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El día 29 de septiembre se verificó la concentración de campesinos. Seis mil hombres, capitaneados por el diputado Joaquín Santaló, los Costa y los directores de Estat Català y la UGT, invadieron las calles de la ciudad gritando: «¡Viva Cataluña Libre!» Llovió mucho, la tierra se convirtió en barro, los manifestantes se hundieron en ella afirmando su voluntad de que las raíces de la revolución fueran profundas. «La Voz de Alerta» reseñó el acto titulando la primera página de El Tradicionalista: «Campesinos convertidos en lobos de mar. Concentración agraria pasada por aguas». El Comisario arengó a los campesinos: «Regresad a vuestros hogares. Espero que, llegado el momento, cada uno sabrá cumplir con su deber».
El día 3 de octubre, una Comisión formada por representantes de todos los izquierdistas decretó la huelga general. Gerona entera quedó paralizada. El día 5 fue asaltado el centro de la CEDA y una hoguera redujo a cenizas sus muebles, los retratos de la Presidencia, la jovialidad de don Santiago Estrada y algunas carpetas del subdirector.
En las primeras horas de la mañana del día 6 llegó la esperada consigna de Barcelona. El golpe contra el Gobierno de Madrid era inminente. Los gerundenses sabían lo que tenían que hacer. Cada uno en su puesto.
Matías fue quien recibió el despacho para el Comisario que confirmaba el aviso telefónico; y lo cursó, consciente de lo que aquello significaba.
El Comisario de la Generalidad, al recibirlo, extendió en el acto la orden de destitución del Ayuntamiento y de ocupación del edificio. Y simultáneamente la emisora anunció a los ciudadanos que el momento había llegado, y que debían abandonar sus casas y concentrarse todos en la Plaza Municipal y calles adyacentes.
Familias cogidas de la mano se dirigieron hacia el lugar señalado, y en el camino iban enlazando unas con otras formando la gran cadena.
El momento era histórico. Solemnes coches iban y venían con misterio, ocultando tras los visillos las cabezas rectoras del movimiento.
La masa movilizada era impresionante. Distaba mucho de ser la ciudad entera, pero era suficiente para imponer la opinión y para enardecer a los tímidos. Las filas se iban apretando y todo el mundo, formado ante el edificio del Ayuntamiento, esperaba las órdenes definitivas. Por fin una gigantesca bandera catalana apareció en el balcón. Sus vivos colores flamearon ocupando la fachada. Y un hombre vestido de negro, el nuevo alcalde -el Jefe de Estat Català, arquitecto Ribas-, con voz emocionada y rotunda, levantando los brazos, proclamó en Gerona el Estado Catalán dentro de la República Federal Española.
¡Cataluña independiente! El grito recorrió la plaza y las calles abarrotadas. Los altavoces proclamaban la noticia de que Cataluña entera había respondido al llamamiento. ¡Cataluña independiente! Un pueblo alcanzaba su meta; las gargantas no podían expresar lo que las almas sentían.
Banderas con las cuatro barras de sangre florecían en las manos, en las ventanas. Y el himno antiguo y venerado tronaba por doquier, una y otra vez.
¿Dónde estaban los representantes del Gobierno de Madrid? Se decía que el alcalde había huido, que el comandante Martínez de Soria había desaparecido del Cuartel. «La Voz de Alarma» se encontraba en el pueblo de su criada Dolores. Estado Catalán dentro de la República Federal Española.
Ignacio, desde el balcón, asistía al ir y venir de la multitud, asombrado de que todo ocurriera de tan sencilla manera… Por dos veces vio pasar a David y Olga, descompuestos de emoción, llevando cada uno una bandera. Le habían hecho un gesto como diciendo: «Ya lo ves…» Y habían doblado la bocacalle que conducía a Comisaría, donde se decía que estaban reunidas las nuevas autoridades.
