciendo tarde».
– ¿Se está haciendo tarde para qué?
– Antes había aquí una fuente -le explicó la Torre de Babel, señalando una estatua-. Pero los había que pasaban el día bebiendo agua o mojándose la cabeza.
Un estanque seco yacía en el lado norte, junto a la gran tapia que circundaba el edificio.
– Aquí también había agua. Pero algunos entraban en ella como si fuera tierra firme.
Ignacio iba pensando en lo inexplicable que resultaba que no tuvieran protección seria.
– Pero…
– Así es, chico.
Luego el muchacho preguntó:
– Y… los que les pegan, ¿quiénes son?
– Los enfermeros. ¿Quiénes van a ser? Ése que nos ha acompañado. -Viendo la expresión de Ignacio, la Torre de Babel añadió-: ¿Qué van a hacer, si no? ¿Sabes tú la fuerza que tienen?
¿Cómo era posible que tuvieran tanta fuerza, alimentándose con aquellos nabos y de aquella carne maloliente?
Finalmente, salieron del edificio. Anduvieron en silencio en dirección al autobús que hacía el servicio Salt-Gerona. La Torre de Babel le propuso, sonriendo:
– ¿Quieres que vayamos al Hospital?
– ¡Ni hablar! -exclamó Ignacio-. Basta y sobra por hoy.
Durante el trayecto, Ignacio le preguntó:
– Bueno… y a ti, ¿por qué te interesan estas cosas?
La Torre de Babel se limpió las gafas ahumadas.
– No sé, chico. Me interesan. ¿Qué voy a decirte?
Ignacio se refería más bien a lo del hospital, a los motivos que le habían impulsado a inscribirse como donador de sangre.
– Comprenderás -añadió Ignacio- que todo el mundo hace las cosas por algo. -Marcó una pausa-. Por ejemplo, la primera vez que diste sangre…
La Torre de Babel tocó el botón del autobús pidiendo parada.
– Pues… no sé. Creo que fue porque he tenido a mis dos hermanas siempre enfermas. -Se apearon y, ya en la acera, añadió, echando a andar-: Luego me pareció bien continuar.
Ignacio insistió… al cabo de unos segundos.
– Debe de causar mucha impresión…
– ¡Ah, claro! -La Torre de Babel añadió-: Pero no todo el mundo sirve. Antes hacen un análisis, ¿comprendes?
– Natural, natural.
Ignacio le preguntó:
– Bueno… ¿Y el hospital también carece de elementos?
– ¿El hospital…? Mucho peor que el manicomio. ¡Hombre! El hospital y el hospicio son lo peor.
– ¿También viven a base de donativos…?
– Hay una subvención de la Diputación, es lo normal. Y algún trabajo. Pero no es nada, ya puedes figurarte. Sí, sí, los donativos son los que van manteniendo.
Ignacio preguntó:
– ¿Y quiénes son los donantes?
La Torre de Babel se detuvo un momento.
– ¡Ah! ¿Ves…? En eso te llevarías sorpresas. Gente que no sospecharías nunca.
– Dame un nombre…
– Pues… ¡qué sé yo! Bueno, los hermanos Costa, por ejemplo.
– ¿Los jefes de Izquierda Republicana?
– Sí. -La Torre de Babel prosiguió sonriendo-. Y luego otro que te va a gustar: don Jorge. Sí. Don Jorge… Él solo mantiene una de las salas de tuberculosas del Hospital.
Ignacio se quedó perplejo. Al llegar a la Rambla, la Torre de Babel se despidió.
– Bueno, Ignacio, me voy. Hasta mañana.
– ¡Hasta mañana! Y muchas gracias.
– De nada. Otro día iremos al Hospital.
Muchas gracias… Ignacio se dirigió a su casa repitiendo sin darse cuenta. Muchas gracias… Todo aquello eran informes preciosos. ¿De modo que don Jorge…? Claro, claro. Mosén Alberto lo dijo un día, y en esto tuvo razón: «No existen hombres de una sola pieza. Cada uno es bueno y malo a la vez». Y el mal absoluto no existía. Ni siquiera en don Jorge… Ahora recordaba que el subdirector le había contado: «¿Don Jorge…? Pero ¿qué te crees? En su casa lleva una vida más austera que tú. Es duro, muy duro, pero empieza siéndolo consigo mismo y con los suyos, ¿entiendes? Es una ley de su casta». Casta, casta… Ahí estaba lo difícil de asimilar. ¿Por qué había castas?
En todo caso, los contrastes no eran pocos. Rica ciudad. Era cierto que no faltaba nada en ella. Enfermos, locos, dadores de sangre, vicarios que se marchaban a Fontilles, anarquistas cuyas mujeres rezaban el Rosario todo el día, el espectáculo de dos hermanas enfermas sugiriendo a la Torre de Babel buenas acciones. ¡Otros habrían reaccionado al revés! «Bastantes enfermos tengo en casa», habrían dicho.
Al subir al piso encontró a Julio García. Y otra vez enrojeció. El policía le preguntó:
– ¿Y pues, Ignacio…? ¿Llegas del cine?
– No. He dado una vuelta.
En aquel instante Matías salía de su cuarto, con el traje de las grandes fiestas.
– Pues… mira por donde -dijo, dirigiéndose a Ignacio-. Tu madre y yo nos vamos al cine Albéniz.
– ¿Al Albéniz…? -Ignacio parpadeó-. ¿Mamá al cine…?
– Sí, chico, sí -rubricó Matías-. A ver «Rey de Reyes».
Aquello era el remate. ¡Su madre no había visto jamás una película sonora! «Rey de Reyes», «Rey de Reyes»… Claro… La vida de Cristo. Preparación de Cuaresma. Aquello era un brusco cambio de decoración. Ignacio se encontraba aún dando vueltas por el patio del manicomio.
Carmen Elgazu apareció en la puerta del cuarto, con una piel alrededor del cuello, tacones altos y un gran bolso.
– ¿Qué me dices? ¿Estoy guapa o no?
Ignacio miró a su madre y la encontró más que guapa. Se había vestido para ir al cine lo mismo que para ir a comulgar en la misa del Gallo. ¡Rey de Reyes! La gran cabellera, ceñida atrás por el moño impecable; las negras cejas; los ojos, vivos y sonrientes.
– A ver a San Pedro, hijo, a ver a San Pedro. -Se acercó y le pellizcó en la mejilla-. Y a Judas.
En realidad, la agitación continuaba. En seguida se vio que los partidos izquierdistas no admitían de buen grado la derrota. Tanto más cuanto que los periódicos derechistas se aprovechaban y Gil Robles organizaba mítines y desfiles monstruosos en todo el territorio nacional. Cosme Vila decía: «Ese hombre no es tonto. Imita a Mussolini y más de cuatro se contagiarán. La gente tiene instinto de rebaño».
En Gerona, los Costa, más populares que nunca porque el día del entierro de Maciá pusieron tres autobuses a disposición de sus obreros para que asistieran al acto, y les pagaron jornal íntegro, decían en Izquierda Republicana: «Hay que hacer algo. Pecamos de confiados, y si no nos movemos se nos van a merendar».
El Partido Socialista convocaba continuamente a los distintos oficios afiliados en bloque a la UGT -matarifes, camareros, empleados de Banca, etc…-, tratando de coordinar una acción común de protestas, pues el nuevo Inspector de Trabajo se hacía el sordo a toda reivindicación.
– No tendremos más remedio que ir a una huelga general. -Pero tropezarían con las sonrisitas vengativas del Responsable, de los anarquistas veteranos, hombres maduros, que rodeaban a éste; de todos los limpiabotas del Cataluña.
Por de pronto, el rumor no pasaba de ser interno. Manifestaciones externas no las había sino de carácter regionalista. Porque una de las heridas más dolorosas entre las recibidas, era la que afectaba a los sentimientos catalanistas. La propia «Voz de Alerta» escribía irónicamente en su periódico: «Lamentamos que Gil Robles se niegue a bailar tantas sardanas como bailaba Maciá…»
Las frases de aquel tipo provocaban la mayor indignación. Sin que por ello el dentista dejara de tener clientes… Y peor aún: sin posibilidad inmediata de reaccionar en forma violenta. Gerona tenía que limitarse a pintar más que nunca en la Dehesa, a cantar… y a organizar sus magnos Juegos Florales para el 15 de mayo, como saludo a la primavera.
Matías no se explicaba que el anuncio de unos Juegos Florales -unas cuantas poesías recitadas en el Teatro Municipal, y unos cuantos premios- despertaran tal entusiasmo. Jaime, su compañero de trabajo, parecía medio loco. Se pasaba días y semanas retocando y puliendo un poema que presentaría bajo el lema «Amor». «Amor, simplemente Amor», le decía a Matías, en gesto que significaba: Observe la austeridad, la economía de elementos.
Mosén Alberto explicaba a los Alvear:
– Es la tradición, ¿comprende? Los Juegos Florales son… ¡claro! Para ustedes es difícil de comprender.
Mosén Alberto preparaba también una monografía histórica sobre la ermita de los Ángeles.
Mosén Alberto no lo podía remediar: era catalanista. En primer lugar, su pueblo natal, Torroella, antiquísimo condado y luego Gerona y el Museo, le habían situado frente a tantas obras de arte indígenas que estaba convencido de que pocos pueblos en la tierra se le podían comparar. «Leyendo nuestra historia se queda uno boquiabierto», decía. Mosén Alberto se sabía de memoria trozos de Ramón Llull, de Ausias March. Y estaba abonado, como el notario Noguer, como don Jorge, como el doctor Rosselló y muchas familias de clase media, a la Fundación Bernat Metge. Se aseguraba que en castellano no existía una traducción tan perfecta de los clásicos griegos y latinos. A Matías aquello le parecía raro, pero no estaba documentado para contestar.
Mosén Alberto presentaba a Gerona como ejemplo vivo de lo que decía.
– En Gerona ya se imprimían incunables -imprentas Oliva, Baró-. En la Edad Media, cada casa era un taller de artesanos de gran calidad: orfebrería, repujado de hierro, etcétera… No hay más que ver la colección de grabados al boj del Museo. Ríase usted, Matías, de los dibujantes que pueda haber en Jaén y Málaga.
Matías no contestaba, pero lo hacía Ignacio.
– Mosén, en Andalucía todo el arte árabe, sabe usted… Y si nos ponemos a hablar de Séneca y de San Isidoro…
En Gerona había una editorial importante pero dedicada exclusivamente a libros de texto. Pero Barcelona inundaba el mercado de literatura catalana. El número de autores crecía a diario. David y Olga aseguraban que el movimiento poético y teatral en toda la región alcanzaba una altura extraordinaria. Matías tampoco conocía de ello más que los sonetos de Jaime, y estrofas sueltas de su poema «Amor». Por lo demás, Matías leía poco. En Madrid se había leído todo Dumas. Ahora, algún libro de Blasco Ibáñez. Los periódicos le absorbían. Y en cuanto a la poesía moderna, opinaba de ella lo mismo que del jazz. No llegaba a comprender el entusiasmo de Julio por García Lorca. «Para oír esto -sentenció un día-, prefiero escuchar directamente la guitarra.»
A Pilar, lo de los Juegos Florales le encantó, porque supo que se elegiría Reina de la Fiesta y que ésta presidiría en el escenario rodeada de seis Damas de Honor. Las niñas en el colegio hacían cabalas sobre quién sería la Reina de la Fiesta. Se hablaba de una hermana del arquitecto Ribas, de una sobrina del notario Noguer.
Nuri comentaba: «Sor Beethoven quedaría muy bien de Reina, con un vestido blanco y la trompetilla en la oreja».
A Ignacio los Juegos Florales le divertían. El muchacho continuaba sintiéndose estimulado por las carcajadas que provocaban en los demás… Su alegría llevaba trazas de convertirse en hábito. Todavía no se había ido a confesar. El remordimiento le iba quedando sepultado bajo aquella suerte de traje nuevo que su espíritu había estrenado. Carmen Elgazu estaba encantada con su hijo, que en la mesa y alrededor de la entrañable estufa no hacía más que contar chistes. Casi llegó a pensar que verdaderamente había exagerado al suponer que David y Olga le envenenarían.
A Carmen Elgazu lo que le interesaba eran los preparativos de Semana Santa, de la que «Rey de Reyes», que la hizo llorar, había sido un anticipo. Lerroux había vuelto a permitir las procesiones. Se celebraría la gran Procesión del Viernes Santo por la Gerona antigua. Mosén Alberto sería -¡el nombramiento había llegado por fin, prestigio del viaje a Roma!- maestro de ceremonias, y las dos sirvientas del Museo cosían filigranas en los ornamentos sagrados que el sacerdote debería llevar, y discutían qué par de zapatos le correspondían.
– Mi tío me ha dado un recado para ti. Que si mañana, a las ocho de la noche, quieres ir a una reunión en su casa.
¡Válgame Dios! Ignacio, al oír la propuesta del Cojo, quedó patidifuso. ¿Qué diablos querría el Responsable? Ignacio sabía que continuaban identificándole con José, que los habían visto siempre juntos, primero en el mitin de la CEDA y luego en la huelga. Y también Blasco le veía siempre en el Cataluña jugando al billar o hablando con los parados; pero de eso a invitarle a una reunión…
El Cojo le dijo:
– ¡Yo qué sé! Me parece que querría hacer algo con los estudiantes.
Ignacio estuvo a punto de exclamar:
– Pero… ¿es que suponéis en serio que soy de la FAI? -Pero le venció la curiosidad. Ya que la vida se mostraba generosa con él, ¿a qué despreciarla? Por lo demás, tal vez se sintiera más incómodo alrededor de una mesa con el notario Noguer, don Santiago Estrada y las señoras de la CEDA que con el Cojo y el Rubio y el Responsable. Lo mismo que en José, había en aquéllos algo de sinceridad. Ignacio recordó que la Torre de Babel le había dicho en el manicomio: «Uno de esos platos de crema debe de ser del Responsable. Siempre trae uno para su mujer».
Rutila, 80… Todavía recordaba la dirección de cuando José sacó el papel y le preguntó por dónde había de ir a Rutila, 80.
Advirtió a David y Olga que al día siguiente faltaría a clase. Llegada la hora, subió sonriendo la escalera de ladrillo rojo, sorprendentemente limpia. Llamó y le abrió la puerta una de las hijas del Responsable, la menor, que llevaba unos pendientes parecidos a los de doña Amparo Campo.
– Entra. -En el perchero colgaban varias gabardinas y él dejó su abrigo.
Entró en una habitación mal alumbrada, situada a la derecha del pasillo. En un rincón, una radio; en otro, una estufa al rojo vivo. Alrededor de la mesa, el Responsable y seis o siete personas más. Vio las costras del Cojo, la boina de Blasco, las pecas del Rubio. Dos o tres hombres serios, conocidos dirigentes de la CNT.
Sólo un par de ellos le miraron con curiosidad. Los demás parecían acostumbrados a ver gente nueva.
El Responsable le dijo:
– Siéntate. Todavía no sé cómo te llamas.
– Alvear.
Y se sentó.
Uno de los camaradas le preguntó:
– ¿En qué trabajas?
– En un Banco.
Se hizo un silencio, durante el cual la hija les sirvió ron y dirigió una larga mirada a Ignacio.
El Responsable parecía dispuesto a no perder tiempo y comenzó a explicarse, demostrando con ello que trataba a Ignacio de igual a igual. Tenía enfrente un ejemplar de El Tradicionalista. Lo extendió sobre la mesa y señaló una columna como un general señala un punto en el mapa.
– Supongo que estaréis de acuerdo en que hay que contestar a eso.
Leyó en voz alta. Era un artículo corto. Leía con gran seguridad; siseando en las pausas y marcando con la cabeza un ritmo imaginario.
El artículo empezaba con una sátira desmedida contra los que creían que en un país individualista y violento como España podía tener éxito un régimen parlamentario, que ha de basarse en la comprensión y la tolerancia.
– De acuerdo -comentó un muchacho despeinado, el Grandullón-. El Parlamento es la reoca de los camelos.
A renglón seguido se decía que era indispensable una investigación a fondo para saber de dónde procedía el dinero que derrochaban ciertas personas de la localidad, cuyos ingresos conocidos no sobrepasaban los de la humilde clase media.
– Comunistas -sugirió Blasco, que se había colocado de espaldas para oír.
Luego el cronista añadía que debía precederse sin piedad contra los destructores de trombones, que no podían ser ajenos al corte de la vía férrea descubierto el día anterior entre Gerona y Figueras, que precipitó al abismo tres coches que transportaban vigas de hierro, una de las cuales aplastó el cráneo a un empleado del tren. Daba una lista de nombre sospechosos, escritos con ortografía voluntariamente alterada. En vez de Responsable decía: «Incansable».
– ¡Cabrones! -juró el Cojo.
El Responsable tomó aliento y soltó el periódico.
– El Comité, decidido a que esa gente no se crea Dios porque ha ganado las elecciones, quiere contestar a esto. -Luego añadió, echándose para atrás-: Exponed un plan.
Hubo un momento de silencio.
– ¿Conoce alguien al que ha escrito eso? -preguntó el Rubio.
El Responsable volvió a desplegar el periódico.
– Firma «La Voz de Alerta».
Todos le conocían y dijeron:
– El dentista tenía que ser.
El Cojo propuso, simplemente:
– Hay que ir por él.
– ¿Ir a qué? -inquirió el Responsable.
El Cojo levantó los hombros. Su tío le hipnotizaba.
– No sé -dijo-. A dibujarle otra cara, ¿no?
Blasco negó con la cabeza.
– Aquí el culpable es el director del periódico -afirmó.
El Responsable pidió silencio. Llamó a su hija. Ésta abrió un armario y le entregó una libreta. Aquél la hojeó y fue resiguiendo nombres con el índice. Por último informó:
– El director se llama Pedro Oriol. Es comerciante en maderas, monárquico. Vive en la calle de la Forsa, 180.
Ignacio había palidecido desde que oyó a Blasco afirmar que el culpable era el director. Porque ya sabía que éste era don Pedro Oriol, el padre de su compañero de billar. No dijo nada, no sabía en qué pararía aquello.
El Grandullón intervino:
– Pues vamos por el director.
– Cuenta conmigo -ofreció el Cojo.
– Y conmigo.
– Y conmigo.
Ignacio sintió que le daban un codazo. Era su vecino el Grandullón, quien con las manos, hacía ademán de retroceder el pescuezo a alguien.
Ignacio evocó la imagen de don Pedro Oriol en el entierro de su hijo. Le veía, alto, vestido de negro, mirando al suelo. Pero no se atrevía a intervenir. Y no comprendía que hablaran de todo aquello delante de él.
Y, sin embargo, ahora varios le miraban, como extrañando su mutismo. Especialmente el Responsable.
Al ver que, en efecto, esperaban que dijera algo, intervino:
– Bueno… parece que tengo que decir algo… -Entonces añadió-: Antes que nada, ¿podría saber por qué he sido llamado?
– ¡Toma! -exclamó el Responsable-. Para que nos des tu opinión.
Ignacio enarcó las cejas.
– ¿Mi opinión sobre lo que estáis hablando?
– Sobre todo lo que se hable.
Ignacio quedó un poco desconcertado.
– Pues bien… -decidió-. Respecto a lo del director de El Tradicionalista, a mí me parece que os precipitáis un poco.
– ¿Cómo que nos precipitamos?
– Sí. Hay que conocer a las personas, creo.
– ¿Conocer…?
– En fin. Quiero decir que don Pedro Oriol… es una persona digna. -Viendo la perplejidad de todos, añadió-: ¡Bueno! Por de pronto, se le ha muerto un hijo.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntaron tres a la vez.
– ¿Es amigo tuyo…? -inquirió Blasco.
– Lo era el chico.
El Responsable le miró.
– ¿Sabías que su padre era uno de lo jefes monárquicos?
Ignacio levantó los hombros.
– Yo jugaba con él al billar.
El despeinado dijo:
– No sé… Te veo mucha corbata…
– Eso no tiene nada que ver- cortó el Responsable.
– ¿Desde cuándo llevar corbata es pecado? -preguntó Ignacio, conteniéndose.
– El muchacho tiene razón -sentenció el Responsable.
– ¡Basta ya! -interrumpió el Grandullón-. ¿Se zumba a ese Oriol, o no?
– Por mí, sí -repitió el Cojo.
– Por mí también.
– Por mí también.
Entonces el Responsable movió la cabeza: -Sois unos borregos.
Todos le miraron.
– ¿Qué pasa?
– ¡Os he dicho mil veces que hay que hacer funcionar eso! – Y se pegó en la frente.
– Nadie le quitará la gran paliza.
– ¿Y qué? El periódico continuará saliendo. Explotarán el asunto y venderán más ejemplares. -Se hizo el silencio. Todos comprendieron que el Responsable llevaba razón. Éste los miraba uno por uno, centelleando-. A veces me revienta que seáis tan ignorantes -les dijo-. Aquí lo que hay que hacer es algo más serio, de más fuste.
– ¿Cómo de más fuste?
– Sí. Algo que impida que esto -señaló hacia El Tradicionalista- continúe infectando la provincia.
El Cojo le interrumpió. Siempre miraba a su tío tan fijamente que a veces le adivinaba el pensamiento.
– ¡Ya está! Destruir la imprenta.
Hubo un instante de perplejidad. Todo el mundo miró al Cojo y luego al Responsable. No se sabía si éste ordenaría tirar a su sobrino por la ventana o si aprobaría su plan. Aquello era inesperado y probablemente una barbaridad. Destruir la imprenta. ¿Cómo, con qué? ¿Y las autoridades? El Cojo debía de estar loco.
Por fin el Responsable dijo, tomando de la oreja un pitillo según costumbre.
– Eso… me parece mejor.
– ¡Hurra! -gritó el Cojo.
Los demás se movieron en la silla. Ignacio no cesaba de parpadear. Porque El Tradicionalista se tiraba desde antiguo en la imprenta del Hospicio y, junto con su taller de encuadernación, era la principal fuente de ingreso del establecimiento. Así se lo había contado a Ignacio la Torre de Babel.
Ignacio supuso que el Responsable desconocía aquel detalle, porque a la pregunta de Blasco: «¿Y dónde está la imprenta de esos burgueses?», el jefe de la CNT volvió a llamar a su hija para que le trajera del armario otra libreta.
Entonces Ignacio cortó su gesto.
– Yo puedo decíroslo -informó-. El Tradicionalista lo tiran en la imprenta del Hospicio.
Supuso que aquella razón bastaría… Y se equivocó.
– ¡Magnífico! -exclamó el Grandullón, levantándose y encendiendo su cigarrillo en el hierro, al rojo vivo, de la estufa-. De noche no habrá vigilancia.
Todos asintieron. Era evidente que tenían gran cantidad de energía disponible y que buscaban en qué emplearla. El Rubio, cuyo rostro expresaba generalmente una especial bonachería, añadió:
– Hay otra ventaja. Se puede entrar en la imprenta por una puerta pequeña que hay que da a la calle del Pavo. No hay necesidad de atravesar el edificio.
Ignacio se preguntó si el muchacho habría salido de aquel establecimiento…
Pero no decía nada. Todo aquello era tan grotesco en su opinión que un sentimiento de superioridad le había invadido. Casi había adoptado un aire irónico.
Pareció que el Responsable se daba cuenta de ello porque le sirvió más ron y le preguntó:
– Bueno, la maquinaria se destroza, de acuerdo. Pero… ¿y el papel?, ¿qué se hace con el papel? Porque las balas de papel son así. -Y con la mano indicó una alzada enorme.
El Grandullón, a quien el personal descubrimiento de que por la noche no habría guardia había animado, opinó:
– Una cerilla y ¡ale!, ¡abur, mariposa!
Los dirigentes de la CNT sonrieron, indicando que era un exaltado. El Responsable tiró al aire un cigarrillo que el Grandullón recogió.
– Nada de incendios, idiota. A ver si vas a quemar el edificio.
– Bueno… ¿y qué dice a todo esto el estudiante?
Ignacio alzó los hombros. Reflexionó un momento. Dudaba entre varias preguntas que se le ocurrían. Finalmente, se decidió por dar un viraje.
– Yo querría saber… antes que nada, si la acusación de El Tradicionalista es fundada.
– ¿Cómo…?
La pregunta cayó como un martillazo.
– Sí. Si fuisteis vosotros quienes saboteasteis la vía del tren. -Ignacio, de repente, había recordado la huelga de los peones ferroviarios.
El Responsable le miró.
– No. No fuimos nosotros. -Luego añadió-. Pero si lo hubiéramos sido, ¿qué?
Ignacio vio todas las miradas fijas en él.
– Pues… la cosa cambia, ¿no es cierto? Porque… destruir una imprenta…
Blasco, que continuaba colocado de espaldas a la reunión, preguntó:
– ¿Qué pasa…? ¿También hay algún inconveniente?
Ignacio entendió que debía hablar. Sobre todo porque el Responsable le había llamado por primera vez estudiante.
Con la mayor naturalidad posible explicó su punto de vista. Que la imprenta del Hospicio era la fuente de ingresos del establecimiento. El Tradicionalista les pagaba un alquiler crecido y luego hacían otros trabajos.
– Y les hace falta, ¿sabéis? El Hospicio… está peor aún que el Manicomio.
El Responsable no alteró uno solo de sus músculos. Los demás continuaban escuchando sin reaccionar.
– Por lo demás -prosiguió Ignacio, algo nervioso a fuerza de oír su propia voz-, en la imprenta es donde aprenden el oficio muchos de los hospicianos, que tienen también el taller de encuadernación allí. Si se destruye la maquinaria, ellos son los perjudicados. El Tradicionalista comprará otras máquinas y probablemente las instalará en otro local independiente. Así que…
El Grandullón fue el primero en cortar.
– Primero, un tío muerto -dijo fumando con la boca torcida y cerrando el ojo izquierdo a causa del humo-. Ahora, unos huérfanos.
Ignacio no se arredró.
– Lo siento -dijo-. Se me ha pedido la opinión, ¿no?
El Responsable parecía dispuesto a concederle beligerancia.
– ¿Cuántos chicos aprenden el oficio en la imprenta? -preguntó.
– Diez o doce.
– ¿Y cuántos hay en todo el Hospicio?
– No lo sé.
– Aproximadamente.
– Pues… entre niños y niñas, unos trescientos.
El jefe le sirvió más ron.
– ¿Te parece que por diez muchachos, que además podrán aprender lo mismo en otra parte, vamos a dejar de contestar a ese individuo -señaló el periódico de nuevo- que pide que nos ahorquen?
Ignacio dijo:
– Yo no sé si hay que contestar o no. En eso no me meto.
El Grandullón tuvo entonces una intervención inesperada.
– Oye una cosa -dijo-. Has dicho que en la imprenta había taller de encuadernación, ¿verdad?
– Sí.
El muchacho miró al Responsable y señaló a Ignacio con el mentón.
– ¿No será… de los de Víctor?
Todos comprendieron la alusión. Supusieron que Ignacio era… comunista y que defendía la causa de Víctor, jefe del taller de encuadernador, pues si se destruía el taller el jefe comunista se quedaría en la calle.
Ignacio no pudo menos de sonreír con sarcasmo.
– ¿Comunista yo…? Ahora empiezo a divertirme.
No obstante, el Responsable había empequeñecido sus ojos. La idea de perjudicar a Víctor le había penetrado certeramente, borrando todas las demás.
En aquel momento la hija mayor del Responsable entró y entregó a éste un papel en que había algo escrito. El Responsable lo leyó para sí, ante el súbito asombro de todos. Inmediatamente levantó la cabeza y preguntó a Ignacio:
– ¿Tu padre es empleado de Telégrafos?
– Sí.
El hombre continuó:
– ¿Se llama Matías?
– Sí. ¿Por qué?
– Nada. Mi hija dice que está segura de conocerte y que tú estuviste en un seminario.
– Sí, es cierto. Estuve cinco años.
El Cojo se irguió. Se oyó un rumor general.
– También dice que un hermano tuyo está aún allí.
– Es exacto. Está en el Collell.
El Responsable, que había dicho todo aquello en tono normal, de súbito se levantó y pegó un seco puñetazo sobre El Tradicionalista.
– ¡He sido un imbécil confiando en tu primo de Madrid!
– ¿Qué pasa? -preguntó Ignacio.
– ¿Qué pasa…? Nada. Eso me enseñará a quitarme de la cabeza la manía de los sabios.
Blasco también se había levantado y todos parecían querer rodear a Ignacio.
El muchacho había recobrado su sangre fría. Se levantó a su vez. Comprendió que, si no reaccionaba, iba a salir de allí mal parado.
– A mí también esto me va a enseñar algo -dijo, sin saber a ciencia cierta a qué se refería.
– ¿Ah, sí…? ¿Qué?
– ¡Yo qué sé! -Se sintió molesto e indignado a la vez-. No meterme donde no me llaman.
– Aquí te habíamos llamado.
– Sí, pero suponía que se respetaban ciertas cosas.
– Nosotros no creemos en el respeto, sino en la acción -contestó alguien.
– ¡Dejadle! -habló el Responsable-. ¡Que continúe!
Ante la actitud provocadora de todos, Ignacio adoptó un aire que hubiera admirado a doña Amparo Campo.
– No tengo por qué continuar. Ya lo he dicho todo.
– ¿Qué querías decir con eso de respetar ciertas cosas?
– Hablaba en general.
– Aquí hablamos siempre en particular.
La hija intervino, inesperadamente:
– Quieres decir que lo que sabes es escuchar y luego contarlo todo al obispo, ¿no es eso?
Ignacio alzó los hombros. Recordó una frase de José y la repitió con automatismo que a él mismo le sorprendió.
– Lo que no sabría es andar con papelitos y luego exhibir por las calles un sargento.
– ¡Animal! -gritó el Responsable. Y dominado por un furor súbito se le acercó-. ¡Los niños a beber leche!, ¿me oyes? ¡Leche! -gritó, siguiendo su costumbre de agarrar por las solapas.
Ignacio le dio un empujón involuntario, que le hizo retroceder. Miró a todos como desafiándolos y al mismo tiempo buscando la salida. La hija del Responsable era la persona que más rabia le daba en aquellos instantes.
Pero el Responsable, que casi se había quemado en la estufa, se había incorporado de nuevo.
– ¡Somos idiotas! -gritó el Cojo-. ¡Trabaja en un Banco!
Ignacio se volvió hacia él.
– Anda y que te zurzan -dijo.
Entonces sintió un puñetazo en el rostro. Se llevó la mano a la mandíbula. Se abrió paso con fuerza. Avanzó sin darse cuenta. Se encontró frente al perchero. Tomó el abrigo. Intentó abrir una puerta, que no cedió. Finalmente halló la salida y se lanzó escalera abajo.
Al aparecer en la calzada oyó la voz del Grandullón que le decía desde una ventana bruscamente abierta:
– ¡Y cuidado con hacer de soplón, mamarracho!
Al cabo de un rato vio un grupo de personas que andaban medio ocultándose. La mandíbula le dolía, pero a pesar de ello vio un sombrero hongo. Luego reconoció al doctor Rosselló. Dos pasos más adelante descubrió a Julio García, del brazo de un coronel esquelético.
Hizo un esfuerzo de memoria. ¿Qué significaba aquel grupo? Al cruzar el puente recordó que mucho tiempo atrás, cuando estaba en el Seminario, alguien le había dicho que, cerca de la calle de la Rutila, en la del Pavo, los masones tenían la Logia.
Inventó una historia. Contó que un carro de los que hacían el servicio de la estación a las agencias, al virar bruscamente le había dado con un tablón de madera que salía más de la cuenta. La herida no tenía nada de particular, pero se le hinchaba por momentos y adquiría un tono violáceo parecido al de la bandera de la República.
– No sé, no sé -decía su madre, mientras le aplicaba agua oxigenada-. ¿Dónde dices que te ha ocurrido eso, dónde?
Matías le examinó la mandíbula de cerca y pensó: «Eso es un puñetazo como una catedral».
Querido José:
Te escribo con la mandíbula hecha un asco gracias a un directo de tu amigo el Responsable. Sois de una especie muy difícil de clasificar y no comprendo que conociendo a aquella pandilla, y conociéndome a mí, les aconsejaras que me invitaran a una reunión. Chico, el anarquismo no sé lo que será, pero los anarquistas… Claro que me lo merezco por meterme donde no me importa. Con lo bien que se está en casa, estudiando. En fin, que sois unos birrias. Recuerdos a tu padre, a pesar de todo.
Tu primo
ignacio.
En cuanto hubo echado la carta al correo le pareció que todo lo veía de otro modo. Recordó que Olga le había contado detalles muy penosos de la infancia de los componentes de la pandilla, especialmente del Grandullón. Por lo visto, el chico quedó solo, sin nadie, y se dedicó a robar gallinas. Ignacio regresó a su casa pensando que evidentemente un hombre que de niño ha robado gallinas y otro cuya madre ha cocinado los huevos rezando el Credo han de juzgar de muy distinta manera las imprentas.
Lo que con más fuerza le había quedado grabado de la reunión era el «No sé, te veo mucha corbata…» Lo asoció al «¡Jolín, bastantes señoritos tengo en casa!», de la criada en el baile. La verdad era que desde el primer momento, con sólo ver el aspecto de la habitación, se había sentido un extraño. En la calle le importaba poco andar con el Cojo, con quien fuera. Pero, por lo visto, alrededor de una mesa la cosa era distinta.
Y luego, todo lo que ocurrió le pareció absurdo. La reacción de aquellos seres por el hecho de que hubiera estado en un Seminario no tenía ni pies ni cabeza. ¡Admitía la infancia del Grandullón! Pero ¿qué culpa tenía él?
La infancia, la infancia… También había tenido una infancia penosa su padre, Matías Alvear. Y Julio García. Y lo terrible era pensar que El Tradicionalista tampoco tenía razón.
No obstante, se confesó, a sí mismo, que si en lo de la imprenta hubiera protestado en cualquier caso, en lo de la agresión personal tal vez no hubiera dicho nada si la víctima elegida hubiese sido «La Voz de Alerta». Pero don Pedro Oriol… Don Pedro Oriol le inspiraba un gran respeto. Gran propietario de bosques, de acuerdo. Pero se lo había ganado con su trabajo. Los propios empleados del Banco conocían la historia y le trataban con deferencia. Era un hombre que había vencido a fuerza de tenacidad y altruismo. Siempre decía: «A mí me ha salvado el hacer favores». Su mujer llevaba una vida muy retraída y era más sencilla que la hija del Responsable. Tenían un coche anticuado, que traqueteaba por la ciudad, pero que, al parecer, subía como un demonio y en los bosques se internaba hasta donde trabajaban los carboneros. En fin, que hasta el coche era simpático.
La única objeción era: ¿Por qué eligió a «La Voz de Alerta» como redactor jefe, y por qué permitía aquellos artículos con la «plebe» y demás? Según el subdirector, don Pedro Oriol se encontró con que «La Voz de Alerta» era la única persona en la ciudad que entendía algo de periodismo, y el dentista impuso como condición que en los editoriales tendría pluma libre… una vez por semana. Aquella semana habían elegido al Responsable. Y de resultas de esto él tenía la mandíbula hinchada.
Y además le habían gritado: «¡Cuidado con hacer de soplón!» En compensación… había visto a Julio del brazo de un coronel esquelético, el coronel Muñoz. ¡Julio del brazo de un coronel!
La curiosidad que sentía por el policía se renovó en él. ¿Y por qué no? Doña Amparo Campo era la primera en no dar importancia a lo ocurrido en el diván.
Masones, masones… ¿Qué diablos ocultaba aquella palabra?
Una cosa en contra de Julio. Se había encontrado por la calle con Pilar y en un tono, que al parecer había desconcertado a la chica, le había preguntado: «¿Qué pequeña…? Te gusta más la primavera que el invierno, ¿verdad?» Y la había mirado descaradamente al pecho.
Habían entrado en Cuaresma y Carmen Elgazu prohibió muchas cosas, sobre las que ella empezaba dando ejemplo: no tomaría ni postre ni café.
Había prohibido silbar y cantar. En resumen, todo cuanto fuera frívolo o extemporánea manifestación de alegría. Había prohibido ir al cine. Y Pilar volvería directamente de las monjas a casa.
¿Qué hacer los domingos sino ir al cine? Ignacio se fue a ver a Julio. Por lo demás, éste le andaba diciendo: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿Te he ofendido en algo?»
El primer domingo, Ignacio encontró a Julio en un estado que Carmen Elgazu hubiera juzgado poco cuaresmal. El mueble bar estaba abierto y todas las botellas en desorden sobre la mesa. Julio daba la impresión de que, de haber eructado, se sentiría más ligero.
No obstante, tenía en los ojos la chispa especial de la cordialidad.
– ¡Siéntate! Tomaremos coñac.
Ignacio se sentó, contento de que doña Amparo Campo estuviera ausente. Y Julio no perdió el tiempo. Le felicitó. Le sirvió coñac y le felicitó.
– Te felicito, muchacho. Sé que has estado en el Manicomio… y que te has ofrecido en el Hospital para dar sangre. ¡Chisssst te digo! Anda, bebe. ¿Y qué? -añadió-. ¿Ya sabes lo del análisis?
– No.
– ¡Anda, brindemos! Primera calidad. Tienes sangre de primera calidad.
Julio tenía una expresión simpática, parecida a la que le conocía Matías Alvear las noches en que el policía iba a verle a Telégrafos. Y lo bueno de él era eso: siempre informaba de algo importante; por ejemplo, de que uno tenía sangre de primera calidad. Pero estaba completamente borracho.
De pronto señaló la mandíbula de Ignacio y gritó:
– ¿Qué es eso? ¿Qué te ha pasado?
Ignacio estaba tan cansado de mentir en casa, primero con lo de las comuniones y ahora con la historia del carro, que allí dijo la verdad. Por otra parte, el principal motivo de su visita, o uno de los principales, era explicarle a Julio el resultado de su experiencia anarquista. Quería saber su opinión.
– Julio se puso más alegre aún.
– Pero, hombre…¿por qué no me lo dijiste antes? No hay nada que hacer, ¿comprendes? Nada que hacer.
– ¿En qué no hay nada que hacer?
Julio puso unas cuantas botellas en el suelo. Dejó cuatro solamente sobre la mesa, y las colocó una en cada esquina.
– Separación de clases, ¿ves? El anís no será nunca coñac y el coñac no será nunca champaña. ¡Nada, nada! -prosiguió, viendo que Ignacio quería hablar-. Los de arriba -tocó el cuello de la botella de champaña- no creerán nunca en tu sinceridad, y los de abajo -tocó la base de la botella de anís-, tampoco. Tú, clase media como yo, ¿comprendes?
Ignacio comprendía.
– ¿Verdaderamente no hay nada que hacer?
– Brrrr… ¿Qué crees que ocurriría si fueras al notario Noguer y le dijeras: «Señor Notario, hace usted muy bien disparando en su finca contra los intrusos»? Nada. Ni te daría la mano. Ni hablar.
Ignacio reflexionaba. Le parecía que aquélla era una magnífica ocasión para sacar algo en claro de Julio. Le seguía la broma y bebía para acompañarle.
– Julio -le preguntó-, ¿es verdad que usted es comunista?
– ¿Yo…? -Julio, que había encendido un pitillo, abriendo los brazos reunió de un golpe las cuatro botellas, haciéndolas tintinear.
Ignacio dijo:
– Me alegro. Porque aquí se rumorea algo…
– Idiotas, idiotas -repitió el policía-. Lo que pasa -se echó para atrás- es que a mí me interesa todo, ¿comprendes?
– ¿Todo…?
– Sí. Todo lo que sea… ¿Qué te diré? Una gran transformación.
– ¡Hombre! -exclamó Ignacio-. ¿Y cree que el comunismo lo es?
– ¡Cómo! -Crujió los dedos-. ¡Caray si lo es! El otro día me contaban…
– ¿Qué le contaban?
– Que en España no se atreven a… En fin, que se sirven del socialismo.
– No entiendo.
– Sí, hombre. Aquí no hay disciplina, ¿comprendes? Ya lo ves. Tú, individualista. Y el Komintern lo sabe.
– ¿El Komintern sabe que yo soy individualista?
– ¡No seas burro! Sabe que lo eres tú -le señaló-, que lo soy yo -se señaló-. Que todos somos individualistas. Por eso ha ordenado lo que te he dicho. -Con la diestra se dio un golpe en la otra muñeca, obligando a la mano izquierda a que se levantara-. El socialismo como trampolín.
A Ignacio le había interesado lo de la transformación.
– ¿Así que le gustan las transformaciones?
– Sí. -Julio continuaba alegre-. Por eso me gusta Pilar, ¿sabes? Se está transformando.
Ignacio se puso repentinamente serio.
– Dejemos a Pilar, ¿no le parece?
– ¡Bien, dejémosla! ¿Sabes qué…? Vamos a hablar de otro personaje. De Hitler.
– ¿Otro transformador?
– Otro. También me interesa. ¿Qué? ¿No te han dicho si yo soy de Hitler?
La verdad, no.
– Pues… casi me interesa tanto como lo otro.
A Ignacio le pareció que Julio continuaba bebiendo demasiado y que llegaría un momento en que no sacaría nada en claro de él. Así que quiso precipitar las cosas.
– ¿Qué sabe usted de la masonería, Julio…?
– ¡Uf…! -El policía hizo ademán de ahuyentar una mosca-. Nada. ¿Ves? Ahí, nada. Nunca he sabido absolutamente nada.
– ¿Nada, nada…? No lo creo.
– ¿Por qué no?
– Usted siempre sabe algo.
Julio pareció sentirse halagado.
– ¡Ah, claro! Lo de todo el mundo. Que si el rey de Inglaterra, que si Martínez Barrios… Son masones, ¿verdad? ¡Y me hace gracia -añadió riendo- que siempre se hable del grado treinta y tres!
Ignacio quería estimularle.
– Bien, pero… de los ritos. O de la… organización… Por ejemplo. ¿Hay logias en ciudades pequeñas? ¿En una capital como… Gerona por ejemplo?
– Chico… -Julio ahuyentó otra mosca-. Pasa eso, ¿sabes? Los que no lo son, no saben nada; y los que lo son, no hablan. Así que… ¿Me entiendes? ¡Ah, a mí me gustaría más hablar de Pilar!
Ignacio vio que no había nada que hacer. Julio se había levantado y se balanceaba sobre sus pies.
– La ciencia… La ciencia… es otra gran…
– Sí, ya sé.
– Eso. -Julio añadió-: Cambiará el mundo. Una inyección a un vicario ¡y ale! -hizo crujir los dedos-, transformado en rector.
Aquella salida extemporánea hizo reír a Ignacio. Pero de pronto le recordó lo del vicario de San Félix, que se había ido a Fontilles. Miró al policía. Tenía la cara roja y los labios algo hinchados.
– Ya conoce usted la novedad, ¿no? -le dijo.
– ¿Qué novedad?
– La del vicario de San Félix.
– ¿Qué ha hecho…? -Se rió-. ¿Se ha casado?
– No. Se ha ido a curar leprosos.
– ¡Ja! -Julio hizo luego una expresión de asco-. La ciencia… arreglará eso.
– ¿Cómo que arreglará eso?
– Una inyección… ¡y zas…! Holgarán los vicarios.
Aquello desagradó a Ignacio. Que no hubiera tenido un gesto de admiración. Precisamente hallándose en aquel estado tenía que haberle salido espontáneamente.
– Pero… usted admira al vicario, ¿no es eso?
– No.
– ¿No? ¿Cómo que no?
– Es un acto… tonto. Inyecciones, ¿comprendes? -repitió, apretando con el pulgar una jeringa imaginaria-. Sabios. ¡Sabios y no vicarios!
Ignacio se ponía nervioso. Julio se daba cuenta de ello y le hacía ademán de que se calmara.
– Quieto, quieto… No lo olvides: «Sangre de primera calidad». ¿Quieres que te diga -añadió, levantando súbitamente el índice- el mal de España?
Ignacio no contestó.
– Pues, escucha bien. En los partidos políticos no hay biblioteca. ¡Mentira! -añadió-. La hay, pero… no va nadie. -Se sentó para sentirse más seguro-. ¡Y miento aún! -añadió-. En muchos pueblos… van las gallinas. ¡Eso es! -Hizo un gesto de asombro-. El conserje no ve a nadie… y mete las gallinas.
– ¿Y qué pasa con eso? Tenemos gallinas sabias, ¿no?
– ¿Qué pasa…? Ya lo ves. -Señaló afuera con el índice extendido-. Otra vez Semana Santa.
Ignacio le miró sin comprender.
– ¡La procesión! Oye… -añadió, mirándole con simpatía y guiñándole un ojo-. ¿Te puedo hacer una pregunta?
– Hágala.
– ¿En qué mes estamos?
– Pues… marzo.
– ¡Exacto! Marzo. Bien… En la procesión… ¿llevarás capucha?
Ignacio hizo un gesto de repentina convicción.
– Desde luego.
Entonces Julio pareció serenarse.
– Bien hecho, bien hecho… -Luego añadió-: Yo también la he llevado… algunas veces.
David y Olga fueron más explícitos. Insistieron sobre la influencia que la niñez y el ambiente tenían sobre las personas. Del Cojo dijeron que las costras eran efecto de desnutrición. Su padre murió en las canteras de Montjuich. Le sepultó un bloque de piedra, con la cual luego le labraron la lápida, en la falda de la misma montaña, en el cementerio. Ahora vivía con su madre, vieja increíblemente alegre, porque estaba convencida de que su hijo era abogado. Al salir todas las mañanas, el Cojo le decía: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia». Pero en realidad desde los tres años no había comido a su gusto ni siquiera cuando le invitaba su tío el Responsable. El odio que el chico sentía por los Costa, actuales dueños de las canteras de Montjuich, provenía del accidente de trabajo que sufrió su padre.
El Grandullón, ya sabía; y en cuanto al Rubio, era, en efecto, hospiciano. Le recogió una mujer que le vio un día yendo al fútbol en fila con los demás chicos, pero a su lado, exceptuados un par de años de prosperidad, todo le fue malamente. Ahora el Rubio se ganaba la vida llevando maletas en la estación y se contaba que la vieja perdía la vista. Los vecinos la ayudaban porque el Rubio era bastante frívolo.
Todos tenían una historia parecida, desde Blasco hasta los serios dirigentes de la CNT. ¿Cómo quería Ignacio que al oír hablar del Seminario no se pusieran nerviosos? Ninguno de ellos había encontrada ayuda duradera en ninguna institución. ¿Qué decir? El padre de Blasco, según les contaron en Estat Català, era un hombre que todo lo que poseía lo llevaba en el interior de la gorra. Se sacaba la gorra, la depositaba como cuenco entre las rodillas y de ella iba sacando todas sus riquezas lentamente: tabaco, papel de fumar, unas fotografías, una goma, unas monedas, alguna vieja carta y un acta notarial, no se sabía de qué. Todo estaba impregnado del olor, color y grasa de sus cabellos y de su gorra. También era limpiabotas y fue quien enseñó a Blasco a hacer saltar con un estilete los tacones de los clientes.
Y en cuanto al Responsable, éste era caso aparte. Cuando nació, sus padres vivían holgadamente fabricando alpargatas. Pero ya su padre era un gran revolucionario, que introducía en la mercancía folletos de propaganda. Un día alguien le dijo que lo hacía para el negocio, que sabía que cuanto más revoluciones hubiera más de moda se pondrían las alpargatas. Le dolió tanto el falso testimonio y temió hasta tal punto que la gente lo creyera, que cerró el taller. Desde entonces dio tumbos con su mujer y su hijo, el Responsable, vendiendo pomadas en las ferias, y hierbas. De ahí le venía al Responsable su afición a la medicina empírica, el vegetarianismo y a hipnotizar. Su padre acabó encantando serpientes. Y cuando su madre murió, una serpiente que dormía con ella se le enroscó al cuello amorosamente y no podían despegarla. Esta imagen le quedó tan grabada al Responsable que desde entonces, cuando oía que alguien había aplastado la cabeza de una serpiente, se ponía furioso… Ahora trabajaba en el taller Corbera, fabricando alpargatas de nuevo e introduciendo idénticos folletos clandestinos que su padre. Pero de la prosperidad de su nacimiento le había quedado cierta manía admirativa por la gente instruida. Por ello hacía buenas migas con Julio García, y sin duda por ello había intentado ganarse a Ignacio.
Los maestros desconocían la historia del manicomio.
– Pero ya ves, chico -dijeron-, que no es fácil juzgar… ¿Al padre de Blasco qué le hubiera importado imprenta más o menos? Total, tampoco le habría cabido en la gorra.
Todo aquello constituía una experiencia. Y la Cuaresma avanzaba. Eran tantas las personas como Carmen Elgazu que habían prohibido a sus hijos silbar y cantar, que el ambiente de la ciudad era silencioso. Abstinencia y ayunos abundaban como el bacalao en las tiendas. Las piedras parecían más grises. En torno de la Catedral flotaba una aureola de recogimiento.
Todo aquello había terminado por impresionar a Ignacio, quien se preguntaba si no sería hora de ir a confesar. Porque las personas a las que las manifestaciones cuaresmales molestaban, y que querían contrarrestarlas por medio de altavoces, espectáculos picarescos o carreras ciclistas, conseguían arrastrar a muchos, pero no a Ignacio. A Ignacio le vencía la constancia de Carmen Elgazu y la cara de espanto de Pilar cuando se sorprendía a sí misma tarareando un vals. «¡Dios mío!», exclamaba. Y se llevaba la mano a la boca.
Ignacio quería confesar su caída con doña Amparo Campo. De pronto le producía verdadero horror, pensando que al fin y al cabo Julio era amigo suyo y de la familia. Pero nunca se decidía, dándose pretextos y excusas. «Cuando no tenga que estudiar tanto. Si el vicario de San Félix no se hubiera marchado a Fontilles…»
Pero, por otra parte, le causaba viva inquietud entrar en Semana Santa sin haberse reconciliado con Dios. La Semana Santa había impresionado siempre a Ignacio de una manera especial, incluso en el Seminario. Empezando por el Domingo de Ramos y terminando por la Pascua de Resurrección.
Y Gerona, desde luego, ofrecía un marco único para conmemorar aquellos acontecimientos.
– ¿No sabes adonde ir los domingos? -le decía Carmen Elgazu-. ¡Vente conmigo al Vía Crucis del Calvario, ya verás!
El Vía Crucis en las capillas que ascendían Calvario arriba, al otro lado de las murallas. Catorce capillas blancas. Las tres primeras destacaban aún entre torreones y recuerdos bélicos, por un camino empinado y pedregoso parecido al que Carmen Elgazu vio en «Rey de Reyes» y que conducía al Gólgota. Pero las demás se erguían ya entre los prados frondosos que se caían por la izquierda, barranco abajo, hasta el río Galligans y los olivares que trepaban por la derecha. Olivares eternos, de propietario desconocido, puestos allí para esperar a que por Cuaresma se formara la gran comitiva del Vía Crucis hasta la ermita.
Un domingo Ignacio aceptó. Y luego hubo de aceptar muchos otros domingos. Entendió que haría tan feliz a su madre acompañándola, que le dijo: «Vamos al Vía Crucis del Calvario». «¿A qué hora es?» «A las tres, hijo. Saldremos juntos de aquí.»
Así lo hicieron. El Demócrata ridiculizaba aquel acto de pública penitencia; pero, por lo visto, había muchas personas que no le hacían el menor caso. Porque en el lugar de concentración, detrás de la Catedral, se congregaba siempre una considerable multitud que se ponía en marcha apenas el sacerdote que había de leer las Estaciones salía del Palacio Episcopal.
Pronto cruzaban la antigua puerta de salida de la ciudad y atacaban en silencio la cuesta pedregosa. Ignacio se sentía en el acto prendido en el ambiente de religiosidad. El lento avance de aquella multitud, el súbito ensanchamiento del horizonte y la visión de la primera capilla le obsesionaban.
La gente arrastraba los pies, con la vista baja, avanzando a veces sobre la hierba que orillaba el camino y de pronto levantando la vista en dirección a la ermita que aparecía allá arriba, escueta y solitaria. El sacerdote que llevaba el Vía Crucis iba en cabeza y al llegar ante cada estación subía al pequeño estrado y, abriendo el librillo, gritaba: «¡Quinta Estación!» Y se persignaba y la multitud le imitaba, haciendo una genuflexión ante la naturaleza y murmurando: «Señor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Y el texto describía la primera caída de Cristo, la segunda, la tercera, cuando le dieron a beber hiel y vinagre…
A veces, hacía viento y los olivos se unían al coro: «Señor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Las murallas abrían cuanto podían sus grandes boquetes para oír. La Catedral surgía ciclópea, increíblemente lejana, a espaldas de la comitiva.
Los más rezagados apenas si oían al sacerdote. La comitiva era tan larga que cuando éste había llegado a la undécima estación, ellos todavía estaban en la cuarta. Seguían la Pasión con los brazos caídos, el cuello inclinado hacia el pecho. Algunos se cansaban y se sentaban en el camino, con una flor del campo en los labios. A veces surgía un lector espontáneo, y entonces las voces de éste y el sacerdote que iba en cabeza se unían en el aire.
Y luego se cantaba. Ignacio no olvidaría jamás la impresión que le produjo oír cantar a su madre al aire libre, entre unos prados verdes y un olivar, en dirección a una ermita. «Ahora sí puedes cantar, hijo.» «¡Perdonadnos, Señooooor!» La voz de Carmen Elgazu salió frenética, algo chillona, pero con tal sinceridad que la de Raimundo, en el orfeón, era ridículamente frívola a su lado. «Perdonadnos, Señooor.» Al final se prolongaba como si cada ser tuviera escondido un eco en la garganta. ¿De qué debía perdonar el Señor a su madre? A él, sí, que manchaba la amistad, que llegaba un momento en que oía sin pestañear que lo que hacía falta eran inyecciones y no mártires. Pero a su madre, con la mantilla en la cabeza, el rosario colgándole de los dedos, tacones altos a pesar del camino pedregoso…
En la duodécima estación Cristo moría, y se hubiera dicho que la voz del sacerdote abría también en canal el paisaje, despedazaba las rocas. Pocas veces el cielo se cubría de tinieblas amenazando tempestad. Casi siempre era el sol el que presidía la ceremonia, un sol grandioso que se iba cayendo como una Hostia, tras las montañas de Rocacorba.
Todo terminaba de pronto, con sencillez, y entonces las mujeres descansaban en los bancos de piedra delante de la ermita y los más presurosos regresaban a la ciudad, guardando aún el silencio. Otros más valientes continuaban subiendo hasta las dos Oes, dos arcos, restos de muralla, que coronaban toda la comarca.
Ignacio regresaba a su casa del brazo de su madre. Si Pilar los acompañaba, a Carmen Elgazu le invadían grandes escrúpulos. Porque se sentía tan madre, tan orgullosa entre los dos, que casi se olvidaba de que el camino por el que bajaban conducía al Gólgota. Pero se recobraba y decía: «Con qué devoción lee mosén Alberto, ¿verdad? ¿Habéis oído en la duodécima estación?»
A Carmen Elgazu, una de las cosas que más le impresionaban, sin saber por qué, era lo de Simón Cirineo; en cambio, a Pilar le impresionaba lo de la Verónica. En Ignacio imprimía huella especial la palabra de Cristo a San Juan: «Juan, aquí tienes a tu Madre».
Era difícil, desde luego, subir al Calvario y sentir que se acercaba Semana Santa sin ir a confesar. ¿Cuántos de aquellos que cantaban entre los olivos estaban en pecado mortal? Tal vez él fuera el único, como en tiempos le ocurrió en el dormitorio del Seminario.
Y, sin embargo, al llegar a casa y entrar en su cuarto, se distraía. Y se ponía a estudiar. Y a veces a la media hora escasa se sorprendía silbando. Y entonces hacía lo que Pilar: se llevaba, asustado, la mano a la boca.
De este modo llegó el Domingo de Ramos. Sin ir a confesar, a pesar de la palabra de Cristo a San Juan.
Y en ese domingo se excusó aún, porque mejor que de penitencia le pareció un oasis de alegría en medio de las Estaciones. Las palmas de los niños, la evocación de la entrada triunfal en Jerusalén.
Pero luego vino el Lunes Santo, y el Martes y el Miércoles… Y no sólo en las iglesias dieron comienzo los grandes sermones de meditación, sino que de pronto Carmen Elgazu cubrió con un pedazo de tela morada el Sagrado Corazón del comedor. Aquella visión obsesionó a Ignacio, pareciéndole a la vez tenebrosa y dulce. La tela ocultaba la imagen, pero silueteaba su contorno, el de la cabeza e incluso el del globo terráqueo que llevaba en la mano. Todos los años ocurría lo mismo. La pequeña Virgen del Pilar del cuarto de la niña era cubierta también por una especie de capuchón morado, lo mismo que los crucifijos de las cabeceras. Y Matías veía desaparecer su radio galena en el fondo del armario de la alcoba.
¿Qué hacer ante aquel acoso de las fuerzas del alma? Incluso en el Banco, en aquellos días, se notaba como una tensión. El dinero se escurría de las manos como algo pasajero. A Padrosa le resultaba difícil imaginar que al llegar a su casa se pondría a estudiar el trombón, sustituto del órgano de la Catedral y del clavicémbalo. Y la Torre de Babel se iba al Ter, pero su triple salto era menguado. Y el de Cupones pasaba raudo con la bicicleta por las calles, pero tocaba el timbre lo menos posible.
El silencio dominaba la ciudad, convirtiéndola en fantasmal y nocturna. Incluso personas como los arquitectos Ribas y Massana admitían que nunca las piedras milenarias adquirían tan alto sentido como en aquella Semana. Y al llegar Jueves Santo, desde cualquier balcón contemplaban el discurrir de la gente visitando monumentos. Familias enteras entrando en la iglesia, y saliendo a poco, mujeres con peineta y mantilla, vestidas de negro, algunas con claveles rojos en el pecho y en el pelo. Había algo hermoso y oloroso en el ambiente y tenía gracia que los poco habituados hundieran las manos en las pilas de agua bendita sin acordarse de que en aquellos días estaban vacías.
Ignacio se decía: «Todo el mundo está de acuerdo. Y yo sin confesar. Y mañana la Procesión, a las diez de la noche, bajo la luna llena».
¡Ah! La procesión era distinto. La procesión de Viernes Santo tenía muchos, muchísimos detractores. El Demócrata entendía que había algo dantesco en el conjunto, inventado para dar miedo a los niños, Cosme Vila sentenciaba: «Es el carnaval de la Iglesia».
Pero los detractores no pudieron impedir nada. El Viernes Santo llegó, y todo ocurrió en él como desde siglos. Las tres horas de Agonía por la tarde, trágico sermón que hizo estremecer a Carmen Elgazu. Arena sembrada a lo largo de todo el itinerario que seguiría la procesión, para que los que llevaran los Pasos no resbalaran. Unas horas de suspensión total de la vida, porque todo el mundo sabía que Cristo estaba muerto.
Luego, hacia las nueve de la noche, los primeros penitentes subieron hacia la Catedral, lugar de concentración. Y la multitud abrió los balcones y empezó a situarse en ellos silenciosamente. Sería preciso ceñirse mucho: tantos eran los que tenían que caber. Y era necesario calcular que en el momento de pasar el Santo Sepulcro tendrían que arrodillarse.
Los detractores no pudieron impedir nada, la concentración de fieles era ingente, la Procesión se iba a celebrar. No pudieron impedir ni siquiera que de pronto la luna apareciera, en efecto, tras la línea de Montjuich, redonda y gigantesca, derramándose sobre los tejados.
Su aparición fue saludada por miradas de agradecimiento. Todo el mundo sabía que a la luz de la luna los colores serían más hermosos, las llamas de las antorchas temblarían más misteriosamente.
Todo estaba preparado. En la sacristía de la Catedral, un notario -el notario Noguer-, un dentista -«La Voz de Alerta»-, el director de la Tabacalera, don Emilio Santos, y un comerciante en maderas -don Pedro Oriol- sostenían sobre sus hombros el Paso de la Dolorosa, esperando la señal de partida.
Las Cofradías estaban alineadas, cada una con su color. Hábitos blancos -redención-, hábitos negros -luto-, hábitos amarillos, hábitos rojos -sangre derramada-. Y los capirotes, ocultando el rostro. Capirotes blancos, negros, amarillos y rojos se mantenían enhiestos bajo la bóveda de la catedral, esperando la señal de partida.
De cada hábito surgía una mano que sostenía un cirio o una antorcha. Todas estaban apagadas. Pero de pronto una se encendió. Y aquella primera llama fue transmitiendo a las demás el fuego sagrado. Nacían las lenguas de fuego como nacen en la noche en los camposantos.
El subdirector llevaba el pendón de la Adoración Nocturna con orlas y letras doradas. Don Santiago Estrada llevaba otro que ponía: «Instituto de San Isidro».
Un coro de monaguillos esperaba, partituras en la mano, y lo dirigía el director del orfeón, el de la gran cabellera al que todo el mundo quería pintar.
Las autoridades llevaban chaqué y sombrero de copa; afuera esperaban los penitentes. Los que irían descalzos, los que llevarían una cruz a la espalda, o arrastrarían cadenas. Todos habían hecho promesas: «Si se me cura el pecho; si mi hijo vuelve al buen camino». Examinando con atención los pies descalzos, se descubría un crecido porcentaje de mujeres.
Todo el mundo estaba en su lugar. Carmen Elgazu le había dicho a Matías: «¿No te das cuenta? Todos los hombres van a la procesión menos tú, todos hacen algo», Matías había contestado: «No seas así, mujer. Si no hubiera gente en los balcones, perdería su gracia».
Y, además, Matías entendía que con un representante de la familia, Ignacio, había bastante.
Los detractores no pudieron impedir que a las diez en punto mosén Alberto, con una suerte de báculo de plata, pegara tres golpes en las losas de la Catedral, muy cerca del lugar en que Carmen Elgazu las había besado, y que al oír la señal la comitiva se pusiera en marcha, al compás del redoblar de los tambores.
El descenso de las escalinatas de la Catedral, con la doble hilera de cirios y antorchas, parecía el descenso hacia un lugar ignoto, hacia un valle místico y desconocido en el que se iba a celebrar el juicio de la ciudad.
Por lo menos, así se lo parecía a Ignacio. Porque Ignacio era uno entre mil. Ignacio llevaba capuchón y hábito negros. Formaba parte de la Cofradía de la Buena Muerte. Era uno más entre los dolorosos fantasmas.
Bajo el capuchón, en el fondo de los dos agujeros que se abrían en él desorbitadamente, sus ojos titilaban inquietos. El muchacho sabía perfectamente cuál era su aspecto de fantasma, pues al vestirse en su cuarto se miró al espejo del armario. El hábito hasta los pies le impresionó enormemente; las mangas anchas, la faja, la punta del capirote tocando el techo. Pilar se había quedado pasmada y le dijo: «¿Por qué no te pones en el capuchón la estrella blanca del Belén, para que te conozcamos?» Pero Ignacio sabía que lo bueno era que nadie reconociera a nadie, que sólo se vieran capuchas, hábitos de distintos colores, ojos inquietos y manos anónimas que surgieran sosteniendo un cirio o una antorcha, descendiendo las escalinatas.
Ahora sabía la impresión que hacía llevar en la cabeza un gran capuchón erecto, sentirse enfundado como las imágenes de los altares. Daban ganas de rezar y de llorar. ¡Y todo era visible gracias a los dos agujeros a la altura de los ojos! ¡Cuánta importancia la de los ojos! Los ojos bastaban para ver y vivir el mundo.
Ignacio ponía buen cuidado en no quemar con su antorcha al que tenía delante. ¿Quién era? Alto, altísimo. ¿No sería la Torre de Babel? En el centro, detrás, el Cristo enorme, el desgarrado, el que según El Demócrata llegaba a los balcones. Hombres forzudos, con fajas transversales, lo llevaban y se relevaban a cada momento. No llevaban capucha. Se les veía la cabeza, se percibía el esfuerzo de sus músculos. Eran un panadero, dos matarifes, dos o tres campesinos. En el Banco se decía que cobraban por aquel trabajo.
Al llegar al pie de la escalera, se unieron a la procesión los caballos que abrirían la marcha. Seis caballos montados por oficiales del Ejército, el comandante Martínez de Soria en cabeza. Y detrás de los animales, uno de los personajes más importantes de la procesión: un vejete, Ernesto, hombre de sesenta y cinco años, con blusa azul, un capazo y una paleta, para ir recogiendo los excrementos.
Mosén Alberto lo dirigía todo y era evidente que servía para ello. Hacía una señal, y los tambores se callaban. Pegaba un golpe en el suelo y los monaguillos se ponían a cantar: «Miserere nobis». Las monjas del convento del Pilar, tras las celosías, contemplaban aquella gran sinfonía de colores negros, amarillos, blancos y rojos y veían cerrando la comitiva un pelotón de soldados custodiando el Santo Sepulcro tras el cual el señor obispo caminaba lentamente, entre pajes que sostenían cojines morados.
La población no participaba aún de la ceremonia. En la Rambla, en la calle de la Platería, en la plaza Municipal, en las aceras y balcones, se decía solamente: «Ya ha salido, ya baja los escalones de la Catedral».
Ignacio no conocía el itinerario. Prefirió no saberlo. Prefirió descubrirlo. Ahora pensaba en el índice de Julio diciéndole: «¿Tú llevarás capucha negra?» «¿Qué rezaría en aquellos momentos la mujer del Responsable?» Probablemente, los misterios dolorosos.
De pronto comprendió Ignacio que, en vez de atacar la bajada de San Fermín, se bifurcaba hacia la Barca: era preciso, por lo tanto, cruzar de parte a parte el barrio de las mujeres de mala nota.
¡Santo Dios! Ésta fue la segunda gran impresión que recibió. Porque en cada ventana había dos de ellas, o tres, con mantilla, cara ingenua, enharinada, la mayoría con rosarios en las manos. Algunas guardaban su abanico cerrado y lo abrirían, emocionadas, al pasar el Santo Sepulcro…
El Santo Sepulcro… Ignacio había visto muchas veces la imagen de aquel Cristo yacente, de color de pergamino. Era el más inmóvil de todos los Cristos que había contemplado.
Pero ahora el Santo Sepulcro quedaba atrás, no le veía. Tampoco veía los Pasos del Nazareno, de la Flagelación, de la Coronación de Espinas, pues iban mucho más adelante; ya debían de estar desembocando en la parte céntrica de la ciudad. Él se hallaba entre el Gran Cristo y el Paso de la Dolorosa, el que llevaban, sudando y respirando con fatiga, el notario Noguer, «La Voz de Alerta», don Emilio Santos y don Pedro Oriol.
Impresionaba, mucho más aún que en el Vía Crucis del Calvario, el ruido de los pies arrastrándose. La arena sembrada crujía, y, además, eran muchos centenares de pies. De pronto se callaba el coro, se callaban los tambores y se hacía el silencio absoluto. Cristo estaba muerto. Entonces volvían a oírse los pasos arrastrándose y las llamas silueteaban en los muros conos fantásticos.
Cruzaron la calle de la Barca. Aquello era ya la ciudad. Ahora ya la multitud participaba de la ceremonia. Todo el mundo apiñado en los balcones y ventanas, en las esquinas. En las esquinas había gitanos, niños, mujeres de las que en verano comían arenques y sandías en las aceras. Un crío muy pequeño, sentado en un alféizar, llevaba una nariz de cartón con gafas de alambre.
Ignacio no reconocía a nadie. Eran muchas caras con los ojos asombrados. ¡En la puerta de su establecimiento, el patrón del Cocodrilo! Se había quitado la minúscula gorra y se le veía la casi afeitada nuca.
Se avanzaba lentamente, había gente incluso en los faroles. Los ojos miraban para arriba, para abajo. Arriba, el gran misterio de la noche, abajo el de la cera de las antorchas derritiéndose. Formaba estalactitas que de repente resbalaban y quedaban petrificadas. A veces la llama chisporroteaba. Se notaba en la mano una humedad caliente. «Cuidado, era preciso no quemar al que iba delante.»
Y de repente, entraron en la Platería. Y la ciudad fue un abanico que se desplegaba. Todas las muchachas hermosas estaban en los balcones, reclinadas en las barandas. Doña Amparo Campo presidía el suyo, con peineta y mantilla. Ya no eran gitanas, mujerucas; las calles ya no eran angostas. Era la ciudad que se abría, los altos edificios, las familias volcadas al exterior sobre las tiendas, tiendas mudas y avergonzadas. Un murmullo de admiración corría a ras de las azoteas; se disponía de espacio para maniobrar; las perspectivas eran majestuosas.
A Ignacio le latía el corazón. Porque ya veía a lo lejos los árboles de la Rambla. Y ello significaba que pronto entrarían en ella y vería a los suyos en el balcón de su casa. Ahora se arrepentía de no haberse colgado la estrella en el capuchón. Menos mal que le había dicho a Pilar: «Tú mira las antorchas. Cuando veas una que se agita tres veces en el aire, soy yo».
¡Válgame Dios, era imposible! Pilar había visto los caballos, a Ernesto con la paleta y el capazo, los Pasos, a mosén Alberto, a todo el mundo. Y veía docenas de antorchas que se agitaban tres veces en el aire, o por lo menos lo parecía. Carmen Elgazu decía: «Pero ¿qué más da? Le reconoceremos en seguida». Matías decía que no, que era imposible pero también lo creía.
Matías quedó estupefacto una vez más al ver los penitentes descalzos. Los pies debían de sangrarles a causa de la arena. Le impresionaban más los que llevaban la cruz a la espalda que los que arrastraban cadenas. Las cadenas quedaban inmóviles un instante en el suelo; cuando el pie avanzaba, ellas avanzaban en pequeñas sacudidas. «Para que mi pecho se cure; para que mi hijo vuelva al buen camino.»
No, no le reconocieron. Ignacio pasó justo bajo el balcón, agitó su antorcha, miró hacia arriba inclinando hacia atrás el capirote, vio a su padre, a su madre, a Pilar y a las dos sirvientas de mosén Alberto con expresión arrobada, mirando para otro lado, señalando a éste, a aquél. Miraban a todos lados excepto a donde él se encontraba. ¿Cómo era posible? Debían de estar desconcertados por la luna, por los tambores. ¿No veían sus ojos titilando como estrellas en el fondo de los agujeros del capuchón?
Ahora ya no cabía hacer nada. Porque todo ello quedaba a su espalda. Habían avanzado mucho, mosén Alberto impedía con soberana maestría que se cortara la procesión. Ahora ya se encontraban frente al bar Cataluña, semicerrado. ¡Los limpiabotas estaban allí! Blasco con la boina en la mano. ¿Escondería también en ella todo cuanto poseía; tabaco, papel de fumar, aquel acta notarial…? También estaba allí la Torre de Babel, protegido tras de gafas ahumadas. Así, pues, la altísima capucha que precedía a Ignacio no era la Torre de Babel. ¿Y si fuera el coronel esquelético que vio por la calle de la Rutila, del brazo de Julio?
La procesión daba la vuelta hacia la plaza Municipal. Ello significaba el regreso. ¡Qué corto era aquello y qué largo a la vez! Algunos de los pies descalzos sangraban, en efecto. La antorcha de Ignacio se había pegado a su mano. Su vecino le dijo: «Hubieras debido atarte un pañuelo».
Era el regreso. El abanico volvía a cerrarse. Era el regreso por la calle de Ciudadanos. ¡Por delante del Banco Arús! ¡Santo Dios, dentro había luz…! Era la luz del guardián nocturno. Guardaba aquella caja de caudales para que no entraran allí hombres enmascarados y con capucha negra a robarlo todo.
Y luego la calle de la Forsa -el barrio gótico- y luego la Catedral. Y al cruzar bajo la puerta sonó arriba, gravemente, la medianoche.
Ignacio se quitó el capuchón. Y respiró. Las sienes recibieron un soplo de aire fresco. Pensó: «Y todavía estoy en pecado mortal». Echó a andar hacia su casa. Sombras negras aleteaban aún.
– ¡Hijo mío! ¿Dónde te has metido?
– ¡Yo qué sé! He agitado la antorcha más de veinte veces.
Pilar pataleó.
– ¿Pues cómo te íbamos a reconocer? Habíamos quedado en que una, dos y tres…
Ignacio se encontraba deshecho. Se encontraba fatigado, era preciso ir a dormir; al día siguiente hablarían.
Ignacio entró en su cuarto. Y colgó la capucha tras la puerta. Se desnudó, se metió en cama. Y entonces se quedó dormido en el acto, respirando profundamente. Y soñó. Soñó toda la noche, sin parar. Soñó que David y Olga le perseguían con cirios gritando: «¡Eh, hombre patético, que anduviste sembrando terror con los curas para sugestionar a la gente sencilla!» Él quería huir, huir, pero no contaba con otro vehículo que la tortuga de Julio García.
Gerona entera soñó con cirios, largamente. La procesión de las horas seguía. Ya la madrugada se abría paso, se deslizaba con sabor amargo.
De repente, Carmen Elgazu abrió la ventana del cuarto de su hijo. ¿Qué había ocurrido? Entró el sol a raudales.
– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
– ¡Sábado de Gloria! Resurréxit!
Ignacio se incorporó en la cama y escuchó. Su madre había quedado inmóvil. Todas las campanas de la ciudad volteaban a un tiempo. Resurréxit! Como si desde años hubieran esperado aquel instante. Y era curioso que, prestando atención, los sonidos pudieran ser distinguidos. Las dos campanas gemelas del Sagrado Corazón repicaban frenéticamente. La del Hospital les contestaba con la pureza del oro. La de San Félix se hundía, gloriosamente, en el agua del río. Las de la Catedral dominaban, despertando ecos de alegría en los patios y plazas de la ciudad. Allá lejos se oía la de las monjas Veladoras, minúsculo din-din que parecía de cristal.
Pero, sobre todo, las de la Catedral sobrecogían el espíritu. Se hubiera dicho que eran las piedras las que chocaban entre sí, adquiriendo de pronto calidades de bronce. La gente andaba por las calles indefensas ante el gran júbilo que se había desencadenado en el cielo azul. ¡Cómo hubiera gozado César! Los campaneros eran izados todos, sin excepción, a varios metros de altura.
Ignacio se vistió precipitadamente y salió. Gerona era un mar de alegría y mil olas de color salpicaban las fachadas. Entonces fue cuando empezó a correr el rumor: había estallado un petardo en el Palacio Episcopal.
Lo encendió un hombre solitario, forastero, pobre. No causó ningún daño. Sólo el pánico de aquellos que oyeron la detonación. Le detuvieron y le preguntaron: «¿Por qué lo habéis hecho?» Él contestó: «Dejadme, dejadme, yo quiero estar solo».
Luego volvieron a salir las muchachas hermosas. Todo el mundo olvidó al hombre pobre. Los cafés se llenaron, la niña del cuello de cisne estrenó un precioso sombrero juvenil…
Era el Sábado de Gloria, la Resurrección. Las mujeres habían ido al Sepulcro y lo habían encontrado vacío. La losa levantada, un ángel sentado a la puerta. Luego Cristo penetró en el Cenáculo y dijo a los apóstoles: «Id y predicad el Evangelio por el mundo».
Aquél fue, pues, el primer Seminario. Ignacio pensó que el Cenáculo fue el primer Seminario, el de la Sagrada Familia de los Apóstoles. La noticia era jubilosa. Por eso tañían las campanas. Por eso, mil novecientos treinta y cuatro años después Carmen Elgazu había abierto la ventana de su cuarto y la niña del cuello de cisne había estrenado un precioso sombrero juvenil.
¿Qué dirían ante todo aquello el Responsable, sus hijas, el Cojo, el Grandullón? Continuarían conspirando, porque aquello no resolvía el hambre de justicia de sus vidas. Allí estaba como muestra el hombre pobre que quería estar solo. ¿Qué diría Julio? Nunca a base de inyecciones se conseguirían Sábados de Gloria… ni se resucitaría a nadie. ¿Qué dirían David y Olga? David y Olga estarían contentos porque ya se había terminado aquella Semana de sombras negras.
Ignacio recorrió la ciudad, durante la mañana del sábado, como ebrio. Emborrachándose de colores, de muchachas hermosas. ¡Incluso las de la Academia Cervantes, que vio en grupo en la Plaza de la Independencia, tenían algo de belleza resucitada! Y es que además de todo aquello estaban en el corazón de la primavera. Los árboles de la Rambla en la procesión le habían parecido maderos para crucificar. Pero ahora se los veía verdes y ufanos, riéndose con los niños, ¡y con el primer vendedor de mantecados! Iba a costar mucho esfuerzo volver a la realidad. Porque las campanas continuaban tocando. La que con más frenesí tañía, con más júbilo, era la de las monjas Veladoras, la más lejana, la del minúsculo din-din. Carmen Elgazu creía que las monjas Veladoras eran las personas que mejor sabían que nunca, jamás nadie podría resucitarse a sí mismo, si no era Dios.
La teoría de David y Olga era que si se hubieran levantado todas las capuchas de la procesión y contado los obreros que había debajo de ellas, la cifra hubiera dado mucho que pensar al señor obispo y a los redactores de El Tradicionalista, que consideraban el acto como una demostración inequívoca del fervor religioso de la ciudad. El Demócrata insistía en el tono supersticioso de todo aquello. Víctor, siempre medio artista y aficionado a la fotografía, había sacado unos clisés, prodigiosamente detallados a pesar de la nocturnidad. Víctor, en la barbería comunista donde continuaba reuniéndose el Partido, guardaba en una carpeta todos aquellos documentos. En uno de los clisés se veía, encorvado, el viejo Ernesto recogiendo excrementos, y al comandante Martínez de Soria contemplándole desde lo alto de su caballo.
En cuanto a Ignacio, consiguió volver a la realidad, lo cual le fue más fácil de lo que imaginaba; lo consiguió con sólo entrar en el Banco el martes por la mañana y encontrarse con un montón de Impagados. Según los empleados, la multitud acudió a contemplar la procesión por mimetismo, porque un espectáculo es siempre un espectáculo. Pero después todos querían justificarse. La Torre de Babel decía: «Yo salí un momento porque quería ver al director del Orfeón dirigiendo el coro de monaguillos». En cuanto a Padrosa, aseguró que pronto se cansó del desfile y que se fue a su casa a estudiar el trombón.
A Ignacio le ocurría algo singular: también sentía cierto despecho. Se veía obligado a disimular, para no ser piedra de escándalo y porque el subdirector se expansionaba con él como con la única persona capaz de admirar el pendón de la Adoración nocturna que había llevado todo el rato. Pero le penetró cierto despecho. Y cuando Cosme Vila sacó uno de sus bocadillos del escritorio y le preguntó: «¿Qué tal, qué tal la capucha? ¿Ya tienes el cielo asegurado, no?», contestó con violencia porque entendió que era su deber; pero, en el fondo, al evocar su imagen se sentía un poco absurdo.
Por fortuna, a Ignacio le había entrado el sarampión de las experiencias. Todo cuanto le ocurría lo convertía en su interior en una experiencia. Sólo su innato sentido del ridículo le impedía declararse a sí mismo: «¿Qué más da? Lo importante es que estoy viviendo intensamente».
Un hecho quedaba claro: la ciudad se iba dividiendo en dos bandos. El Tradicionalista, mosén Alberto, las Cofradías, don Santiago Estrada con su pendón -pendón del Instituto de San Isidro, instituto que defendía los intereses de los propietarios de la provincia-, el propio don Pedro Oriol y, en general, los vencedores en las elecciones habían desencadenado aquella ofensiva de antorchas; El Demócrata, David y Olga, Izquierda Republicana, el barbero de Ignacio, la UGT, los del Banco, los anarquistas, Víctor y el viejo Ernesto se decían ahora, cuarenta y ocho horas después del Sábado de Gloria, «que si no reaccionaban se los iban a merendar».
Menos mal que los Juegos Florales estaban cerca -el fallo se iba a hacer público de un momento a otro- y que el buen tiempo iba a permitir bailar sardanas sin respiro. Menos mal que las derechas no podían presentar junto a las procesiones un balance de realizaciones prácticas referentes a los mil problemas sociales planteados. Por el contrario, cuarenta y ocho horas después del repique de campanas, el número de obreros en paro frente al Bar Cataluña señalaba un cincuenta por ciento de aumento con relación a la primavera anterior.
Ignacio vio a estos obreros al salir del Banco, camino de su casa. Ahora le impresionaría mucho el Cataluña. En primer lugar, ya no vería en él, nunca más a su amigo Oriol; en segundo lugar, ahí estaba Blasco todo el día. En cuanto éste le viera entrar le diría: «¡Cuidado con hacer de soplón, mamarracho!» Tal vez le preguntara por la mandíbula.
Por cierto, ¿en qué había parado el proyecto de la imprenta?
Matías era el más ecuánime. «Digan lo que digan, el espectáculo en Gerona es de aúpa.» En el Neutral no escatimó elogios. «De aúpa, ésa es la verdad.» Don Emilio Santos no podía opinar, porque anduvo oculto todo el rato bajo el paso. Julio García comentó: «No se puede negar que la Iglesia Católica sabe organizar estas cosas». Matías prefería la austeridad de aquella procesión a lo que ocurría en la de Sevilla, donde, según él, debido a la excesiva duración y al temperamento la gente tenía que salir de la fila a comer y beber. Y algunos terminaban completamente borrachos.
Y, sin embargo, acaso las dos personas que más habían gozado -más, incluso, que Carmen Elgazu- fueron las dos sirvientas de mosén Alberto. Cuando vieron a éste en medio de la Procesión, con aquella especie de báculo de plata dirigiéndolo todo, dando órdenes aquí y allá, impecable toda su indumentaria, con los zapatos que le relucían a la luz de los cirios, no cupieron en sí de satisfacción. Para ellas, sin darse cuenta, mejor que manifestación de luto, la ceremonia significó el triunfo de mosén Alberto.
Y en cuanto a éste en persona, su presentación como maestro de ceremonias le valió toda suerte de plácemes. Desde sus criadas hasta el señor obispo, todo el mundo le felicitó. En las visitas a sus amistades, visitas que inició el martes: el notario Noguer y esposa, don Santiago Estrada, don Jorge y los Alvear, no recibió sino parabienes. Él iba diciendo: «No crean, no crean. Todavía pudo ir mejor. Se rompió un momento cuando la Cofradía de la Purísima Sangre llegó al Puente de Piedra».
Un detalle le impedía saborear a sus anchas el triunfo: había recibido carta del vicario de San Félix que se había ido a Fontilles… Y aquello le había devuelto a la realidad de sus vanidades humanas. Gracias a la carta confesó que la procesión se había roto un momento al llegar al Puente de Piedra.
Le impresionó tanto, que la fue leyendo a todo el mundo. El notario Noguer le dijo: «Vea usted, a mí no me importa ver lo que sea, y muchas veces he ido al Hospital; pero eso de la lepra…» Don Santiago Estrada, hombre alto, eternamente vestido de gris, dijo: «Sí, creo que Gil Robles ha concedido una subvención importante a esa leprosería». Don Jorge alineó en el comedor a toda su familia, incluida la esposa, y les obligó a escuchar la lectura de la carta del vicario. Sus siete hijos -cuatro varones y tres hembras- y las dos criadas, sentadas en dos taburetes a la puerta de la cocina, no levantaron la vista hasta mucho después que mosén Alberto hubo leído, al final de la hoja que tenía en las manos: «Un abrazo en Cristo de su reverendo Luis, ex vicario de San Félix».
Pero, en el fondo, en ninguna de aquellas casas ocurrió nada de particular. El notario no tenía hijos, los dos de don Santiago Estrada ya habían regresado al internado -«pobrecita, era bonita y al año y medio se murió»- y a los siete de don Jorge -cuatro varones y tres hembras- les era imposible rechistar, pues el árbol genealógico de la pared habría agitado sus ramas lanzando sus frutos contra sus cabezas; ahora bien, en casa de los Alvear…
En casa de los Alvear todo ocurrió de otro modo porque en ella había un exaltado: Ignacio. Ignacio, quien continuaba mirando a mosén Alberto como si éste llevara eternamente capucha negra.
El sacerdote subió a su casa el miércoles, después de comer. Recibió los plácemes, disolvió el azúcar en el café y luego leyó la carta.
– ¡Lea, lea! -le había rogado Carmen Elgazu-. Nos gustará mucho.
Y, en efecto, les gustó. Porque la carta era ejemplar. En ella el ex vicario describía brevemente la vida de la leprosería de Fontilles. No se detenía en detalles de horario ni arquitectónicos, ni hablaba para nada de las personas que servían a los enfermos; hablaba exclusivamente de éstos, situándolos, como siempre, en primer término.
En resumen decía que en Fontilles ocurría como en todas partes: había enfermos de todas clases. Leprosos que vivían poco resignados, contemplándose sin cesar las manos, el pecho, la cara o donde les mordiera la dolencia. Por más que les prohibieran tener espejos, siempre hallaban donde contemplarse: en un vaso de agua -sosteniéndolo largo rato, increíblemente inmóvil-, en cualquier charco, o en los cristales de la ventana. De repente, muchos de ellos se echaban a llorar. Otros andaban siempre apartados de los demás, como buscando por los rincones su identidad perdida. En otros, la enfermedad avanzaba lentamente y querían marcharse, marcharse al mundo y vivir; no hacían más que mirar afuera y acercarse a las rejas o palpar las puertas. Otros estaban resignados y alegres; éstos eran, según mosén Luis, los elegidos de la gracia. ¡Con qué entusiasmo y fe hablaban de la Resurrección de la Carne!; éste era el misterio que más impresión producía en los leprosos. Había uno de ellos, el más alegre de todos, un vasco, que pintaba. Era viejo y siempre pintaba cuerpos magníficos, en lo alto de una colina, que despedían rayos de oro. Decía: «¡Hermanos, así seremos un día todos nosotros!»
Carmen Elgazu tenía los ojos húmedos. Resistió hasta el momento en que el pintor vasco se había subido a la colina; pero entonces ya no pudo más y se había llevado el pañuelo a la nariz.
A Matías, le había desagradado una cosa: que una carta así hubiera sido leída delante de Pilar. En cuanto a Ignacio, se pasó la mano por el cabello negro y encrespado. Se había impresionado ¡cómo no! Y había pensado sin cesar en las teorías de Julio sobre las inyecciones. Incluso dijo: «Desde luego, vivir allí debe de ser…» y no halló nada suficientemente admirativo con que terminar la frase.
Pero entonces ocurrió lo inesperado. Mosén Alberto explicó, con muy buen sentido, que sin negar que había personas no religiosas que practicaban obras de misericordia, el porcentaje de grandes sacrificados era abrumadoramente mayoritario en el haber de la Iglesia Católica. Dirigiéndose a Matías añadió: «Usted mismo, aunque se ría de lo de los sellos a los negritos, admite que las misiones…»
Todo el mundo lo admitía. ¿A qué insistir? Mosén Alberto insistía porque había algo que al parecer no le cabía en la cabeza: que siendo todo aquello así, no sólo El Demócrata hiciera la campaña que estaba haciendo, sino que hubiera exaltado que se atrevieran a tirar un petardo en el Palacio Episcopal.
Eso dijo, en un tono que le salió inesperadamente duro, como a veces le ocurría sin darse cuenta, y cambiándose el manteo de brazo. Ignacio, entonces, le miró. No supo por qué, pero el malestar que comúnmente sentía en presencia del sacerdote aumentó en su interior en proporciones y rapidez desconcertantes. Le vio tomarse el café de un sorbo, sacarse el pañuelo, secarse con él los labios, los labios que acababan de decir: que se atrevieran a tirar un petardo al Palacio Episcopal. ¿Por qué aquel hombre estaba tan asombrosamente seguro de sí mismo?
Ignacio no supo lo que le ocurrió. Días después lo atribuyó a que no había ido a confesarse. Otras veces pensó que fue simplemente una demostración de la violencia de su carácter, algo comparable a lo que debió de ocurrirle al Responsable cuando de pronto le agarró de la solapa gritando: «Los niños a beber leche ¿oyes…? ¡Leche!» El caso es que al oír aquellas palabras del sacerdote, todo desapareció de su entendimiento excepto una fulgurante sucesión de imágenes: la del Grandullón robando gallinas cuando era niño; la del Cojo diciéndole a su madre: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia» y la del Responsable, diminuto, un crío aún, yendo, de la mano de su padre, por ferias y mercados para vender pomadas. La infancia. La infancia de los seres. ¿Qué sabían en Palacio -qué sabía mosén Alberto- de la infancia de aquel hombre pobre que había tirado el petardo en el Palacio Episcopal?
No supo lo que le ocurrió. Empezó hablando de eso, sin dejar de mirar a los labios de mosén Alberto. Y al ver la expresión súbitamente dolorosa y un tanto sarcástica del sacerdote, el muchacho se cegó. Y continuó hablando, nervioso como siempre que oía demasiado su propia voz. Y ante la estupefacción de Carmen Elgazu y el miedo de Pilar, le dijo a Mosén Alberto que era preciso distinguir, y que no se podía condenar de aquella manera… Él, Ignacio, rendía homenaje a mosén Luis y le besaba la mano… Entendía que era admirable hacerse misionero y convencer con sellos a los negritos para que se dejaran bautizar. Aceptaba el porcentaje de obras de misericordia en el haber de la Iglesia Católica; pero de eso a lo dicho, a condenar a los descontentos, a los hombres solitarios… Se equivocaba mosén Alberto al extrañarse de que hubiera hombres así. En realidad, había muchos. En realidad, en la procesión sumaron más de la cuenta las «Voces de Alerta». ¿Cuántos obreros hubo bajo las capuchas? Desgraciadamente muy pocos… ¿Y todo por qué? Era lamentable decirlo, pero… por un César o un mosén Luis que hubiera, había muchos sacerdotes asombrosamente seguros de sí mismos, que en la práctica vivían totalmente desconectados de los hombres humildes. ¿No sabía mosén Alberto lo que le había ocurrido a César en la calle de la Barca? En muchas casas le dijeron: «¡Cura! ¿Qué quieres? ¿Comprar nuestros votos?» Claro está, no estaban acostumbrados a que un seminarista o un cura fueran a afeitarlos. Los sacerdotes eran impopulares: ésta era la verdad. En el Seminario lo vio, ¿por qué ocultar aquello? Al fin y al cabo, estaban allí para hablar, para exponer opiniones y decir verdades. El señor obispo no se preocupaba de ninguno de los problemas de aquellos hombres que lanzaban petardos. ¡Doloroso decirlo, pero lo que hacía falta era… quién sabe! Tal vez menos pendones con letras doradas y más mezclarse con los necesitados, convivir con ellos. Precisamente le habían contado que en otros países había sacerdotes que incluso trabajaban en talleres, llevando mono azul… Claro que, lo primero que hacía falta para eso era conocer a los obreros, a esos, hombres necesitados. Convivir con ellos. La verdad era que ahora, por el momento, no los conocían. Ni sabían por qué eran así y no de otra manera. Se limitaban a eso, a censurar su conducta y a profetizarles grandes males. En cuanto los oían blasfemar o los veían salir de un local con la cara enrojecida, ¡bueno! les consideraban pecadores, poco menos que casos perdidos. A veces desde el púlpito… les decían cosas peores. ¿Por qué todo aquello? ¡Era muy fácil no pensar en petardos teniendo cuenta corriente en el Banco Arús! Pero al Cojo y al Grandullón y a los parados del Cataluña, ¿qué se les reservaba? ¿Cómo hablar de procesiones y catecismo a aquellos parados, o a las mujeres que cobraban tres pesetas en la fábrica Soler o en Industrias Químicas, si sus propios hijos los miraban irónicamente? Tal vez la Iglesia debiera dirigirse directamente… al pueblo. Hacer lo que algunos sacerdotes del campo, que prácticamente eran los hermanos de todo el pueblo, los padres. Y nada de soberbia jerárquica, de envanecerse o abusar de la gracia de estado que la ordenación les ha conferido. Amistad: los curas debían ser amigos de la gente e invitarla a fumar y jugar a las cartas con ellos. ¡Y menos hablar del infierno y más de las ventajas de la fidelidad y el amor! ¡Y no emplear sino muy raras veces la palabra resignación, porque entonces los que sufren creen que la religión está de acuerdo con los poderosos para que los obreros continúen dejándose explotar! Un cambio radical, absoluto, se imponía. Los sacerdotes… siervos de la gente. Y no mezclarse en asuntos políticos ni arreglar bodas ni aconsejar financieramente a las viejas… Tabaco, repartir mucho tabaco y constituirse en una fuerza terrible contra los potentados y los orgullosos, contra la ignorancia y determinados artículos de El Tradicionalista. Nada de consejos tímidos a los ricos, sino denunciarlos, denunciarlos desde el púlpito con escándalo. Poner en la puerta de la iglesia carteles que dijeran: «¡Prohibida la entrada a los que no consideren hermanos a los demás hombres!» ¡Llegar a ser, si se podía… -iba a decir una barbaridad- consiliarios de la CNT! ¿Qué? Parecía un disparate ¿no es eso? Pues no lo era. Él, Ignacio, vio que era incapaz de hacer esto y colgó los hábitos. Un ¡viva!, un ¡hurra! para muchos curas de pueblo que eran el sostén moral de muchas familias en caso de apuro; pero para otros sacerdotes… nada, absolutamente nada. ¡Qué se le iba a hacer! Ya en el Seminario se había dado cuenta de que se les hablaba de todo menos de que los desahuciados eran los elegidos del Señor. «Id y predicad el Evangelio por el mundo.» No habló para nada de poner cartelitos en latín a los retablos… Tampoco los apóstoles le seguían a Cristo llevando cojines rojos o morados. ¡Era muy bonito predicar! Pero cuando uno trabajaba ocho horas diarias entre quince hombres y empezaba a leer en su interior, se daba cuenta de que muchas palabras pasaban sin rozarlos, que no se les satisfacía su sed. Mosén Alberto debía comprender todo eso antes de sorprenderse y de condenar.