Las radios continuaban informando. En la provincia de Barcelona centenares de rabassaires se dirigían a la capital por carretera y caminos para ayudar a las fuerzas de la Generalidad. Al parecer, el Gobierno de Madrid no sabía qué hacer. ¡Por lo visto no habían creído que la cosa fuera tan seria! En Asturias los mineros, perfectamente equipados, habían formado un verdadero ejército, que en aquellos momentos se dirigía también hacia Oviedo.
Matías, en Telégrafos, no cesaba de pasarse el lápiz de una a otra oreja y de comunicar con su hermano de Burgos. El patrón del Cocodrilo mandó un recado a César: «Si pasa algo, ven aquí…» El seminarista se colgó los auriculares de la galena. En cuanto a Ignacio, el espectáculo de Gerona, sin una sola voz que gritara «¡Españoles!», le sacaba de quicio. ¿Dónde estaba don Santiago Estrada, su optimismo y el desfile de sus juventudes? Las rejas del café de los militares parecían haberse encogido.
Las horas transcurrían vertiginosamente. Pasaban camiones y de los pueblos llegaban mensajeros que transmitían de un lado para otro la buena nueva. Camallera, nuestro; San Feliu nuestro, Figueras nuestro, Puigcerdá nuestro… Los hermanos Costa, escoltados por sus canteros recorrían la ciudad. En cambio, el Responsable y sus monaguillos no se veían por ninguna parte. En el Hospicio, un hombre vendado apareció en el tejado y, acercándose al campanario, clavó en él una bandera. En el Manicomio, los locos se paseaban, agitados sin saber por qué. El camarero Ramón, en el Neutral, se estrechaba sin cesar el lazo del cuello, consciente del momento que vivía.
A última hora de la tarde, cuando ya las sombras descendían sobre la ciudad, Matías llegó de Telégrafos y prohibió a Ignacio, César y Pilar que salieran de casa. Se decía que iban a cortar la corriente eléctrica y aquello resultaría peligroso. Carmen Elgazu propuso cerrar todas las ventanas y rezar las tres partes del Rosario.
Matías acertó. A las siete y media de la tarde en punto, y en el momento en que un camión en el que habían instalado un altavoz y una ametralladora cruzaba el Puente de Piedra conminando a la gente a que se concentrara ante Comisaría, la ciudad quedó a oscuras. Los faroles de la Rambla se apagaron. A lo largo del río, todas las luces se hundieron en la nada. La gran iluminación del Ayuntamiento se eclipsó. Fue algo insólito y espectacular. Los manifestantes tropezaban unos con otros, contra las sillas de los bares; sus movimientos eran torpes. Hasta mucho después los ojos no empezaron a acostumbrarse a aquella oscuridad. Entonces la gente pareció recobrarse. Se decía que aquello era un sabotaje y era preciso no dejarse amedrentar.
Pero en aquel momento, por el lado de los cuarteles de Infantería, situados detrás del Seminario, se oyó un redoble de tambores. Era un redoble rítmico que se iba acercando, que descendía hacia la parte baja de la ciudad. Gerona entera calló para oírlo.
Alguien corrió Rambla abajo, abriéndose paso, como llevando un mensaje.
¿Qué pasaba? También de los cuarteles de Artillería iban saliendo soldados, en perfecta formación. Los oficiales en cabeza, marcialmente, a lo largo del río, hacia la Plaza Municipal. Al frente de todos, montado sobre un caballo blanco, el Comandante Jefe de Estado Mayor. Detrás, el comandante Martínez de Soria. Eran dos columnas que iban a confluir en el Puente de Piedra.
Nadie sabía si aquellos piquetes de tropa eran amigos o enemigos. A ambos lados del Jefe de Estado Mayor, soldados con antorchas.
De súbito se oyó un toque de corneta. ¡Estado de guerra! Sin bajar de su caballo, mientras oficiales y números presentaban armas, el comandante leyó el Bando declarando el estado de guerra en la ciudad. ¡Enemigos! El ejército se había declarado enemigo. Como un río se proclamó el rumor. La multitud se dispersó con inaudita rapidez, entre las sombras. El ejército tenía orden de disparar al menor conato de resistencia.