Carmen Elgazu estaba completamente horrorizada. Su estupefacción era absoluta y su dolor tan intenso que no había acertado a levantarse a interrumpir el discurso de su hijo. Había permanecido sentada bajo el calendario de corcho del comedor, mirándole y llorando. Las lágrimas le habían ido cayendo y le parecía imposible que aquel ser de dieciocho años que tenía delante, alto, inteligente y con los ojos fuera de las órbitas, hubiera salido de sus entrañas. Le pareció revivir los dolores del parto y recordaba con ironía las palabras de las vecinas de Málaga, que porque había nacido en treinta y uno de diciembre profetizaron que sería obispo. ¡Que Dios la perdonara, pero ella, que era la madre de aquel ser, hubiera preferido haberle perdido, después de bautizado!
Matías no decía nada. Fumaba. Sentía un respeto inmenso por su hijo. Ignacio veía claro, tenía razón y era un valiente. Su mujer lloraba porque era ignorante. El sacerdocio, entendido como decía Ignacio, sería algo perfecto. ¡Si su hijo fuera diputado votaría por él! Él, Matías, era creyente. Tenía fe. Siempre tendría fe. La religión era indispensable. Y era cierto que existía Dios. Él lo había comprendido gracias a Carmen Elgazu. Antes de casarse había tenido muchos amigos en Madrid, por todas partes, que se lo tomaban a chacota. Él los había imitado. Y se había encontrado en mitad de la vida como un imbécil, sin saber por qué estaba en Madrid y no en otro lugar y por qué las personas se enviaban tantos telegramas unas a otras. Pero después de casarse había comprendido que alguien existía superior a los hombres.
Alguien total y único, que se llamaba Dios. Si no, no se explicaba el mundo, ni que uniéndose él y Carmen hubieran nacido Ignacio, César y Pilar. Ni que Pilar fuera tan hermosa y tuviera aquellas mejillas sonrosadas. Sin religión la gente no sabía qué hacer, sobre todo cuando las cosas marchaban medianamente. Hacían lo que Julio, que de un tiempo a esta parte parecía tener varias caras; y otros acababan como los padres de David y Olga. Pero de eso a defender a mosén Alberto… había una diferencia. ¿A qué iba cada semana a su casa? ¡Su mujer ya estaba convencida, y César también, y él ya tenía tabaco! Mejor lo que decía Ignacio: que fuera por el barrio de la Barca. ¡Consiliario de la CNT! Tenía gracia. Ignacio era un tío. El Director de la Tabacalera se reiría mucho con aquello.
Pilar estaba desconcertada y una vez más buscaba en vano sus trenzas para tirar de ellas. ¡Nuri, María y Asunción no darían crédito a lo que acababa de suceder! En cuanto a mosén Alberto, había enrojecido. Sentía que le tocaba defenderse so pena de hacer un papel lamentable.
– Muy bien, Ignacio, muy bien -le dijo, al cabo de un rato, tabaleando en la mesa-. Has aprovechado muy bien las lecciones de los maestros que te has escogido. Te parece muy fácil, todo muy fácil. ¡Lástima que no seas Papa! ¿Qué quieres que te conteste? Ya de pequeño eras así.
– ¡No, no, antes no era así! -interrumpió Carmen Elgazu, sollozando.
– Bueno… quizá fuera mejor no decir nada, pero voy a contestarte. ¡Prohibida la entrada! Ya sabrás que en la Iglesia no puede prohibirse la entrada a nadie, y tú mismo dices que nadie debe condenar… Y por lo demás, estás hecho un mar de contradicciones. Todo tu discurso está lleno de contradicciones. Primero dices que no nos metamos en asuntos de familia y luego pides que seamos como hermanos, como padres. Que fumemos con la gente, que juguemos a las cartas. Si me ves jugando a las cartas, dirás que pierdo el tiempo y que lo que quiero es divertirme, como en el café. Impopulares… ¡Naturalmente que somos impopulares! Predicamos que el hombre debe dominar sus pasiones, sus vicios. Vamos contra sus apetitos. ¿Cómo vamos a ser populares? Si dijéramos: ¡Ale, que cada uno haga lo que quiera, todo es válido: la gula, la avaricia, la lujuria; cuanto más comáis y robéis, más gloria tendréis en el cielo, tendríamos a todo el mundo con nosotros! ¡Ricos y pobres! En cuanto a lo del terror, ¡qué quieres! Si hablamos del infierno es porque el infierno existe y hay que advertir de ello a la gente y no porque nos guste. Pero si alguien va contra los ricos, es decir, contra la riqueza mal adquirida o mal administrada, es precisamente la Iglesia la que les recuerda constantemente lo difícil que será para ellos salvarse. Ahora bien, todos nosotros tenemos que pedir ayuda a la gente que tiene dinero; y si te refieres a las reservas de los obispados ten en cuenta que son para el culto y en previsión de persecuciones, que por desgracia no faltan, como ahora en Alemania. ¡Pero te desafío a que en toda España me cites a cincuenta sacerdotes que no lleven una vida personal de acuerdo con sus votos! Si los semanarios como La Traca te han convencido de que comemos pollo todos los días y nos emborrachamos y tenemos secretos en casa, te compadezco de veras, porque no es cierto. Tú mismo en el Seminario te lamentabas de la excesiva austeridad. Si alguno de nosotros heredó algún dinero, lo cual es muy raro, pues actualmente los seminaristas salen casi todos de familias muy pobres -y sobre ello también te invito a reflexionar-, examina su caso y verás que no disfruta de él personalmente, para sus gustos. A veces se encuentra atado por cláusulas de testamento, otras lo va distribuyendo conforme a su manera de pensar y en la mayoría de los casos con acierto. Pero la verdad es que la mayoría no poseemos sino una sotana nueva y otra estropeada. Que somos hombres y tenemos flaquezas… ¡quién lo niega! ¡Cómo vas a exigir que la tonsura nos convierta automáticamente en santos! Pero conseguimos conservar la fe en el alma de muchos españoles. La mayoría de gente se bautiza, se casa como Dios manda y muy pocos son los que mueren sin arrepentirse, confesarse y recibir la bendición. ¡En otras naciones se ha ensayado, es cierto, tu sistema de que los sacerdotes salgan de las iglesias! Mira los resultados. No sólo muchos sacerdotes, trasplantados aquí ante temperamentos como el tuyo, serían piedra de escándalo, sino que allí la degeneración es completa. En los países escandinavos no se da importancia a nada; en Alemania, ya lo sabes; en Francia han entronizado el placer, en Inglaterra lo adoran a la chita callando. En el fondo, tus ideas son protestantes y lo que ha traído el protestantismo es que cada cual campe por su gusto. Si existe una reserva espiritual en el mundo es en Italia, gracias al aroma del Vaticano, y en España, porque la Iglesia vela sin cesar y porque aquí no faltan nunca monaguillos que canten el Miserere. El odio que muchos sienten hacia nosotros no se debe sino al extremismo de los corazones. Y la prueba está en que, en caso de revolución, lo mismo se mata a sacerdotes como el vicario que cuida leprosos, que a sacerdotes como yo, que, según tu opinión no hacemos nada que valga la pena. En cuanto a la soberbia, también hay mucho que hablar. Somos más humildes de lo que crees, lo cual no significa que nos dejemos pisotear sin ton ni son. Podría citar docenas de ejemplos de humildad, y de esfuerzos íntimos para no reaccionar ante gente que nos es antipática como reaccionaríamos si fuésemos seglares. De estos sacrificios nadie se entera, y sólo se comenta si la liturgia nos ordena ponernos un casquete con ribetes dorados. Pero yo estoy dispuesto a demostrarte que también soy capaz de hacerlos. Ya ves. Me has dicho cosas muy desagradables; pues estoy dispuesto a humillarme delante de ti, delante de tus padres y de tu hermana. Estoy dispuesto a pedirte incluso excusas por todo cuanto haya hecho o dicho que haya podido ofenderte.
– ¡Por Dios, mosén Alberto! -gritó Carmen Elgazu.
– Y más aún. Puesto que hemos pasado la Cuaresma…
– ¿Qué quiere…? -interrumpió Ignacio-. ¿Lavarme los pies, como a los apóstoles…?
Matías, ante el ex abrupto de su hijo, reaccionó de una manera fulminante.
– ¡Basta, Ignacio! -ordenó-. Vete a tu habitación. ¡Y tú, Pilar, lo mismo!
Hubo un cambio de decoración. El muchacho se levantó sin prisa. Se encogió de hombros y luego se dirigió al pasillo y abrió la puerta, de su cuarto.
Pilar, con timidez, cruzó el comedor y abrió la puerta del suyo.
Al quedar solos Matías, Carmen y el sacerdote, hubo un instante de gran tensión. Finalmente, aquél se levantó de visible mal humor. Dio dos chupadas a su cigarrillo y se dirigió a su vez hacia la puerta. Su mujer, todavía con el pañuelo entre los dedos, le dijo:
– No te irás a marchar, Matías.
– ¿Por qué no? Me voy a jugar al dominó.
Carmen Elgazu pedía sacar inmediatamente a Ignacio de las garras de David, y sobre todo de las de Olga, de quien todo el barrio de la Rutila decía que parecía un hombre y que en verano se la había visto en el jardín llevando pantalones.
Matías Alvear se negó a ello, porque entendía que podía perjudicar sus estudios. Ahora bien, reconocía que el muchacho había estado insolente con lo de lavar los pies y pensaba castigarle.
– Le obligaré a ir a pedir perdón a mosén Alberto.
– ¡Santa palabra! Te advierto que yo tampoco se lo dejo pasar.
La cena transcurrió en silencio. Después del rosario, Ignacio se levantó para irse a la cama. Al dar las buenas noches, Carmen Elgazu le llamó:
– Acércate.
Él obedeció, mirándola con fijeza. Entonces su madre le dio un beso y acto seguido, con premeditada violencia, un terrible bofetón.
– Y ahora espérate, que tu padre quiere hablarte.
Ignacio, fuera de sí, barbotó algo ininteligible y desapareció en su cuarto.
¡Matías! -llamó Carmen. Pero la mujer vio que su marido había desaparecido de nuevo.
Ignacio pasó toda la velada del jueves en casa de los maestros. No les contó una palabra de la borrasca que azotaba a la familia; de modo que ellos no tuvieron por qué disimular el buen humor de que disfrutaban. Buen humor por dos motivos. Primero, porque el surtidor del jardín, después de dos meses de mudez, se había decidido a funcionar de nuevo; segundo, porque en aquellas fiestas de Semana Santa habían conseguido terminar su Manual de Pedagogía.
– ¿Qué le parecía el surtidor? Chorro puro de agua, que ascendía como una flecha y que al final se curvaba como el puño de un bastón.
– Bastón en el que no se apoya nadie -rió David.
– ¡Qué dices! -protestó Olga-. Sostiene todo el jardín.
En cuanto al Manual de Pedagogía, una copia estaría ya en manos del Ponente de Cultura de la Generalidad. Si había suerte Ignacio vería el librito impreso y adoptado por gran número de maestros catalanes.
Era el fruto de su experiencia y de interminables horas de diálogo. Proponían muchas cosas, todas centradas en la idea de la libertad del hombre.
Nada de imprimir en el cerebro de los niños huellas que luego pudieran perturbar su juicio. Antes de los diez años, ni una palabra sobre religión, sobre la maldad de la gente o los grandes problemas de la conciencia. A los diez, presentarles en un tablero todas las concepciones, con absoluta objetividad, ante un mapamundi y unas estadísticas, y que ellos eligieran poco a poco. Y nada de pizarras negras: los ojos necesitan alegría. Y una vez por semana lavarse la cabeza bajo una fuente. Para juzgar las faltas cometidas en clase, un tribunal formado por los propios alumnos. Y cultivar todos juntos un pequeño campo. Y adoptar en colectividad a una persona pobre. El francés, obligatorio. Cantar. ¡Acabar pronto con el misterio del problema sexual! Insistir continuamente en la idea de solidaridad. Estimular la afición para todo cuanto tendiera de un lado a la conquista del espacio: cometas, globos, planeadores, aviación; del otro, al conocimiento del subsuelo: arqueología, geología, pozos petrolíferos, etc…¡Y sobre todo acuarios! Un gran acuario en la clase. Es decir, en la clase no porque el movimiento de los peces distrae; pero en un cuarto anexo. El mundo submarino es el botón mágico de la poesía, etc…
Ignacio los oía con sumo interés. Hablaban con gran aplomo, uno tras otro, plenamente identificados. Tenían respuesta para todo. ¿Cómo solucionar lo del problema sexual? «Figuras anatómicas.» ¿De qué color las pizarras? «Según el paisaje.»
Era consolador ver aquella unión, especialmente a la luz del atardecer, con un surtidor murmurando.
Jugaron a Analogías, juego predilecto de Olga.
– Si «La Voz de Alerta» fuera bebida, ¿qué bebida sería?
– ¿«La Voz de Alerta»…? Horchata.
– ¡Sí, sí!
– ¡Agua de Carabaña!
– Eso, eso está mejor.
– Si Julio García fuera animal, ¿qué animal sería?
– ¡Araña!
– ¡Pulpo!
– ¿Estáis seguros de que no es un centauro?
Ignacio regresó a su casa con los nervios bastante templados. Sobre todo porque a última hora, desde el jardín, vieron la puesta del sol. Hubo un momento en que, en opinión de Olga, el astro pareció un ser humano. Los rayos, los brazos en alto; el disco, la cabeza; la montaña, la masa del cuerpo; las piernas, dos lejanísimas chimeneas de fábrica. En otro instante, una nube tenue le puso en la cara un bigote blanco parecido al de Lerroux.
Pero la cena volvió a ser silenciosa. Carmen Elgazu tenía una manera entera de disgustarse. Cuando se disgustaba sufría todo su cuerpo, enteramente. La frente, sus ojos, la boca, el cuello, su pecho, su cintura e incluso las piernas se le hinchaban un poco. Matías había dicho un día en el Neutral: «En cuestión de saber disgustarse, mi mujer es un hacha».
Ignacio le leía el disgusto en la manera de retirar los platos, en la leve disminución de energía con que abría el grifo de la cocina. En jornadas triunfales, el chorro del grifo salía con fuerza arrolladura, como la ducha el día en que César fue a bañarse; en aquella cena se le oía gotear sobre los platos con un punto de fatiga.
Y, sin embargo, aquello no era todo. Ignacio sabía que la mayor demostración la tendría como siempre al entrar en su cuarto. Era la costumbre de los Alvear. Cualquier acontecimiento bueno o malo en la familia recibía su representación simbólica en algún objeto depositado sobre la cama o dentro de ésta. En el santo de Matías, éste se encontraba al acostarse con una carta de felicitación cosida en el pijama, o al introducirse entre las sábanas sus pies tropezaban con una escalera de puros. A Carmen Elgazu más de una vez le habían cosido los puños de las mangas de su camisón de dormir. Ignacio estaba seguro de que aquella noche tendría una sorpresa.
Y así fue. El crucifijo no estaba en la cabecera; estaba en el centro de la almohada, trágicamente reclinado. Tenía un aspecto obsesionante, como un impacto en la blancura de la ropa. Ignacio supuso en seguida que era obra de Carmen Elgazu; porque la estrella del belén que bailoteaba sonriente entre los barrotes de la cama era evidentemente obra de Pilar…
Ignacio se desnudó desasosegado. ¿Qué hacer? Sentía lo ocurrido. Su madre le quería con toda su alma y él le correspondía. Recordó mil escenas de la niñez, cuando aquélla le subió a la Giralda, cuando estuvo enfermo y ella le cuidó noches enteras sin dormir, hasta que el peligro hubo pasado.
Debía de ser muy importante lo ocurrido, puesto que su propio padre le dio una sorpresa en el cuarto. Se la dio cuando el muchacho estaba a punto de apagar la luz. No fue ningún objeto entre las sábanas; Matías prefirió presentarse allí en persona.
Ignacio, al verle, le miró intentando sonreír con los ojos; pero no le salió porque la expresión de su padre era también de estar muy disgustado.
La escena fue muy breve. Matías se sentó en la cama de César, jugó un momento con la estrella del belén, que Ignacio había arrancado y depositado en la mesilla de noche, y luego le dio la orden -sin excusa ni pretexto- de ir a pedir perdón a mosén Alberto.
– Vas mañana. ¿Me oyes? Le dices: Mosén… estuve un poco grosero. Porque lo estuviste. A pesar de que muchas de las cosas que dijiste me parecen acertadas, te portaste de una manera indigna. Todavía eres jovencito para que un hombre de la edad de mosén Alberto te lave los pies. Y, además -añadió-, era nuestro huésped. -Después de un silencio terminó, levantándose y dirigiéndose a la puerta-. Ni siquiera tu primo de Madrid -que en estas cosas piensa más lejos que tú- se hubiera atrevido a decirle semejantes cosas.
Ya en la puerta se volvió.
– Y cuando lo hayas hecho le das un beso a tu madre, que bien sabes que lo merece.
Esto último le rindió. Ignacio no tuvo ánimos para analizar, sopesar, buscar argumentos. Estaba un poco fatigado en seriedad. A veces pensaba que Julio tenía razón cuando le advertía: «Créeme, búscate una novia». De acuerdo. Pediría perdón a mosén Alberto. Claro que él no habló para nada de si los curas comían pollo o se emborrachaban; pero, en fin, el tono que empleó… Le pediría perdón. Iría al Museo y le diría: «Mosén… estuve algo grosero». En ocasiones parecidas había encontrado un medio fácil para no sentir la punzada de la humillación: ir allí pensando en otra cosa. Hacerlo como un autómata, sonriendo. Como quien dice en la taquilla del cine: «Una entrada. Platea».
Con este propósito se durmió.
Pero al día siguiente, en el Banco, cambió de idea. La figura de mosén Alberto se le apareció con relieve angustioso. Entonces tomó una súbita determinación. Pidió prestada un momento la máquina de escribir a Cosme Vita. Se sentó y escribió:
Distinguido mosén Alberto: Mis padres me han ordenado que le pida perdón por mi grosería. Así lo hago. Ellos creerán que he ido personalmente… Créalo usted también, se lo ruego… y me hará un favor.
Su affmo. servidor. - ignacio.
Puso la nota en un sobre y llamó al botones.
– ¿Tienes que salir?
– Luego. A buscar los periódicos.
– Pues hazme un favor. Sube al Museo Diocesano -ya sabes, al lado del Ayuntamiento- y entrega esto a la sirvienta que te abra la puerta.
– De acuerdo.
– Muchas gracias, pequeño. ¡Ah, toma! Y cómprate un mantecado.
Fue, como en otras ocasiones, la reconciliación.
– Mamá, he ido a ver a mosén Alberto. En fin, le he pedido que me perdonara. Ahora yo te perdono a ti el bofetón. -Se le acercó y le dio un beso. Carmen Elgazu se lo devolvió en movimiento reflejo. Todavía no había digerido aquellas palabras.
– ¿Qué dices…? ¿Qué has ido a ver…?
Matías desde el balcón intervino:
– Sí, mujer, sí. Yo quería decírtelo luego… pero ya ves, ya está hecho.
La frente de Carmen Elgazu rejuveneció. La mujer se arregló el moño. ¡Bien, no todo estaba perdido! El grifo de la cocina volvería a chorrear con fuerza.
– ¡Ah, hijo, hijo! No me des estos disgustos, ¿oyes? No escuches a los demás, créeme. Piensa siempre en lo que te ha enseñado tu madre. Un sacerdote… es el representante de Dios, ¿comprendes? Anda, te daré un plato de crema.
Un plato de crema. Lo mismo que en Málaga, cuando era pequeño. Ignacio respiró hondo. Era difícil vivir cuando la familia sufría por culpa de uno. Le entraron una ganas incontenibles de ordenar sus pensamientos, de hacer cosas. Llegó a pensar que la teoría de las vitaminas de que hablaba Julio debía de tener sus puntos débiles. ¿Por qué un plato de crema podía comunicar tanta fuerza?
Por fortuna, no sólo había decidido hacer cosas, sino ordenar sus pensamientos. Porque lo primero sin lo segundo…
Y lo primero que admitió fue que debía hacer el gran esfuerzo de todos los años por aquella época: estudiar, porque los exámenes se acercaban. Esfuerzo mucho más intenso que en los años anteriores, dado que era el último del Bachillerato. Si lo aprobaba, ya era un hombre… Y luego, tenía que buscarse la novia. En efecto, ya sobraban tanto futbolista y tanta capucha. Una novia, una chica de diecisiete años. No, de dieciséis. No, de diecisiete. Bueno, de dieciséis, pero que aparentara diecisiete.
¡Ahí sería nada llevarla a la Dehesa -ahora que todo estaba verde y oloroso- y enlazar ¡por fin! su dedo meñique con su dedo meñique…! Al diablo el de Impagados arrastrando aquella mujer de manos redondas, fofas… Unos dedos alargados, finos, de terciopelo. Unos dedos como los de la chica de cuello de cisne…pero que no fuera hija de un abogado tan importante. Abogado, abogado… ¿No sería él abogado, cinco años después de haber terminado el Bachillerato? ¿Y no llegaría a serlo también importante?
Pilar siempre le decía: «Asunción me ha dado recuerdos para ti». ¡Qué tontería! Asunción era una niña. No tenía… nada. Todavía no tenía nada. Ignacio necesitaba una forma de mujer. Como la de la gitana que iba con aquel hombre que era a la vez su hombre y su padre.
¡Válgame Dios, vio la que le convenía en la fiesta de los Juegos Florales, en el Teatro Municipal! Una de las Damas de Honor. La reina, no. La reina fue la hermana del arquitecto Ribas, gorda y de mirada boba. La corona en la cabeza le sentaba como si se la hubieran puesto al patrón del Cocodrilo. Pero entre las Damas de Honor había una muchacha que era la primavera en persona. No recordaba haberla visto nunca. ¿En qué balcón estaría cuando la procesión? En ninguno. Porque de haber estado en uno, la habría visto.
Fue una fiesta magnífica para él. Contempló a la muchacha durante todo el rato. Cuando ésta sonreía, el escenario quedaba iluminado. ¡Suerte de ella! Porque las poesías premiadas…
Suerte tuvo ella de él. Porque el resto del público, al parecer, estaba absolutamente embebido con las poesías y las banderas catalanas; sin acordarse de su sonrisa. ¡Qué aplausos y qué vivas y qué repeticiones! El poeta laureado recitaba como si de cada sílaba dependiera el porvenir de la raza.
¡Pobre Jaime, pobre Jaime empleado de Telégrafos…! Nada, ni un accésit. Escondido en un palco iba siguiendo con el alma fuera de los ojos la apertura de los sobres por el Secretario del Jurado. Ahora dirán: Amor. Nada. Otros poemas que no eran el suyo. Matías ya se lo había advertido. «¿Pero no comprende usted, Jaime, que si le hubieran premiado se lo habrían notificado ya?» Jaime contestaba: «Que no, que no. No abren el sobre hasta última hora, en el escenario». ¡Tantas noches de búsqueda, sin resultado! «Pecó usted por demasiada austeridad -le decía Matías-. Por demasiada economía de elementos.» Porque en las poesías premiadas las metáforas no faltaban. Las mujeres eran sirenas, aire, humo, luna, frufrú de seda, barcas de vela que se hacían a la mar. Matías decía: «Lo son todo menos mujeres».
Pero no importaba… para los que no eran Jaime. El entusiasmo era extraordinario. En el Teatro Municipal estaba presente Gerona entera. Aquello constituía una implícita protesta contra la política anticatalanista que Lerroux llevaba a cabo desde el Gobierno. Una de las poesías premiadas se titulaba: «El pueblo cautivo».
Y por lo demás, si la sesión de los Juegos Florales pecó tal vez de sentimentaloide, en cambio, el espectáculo de la noche fue de una calidad excepcional; cantó en Gerona el Orfeón Catalán.
Fue un éxito que se apuntó el arquitecto Ribas: consiguió que aquella imponente masa de cantantes de Barcelona se trasladara, bajo la dirección del maestro Millet. Y la perfección armónica que aquel coro había alcanzado, la cantidad de dificultades técnicas resueltas con la maestría con que mosén Alberto resolvía las de la procesión, la increíble matización de cada frase, el borrarse cada uno para servir al conjunto, la belleza de las composiciones, transportaron a todo el mundo. Había momentos en que las voces estallaban como un trueno súbito que rebotaba contra el techo y que luego descendía en modulaciones lentas hasta terminar en un austero lamento. Otras veces la masa arrancaba débil de la base e iba ascendiendo en olas sucesivas construyendo la gran pirámide. Y de pronto, al llegar a la cima se desplegaba en una apoteosis de notas que era un mar, un mar interminable, un mar de gargantas humanas en plena creación de arte, fieles a la batuta del maestro Millet. Las voces eran humanas y, en consecuencia, contenían en sí toda la naturaleza. Podían ser caballos al galope, brisa, campanas, júbilo. Composiciones como La Mort de l'Escolá redujeron a la nada a los oyentes, aplastaron sus almas contra las sillas. Se decía que apenas si había grandes voces, que una por una las voces eran corrientes; todo se debía a la tenacidad, al alma, a los ensayos, al conjunto, al director.
El pobre director del Orfeón Gerunda, al que habían reservado un palco, al final de cada pieza, en vez de aplaudir, se quedaba mirando al escenario como hipnotizado. Y el barbero Raimundo, al fondo de la platea, tenía la boca más abierta que cuando él mismo cantaba. En el entreacto, todo el mundo tenía la sensación de que aquello constituía un golpe mortal para el Orfeón Gerunda. ¿Quién se atrevería a cantar, después de aquello? En varias revistas extranjeras se citaba al Orfeón Catalán como el mejor del mundo. Era difícil substraerse al contagio y no creer, como El Demócrata, que un pueblo que cantaba de aquella manera no podía morir.
Don Emilio Santos, al terminar, le hubiera regalado al maestro Millet no un puro sino toda la Tabacalera. Ignacio se había quedado absolutamente estupefacto, lo mismo que su padre. De pronto Cataluña se le presentaba bajo otro aspecto. Como algo serio, viril, profundo. Con sus defectos como en todas partes, nacidos tal vez del deseo de emulación, excesivo, y de la soberbia que podía dar la superioridad conseguida por propio esfuerzo. Matías salió murmurando: «¡Caray, caray!»
Por desgracia para el arquitecto Ribas y su acompañamiento, todo aquello ocurría en primavera y el concierto no duró más de dos horas. Al día siguiente, era tal el entusiasmo que todo el mundo quería hacer algo, algo grande y digno, a tono con lo que acababan de oír; y entonces los organizadores del acto volvieron a tomar, como todos los años en aquella estación, la paleta y los pinceles.
El arquitecto dio el ejemplo, con su taburete portátil y su visera. Y puesto que el maestro Millet le había dicho: «Yo me inspiro en la melodía popular y virgen», él eligió, para pintarlo, el valle de San Daniel, cuya naturaleza no había sido sujeta aún a la vigilancia del hombre.
¡El valle de San Daniel! Era el valle que el riachuelo, el Galligans, cruzaba al fondo oeste de la vertiente del Calvario. Por aquel valle no pasaba el tren, como por el de la Crehueta. No había plátanos milenarios, como en la Dehesa. En aquel valle lo milenario era sólo eso, el valle. Había olmos. Olmos graciosos, altísimos, que temblaban por cualquier cosa. Y acacias y, sobre todo, muchos prados verdes y muchos ladridos de perros cerca o lejos. Lo abrupto no empezaba sino siguiendo hacia el norte, montaña arriba otra vez. El valle era como un reposo que se daba la tierra. Si la tierra hubiera tenido una mano, aquel valle de San Martín habría sido su palma abierta. Con la línea de la vida surcándola -el Galligans-, con la línea del corazón -los jugosos y fértiles prados-, con el monte de Venus -una colina propicia al sueño de los enamorados, al amor-. Tenía el valle algo escondido y remoto. Con una fuente en su desembocadura, que contenía hierro milagroso. En la palma de aquella mano los enamorados -y el arquitecto Ribas- soñaban en los viajes que harían, estudiaban sus inclinaciones, hacia el arte o las matemáticas, lanzaban profecías sobre el triunfo -combinación Sol-Júpiter- o la derrota de sus vidas. Enfermedades… la mano señalaba pocas. Tal vez gracias al agua ferruginosa.
En opinión de Matías era una lástima que los pintores que habían inundado aquella maravilla no acertaran con los verdaderos colores de aquel valle. No sólo los verdes sino los azules, los amarillos, los rosas de que se cubrían el cielo y la tierra al atardecer. Por desgracia, a su entender la mayor parte no veían en los troncos de los árboles sino las cuatro barras de sangre. Por lo demás la primitiva orientación de la escuela pictórica había evolucionado. Ya no era el paisaje relamido. Eran las líneas duras, recortadas, sin matices, los colores mezclados en torbellinos. Los cuadros se llamaban fauve u otro nombre importante. Era considerada pintura valiente. Ignacio husmeaba entre los caballetes. Matías decía: «Hay que ver, hay que ver… En Málaga no pintaban así…»
El malestar crecía como una oleada. Ya no eran las tímidas protestas de los primeros días, los encogimientos de hombros. Ya no se trataba solamente del problema regional; los vencedores en las elecciones demostraban no tener ninguna prisa. Componendas ministeriales, despliegue de fuerzas, banquetes. Por ahí estaba el paro obrero aumentando, las zonas misérrimas en el campo, los proyectos de reforma de la enseñanza detenidos, los trenes marchando a la pata coja. Entendían que nada de lo proyectado por el Gobierno anterior era aceptable; pero nada surgía, práctico, en substitución.
Un frente común izquierdista se delineaba para hacer frente a aquel período. Había estallado una cadena de huelgas en todo el territorio nacional. Y muchos disturbios. En Barcelona habían soltado, sin frenos, un tranvía que bajó por la calle Muntaner como un fantasma, sembrando el espanto entre los transeúntes, hasta que se precipitó contra un coche en la Gran Vía reduciéndolo a chatarra y envolviéndolo en llamas. En Jaén se había declarado una tremenda huelga de campesinos, y los huelguistas, armados con hondas, lanzaban piedras contra los que se negaban a abandonar su azada. ¡Extraña muerte la de un agricultor encorvado sobre los surcos recibiendo una piedra en plena frente!
En Gerona, los ánimos se exaltaban con todo ello. Y el tono de El Tradicionalista no servía para atenuar las cosas. El Demócrata consideraba a todos los dirigentes derechistas de Gerona -Liga Catalana, CEDA, monárquicos- igualmente ineficaces y responsables.
En todo caso, el mecanismo interno de estos dirigentes difería mucho uno de otro, por lo cual parecía extraño que no se diferenciaran sus actos.
En primer lugar, don Jorge. Don Jorge poseía aproximadamente cuarenta fincas, era verdad. Pero estimaba que el sistema patrimonial que ello implicaba era necesario para la conservación de la tierra.
Estaba absolutamente convencido de que la multitud lo echa todo a perder y que los repartos no sirven para nada, pues a los pocos años el que lleva algo en las venas ha vuelto a subir unos peldaños. Era un hombre bajito, de mentón enérgico, que no se creía en la necesidad de mirar enteramente a las personas para reconocerlas. Al andar por la calle, algo instintivo -por el ruido de los pasos, por la manera de entrar en una escalera- le iba diciendo: «Ése es un pequeño comerciante, ésa es una criada». No los despreciaba. Al contrario, siempre decía que todo el mundo tenía derecho a ser respetado; pero opinaba que las personas de distinta clase social no debían mezclarse unas con otras. Creía que, al mezclarse, cada una perdía lo mejor de sí misma sin adquirir nada en cambio. A su heredero, Jorge, le decía siempre: «¿Qué le vas a enseñar tú a un obrero? Y un obrero, ¿qué va a enseñarte a ti? Respétale, si un día tienes que hablar con él, y procura que tus colonos tengan para vivir; pero cada uno en su mundo». Estaba convencido de que en sus propiedades una huelga como la de los campesinos de Jaén era imposible. «Los propietarios andaluces debían de haber dado a sus colonos demasiada confianza…»
El notario Noguer era una persona distinta. Hombre más bien raquítico, con párpados caídos y esquinados que daban a sus ojos un aire cansado, triangular. Al no tener hijos se había ido introvertiendo. Le gustaba todo cuanto era sólido y los muebles de su piso parecían una prolongación de los de Liga Catalana: vetustos, de roble, con libracos. Nunca quiso tener grandes propiedades porque estaba convencido de que los campesinos, lo mismo si se mezclaba con ellos como si no, y fuera cual fuera el tono de El Tradicionalista, no le respetarían jamás. Por ello quería vivir independiente y se atrincheraba tras su profesión. Su signo notarial era algo extrañísimo; un palo que descendía y luego una serpiente que se le iba enroscando. El palo debía de ser él y la serpiente los obreros en paro y el malestar reinante. Le molestaba que don Jorge fuera Presidente de Liga Catalana a título prácticamente honorífico, que no actuara. «Ahora la responsabilidad cae enteramente sobre mí.» Pero hacía honor a ella, porque entendía que había llegado la hora de no dormirse. «Si nosotros no aguantáramos -decía…-. Hay que ver cómo se van cayendo las grandes familias…» Su despacho era el gran puesto de observación. Consideraba su propiedad de Arbucias como su isla. No tenía sentido productor del campo, como don Jorge. Le interesaba la tapia amurallada, un ciprés plantado desde muchos años y observar como iba creciendo; tener gruesas llaves cuyo destino sólo conocieran él y su mujer. La gente que le trataba veía en seguida que tras sus párpados caídos se ocultaba una gran energía.
Don Santiago Estrada era un poco el revés de la medalla. Alto y elegante, uno de los personajes decorativos de la ciudad. Todo lo hacía con la sonrisa en los labios. Dirigía la CEDA como jugaba al tenis. Por eso había elegido un partido político joven. Por eso en la procesión se exhibió llevando un pendón alto y dorado, mientras el notario Noguer se escondía bajo un catafalco. Tenía una mujer hermosa, y sus hijos rebosaban ingenio. Su coche no traqueteaba como el de don Pedro Oriol. De un optimismo desconcertante, ni los petardos en el Palacio Episcopal ni los tranvías le imprimían la menor huella. Antes de las elecciones estaba seguro de ganar, y ganó. Ahora estaba seguro de que la CEDA conduciría a España a buen puerto.
Su elegancia era reconocida por todas las mujeres, incluso por las hijas del Responsable. Tenía una dentadura maravillosa, que «La Voz de Alerta», bromeando, le había propuesto comprar para guardarla en una urna como modelo. Pelo brillante, ojos algo aniñados, piel en la que se notaba la diaria fricción de colonia. Consideraba sus propiedades como un regalo que agradecer a su buena estrella y como un medio que le permitía dedicarse a la política y al tenis, que constituían su pasión. Consideraba que don Jorge era demasiado unilateral y que el notario Noguer carecía de sentido del humor. En el fondo se encontraba a gusto entre señoras. El comandante Martínez de Soria le tenía por frívolo; en cambio, el subdirector del Banco Arús le adoraba. Siempre decía de él: «Es un hombre al que todo le sale bien».
El Demócrata, en la sección «Dime con quién vas y te diré quién eres» escribió un día: «A don Jorge el miedo a la palabra revolución le ha impelido a tener siete hijos, al notario Noguer le ha incapacitado para tener ninguno; don Santiago Estrada no cree en ella». Julio García comentó: «Aquí el que demuestra más instinto es don Jorge. Y no sería extraño que un día el notario Noguer y don Santiago Estrada tuvieran que pedir ayuda a los siete hijos de don Jorge para defender sus propiedades».
Estas diferencias, añadidas a las que separaban entre sí a «La Voz de Alerta» y don Pedro Oriol, monárquicos -el dentista se mantenía fiel a Alfonso XIII; el comerciante en maderas era carlista- imposibilitaban que la acusación de El Demócrata fuera cierta, que todos los dirigentes derechistas tuvieran idéntica responsabilidad.
En realidad, si en Gerona las reivindicaciones obreras se habían visto paralizadas; si la subvención al Hospital, al Manicomio y al Hospicio no había sido aumentada, a pesar de haber aumentado los gastos de estos establecimientos; si en el campo faltaban abonos y la industria pesquera no recibía el apoyo necesario, en opinión de Matías ello se debía, en parte, a la desunión de la propia gente, a la cobardía de algunos en el momento de plantar cara, a las envidias y, desde luego, a la frivolidad de don Santiago Estrada. Porque la CEDA era el único partido en situación de privilegio para arrancar de Madrid soluciones globales. La responsabilidad de don Jorge, del notario Noguer, del alcalde y demás autoridades, era, a su entender, más limitada.
En cambio los Costa, en Izquierda Republicana, los radicales en el café en que jugaban al «chapó» y los socialistas hacían tabla rasa y repetían sin cesar: «Habrá que ir a una huelga general». Lo único que los contenía era la evidencia de que el Gobierno de la Generalidad había empezado a tomar posiciones y a enfrentarse enérgicamente con el Gobierno de Madrid. «Vamos a ver, vamos a ver. No nos precipitemos.»
Los Costa eran bien vistos a pesar de su posición social, de ser dueños de las canteras, de la fundición más importante de la ciudad y de unos hornos de cal que acababan de adquirir. Hermanos gemelos, eran demócratas por naturaleza. Se hacían perdonar los enormes puros que fumaban porque repartían otros igualmente enormes a todo el mundo. Macizos, siempre perfumados y con la punta del pañuelo saliéndoles del bolsillo, por sus maneras, por preferir temperamentalmente hablar con futbolistas que con personas distinguidas, daban la impresión de que deseaban que los demás vivieran como ellos vivían. En el fondo simbolizaban el triunfo posible. Tenían autoridad moral para decir: «Sí, señor. Seguidnos y un día vosotros también poseeréis canteras, fundiciones y hornos de cal». Y si había alegría popular -fiestas de barrio, excursiones, Peña Ciclista y fútbol-, era gracias a sus cheques. Los empleados del Banco Arús, especialmente Padrosa y el cajero, les decían a Ignacio y al subdirector: «A ver, a ver cuando don Jorge o don Santiago Estrada pagan una orquesta para que se diviertan los chóferes o las criadas».
Del Banco, sólo Cosme Vila consideraba a los Costa unos burgueses más peligrosos que los demás. Decía que hacían lo mismo que el sacristán del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que contentaba a los chicos ingenuos dándoles un poco de regaliz. Pero el barbero de Ignacio, con su cicatriz en el labio, barbotaba: «¡Bah! Eso es buscar tres pies al gato. Si todo el mundo fuera como ellos, mis dependientes tendrían una casa suya y un huerto».
Todo aquello era complejo y la mentalidad general estaba un poco desconcertada. Se salvaban las inteligencias rectilíneas, obsesionadas: por ejemplo, el Responsable, el Cojo, el Grandullón.
Ellos no habían variado un ápice porque los verdes fueran más intensos o porque hubiera cantado el Orfeón Catalán. Para ellos el principal enemigo, el que era preciso aniquilar inmediatamente, continuaba siendo el mismo: El Tradicionalista. Por eso una noche más estrellada que las demás decidieron llevar a la práctica su proyecto, y armados de martillos y otros extraños instrumentos de golpear, irrumpieron en la imprenta del Hospicio por la pequeña puerta indicada por el Rubio, la que daba a la calle del Pavo, y destruyeron la linotipia, la gran rotativa, arrasaron los caracteres de letras, los mordieron, los pisotearon, inundaron hasta deshacerlas las balas de papel. Y luego, pensando en Víctor -jefe comunista, enemigo de los anarquistas, más odioso que los accionistas del periódico- destrozaron todos los utensilios del taller de encuadernación, y el material allí preparado.
Fue un acto decisivo, llevado a cabo por pocos hombres, con eficacia absoluta. El taller daba la impresión de que había pasado por él un huracán.
La conmoción fue considerable en la ciudad. Cuando el botones llevó la noticia al Banco Arús, a media mañana, todos los empleados dejaron la pluma sobre la mesa y se interrogaron entre sí. Aquél era el primer incidente serio en Gerona, la primera protesta activa.
Ignacio se puso en pie. El Director palideció, porque pocos días antes había llevado al taller de encuadernación las Obras Completas de Pérez Galdós, para que Víctor las encuadernara en pasta española.
Ignacio hasta la hora de la salida se mordió las uñas. ¡De modo que el Responsable se había decidido, a pesar de todo! Le pareció grotesco. Aquello no iba a beneficiar a nadie, y en cambio perjudicaría a muchos.
Todos en comitiva se dirigieron hacia el Hospicio en cuanto terminaron el trabajo. Era difícil acercarse a la puerta, pues, a pesar de los guardias de asalto, la aglomeración era enorme. Sin embargo, se veían dentro hilos eléctricos cortados, astillas. La calle estaba llena de letras de plomo de todos los tamaños. Varios pequeñuelos jugaban con ellas a formar su nombre. Uno buscaba la G por entre los zapatos de los curiosos.
Lo comentarios eran de todas clases. Ignacio quería entrar. ¿Cómo lograrlo? El Jefe de Policía en persona andaba por allí. De repente, salió del local «La Voz de Alerta». Se le veía furioso, desencajado. Sus finos labios le temblaban y su raya a la derecha prolongaba su cráneo. Llevaba entre las manos algo que brillaba: era la cajita de los panes de oro que se empleaban para el dorado en la encuadernación.
– ¡Paso, paso!
En medio de la confusión, Ignacio vio que por la calle del Pavo se acercaba Julio García. Adoptó aire decidido y puesto a su lado, y ante la estupefacción de Padrosa y el resto de los empleados, pudo entrar en el taller con pasmosa inmunidad. El cajero comentó: «Ya lo veis, chicos. Tiene cinco años de bachillerato».
Dentro no se podía dar un paso. Pero Ignacio dejó inmediatamente de ver policías, periodistas, astillas. No tuvo ojos sino para el grupo que formaban diez o doce niños del Hospicio, con blusa uniforme, como de presidiario, pelados al rape como él en el Seminario, en un rincón, junto a las balas de papel inservibles.
En seguida comprendió que eran los aprendices de la imprenta y del taller de encuadernación. Aquellos de los que él había dicho en casa del Responsable: «Por lo menos, que aprendan un oficio». Uno de ellos, alto, espigado, tenía la cara completamente tiznada.
No pudo menos de acercárseles, aunque de momento no se atrevió a decirles nada. Los miró a los rostros. Pensó: desnutrición.
Muy cerca de ellos estaba Julio García. ¡Qué aire de competencia y sentido de la responsabilidad el suyo! Sombrero ladeado, frente combada, escuchaba a unos y otros moviendo la cabeza. En la manera de jugar con la boquilla, Ignacio comprendió que le habían encargado de la investigación.
De pronto el muchacho se decidió a hablar con los aprendices. Se dirigió a todos, en conjunto.
– Es una lástima, ¿verdad? -dijo, señalando el aspecto desolado del taller.
Todos le miraron, sin contestar.
Ante aquel silencio absurdo, Ignacio se dirigió al de la cara tiznada.
– Tú…¿eres encuadernador? -le preguntó.
– Sí.
Ignacio añadió:
– Bueno… ¿y qué haréis ahora…?
Uno de los chicos, bajito, contestó:
– ¿Qué haremos…? ¡Fiesta! -Y el tiznado se rió. Los demás permanecían impasibles, mirándole con hueca curiosidad.
El muchacho quedó perplejo. No supo por qué pensó en la vieja mujer del manicomio que preguntaba: «¿Qué, todavía no?» Dio media vuelta. Avanzó hacia el centro del local pisando un clisé de Alfonso XIII. ¿Dónde estaban los veinticuatro tomos de Pérez Galdós propiedad del Director?
No tenía nada que hacer allí. Don Pedro Oriol había llegado y se había reclinado en el armazón de la linotipia, con aspecto apesadumbrado.
– ¡Qué le vamos a hacer!
Ignacio salió. Sin querer adoptó un aire de enterado ante la gente que esperaba fuera. Los empleados ya no estaban. Alguien le pidió detalles. Él no contestó.
Fue a su casa a comer. Carmen Elgazu estaba desconcertada y Matías dijo: «Mal, esto va mal».
Ignacio permanecía callado en la mesa. Reflexionaba, menos concretamente de lo que hubiera deseado. Le pareció un misterio que las cosas fueran como eran, que cinco o seis hombres pudieran reunirse al lado de una estufa y al cabo de unos días destruir una imprenta. ¿Y si se les ocurría hacer lo propio con algo más importante? Pilar se lamentaba: «¡Adiós Notas de Sociedad!» Al parecer, las monjas estaban desoladas pues todos los impresos del Colegio se los servían a precios mínimos en la imprenta del Hospicio, Ignacio se preguntaba si los demás sabían como él, con seguridad, quiénes habían sido los autores. Claro que sí. La Torre de Babel no había dudado un momento. Dijo en seguida: «El Responsable».
Comió de prisa. Su intención era ir al Cataluña para saber noticias. Bajó la escalera saltando, como cuando salía a pasear con su primes José.
Cruzó la Rambla. Y nada más entrar en el Cataluña oyó la voz de un limpiabotas que decía:
– Desengañarse. La policía tiene ya sus listas. Lo mismo que en Barcelona. Cuando yo vivía allí, una vez me robaron la cartera. «¿Dónde?», me preguntaron en Comisaría. «En el Metro», contesté. «¿Qué trayecto?» «De Aragón a Urquinaona.» «Entonces ha sido la banda de Fulano de Tal», dijo el policía. ¡Y caray si fue verdad! ¡A las dos horas me devolvieron la pasta!
Era raro que aquel limpiabotas hablara así, pues era tan anarquista como Blasco.
Ignacio se dirigió a uno de los camareros:
– ¿Qué ha pasado? ¿Hay alguien detenido?
– Todos. El Responsable. Blasco. Todos.
Era lo normal. Julio García -lo había dicho cien veces, a pesar de simular perfecto afecto por el Responsable- tenía a los anarquistas atragantados. Aquello le daría ocasión de pasarles la factura.
Ignacio miró el reloj. Se había entretenido antes de comer y era tarde. Se dirigió al Banco. La Torre de Babel explicaba que la policía había mandado llamar al más joven de todos, al Rubio, y que empleando alguno de los argumentos persuasivos de que disponían le habían hecho cantar en seguida.
Padrosa opinaba que la pandilla lo iba a pasar mal. ¡El Tradicionalista! -comentaba con un matiz de fruición en el tono, comiéndose ya el bocadillo destinado a la merienda. En realidad, todos opinaban que el Responsable y sus satélites lo iban a pasar mal.
Todos… excepto el subdirector. El subdirector llevaba mucho rato sin decir nada, pero negando con la cabeza. Por fin levantó la calva y dijo:
– Nada. No les harán nada.
– ¿Cómo que no?
Todos se dirigieron a él. Su comentario era absurdo. Le gustaba llevar la contraria, como siempre, o tal vez la indignación por haberse quedado sin periódico le hubiera sacado de sus casillas.
Viendo la mirada de todos, repitió:
– No les harán nada, no temáis. -Pronunció el «temáis» con visible ironía-. Julio los protegerá.
– ¿Julio…?
Cada vez comprendían menos. No acertaban ni siquiera a reírse. Ignacio se estaba preguntando si el subdirector se habría vuelto loco.
– ¿Que Julio los protegerá…? -exclamó, por fin, sentándose en el sillón frente al subdirector.
El subdirector le agradeció que hubiera cambiado de lugar. Ahora podía mirarle mientras exponía su teoría, no se vería obligado a dirigirse en abstracto al grupo que formaban los empleados.
– Sí. ¿Por qué no? -añadió.
Ignacio respetaba al subdirector. Sin embargo, insistió:
– Pero… ¿no sabe usted que Julio no puede ver a los anarquistas ni en pintura?
– Claro que lo sé.
Padrosa intervino, masticando:
– ¿Y pues…?
El subdirector ocultaba algo.
– Lo sabemos todos -repetía-. Pero…
– ¿Pero qué?
Por fin levantó los hombros.
– Es muy sencillo -dijo-. Julio García es masón, y los masones ahora protegen a los anarquistas.
Todos los empleados, excepto Ignacio, pasado el primer estupor, soltaron una carcajada.
– ¡Eh, chicos! ¡Ya tenemos a los masones aquí!
– Sí, sí. ¡Reíos! Es el acuerdo que han tomado. Lo que les interesa es que haya malestar, para desprestigiar al Gobierno.
Todos hacían gran juerga. La Torre de Babel se había colocado un pañuelo en el pecho a modo de mandil. Otros se hacían misteriosos signos:
– ¡Rito gerundense! -gritó Cosme Vila. Y ensanchando increíblemente su cara, obtuvo una expresión horrible.
– ¡Rito escocés! -rubricó La Torre de Babel. Y encorvándose sobre sus gafas ahumadas recorrió los escritorios haciendo: ¡Uh, uh…!
Cuando el sainete acabó, porque se oyeron los pasos del director, Ignacio, que había permanecido frente al subdirector, simulando que escribía le preguntó:
– Oiga una cosa. No les haga caso a esos palurdos. ¿Usted… cómo sabe que Julio García es masón?
El subdirector le miró con fijeza. Y viendo que la pregunta iba en serio le contestó:
– Si no lo supiera yo, ¿quién lo sabría?
– ¿Por qué lo dice?
– ¿Por qué? ¡Llevo veinte años estudiando ese asunto de la masonería!
Era cierto. El subdirector era un erudito en la materia y estaba desesperado porque contadas personas le hacían caso, a pesar de que él estaba convencido de que era la masonería la que dirigía completamente la política universal. Opinaba que la propia caída de la Monarquía española se fraguó en las logias de París. En Gerona tenía un competidor: el portero de la Inspección de Trabajo, si bien éste era un simple aficionado, no había leído a Benoit ni a Ragon, ni sabía nada de símbolos, ni de carbonarismo, y se limitaba a culpar también de todo a los masones.
– Pero… ¿exactamente la masonería…?
– ¿Qué crees? ¿Que es una institución benéfica?
– En Inglaterra…
– ¡Déjate de pamplinas! Hay algunos afiliados de buena fe, ya lo sé. ¡Por el Norte, no aquí! Pero son los iniciados los que cuentan, y la finalidad de éstos es el exterminio del cristianismo.
Ignacio puso cara de decepcionado.
– Todo esto huele a leyenda, ¿no le parece?
– ¡Bueno! Ya hablaremos del asunto, si te interesa.
– ¡Claro que me interesa!
A la salida del Banco, los empleados todavía hacían: ¡Uh, uh…!
Siempre que don Pedro Oriol oía hablar de un accidente preguntaba. «¿Ha habido desgracias personales?» Si le decían que no, consideraba que la importancia de lo ocurrido era escasa.
Fue exactamente esta actitud la que adoptó ante la destrucción de la maquinaria de la imprenta. No pensó sino en la manera de adquirir otra nueva, más moderna, y de instalarse en otro local más conveniente.
«La Voz de Alerta» era otro cantar. No pensaba sino en los agresores. Pedía para el Responsable y los demás culpables el máximo rigor de la Ley, sin descuidar por ello el aspecto práctico de la reinstalación. Pero por de prisa que ésta se llevara a cabo siempre se tardaría un mes en volver a imprimir el periódico. Gerona viviría, pues, un mes lo menos sin El Tradicionalista, sin otro medio de información que El Demócrata y la emisora local, en manos izquierdistas.
Y, sin embargo, parecía algo difícil contentar a «La Voz de Alerta» con su petición del «máximo rigor de la Ley». La Ley exigía, antes que nada, pruebas. Y en realidad no las había. Julio no contaba sino con la declaración de un niño del Hospicio, que habiendo salido de madrugada a buscar pan de hostia a las Monjas Adoratrices, se cruzó en la calle con un grupo anarquista, armado éste de martillos; y luego la confesión del Rubio. El Rubio, en efecto, en cuanto entró en el despacho de Julio, dijo, no se sabía si por miedo o chulería: «Sí, fuimos nosotros».
Pero el Responsable y los demás lo negaban rotundamente y aseguraban que el Rubio estaba loco. Sus coartadas tenían visos de verosimilitud, según los vecinos. Y el propio Rubio ahora había adoptado un aire malicioso, de persona que ha mentido.
Sin pruebas no se podría mantener indefinidamente a los detenidos. «La Voz de Alerta» estaba furioso. «¡Pero no me va usted a decir que no hay huellas digitales en el taller!» Julio abría los brazos. «Sea usted inteligente, se lo ruego. En el taller de El Tradicionalista hay huellas de todo el mundo, empezando por las de usted.»
«La Voz de Alerta» sugería simplemente una bañera. Una bañera de agua helada e introducir dentro, desnudo, al Responsable. Y atarle con cuerdas a los grifos. Luego sentarse allí y esperar. Él mismo se ofrecía para cumplir esta misión.
El jefe de policía y Julio rechazaron tal procedimiento con una mirada muy expresiva.
El dentista no era el único en estar furioso. También lo estaba Víctor. Lo de la imprenta le tenía sin cuidado; pero el taller de encuadernación… Se pasaba el día en la barbería, manejando aparatos fotográficos y diciendo: «Algún día habrá que arreglarles las cuentas a esos hijos de Bakunin».
En todo caso, el Responsable había conseguido romper el hielo y la indiferencia. Para bien o para mal, era preciso contar con ellos. Y si algunos consideraban su acto tan estúpido como el de interrumpir las sardanas cuando la huelga, muchos se reían viendo los traqueteos de «La Voz de Alerta» y otros iban teniendo la sensación de que en el fondo los anarquistas constituían la única fuerza predispuesta al combate. ¿Cómo se las arreglarán los curas sin El Tradicionalista, y las viejas beatas, y los militares? En algunos cafés se hablaba de suscripción para llevar comida a los detenidos. «Vamos a esperar un poco. A ver en qué para eso.» Otros proponían preocuparse de encontrar un abogado para que defendiera al Responsable. Pero la sola idea les parecía grotesca. «¡Bah! Se bastan para defenderse.» Había algo en la imagen de aquellos anarquistas que desbordaba las posibilidades normales de lo jurídico.
El motivo por el que Víctor le tenía la guerra declarada al Responsable era la envidia. Le molestaba que la CNT-FAI diera que hablar, mientras la célula comunista, a pesar de haberse ensanchado considerablemente, fuera aún embrionaria.
Algunos camaradas le decían: «Anda, anda, no te quejes, que estás ganando mucho terreno».
Y era verdad. La barbería donde se reunían iba pareciendo un hormiguero. Hasta tal punto que el patrón, un buen día, había dicho: «Vamos a hacer una cosa. Convirtamos todo el piso en local. Entrad, entrad». Y había abierto la puerta que comunicaba con el pasillo, el comedor, la cocina. «Total, mientras me quede un rincón para dormir…»
Abierta aquella puerta todos se sintieron más importantes. En un santiamén la vivienda quedó convertida en laboratorio ideológico. Retratos de Marx, Lenin y Stalin brotaron en las paredes. En la cocina, diminuta, se instaló un mueble que hizo las veces de biblioteca.
Simultáneamente, una corriente de austeridad se había apoderado de todos. En la barbería se suprimió todo cuanto fue juzgado lujoso o no estrictamente necesario. Nada de masajes ni agua de colonia. Los sillones giratorios fueron vendidos en subasta. Sillas escuetas, y una escupidera en un rincón. Los espejos se conservaban porque los militantes acudían allí con sus mujeres.
Víctor había asistido a todo aquello pasándose lentamente la mano por su cabeza plateada. Muchas veces se sentía orgulloso de lo que estaba creando y se decía: «¡Bah, el Responsable va a quedarse atrás! Si tarda en salir del calabozo, se llevará una sorpresa». Por lo demás, él era un hombre extraño. Sus ideas le habían penetrado a través de la soledad. Vivían en la calle de la Barca, en una habitación que había alquilado -¡veinticinco años hacía ya!- a una vieja gruñona. La tristeza de esta habitación, el eterno mal humor de la vieja, el contacto con los niños del Hospicio en el taller y la mugre del barrio le habían llevado insensiblemente a creer que la sociedad en que vivía estaba en trance de descomposición. Esto y la audiencia que se le concedió el primer día que había entrado en aquella barbería decidieron su destino. El comunismo le parecía una solución como sociedad nueva, joven, «Nada de viejas gruñonas, nada de mugre. Todo nuevo y joven.» El ejemplo lo tenía en la fotografía. En las revistas soviéticas, así como en el cine, el arte fotográfico ruso le parecía de un realismo impresionante. Con igual técnica que los alemanes, pero con más pasión. «Naturalmente, es gente nueva, joven. Lo mismo que ocurre con la fotografía ocurre allá con todo.» La destrucción de la imprenta y el taller tuvo en la barbería gran repercusión, porque el contacto más íntimo con Víctor descubrió al barbero y al grupo de fanáticos que en el fondo Víctor era un hombre débil. Y que si alguien había no joven allí, era precisamente el propio Víctor. Y por lo demás, sus manías artísticas empezaban a desconcertarlos. Que retratara a Ernesto recogiendo excrementos en la procesión, de acuerdo. Pero ¿a qué fotografiar el campanario de la Catedral, y decir luego, mostrando una ampliación: «¿Qué os parece? Se ve que la luna resbala por la fachada»? ¿Es que los obreros y campesinos rusos permitirían que la luna le diera masaje a una catedral? Por lo visto la palabra «joven» era mágica. Porque la teoría de inyectar juventud a las organizaciones sociales -adoptada ya por la CEDA- no era exclusiva, en el campo izquierdista, de los comunistas. Lo mismo ocurría en la UGT, ya desde mucho tiempo antes. Ahora El Demócrata acababa de publicar, ¡por fin!, dos artículos firmados por el tipógrafo del propio periódico, Antonio Casal, de quien ya se había hablado cuando las elecciones. David y Olga le conocían y siempre le habían dicho a Ignacio que Casal era un joven de gran calidad.
¡Matías opinaba lo contrario, que lo que faltaba en el mundo era madurez y experiencia! Entendía que el propio Julio García era demasiado joven para ocupar el puesto que ocupaba. Decía de él: «Tiene muchos hilos en la mano y me temo que al final se arme un lío».
Ignacio, desde las manifestaciones del subdirector, pensaba más que nunca que uno de estos hilos era la masonería. Por ello su curiosidad era grande para saber en qué pararía el asunto anarquista y si Julio verdaderamente protegería al Responsable o si el castigo sería duro. La noticia de que faltaban pruebas para condenarlos fue recibida en el Banco con cierta perplejidad. El subdirector dirigió a todos una sonrisa que ahorraba todo comentario.
Y cuando el grupo de asaltantes fue puesto en libertad provisional, aunque sujeto a expediente, las sospechas de Ignacio se pusieron al rojo vivo y su consideración por el subdirector aumentó. La actitud de los liberados empeoraba las cosas, pues Blasco entró en el Cataluña con aires de triunfador. Dijo a los demás limpiabotas: «Pues, ¿qué os creíais? Todos dormíamos. Yo aquel día me levanté a las nueve, y el Responsable a las diez».
David y Olga le decían a Ignacio: «Lo mejor que puedes hacer es olvidar todo eso y prepararte para los exámenes. ¿Te das cuenta de que falta escasamente un mes?»
Ignacio comprendía que los maestros tenían razón. Pero no se le ocultaba que David y Olga habían adoptado una actitud muy definida ante cada uno de aquellos acontecimientos. En primer lugar, eran partidarios de la inyección de juventud. En segundo lugar, se alegraban de la destrucción de El Tradicionalista, aunque profetizaban que a primeros de junio el periódico volvería a salir «en mejores condiciones». En tercer lugar, se alegraban de que faltaran pruebas y de que el Responsable estuviera en libertad. Ello suponía que todavía «La Voz de Alerta» no tenía poder para ahorcar a la gente; en cuanto a la masonería, a la logia gerundense y al papel que Julio desempeñara en ella, les parecía asunto cómico. «Sí le haces caso al subdirector -le decían a Ignacio-, acabarás creyendo que nosotros también somos masones, que los masones tienen la culpa de que en Gerona no haya ni siquiera mercado cubierto, odiarás a los judíos y a los protestantes, y llegarás a la conclusión de que Felipe II era un gran rey.»
– ¡Estudia, y contempla nuestro surtidor! -rubricaba Olga.
Ignacio acabó haciéndoles caso. Al diablo todo aquello. Estudiar, el título de bachiller estaba ahí. Los maestros ejercían influencia sobre él. En realidad, tenían gran sentido práctico. Bien claro lo veía, con sólo comprobar lo que ocurría con su Manual Pedagógico. No, aquel librito no era letra muerta. No se trataba de una lucubración en el aire. Aquellos meses de frecuentar la Escuela le habían demostrado que David y Olga, en sus clases con los pequeños, lo habían puesto en práctica con resultados sorprendentes. Los chicos y las chicas salían de allí con aire más precoz, más emancipado que los alumnos de los Maristas o de la Doctrina Cristiana.
– Por eso creemos en la juventud, ¿comprendes? -le decía David-. Porque los jóvenes serán algún día de otra manera.
Debía de ser cierto. ¿Cómo no renovarse ante aquellos procedimientos? Las pizarras en las paredes de la clase eran verdes, a tono con el campo ubérrimo que se divisaba desde los ventanales, prolongándose hasta la falda de Montilivi y el río. Los jueves y los domingos los alumnos cultivaban una huerta situada a un par de kilómetros, ante el alborozo del propietario. Cada semana, un tribunal de alumnos deliberaba y dictaba sentencia contra los autores de desaguisados cometidos en clase. Media docena de cometas cruzaban el cielo a la hora del recreo, mientras David explicaba a los chicos las teorías de la velocidad del viento y toda suerte de fenómenos meteorológicos. Alguna noche se habían reunido para estudiar el firmamento y conocer los nombres de las estrellas. Planeadores, más de uno había aterrizado en la calva de algún pacífico vecino del barrio. ¡Pozos petrolíferos, ninguno descubierto por el momento, y era una lástima! Iniciación sexual. Se había constituido un fondo económico y todos los sábados llevaban parte de él a una persona necesitada de los contornos. Su popularidad era mucha gracias a ello, y los niños tenían la sensación de ser útiles. Para las vacaciones estaba prevista una estancia colectiva de un mes en algún pueblo de la costa, donde se ejecutarían trabajos manuales que permitirían, para el curso próximo, adquirir un acuario.
Las noticias que se recibían de las familias Alvear-Elgazu también acusaban malestar. José, en Madrid, decía «que actuaba de lo lindo» sin especificar en qué sentido; y el hermano de Matías, Santiago, junto con su compañera, la mecanógrafa del Parlamento, preveía «acontecimientos para otoño». Desde Burgos se anunciaba que la UGT se abría paso, y que la sobrina de Matías tenía relaciones con un joven valor del Sindicato. Una posdata añadía que en Castilla unos estudiantes metían mucha bulla con un partido «fascista» que habían fundado unos meses antes, a las órdenes de un hijo de Primo de Rivera, y en el que se declaraban partidarios «de la dialéctica de los puños y las pistolas».
El partido se llamaba Falange Española. «La mayoría de afiliados eran hijos de papá, pero en los mítines hablaban como Dios, esto había que reconocerlo.»
Los de Bilbao se quejaban de que la primavera era lluviosa. El tío de Ignacio, encargado de una fábrica de armas de Trubia, «trabajaba horas extraordinarias». El ex «croupier», en San Sebastián, iba a casarse. La abuela se mantenía tiesa. Todos los días se hacía acompañar al mar por sus dos hijas solteras. Cuando el aire del Cantábrico se ponía húmedo, regresaba a su casa, con un enorme pañuelo negro sobre los hombros, parecido al que usaba la madre de mosén Alberto. En la última carta ponía: «Si Ignacio aprueba le mandaré como regalo una pluma estilográfica».
Pero se veía que la preferida de la abuela era Pilar. Continuamente pedía retratos de ella pues decía que a la edad de la muchacha todos los días se cambia. Por eso Pilar reclamaba siempre una máquina fotográfica. «Aunque sea de esas de doce pesetas», decía. Pero Matías opinaba que el gasto de la compra era lo de menos, que luego venían los carretes y el revelado y las copias.
Pilar andaba muy misteriosa aquellos días. Siempre tenía que permanecer en las monjas más de la cuenta, para preparar no sé qué de fin de curso y una especie de homenaje a sor Beethoven. Un día Matías le dijo: «Bueno… ¿y qué pasa? ¿Para ese homenaje tenéis que ir a documentaros al cine?»
Pilar casi se desmayó. ¡Descubierta! Su padre sabía que ella, Nuri, María y Asunción iban al cine dos veces por semana. ¡Con las precauciones que había tomado! La culpa era de que los cines estuvieran instalados en la Plaza de la Independencia, allí mismo, al lado de Telégrafos.
Matías le había dicho aquello en ausencia de Carmen Elgazu. Pero ¿qué iba a pasar?
– Una cosa me preocupa -continuó el padre de Pilar, cogiendo la caña y examinando el anzuelo-. ¿De dónde sacas el dinero?
La muchacha se calló.
– ¿Del bolso de tu madre?
La muchacha negó con la cabeza, Matías se hacía el serio.
– ¿O de mi monedero…?
La muchacha estaba algo aturdida. Por fin se mordió los labios y, viendo que la tocaba responder, dijo con gravedad:
– Jugamos a la Bolsa.
Matías quedó asombrado y apoyó en la pared la caña de pescar.
– ¿A la Bolsa…? -Avanzó en dirección a Pilar-. A ver si me explicas eso…
Pilar juntó las manos, palmeteando para rubricar su explicación.
– ¡Sí, sí! ¡Es Ignacio, en el Banco! ¡Juega a la Bolsa, y gana!
Matías enarcó las cejas.
– Bueno… de acuerdo. Pero… ¿qué papel representas tú ahí?
Pilar se había recobrado enteramente. Apretaba los dientes.
– Yo le di tres pesetas hace un mes.
– ¡Ah! ¿Y se han multiplicado…?
– De verdad, papá. Ignacio sabe mucho y gana siempre. Y me da lo que me corresponde…
Matías sonrió y aquello le perdió. Pilar hábilmente, le empujó hacia el sillón, obligándole a sentarse y en el acto cayó sobre sus rodillas.
– Bueno… ¿y cuánto lleváis de ganancia…?
– Pues… yo unas seis pesetas cada semana.
Matías calculó ayudándose de los dedos.
– Desde luego… las cuentas salen.
– Mis amigas me acompañan. Pero ellas sacan el dinero guardándoselo de la merienda.
– ¡Caray, caray…! -Matías le dio un beso.
– Y… ¿qué artista te gusta más?
– No sé… Todos.
– El que más.
Pilar hizo un mohín, tirándose de la nariz para arriba.
– No sé si le conocerás. Clark Gable.
Lo pronunció en inglés, lo cual hizo estallar a Matías en una risotada.
– Bueno… ¿y por qué te gusta?
– Porque trabaja muy bien.
Por desgracia, se oyó el ruido de la cerradura. Era Carmen Elgazu Fue una lástima, porque padre e hija eran felices. Pilar se levantó y en voz baja rogó a su padre que desviara la conversación. Pero Matías simuló no haberla oído y cuando su madre entraba en el pasillo preguntó:
– Oye… ¿Y qué película te ha gustado más?
Pilar, al oír aquello, tosió y se acercó a su madre para darle un beso.
– «Rey de Reyes» -gritó, vocalizando-. «Rey de Reyes».
Carmen Elgazu, con los brazos de Pilar colgados a su cuello, dejó el bolso sobre la mesa y dijo:
– ¡Ay, sí, chica! Es una preciosidad. El año próximo volveremos a verla.
Un día en que Ignacio y Matías habían salido de paseo juntos, por el lado de San Gregorio, habían visto en la carretera un poste con un anuncio de neumáticos. La lluvia había borrado la parte superior del texto y sacado a flote una palabra del anuncio que hubo anteriormente: la palabra «Catarros», con interrogante. Así que ahora, leído de prisa, el poste ponía: «¿Catarros…?» y debajo: «Neumáticos Michelin».
Les hizo tanta gracia y se rieron tanto que desde entonces bastaba que uno de ellos, levantando el índice, preguntara: «¿Catarros…?» para que el otro soltara una carcajada y contestase: «Neumáticos Michelin». Carmen Elgazu estaba desesperada porque nunca habían querido explicarle el significado de las misteriosas palabras.
Ésta era la pregunta que Matías hacía ahora a Ignacio, a las tantas de la noche, al entreabrir la puerta del cuarto del muchacho y verle estudiando. A veces ni siquiera decía: «¿Catarros?» Con levantar el índice era suficiente.
Y es que faltaban quince días para los exámenes. David y Olga vivían íntegramente dedicados al muchacho y a sus tres compañeros de curso. Clase de ocho a once si era necesario. Repasándolo todo, insistiendo, machacando. Era preciso aprobar. Vivían horas de extrema agitación intelectual.
Ignacio tenía confianza. Se notaba bastante preparado. Si los catedráticos no le jugaban una mala pasada, la cual no era de esperar pues ya no iba a la Academia Cervantes, aprobaría. No era partidario de las pastillas contra el sueño, pero no tuvo más remedio que apelar a ellas.
La víspera de los exámenes le entró un gran desasosiego. Miedo repentino ante la magnitud de la carta que se jugaba. Volvió a pensar en ir a confesar… Pero le pareció indigno el trueque con Dios.
Había tomado una costumbre: estudiaba sentado en la cama y haciendo bailotear en la diestra, o aprisionándola, la bombilla que se llevó como recuerdo del Seminario. La redondez del objeto le resultaba agradable al tacto, y a la medida exacta de la mano cerrada. "A veces la levantaba y miraba a contraluz los hilos, todavía perfectamente enlazados. La víspera de los exámenes se quedó dormido apretando la bombilla. Y algo doloroso sería el sueño porque, en una contracción, la bombilla estalló en un ¡plaf! terrible, que le despertó con los cabellos erizados. Al medio minuto la puerta se entreabrió.
– Nada, nada -dijo Ignacio, sonriendo-. «Neumáticos Michelin».
Al día siguiente, Carmen Elgazu y Pilar fueron al Sagrado Corazón a oír misa y comulgar en favor de los propósitos de Ignacio. Entre los rezos, la gestión de Julio García cerca del catedrático Morales y la de mosén Alberto cerca de otros catedráticos, entre ellos el de Química, que le debían múltiples favores, la cosa fue un éxito rotundo.
Un día entero ante los tribunales, sin salir del Instituto. Matías le llevó al mediodía unos bocadillos y unas pastas. Todas las asignaturas de un golpe.
A las seis de la tarde salió del local con las papeletas en la mano, ebrio de emoción. ¡Aprobado! David y Olga le esperaban en la acera de enfrente, mordiéndose las uñas.
Al verle echaron a correr a su encuentro. ¡Aprobado! Los dos maestros le abrazaron. Olga le dio un beso en la mejilla. Los tres compañeros de curso, a pesar de la buhardilla, también aprobaron.
Ignacio temblaba de gozo. Miraba la papeleta y temblaba. No sabía qué hacer.
– ¡Anda, vete a tu casa a decirlo, no seas bobo!
Echó a correr aturdido. Y al doblar la primera esquina vio unas sombras que le detenían haciendo: ¡Uh, uh…! Pensó que eran masones, o La Torre de Babel. Eran Pilar, Nuri, María y Asunción, que ya conocían el resultado…
– ¡Tontas! Me habéis dado un susto.
Le escoltaron triunfalmente. Eran cuatro mujercitas. Cruzaron el puente de las Pescaderías y entraron en la Rambla. Ignacio reconoció en seguida en el balcón a Matías Alvear, paseándose de arriba abajo y fumando con disimulada impaciencia.
Pilar se adelantó. ¡Papá, papá! ¡Aprobado!, ¡aprobado! El bigote siempre ameno de Matías tembleteó de arriba abajo. Sus plateadas sienes resplandecieron. Se pasó la mano por la cabeza. Salió Carmen Elgazu al balcón con los ojos fuera de las órbitas, secándose las manos en la punta del delantal. ¡Aprobado, aprobado! De no ser por miedo a los vecinos, el diálogo se hubiera desarrollado desde el balcón a la calle.
Ignacio se tragó la escalera. La puerta del piso ya estaba abierta. Carmen Elgazu abrió sus brazos y obligó a su hijo dar dos o tres vueltas bailando. Matías agitaba en el aire una pluma estilográfica.
Asunción contemplaba a Ignacio pensando: «Me gusta más que Clark Cable».
En el Neutral y en la barbería de Raimundo reinaba cierto nerviosismo. Había ocurrido algo que había aumentado la tensión de la gente. En Madrid, el Tribunal de Garantías Constitucionales había declarado ilegal la Ley de Contratos de Cultivo redactada por la Generalidad, ley que los campesinos de la región consideraban de absoluta equidad, inteligente y justa. Todo el mundo estaba de acuerdo en que de seguir aquello así, era la propia existencia de Cataluña la que estaba en peligro.
Y luego El Demócrata publicó una noticia inesperada, escalofriante, cuyo único atenuante consistía en que no había de ella confirmación oficial: En Valladolid, unos afiliados a Falange Española, de la que había hablado el hermano de Matías, habían asesinado a un muchacho de las juventudes socialistas, que voceaba Claridad en una esquina. Pasaron en coche y le ametrallaron bonitamente.
El comandante Martínez de Soria, cuyos dos hijos varones estudiaban en Valladolid, arrugó el entrecejo y le dijo a «La Voz de Alerta» en el café de los militares: «Eso no puede ser verdad». «La Voz de Alerta», aunque el nombre de Falange Española no le hacía ninguna gracia, contestó: «Pues yo he de enterarme y en cuanto saquemos El Tradicionalista pondremos las cosas en claro».
En el Neutral, Ramón el camarero presentía que pronto todos vivirían aventuras sin cuento. Julio era quien alimentaba más sutilmente su imaginación.
– ¿No te gustaría -le decía- recibir un aviso que pusiera: «Ramón, váyase usted a Valladolid y encárguese de descubrir los culpables»?
Luego Julio le contaba que, a causa de la pasividad del Gobierno, la agitación se extendía a toda España.
– Lo que ocurre en Zaragoza, por ejemplo, es célebre -decía.
– ¿En Zaragoza…?
– Sí. En Zaragoza hay huelga. Pero una huelga general, que al prolongarse crea curiosísimos problemas. Por ejemplo el de los niños… Los huelguistas zaragozanos carecen de reservas. Por ello gran número de familias se encuentran en la más absoluta miseria. Las Organizaciones Sindicales acaban de preguntar a los Sindicatos de las cuatro provincias catalanas si están dispuestos a recoger quinientos hijos de huelguistas, y repartirlos entre afiliados mientras dure el conflicto.
El camarero abrió los ojos.
– ¿Y qué han respondido los Sindicatos?
– ¡Ah! Ahí está la cosa. En Barcelona han salido trescientos voluntarios. Pero otros han alegado que Cataluña está harta de hacer de nodriza, y han recordado que en Aragón se los llama con más que excesiva frecuencia «perros catalanes».
El camarero estaba impaciente.
– Así, pues… ¿los doscientos niños que faltan…?
– Pues… ya te lo puedes figurar. Habrá que repartirlos entre Lérida, Tarragona y Gerona.
– ¿Gerona…? ¿Van a venir aquí niños de Zaragoza?
– Si salen voluntarios. No sé… -De repente le preguntó-: ¿Quieres adoptar un niño?
Ramón se rascó la cabeza.
– ¡Apúnteme para uno!
– ¿Rubio o moreno?
Matías le reprochaba a Julio que le tomara el pelo a Ramón. Pero el reproche parecía un poco injustificado. Porque, además de que en todo aquello había gran parte de verdad, lo cierto era que el policía quería verdaderamente al camarero y le había prestado infinidad de pequeños servicios. Ramón sabía que podía contar con él.
En la ciudad todo el mundo, al parecer, tenía una persona en la que verter su capacidad de ternura, incluso los secos de corazón como Julio. «La Voz de Alerta» no era excepción. El hombre, de quien mosén Alberto decía que su peor enemigo era él mismo y que sin su manía «antiproletaria» hubiera podido arrancar muchas muelas gratuitamente, también tenía una válvula sentimental de escape: su criada Dolores. La trataba con gran corrección y ayudaba eficazmente a su familia. «Señorito, ha venido mi hermana del pueblo y me ha pedido…» «La Voz de Alerta» cogía el teléfono o echaba mano a la cartera. Toda la familia de la criada le consideraba un santo, y a través de ella todo el pueblo.
Y lo mismo podía decirse de mosén Alberto. A quien sinceramente quería mosén Alberto era a sus dos sirvientas. Lo disimulaba un tanto, para que no se volvieran locas de contento; pero si una de ellas tenía que permanecer en cama por enfermedad, el sacerdote no vivía hasta que todo había pasado.
Otro tanto podía decirse del Responsable. El Responsable tenía también una debilidad: el dueño de la fábrica de alpargatas en que trabajaba, el señor Corbera. Quería a su patrono, no lo podía remediar. A pesar de que pertenecía a Liga Catalana. El señor Corbera era un vejete de mal genio que por menos de un real soltaba los peores insultos. El Responsable los soportaba con un estoicismo que dejaba perplejos a los demás obreros.
El día en que el Responsable salió del calabozo y se presentó al trabajo, el señor Corbera le echó un sermón en que las palabras cretino y salvaje fueron las más suaves. ¡La imprenta del Hospicio! ¡La imprenta del Hospicio! El Responsable aguantó, sonriendo por dentro. Le hacía gracia ver los pelos del señor Corbera saliéndole como lanzas del fondo de las orejas.
Ni siquiera sintió rencor hacia él cuando dijo:
– Bueno, mira. He hablado con el Inspector de Trabajo y me ha dicho que tengo derecho a despedirte. Entre unas cosas y otras, en tres meses has faltado al trabajo cuarenta y dos días. De modo que aquí están las cuentas y a otra cosa. ¡Que te diviertas! -Y le entregó un sobre.
El Responsable lo tomó sin rechistar. ¿Qué importaba? Aquello encajaba con sus planes. Imposible trabajar y cuidar de la revolución. Pensó que también su padre, un buen día, había dejado de hacer alpargatas.
La válvula de escape sentimental de otro personaje, Cosme Vila, era su novia. Por fin había encontrado novia. La hija del guardabarrera en el paso a nivel del tren que iba a Barcelona. Una mujer guapilla, tímida, que era evidente que le contemplaba como a un dios. Los anchos hombros de Cosme Vila la sepultaban cuando éste la tomaba del brazo.
A menudo la llevaba de paseo hacia el paso a nivel, donde trabajaban los padres de la chica. Los cuales, al verlos llegar por la carretera, salían de la garita y agitaban sonriendo la banderita roja.
Desde que tenía novia, Cosme Vila llevaba el pelo mejor cortado. Antes se pasaba semanas enteras sin ir a la barbería: ahora era puntual. Y según La Torre de Babel, había elegido la barbería de Víctor, lo cual era lógico. Y sus comentarios al ver las fotografías de la luna resbalando por la catedral, habían levantado en vilo la célula comunista. Al parecer dijo: «Parecéis monaguillos y no obreros revolucionarios».
En cuanto a David y Olga, tenían varios seres en quienes verter su capacidad de ternura. En primer lugar, se querían mutuamente. Continuaban inseparables, como los campanarios y como la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria. Luego, Ignacio… Le querían de veras. Los altibajos del muchacho, su hambre de verdad y su vigor emocional habían ganado por entero el corazón de los dos maestros. Siempre le decían: «Deberías contenerte un poco, de otro modo en pocos años agotarás las posibilidades de rectificación que da la vida». Después de aprobar, le invitaron a una solemne merienda en la que hubo hasta discursos, y en la que se habló principalmente de Carmen Elgazu, del miedo que ésta sentía cuando le aseguraba que en el cielo le bastaría la contemplación de Dios, que no vería ni a Matías Alvear, ni a Ignacio, ni a César ni a Pilar.
El otro ser por el que los maestros sentían afecto era uno de sus alumnos, el mayor y más desgarbado de la clase, al que llamaban Santi. Un muchacho del barrio, desamparado de la familia. De orejas tan grandes como las de César y pies enormes. De temperamento violentísimo, fogoso, siempre dispuesto a cruzar el primero la pasarela del río, a hincar la azada más hondo que nadie. Con escalofriantes detalles de crueldad para con los animales. Pero los maestros procuraban enderezar su carácter.
La pasión de los Costa… eran de otra índole. Eran las ranas. En un merendero situado junto al puente largo del Ter había un vivero de ranas. Los Costa cuidaban de este vivero con mucho mayor cariño, aún, que de sus obreros. Estaban al corriente, día por día, de su estado y evolución. Y cuando llegaban allí con los dirigentes de la Peña Ciclista, algunos solistas del Orfeón u otros camaradas se dirigían inmediatamente al vivero y señalando una por una las ranas que con más brío se chapuzaban en el agua, decían al patrón: «Ésta… Y ésta…» Y minutos después mordían en las ancas y patas de los animalitos, con unos ojos de ternura que emocionaban a los demás comensales.
Era gran fortuna para la ciudad que la gente tuviera tales detalles. Porque el clima de nerviosismo se iba apoderando de todos, y sin la resistencia que oponían las virtudes de cada cual la cosa iría de mal en peor. Suerte también que el sentimiento de familia estaba muy arraigado en muchas casas, y que daba miedo quebrar aquellos lazos que habían costado tantos años y que habían procurado goces tan simples y duraderos.
La inminencia del verano, con lo que suponía de vacaciones y de oxígeno, ponía en los corazones, de un lado una predisposición a conceder una tregua al adversario, de otro una necesidad de apurar los días antes de que esta tregua llegara, de consolidar posiciones. Don Santiago Estrada decía: «Antes de irnos a Mallorca, deberíamos organizar un desfile de nuestras juventudes en la Dehesa». Cosme Vila decía en la barbería: «Antes de salir de vacaciones, deberíamos legalizar la constitución del Partido Comunista local, extender los carnets, fijar una cuota».
También en las conversaciones se notaba cierta prisa para pasar revista a los acontecimientos. Y quedaba claro que lo que más había molestado y dividido a la gente era lo de la Ley de Contratos de Cultivo y la noticia de la acción de Falange Española en Valladolid.
Los campesinos, rabassaires, continuaban desesperados por la denegación de esta Ley. Los propios David y Olga, que en cierto modo se consideraban agricultores por el cultivo de la huerta con los alumnos, aseguraban que la propuesta de la Generalidad era un alto ejemplo de sentido progresista. En cambio, los propietarios la consideraban pura demagogia. Habían mandado telegramas de felicitación a Madrid. Acusaban al gobierno de la Generalidad de insensatez, de subordinar la solidez de la economía y la seguridad de la región a las exigencias de los partidos políticos, despechados por haber perdido las elecciones. Don Jorge le decía a su heredero: «Para ganar adeptos, serían capaces de repartir la tierra a los limpiabotas».
Los propietarios del Instituto Agrícola de San Isidro denunciaban otro hecho: lo que ocurría con las licencias de armas a los cazadores. Aseguraban que las Comisarías, incluida la de Gerona, retiraban la licencia a unos cazadores y a otros no. De forma que cazadores de tradición se veían privados de ella, en tanto que gran número de personas que jamás habían pensado en matar un pájaro, de repente se inscribían y se presentaban en la Armería Casabó por una escopeta de dos cañones.
El subdirector tenía listas; era hombre ordenado. Y aseguraba que se había retirado la licencia a personas como don Pedro Oriol, y que se habían concedido a otras como el tipógrafo Antonio Casal, ahora el más destacado redactor de El Demócrata.
No obstante, la indignación producida por lo ocurrido en Valladolid sepultaba aquellos balbuceos de protesta derechista. La palabra «fascista» se había incorporado al léxico corriente de las tertulias. Y dado que el muchacho «asesinado» -el comandante Martínez de Soria continuaba desmintiendo la noticia- era un voceador de Claridad, la noticia había afectado particularmente a los tres compañeros de curso de Ignacio, empedernidos lectores de este periódico.
Hasta tal punto, que en una visita que hicieron a David y Olga, y habiéndose puesto este tema sobre el tapete, uno de los muchachos aseguró que los obreros españoles «no permitirían de ningún modo que el fascismo arraigase en España». Y añadió, periódico en mano, «que ya los diputados socialistas habían advertido en el Parlamento que lo vigilarían con atención especial».
David, oyéndole, se puso serio. Ignacio no recordaba haberle visto tan serio jamás. El maestro contestó a su alumno que era una gran estupidez decir que se vigilaría al fascismo. Lo mismo daba decir que se vigilaría la Geometría o la concepción materialista de la Historia. Quisiérase o no, el fascismo era toda una doctrina, no un sombrero que se pudiera tirar. Lo máximo que podía hacerse era vigilar a los militantes de esta doctrina, aunque a su entender la cosa era más seria de lo que a simple vista podía parecer. Por ejemplo, era preciso reconocer que en Italia el Partido hacía progresos y que Mussolini era muy hábil; lo cual, junto con el auge de Hitler en Alemania, constituían dos sutiles amenazas, que atacarían los puntos débiles de cada país.
– Ya es significativo -concluyó- que en España el movimiento haya nacido en Castilla. En Cataluña, desde luego, no tendrán nada que hacer, porque Cataluña vive mucho más abierta a las grandes corrientes democráticas.
Olga añadió que la doctrina era peligrosa porque disimulaba su despotismo bajo un programa social amplio, de grandes realizaciones y fundamentalmente anticapitalista, lo cual podía encandilar a un sector de buena fe. Sin embargo, era lo contrario de los derechos del hombre, e implicaba un retorno a un tipo de esclavitud, que no por ser moderna perdía un ápice de su terrible significado.
Ignacio se quedó muy preocupado después de aquella conversación. Menos mal que al salir de la escuela vio los campos verdes, vio la cumbre de Montilivi, desde la que se divisaba el valle de la Crehueta, tranquilo. Menos mal que al llegar a su casa se encontró con que César había mandado un telegrama diciendo: «Llego mañana».
Ignacio había entrado en el Banco triunfalmente, blandiendo la pluma estilográfica que había mandado la abuela, ocho días antes de los exámenes. Tan segura estaba la madre de Carmen Elgazu de que Ignacio aprobaría.
Ignacio había entrado eufórico en el Banco porque ya era bachiller. Había recibido felicitaciones de todo el mundo, de los vecinos, de las chicas de la Academia Cervantes, de Julio García, de don Emilio Santos y del propio mosén Alberto.
Suponía que en el Banco le recibirían también triunfalmente, pues lo cierto era que la mayoría le querían mucho. Acertó sólo a medias. Le felicitaron sinceramente el subdirector, La Torre de Babel, Cosme Vila, el cajero; en cambio en otros empleados -Padrosa, el de Cupones, el de Impagados- vio un punto de recelo.
Aquello le hizo daño, pero luego pensó que era natural. ¿Qué significaba para él ser bachiller? Que al cabo de cuatro años sería abogado. Padrosa y los demás lo sabían y sabían que ellos, por el contrario, continuarían hundidos en aquellos sillones, masticando gomillas, cobrando cuarenta duros, levantándose de vez en cuando para estirar las piernas. A esto podía oponer un argumento. ¿Por qué no hicieron, o no hacían, como él? Todos habían soñado en hacerlo, probablemente. Pero la vida era así. Se habían dejado vencer por la rutina.
De todos modos, La Torre de Babel elevó el clima gritando: «¡Nada, nada! Dentro de cuatro años, veo una placa en la Rambla: «Ignacio Alvear, abogado; consultas de 3 a 7».
Ignacio no dijo nada, para no ofender a Padrosa, al de Cupones, al de Impagados. El cajero comentó:
– Te veo defendiendo nuestras bases, que ya ves que no hay manera.
Aquello le emocionó. Una ola de deseo de ser útil le inundó el corazón. Tal vez estuviera llamado a hacer algo importante.
El verano había llegado. Todo ello ocurría cuatro días antes de recibir el telegrama de César. En el Banco funcionaban dos ventiladores que traían a intervalos soplos de aire fresco. Era hermoso ver volar los papeles, verlos dudar y caerse por fin al suelo. ¡Qué destartalado era el Banco! Paredes negruzcas, ventanillas grasientas. Y ¡qué monótono aquel trabajo! Los cobradores salían a primera hora a reclamar dinero a los comerciantes de la ciudad. Regresaban fatigados. Llevaban una gorra azul con las iniciales del Banco Arús. Millones habían pasado por sus manos. Todos los sábados llenaban unos sacos de monedas de plata y los transportaban a hombros al Banco de España. Luego estas monedas iban regresando lentamente al Arús, a través de mil manos distintas. Las arterias de la vida. Cuando el cajero ya no podía más, y quedaba sepultado bajo las monedas de plata, volvían a llevarlas al Banco de España. Los cobradores se quejaban de que los sacos pesaban demasiado; pero no había presupuesto para alquilar un taxi.
Aquella mañana, las arterias de la vida llegaban a Ignacio coloreadas de júbilo. Se iba repitiendo: «Sí, tal vez llegue a ser útil…»
Y lo fue. Sin esperar a terminar la carrera. Lo fue gracias a su inscripción como donador de sangre en el Hospital Provincial, inscripción que efectuó a raíz de su visita al Manicomio en compañía de La Torre de Babel. Todo ocurrió con sencillez abrumadora, como siempre le ocurrían las grandes cosas. Una llamada telefónica al Director, éste tocó el timbre, el botones avisó a Ignacio, Ignacio se presentó, supuso que el Director le felicitaría por lo del bachillerato, y el Director le dijo:
– Chico, te llaman del Hospital. No sabía que te dedicaras a esas obras.
Apenas si lo sabía él. ¡Dar sangre! ¡Qué curioso! Habían esperado a aquel día. Debía de ser alguien que quería sangre de un bachiller… El Director ponía cara de desear que la gente necesitara sangre en horas que no fueran de trabajo, pero le dijo:
– ¿Quieres que avise a tu casa?
– ¡No, no! No diga nada.
No habló con nadie, sólo con La Torre de Babel mientras se cambiaba el chaleco. La Torre de Babel le animó, diciéndole en voz baja:
– No tengas miedo. Verás que es una sensación… dulce.
En efecto, lo fue. Todo con sencillez. Tendido en una cama, con un hombre cadavérico -un tal Dimas, del vecino pueblo de Salten- en otra cama contigua. Pusieron sus venas en comunicación. Sintió que perdía peso, que su fuerza disminuía. Era el lento fluir de lo que a él le sobraba, de lo heredado de Carmen Elgazu, de su salud de hierro, de Matías Alvear. Iba pensando: «Sangre de primera calidad…» Y rezaba.
No sabía si rezaba por él, o por su vecino, por Dimas. ¿Qué tendría él de común, a partir de aquel momento, con aquel hombre? ¿Quién era?
Los asistía el doctor Rosselló. ¡Válgame Dios! El doctor Rosselló. El subdirector le había dicho: «Sí, es un masón de marca mayor». «¿Por qué, si era masón y la masonería era una institución benéfica, no mejoraban las instalaciones del Hospital?» Su cama crujía. Él no se movía en absoluto y, a pesar de ello, crujía. El subdirector repetía siempre: «Lo que quieren es que todo funcione mal para desprestigiar al Gobierno».
De repente cortaron la comunicación entre su cuerpo y el de Dimas. Volvía a ser él, solo e independiente. Pensó: «Yo, Ignacio Alvear, abogado, consultas de 3 a 7». Se levantó, le ayudaron. Se lavó las manos. Se miró al espejo. Sentía vértigo. Oía murmullos a su lado, como si un enjambre de monjas hablara de él.