Matías ordenó a Ignacio: «¡Entra y cierra el balcón!» Pero el muchacho se resistía. Porque el redoble de los tambores se oía cada vez más claramente. Bajaba por la Rambla. Cuando los tambores callaban, se oían perfectamente los cascos del caballo blanco del comandante. Los alrededores de Comisaría quedaron también desiertos. Al oír el toque de corneta, los dirigentes del movimiento se habían hecho cargo de la situación y unos doscientos hombres -entre ellos Julio García, los hermanos Costa y David y Olga- se habían encerrado en el edificio gubernativo.
Los piquetes de tropa se dirigieron allá y el comandante, deteniéndose ante la puerta, leyó el Bando conminatorio. En el acto un disparo salió del interior y el Jefe cayó de su caballo con el corazón atravesado. Los oficiales lanzaron un alarido de indignación. El caballo relinchó y huyó, solo, desbocado, calle abajo. Inmediatamente fue cercado el edificio. Las tropas ocuparon los sitios dominantes. Llegaron refuerzos. Del interior de Comisaría apenas si salía de vez en cuando algún tiro. Toda la noche fue transcurriendo de esta forma, con lentitud. Nadie pegó ojo. Ignacio, de vez en cuando, salía al balcón, pero volvía a entrar al oír una patrulla de soldados.
A las cinco y media de la madrugada la corriente eléctrica volvió. Todas las radios que no habían sido desconectadas lanzaron intempestivamente sus potentes voces. Las familias se congregaron alrededor, ávidas de noticias. No se oían más que bailables que crispaban los nervios. Por fin, a las seis y cinco minutos en punto, los micrófonos de Barcelona daban cuenta de que la Generalidad se rendía a las tropas del general Batet, encargado de sofocar el movimiento en la capital. Aquello significaba la derrota, que llegaba precisamente con la luz del alba. Pocos minutos después, en el edificio de la Comisaría de Gerona apareció la bandera blanca. Al saber lo de Barcelona, consideraron inútil toda resistencia. Las tropas entraron en tromba. Un oficial quiso vengar al comandante muerto y disparó contra el primer amotinado que apareció en la escalera, y que resultó ser uno de los taxistas del bar Cataluña.
El Comisario se rindió al frente de sus doscientos hombres. La única mujer era Olga. Todos quedaron detenidos. ¡Extraña revolución -opinó Matías-, sórdida revolución, tanto más cuanto que hasta el momento en que se oyeron los tambores se hubiera dicho que a las autoridades se las había tragado la tierra! ¿Por qué nadie impidió el asalto al Ayuntamiento, la ocupación de la ciudad por la multitud? Todo el mundo daba la batalla por ganada. Sólo Cosme Vila le decía a su compañera: «Algo preparan los militares… Sobre todo en Barcelona. La apuesta es demasiado fuerte para que no intenten resistir…»
Horas más tarde todo el mundo le dio la razón. El comandante Jefe de Estado Mayor, ahora muerto, sabía que, en efecto, todo dependía del desarrollo de los acontecimientos en Barcelona. De modo que pasó toda la jornada esperando órdenes, jugando al ajedrez con el comandante Martínez de Soria. La tropa estaba acuartelada…
Por último, cuando la ciudad quedó a oscuras, alguien llegó a los Cuarteles. Y al instante la partida de ajedrez entre los dos jefes se interrumpió y comenzó el redoble de tambores. «¡A las armas!» «La Voz de Alerta» sonrió por fin; don Pedro Oriol deseó que todo se desarrollara pacíficamente; las dos sirvientas de mosén Alberto se arrodillaron ante la cama del Beato Padre Claret, con los brazos en cruz.