Al llegar a su casa, Carmen Elgazu le preguntó:
– ¿Qué tienes, hijo mío? ¿Te sientes mal?
– Nada, nada.
Matías dijo:
– Una indigestión de bachiller.
Pilar intervino:
– Mamá, mamá, hazle un plato de crema. -Luego añadió-: Y pon un poco para mí. Yo también he tenido buenas notas.
En el plato de crema se encendieron seis velas, los seis cursos de Bachillerato. Ignacio sentía vértigo. Las miró y le pareció que volvía a hallarse en la procesión. Le pareció que oía campanas y que llevaba capucha. Le pareció que su padre, al servirle, le miraba y levantaba el índice de la mano izquierda. Entonces él contestó, con naturalidad:
– «Neumáticos Michelin.»
Luego llegó el telegrama de César. Y al día siguiente del telegrama, César en persona.
¡Santo Dios! No parecía el mismo. ¡Cuánto tiempo sin verle! Su presencia espiritual, flotando durante todo el invierno por el piso, era más real que la de ahora, que su presencia física, que a todos les había desconcertado.
¿Era César, el hijo, el hermano? Alto, increíblemente alto, más que Matías, más que Ignacio, ojos profundos, más alegres que antes, más reposado en sus movimientos. Tenía mejor aspecto, parecía más fuerte. Ya a nadie se le ocurriría llamarle pájaro.
La familia le rodeó, como siempre. ¡Hijo! Tuvo que contar, que contar. También había obtenido buenas notas. La familia se sentía completa con él. Presidió la mesa. Se habló, largo rato, mientras afuera, en el río, el día iba cayendo. Llegó un momento en que casi estaban a oscuras en el comedor y no se habían dado cuenta. La montura de plata de los lentes de César iluminaba la estancia. Y sus ojos. Y los ojos de Carmen Elgazu, y las manos de ésta asiendo de vez en cuando las de César, por encima de la mesa. Y las sienes y el bigote de Matías Alvear.
– ¡Ya vuelvo a estar aquí! Gerona… Y ya tengo cuatro cursos… Ahora, todo el verano…
– ¿Qué tal el viaje? ¿En un camión de alfalfa?
– No, este año no.
Era eso. Se hablaba por años.
– ¿Y qué tal la navaja…?
– ¿La navaja…? ¡Uy! Un éxito. La gente que he afeitado…
– No me irás a decir que has afeitado a las monjas -dijo Matías.
– ¡Jesús! -exclamó Pilar.
César los miraba a todos. Sí, en ese año estaba más presente. Los reconocía con mayor precisión. A sus padres los encontraba un poco envejecidos. A Ignacio, no. Era el mismo, un poco más pálido. En cambio, Pilar… El cambio de Pilar le impresionó mucho. «¡Pero si estás hecha una mujer!»
– Fue en San Feliu, gracias a aquellos baños…
– ¡Anda, dejad los baños! -cortó Carmen Elgazu, riendo-. Que volveríais a hablarme de las calabazas.
César recorrió el piso. Miró afuera, al río. Entró en el cuarto de Pilar.
– ¿Ahí fue donde pusiste el belén…?
– Sí. Ahí.
– Y esa revista, ¿qué es…?
– Nada. Me la dio Nuri. Es de cine.
– ¿De cine…?
– Sí. «Rey de Reyes».
César abrió la puerta de la alcoba de sus padres, sin entrar. Luego entró en su habitación, en la de Ignacio. El armario, con dos anaqueles preparados para su ropa interior. Su silla. Su cama intacta. ¡Con algo reclinado en la almohada! Una pluma estilográfica, idéntica a la de Ignacio.
Pilar le dijo:
– Ya sé dónde te la pondrás cuando lleves sotana. -Y se señaló el centro del pecho, entre botón y botón de vestido-. Como mosén Alberto, sujeta con el clip.
La llegada de César no alteró el ritmo de la ciudad; porque el verano estaba ahí, y con él la tregua. La gente se dispersaba en playas y montañas. Julio, en el Neutral, le decía a Ramón, el camarero:
– ¿Y tú dónde te vas? ¿A Estambul, a Vladivostok…?
Pero en cambio alteró el ritmo de la casa. Pilar le decía: «¿Sabes…? Ya me he despedido de las monjas. El mes próximo empiezo el corte». Carmen Elgazu la interrumpía: «Bien, Pilar. Pero no grites tanto, que César no es sordo».
Matías se sentía feliz. Presentía grandes caminatas, junto con César, al río, a pescar como en el verano anterior. Ahora ya le reconocía de nuevo. César ya volvía a formar parte de él. En Telégrafos había dicho: «Tengo al obispo aquí». Matías no decía de alguien o de algo «que lo tenía aquí» hasta que lo sentía moverse en el centro exacto de su pecho.
Quería saber si llevaba cilicio… Varias veces, al pasar le había puesto como por casualidad la mano en la cintura. Pero no lo sabía seguro. César no había expresado dolor ninguno. Sin embargo, era capaz de disimular hasta tal extremo.
Mosén Alberto, que desde la discusión con Ignacio había espaciado las visitas a la familia, volvió. Y le tiró de las orejas a César diciéndole: «Bien, chico. Encontrarás novedades en el Museo».
César le preguntó:
– ¿Podré ir al cementerio?
Mosén Alberto le contestó:
– Mientras no exageres, podrás ir a todas partes.
Julio también subió al piso a saludarle.
– ¡Caramba, chico! Has crecido, te estás elevando. ¿Qué, qué tal las pelotas de tenis? -Le dijo que había comprado varios discos de música religiosa, que le invitaba a oírlos.
César quedó asombrado. No sabía por qué, pero suponía que sólo era registrada en discos la música profana.
– Un día iremos todos a oír eso -intervino Matías, acudiendo en su ayuda.
Julio, partidario de la Ley de Contratos de Cultivo de la Generalidad, admirador de los artículos de Casal en El Demócrata, experto en suicidios y hombre convencido de que el fascismo era uno de los mayores peligros de la era moderna, sentía en presencia de César «algo» especial. Le consideraba demasiado humilde. Entendía que la Religión creaba este tipo de ser, previamente derrotado. Un día le había dicho a Ignacio, hablando del incremento del atletismo: «Vas a ver dentro de unos años. Un grupo de esos obreros morenos, fuertes, con buenos puños y conociendo la técnica del jiu-jitsu. ¿Qué podrán en contra esos pálidos muchachos de la Congregación Mariana o los de Acción Católica?» En presencia de César se reía. Las orejas de éste y sus movimientos de asombro le hacían tanta gracia como al Responsable los pelos como lanzas del señor Corbera. Le daban ganas de sentarse encima de su rapada cabeza y de dar varias vueltas sobre sí mismo. «Dele café a su hijo -le decía a Carmen Elgazu-. Mucho café.»
Ignacio notaba que su hermano había cambiado, que era más hombre.
– ¿Es que has estudiado mucho? -le preguntó.
– Sí. Bastante.
Era cierto. Había dado un gran salto. Hasta aquel curso tenía ideas muy vagas sobre las cosas. De repente, se hubiera dicho que el profesor de latín le había iluminado el cerebro. Empezaba a tener una visión precisa de la configuración del Universo y se había formado un cuadro sinóptico embrionario, pero exacto, de la historia de los cinco continentes, en los planos físico y humano. Respecto al pensamiento, sin haber llegado aún a los cursos de Filosofía, que empezarían con el quinto de la carrera, por reflexión, conversaciones oídas y alguna lectura, parecía estar en condiciones de defenderse discretamente. De Apologética andaba preparado.
Probablemente Julio se hubiera llevado una sorpresa si le hubiera hablado del libre albedrío o de la legitimidad de la confesión. Y si Cosme Vila le hubiera preguntado: «Bueno, ¿cómo es posible que los ángeles se rebelaran si eran espíritus puros?», probablemente César habría desplegado ante él, con sorprendente facilidad, una teoría verosímil y ceñidamente ortodoxa.
De todos modos, lo importante en César continuaba siendo no su cerebro, sino su corazón. Más grande si cabe. En el Collell se había convertido en una institución. Los internos de pago habían acabado por rendirse a su sencillez, y excepto el pelirrojo, que continuaba destrozando la almohada cada noche, y algunos cínicos por costumbre, todos le trataban con afecto.
Poco a poco les fue contando su vida en aquel invierno. Resultó que un buen día -en noviembre creía que fue- las Hermanas le reclamaron para que las ayudara en la enfermería. Dos días por semana tuvo que ir. Tuvo que vencer muchas repugnancias: los tumores daban náuseas, la sangre le mareaba y cuando alguien tosía de cierta manera le parecía que le iba a contagiar todos los microbios. Pero el ejemplo de las monjas lo estimuló. Aquel año hubo muchos enfermos. Aprendió a jugar a las damas para entretenerles, y un poco al ajedrez. Un detalle en contra suya: jamás aprendería a poner inyecciones. Torció no sabía cuántas agujas, arrancó muchos ayes que hubieran podido ser evitados. Varios enfermos habían levantado la cabeza y le habían llamado «monstruo».
El día del cumpleaños de Ignacio lo había celebrado con otro de los criados, jugando una partida de pelota a mano. Perdió -21-18-. Dieciocho, los años de Ignacio…
El cumpleaños de Pilar -quince, ¿no era eso?- lo celebró también, comiéndose un pastel magnífico que le preparó la directora de la enfermería. Por cierto que la monja jugaba a las damas como nadie.
Etcétera.
Todo lo que contaba era importante para la familia. Carmen Elgazu le escuchaba viendo en cada una de sus palabras la gracia de Dios, la lengua del Espíritu Santo. Se convencía cada vez más de que, de parecerse todo el mundo a César, no ocurriría todo lo que estaba ocurriendo, no se celebrarían en Barcelona aquellas terribles manifestaciones de protesta, ni empezaría a sonar la palabra «revolución», ni el campo entero andaluz se declararía en huelga, dejando pudrirse tos frutos al sol, dejando morir de sed al ganado en las cuadras.
César hablaba lentamente, y de repente se retiraba a su cuarto a rezar. Rezaba y procedía a su cotidiano examen de conciencia. Y se decía que debía establecer su plan de acción para el verano.
¡Válgame Dios! Algunos de los proyectos que tenía eran fáciles de llevar a cabo: volver al cementerio, a la calle de la Barca, agrupar de nuevo a los niños en aquel vestíbulo fresco, de ladrillos rojos -4 x 4, 16-. Fácil todo eso, porque ya rompió el hielo el año anterior. Fácil ir al Museo, a esperar algún turista inglés con pantalón corto. Pero llevar a cabo otro de sus proyectos… Dar con las catacumbas, por ejemplo… Volver a Ignacio al buen camino…
Esto último era lo principal. No bastaba con que Ignacio guardase su compostura y hubiera aprobado el último de Bachillerato. Era preciso sanear su corazón. Su madre le había contado en una carta la tremenda escena que tuvo con mosén Alberto, en la que Ignacio dijo cosas tan graves, y en otra lo nefasta que resultaba para él la influencia de David y Olga, «maestros que en vez de decir Dios decían no sé qué substancia cósmica o fuerza, una substancia que ellos consideraban muy grande, pero que ella, Carmen Elgazu, consideraba muy pequeña».
Pensaba en los consejos de su profesor de latín, siempre gran conocedor de las almas. En primer lugar, rezaría. ¿Cómo no confiar en la plegaria? Era infalible. Luego… daría ejemplo. Los actos. Hablar hablaría poco. Ya casi se arrepentía de haber hablado tanto en el comedor. Además de que con Ignacio llevaría las de perder, pues destruir una teoría es siempre más fácil que construirla. Ahí estaba Julio como ejemplo vivo. Luego… no sabía. Ya vería. Pero era preciso salvar a Ignacio. Y a Pilar. Porque aquella revista de cine…
Había que cuidar de la familia, era lo básico. Y luego… el proyecto íntimo, secreto, sobre el que todavía no se había confiado con nadie: aprender el oficio de imaginero.
¡Exacto! Esto era importante. Entrañable proyecto, que no obedecía a impulso temperamental, pero sí a algo rigurosamente meditado. César se decía: «Aparte de consagrar, ¿qué cosa podía existir más hermosa que crear con las propias manos imágenes religiosas, de santos, de mártires, de la propia Virgen, del mismísimo Cristo en la Cruz?» ¡Cuántas veces había pensado en ello! Sentíase incapaz de crear el original, pero no de trabajar en su ejecución. ¡Y pintar las copias luego, la túnica de tal color, las sandalias de tal otro, mucho cuidado con los ojos, oro en la corona! Tenía ideas muy personales a este respecto. Se había informado. La mayor parte de las imágenes que circulaban por el mercado eran indignas de lo que representaban. En la provincia había grandes fábricas, en Olot, que, al lado de modelos decorosos, lanzaban series sin ningún respeto. Él pensaba entrar en uno de los dos pequeños talleres existentes en Gerona, y proponer una reforma total. ¡Atención a la Hagiografía y a la Liturgia! Se pueden interpretar simbólicamente la verdad, sobre todo cuando hay que erigirla en símbolo. ¡Pero, cuidado, cada caso es arte mayor! ¡Cuidado con aquellas imágenes del Niño Jesús tierno, regordete, de ojos azules abiertos de par en par y una piernecita al aire! Mosén Alberto le ayudaría para que le admitieran en un taller de Gerona, durante las vacaciones.
Ignacio, liberado de la preocupación del Bachillerato, se sentía libre y fuerte. Su pensamiento volaba… También él acariciaba un proyecto: pasar las vacaciones en el mar, con David y Olga…
Los maestros iban a partir de un momento a otro, con dieciocho alumnos, chicos y chicas, a San Feliu de Guíxols, cuyo Ayuntamiento les había cedido generosamente un edificio situado en un promontorio al oeste de la bahía, junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Una especie de hotel deshabitado, entre pinos.
Le habían propuesto a Ignacio: «¿Por qué no te vienes con nosotros? Si tus vacaciones coincidieran…» Aquello tenía una ventaja: le saldría muy barato, entraría en el presupuesto colectivo. Muy importante teniendo en cuenta que la incorporación de César desequilibraba todos los veranos la economía familiar.
Ignacio habló de su proyecto con César. Porque, de repente, al ver a su hermano tan servicial y atento, le entraba una ráfaga de cariño por él, y entonces le hacía confidencias de todas clases, a veces innecesarias. César, en estos casos, se sentía poseído de una gran responsabilidad y medía mucho sus palabras. En realidad, a él le resultaba más cómodo rezar y dar ejemplo.
El día en que Ignacio le comunicó que buscaba novia, César se aturdió. Sonrió y se tocó las gafas. «En eso, ¿sabes…? Yo…» Ignacio se echó a reír. Le tiró de la oreja. «¡Ah, tunante! ¿Estás seguro de que no has pensado nunca en eso?» Luego se arrepintió de esta insolencia.
Otras veces le hablaba de los acontecimientos políticos y sociales, para ver hasta qué punto llegaba su incapacidad de adaptación en este terreno.
– Ya sabes que hay gran agitación, ¿no?
– Sí, eso decían en el Collell.
– ¿Sabes lo de Andalucía, la huelga…?
– Concretamente eso…no, no sabía.
– Pues… ya llevan varias semanas. Se están pudriendo hasta las azadas. Incluso en las ganaderías de reses bravas se hace huelga.
César parpadeaba.
– Así, pues, si dura mucho no habrá ni siquiera corridas de toros.
– ¡No digas eso, que Raimundo el barbero se desmayará!
Luego Ignacio continuaba:
– ¿Y lo de Cataluña, te das cuenta de lo que puede significar?
– Pues… algo de la autonomía.
– ¡Sí, sí! Quieren la independencia completa antes de fin de año. Verás cuando la gente regrese de las vacaciones.
– ¿Y por qué la independencia?
– Mira. Son así. Ahora piden el traspaso de las contribuciones territoriales a la Generalidad y que la policía sea de la Generalidad.
César movía la cabeza. ¿Qué diferencia había en que las contribuciones fueran de un lugar o de otro?
A veces a Ignacio le entraba un sentimiento de superioridad y se complacía anonadándole con datos y asustándole. Le decía que en Asturias y Madrid las organizaciones obreras repartían armas a todos sus afiliados.
– Sí, César. Se habla de revolución…
Entonces César miraba a Ignacio con fijeza, a la estrella del belén que pendía de los barrotes de la cama, y como quien hace un descubrimiento decía:
– Todo esto es lógico, ¿no te parece? Mira, mira aquí. Vas a ver. -Y tomaba la Biblia de la mesilla de noche, hojeándola con familiaridad. Finalmente la abría en las Lamentaciones de Jeremías o en el Apocalipsis de San Juan-. Escucha, fíjate:
«Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, y en el reino de los cielos, y en la tolerancia de Cristo Jesús; estaba en la isla llamada Patmos por causa de la palabra de Dios, y del testimonio que daba de Jesús. Un día de domingo fui arrebatado en espíritu, y oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, que decía: "Lo que ves, escríbelo en un libro, y remítelo a las siete iglesias de Asia… Diles que se verán en gran aflicción si no hicieran penitencia de sus obras". Y a la iglesia de Sardis: "Sé vigilante, porque yo no encuentro tus obras cabales en la presencia de Dios". Vi, pues, cómo salía otro caballo bermejo; y al que lo montaba, se le concedió el poder de desterrar la paz de la tierra y de hacer que los hombres se matasen unos a otros, y así se le dio una grande espada.»
Ignacio se sentía algo molesto. ¿Por qué aquel lenguaje? Caballos bermejos, espadas… César entonces abría en las páginas de los Salmos o en la Carta Católica de Santiago el Menor:
«Bienaventurado aquel hombre que sufre la tentación, o tribulación, porque después que fuere probado, recibirá la corona de!a vida, que Dios ha prometido a los que le aman.»
David, Olga y sus alumnos se marcharon el 20 de julio. Un mes en la playa, en San Feliu de Guíxols.
El notario Noguer se fue a Camallera, don Santiago Estrada a Mallorca con la familia. «La Voz de Alerta» a Puigcerdá, donde junto con unos amigos quería fundar un club de golf. Don Jorge, esposa, hijos y criadas se instalaron en una propiedad a los pies de Nuestra Señora del Mont, desde la que se divisaba la inmensa llanura del Ampurdán, los Pirineos a la izquierda, al fondo el mar. Los Costa cerraron sus establecimientos industriales, pusieron autocares a la disposición de sus obreros y ellos se fueron al Norte, a comprar hierro. Mosén Alberto aceptó la invitación del notario Noguer y esposa y se fue también a Camallera, donde pensaba, junto al ciprés del jardín, escribir un nuevo catecismo, ilustrado, en el que quedara muy claro el ejemplo dado para explicar la Trinidad: «Así como un árbol que tiene tres ramas…»
Ignacio se reuniría con David y Olga en San Feliu de Guíxols, en el edificio entre pinos, el primero de agosto, fecha en que comenzaría las dos semanas de vacaciones que le correspondían.
En Gerona quedaría poca gente: Carmen Elgazu, Matías Alvear, César, Pilar, los locos de Salí, los enfermos del Hospital, los chicos del Hospicio. Y todo el barrio de la Barca en pleno, sin recursos para viajar.
También por este motivo Pilar empleaba la palabra revolución. La muchacha quería armar una revolución en casa, porque Ignacio se iba quince días al mar y ella no; pero Ignacio le paró los pies. «¿De qué te quejas? El año pasado estuviste tú, con el pretexto de los granos y demás.»
Otra de las personas que se quejaban era doña Amparo Campo. Julio tampoco quería llevarla a ningún sitio. Julio le dijo: «No puedo abandonar Jefatura. Destituirán al Comisario de un momento a otro y he de permanecer aquí». Doña Amparo Campo, que en la playa hubiera podido exhibir la redondez de sus brazos, se llevó un berrinche.
– ¿Qué haré, pues, todo el verano? ¿Salir con la tortuga?
Encontró a Carmen Elgazu en la pescadería y le dijo:
– ¿Qué hace Ignacio…? No le veo casi nunca. Dígale que me aburro. Que venga a verme alguna vez.
Y, sin embargo, doña Amparo Campo y todos los que se quedaran en Gerona y quisieran exhibir sus brazos, podrían hacerlo: el 30 de julio se inauguraría la Piscina Municipal.
Gran acontecimiento. Había gente que consideraba aquello una profanación y la pérdida definitiva del silencio en la Dehesa. Porque la piscina, situada al norte, en el llamado Campo de Marte, además de agua corriente, trampolín y duchas… ¡dispondrían de pista de baile, con altavoz!
El Tradicionalista preveía un alud de escenas indecorosas; por el contrario, los centros deportivos de la localidad lo consideraban un gran adelanto. En el Banco se sabía que los Costa eran accionistas de la Piscina, y que Julio había intervenido de algún modo en su realización. Carmen Elgazu, al saber que el policía se hallaba vinculado a aquel asunto comentó: «Claro, la cuestión es pervertir la ciudad. Si pudiera, pondría piscinas en cada iglesia». Por su parte el subdirector la llamaba la piscina masónica. No sólo porque sus autores eran los arquitectos Ribas y Massana, de quienes aseguraba que formaban parte de la Logia de Gerona, sino porque, a su entender, la propia arquitectura, cubista, lo revelaba, sin dejar lugar a dudas. «Sus líneas recuerdan perfectamente los símbolos geométricos de la masonería.»
Y no obstante, a Ignacio todo esto le tenía sin cuidado. Lo que ocurriera en la piscina no le interesaba para nada. El uno de agosto tomó el tren pequeño, después de despedirse de todos y de oír mil consejos de Carmen Elgazu. Matías, en la estación, le dio una pequeña suma de dinero diciéndole: «Tú mismo, hijo. Sin hacer el ridículo, devuelve lo que puedas». Ya se encontraba en San Feliu, en el edificio cedido por el Ayuntamiento a David y Olga, junto a la torre del Salvamento de Náufragos.
Los halló a todos muy bien instalados. Los niños en un ala del edificio, las niñas en la otra, los maestros arriba. El hotel era blanco, con una terraza que dominaba la bahía entera, pues por aquel lado el bosque de pinos clareaba.
El orden interno de la Colonia -la colectividad había adoptado este nombre-, era perfecto. Al toque de diana eran levantadas las camas y en su lugar se instalaban las mesas que luego servirían de comedor. Todo por turno riguroso: ayudar a la cocinera, limpieza, bajar al pueblo a comprar. Los propios alumnos cuidaban de todo, excepto de la administración y la cocina. Para servir la mesa, las niñas reclamaron la exclusiva.
Lo primero que hizo Ignacio fue esperar a que llegara la noche para irse solo al rompeolas y contemplar el mar, que apenas había visto desde que se marchó de Málaga, y escucharlo hasta que su corazón se sintiera satisfecho. Así lo hizo. Y apenas llegado a él, reclinado en la barandilla, bajo el faro que giraba silencioso, le pareció tan hermosa el agua que le rodeaba por todas partes, y la quietud, y el cielo que se extendía de punta a punta sobre su cabeza, que tuvo la impresión de que rompía con su pasado, con el Banco, con Gerona, casi casi con su Bachillerato. Se dijo que ya nunca más tendría preocupaciones de sociedad, de dinero, de trabajo, de conciencia. Su vida iba a ser, ya para siempre, aquel rompeolas, aquella quietud, aquel faro que giraba silenciosamente. Con la espuma que le llegaba se mojó la frente y las sienes. Y respiró hondo. Y allá quedó al paso de las horas, isla humana, pensamiento, volviendo de vez en cuando la mirada hacia el pueblo, cuya bahía, a lo lejos, resplandecía de luces porque era la Fiesta Mayor. Una de estas luces titilaba al viento junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Era el faro del edificio en que él viviría aquellas dos semanas, en compañía de los alumnos y sus maestros.
David le había dicho:
– Llévate el slip. Un baño a medianoche es incomparable.
Olga había replicado:
– ¿Para qué? Mejor aún bañarse desnudo, sobre todo hoy que hay luna.
Siguió este último consejo. A las doce en punto regresó del puerto, descendió a la playa y se echó al agua. La primera sensación al subir a la superficie y hallarse solo fue la de vivir un momento absoluto, de entera plenitud. El agua en la noche le producía un inédito placer en la piel, un ritmo jubiloso en la sangre, una rara claridad intelectual que le capacitaba para recibir cualquier mensaje que viniera del mar. Pero, de repente, advirtió hasta qué punto era total su soledad. Entonces le pareció que la marea subía, que las sombras de las barcas ancladas a su alrededor cobraban vida. Un miedo inexplicable le invadió. Por dignidad dio unas brazadas aún, pero sin dejar de mirar la mancha que el montoncito de su ropa hacía en la arena de la playa. Esta mancha era el único cordón que le enlazaba con el mundo, su única seguridad. A pesar de lo cual oyó, bajo sus pies, extraños chasquidos emergentes de ignotas lenguas submarinas. Y al mismo tiempo un escalofrío en las piernas, como un calambre. Sin dejar de sentirse feliz por todo ello resopló un instante y, deslizándose sin hacer ruido, se dirigió a tierra. Luego marchó con lentitud a la Colonia.
Al día siguiente entró en tromba en la vida de la Colonia y en la vida de San Feliu. Por la mañana la comitiva, niños y niñas, bajaban a la playa, precedidos en lo alto por constelaciones de cometas. Ejercicios gimnásticos, y luego el baño. Olga llevaba un maillot blanco y nadaba a la perfección, escoltada por los mayores de la clase. A veces desaparecía bajo el agua y surgía al cabo de un rato mucho más lejos, no sin que David se hubiera llevado un buen susto. Algunas de las niñas se tendían en la playa y los chicos las iban cubriendo de arena.
Por la tarde, excursión, bordeando la costa, por entre los pinos, salpicándola de comentarios sobre la vida de los veraneantes en sus residencias. Hacia el atardecer, lección de tema vario y luego trabajo manual. Cuadritos tallados en madera y, sobre todo, en corcho, que era lo peculiar del país. Olga enseñaba a las niñas a hacer muñecas. Unas muñecas de trapo muy expresivas, con el esqueleto de alambre. Un amigo de David, compañero de promoción, que ejercía en el pueblo, había ido a visitarlos. Tocaba la guitarra y aportaba un fondo sentimental al corcho y a las muñecas. Cuando el sol se ponía, todo el mundo, sentado, asistía a su muerte con la mirada, sobrecogido el ánimo ante la grandeza de la hora y el tono violento -morado y escarlata- en que se resolvía la inmensidad del cielo. Luego se encendía una hoguera y se cantaba.
Ignacio no perdía detalle de las reacciones de los alumnos. Quería aquilatar de cerca los resultados del Manual. Todavía era temprano para emitir un juicio sobre ellos. Por de pronto, llevaban once días allí, a todos les había tostado el sol. Tal vez sus ademanes y su mirar revelaran cierto sensualismo. «¿Por qué cubrían de arena las piernas y el vientre de las chicas? ¿Por qué empleaban un vocabulario superior al que les correspondía por la edad?» Debía de ser la distensión que creaban las vacaciones. Santi, el chico de los enormes pies, era muy grosero. Era incomprensible que David y Olga le prefirieran. «¿Qué virtudes tendría ocultas? O tal vez le prefirieran por caridad…»
De todos modos, se dijo que no se encontraba allí para escarceos psicológicos. Lo mejor era salir él solo a la buena de Dios, bajar por su cuenta al pueblo de San Feliu, centro veraniego de la región. Ninguna idea preconcebida, ningún plan concreto. Mirar y gozar de la alegría del mar, del cromatismo de la Fiesta Mayor.
¡Válgame Dios, pronto comprendió la expresión de los ojos de los chicos! Toda la playa, y especialmente la zona acotada por una valla -donde iba la gente de pago-, era un milagro de muchachas hermosas. Le habían dicho muchas veces que las mujeres en el mar no hacen ninguna impresión, que la excesiva desnudez atenúa el misterio. Ignacio pensó que en San Feliu no ocurría nada de eso, todo lo contrario. Las chicas tenían, o bien aire de languidez que atraía irresistiblemente, o bien daban una sensación de plenitud, de belleza y fuerza que encandilaba los ojos. Aparte las consabidas deformidades y raquitiqueces, que por lo demás cuidaban muy bien de no exhibirse demasiado, de esconderse entre las barcas.
Pronto comprobó un hecho: el nivel de belleza era muy superior entre la gente que se bañaba en la zona de pago. Sería absurdo negar aquella evidencia. ¡Qué se le iba a hacer! Como reconocía Julio, la elegancia era un hecho humano anterior a las teorías democráticas.
Ignacio se dijo: «He de bañarme en la zona de pago». Pero tenía presente la advertencia de su padre: «Gasta lo menos posible». Así que se decidió a usar de un ardid corriente para cruzar la valla sin pasar por la taquilla: la vía marítima.
Esperó a que se bajaran a la playa los niños de la Colonia, se desnudó, dejó la ropa al cuidado de uno de ellos, se internó en el mar y luego, nadando, cortó en diagonal hacia el terreno acotado. Una vez allí nadie le pidió explicaciones y usó de todos los privilegios como los demás.
A media mañana, de una de las casetas, pintarrajeada de líneas blancas y verdes, salió un hombre con un inmenso balón azul, balón que en seguida revoloteó por entre los bañistas levantando gran algazara. Era un hombre que se movía con sorprendente naturalidad. Cuerpo atlético, aunque ya de hombre maduro. Fumaba en un larga boquilla. Se hizo el amo, sin que nadie se preguntara por qué. Ignacio movió la cabeza varias veces consecutivas, pues reconoció en él al comandante Martínez de Soria.
Minutos después, una muchacha de extraordinarios ojos verdes, con gorro de goma que le minimizaba la cabeza, se dirigió hacia Ignacio con ademanes coquetos y, viéndole algo apartado, le mandó el inmenso balón azul. Ignacio quedó en suspenso. Temió que el balón, resbaladizo, le jugara una mala pasada, lo cual sería grave, pues todo el mundo le estaba contemplando. Concentrando todas sus fuerzas, dio un enorme salto, emergiendo del agua hasta medio cuerpo. Luego pegó un puñetazo. Su proeza debió de ser algo verdaderamente fuera de serie, pues todo el mundo aplaudió; a la muchacha no la veía porque había quedado tras la masa azul del balón.
Pasó todo el resto de la mañana en estado febril, dándose cuenta de que hacía teatro, en honor a aquellos ojos verdes que no se apartaban de su piel. La muchacha era de una belleza que barría todo cuanto había conocido antes. Entonces le asaltó un pensamiento cómico: si se marchaba nadando, ella descubriría que había entrado fraudulentamente en las zonas de la elegancia. Alguna amiga le diría: «¡Ya ves! Debe de ser un pescador».
Tenía plena conciencia de lo mezquino que era aquello. Pero algo superior a él le retenía en la arena. Hasta que, muy tarde, la muchacha entró en una caseta y salió vestida. Al pasar a su lado dijo: «Adiós». Él se levantó y correspondió al saludo. Minutos después volvía a sumergirse en el mar para cruzar la zona acotada.
En realidad no tenía idea del tiempo transcurrido. A medida que se acercaba al lugar iba mirando la playa, casi desierta. ¿Y los alumnos? ¿Y su ropa…? No veía a nadie. Por fin descubrió, sentado en una barca, solo, inmensamente solo y aburrido, al chico al que había confiado sus pantalones, su camisa, sus alpargatas.
Ignacio se sintió avergonzado. Salió del mar empapado de agua y Chorreando de vergüenza.
– Pero… ¿qué hora es?
– No sé. Las tres y media, creo.
– ¡Oh, pobre chico! Lo siento de veras.
Miró al niño. Tenía expresión inteligente, tal vez un poco de soberbia.
– No habrás comido, claro…
– Empezaba a comerme las alpargatas, pero sabían mal.
A media tarde los chicos le rodeaban, no querían soltarle. Pero él se moría de ganas de bajar a San Feliu. La cordialidad de los alumnos le halagaba; sin embargo, un impulso más fuerte que él se le hacía irresistible. Se peinó en su cuarto, arriba, se mojó la cara, se secó, salió de la Colonia y, saludando a todos, se lanzó cuesta abajo. Eran las cuatro y media en punto.
Temprano, pero no importaba. Ya se oían las sardanas… En un santiamén se encontró en el llano. El Paseo del Mar estaba abarrotado. Autobuses, entoldado, cafés rebosantes, un Circo. «¡Helao, al rico helao…!» Los veraneantes de plantilla, refugiados en la terraza de su Casino habitual, contemplaban el bullicio con irónico agradecimiento.
En la orilla, una gran multitud. Se acercó: las regatas. Uno, dos, tres, ocho balandros doblaban la curva del rompeolas, tan inclinados que parecía que de un momento a otro se decidirían a tenderse horizontalmente en el agua. Sin embargo, de repente se erguían, avanzaban como flechas en dirección a la meta, situada en zona de pago. Cada balandro llevaba un experto y una venus, ambos destacándose contra los macizos acantilados de Garbí, enormes, a la derecha de la bahía.
Ignacio se dejó ganar por el espectáculo. ¡Hermoso combate! Y los acantilados… Se prolongaban durante kilómetros y kilómetros, hasta Tossa de Mar. Crines rocosas de tono amarillento o rojizo, miles de pinos descendiendo en cabalgata hasta el agua, ante un mar a la vez neto y profundo. ¡Qué grandiosidad!
Reconoció a muchas personas de Gerona, que en el Paseo del Mar adoptaban aires de venir de mucho más lejos. Mujeres de color de rosa que cambiaban tranquilamente su piel. Al muchacho le parecía extraordinario que una cosa tan importante como cambiar la piel ocurriera de tan sencilla manera. Por lo demás, el Paseo de San Feliu tenía aspecto de parque familiar.
Dio media vuelta y pasó frente a los cafés. ¡Al vuelo las campanas! La muchacha de ojos verdes estaba sentada con una amiga en el Casino llamado «de los señores», en uno de los sillones de la calzada. Ignacio, sin reflexionar un segundo, se le acercó. No sabía lo que le diría, pero no importaba. Se detuvo ante ella y renunció a todo preámbulo: puso una mano sobre la mesa y le preguntó si le había hecho daño con el balón azul. Ella le contestó que sí, e inclinándose ligeramente le mostró un exquisito corte que tenía sobre una ceja. Ignacio, entusiasmado, le pidió permiso para quedarse a su lado hasta que la herida hubiera cicatrizado. Ella hizo un mohín inteligente y gracioso, y señaló un sillón a su izquierda. Luego presentó.
– Mi amiga «Loli». Yo me llamo Ana María.
– Yo me llamo Ignacio.
Al tiempo de sentarse, Ignacio leyó mensajes totalmente distintos en los ojos de las dos muchachas. En los de Ana María, algo espontáneo, claro como la vela de un balandro; en los de Loli una terrible sospecha: la sospecha de que él era pescador.
La muchacha le miraba con desconcertante insolencia las alpargatas -de trenzas, no de crep-, el pantalón -azul marino, no blanco-, la camisa no de seda, la muñeca sin reloj. Luego el pecho, la frente morena, el pelo negro y rizado. Acodada en el sillón, sin quitarse el meñique de los labios, remató el examen:
– ¿Qué estudias?
– Ahora empezaré abogado.
Loli sonrió. Al cabo de poco rato suspiró con absoluto aburrimiento.
– ¡Bien chicos! -dijo, levantándose-. Os dejo. -Se pegó una absurda palmada en la cabeza. Y ya de espaldas levantó la mano y la agitó-: Au revoir! -Y se alejó.
Ignacio enarcó las cejas con asombro. Ana María se quitaba algo de la solapa del vestido.
– Me parece que no le he gustado -dijo Ignacio.
– Me parece que no -rubricó ella sonriendo-. Está loca, pero es muy simpática, de veras.
Ignacio se sentía molesto. Quería poner aquello en claro, pero Ana María cortó sus pensamientos.
– Tú no eres catalán, ¿verdad?
Ignacio se volvió. La muchacha tenía una barbilla diminuta, nariz chata, pómulos salientes. Se peinaba con un moño a cada lado. Era un encanto. Llevaba un traje de hilo, muy correcto. Cuando se reía, avanzaba la cabeza en actitud de gran cordialidad.
Ignacio pensaba: todo esto es un milagro. Hablaron de cosas neutras. Dos o tres comentarios de la chica le llamaron la atención. Primero, cuando los altavoces dieron el resultado de las regatas. Ana María le dijo: «¡A ver, perdona un momento! -Y escuchó. Al oír el nombre del ganador exclamó-: ¡Ah, ja! ¡Papá rabiará!» Luego, un momento en que el sol se rodeó de rayos blancos observó: «¿A ti no te parece que el sol es poco humilde?»
Se levantaron. Entraron en el teatro guignol -un real cada uno- y se rieron como benditos con el intercambio de garrotazos entre la mujer buena y Lucifer. Luego escucharon un charlatán -limeño- que vendía relojes de pulsera por dos duros. «¡El único defecto que tienen -decía- es que cuando marcan las doce no se sabe si es mediodía o medianoche!»
La tarde se encendía. Era un momento hermosísimo, propicio a la amistad.
Un pensamiento divirtió a Ignacio. ¿Qué demonios hacía allá, al lado de una muchacha cuyos pendientes bastarían para pagar su carrera y aun sobraría para que Carmen Elgazu y Matías Alvear hicieran su tan suspirado viaje a Mallorca? «¡Qué los débiles no vayan al mar…!» Ahí andaba él, por el Paseo central, opinando sobre marcas de automóvil, ajeno a los suyos, que eran aquellos magníficos gerundenses que se volvían a la estación con la bolsa de la merienda vacía y la piel de la espalda arrancada a jirones.
Y, no obstante, se sentía satisfecho. Le parecía que todo el mundo le miraba. Ana María debía de llamar la atención, con sus dos moños, uno a cada lado, y las cintas de las alpargatas perfectamente entrecruzadas hasta media pierna. ¡Al diablo los escrúpulos! Tomaron asiento sobre una barca muerta en la arena, riendo sin saber de qué.
¿No quería ambiente nuevo? Ahí lo tenía.
Ana María balanceaba sus piernas. Suspiró y dijo:
– Cuéntame cosas…
Un pescador que pasaba oyó la frase. -¡Anda, hombre, cuéntaselas!
Y la hora avanzaba. El crepúsculo era grandioso. -Tienes una voz muy serena. Me gusta oírte.
– ¿De qué quieres que te hable?
– De lo que quieras.
Ignacio se irguió y quedó frente a la muchacha. La barca era muy pequeña, él se sintió mucho más alto.
Nunca había hallado un ser tan expectante. Nunca a nadie tan dispuesto a escuchar. ¿Dónde había aprendido que de repente se encuentra uno con una alma gemela, solitaria, para la cual vale la pena volcar todo cuanto se lleva en el pecho?
Se entusiasmó.
– ¿Ahora…? ¿Va…?
– Va.
Salió todo. Toda la ciencia acumulada en seis años de Bachillerato, en conversaciones con Julio, con David y Olga, con el subdirector y La Torre de Babel. Toda la experiencia de hombre nacido en Málaga, que ha llevado medias negras. De un tema al otro, sin más ilación que su voz. ¡Al diablo el pescador si es que rondaba por allá y le oía!
Habló de la Masonería. Del sistema planetario y del Apocalipsis de San Juan. De que en el mundo, mientras ella estaba sentada en aquella barca, ocurrían transformaciones: el comunismo, Hitler… En cuanto al fascismo, no se podía vigilar, como no se podría vigilar la Geometría o la concepción materialista de la Historia. Habló de la línea de los balandros, de la calidad de las piedras de Gerona, de César y del mar. ¡El mar! El milagro que más impresión le causaba -aparte el de la autorresurrección- era el de Jesús caminando sobre el agua. ¡Qué maravilla! Ana María debía de imaginar aquello: un hombre con túnica hasta los pies, cabellera venerable, deslizándose desde el rompeolas en dirección a donde ellos estaban… Sí, en el fondo todo era milagroso. Incluso Gerona. ¡Qué bien se sentía en Gerona! ¿Por qué una gran ciudad? En una gran ciudad la población aumentaba sin que se supiera cómo, los seres venían al mundo ignorándose de dónde ni de quién; en Gerona, en cambio, se tocaba la vida con la mano… Él conocía… ¡En fin! «Prefería la intensidad a la dispersión.» ¿Dónde estaba la victoria? No se sabía. En cuanto a él, cuando fuera abogado, no defendería sino pleitos perdidos. ¡De veras! Pero los ganaría. Y luego, a viajar… Le gustaría mucho Italia, luego Grecia, Egipto y, naturalmente, Rusia. ¡Los rusos se parecían tanto a la gente que ha nacido en Málaga y, luego, tomando la vida en serio! ¿No le parecía que la guitarra era más profunda que…? Olvidó decir que le gustaría ir a Palestina, aunque al parecer en el Santo Sepulcro ocurrían escenas deplorables con las parejas. Pero lo que más miedo le daba era la ciencia… La ciencia avanzaba implacable y si no se hacía buen uso de ella… Tenía un amigo que decía que llegaría un momento en que las inyecciones… Pero no. ¿Había oído hablar de Fontilles? ¿Conocía algún donador de sangre en los Hospitales? Y, sin embargo, peor aún que la ciencia era el maquinismo, el trabajo en serie… ¿Cómo amar el trabajo en tales condiciones? Un tornillo, otro, otro, todos iguales… Ningún obrero ejecutaba una obra entera, sino piezas sueltas. Como si las madres parieran a los hijos una un brazo, otra la pierna, otra la cabeza. Aunque luego todas las piezas casaran, ¿qué? Ya no sería el hijo. ¡En fin! Todo aquello no importaba. Lo importante era ser hombre, avanzar. Avanzar era lo que él hacía. Adelante en la carrera. Ahora pasaría quince días soñando… Luego, otra vez la realidad. Y en cuanto al amor… la verdad es que entendía muy poco… Un cuello de cisne, una Dama de Honor… Si bien ahora, de repente, no sabía lo que le había ocurrido. Llegó un balón azul, por vía marítima, y ¡zas! parecía que le había hinchado el corazón.
Ana María apenas podía respirar. Sus piernas habían quedado inmóviles. Además, acababa de darse cuenta de que la barca se llamaba también Ana María, que Ignacio la había elegido sin que ella se diera cuenta.
– ¿Quién eres tú? ¿Quién eres? Nunca nadie me había hablado así. A Ignacio le parecía que se deslizaba sobre el agua…
– Y, sin embargo…
Oscurecía. A la chica le entró una especie de temor. Abandonó su asiento y rogó:
– Vámonos.
Él la siguió, sin oponer resistencia. Cruzaron el paseo en diagonal sin hablar. De repente, Ana María se detuvo. Le miró con fijeza. Iba a decir algo y no podía. Por fin musitó: -Tengo que dejarte. -¿Ya…? ¿Por qué?
– Es tarde. Pero te veré esta noche en el baile, espero…
– ¿Baile…?
– Sí. ¿No quieres? Ahí en el Casino… Ignacio preguntó: -¿Al aire libre? -No. ¡Bueno! Creo que habrá estrellas… en el techo.
– ¿A qué hora empieza?
– A las once.
– Muy bien. Allá estaré.
Se estrecharon las manos. No podían separarse.
– Estoy muy contenta de haberte conocido.
– Yo más que tú.
La vio alejarse. ¡Era cierto! El corazón pedía paso, tenía ganas de chillar y de dar saltos.
Las barcas de pesca se hacían a la mar. Una tras otra eran botadas espectacularmente. Sus pequeños motores estremecían al agua. El gran ojo del faro se encendió.
Al llegar a la Escuela, contó todo lo ocurrido. David comentó: -Todo eso está muy bien, pero… ¿sabes que para entrar en el Casino es obligatorio llevar smoking?
Querido hijo: Suponemos que estás bien y que te diviertes mucho, ¡Duro, aprovéchate! ¡Ah, si yo estuviera en tu lugar! Temo que perdáis el tiempo hablando de filosofías.
No te pierdas el Circo. Y párate alguna vez ante los charlatanes, que tienen mucha gracia. Sobre todo si está un tal limeño, que supongo que sí. También podrías llegarte hasta Palomos, que dicen que es un paisaje formidable.
Aquí, sin novedad. Tu madre guapa como siempre, aunque añorando las calabazas del año pasado. ¿No has oído a nadie que hablara de su tipo? ¡Ja, si lee esto me mata! Pilar dice que a ver si cuando vuelvas te acuerdas de que ella por tu santo te regaló unos gemelos, César está bien, afeitando y tal.
Bueno, nada más. Lo dicho, dicho. Escribe cada tres o cuatro días. Estoy un poco fastidiado porque se me ha estropeado la galena. Pero en fin. Ale, diviértete mucho.
Tu padre,
matías.
Querido Ignacio: No le hagas caso a tu padre, que es un fanfarrón. No sé por qué me casé con él. Yo quiero recordarte, hijo mío, que entre tantas diversiones no te olvides de Dios, que es lo que tu madre te ha enseñado, y que el domingo por poco que puedas vayas a comulgar. En todo caso, no bebas después de las doce, aunque no estés acostado.
Sobre todo no escuches demasiado a los maestros, que ya sabes el miedo que me dan. Nada más, hijo; la cena me espera. Cuídate mucho, no estés demasiado tiempo en el agua. ¿Necesitas algo? Adiós, Ignacio. No te olvides de rezar todas las noches. Escribe mucho. Tu madre te manda miles de besos.
carmen elgazu.
Luego firmaba Pilar. César ponía: Un abrazo de tu hermano en Cristo,
césar.
Otra posdata de Matías: Saluda a los maestros. Olga debe de estar hecha una campeona de natación.
Las niñas le preguntaron: «¿Quién te ha escrito, quién te ha escrito?» La letra de su padre era irónica, de viejo lince. La de Carmen Elgazu, clara, algo temblorosa. ¡Pilar hubiera podido añadir algo! Tan charlatana, y cuando tenía que escribir no se le ocurría nada.
A las seis de la tarde, Olga dio orden de recoger las cometas; acto seguido se llevó a los alumnos más jóvenes a dar un paseo por la costa. Ocho, de entre los mayores, quedaron sentados, alineados bajo unos pinos, y David se acercó a ellos con una brizna en los labios. Todos contaban más de diez años de edad.
Ignacio le preguntó al maestro:
– ¿Qué pasa hoy? ¿Hay sesión extraordinaria?
– Sí. Ya conoces la fórmula. A partir de los once o doce años, hay que empezar a hablarles en serio. Hoy -y no te rías- me oirás hacer una gran disquisición sobre materia religiosa.
A Ignacio le divirtió la perspectiva. Luego preguntó:
– Pero… ¿entienden algo de eso?
– ¡Cómo! Son muy inteligentes. Es sorprendente, te lo juro. Te lo digo para que no te extrañe el lenguaje directo que uso con ellos. Lo captan perfectamente, te lo puedo asegurar.
Ignacio preguntó:
– ¿Crees que puedo quedarme?
– ¡Claro! Te conocen igual que a mí. Además, sienten por ti mucha simpatía.
Ignacio se sentó cerca del árbol donde estaban los alumnos, reclinándose en un tronco.
David empezó su discurso de pie, junto a un mapa que se había traído de la clase y que representaba el sistema planetario. Lo había colgado entre dos ramas de pino, sujeto con pinzas de tender la ropa.
– Bien. Ya conocéis el plato de hoy. Vamos a hablar de religión.¿Os interesa?
– Sí, sí. Mucho.
– Mejor. Sólo os pido una cosa, que me interrumpáis lo menos posible, porque no es nada fácil. ¿Estáis cómodos?
– Sí, sí. Estamos muy bien.
– Pues adelante. -Y como siempre, cruzó las manos a la espalda y se levantó sobre la punta de los pies.
– Mirando al pueblo veis varios campanarios, ¿no es eso? Bien. Ya sabéis lo que significan. En todo el país los hay. Esto significa que en nuestra tierra mucha gente -incluso los padres de algunos de vosotros- son católicos. Por cierto que católico significa universal. En otros lugares, en cambio, domina el protestantismo, en otros la fe mahometana, en Asia encontramos infinidad de religiones, algunas de ellas antiquísimas… y cuyos campanarios no hay que decir son muy distintos también de los de San Feliu.
«Nosotros empezaremos hablando del Catolicismo, porque es la religión tradicional en Cataluña y España. Primero: ¿Cuántos católicos hay? Según las últimas estadísticas, unos trescientos millones. Hay, pues, trescientos millones de personas en el planeta que profesan una serie determinada de creencias. ¿Cuáles son las principales? Vamos a ver.
»Primero, creen que el Universo -y señaló el sistema planetario- fue creado de la nada por un Ser omnipotente al que llaman Dios. Que este Dios creó también al primer hombre, Adán, al que insufló lo que llaman alma, que consideran inmortal. Que el fin de este hombre en la tierra es amar a su Creador y unirse luego a Él, después de la muerte. En consecuencia, pues, para los católicos, esta vida es un simple período de prueba. Quien obre bien y muera en gracia de Dios, salvará su alma y gozará de un cielo eterno; quien peque y muera en pecado, se condenará y sufrirá por toda la eternidad junto al Ángel Malo. Éstas son las creencias principales. Las demás: revelación, Juicio… etcétera… son también importantes, pero las veremos más tarde.»Para llevar… como si dijéramos la contabilidad de todo esto, los católicos viven organizados en una comunidad llamada Iglesia -volvió a señalar los campanarios del pueblo- con un jefe que es el Papa, en Roma, y representantes en todas partes, que son los obispos, sacerdotes, etcétera… Los católicos afirman que Cristo, fundador de nuestra era, que trajo al mundo una doctrina revolucionaria basada en la caridad, era hijo de Dios y que instituyó primer Papa a uno de sus discípulos, a Pedro, al decirle: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré Mi iglesia». Desde entonces ha habido Papas, con la misión de conservar la unidad de la doctrina.
»Para conseguir esta unidad -y juntó las palmas de sus manos- la Iglesia ha ido decretando los llamados dogmas, como, por ejemplo, el de la infalibilidad del Padre Santo, o el de que los cuerpos resucitarán al toque de unas trompetas. Estos dogmas no pueden ser discutidos. Hay que aceptarlos como profesiones de fe. Esta imposición del misterio a muchos les ha parecido un método demasiado fácil.
»Naturalmente, se presentaba un problema. En la práctica, ¿cómo sabrían los fieles si obraban bien u obraban mal? Entonces se eligió el sistema de los mandamientos. Los creyentes se rigen por los mandamientos de la Ley de Dios, en número de diez, y por los de la Iglesia, en número de cinco. Como libro sagrado, adoptaron la Biblia, si bien su interpretación se reserva exclusivamente a la Iglesia.
»Ahora bien, existiendo el mal existe el pecado -mejor dicho el pecado es el mal- y existiendo el bien existen muchos grados de perfección. ¿Qué hacer? Para borrar el primero han instituido la confesión. Para ascender en la segunda, varios otros sacramentos, especialmente el que llaman la comunión, que consiste en ingerir un pedazo de pan sin levadura en el que afirman que está Cristo en persona.
»El catolicismo, pues, recoge al recién nacido, con el bautismo, le acompaña a lo largo de la vida con los mandamientos y los sacramentos, y le deja en el sepulcro con las ceremonias funerarias. Como veis, la estructura es inteligente, modélica, e infinidad de instituciones paganas se han basado en ella para organizarse.
Después de una pausa añadió:
– Esta religión tuvo un momento de gran auge en el mundo, y parecía que se iba a extender por toda la tierra. Empezó a quebrarse con los llamados cismas. Y actualmente va perdiendo más prestigio aún, pues se acusa a los Papas de haber desvirtuado la simplicidad primitiva del Cristianismo, además de que muchas de las fórmulas simbólicas que utilizaban han sido desplazadas por los avances de la ciencia.
»Otra objeción con la que han tropezado siempre ha sido ésta: si en principio sólo existía Dios, y ahora, como dije, existe el mal, ¿quién sino Dios, ha creado el mal, o lo ha hecho posible? Y siguiendo el argumento: Si Dios creó al hombre para que se salvara, ¿por qué lo somete a la prueba de la existencia terrenal, poniéndole en peligro de que se condene por toda la eternidad? Los católicos responden a esto diciendo que lo creó libre porque el hombre libre es más perfecto que no forzado a realizar el bien.
El maestro se quitó la brizna de los labios.
– ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta?
Uno de los alumnos levantó la mano.
– Yo, señor maestro. Quería saber… si usted considera que, a pesar de todas esas objeciones, hay algo de cierto. No en lo del bien y del mal, sino en lo primero que ha dicho, en lo de las creencias.
David contestó:
– ¡Ah! Chicos…creer o no creer es una cuestión de fe, no una cuestión matemática.
– ¿Por qué?
– Pues… porque hasta la fecha nada de lo sobrenatural se ha podido demostrar, y, por lo tanto, nada se sabe con certeza.
Otro alumno insistió:
– ¿Qué es lo que no se ha podido demostrar?
David repuso:
– Ni siquiera lo primero: si fue verdaderamente un Ser omnipotente quien creó el universo, o bien si, como pretenden muchos científicos, Dios no existe y es la materia misma la que lleva en sí las leyes de evolución y continuidad.
– Eso es lo más importante, ¿no?
– ¿Por qué lo dices?
– Pues, porque si Dios no existe todo se viene abajo.
– Exacto. Ya que en este caso Cristo tampoco era el hijo de Dios, y por lo tanto el primer Papa recibió unos poderes falsos, y todos sus sucesores y todo el culto y todos los templos se convierten en humo, en superstición.
– Entonces ¿si Dios existe todo queda perfectamente claro? -preguntó otro.
– Tampoco. En este caso falta saber si su hijo fue precisamente Cristo. Porque muchos otros apóstoles o profetas han pretendido serlo: Buda, Mahoma, etc. De ahí que cada religión pretende ser la verdadera.
– ¿Y si el auténtico hijo de Dios fuera Cristo?
– En este caso -insistió David- todavía faltaría demostrar si cuando dijo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré Mi iglesia», y luego: «lo que tú atares en la tierra atado quedará en el cielo» dio verdaderamente carta blanca a Pedro para organizar dicha Iglesia como lo hizo. Todo esto ha sido motivo de grandes discusiones, pues ya sabéis que Cristo, lo mismo que todos aquellos que en aquel tiempo hablaban en público, para hacerse entender usaban metáforas y parábolas.
Hubo un momento de silencio. El mayor de los alumnos preguntó:
– ¿Y lo del alma…?
David se rascó la cabeza.
– Es otro de los campos de batalla, pues no existen signos visibles de ella. Más bien las teorías modernas afirman que todo se desarrolla en el plano físico, incluso actos como el pensar.
– Entonces, si no hay alma, ¿dónde queda lo del cielo y el infierno?
– ¡Ah! Eso entra de lleno en el terreno de lo fabuloso. -Luego añadió, abriendo los brazos-: ¡Lo cual no significa que no sea cierto!
Entonces el maestro se reclinó en el tronco de un árbol.
– Ahora pensaréis: ¿qué necesidad tiene el hombre de montar estos aparatos? ¿Veis…? Este aspecto es más delicado. En primer lugar, dondequiera que se han hallado vestigios de vida humana se han hallado pruebas de que adoraban a Algo. Esto prueba un hecho concreto: que existe en nosotros una tendencia a buscar lo Superior. Claro que el origen de ello puede radicar en el miedo que el hombre siente al enfrentarse con las fuerzas de la naturaleza.
– ¿Y lo de la inmortalidad?
– Pues mira. La momificación, los objetos funerarios, las mismas estatuas, todo demuestra que también deseamos ser inmortales; aunque cabe decir que en realidad ya lo somos, pues al morir nuestra materia se transforma en otra: ceniza, gusanos, viento.
Viendo que nadie preguntaba nada, continuó:
– ¿Ventajas que puede proporcionar la religión? Los católicos afirman no sólo que es el único medio eficaz para consolar al hombre, sino el único que existe capaz de frenar sus pasiones y de inspirar leyes que permitan establecer una sociedad justa.
Hubo un murmullo general.
– Naturalmente, las objeciones que se pueden presentar, las habréis adivinado. En primer lugar, es evidente que ha habido y hay personas sin religión que han frenado sus pasiones y han sido justas. Con más mérito por su parte, pues no esperaban premio eterno. Y en cuanto a inspirar leyes de justicia, parece algo exagerado atribuirse la exclusiva. En el fondo, todas las doctrinas tienden a ser justas y universales, empezando por el anarquismo y terminando por la Sociedad de Naciones. En realidad, en este terreno lo único que importa es la posibilidad de llevar la teoría a la práctica.
Uno de los alumnos preguntó:
– ¿El Catolicismo ha sido un bien, o ha sido un mal?
David se separó del tronco del árbol. Señalando la tierra en el mapa planetario contestó:
– Históricamente encontramos, desde luego, varias influencias que hablan en su favor. Primero, propagó la doctrina de Cristo, lo cual constituyó un evidente progreso, aboliendo la esclavitud. También originó la creación de muchas órdenes religiosas que se han dedicado a la práctica del bien: como en Gerona las Hermanas de la Caridad, las Adoratrices, los Salesianos, etc. Creó misioneros que han ganado para la civilización muchas zonas distantes y difíciles -señaló Asia, América…- Y durante varios siglos los religiosos fueron los «guardadores» de casi la totalidad del saber humano, en las Bibliotecas y Universidades…
– Así, pues, ¿la religión no es un atraso? -inquirió Santi, que llevaba la camisa completamente desabrochada.
– Pues… te diré. La católica -ya que de ella hablamos- ha obtenido conquistas indiscutibles. Como inspiradora del arte, por ejemplo, desde pequeña orfebrería hasta inmensas moles de piedra… Ha llegado incluso a convertir en arte montañas enteras, con monasterios o con capillas de Vía Crucis. Sin hablar de la música litúrgica -el gregoriano es muy sutil- de las campanas. Ha propagado incluso magníficos olores -como el del incienso-, aunque también los haya creado detestables, como el de la cera.
Los chicos parecían asombrados. Entonces David volvió a reclinarse en el tronco del árbol.
– Claro, aspectos negativos los hay… -prosiguió-. Más que positivos, supongo. El Catolicismo… Es curioso que todo sea tan complicado. Por ejemplo, si hay algo sagrado es la vida humana, ¿no? Pues la Iglesia no ha dudado en atravesar a la gente con espadas si le ha parecido necesario. Ya sabéis… la Inquisición, las Cruzadas. Todo lo cual es sorprendente si se piensa que su doctrina se basa en el amor y el perdón. Luego… hay otra cosa sagrada: cumplir una promesa. Pues bien, los Papas… Recuerdo que me impresionó mucho saber que hubo una época en que en Roma todos ellos tenían mujeres y que además… ¡En fin! parece que era gente bastante animada.
– ¿Es cierto que tuvieron hijos? -preguntó uno de los chicos.
– Es un hecho histórico.
– De todos modos…
– Hay otro aspecto de la cuestión… -cortó David- que a mí me parece más negativo aún: el social. Parece ser que si se vendieran todos los tesoros que hay en el Vaticano, en España podríamos vivir varios años sin trabajar.
Hubo otro murmullo.
– Sin contar con lo de los obispados, claro…
– Pero… la religión exalta la pobreza, ¿no? -interrogó uno.
– ¡Ah, desde luego! Ahí está. Por ejemplo: encíclicas y sermones. Todos aconsejando la justicia, la caridad. En cambio, en la práctica no sé lo que les pasa: siempre se han colocado al lado de los… Iba a decir de los ricos; pero no; es más preciso decir de los poderosos.
– ¿Por qué cree usted que lo hacen, señor maestro?
– No sé… Porque son los que les pueden sostener, supongo. Aunque a mí me parece que a la larga salen perdiendo.
– ¿Por qué?
– Porque, aparte los ricos, todo el mundo se va inhibiendo. Y desde luego cuando hay revolución el pueblo se levanta contra la Iglesia, ya lo veis.
El mayor de los chicos volvió a preguntar:
– ¿Cree usted que si ahora hay revolución se quemarán iglesias y se matarán sacerdotes?
David hizo un gesto de ignorancia.
– Eso no lo sé. En todo caso, nosotros continuaremos cultivando nuestra huerta, ¿no os parece?
Todos sonrieron, echándose para atrás.
Santi inquirió:
– Señor maestro. Usted y Olga no creen en nada, ¿verdad?
David contestó:
– ¡No! Nosotros, no. Nunca. Hay muchas cosas que… ¡en fin! que no vemos claras.
– ¿Lo de los milagros?
– ¡Oh! No es precisamente eso. De todos modos, que nosotros no creamos no quiere decir que no estemos equivocados…
Varios se rieron. Uno insinuó:
– ¿Y de ser así…?
– ¿Qué? -cortó David-. ¿El infierno?
– ¡Uuuhhh…! -hizo Santi sorprendentemente animado.
– Basta. Nada de bromas. -David, dirigiéndose al interlocutor, repuso con dignidad-: Si nos hemos equivocado, ¡qué se le va a hacer! Ya somos mayorcitos, ¿no te parece?
Hubo un silencio.
– ¿Veis? -añadió- el método es inteligente: «Si os equivocáis, castigo eterno». No hay mujer que resista a tal argumento.
El de las pecas levantó la mano.
– ¡Señor maestro! ¿Me permite una cosa… que no es de la clase?
– A ver.
– ¿Es cierto que el hermano de Ignacio es un santo?
La cosa cayó bien. Ignacio le miró con simpatía.
– Eres un imbécil -rió David-. Pero, en fin, estamos en familia. Ignacio pidió, dirigiéndose al maestro y levantándose:
– ¿Puedo yo contestar… aunque no sea de la clase?
– Desde luego.
– Pues creo que sí, Rafael, que mi hermano es un santo.
David inquirió, mirando el reloj:
– ¿Tal vez un poco trágico…?
– No creas… -Ignacio añadió, reflexionando-. Depende, claro…
Entonces, por la cuesta, apareció Olga, con los menores. Cantaban algo entre los pinos; las faldas de las chicas revoloteaban.
– Basta por hoy.
– ¡Ole, ole!
Mientras en la Colonia de San Feliu Ignacio andaba pensando en cómo se las arreglaría para entrar en el baile del Casino, sin smoking -¡allí no había forma de entrar por vía marítima!-, en Gerona se sucedían pequeños acontecimientos.
Por de pronto, los anarquistas se habían apoderado de la Piscina, ante la decepción de Pilar y otras chicas que habían soñado en que se convertiría en un lugar más o menos elegante. Las hijas del Responsable ocupaban prácticamente el trono. Una llevaba un maillot azul, la otra amarillo y sus cuerpos eran sorprendentemente esculturales. Una serie de atletas pululaban a su alrededor. Ellas, sin perder la seriedad se pasaban la mitad del día en el agua o saltando desde el trampolín. El Responsable no iba nunca, consideraba que su edad era impropia de aquellas cosas.
Otro acontecimiento se desarrolló en el cerebro de un amigo de Matías Alvear: don Emilio Santos, Director de la Tabacalera. Don Emilio Santos estaba cansado de vivir solo. Así como el comandante Martínez de Soria tenía dos hijos estudiando en Valladolid, él los tenía estudiando en Madrid. El mayor preparaba oposiciones a Hacienda; el menor acababa de obtener el título de bachiller, con mejores notas aún que Ignacio. Era de la edad de éste y se llamaba Mateo. Don Emilio Santos le dijo a Matías: «Pues sí. He decidido traerme a Mateo para acá. También quiere estudiar abogado. Entonces alquilaremos un piso y por fin podré disfrutar también un poco de la vida de familia».
Don Emilio Santos era un hombre más sentimental de lo que su aspecto elegante podía dar a entender. Carmen Elgazu le quería mucho por su corrección. La blancura de sus pañuelos tenía fama. Era un gran aficionado al refranero español, del que decía que contenía en sí todo el sentido común acumulado por los hombres. Ahora vivía en una pensión humilde, en la que nunca tuvieron un huésped de su categoría. Llevaba reloj de bolsillo con cadena de plata. Pero era hombre sencillo. De sonrisa afable y peinado algo romántico. En realidad gozaba dando buenas noticias. Quería mucho a los Alvear y estaba seguro de que su hijo Mateo sería el gran amigo que a Ignacio le faltaba.
Por último, César había empezado a poner en práctica sus proyectos, los fáciles y los difíciles. Unas cosas le salieron a pedir de boca, otras le salieron mal. En el Museo no hubo contratiempo y mientras leía, sentado al fresco cerca de un ventanal, andaba pensando que Ignacio en San Feliu debía de pasar mucho más calor que él.
Más espectacular fue su entrada en la calle de la Barca. El patrón del Cocodrilo le recibió de tal suerte que quería meterle en el cuerpo un cuarto de litro de anís. César le decía: «¡No, no! En todo caso, si se empeña, déme una gaseosa». El patrón insistía en que ningún barbero que se apreciara tomaba gaseosa.
Al subir a casa del viejo Fermín se encontró con que éste había muerto. Su hija le halló un día sentado en la cama y sonriente, pero muerto. Ahora la mujer andaba liada con un limpiabotas, lo cual sumió a César en gran perplejidad.
En otras casas fue bien recibido. Y se veía que el verle tan crecido y tan hombre les inspiraba mayor confianza aún que en el año anterior. De modo que le mandaron sentar y charlaron con él. Y se lamentaban de la miseria y de las dificultades que pasaban. Varias mujeres parecieron olvidar que lo único que podía ofrecerles era una navaja y una maquinilla. Al verle tan fino suponían que tenía influencia. «A ver si consigue un empleo para el chico.» Le enseñaban avisos de multas que les habían impuesto, por no llevar placa en la bicicleta, por haber tirado basura al río. «¿No podría hacernos perdonar eso en el Ayuntamiento?» César se rascaba la cabeza. «Pues no sé, no sé… Hablaré con mi padre…» «¡Dios mío! -pensaba-. Si Julio quisiera, todo esto se lo arreglaba yo a esta gente.»
Sin embargo, en la mayoría de las visitas que hizo sintió que le recibieron con hostilidad. Algo había ocurrido que a la gente afeitarse o no afeitarse le importaba menos que antes. Debía de ser lo que decía Ignacio: el malestar político. Encontraba a los hombres sentados en el balcón en actitudes rumiantes. Algunos parecían exaltarse al ver un forastero en casa.
– Ah… ¿Viene para el viejo…? -le miraban de arriba abajo-. Oye, fíjate cómo estamos. -Le enseñaban la casa desmantelada-. A ver si hablas con tu organización, y nos echan una mano.
César no sabía qué decir, pues su organización era él solo.
Una de las dos mujeres que le regalaron la bufanda parecía otro ser. Había envejecido increíblemente. En la casa había un hombre que en el año anterior no estaba. Ella le recibió cordialmente, pero él preguntó:
– ¿Quién es ese crío?
– Pues… un chico. Un seminarista que da clases en el barrio. -La mujer añadió-: Haz el favor de respetarle.
– ¿Seminarista…?
El hombre le miró escrutadoramente.
– Oye una cosa -habló por fin, en tono de quien propone un negocio-. Ésta y yo no estamos casados. -Marcó una pausa-. Pero si el obispo quiere pagarnos un traje a cada uno y el viaje de novios, legalizaremos la situación.
Se veía que hablaba en serio. César parpadeó.
– Pues… no sé -dijo-. Yo con el señor obispo no he hablado nunca.
– ¿Cómo que no has hablado nunca con el obispo?
La mujer intervino.
– Anda. Déjale en paz. Ya le hablaré yo luego.
Todo aquello tomaba derroteros inesperados. Porque en algún lugar casi le insultaron. El patrón del Cocodrilo le aconsejó que tuviera paciencia. «Están excitados, ya lo ves. Las cosas andan mal. Se prepara una revolución.»
Revolución… Ya Ignacio se lo había advertido. ¡Ah, el Apocalipsis de San Juan! Todo el mundo hablaba de revolución. Nadie concretaba quiénes la harían ni contra quién, pero todo el mundo empleaba esta palabra, mirando con fijeza el muro de enfrente.
Se refugió en los pequeños, en las clases. Esto fue más fácil. Pronto pudo reunir de nuevo a un grupo de dos docenas, y el zaguán fresco y de ladrillos rojos estaba aún allí. Algunos chicos del año anterior habían desaparecido del barrio. Andaban de aprendices o de Dios sabe qué. Otros le reconocieron en seguida. «¡Tú, tú, dame caramelos!» Uno gritó al verle: «¡Tío César!» El apodo hizo fortuna. Le rodearon, se unieron otros niños que no sabían quién era. «¡Tío César!»
Se reanudaron las clases. ¡Lo habían olvidado todo! Excepto el nieto de Fermín, que dio pruebas de una memoria prodigiosa. Había continuado estudiando todo el invierno. Luego había dos hermanos que el año anterior no daban una y ahora se hubiese dicho que les habían inyectado entendederas. Entre unos y otros, el zaguán volvió a ser una alegre colmena todas las tardes.
Y sin embargo, también en las miradas infantiles se notaba cierto desequilibrio. A César aquellos chicos, ahora que volvía a mirarlos con atención, le daban miedo. Irían creciendo y absorberían todo el veneno que flotaba a ras del barrio. A los dos hermanos, que ahora leían con facilidad, los encontró en una escalera hojeando un folleto que escondieron en la pechera cuando él se les acercó. ¡Y era él quien les había enseñado a leer! Irían creciendo y se pondrían brillantina en el pelo, y aquellas mujeres que rondaban sin pudor por la acera los tentarían. ¿Qué hacer? ¿Cómo ceñir todo el barrio de un golpe, en alguna ilusión que elevara sus vidas, que les diera resignación, que uniera cada persona a su familia, a las paredes de su casa aunque fueran pobres? «A ver si hablas con tu Organización, que nos eche una mano.» ¿Qué hacer?
A veces le daban ganas de abandonar la clase, trepar a un balcón como si fuera un púlpito, reunir abajo a todo el mundo -chicos, enfermos, patronos de bar, ferroviarios, gitanos- y hablarles del Evangelio, de las palabras insertas en él: «Bienaventurados los que…»
Pero no se atrevía. Porque, la vida era allí como un líquido comprimido, que de repente podía estallar. Los pequeños crecían en insolencia, los mayores pedían justicia y trajes nuevos, los viejos se iban marchando para la eternidad, como Fermín, que murió solo mientras su hija trabajaba en una fábrica de lejía, nuevo empleo que el limpiabotas le procuró.
Nadie del barrio había salido de veraneo, como no fuera para la eternidad. Los demás allí estaban, aplastados por el sol, mirando con ironía los pedazos de cielo que se dignaban asomar por entre los tejados.
César hubiera querido hacer algo. ¡Pero era tan poca cosa! ¡Y se sentía tan inhábil! ¡Qué tontería pensar en trepar a un balcón! En cuanto viera los ferroviarios y los gitanos abajo, quedaría sin palabra. Y en el caso de que consiguiera hablar, le tomarían por loco.
Obtuvo, sí, algunos éxitos. Gracias a su padre y a Julio García. Quedaron sin efecto varias multas por tirar basura, en las de las bicicletas no se pudo hacer nada. Consiguió algún traje gracias a su madre, aunque no enteramente nuevo. ¡Consiguió trabajo para tres parados! Fue Julio García quien se encargó de ello. Ellos habían dicho: «De cualquier cosa…» El día en que César los vio medio disfrazados, cada uno metido dentro de un artefacto del que arrancaba un cartel que anunciaba el establecimiento en la ciudad de una nueva tienda de óptica quedó estupefacto. Eran tres carteles iguales y los tres hombres iban en fila, encorvados bajo el peso, con la colilla en los labios. Probablemente no tenían idea de lo que decían los carteles. Les habían dado instrucciones. Pasearse por los sitios céntricos. El sitio más céntrico en aquellas semanas era la calle de la Barca.
A veces, le bastaba descubrir el brillo de la curiosidad en la mirada de un niño para pensar de nuevo: «¿Y si pudiera ilusionar a esa gente en algo que no fuera lo cotidiano… que los distrajera?» Un día pensó que acaso la palabra catacumbas surtiera efecto… El patrón del Cocodrilo le contestó: «Si les aseguras que hay algún tesoro escondido, no digo que no; pero si sólo les hablas de San Narciso…» César se preguntaba: «¿Sería falta de caridad decirles que hay un tesoro escondido?»
Les regalaba tabaco, mucho tabaco, como si hubiera oído la advertencia de Ignacio a mosén Alberto. Lo sacaba de todas partes, de su padre, de Julio, de los empleados de Telégrafos y, sobre todo, de don Emilio Santos. El día que conseguía arrancar del Director de la Tabacalera un gran cigarro habano, entraba en el barrio como un rey. Su intención era siempre regalarlo al más humilde, al más enfermo. Y así lo hacía. Pero siempre ocurría lo mismo. Al poco rato llegaba el fuerte de la casa, el cabeza de familia, y decía: «¿No comprendes que un puro así a los enfermos los marea?» Y lo sacaba de debajo de la almohada y lo encendía en el acto.
César había observado que un simple puro transformaba a las personas. Un cigarro habano y se sentían optimistas, durante un par de horas dejaban de hablar de revolución. Hacia el final lo masticaban, lo trituraban entre los dientes como comiéndose la ficción que aquello representaba.
La práctica adquirida en la enfermería del Collell en aquel invierno le era útil ahora, para curas de menor importancia. ¡Pero Dios mío, le tomaban por médico! Le consultaban casos dificilísimos; úlceras, paludismo y, sobre todo, mal de ojo. Muchos niños tenían tracoma. Con los niños se iba arreglando. Pero cuando de repente una mujer se levantaba la falda sin pudor ninguno y le decía: «Oye, tío César. A ver si me traes algo para esta urticaria…» O, estando en la cama, daba un tirón a la sábana y quedaba al descubierto… ¡De la taberna a la que Ignacio fue con el Cojo le llamaron para ayudar en un parto! César huyó. César huyó por primera vez de la calle de la Barca. Su huida fue muy comentada. Él se sentía desolado. Pero le parecía que un seminarista podía acompañar a las personas en su muerte, no en su nacimiento. ¡Tal vez hubiera cometido una falta! Cuando mosén Alberto regresara de Camallera, se lo consultaría.
A medida que los días pasaban se daba cuenta de una cosa: sus acciones quedaban ahogadas en la inmensa mugre física y espiritual del barrio como gotas en el mar. Todo seguía su curso independientemente de él, y los propios beneficiarios de sus actos los aceptaban sin darles mayor importancia, como si él tuviera obligación precisa y casi administrativa de llevarlos a cabo. Se consolaba pensando: «De todos modos, con una sola alma que se salvara…» Y aunque nada consiguiera, con mitigar algún dolor bastaba…
Imposible, desde luego, soñar en nada colectivo. Por lo demás, la mezcolanza era allí más aparente que real. En realidad, también en la Barca se vivía en compartimientos cerrados: los murcianos tenían una colonia y sus costumbres, los gitanos tenían las suyas, los traperos sólo se interesaban por los demás si éstos tenían algo que vender a precio regalado, los comerciantes se parapetaban tras sus sucios mostradores; y en cuanto a las mujeres de mala nota… eran la pesadilla de César, tal vez su más difícil obstáculo. Excepto la Andaluza, patrona que se las daba de buena crianza, que tenía una hija interna en las monjas y que trataba a César con gran respeto, y dos o tres de sus discípulas, bastante correctas, las demás le tomaban descaradamente el pelo. «¿Eh, tú…? ¿Es verdad que no tienes lo que tienen los hombres? Ven un momento, rico, que yo te enseñaré el alfabeto…»
El gran misterio para César era que hubiera seres humanos que hicieran del pecado su profesión. El patrón del Cocodrilo se mostraba duro con ellas. Decía que las conocía demasiado. «Por una que haya digna de lástima, cinco están aquí por su culpa.» César no se avenía a razones. Su corazón lloraba al oírlas, al ver sus ojos, la palidez de sus rostros, ese algo prematuramente marchito en sus mejillas. Casi todas se habían arrancado materialmente las cejas y se pintaban en su lugar una raya arbitraria, negra o marrón. A veces las rayas se prolongaban hacia arriba, con algo de diabólico. A veces se curvaban hacia abajo, con cansancio. De repente había una que acertaba con el arco exacto y cobraba aspecto de mujer hermosa, normal. César pensaba siempre en las cejas poderosas de su madre y su compasión se acentuaba.
Y cuando hacia el atardecer veía llegar los soldados y muchos obreros, que se dirigían automáticamente hacia aquellas casas, brincaba por el barrio rezando jaculatorias. La gente le decía: «¡Caray, si no fuera eso, nos moriríamos de hambre!»
También para él todo aquello era una revolución. Soñaba en terminar la carrera para dedicar íntegramente su vida a aquel barrio… ¡Quién sabe, con la ayuda de Dios…! El patrón del Cocodrilo le desengañaba: «Si no aprovechas ahora, que vistes como yo… el día que lleves sotana ya no podrás lograrlo».
No había abandonado por ello su proyecto de dar con las catacumbas. Porque las catacumbas debían de encontrarse forzosamente en aquel barrio. ¿Quién no había visto por allí un pasadizo subterráneo, una puerta nunca abierta, un muro que sonara a hueco…?
Un día, en clase, habló del asunto con los alumnos. ¡Sorprendente! Todos contestaron: «Oye, tío César. Están en casa Pilón…»
¡Santo Dios, la cueva del gran gitano!
– ¡Arriba, arriba hay un pozo…!
– ¡Muy hondo!
– ¡Pilón lo sabe, lo sabe de sobra!
¡Un pozo! ¡Pilón lo sabe!
– Pero… ¡Si eso cae debajo del campanario de San Félix!
Los alumnos se encogieron de hombros.
– Nunca ha bajado nadie al pozo. La Andaluza también lo sabe.
César olvidó por unas horas la necesidad en que se encontraba el barrio de que él trepara a un balcón con la Biblia en la mano. Pero, ¿cómo conseguir que Pilón le abriera la puerta de su casa? Los chicos le dijeron: «El patrón del Cocodrilo. Si él quiere, Pilón te dejará entrar».
Sí, la cosa era auténtica. El patrón se avino a servir de intermediario. Presentía que si se encontraban las catacumbas, su bar cobraría gran importancia. Pondría una flecha en la fachada que dijera: «Catacumbas, a cincuenta metros…»
¡Gran técnico, en efecto, el patrón en el arte de tratar a los gitanos! Tenía un sistema muy simple. Al tiempo de pedirles algo, se sacaba del bolsillo un duro y lo iba mirando y remirando, mientras con la otra mano se echaba la minúscula gorra para atrás.
Así lo hizo en aquella ocasión. El gran gitano de millones de cabellos de azabache le dijo: «Bueno, que venga el crío».
– Vendrá a las seis de la tarde por lo del pozo de arriba, que bien sabes tú que está ahí.
– Que venga. Veremos, veremos…
César dio un salto de alegría. No perdió tiempo. Los chicos le seguían. Le acompañaron a buscar otros dos seminaristas. Necesitaban cuerdas, una lámpara de mano, un martillo. Todo con facilidad. Y se presentaron en la casa.
– Poco ruido -ordenó Pilón.
– Ninguno. No tema. La gran gitana apareció y preguntó:
– ¿Qué es eso?
– Déjate -contestó el gitano. Y se tocó la faja de una manera particular.
Subieron. El pozo estaba allá. Quitaron la madera que lo cubría y ataron a César como para un largo viaje.
Uno de los seminaristas era experto en montañismo y conocía los trucos. Una piedra fue echada al fondo: tardó en retumbar. «¿Estás preparado?» El patrón del Cocodrilo se ofreció para ayudar a sostener la cuerda desde arriba. Y César se introdujo en el negro agujero, con su corazón, su martillo y su linterna, pensando en San Narciso, patrón de la ciudad.
Descendió en tijera, hasta que la luz diurna desapareció. Se halló solo, Dios sabe a qué profundidad. Descendió más aún; el tubo se estrechaba. Y de pronto, resbaló, quedó suspendido. El corazón se le paralizó. Espantosos chillidos y batir de alas resonaron en una especie de gruta sin salida, mientras el haz de luz de su linterna hacía visible un charco de agua del que surgían patas verdosas, tentáculos, ojos fosforescentes, pequeños cuerpos zambulléndose. Un miedo sin palabras le atenazó la garganta. Le pareció hallarse en un lugar sin Dios. Intentó agarrarse a algún sitio y se le cayó el martillo, que sembró el pánico entre los indescriptibles seres de la gruta. Tiró de la cuerda tres veces, con todas sus fuerzas. Y sintió que le izaban con gran fatiga. Pronto se halló en el cono salvador, subiendo, subiendo. El sudor le caía a los abismos. Vio la luz diurna. «¡Eh, eh!», le gritaba arriba el patrón del Cocodrilo, con un dedo ensangrentado.
– ¿Y pues…? -Pilón, en un rincón, fumaba.
El muchacho se repuso y contó la aventura.
– Hay que bajar preparado -concluyó-. Es el lugar exacto. Una de las paredes ha de conducir a la nave.
Por desgracia, al día siguiente llegó de Camallera mosén Alberto. Y cuando César le explicó la expedición que estaban preparando, el sacerdote se pasó la mano por la mejilla, y mostró un semblante divertido. César le dijo:
– Lo primero que hay que hacer es acabar con esos animaluchos.
– Desde luego, desde luego -le contestó el sacerdote-. Cuando yo era estudiante también fue lo que nos dio más miedo. ¿No has visto en aquella piedra de la derecha uno enorme, con escamas que parecen de lagarto?
Mosén Alberto le cortó las alas en lo de las catacumbas. En sus proyectos de catequización del barrio le ordenó que anduviera con cuidado, que algunos de aquellos hombres en un momento de borrachera podían jugarle una mala pasada. En cambio…le ayudó sin reservas en su deseo de entrar de aprendiz en un taller de imaginería. Le dijo:
– Eso está bien pensado.
César lo dejó en sus manos. Y mosén Alberto se ocupó en ello seguidamente. Los dos talleres que había en Gerona los conocía, y dijo que eran lo más opuesto que darse pudiera. Uno estaba enclavado muy cerca de las escalinatas de la Catedral, en la calle de la Forsa. Era un taller muy pequeño que ponía: «Casa fundada en 1720». Esto indicaba lo que el taller era por dentro… tradicional y serio. Más de doscientos años haciendo imágenes. Vestigio de aquella época gerundense que mosén Alberto amaba tanto, la época de los artesanos, agrupados alrededor de los conventos, trabajando casi exclusivamente para éstos. La época en recuerdo de la cual le dijo a Matías Alvear que amaba los Juegos Florales.
Pero en aquel taller, y precisamente por su seriedad las gestiones del sacerdote fracasaron. Trabajaban en él el padre y los dos hijos, y hablarles de alguien ajeno a la familia era hablarles en otro idioma. Nunca lo hubieran consentido.
El otro taller era reciente, se había instalado hacía un par de años en la planta baja de un inmueble del Ensanche, en plena ciudad moderna. Allá la tentativa tuvo éxito. El dueño había puesto aquel negocio como pudo poner otro. Por lo tanto, le importaba poco la procedencia de los obreros. Y como César se ofreció para trabajar durante las vacaciones sin cobrar, pues adelante.
Fue emocionante para César conocer de cerca la parte moderna de Gerona. Aquellos edificios enormes, de ventanas todas iguales, de aceras perfectas, le asustaron. Decían de ellos que eran higiénicos, que daban paso a la luz. ¿A qué luz? César pensaba en la que chocaba, transformándose en mil colores, en los rosetones de la Catedral. En la zona moderna todo le parecía oler a clínica, incluso el taller de paredes encaladas.
Junto al taller había inmensos solares sin edificar, que algún día serían Bancos. Se hablaba de un cine, los garajes florecían. Gerona mordía sobre estas bases la llanura por el oeste.
César entró de aprendiz. Y ya el primer día se enteró de algo que le dejó estupefacto, como siempre le ocurría. Por lo visto, el dueño, al que llamaban simplemente Bernat y al que los propios obreros tuteaban, decía siempre que si había escogido aquella época para fabricar santos era precisamente porque era época anticlerical, lo cual hacía suponer que un día u otro las imágenes serían quemadas. «Y como a los seis meses todo el mundo se habrá arrepentido…»
Fue un argumento que al parecer convenció al director del Banco al que fue a pedir crédito; a César, en cambio, le anonadó. «¿Quién era aquel hombre, Bernat?» Su aspecto era campechano. Uno de los mejores jugadores de bochas de la localidad. Hasta el punto que, cuando sus compañeros de juego le visitaban en la imaginería, al ver tantas figuras rotas por el suelo le preguntaban si utilizaba el taller para entrenarse. Él contestaba:
– ¡Bah! Palmo más o menos poco importa.
César no hubiera supuesto jamás tal lenguaje hablando de atributos religiosos. La idea que se había hecho era la de que trabajaría en una especie de templo. ¡Válgame Dios! Si Bernat tenía esa mentalidad, los tres operarios y los dos restantes aprendices eran peores aún. Su trato cotidiano con santos y vírgenes, unido al hecho de haber visto lo que las imágenes tienen por dentro de yeso y harpillera, habían matado en ellos no sólo el respeto, sino incluso la corrección. Se gastaban bromas inauditas sobre los modelos que tenían en las manos. Era un espectáculo que ponía la carne de gallina. Cada santo, mártir, obispo o confesor tenía un mote alusivo a alguno de sus símbolos, otras veces a la actitud o el gesto. Aquella escalera de blasfemias, acrecentada a medida que las imágenes aumentaban de tamaño, tenía un remate que a César, al oírlo por primera vez, casi le hizo llorar: a un modelo de Cristo en la Cruz, que tenía los brazos muy altos y las manos ligeramente adelantadas, le llamaban «el banderillero».
– ¡Eh, tú! -le gritaron a César-. ¡Trae aquel banderillero para acá! Hay que pintarle la sangre.
Al seminarista se le heló la suya en las venas. Miró al dueño, y Bernat imprecó:
– ¡Anda! ¿No oyes? ¿Eres tonto, o qué?
Enfrente había un garaje, más allá pondrían un cine. César asió la imagen de Cristo. Pesaba horrores, pero consiguió desplazarla. Entonces el operario, Murillo de nombre, que ya le esperaba con un pincel mojado en rojo, se puso a silbar y empezó a rellenar las cinco llagas.
Aquélla había sido la equivocación de César: suponer que entraría y ¡zas! empezaría a fabricar imágenes, una copia tras otra. En seguida se dio cuenta de que aquello era un verdadero oficio y que se necesitaba mucho tiempo antes de poner las manos en algo de una manera personal. Había escultor, vaciador, decorador, carpintero. Bernat sabía un poco de cada cosa, pero sobre todo llevaba las cuentas, se cuidaba del embalaje, que era esencial en el negocio, de las compras, recibía a los viajantes, a los compradores.
– Así… ¿cuántas Cármenes queréis?
– Media docena de la talla B.
A César le destinaron a los trabajos subalternos: barrer, preparar la cola, la gelatina, arrancarla luego, llevar bloques de un lado para otro, tirar de carretón. Le dijeron que al cabo de unas semanas podría empezar a frotar los moldes con papel de lija. Él hubiera preferido colocarse en el otro taller, en el fundado en 1720. Sobre todo… porque su máxima ilusión hubiera sido regalar a su hermano, por su santo, un San Ignacio de Loyola elaborado por sus propios dedos. Y tal vez allá se lo hubieran permitido, por lo menos intentarlo, dándole los consejos necesarios.
Cuando Carmen Elgazu se enteró de las condiciones en que todo aquello se desarrollaba, quiso hablar inmediatamente con mosén Alberto, para que dieran orden en la diócesis de que nadie comprara imágenes a Bernat. Mosén Alberto le contestó: «Por desgracia, en casi todas partes ocurre lo mismo. Además, ¿qué se le va a hacer? Por eso luego se las bendice».
Ignacio, por fin, desistió de ir al baile del Casino, aunque se lo había prometido a Ana María. Imposible resolver lo del smoking.
Al día siguiente volvió a dejar la ropa al cuidado de un chico, volvió a internarse en el mar y a cortar en diagonal hacia la zona de pago. Se había propuesto inventar en el camino la excusa que había de dar a Ana María por no haber asistido al baile. Pero pronto se dio cuenta de lo difícil que es pensar mientras se nada. El agua parecía que le entraba por una oreja y le salía por la otra -como en las casas de Gerona cuando había inundación- barriendo todo orden posible en el pensamiento.
Al llegar a la playa, Ana María no estaba aún. «Claro, claro -pensó-. El baile habrá terminado a las cuatro de la madrugada…» Se divirtió como pudo. El balón azul del comandante Martínez de Soria flotaba entre las cabezas; pero sin Ana María se le hacía odioso. David y Olga le habían dicho que el comandante daba lecciones de esgrima en el Casino.
Por fin la muchacha llegó, llevando el albornoz enrollado, colgado a la espalda. Ignacio prefirió esperar a que saliera en traje de baño. Él en slip y ella vestida, se hubiera sentido inferior.
Se ocultó en el agua y a poco vio a Ana María aparecer en la puerta de su caseta alquilada, con un maillot verde, más ceñido aún que el anterior. Se le acercó sin perder tiempo. Pero era tan grande su emoción que el pecho le latía y no sabía qué le iba a decir. En cuanto ella le vio se detuvo, y quedó mirándole con ojos de infinito reproche. Ignacio llegó a su lado. En el fondo, el silencio creado les satisfacía, tenía algo de complicidad.
– Perdona, Ana María…
– No tengo nada que perdonarte. No tenías ninguna obligación.
– La verdad es que… lo que no tenía era smoking.
La muchacha empequeñeció sus verdes ojos. Se tocó los moños. Loli estaba allí y soltó una carcajada.
Ignacio se sentía en ridículo, pero Ana María salvó la situación. Con naturalidad le asió de la mano y se lo llevó aparte.
– Deja a ésa, es una tonta.
Y luego explicó que había sido una lástima, pues ella, para bailar con él, se había puesto un vestido largo, de color de cielo mediterráneo… Y una flor en el pelo.
Luego añadió que se había pasado la velada entera mirando a la puerta, como una tonta… Que a medianoche incluso bebió champaña, «para olvidar».
Ignacio sentía tal odio hacia Loli, que ello le impedía saborear la exquisitez de aquellas palabras. En otras circunstancias se hubiera desmayado de felicidad.
– Déjala, déjala. Es una nueva rica.
Ignacio se quedó mirando a la arena.
Ana María dijo de pronto:
– Anda. Vamos a bañarnos. Dejemos eso. -Se levantó, se puso aquel gorro que le minimizaba la cabeza y echando a correr entró en el agua como un delfín.
Ignacio la siguió. Y al encontrarse en el fondo del mar se sintió otro. Al rozar la arena y mirar hacia arriba y ver las piernas de Ana María pataleando como si estuviera en el aire tuvo ganas de asirle un pie, de tirar de él y ahogarse los dos juntos, o darle un beso de agua que no se terminara nunca.
Surgió inesperadamente a la superficie, frente por frente a la muchacha y entonces fue ella la que desapareció. Y así anduvieron jugando, inundándose de espuma, de sol. También los ojos de Ana María tenían color de cielo mediterráneo.
Era la alegría del mar, de verano, de su juventud desbordante. Era el encuentro con el alma gemela que despertaba las posibilidades latentes de la vida.
Las horas pasaban volando y llegó el momento de separarse. Ignacio desapareció hacia la zona de los pobres después de haber quedado con la muchacha en que se encontrarían «en la barca de siempre», hacia el atardecer.
Y así lo hicieron. Aquel día, y el siguiente y todos los atardeceres. Era un momento inolvidable para Ignacio. Se decía a sí mismo que en San Feliu se había concentrado todo lo que el mundo podía dar de sí. Nada hermoso faltaba ni en la bahía ni en su corazón. Con asir el dedo meñique de Ana María le bastaba para ser feliz.
En realidad, se preguntaban pocas cosas uno a otro. Andaban juntos y les bastaba. Se reían por cualquier tontería. Al tropezarse con alguien de Gerona, Ignacio le decía: «Ése es de Gerona». Y si se encontraban un conocido de Ana María decía ésta: «Es un amigo de casa».
Pero con frecuencia buscaban, sin darse cuenta, la soledad. «A mí llévame al aire libre. Y si puede ser, subir a una montaña.»
Era maravillosa la capacidad de Ana María para trepar por las rocas y luego enfrentarse con los grandes espacios sin sentir vértigo. Podía asomarse a un acantilado y ver la caída vertical de la piedra y la lengua de mar al fondo sin sentir vértigo. Podía subirse a la ermita de Sant Elm, desde la que se divisaba un panorama inmenso de agua, desde Francia hasta la costa barcelonesa, con un horizonte lejanísimo, sin sentir vértigo. Ignacio la admiraba. Era una criatura serena. Dondequiera que se encontrase, ella era el centro de sí misma. Hubiérase dicho que los rodetes, uno a cada lado, le defendían las sienes, se las apretaban impidiendo la dispersión.
Recorrían todos los alrededores del pueblo. Y tan pronto descubrían, en lo hondo, playas pequeñas y escondidas como se encaramaban cada uno a un árbol y desde arriba, ocultándose entre el follaje, se llamaban y se hacían señas. A veces se encontraban por la mañana y asistían a la llegada de las barcas de pesca, con los peces plateados y rojos coleando; otras veces, después de cenar, Ana María se zafaba de sus padres y de su grupo de amigos y se iban al rompeolas, que les gustaba porque les daba un poco de miedo.
Ana María en todos sus actos y movimientos era mujer. Desde el de sentarse en el suelo con la falda temblorosa rodeándole, hasta la serie ininterrumpida de mentiras que estaba contando en casa para que todo aquello le fuera permitido. Y si por un lado le gustaba andar, andar en silencio y reírse y mirar con picardía, como ocultando un secreto, por otro lado se detenía de repente y acercándose a Ignacio le decía: «¡Puedo confesarte una cosa! Me gustas». Y echaba a correr. Un día añadió: «Sobre todo tu voz. Tienes una voz -te lo digo en serio- que me vuelve algo loca».
Si el viento los azotaba, hablaban de cosas grandes: cuando hallaban un abrigo, en un recodo o tras unas rocas, hablaban de trivialidades, y con frecuencia de recuerdos infantiles. Lo más lejano que Ana María recordaba era un pulpo. Un pulpo, que siendo ella muy niña vio, en la playa, a punto de salir del agua. Se asustó y huyó en busca de su niñera. Ignacio lo más lejano que recordaba era cuando su madre, Carmen Elgazu, los sábados, en Málaga, le sentaba dentro de una palangana, desnudo, con las piernas fuera, y con una esponja le frotaba todo el cuerpo. Ana María gozaba lo suyo imaginando las gotas resbalando por la diminuta columna vertebral de Ignacio.
– ¿Te gustaba, si…?
– Sí, sí. Me gustaba.
Un día Ignacio le preparó una sorpresa. Avisó a las alumnas de la Colonia y le dijo a Ana María: «Hoy vamos a ir por el lado de S'Agaró, bajaremos bordeando el Salvamento de Náufragos». Así lo hicieron y en cuanto las niñas, que estaban a la escucha, los vieron aparecer, se levantaron como un enjambre de pájaros y salieron a su encuentro gritando y saltando. Les rodearon como si fueran dos novios, y una de las alumnas, la mayor, le ofreció a Ana María una muñeca de trapo con dos moños uno a cada lado… Ana María se emocionó y dijo que la guardaría en su corazón. En el momento de despedirse, oyeron que de un matorral brotaban unos rasgueos de guitarra. Era el maestro local, amigo de David y Olga, que se había escondido allí. Luego el sol les dedicó una de las más hermosas agonías del año.
A veces se cruzaban con el grupo de veraneantes pertenecientes a la pandilla de la chica. Eran muchachos vanidosos, que llevaban el jersey anudado al cuello a modo de bufanda, con estudiado desgarbo. Hijos de fabricantes. Miraban a Ignacio con cierta insolente curiosidad, pues les había secuestrado a Ana María. Al chico le ponía nervioso verlos. Ana María le decía: «Déjales. ¿No ves que se aburren?»
Una de las cosas que les gustaba era asistir a las reuniones de los esperantistas, en la plaza de la iglesia… ¡Porque en el pueblo había muchos esperantistas! Era un pueblo de escondidas y escalofriantes imaginaciones, lo cual Julio ya había advertido. Gente que soñaba en sociedades universales. Anarquistas sin saberlo, demasiado sentimentales para ofrecer sus servicios al Responsable.
Ignacio descubrió otra sociedad: «Los amigos de la Atlántida». Un grupo de taponeros que creía en la existencia de la Atlántida, y que consideraba prueba irrefutable de ello el hecho de que todos los años emigraban de las costas de África occidental unas bandadas de pájaros y que al llegar a un punto determinado del océano empezaban a buscar y a dar vueltas sobre sí mismos y chillar con desesperación. Uno de los taponeros le dijo un día a Ana María: «Y si no… ¿cómo Colón habría encontrado habitantes en América?» El hombre escribía un poema inmenso titulado «La Atlántida», y les recitó gratis unas estrofas, que se parecían a las que Jaime recitaba en Telégrafos a Matías Alvear, pero con mucha más sinceridad.
La hora de las confidencias era siempre la misma: el atardecer. Y el lugar siempre el mismo: la barca a la que fueron el primer día. Allí Ana María le rogaba que le contara cosas de su familia.
– Pero cosas ciertas -pedía-. No me inventes nada. A mí siempre me parece más interesante la verdad.
¿Qué tenía aquella mujer que hablaba de esta manera?
Ignacio le decía que tenía un padre de cabellos ya canosos, un as en el dominó, que ahora estaba disgustado porque se le había roto la radio y que probablemente en aquellos momentos se encontraba sentado en un café llamado el Neutral, o en una barbería de un tal Raimundo pensando en cualquiera de sus tres hijos.
La madre… era otro cantar… Un poco trágica. ¡Si los viera andar solos por aquellos acantilados! Si viera a Ana María con aquel maillot verde… Pero era una mujer magnífica. Se encontraría en el fondo del mar rodeada de peces agresivos y pensaría: «¡Dios mío, que la camisa de Ignacio está sin planchar!»
César… era un santo. Precisamente se lo había dicho a los maestros: era un santo. Afeitaba y tal. ¡Tenía unas orejas…! Trabajaba en un taller de imágenes. Había sobornado a uno de los operarios para que le fabricara una imagen de San Ignacio de Loyola. «Él cree que no lo sé; pero mi padre me lo ha escrito.»
En fin, sería cura y casaría a la gente…
– ¿De veras…?
– Desde luego. Y supongo que a mí me hará un precio especial. O mejor, me dará una bendición especial.
– ¿Y Pilar…?
– ¡Ah…! Mi hermana… Me gustaría que conociera a una chica como tú. Es un poco… Pero tiene mucha gracia, desde luego. Ha empezado corte. Y se gana para sus gastos jugando a la Bolsa.
– ¿A la Bolsa…?
– ¡Sí, sí! Ya te he dicho que tiene mucha gracia.
Ana María se sentaba, con las manos en sus piernas entrelazadas por las tirillas de la alpargata.
– ¿Y tú, Ignacio…? ¿Cómo eres en realidad?
Ignacio no lo sabía. Eran tan maravillosos aquellos días -y pasaban tan de prisa- que había perdido la conciencia de sí mismo. De noche, en la Colonia, dormía como un bendito, y se despertaba soñando que también buscaba algo, como los pájaros de la Atlántida. Debía de ser un sentimental. Eso es, un sentimental… Pero ¿cómo sabe uno cómo es cuando es feliz? ¡Por Dios, que no le preguntara detalles! Por desgracia la realidad volvería pronto. De momento allí estaba la barca, la bahía, el agua y el faro. Y Ana María, sentada en la arena con la falda desplegada, temblorosa a su alrededor. «Lo único qué puedo decirte es que quiero ser un hombre.»
– ¿Y tus padres…? ¿Por qué no me hablas de los tuyos?
Los padres de Ana María… eran un poco absurdos. «Ya ves lo que son las cosas. Mi padre… tiene tres smokings, pero todavía no ha conseguido llevar uno con naturalidad.» Su madre, por lo que contó de ella, era exactamente lo que sería doña Amparo Campo de haberse realizado sus ambiciones.
– A mí me gustaría, de verdad, tener un padre que pudiera disgustarse porque se le ha roto la radio de galena.
Era una alegría ascendente, que debía una gran parte de su intensidad a la naturaleza que los circundaba. El pensar que aquellas rocas rojizas llevaban siglos allí, contemplando el mismo mar, bajo el mismo cielo azul, los emborrachaba. Pisoteaban fuerte la tierra y se reían de la impotencia de sus pies. ¡Qué duro aquello, qué granítico y eterno! ¡Qué débiles parecían las piernecillas humanas!
– ¿Y el alma…? Tú crees en la existencia del alma, ¿verdad, Ana María?
¡Cómo! ¿Cómo no creer en ella? ¿Qué sería de los pobres cuerpos sin el alma? Pobres ojos, pobres ojos… Pobres labios, ahora rojos y llenos de vida. Pobre frente, ahora noble… Todo se secaría. Todo se iría secando como el pequeño riachuelo que había delante de la iglesia. Sin el alma Ignacio no tendría la voz que tenía, ni ella al abrir por las noches la ventana del cuarto sentiría aquellas oleadas de ternura invadirle el pecho. Suponiendo que sin el alma se pudiera vivir, los cuerpos andarían por el mundo encorvados, decrépitos y horribles. Tal vez se arrastrarían por el suelo, y los hombres y las mujeres se vieran obligados a hablar y comer y trabajar en esta postura. Sin el alma nadie hubiera concebido jamás la vela de un balandro.
– ¿Y la inmortalidad…? -¿Creía Ana María en la inmortalidad?
¡Cómo no creer en ella! ¿Cómo no creer que había cosas que durarían siempre, que no podían desaparecer? Ella no había dudado jamás de que llevaba en sí misma algo que sería inmortal. Ya antes de tener uso de razón -cuando de pequeña vio aquel pulpo en la playa- había sentido que la existencia del cielo era una verdad. Por eso quería tener hijos, porque un ser humano era lo único que uno podía crear con la seguridad de que viviría siempre, de que su muerte sería aparente y transitoria. Lo demás… ya era distinto. Por ejemplo, aquella muñeca, aquella malagueña de un moño a cada lado, moriría un día… Aunque, ¡quién sabe! Pero lo que ella quería era casarse un día y tener hijos.
Ignacio no la besó. No la besó nunca. Había cometido una torpeza: el segundo día, en la barca, le hizo un sermón de diecisiete minutos sobre la castidad… Le dijo que cuando un hombre respetaba verdaderamente a una mujer, no la besaba nunca antes de casarse: por lo menos en los labios. Y por eso, a pesar de tener los labios de Ana María muy próximos a los suyos, hablando de hijos y de inmortalidad, tenía que hacer honor a su sermón y aguantarse.
¡Válgame Dios, todo aquello era hermoso! E incluso existían fotógrafos ambulantes dispuestos a inmortalizar la excelente pareja que ellos hacían.
David y Olga le decían que se llevaría un disgusto, que Ana María no era para él. «Es una mujer rica, no es para ti. Va contigo de buena fe, pero es que a veces gusta cambiar de ambiente. Es una aventurera, ¿comprendes? También sus amigos del jersey en el cuello a modo de bufanda van a veces a beberse un vaso de vino en una taberna.»
Ignacio no contestaba. Ignacio tenía una ventaja: todo aquello ya lo sabía. Pero sabía que lo que le ocurría era humano. El propio José, su primo de Madrid, se lo había dicho: «A todos nos ocurre, soñamos con una princesa». Claro que él ya había soñado con tres… Ana María era la tercera.
Pero su divorcio con la realidad no era total, por desgracia. Cualquier detalle le recordaba, en el momento más impensado, que los días pasaban de prisa y que pronto tendría que regresar a Gerona…: una carta de sus padres, un limpiabotas conocido -Blasco, u otro- paseándose por San Feliu dispuesto a limpiar el blanco del calzado que la gente usaba en verano.
Había algo inoportuno en su felicidad: David y Olga no podían compartirla. San Feliu, pueblo de la costa, de imaginaciones esperantistas, había mandado a los maestros una ráfaga de recuerdos violentos y tristes: se había suicidado un artesano del corcho que ellos conocían. Un hombre extraño, que había construido en corcho una prodigiosa miniatura del monumento a Colón erigido en Barcelona. Vivía solo, y una noche, en el momento en que entraba en el puerto un barco japonés, fue al faro y se ahorcó. Al día siguiente le encontraron con los pies balanceándose y una nota en el bolsillo que ponía: «Me voy porque me da la real gana».
Aquel suicidio había impresionado profundamente a los dos maestros, recordándoles que eran hijos de suicida. David pensó en su padre, balazo en la sien; Olga en el suyo, petardo en los labios, encendido a modo de cigarro. Ignacio no podía hablarles de felicidad. Tal vez por eso David y Olga le dijeran: «Te llevarás un disgusto. Esto no es para ti».
¿Era él egoísta habiéndoles de Ana María a pesar de todo, o lo eran ellos escuchándole con una sonrisa de amarga indulgencia? ¿Y por qué no cesaban, por quince días aunque fuera, de hablar de fascismo y revolución? Él no tenía la culpa de que «Gil Robles fuera frívolo», de que ellos creyeran que el socialismo conseguiría incluso pesca más abundante en el mar, ni de que el artesano del corcho se hubiera colgado de un faro. Por otra parte, Ana María hablando de la «revolución» le había dicho que sí, que ella presentía muchas injusticias en el mundo y que muchas veces se había preguntado si su padre en la fábrica no robaba el dinero de los que trabajaban para él. Pero… añadió que el terreno era peligroso… En Barcelona había conocido un chico socialista que la apabulló a discursos. Luego resultó que era un simple resentido. «¿Por qué mucha gente no hace como tú? -concluyó-. Trabajar y estudiar. Y llegar a ser abogado…»
Debía de ser una visión simplista del problema. Pero ¡lo decía con una seguridad!
Las alumnas, en cambio, le estimulaban a que fuera con Ana María. La chica les pareció a todas preciosa y muy simpática. Y a veces, en la playa, hacían una gran correría por el paseo para verlos a los dos, para verlos nadar en la zona de pago, o pasarse uno al otro el balón azul del comandante Martínez de Soria.
El comandante Martínez de Soria… Era cierto que daba clases de esgrima en el Casino. Era otro de los detalles que devolvían a Ignacio a la realidad. Porque la esposa y la hija del comandante estaban también allí, en San Feliu, aunque vestidas de negro. Siempre se sentaban en uno de los bancos del Paseo a leer de cara al mar. Ana María sentía una gran curiosidad por aquellas dos mujeres, de las que decía que tenían una gran personalidad. La madre era alta, y de un perfil sereno y grave; la hija, que se llamaba Marta, llevaba un flequillo hasta las cejas y los cabellos caídos a ambos lados de la cara. Era muy original. Algo menor que Ana María, debía de tener la edad de Pilar.
Un día, Ana María quiso acercárseles disimuladamente para ver lo que leían. Y se enteraron de que la madre leía «El Escándalo», de Alarcón y de que Marta leía el periódico de Falange Española, «Arriba», que salía en Madrid, y en cuya portada se veía el retrato de José Antonio Primo de Rivera.
A Ana María pareció impresionarla mucho el detalle; Ignacio se mordió los labios y no supo qué comentario hacer.
Otra de las personas que se paseaban por San Feliu era Julio…
Julio había acudido en el acto al saberse lo del suicidio. Con su sombrero, su boquilla, su carpeta. ¿Sería verdad que era especialista…? Carmen Elgazu aseguraba que tenía un fichero particular de suicidas. Ignacio se preguntaba por qué su madre terminaba siempre por tener razón.
Julio se había encontrado a Ignacio en el Paseo y le había saludado con su cordialidad de siempre. «¡Hombre! Tu padre me dijo ayer que te diera recuerdos. Hubiera subido a la Colonia a verte, pero así me ahorro la caminata.»
Había señalado al barco japonés, embarrancado, y había dicho: «Se está bien aquí… Ya lo ves, ni siquiera los japoneses se quieren marchar…» La hélice del barco decapitaba a los peces, que llegaban a la playa muertos.
Ana María había comentado:
– Es inteligente ese hombre. ¿A qué ha venido aquí?
– No sé. Es experto en suicidios.
Al despedirse, Julio le había dicho a Ignacio:
– Los del Banco te esperan. Les han denegado la paga extraordinaria que habían pedido.
Todo aquello le devolvía un poco a la realidad. Y contar las horas que faltaban para regresar a Gerona le desazonaba. Ahora al llegar la noche se reía de la gente que decía: «Me voy al mar a descansar». Lo cierto era que el mar era agotador, enervaba. Las imágenes que imprimía en la retina, el sol, el aire salitre y el yodo que hacía temblar las ventanas de la nariz.
Ello resultaba evidente no sólo viendo a los maestros, nerviosos, desplegando todos los días El Demócrata con una especial inquietud, sino observando a los alumnos. Los chicos habían avanzado enormemente en insolencia durante aquellos días. Se llamaban unos a otros con frases alusivas, gesticulaban groseramente, sobre todo Santi, y varias veces, después de cenar, Ignacio había sorprendido a algunos de ellos sentados en la misma cama, fumando y escondiendo revistas bajo la almohada al menor ruido. En cuanto a las chicas, Olga tenía que reprenderlas porque no se peinaban. Les gustaba llevar el pelo mojado, pegado al cráneo, y provocar. A veces salían todas con los labios horriblemente pintados o con una raya negra que les prolongaba los ojos. Todo aquello daba un poco de miedo. El escote de Olga, y su cuerpo en la playa era el punto de mira de los muchachos; las chicas miraban a Ignacio con descaro y en la cama éste se encontró varias cartas firmadas colectivamente por medio de garabatos, algunos de ellos parecidos al palo de la firma del notario Noguer.
Por otra parte, David y Olga habían tenido una peregrina idea: llevarlos a todos, en comunidad, al cementerio, a visitar la fosa del suicida. Una suerte de acto de desagravio porque el párroco del pueblo se había negado a darle sepultura cristiana. Compusieron un ramo de flores silvestres y lo depositaron sobre el montón de tierra, en un rectángulo adyacente al cementerio común, abandonado y triste, reservado a los no bautizados y a los suicidas. David les hizo allí un pequeño discurso, y una hermana del suicida, que había acudido a rezar un Padrenuestro, se echó a llorar, tan grande fue su agradecimiento.
Los niños recorrieron luego el cementerio y terminaron por reírse ante las caprichosas inscripciones. «¿Dónde está la sala de autopsias? -preguntaban-. A Santi le hubiera gustado presenciar una autopsia.»
Ignacio comprendía que el nerviosismo de los niños tenía un origen idéntico al suyo: el yodo del mar, el sol y la proximidad del regreso a Gerona. Querían exprimir cada instante que pasaba. Les horrorizaba la perspectiva de la Escuela, del nuevo curso, aunque pudieran comprar un acuario.
Ana María le decía que verdaderamente era muy triste tener que separarse. «¿Qué haremos, Ignacio, separados uno del otro? ¿Qué haré yo aquí, con Loli, con esos chicos vanidosos? Cada banco del Paseo me recordará tu persona. Y aunque me maten no miraré esas barcas de la playa. -Luego añadía-: Tendremos que escribirnos, tendremos que escribirnos todos los días.»
Un día Ignacio no pudo más y la besó. La besó con una fuerza inaudita. Ella quedó totalmente desconcertada y apenas si pudo recordar los diecisiete minutos de sermón sobre la castidad.
– Pero…
Miraba a Ignacio y le veía unos ojos un poco encendidos, unos ojos que no eran los suyos habituales. ¿Cómo podía un rostro cambiar de expresión de tal suerte, tan bruscamente?
Ana María se levantó y echó a andar… No, aquello no estaba bien, no era bueno. Ignacio hubiera debido de contenerse. Se había roto algo… Tal vez ella fuera exagerada y aquello resultara lo normal. De acuerdo, de acuerdo… pero que no mirara de aquella manera.
Ignacio comprendió que a Ana María no le daban vértigo los acantilados, pero sí el encuentro con la pasión. ¡Pero es que él era un hombre! También el escote de Olga le ponía nervioso. ¡Cuántas veces se había echado al agua para serenarse!
Al llegar a la Colonia encontró a David dando a los alumnos su segundo curso sobre el islamismo. «El islamismo es mucho más intolerante que el cristianismo en lo que se refiere a la idea de un Dios único. De ahí que dos de los misterios católicos horroricen a los mahometanos: el de la Trinidad y el de la Encarnación.»
Ignacio apenas le oyó. Al día siguiente, al encontrarse con Ana María, le pidió perdón. Ella estaba seria. Él le dijo: «No seas rencorosa, anda». «No, no lo era. Pero, hablando sinceramente, se había asustado.» «¡Bah! También él era, había sido, siempre sincero.» Sincero cuando le había dicho que nunca había encontrado una mujer como ella; y que también a la barca de su pecho le pondría el nombre que era su refugio: Ana María.
De todos modos, ¿por qué ella se había puesto aquel mediodía unos pendientes que brillaban como estrellas? No, no tenían que enfadarse. Todo aquello les ocurría porque estaban nerviosos, porque a las seis de la tarde tenía que marcharse.
Ana María acabó por reírse, con sus verdes ojos. Comprendía a Ignacio. Camisa desabrochada… era natural. Con algo de duro animal humano… era lógico.
Ana María se le acercó y le asió las dos manos y se las estrechó. Él notaba una gran sequedad, una rabia insospechada por el hecho de tener que marcharse. No, no quería que ella fuera a la estación… Odiaba las despedidas. Se escribirían, sí. Él le escribiría en tinta verde, como verdes eran sus ojos. Pero ella tenía que prometerle que seguiría una y mil veces los itinerarios que ellos habían seguido. En todas las rocas encontraría sus nombres, el corazón dibujado y una flecha atravesándolo.
Ignacio la besó en la frente y dio media vuelta. Y se alejó. Ésta fue la despedida. Ana María quedóse sentada en la barca con los ojos húmedos. Pasó el pescador. «¿Qué, ya te lo ha contado todo?»
Ignacio subió a la Colonia. Comió, se despidió de todo el mundo y bajó a la playa con la maleta. Y se desnudó, para tomar el último baño. Se emborrachó de mar. Toda la tarde la pasó en el agua. Estaba moreno, casi negro. Su madre se asustaría al verle. Y César aún más, tan pálido él, tras las gafas de montura de plata.
El barco japonés había conseguido salir del puerto. Ningún vestigio en el agua. El agua del mar hacía tabla rasa siempre. Visitó por última vez, sumergiéndose, el vivero de moluscos, con millones de incrustaciones en las cuerdas, en todas partes. El fondo del mar era fino, de arena fina. Cogió un puñado y lo asomó a la superficie. Se lo llevaría y lo dejaría secar. Difícil que alcanzara el grado de sequedad de su espíritu. Olga le había dicho: «¡Cómo has cambiado en quince días! Estás hecho un tigre. A ver, estréchame la mano… ¡Uy, uy, déjame…!»
En el momento de vestirse vio llegar, sudoroso, a David.
– ¿Sabes que eres un tunante? Nunca nos habías dicho que diste sangre en el Hospital. Ha venido un hombre diciendo que era un hermano de un tal Dimas… Ha traído esto para ti.
Cuando Carmen Elgazu vio la lata de anchoas que le llevaba Ignacio, lanzó gritos de admiración. «¡Vaya regalo, chico! -La sopesó-. ¡Más de un kilo! ¡Y con lo que conocen el oficio en San Feliu…!»
– Tenemos para todo el invierno.
– ¿Qué, la abrimos?
Matías echó una bocanada de humo.
– Voto a favor.
– Yo también.
– Yo también.
– Pues manos a la obra.
Ignacio replicó:
– ¡Esperad! Hay otras cosas.
Abrió la maleta. ¡Anzuelos de todos tamaños y formas, un rollito de hilo de pesca, especial, recomendado por el patrón de la barca «Ana María»!
Matías entornó los ojos, que era la manera que tenía de hacerles sonreír, y se acercó a la maleta.
– ¿A ver, a ver…? ¡Caray, chico, ésas son palabras mayores!
Pilar permanecía a la expectativa. Camisas, jabón, pañuelos, más anzuelos…
– ¿Y lo mío…?
Ignacio se mordió los labios. La miró con picardía, para disimular, como dando a entender que habría sorpresa. Por último dijo:
– Pues mira… No creas que me he olvidado. -Cerró la maleta-. Pero pensé: ¡Mejor que me diga ella misma lo que quiere!
La chica tuvo una gran decepción. Encogió los hombros en forma enternecedora.
– Nada, nada, no te preocupes.
Carmen Elgazu intervino:
– Le hubiera hecho ilusión algo de San Feliu, ¿comprendes?
Matías contemporizó, sin dejar de analizar el hilo.
– ¡Ale, nada de lamentos! Que Pilar diga lo que quiera e Ignacio sale ahora mismo a comprarlo.
– Nada, lo mismo da.
– ¡No seas terca!
Entonces la chica pareció dejarse vencer. Se mordió el índice.
– ¿De veras me lo compras?
– ¡Claro que sí, mujer!
– Pues mira. -Reflexionó un momento-. ¿Cuánto quieres gastar…?
– ¡Ah! Eso… -Ignacio sonrió y sacó el monedero, mostrando su delgadez.
– Entonces… unas sandalias verdes. ¿Llegas…?
– ¿Cuánto valen?
– Unas que me gustan, doce cincuenta.
– De acuerdo.
César intervino, mirando a Ignacio:
– Antes de salir, entra en la habitación.
Ignacio le miró, con curiosidad.
– Lo que hay encima de la cama es de toda la familia. Lo de la mesilla de noche, de Pilar y mío.
Ignacio se rascó la nariz. No sabía si iba en serio. Carmen Elgazu le guiñó el ojo y entonces, dando súbitamente media vuelta, en dos zancadas alcanzó la habitación, seguido de todos. Sobre la cama, todos los libros de texto de primer curso de abogado. Nuevos, flamantes, con las tapas sólidas.
El muchacho se quedó mirándolos, sin saber qué decir. Luego se acercó a la mesilla de noche: una imagen pequeña, de unos veinte centímetros de alto, representaba a San Ignacio de Loyola.
Se pasó la mano por la cabeza. Se volvió hacia su familia.
– Estudiar y rezar… ¿no es eso? -Hubo un silencio-. Anda, Pilar -añadió-. Vamos por las sandalias.
Además de la familia, otras varias personas habían esperado con impaciencia el regreso de Ignacio.
En primer lugar don Emilio Santos, para decirle que era un hecho que su hijo, Mateo, llegaría a Gerona en octubre, para ayudarle en la Tabacalera y estudiar Derecho.
En segundo lugar, el cajero del Banco Arús. La noticia de los hijos de los huelguistas de Zaragoza repartidos entre familias barcelonesas les había sugerido algo a él y a su mujer, que vivían solos: adoptar un chico del Hospicio. Lo habían consultado con su cuñado el diputado de Izquierda Republicana Joaquín Santaló, y éste aprobó la idea y facilitó todos los trámites. Fueron al Hospicio y eligieron un muchacho de once años al que llamaban Paco, que les había gustado porque todo el mundo aseguraba de él que sería un gran dibujante. Ahora iría a Bellas Artes. Ignacio le conocería. Era conmovedor ver cómo se esforzaba, sin conseguirlo aún, en integrarse en su nuevo hogar. Cuando lo lograra sería completamente feliz, lo mismo que lo eran ya el cajero y su mujer.
Luego… le esperaba doña Amparo Campo. Se había pasado todo el verano prácticamente sola, con Julio andando de acá para allá con carpetas bajo el brazo. Por fin no habían destituido al Comisario, de modo que la excusa que le dio Julio para no salir de veraneo debió de ser inventada. «Ésta, Ignacio, no se la perdono. Menos mal que tengo amigos como tú, que venís a verme de vez en cuando.»
– ¿Amigos…?
– Sí. Ahora vienen con frecuencia el doctor Rosselló, el del Hospital. Y el arquitecto Ribas. Personas muy educadas.
Además de aquellas personas… esperaba a Ignacio el Banco. Llegó de San Feliu el domingo por la noche, el lunes tuvo que reintegrarse al Banco. ¡Santo Dios! ¡Qué cambio de decoración! ¡Qué extraño resultaba todo aquello: las caras, la cara del subdirector, la de La Torre de Babel, el de Impagados, Cosme Vila! Los ventiladores, los cobradores preparando sus hombros para llevar sacos de plata.
Apenas si reconoció su sillón crujiente, su mesa de trabajo, llena de papeles. ¡Cuántas manchas de tinta en su mesa! Nunca se había dado cuenta.
De pronto creía hallarse aún en el mar, y movía los brazos sobre el inmenso escritorio. El de Impagados se reía. «Sí, chico. Lo bueno pasa pronto.»
Ignacio echaba tanto de menos el bañarse, que decidió irse a la piscina por las tardes, aprovechando que haría jornada intensiva hasta el 15 de septiembre, gracias a la UGT. Y allí se encontró con las hijas del Responsable, que le miraron irónicamente. Con el Cojo, con el Grandullón. Blasco estaba en San Feliu, seguía todas las fiestas Mayores. El Rubio, al que llamaban «chivato», ahora no iba con ellos. El Responsable no se bañaba nunca. Ignacio hizo caso omiso de aquellas miradas. Y puesto que su madre le tenía prohibido que fuera a la piscina, él dijo en su casa que se bañaba en el Ter.
¡Con qué facilidad mentía entonces Ignacio! Había regresado de San Feliu completamente desorientado. Las horas iban sepultando en su memoria todos los buenos ejemplos que hubiera podido recibir; no recordaba sino imágenes que más bien turbaban su espíritu: el escote de Olga, los alumnos de la Colonia fumando en la cama, los veraneantes abriéndose paso entre los esperantistas.
No sabía por qué, pero el rencor por haber tenido que irse de San Feliu cuando tantos señoritos permanecían allí hasta quién sabe cuándo, le quemaba cada vez más. Ni siquiera había dado un vistazo amistoso a los campanarios de San Félix y la Catedral. En la mesa se mostraba irritable. Sin saber por qué, había elegido una víctima: Pilar. La hacía rabiar. Pero la chica no se quedaba atrás. Se vengaba pellizcándole y diciéndole que los moños, uno a cada lado, eran un peinado completamente ridículo y pasado de moda.
Ignacio sólo dominaba sus nervios en los momentos en que conseguía pensar muy intensamente en su familia: en su padre, Matías, yendo a pescar en el Ter con el nuevo material que él le había regalado; en Carmen Elgazu, hecha unas pascuas con la lata de anchoas; en Pilar con las sandalias verdes, y en César, todo el santo día fuera de casa; pero el Banco y su rutina le sulfuraban. Por eso en la piscina se encontraba a sus anchas, porque también allí podía echarse al agua y ver escotes estimulantes. A veces pensaba que tenía que evitar a toda costa volver a encontrarse a solas con doña Amparo Campo.
Notaba un relajamiento de toda su persona. En la cama se tendía cuan largo era, con las piernas separadas, alegando que por las noches había bochorno. Su risa era intermitente, sus gestos excesivos. Los libros de texto los había amontonado en un rincón. Iba al bar Cataluña y nada de lo que decían los futbolistas o los taxistas -nueva colectividad que había invadido el café- le lastimaba los oídos.
En la barbería, al entrar, el dependiente malagueño se le acercó y le dio una palmada en la espalda. Le extrañó aquella familiaridad. Pensó: «¡Qué poco respeto inspiro!»
Tan pronto intentaba borrar totalmente de su memoria el recuerdo de Ana María como se detenía en un banco de la Dehesa y evocaba su imagen, y los días pasados juntos en todos sus pormenores. No le había escrito. Todavía no le había escrito. Había algo que le gustaba en la situación que su silencio crearía.
El calor tenía a la gente pegada al suelo, con el cerebro embotado. Todo el mundo caminaba con lentitud. La ciudad estaba prácticamente indefensa. El Oñar olía mal. Las cloacas eran su principal alimento.
Poco a poco, varias siluetas se adueñaban de sus pensamientos: las de los coches de los veraneantes en San Feliu. Los veía rodando majestuosamente descapotados, llevando en su interior hombres vestidos de blanco, con extrañas viseras, y bellezas morenas, con gafas de sol. Eran ricos, eran los ricos que gastaban en un día, en el Casino, lo que costaban todos sus libros. Entraban en las tiendas riéndose, ridiculizando un poco al dueño o a la dependencia, pagaban y salían mirando irónicamente la mercancía, como dando a entender que la habían comprado porque sí y que por menos de nada la romperían allí mismo. A veces, para improvisar, regateaban. Regateaban un céntimo y aseguraban que en la esquina se encontraba más barato. Los dignos esfuerzos de la dependencia para convencerlos de que estaban equivocados, los envanecían. Finalmente, las mujeres les tocaban el brazo con muestras de cansancio. «Anda, no seáis tontos. No vale la pena.»
Vivían completamente separados de la gente del pueblo. Había familias que llevaban años veraneando en San Feliu y no conocían a nadie del pueblo. Ignacio se preguntaba si era por eso por lo que había esperantistas, y si aquel taponero se habría suicidado de haber encontrado comprensión y calor humano en un par de fabricantes.
David y Olga, que ya habían regresado, le aseguraban que las lamentaciones no servían para nada, y que sólo el socialismo era capaz de arreglar aquel estado de cosas, pues suministraría a los humildes medios de defensa. Sin embargo… ¿qué significaba la palabra socialismo? ¡Había socialismo de tantas clases…! ¿Significaba derribar la valla de la zona de pago? Entonces Ana María no se bañaría allí… y tampoco el comandante Martínez de Soria. Buscarían una de aquellas playas diminutas y escondidas que veían desde la ermita de Sant Elm. También los echarían de allí… de acuerdo. Entonces se construirían una piscina particular; y si un día el agua corriente empezara a verter obreros a la piscina se encerrarían en la cocina y se bañarían en una palangana, como él hacía cuando tenía tres años. En ningún caso se conseguiría la fusión. Nadie se mezclaría, ante el contento de don Jorge y sus teorías.
¿Por qué pensaba estas cosas, si Ana María había consentido sin esfuerzo en mezclarse con él, empleado de Banca…? Sí, pero ello no cambió las cosas. Ello no impidió que Ana María quedara correctamente, fuera cual fuera su gesto o actitud, sentada con las piernas al aire, corriendo, entrando o saliendo del agua; en tanto que él tenía que medir sin cesar sus movimientos para no ser grosero.
Los ricos, los ricos… Ésta era ahora su obsesión. En el Banco se complacía en pedir a los de Contabilidad las cifras que tenían amontonadas en aquellas Cajas las familias pudientes. Cosme Vila lo sabía. Lo llevaba todo anotado en un carnet. Los de Contabilidad le informaban, a pesar de tenerlo prohibido. Cosme Vila pretendía saber incluso el valor de las joyas que las familias guardaban en las Cajas del Banco. Ello debía de ser imposible. ¿Cómo consiguió abrirlas?
De repente, Ignacio se sintió trabajando, en compañía de personas de su misma clase social. Le gustaba pensar que todos aquellos seres y sus parientes tenían las mismas preocupaciones, y que las exclamaciones por una lata de anchoas habrían sido las mismas en cada uno de aquellos hogares. Un sentimiento de solidaridad se despertaba en él. Entre personas de la misma clase las palabras tenían el mismo significado. Unos y otros estaban seguros de comprender lo que se estaba hablando. En cambio, en San Feliu… cuando uno de aquellos señoritos comentaba: «Esto es la monda…», ¿qué quería decir?
Cada uno de los empleados tenía su historia veraniega que contar. Varios, como La Torre de Babel, habían cambiado la piel… La piel que trabajaba en el Banco era otra. Pero el ser era el mismo. De modo que la piel no era lo esencial.
Pero la gran historia era la de Cosme Vila: Cosme Vila había hecho el viaje de bodas con la hija de los guardabarreras. La llamaba su compañera. Sus palabras recordaban las de David y Olga, pero con más despotismo. David y Olga habían registrado en el Juzgado su unión; Cosme Vila ni eso siquiera. Los suegros consintieron, él y su compañera tomaron el tren y se fueron a Barcelona. Allí, según Cosme Vila, vieron varios espectáculos en el Paralelo, bebieron mucha horchata, que a su compañera la volvía loca, ella durmió mucho, él habló mucho con el camarada Vasiliev, siempre inteligente -en el Partido Comunista- y habían regresado. Ahora vivían los dos juntos y tendrían un hijo. Nada de regalos ni de comprar un comedor y un dormitorio y lámparas. Ningún detalle burgués en todo el piso. Austeridad. Su compañera tenía prohibido pintarse; en cambio, para peinarse podría ir, si quería, a la barbería a que él iba, la de Marx, Lenin y Stalin en las paredes, en la que habían suprimido totalmente la separación de sexos.
– Vente un día por allí y verás -le decía Cosme Vila a Ignacio-. Pero no -añadía-. Tú, aunque te esfuerces, eres un burgués. Tú no comprendes que todo esto terminará un día u otro. A ti si te dicen que en China hay trescientos millones de hambrientos te quedas tan fresco, o en la India, o en África, o en América del Sur. Te parece que confesándote de vez en cuando esto se va a arreglar.
La órbita que describía el pensamiento de Ignacio durante la jornada, sometido a pruebas de aquel tipo, y a su estado de ánimo, era obsesionante. El resultado iba siendo que no escribía a San Feliu, que continuaba sin escribir. Y que César le miraba un poco asustado.
El único contrapeso de Ignacio, que ejercía cierta influencia sobre él, era la imagen de San Ignacio de Loyola que le había regalado su hermano, y que desde la mesilla de noche presidía ahora su cuarto.
Imposible entrar en el cuarto sin tropezar inmediatamente con los ojos del santo.
La imagen, maravillosa de expresión, cuyo modelo César consiguió gracias a un viajante de una fábrica de Olot que pasó por el taller Bernat, llegó a constituir para Ignacio una auténtica pesadilla. Porque los ojos no se limitaban a mirarle cuando entraba en la habitación, sino que luego le seguían implacablemente dondequiera que se hallara de ella; le miraban incluso en la oscuridad… Era aquél un fenómeno óptico conocido, ¡pero hubiera podido producirse en otros lugares! Resultaba algo incómodo pensar en los maillots azul y amarillo de las hijas del Responsable, teniendo los ojos de San Ignacio fijos en los propios ojos.
A gusto Ignacio hubiera colocado la imagen cara a la pared. Porque, además, le ocurría una cosa absurda: la historia del santo, que César le había relatado con entusiasmo le puso más nervioso aún: «noble, militar, fundador de los jesuitas». Compañía de Jesús, el General de la Orden: en todas partes dejó huella militar. Salvando las distancias, aquello recordaba las clases de esgrima del comandante Martínez de Soria… Sin olvidar que, según opinión unánime, eran los jesuitas los que llevaban actualmente la política en España y a causa de ello se hablaba de revolución.
Pero… imposible tocar la imagen. Porque César la adoraba y estaba enamorado del Santo.
– Fíjate, Ignacio -le decía-. Fue él quien escribió los Ejercicios Espirituales. Y, además, basó toda su labor en dos virtudes: obediencia y acción. ¡Y por si esto fuera poco, era de la provincia de Guipúzcoa!
Este último argumento impresionaba a Ignacio. Porque sabía que Carmen Elgazu le dio a él su nombre en cumplimiento de una promesa: «Si el primer hijo era varón, se llamaría Ignacio en honor del santo de Loyola», del santo vasco por excelencia.
Matías Alvear había pasado sus vacaciones en Gerona, pescando en el Ter. Habían coincidido con las de Ignacio. Por dos veces se había llevado a su mujer, a César y Pilar y habían cenado todos juntos en la orilla del río, sentados en el suelo. Carmen Elgazu había lanzado mil exclamaciones admirativas ante el paisaje: los verdes de los árboles y de la hierba, el agua que bajaba tumultuosa, los indescriptibles colores del cielo por el lado de Rocacorba y alrededor de la Catedral.
Sólo le habían molestado un poco los mosquitos, la ausencia de Ignacio y la proximidad de los atletas, que deambulaban por allí prácticamente desnudos y con pañuelos de cuatro nudos en la cabeza. A Carmen Elgazu le horrorizaba que Pilar viera todo aquello, además de que no podía soportar los pañuelos de cuatro nudos en la cabeza. Decía que daban aspecto de diablo o de esos malvados que corrían por los bosques.
– ¡Los sátiros! -precisó Matías, sonriendo.
– Eso. Eso debe de ser.
A Pilar los pañuelos le importaban muy poco. Gozaba lo suyo en aquellas salidas campestres. Aunque hubiera querido llevar con ella un par de sus nuevas amigas del corte… Porque, ya tenía nuevas amigas, mayores que Nuri, María y Asunción. A Nuri, María y Asunción no las había visto desde fin de curso, pues éstas también se habían despedido de las monjas y además habían salido de veraneo en seguida; pero lo cierto era que apenas si las echaba de menos. Casi se sorprendía de lo poco que las echaba de menos. Al encontrar en el taller chicas mayores que ella había descubierto mundos nuevos. En el fondo le interesaban más las cosas que ahora oía… No, no, su madre a veces se equivocaba. A varias de las chicas del taller les gustaban los hombres con pañuelos de cuatro nudos en la cabeza.
Pilar había sido bien acogida en el taller de costura, que dirigían dos solteronas beatas -las Campistol-, que siempre decían que no se habían casado porque los hombres les daban miedo. El taller estaba situado encima de un herbolario, próximo a la subida de San Félix. Por eso las chicas empleaban con frecuencia un léxico medicinal. «Anda, chica, que te den un poco de tila.» A Pilar, de cuya educación monjil a veces se reían, le habían asignado tazas de tila media docena de veces lo menos.
Pero fue bien acogida, «porque era mona». La encontraban muy mona y muy simpática. Ella se esforzaba en hacerse agradable. Además, Ignacio. El segundo día llevó unas fotografías de Ignacio y aquello alborotó el taller, ante el escándalo de las pudorosas hermanas Campistol. Dos o tres de las chicas conocían a Ignacio de vista, las otras no. «Bueno, Pilar. A ver si me arreglas con tu hermano, ¿eh?» «Chicas, no sé. Porque como estudia Derecho…»
Las conversaciones del taller influyeron sobre Pilar como las conversaciones del Banco habían operado sobre Ignacio. ¡Cuántas cosas aprendió…! Cuando las dos solteronas, las jefas, estaban presentes, todas cosían muy comedidas, y a la caída de la tarde era costumbre rezar el rosario; pero en cuanto las dos daban media vuelta… Se hablaba del cine y de baile. ¡Suerte tuvo Pilar de haber hecho aquellas escapadas, gracias a la Bolsa! Porque si no, no conocería ninguna película y habría hecho el ridículo… A las que tenían novio las interrogaba con un realismo impresionante sobre sus actividades… A Pilar le decían: «Bueno, y vosotras en las monjas, ¿qué? ¡No vas a decir que no ibais a las murallas con los chicos del Instituto!»
El clima, el calor sofocante, los olores de la tienda de hierbas medicinales y la quietud del taller a media tarde sumían a todas en un estado de lasitud especial, campo abonado para pensar en aquellas cosas. A Pilar le llamaban particularmente la atención dos hermanas, morenas y con grandes pendientes, que siempre llevaban la merienda envuelta en El Demócrata, y que hablaban de las clientas del taller como Cosme Vila de los clientes del Banco, y anunciaban que pronto habría «revolución». Al parecer, su hermano y su padre eran «revolucionarios». Pilar no sabía en que partido militaban pero, como si les viera: mono azul, manos ennegrecidas, gorra o boina calada hasta las cejas… También criticaban con frecuencia a los militares llamándoles chulos, especialmente a un tal teniente Martín. Otras chicas decían: «Pues mira lo que te digo. A mí un teniente no tendría que decírmelo dos veces». Pilar mientras rompía el hilo entre los dientes, pensaba por su cuenta que a ella los hombres con uniforme le gustaban mucho.
Dos de las muchachas cantaban en el Orfeón. Las otras formaban parte del grupo sardanístico «La Tramontana», ganador en el último concurso. Pilar tenía mucho cuidado de no herirles la sensibilidad en este aspecto. Su padre el primer día la había advertido severamente: «Nada de discusiones, ¿eh? ¿Cataluña es lo mejor…? Pues es lo mejor».
En cuanto a César, muy fuerte a la sazón gracias a los cuidados de Carmen Elgazu, continuaba yendo a la Barca, al Museo y al taller Bernat.
En el Museo tenía mucho trabajo, pues mosén Alberto estaba enfermo. Al sacerdote le dolía el estómago a menudo; en aquel mes de agosto se sintió mal y tuvo que guardar cama. Y era estando enfermo cuando el hombre demostraba lo que valía: en la cama no cesaba de trabajar. Escribía todo el santo día. Catecismos, artículos; estudiaba pergaminos. Y procuraba no molestar. A las sirvientas les había dado orden de no estar pendientes de él continuamente. Se ocupaba en preparar unas ilustraciones, para enseñar la Historia Sagrada por medio de proyecciones. Con una máquina, que compraría por suscripción, pasaría semanalmente por todos los Colegios y catequesis de la ciudad. «Es preciso modernizar los métodos», decía.
A César le causó gran impresión ver a mosén Alberto en la cama, enfundado en un camisón blanco que le abombaba el pecho. Sacerdote y sotana eran dos ideas inseparables en la mente del seminarista. El aspecto de mosén Alberto en camisón tenía algo femenino, en la redondez de los hombros y en la línea del cuello. Las azules venas del cuello se le marcaban. Por fortuna le salían masas de vello por el escote.
Mosén Alberto le decía a César que era preciso estar alerta, que se acercaban grandes acontecimientos. «En cuanto todo el mundo haya regresado de veraneo…» Lo que más le dolía era no poder celebrar misa. «No sabes lo que significa para un sacerdote no poder celebrar misa.» Podía afeitarse, pero no podía celebrar misa. Estaba en la cama. Iban a verle el notario Noguer, que ya había regresado, otros sacerdotes y gente de su pueblo, de Torroellas. Los sábados siempre iban a verle algunos «payeses» llevándole recados de su madre. César conoció allí un vicario joven, mosén Francisco, el sustituto en la parroquia de San Félix del que se fue a Fontilles a cuidar leprosos. Mosén Francisco se parecía a su antecesor. Enorme y ancho sombrero, que parecía sostenérsele sobre las aletas de las orejas, bajo y cuadrado, grandes zancadas, de una gran vitalidad. Era un apasionado. Ponía el alma en cada palabra. A César le conocía de haberle visto por la calle de la Barca. «Magnífico -le dijo-. Ya sé que haces muy buena labor.» Cuando salía del cuarto, su sotana parecía ondear: tanto deseaba estar en varios sitios a la vez.
A César quien le preocupaba era Ignacio. En cuanto éste regresó de San Feliu, le notó cuál era su estado de ánimo. «¿Dios mío, y los rezos, y los ejemplos, y el ángel blanco esperando sobre el tejado del Collell?»
César le veía estirado en la cama con los pies separados, y luego tomarse de un sorbo la leche; más tarde ejecutar en forma distraída y por rutina esas mil acciones diarias dentro del hogar, que él juzgaba entrañables: acercar la silla a la mesa, pasar al lado de la madre, abrir la ventana, arrancar la hoja del calendario. «¿En qué pensaba Ignacio, qué cosa había más importante que lo inmediato, que el contacto con las personas con que uno convive, con los objetos?»
César era discreto, procuraba pasar inadvertido. No hablarle ni de la Carta Católica de Santiago el Menor ni siquiera de lo que andaba leyendo: páginas escogidas de Santa Teresa de Ávila, de San Juan de la Cruz, de Fray Luis de Granada. Ignacio le había cortado el pasó el primer día. Le dijo que hacía falta un estado de ánimo muy particular para leer los místicos españoles. «Vete quince días a San Feliu o una tarde a la Piscina, comprenderás lo que quiero decir.»
César había hablado de Ignacio con mosén Francisco, el nuevo vicario de San Félix; porque con mosén Alberto no podía contar… Y mosén Francisco le había dicho: «Chico, los veranos son terribles. En el verano yo no sé cómo contener las imaginaciones. Cuando tengas un confesionario a tu cargo, te darás cuenta». «¡Dios mío! -pensaba César-, ¿por qué no nevará, por qué no llegará una ola de frío de los Pirineos o de los Alpes?»
El seminarista comulgaba todos los días en favor de su hermano. «Señor, borrad del pensamiento de Ignacio todo lo que no os sea agradable, devolvedle aquella alegría de Navidad, de fin de Año… Pensad que ya es bachiller, que tendrá una gran responsabilidad…»
Mosén Francisco le dijo un día: «A mí me parece, César, que eres demasiado serio. Que te falta alegría para que tu apostolado sea eficaz…»
¡Válgame Dios, alegría…! Era cierto… El método le dio resultado en todas partes, incluso en el taller Bernat, excepto por lo que se refería al decorador Murillo. Era un muchacho serio, el bigote de foca, que siempre despedía hiel. Se veía que odiaba su oficio, que despreciaba las imágenes que pintaba. Fue quien le gritó un día a César: «¡A ver, tráeme esa Putísima!» Aunque Bernat dijo luego que aquel juego de letras no era de Murillo, sino de Casal, el tipógrafo de El Demócrata, que un día lo había impreso en las Hojas Dominicales de la parroquia.
Ocurría eso, que había gente que oponía resistencia. Murillo, los peones ferroviarios, Ignacio.
– Anda, no seas tonto. No soy tan malo como te figuras -le decía a veces Ignacio. Pero en otras ocasiones no conseguía dominarse y soltaba un ex abrupto.
Un día, uno de esos ex abruptos fue de tal magnitud que provocó en César el mayor llanto de su vida. Ignacio se hallaba tendido en la cama leyendo y fumando. De repente pegó un brinco. «¡Fíjate, fíjate, César, lo que pone aquí…!» -Se acercó al seminarista y le dio a leer un comentario sobre las relaciones que sostuvieron San Francisco de Asís y Santa Clara… Era una acusación monstruosa, una sátira que a César le detuvo la sangre en las venas.
El seminarista miró a Ignacio.
– ¿Pero tú…?
Ignacio volvió a tenderse en la cama.
– ¡Yo qué sé, chico! Los santos eran hombres, ¿no?
César quedó estupefacto. Le entró una rabia desconocida. ¡San Francisco de Asís! Sin darse cuenta de lo que hacía se acercó a la cama de Ignacio, le arrebató la revista, la despedazó y luego le dio una patada al borde del colchón sobre el que yacía su hermano.
Ignacio se levantó de un salto e hizo ademán de agarrar a César de la solapa del pijama. El seminarista parecía llorar. Entonces Ignacio se vio de soslayo en el espejo del armario y al instante su estado de ánimo cambió. Soltó a César. Se encogió de hombros. Se pasó la mano por la cabeza. Se vistió rápidamente -la noche era calurosa- y salió dando un portazo.
Si la Rambla fuera el mar… Si hubiese podido tomarse un baño de medianoche…
Ignacio:
Te escribo desde la playa, desde la barca que tú conoces, a última hora de la tarde. No quería escribirte, no te lo mereces, pero lo hago para que veas que las chicas con brillantes en las orejas a veces no somos tan malas ni rencorosas como supones. ¿Por qué no me has escrito? ¿He de pensar que no me escribirás? ¿Dónde está todo lo que dijiste? Yo he cumplido, Ignacio. He reseguido todos nuestros itinerarios. Nuestras iniciales en las rocas… no estaban: pero ahora sí están, con el corazón atravesado.
Escríbeme, por favor. No me tengas con esa zozobra. ¿Es que estás enfermo? ¿Te ocurrió algo después de despedirnos? Me pregunto si te bañarías después de comer, y si te haría daño…
San Feliu… ha cambiado mucho en pocos días. Mucha gente se va marchando. Nosotros también nos marcharemos pronto -Muntaner, 180, Barcelona-, pues papá dice que la situación política no le gusta.
Loli me da recuerdos para ti y me dice que a ver si aprendes a estrechar la mano con corrección, que lo haces como si fueras un boxeador Un saludo de «tu novia de vacaciones».
ana maría.
A veces voy a leer donde tú y yo nos sentábamos, en la punta de Garbí. Vale.
Luego se habló de las primeras lluvias por el lado de Cadaqués… Y aquello barrió, como siempre, la gente de playas y montañas y la devolvió a Gerona. La ciudad parecía un rompecabezas, al que cada tren, coche o bicicleta llevaba una nueva pieza hasta que quedase completa. Visto desde lo alto habría sido un espectáculo maravilloso comprobar la precisión con que cada persona iba a ocupar su puesto.
Su puesto, primero en el piso que le correspondía, luego en el corazón de las familias que le recobraban; luego en el despacho, en la fábrica, en los partidos políticos…
Los partidos políticos… Apenas los calendarios anunciaron septiembre, se sintió una sacudida eléctrica. ¡La tregua había terminado! El Demócrata estaba ahí, El Tradicionalista estaba ahí. El verano no había hecho más que calentar las cabezas, acusar las diferencias. Todo el mundo había tenido tiempo de rumiar su represalia.
Los obreros de los Costa habían regresado en sus autobuses. Y se habían reincorporado a la fundición -gafas de motorista y pistola en las manos que despedían chorros de fuego-, o a las canteras de Montjuich, donde los martillos repiquetearon de nuevo. Los Costa regresaron del Norte, de comprar hierro y de bañarse en San Sebastián, y entraron en Izquierda Republicana, con sus trajes grises y la punta del pañuelo saliéndoles del bolsillo del pecho y diciendo: «Amigos, los vascos nos dan ejemplo. Elecciones municipales por su cuenta y riesgo. Hay que acabar con el Gobierno de Madrid. Vamos a celebrar Asamblea General».
Los Costa tenían una hermana soltera, Laura, quien se asustó al verlos llegar tan excitados.
Al Partido Socialista, se había presentado, ¡por fin!, Antonio Casal, y mirando el retrato de Largo Caballero que presidía el salón y señalando la puerta a la izquierda que ponía «Comité Directivo de la UGT» dijo: «Camaradas, los socialistas en Madrid y Asturias continúan repartiendo armas. Aquí parece que nos dejaremos pillar en traje de baño».
El Responsable -su expediente por lo de la imprenta estaba en un punto muerto: faltaban pruebas- convocó reunión general en el Gimnasio, CNT-FAI. Y unos sentados en los potros de madera, otros colgados de las anillas oyeron que el Jefe les decía: «Cuidado, que nosotros fuimos los primeros en zumbar, y ahora los socialistas y demás ralea pretenderán que los verdaderos proletarios son ellos».
En Estat Català, el arquitecto Ribas, el arquitecto Massana, David y Olga iban a alcanzar la máxima violencia. Valencia iba a ser declarada puerto franco, para escamotearles el tráfico a los de Barcelona y Tarragona… Querían levantar fábricas textiles en la provincia de León y en Andalucía para competir con Sabadell y Tarrasa… Y, sobre todo, el problema del campo, como si quisieran convertir el jardín que era Cataluña en un erial como Aragón, donde unos cuantos don Jorge pudieran ir de caza.
En la barbería comunista, la estrella de Víctor declinaba. La prebenda de Cosme Vila le había asestado el golpe de gracia. Todo el mundo intuyó la diferencia que había entre un jefe que lo era por azar y otro que lo era por temperamento, y porque llevaba mucho tiempo preparándose para ello. Había un carretero, un gigante, Teo, que le dijo al empleado de Banca: «Se avecinan acontecimientos. A mí y a unos cuantos camaradas nos gustaría que el jefe fueras tú». Cosme Vila se hacía el remolón. Decía que trabajar ocho horas y además ocuparse en serio del Partido, que ya había quedado constituido, era imposible. «Cuando todos los demás -describió un ademán que englobó a todos los partidos izquierdistas- se hayan estrellado entonces hablaremos…» Mucha gente se iba acercando a la barbería. Un tal Gorki, perfumista; Murillo, el decorador del taller Bernat. Sus bigotes de foca entusiasmaban al barbero. «Un pequeño trabajo, camarada, y te parecerás a Stalin», le ofrecía, tijereteando. Cosme Vila les decía a todos que lo mismo daba que el puerto franco en el Mediterráneo fuera Valencia, Barcelona o Tarragona. «Para nosotros -explicaba-, el puerto de Odesa. Por cierto, Víctor -añadía, deferente con el Jefe-, que Vasiliev me dio esas fotografías de Odesa… Aunque allí, ya lo ves, por donde la luna resbala es por las fábricas y por los aeródromos…»
En el otro lado, todo el mundo se alineaba para resistir la embestida. «La Voz de Alerta», al regresar de Puigcerdá, pasó por el pueblo de su criada, Dolores, para recogerla y llevarla en coche a Gerona. Cuando el automóvil del dentista se detuvo ante la puerta, toda la familia salió, y a poco todo el pueblo. Dolores quería que el señorito se quedara a comer con ellos. El sitio que hubiera ocupado en la mesa, habría sido respetado para siempre; pero «La Voz de Alerta» no quiso molestar.
Y además, tenía prisa. En Gerona le esperaba El Tradicionalista, le esperaban sus amigos en el casino, sus jefes, en el café de los militares. Había pasado unas vacaciones magníficas. Muchos monárquicos y mucho golf. En Puigcerdá alguien había querido casarle; él sonrió. Realizó misteriosas visitas a varios propietarios de la comarca. En cambio se negó rotundamente a poner un pie en Francia. Cuando la pelota de golf cruzaba la línea fronteriza, algún chaval se cuidaba de recogerla. Él no cruzaría la línea jamás. «La Voz de Alerta» atribuía a Francia el origen de todos los males, de la corrupción de costumbres y del ateísmo. Aseguraba que los dirigentes republicanos españoles obedecían las órdenes de los prohombres franceses, especialmente de León Blum.
Mientras el coche iba dejando a su espalda los Pirineos, le dijo a la criada:
– Bien, Dolores… Puedo asegurarle que la concentración será un éxito sin precedentes.
– ¿Qué concentración?
– Todos los propietarios del Instituto de San Isidro se concentrarán en Madrid, para protestar contra la imbécil política agraria que sigue la Generalidad.
La criada parpadeó.
– Pero… ¿los propietarios de Puigcerdá…?
– ¡De toda Cataluña!
Dolores ya estaba acostumbrada a recibir confidencias de este tipo. Contestó: «Mientras no ocurra nada malo…»
¡Qué iba a ocurrir nada malo! Los de Estat Català creían que ellos dormían, que se dejaban asustar por sus bravatas…
Don Pedro Oriol se alegró del regreso de «La Voz de Alerta». El Tradicionalista sin él era papel muerto. Don Pedro Oriol no se había movido de Gerona, salvo algún viaje que hizo con su carromato por necesidades de su negocio de bosques y madera. Su veraneo consistió en ir a diario, del brazo de su esposa, a la Dehesa, al atardecer. La Dehesa le gustaba enormemente y no era cierto, como aseguraba El Demócrata, que cuando miraba sus plátanos milenarios calculara lo que podría sacar de ellos, una vez talados, si el Municipio se los vendiera. Iba a la Dehesa porque, desde la muerte de su hijo le gustaban la tranquilidad, el fresco y la sombra de los árboles.
A su paso mucha gente humilde saludaba a su esposa, señora de expresión triste, pero dulce, ahora eternamente de luto. La muerte del hijo había unido al matrimonio aún más. Por su parte, don Pedro Oriol asistía al vertiginoso encanecimiento de su pelo. Una especie de milagro posaba de un golpe luz de plata en su cabellera.
Don Santiago Estrada… regresó de Mallorca. Sus dos hijos se fueron al Internado. Él entró en la CEDA y saludó al subdirector del Banco Arús, que copiaba no sé qué fichas sobre masonería. Le dijo:
– ¡Hombre, aquí tenemos al hombre fiel! A Mallorca tendría usted que ir. Hay mucho masón, mucho masón y mucho judío…
El subdirector, después de saludarle, extendió ante sus ojos el último número de El Demócrata, cuyo titular ponía: «Nuevo atentado de Gil Robles contra Cataluña». Don Santiago Estrada comentó: «Nuestra respuesta es ésa… concentración del Instituto de San Isidro en Madrid».
Don Jorge regresó con su esposa, sus siete hijos y las dos criadas. Estaba algo inquieto por su heredero, Jorge. Éste, a pesar de las advertencias de su padre, se pasó el verano cuchicheando con los colonos. «Señorito, si usted supiera…», le decían éstos. Le enseñaban los vidrios de las tapias, las rotas alpargatas de los chiquillos. A Jorge todo aquello le impresionaba. Su padre acabó prohibiéndole que saliera solo por los campos. «¿Qué pasa? ¿Vamos a tener un demagogo en la familia?»
Don Jorge le echó un sermón que hizo reflexionar al chico. Le dijo que los colonos estaban equivocados, que era mucho más fácil ser buen colono que buen propietario. «Ya ves la vida que nosotros llevamos, porque tenemos una responsabilidad y hay que dar ejemplo. ¿Crees que no me gustaría poder ir por ahí, por los mercados, y entrar en el café que me apeteciera, y divertirme un poco y recorrer las Fiestas Mayores de los pueblos vecinos, como ellos hacen? Figúrate que ignoro lo que son estas alegrías. Tener un patrimonio que defender es muy duro, muy duro. Ya te irás dando cuenta. Ninguno de esos hombres con quienes has hablado resistiría un mes. Se lo vendería todo y se iría a la ciudad. O pondría colonos y lo haría mucho peor que yo lo hago.»
Don Jorge al entrar en la Liga Catalana se encontró con el notario Noguer. El notario Noguer, más encorvado que nunca, con sus párpados caídos dando a sus ojos una forma triangular, estaba sentado en el sillón presidencial, ocupando de él una parte mínima. Era raquítico, y, sin embargo, tenía autoridad. Se la conferían su calvicie, su cráneo noble y lo impecable de su cuello blanco.
El notario Noguer le dijo a don Jorge que se encontraban entre dos fuegos. De una parte, la vergonzosa ofensiva contra Cataluña era un hecho; de otra los Sindicatos entregaban armas a los obreros no sólo en Madrid, sino en Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona… «Ahora ya no se trata de licencia de armas. Lo hacen a la descarada, Alianza Obrera, las Casas del Pueblo.»
Don Jorge le dijo: «Yo me encuentro muy fatigado. Lo dejo en sus manos. Pero, desde luego, nosotros nos adherimos al Instituto de San Isidro. Yo, personalmente, quiero ir a Madrid y desfilar como el primero, junto a don Santiago Estrada».
Era inaudito que don Jorge quisiera emprender aquel largo viaje. Lo que pedían los campesinos y la Generalidad debía de afectar a algo vital, al centro de lo que don Jorge creía que convenía a la tierra.
En el centro de unos y otros se encontraba situado Julio García. Era cierto que se había pasado el verano yendo de acá para allá. Muchos viajes a Barcelona, de donde siempre regresaba hablando de aquel doctor Relken de gran personalidad, que ahora se encontraba allí… También era cierto que cultivaba un fichero particular de suicidas. Ciento sesenta y ocho fichas; con el taponero de San Feliu ciento sesenta y nueve…
Ahora Julio tenía uno por uno todos los hilos del rompecabezas de la ciudad en la mano. Disfrutó mucho viendo que a Comisaría volvía a llegar el personal, que todos los agentes y guardias se incorporaban a sus puestos, que la tertulia del Neutral volvía a completarse, que en la barbería de Raimundo volvía a hablarse de corridas de toros, que el Orfeón volvía a cantar.
Raimundo había visto dos corridas de toros en el verano, en Barcelona, y dijo: «Hay que ver. Hay que ver un cuerno de cerca para saber lo que es. A los extranjeros que critican las corridas querría yo verles allí».
Julio tenía los hilos de Gerona en la mano. Era quien mejor sabía lo que iba a pasar. Concedía suma importancia a la Asamblea de propietarios en Madrid y decía que había que tomar represalias contra todos los que asistieran a ella. «Caiga quien caiga, ésa es mi opinión.» Los arquitectos Ribas y Massana asentían, pero les parecía todo aquello de mucha trascendencia.
Julio les dijo, a ellos, al doctor Rosselló y a los Costa, con quienes celebró una reunión:
– No vamos a dejar que el Responsable nos de lecciones, ¿verdad?
– ¿Por qué lo dice?
– Pues… porque él y su sobrino, el Cojo, se van a Madrid, dispuestos a armar bulla en la manifestación.
Era cierto. En el bar Cataluña se lo habían dicho a Ignacio. Tío y sobrino ya tenían los billetes. Habían dicho: «Vamos a ver si hacemos tragar un puro a alguno de esos propietarios». Por lo demás, el aspecto catalanista de la revolución de que se hablaba les interesaba poco. Ellos eran de la CNT-FAI. Querían hablar con los anarquistas de Barcelona, desde luego, pero también con los de Madrid. El Responsable no había olvidado a José, el primo de Ignacio. Cuanto más tiempo pasaba, más le parecía que era un elemento de gran valor, que en Madrid debía de actuar con gran eficacia.
Julio hablaba con unos y otros, con una elasticidad que asombraba a Matías Alvear. Tan pronto estaba en la redacción de El Demócrata como David y Olga le encontraban en el jardín de la Escuela contemplando el surtidor. Se iba a Telégrafos a ver a Matías y a Jaime, se pasaba una hora en el balcón de su casa, fumando, con el sombrero ladeado y acariciando la tortuga. A veces entraba en la barbería comunista a afeitarse. Le gustaba porque siempre había mujeres. En la Rambla no faltaba nunca si se tocaban sardanas. En su casa oía música y cante flamenco y hasta canciones de Navidad. A Ramón el camarero le hablaba de Nietzsche, de Voltaire, de Kant… Con frecuencia se iba al cuartel de Infantería a jugar una partida a las damas con el coronel esquelético, el coronel Muñoz… Iba a todas partes, cuidaba de todo el mundo… excepto de su esposa, doña Amparo Campo. Hasta el punto de que ésta le había dicho: «Si no fuera una mujer decente, te aseguro que me iría con otro hombre».
Julio conocía la psicología de la ciudad. Y sabía que una noticia dada en el Neutral pasaba inmediatamente a oficinas, talleres, fábricas. En aquel comienzo de septiembre todo tomaba grandes proporciones. El recuerdo del verano, la posibilidad entrevista por los obreros de mejorar su suerte y de vivir una vida libre les hacía más insoportables las naves de las fábricas. En la fábrica Soler, inmensa, los capataces de cada sección sentían rebotar en sus rostros las miradas agresivas, especialmente de las mujeres. En las oficinas los codos se pegaban a las mesas con mala voluntad. ¡Cataluña, Cataluña! Cataluña rigiéndose por sí sola cambiaría aquel estado de cosas.
Era un septiembre prematuramente frío. Cada persona ocupaba su lugar. Los afiladores reaparecieron por las calles: «¡Cuchillos, tijeraaaas…!» A uno de ellos, amigo del patrón del Cocodrilo, que tenía fama de haber recorrido media Europa, éste le preguntó: «¿Cómo te las arreglaste para llegar hasta Rusia?», y él contestó: «Siguiendo la rueda…» Los remendones de paraguas, gitanos en su mayor parte, subían por los pisos pregonando: «Arreglo paraguas, arreglo». Y la gente, sin exceptuar Carmen Elgazu, les daba trabajo, pues corría la voz que aquel invierno sería particularmente lluvioso. En el cementerio, las flores de los muertos con uniforme de la guerra de África se marchitaron con el viento, como era su deber: Mosén Alberto pudo liberarse de la cama y subió a leerles otra extraordinaria carta del vicario de Fontilles. El hijo adoptivo del cajero, Paco, entró por primera vez, carpeta bajo el brazo, en la escuela de Bellas Artes, con un traje azul marino que dejó boquiabiertos a los niños del Hospicio, sus antiguos compañeros. Ernesto, el vejete que recogía excrementos en las procesiones, fue hallado inerte en plena calle, y fue llevado primero al Hospital y más tarde al Manicomio, pues al recobrar el conocimiento se puso a cantar interminables motetes de Viernes Santo, sin que nadie pudiera contenerle. Los limpiabotas invadieron de nuevo el Cataluña y los cafés.
Las piedras del barrio antiguo permanecían inmóviles. La Catedral, las capillas del Calvario, los olivares de propietario desconocido. A mediodía se oían las campanas, al anochecer los cerrojos de las iglesias. En la Dehesa apuntaba el amarillo en las hojas, el Oñar recibía rejuvenecidos caudales que animaban la ciudad. De vez en cuando, la tramontana. De vez en cuando, el sol. Los viejos salían a tomarlo en los lugares de siempre: en la Gran Vía, en el Puente de Piedra, en la vía del tren. El número de bicicletas había aumentado, los guardias urbanos sudaban la gota gorda. Los escaparates se iluminaban. Pasaban, uno tras otro, los tres hombres-anuncio que César, con la ayuda de Julio, consiguió colocar… Los soldados se iban a ver a la Andaluza; la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria habían asombrado a todas las mujeres de la ciudad, especialmente a las del taller de costura de Pilar, al ponerse un elegantísimo sombrero para ir a misa.
Los periódicos catalanes se lanzaron a la ofensiva. La Generalidad, en términos solemnes, se dirigió al Gobierno de Madrid exigiendo el reconocimiento inmediato de una serie de privilegios sociales, de orden público, administrativos, que se había abrogado. Y por supuesto, la aceptación de la Ley de Contratos de Cultivo.
La respuesta fue negativa. Y por su parte el Gobierno denunció, por medio de El Debate, que unos misteriosos portugueses habían llegado a Madrid y vendido un arsenal de armas a los socialistas. Armas de procedencia danesa, que en un principio iban destinadas a dar un golpe de Estado en Portugal, golpe que había sido planeado con pleno conocimiento de Azaña, pero que había fracasado antes de empezar. Ahora las armas iban aumentando los depósitos de las Casas del Pueblo y muchas partían vía Asturias.
Ignacio se enteraba de todo aquello en el Banco y por los periódicos, como todo el mundo, pero especialmente por una nueva amistad que había contraído: una muchacha de dieciocho años, a la que llamaban Canela, la discípula predilecta de la Andaluza, la gran adquisición de la patrona cara al invierno…
La muchacha, que recibía en su habitación a gente de todos los estamentos sociales de la ciudad, estaba al corriente de todo; pero le decía a Ignacio: «A nosotros, ¡plin! ¿No te parece? Tanto valen los unos como los otros». Y siguiendo su tradicional costumbre, le hacía cosquillas en los costados. Ignacio entonces pegaba un brinco. «¡Canela, no seas loca!» Pero Canela, muerta de risa, continuaba persiguiéndole, desnuda, por la habitación.
Un día, al salir de casa de la Andaluza, Ignacio se encontró con César a boca de jarro, al doblar la esquina de la Barca. El seminarista disimuló. Le dijo:
– ¡Hola! ¡Qué casualidad! ¿Vas hacia casa?
Ignacio, molesto por el encuentro, contestó que sí. Y emprendieron el regreso juntos, sin hablarse. Llegaban del mismo barrio; y, sin embargo…
– Ha refresco.
– Sí.
En el trayecto vieron gran cantidad de forasteros, hombres de edad, bien vestidos, que descendían de unos autobuses y se dirigían a la estación. Eran propietarios, los afiliados al Instituto de San Isidro, que se concentraban para asistir a la Asamblea de Madrid. Don Jorge y don Santiago Estrada presidían la comitiva. El Responsable y el Cojo habían salido un par de días antes…
Más allá, en la Rambla, que estaba abarrotada, se tocaba la Santa Espina. Banderas con las cuatro barras de sangre. Los militares tomaban vermut, «La Voz de Alerta» estaba con ellos, limpiándose los lentes de oro.
Los dos muchachos subieron a casa y Matías Alvear les comunicó, en tono molesto: «En Telégrafos ya vuelven a las andadas. Un mequetrefe que ingresó el mes pasado me ha dicho sin rodeos que le gustaría que me trasladaran por ahí, a Cuenca o Cáceres». Carmen Elgazu abrió El Diario Vasco que Matías acababa de traerle de Correos. Y mientras leía lo que ocurría en el Norte dijo: «Si el traslado ha de llegar, pide Bilbao».
Los periódicos hablaban sin cesar del fascismo, «de los crímenes que cometían los "fascistas" a las órdenes de José Antonio Primo de Rivera, hijo del Dictador». Se decía que en el mismo Barcelona funcionaban unas escuadras de Falange, «que llevaban camisa azul y unas flechas bordadas en el pecho».
La agitación aumentaba y, entretanto, en el Banco Arús, el subdirector se frotaba las manos. Cuanto más hicieran, mayor sería el triunfo de la CEDA. ¿Quién organizaba la ofensiva? Los masones. Ignacio le decía: «A mí me parece que todo eso es popular, es espontáneo». El subdirector, sin mirarle, movía repetidas veces la cabeza.
Ignacio había terminado por tomar en serio al subdirector. Era un monomaníaco de la masonería, pero tal vez ser monomaníaco fuera el único sistema de enterarse en serio de algo. A Ignacio le parecía que espigar aquí y allá, como se hacía en el Bachillerato, no conducía a nada.
La teoría de que la campaña, por múltiple que pareciera tenía una cabeza directora, acaso no fuera del todo inverosímil, reflexionándolo bien. En realidad, repasando la prensa y oyendo las radios se llegaba a la conclusión de que los puntos básicos del malestar eran los mismos en todos los sectores de la opinión, y que muy bien podían haber sido redactados en un despacho, por una sola mano. ¡Era tan fácil conseguir adeptos! Con decirle al de Impagados: «Los propietarios van a Madrid para impedir que en el Banco te aumenten el sueldo», tenía uno la seguridad de contar con una voz más en el coro.
La insistencia del subdirector en que esa sola mano eran los masones, había conseguido preocupar a Ignacio. Éste no olvidaba que por fin fue el subdirector quien tuvo razón al afirmar que Julio protegería al Responsable. ¿No era inaudito que la destrucción de un periódico, en un país de prensa libre, no trajera consecuencias? ¿No era cierto que la elasticidad de Julio desbordaba los moldes de cualquier Partido, que sus fines parecían más ambiciosos que los de Estat Català o Izquierda Republicana?
Pero Ignacio no conseguía ordenar sus ideas. «¿Qué buscarían, en definitiva, los masones? ¿Por qué tendrían representantes en todas partes, en la Rambla en las audiciones de sardanas; en el consejo de Redacción de El Pueblo Vasco, que leía Carmen Elgazu, entre los que en Madrid esperaban a don Jorge y a don Santiago Estrada para saldar cuentas?»
Un día le dijo al subdirector:
– Me gustaría que me explicara en serio lo que significa la Masonería. Si usted quiere, un día de éstos, cuando los demás se marchen, nos quedamos aquí, pretextando cualquier trabajo, y hablamos.
El subdirector le miró. Y observando que la petición era sincera, contestó: «De acuerdo. No perdamos tiempo. Hoy nos quedamos».
Fue un gran acontecimiento para Ignacio. Cuando todos los empleados se hubieron marchado, y sólo se oyó la intermitente tosecilla del director en su despacho, el subdirector, sentado en la mesa frente a Ignacio, con la luz de la lámpara iluminando su calvicie y su cajita de rapé, se explicó. Le dijo que «lo mejor era que le hiciera las preguntas que quisiera y él le iría contestando. ¿Quería saberlo todo? ¿Desde lo pequeño a lo grande? Mejor. ¿Desde lo que significaba la Logia de Gerona, la de la calle del Pavo, hasta esas palabras tan sonoras como Gran Oriente…? De acuerdo. Quedaría satisfecho».
«Pues sí… en Gerona los masones, tal como ya sabía, tenían la Logia en la calle del Pavo. El mayor iniciado era aquel coronel esquelético que había visto, que tenía el grado de maestro, el coronel Muñoz. Julio García tenía el grado de compañero, pero ascendería a maestro pronto, de ello no cabía dudar… Su objetivo local era detener el auge de los partidos derechistas, unir en un solo bloque todas las fuerzas izquierdistas, para extirpar de Gerona su sentido religioso y tradicional, y disminuir el poder del Ejército. Ya conocía a Julio… Creían en el progreso, en la ciencia, en lo funcional… Por eso se captaron a los arquitectos Ribas y Massana, que ahora soñaban en construir un rascacielos en el centro de la ciudad, que eclipsara la sombra maléfica de la Catedral. Por eso formaba parte de la Logia el doctor Rosselló, porque quería revolucionar el sentido paternal de la medicina que siempre hubo en el país, substituyéndolo por las frías vitaminas y los fríos instrumentos de cirugía. El doctor Rosselló era partidario del aborto, de la eutanasia, y no le gustaba que las enfermeras del Hospital fueran monjas… Pero tenía un hijo que había descubierto sus andanzas y le trataba continuamente de inmoral, lo cual impedía al doctor Rosselló ser feliz. ¿Más datos…? Antonio Casal, tipógrafo de El Demócrata, era personaje clave y acababa de ingresar en la Logia. Pronto le señalarían su puesto… Los Costa, en cambio, que eran muy sinceros y muy buenas personas, no habían querido nunca nada con la Logia, a pesar de los esfuerzos de Julio. El coronel Muñoz, que tenía dinero, era en realidad el empresario de todos los cines de la ciudad, aunque no había conseguido serlo del Teatro Municipal. Los espectáculos eran también muy importantes y con sólo prestar atención a los títulos de las películas y revistas presentadas en la última temporada la trayectoria quedaba clara…»
«¿Que cuántos grados había en la Masonería? Actualmente, en la mayoría de Grandes Logias, tres: Aprendiz -lo eran Casal y el doctor Rosselló-, Compañero -lo eran Julio y los arquitectos- y Maestro -lo eran el coronel Muñoz-. Todos a las órdenes de un Gran Maestro, de un Caballero de Malta, de un Caballero Rosa-Cruz…etc… Según los ritos. El Gran Maestro de los masones de Gerona era Pérez Farras, de Barcelona. En cuanto a los ritos, los principales eran, ahora, seis: el inglés, el escocés, el… ¡Bien, fuera listas, si no le gustaban!»
«¿Origen de la Masonería? Los masones no se andaban con chiquitas. Lo remontaban a la construcción del Templo de Salomón y algunos retrocedían más aún, hasta el levantamiento de la Torre de Babel… ¡Tenía gracia el nombre, pensando en su compañero de oficina! En fin, en cualquier caso, se trataba de la construcción de un Templo. De ahí que el dios masónico se llamara Gran Arquitecto del Universo -lo cual encantaba a Ribas y Massana-, que sus sesiones se llamaran Trabajos y los símbolos de sus rituales lo fueran de material de construcción o de albañilería: la escuadra, la paleta, el martillo, el compás, la plomada… Y que Hiram, su mito principal, fuera un obrero fundidor del Templo de Salomón, citado en la Biblia. Si un día iba al Hospital, vería que en todos los instrumentos del doctor Rosselló figuraba un pequeño triángulo… Aquello no era muy ortodoxo, pero así lo había hecho.»
«¿Si la antigüedad que se atribuían era verídica…? En absoluto. Se la atribuían, esa era la palabra, para no flotar sobre la nada. El propio Julio se lo confesó al coronel Muñoz… En realidad, los llamados masones antiguamente eran simplemente teósofos, alquimistas, iluminados, etc. -el padre del Responsable hubiera sido uno de ellos-, que trabajaban cada uno por su lado o en grupos dispersos. Más tarde fueron Corporaciones sueltas, nacidas para protestar contra la disciplina social que imponía la Iglesia. Pero en realidad no hubo Logias disciplinadas, obedeciendo a Constituciones, hasta… 1717 exactamente. La cosa empezó en Inglaterra, Desde entonces se constituyeron en otra Iglesia, con jerarquía, liturgia, dogmas e incluso premios y castigos «¿Que dónde había mayor número de masones; si en Inglaterra o en… Gerona? ¡Bueno, si bromeaba, le iba a dejar plantado! El número de masones en el mundo se calculaba en tres millones y medio, de los cuales tres millones se reclutaban en las Islas Británicas y en América del Norte. En Gerona no eran más que once… Un equipo de fútbol.»
«Ah, ya le demostraría que no era un fanático, que sabía distinguir y no veía lobos de mar en la montaña. Respecto de la religión, el comportamiento de los masones variaba. Los masones anglosajones habían conservado siempre cierto tono espiritual, con sus obras filantrópicas, la práctica de la asistencia mutua, su culto a la prudencia. Claro que acaso fueran los peores, pues siempre actuaron sin escrúpulos y apoyándose en el Imperio habían pretendido ser los amos de la tierra. Pero, en fin, aun cuando sus ataques contra la Iglesia Romana hubieran sido feroces, por lo menos no excluían la idea de Dios, aunque fuera un dios a su manera, un dios inglés, albañil o jugador de cricket. En cambio, los franceses… Julio sabía algo de ello… El Gran Oriente de Francia se había declarado oficialmente ateo, Contra-Iglesia, seglar en su Constitución. Había jurado el exterminio del cielo, declarado la guerra a toda idea mística o simplemente espiritual. El obrero fundidor, Hiram, en su ritual representaba el buen Republicano asesinado por la Reacción. El Hombre era libre, con mayúscula, el Absoluto no existía porque contradecía las ventajas de la evolución. ¿No le sonaba este tipo de literatura? El Demócrata andaba lleno de ella. ¡En Gerona todo el mundo quería ser libre, con mayúscula! Y la moral natural bastaba: David y Olga, Cosme Vila llamando a la esposa compañera. ¡Todos los acontecimientos de España tenían su origen en aquel vocabulario! Los gobernantes españoles se habían aliado a la Masonería francesa. Prieto, Martínez Barrios y demás formaban parte del Gran Oriente, con el grado 33…»
»¿Qué significaba este grado? La explicación era poética, iba a ver.
»¡Incomprensible la pobreza de imaginación de la Masonería francesa! La misión de los grados 33 -Martínez Barrios, Prieto- era, sobre todo, social y política. En Inglaterra durante mucho tiempo, buscaron el apoyo de la nobleza. En Francia, fieles a la divisa Igualdad por abajo y queriendo emanciparse de la Gran Logia inglesa, persiguieron la destrucción del Papa y del Rey. ¿Qué cómo lo sabía…? ¡Bah, no había más que estudiar su ritual! En las reuniones daban tres golpes, luego uno, luego dos: 3-1-2, en alusión a la fecha 1312 después de Jesucristo, año en que el Papa y el Rey destruyeron la Orden de los Templarios. Podría dar mil detalles demostrando que ésta era la finalidad de la Logia Francesa. Los Grandes Maestros prepararon la Revolución francesa. La divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad era la de su ceremonial. ¡La redacción de los Derechos del Hombre! ¡La edición de la Enciclopedia! Todos los amigos de Diderot eran masones.»
»Por lo demás, ya la Revolución americana había sido obra masónica. Washington y Franklin fueron también Grandes Maestros. Y la inglesa… Todas las revoluciones las preparaban ellos, para imponer su concepción del mundo basada en la Inteligencia sobre la Moral, en la Ciencia y en la Felicidad gracias al Progreso. Donde estallara una revolución, grande o pequeña, allí estaban los masones. ¡La hoja de la guillotina tenía forma de triángulo! Ellos prepararon la caída del Imperio ruso; el culto a Caín había sido muy popular en las Logias. España era para ellos una espina clavada, por la expulsión de los judíos, por la creencia en la Virginidad de María, ¡por tantas cosas! Sobre todo por haber rechazado la Reforma. Ahora veían la ocasión, pues la República obedecía sus órdenes. Y preparaban el levantamiento en Cataluña y la revolución en el resto del país.»
»De acuerdo, de acuerdo, debía de haber masones idealistas, de buena fe. Pero la mayor parte operaban por ansia de poder temporal, por resentimiento contra el Dios Todopoderoso, por odio contra el triunfo de la Iglesia. No podían soportar aquello de Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré, etc… De ahí que su obra llevara una especie de estigma diabólico. Cada paso que daban era una desgracia para la humanidad, a veces sin que ellos lo advirtieran.»
»Por ejemplo, no hacían más que allanar el terreno al comunismo. En fin, conducirían el mundo al desastre, utilizando desde el cine y la prensa, hasta la asfixia de pequeños Bancos como el Arús. El elemento judío influía en ello, pues no perseguía sino el provecho económico, a costa de lo que fuera. No, nada de teorías. Sentencias contra Reyes habían sido decretadas en las Logias, como la de Luis XVI. Caídas de regímenes se habían decretado en las Logias, como la de la Monarquía española. ¿Quería más datos? En la Logia de Gerona se había decretado la destitución del alcalde y en el Hotel Oriente de Barcelona la implantación del separatismo en Cataluña.»
Y para demostrar que no tenían prisa, en Gerona habían elegido como mascota la tortuga… Julio era el personaje clave. Ese doctor Relken del que siempre hablaba era un agitador profesional, con lentes de sabio. Le conoció en París, ya estaba en Barcelona, algún día se lo traería a Gerona. Mimaría mucho a Casal y no cejaría hasta que éste se hiciera cargo del partido socialista y de la UGT… ¿Quién si no Julio había mandado a Madrid al Responsable y al Cojo? Podía cobrarse el haber enterrado su expediente por lo de la imprenta, ¿no era eso? Y el día que se diera cuenta de quién era Cosme Vila… le invitaría a su casa a oír unos discos. Pero con Cosme Vila perdería el tiempo. Los comunistas estaban por encima de los masones, los utilizaban como monigotes. En fin, pedía perdón por tanto detalle erudito, pero… valía la pena. Si algún día quería hacer abortar a una chica, ya sabía: el doctor Rosselló. Si quería construir un rascacielos en Gerona, donde diez mil conciudadanos vivieran como hormigas, ya sabía: los arquitectos Ribas y Massana. Si escribía un sainete pornográfico, ahí estaba el coronel Muñoz: lo representaría en el Albéniz. ¿Quería un nuevo dato…? -El subdirector bajó la voz-. El director, su director, el director del Banco Arús, que estaba en el despacho de al lado… era masón. ¡Faltaba un experto en materia financiera, ¿no era cierto? ¡Y un tesorero…!»
Ignacio se quedó preocupado. Todo aquello tenía visos de realidad. La voz del subdirector, sus ojos de buena persona, no mentían. ¡Veinte años de especialización! Hay que ver las cosas que aquel hombre calvo sabía sobre Masonería. Lo que debía de saber aún. El subdirector acababa de obtener un gran triunfo sobre Ignacio.
Mientras tanto, afuera, en el ambiente ciudadano, el triunfo correspondía, de momento, al Responsable y el Cojo. La Asamblea de propietarios en la capital de España se había celebrado. La CNT de Madrid se había lanzado a la calle en señal de protesta. Hubo muertos, heridos; nadie conocido. Pero el Responsable y el Cojo regresaron triunfalmente contando que un tipo gordo, de Lérida, que en plena Puerta del Sol había encendido un puro con un billete de veinticinco pesetas… ya no encendería ninguno más. ¡Hurra! Blasco, el Grandullón, los dos yogas les dieron la mano. Y todos juntos fueron a la Piscina, donde ya no había nadie, de la que el mal tiempo había barrido los cuerpos desnudos. ¡Gran triunfo! Ellos eran vegetarianos, fuertes, soportaban el frío.
Don Jorge y don Santiago Estrada habían regresado. «Han matado a un propietario de Lérida, un gran conocedor de la Agricultura. Y otros… Esto es una calamidad. Madrid está en manos del populacho. Largo Caballero sigue las órdenes del Komintern. Verdaderamente, se puede esperar cualquier cosa.» Mientras tanto David y Olga habían abierto, en el salón anexo a la Biblioteca Municipal, la exposición de trabajos manuales que los alumnos habían ejecutado en San Feliu. Las muñecas y los paisajes de corcho eran una nota de paz en el ambiente.
La violencia con que don Jorge, don Santiago Estrada y los demás propietarios fueron recibidos, sobrepasaba todos los cálculos. El «caiga quien caiga» de Julio se estaba convirtiendo en realidad. Se celebró una reunión de todos los dirigentes izquierdistas y se mandó un mensaje a la Generalidad, pidiendo permiso para destituir a los asistentes a la Asamblea de Madrid, de todos los cargos públicos que ocuparan en la provincia. El diputado de Izquierda Republicana, Joaquín Santaló, cuñado del cajero, recorrió los pueblos para demostrar a los campesinos que no estaban solos, y exhortándoles a organizar en Gerona, sin pérdida de tiempo, una concentración que fuera la contrarréplica a la de Madrid. «Todos vosotros, campesinos de Gerona, tenéis que acudir a la ciudad, con vuestras manos callosas y vuestras alpargatas, a demostrar vuestra voluntad de defenderos y de defender vuestras familias.»
La agitación entre los campesinos y la actividad que éstos demostraban tuvieron una repercusión inmediata sobre la atmósfera reinante en las fábricas. En la fábrica Soler, en la de Industrias Químicas, en la fundición de los Costa, en los talleres los obreros decían: «Los campesinos nos dan el ejemplo. Tenemos que hacer algo. Huelga, lo que sea». Y pedían que El Demócrata publicara la lista de los industriales que pagaban salarios de miseria.
Hacia el atardecer, la Rambla era un hormiguero. Ya no eran las pacíficas parejas que Ignacio viera al salir del Seminario. Todo el mundo se concentraba allí, comentando los acontecimientos. La Torre de Babel destacaba siempre un palmo más que los demás. En el bar Cataluña los limpiabotas ponían en marcha la radio y el dueño había instalado un altavoz. Desde la Generalidad se enumeraban los atentados contra Cataluña. Y cuando el clima subía como una ola, y se veía al Cojo pasar corriendo, o a los arquitectos Ribas y Massana entrar y asomarse al balcón de Estat Català, entonces, de repente, el cielo se cubría de octavillas. Los tejados y las azoteas lanzaban centenares de octavillas que iban cayendo lentamente. Anónimas, sin firma, en colores rojo y amarillo, las cuatro barras de sangre. Algunas de estas octavillas se posaban en el balcón de los Alvear y Matías las leía. Reconocía en el estilo la mano de Julio. Ignacio negaba, decía que no. Canela le había asegurado a Ignacio que Julio siempre nadaba y guardaba la ropa, que actuaría sin dejar pruebas de ello.
Los atletas en el Ter hinchaban los pulmones, los timbres de las bicicletas sonaban, César recibió una nota del Collell, de su profesor de latín, anunciándole que no se moviera de Gerona hasta nuevo aviso, doña Amparo Campo estaba indignada porque, con todo aquello «La Voz de Alerta» tenía coche y Julio no.
– No te asustes, seré muy breve. Sólo desearía que no me interrumpieras. Hablaremos como siempre hemos hablado tú y yo, y como yo entiendo las cosas. Todas las excusas que puedas darme las conozco: que vas allá para conocer el ambiente, para tener experiencia y demás. ¡Bah!, a tu edad se va «para hacer el hombre». Me he informado sobre esa mujer. Sí, comprendo que no es lo corriente. Pero yo quiero advertirte que las de su edad son las más peligrosas… ¿Me comprendes? Pero hay algo más. Tú estás convencido de que no va contigo por dinero, que te quiere. De acuerdo. Pero vas a ver cómo te llevas la gran sorpresa. Cualquier día te enterarás de que le está diciendo lo mismo a cualquier chulo imbécil. Hijo mío…me darás una gran alegría si no vuelves por allí. Eres el mayor y tienes una gran responsabilidad. Además… te esperan cosas más importantes. Yo tengo una gran confianza en ti. Una confianza ciega y eres mi gran orgullo de pobre hombre. A veces, en Telégrafos, pienso que pierdo el tiempo, pero cuando me acuerdo de ti hasta el papel de los telegramas me parece de color de rosa. Y tu madre lo mismo. Si a veces te parece que prefiere a César, te equivocas. Lo que pasa es que, ya sabes… Para ella un hijo cura es lo máximo. Pero te quiere tanto como yo, que ya es decir…
»Por último…créeme, por ahí no aprenderás nada. Al principio parece una gran experiencia y que esas mujeres saben la verdad de todo, pero no lo creas. Cuando los hombres van allí muestran lo peor y de esto ellas no pueden darse cuenta. Y luego… luego verías que siempre es lo mismo.
Antes de levantarse añadió:
– Si no me haces caso, tendré que tomar otra determinación.
Ignacio se afectó. Su padre había hablado con gran dignidad. Se sintió al descubierto, se halló desnudo. Hombre de experiencia su padre. Gran persona, mucho mejor que él.
¿Quién le habría dado la pista? Su madre llevaba varios días mirándole a los ojos… ¡Tomar otra determinación! ¿Por qué aquella amenaza? ¿Y qué sabía su padre de Canela?
«Cualquier día te enterarás de que le está diciendo lo mismo a cualquier chulo imbécil.» Un gran desasosiego le invadió. Comprendió que era grave vivir tranquilamente varias vidas a un tiempo. Sin embargo, Canela no era como las demás. Tenía un gran sentido común. No era cierto que a su lado no se aprendiera nada.
Claro que tal vez todo aquello le distrajera de los libros. Éstos estaban sin abrir. Pero… ¡ocurrían tantas cosas! ¿Qué hacer?
«Eres mi gran orgullo de pobre hombre… Cuando me acuerdo de ti, hasta el papel de los telegramas…»
Los ojos de San Ignacio continuaban fijos en él.