El resultado, ahí estaba: Doscientos detenidos, desencajados, oliendo a cuerpo humano. Abarrotaban las celdas de la cárcel, húmeda y oscura, detrás del Seminario. Tenían hambre y reclamaban tabaco. Era domingo, y el sol y el otoño doraban los muros de la cárcel y de toda la ciudad. Bayonetas caladas escoltaban la Catedral, ocupaban las calles céntricas y los edificios públicos, empezando por Telégrafos. Los cafés recibieron orden de abrir sus puertas, pero permanecieron vacíos. Las gentes entraban en las iglesias y salían de ellas silenciosamente.
Varios altavoces cumplían su misión. Cada noticia tenía color de sangre. En Barcelona, la batalla entre el Ejército y las fuerzas populares adictas a la Generalidad había sido encarnizada y las calles estaban sembradas de cadáveres. Los soldados se habían visto obligados a disparar contra sus hermanos civiles. En Gerona había un silencio como si la batalla se hubiera dado allí, bajo los arcos.
Entre las familias de los detenidos la situación era de terror. Los militares, dueños de la situación: todo el mundo sabía lo que aquello significaba… Corrían rumores de que el Gobierno de Madrid les dejaría las manos libres, de que serían implacables, especialmente en un lugar como Gerona donde se había matado un jefe a sangre fría. Se hablaba de penas de muerte en masa. Sin posibilidad de escape o defensa, pues todos cuantos se habían encerrado en el edificio de Comisaría lo hicieron por propia voluntad.
Carmen Elgazu tenía una obsesión: saber lo ocurrido en Bilbao. Matías intentó informarse desde Telégrafos, pero sin resultado. Con el resto de España era imposible comunicar. Sólo de Burgos contestaron: «Alvear no está de servicio». Y aquello inquietó a Matías.
Ignacio se alegraba del fracaso separatista. La visión de la multitud, de David y de Olga, de todos gritando «¡Viva Cataluña libre!» desorbitados los ojos, le revolvía el estómago. Sin embargo, se hallaba sumido en una gran perplejidad. Algo había en la vida delgado como un hilo. ¡La cárcel, los militares, condenas a muerte! David y Olga se le aparecían como sus amigos más íntimos. ¡David, anguloso, enseñando a sus alumnos, cara al mar! Olga esperándole afuera -jersey de cuello alto- cuando terminó el Bachillerato, besándole en la mejilla. Y Julio García… Mentira que supiera nadar y guardar la ropa. Permaneció en Comisaría, dando la cara. Ahora estaba detenido como los demás, peor que los demás.
César sentía una pena profunda. Condenas a muerte… Entre los detenidos se hallaban Murillo, del taller Bernat, varios cabezas de familia de la calle de la Barca…
El muchacho había asistido al oleaje de la multitud con una especie de estupor. Aquel contagio popular le dio pena porque entendió que era sincero. Aquellas gentes amaban a Cataluña y querían organizar a su modo su destino; ello les llevaba a odiar, sin darse cuenta, a España. ¿Cómo condenar un odio que el amor inspira? Claro, España habría recibido la herida. En realidad, lo delgado como un hilo era simplemente el corazón humano, cuando se lanzaba a la calle sin un fin sobrenatural. ¿Quién ganaría el pan, ahora, para aquellas familias de la calle de la Barca? ¿Quién pintaría las llagas de Cristo en el taller Bernat? A grandes zancadas se dirigió a la Catedral y entró en ella entre bayonetas.
Pilar también había sido testigo de los acontecimientos, con estupor. Aquello no le gustaba. ¿Por qué la gente siempre quería más, más…? Fue a misa del brazo de su madre, pero nada tenía color de domingo en la ciudad. Y sin embargo, a la salida, bajo el sol, recordó los tambores, las antorchas y se dijo que en el fondo los oficiales que ocupaban las calles eran unos valientes… Allí estaban impecables, serenos, afeitados… «¡Derecha, mar!» Con una estrella, o dos, o tres.
Fue una mañana violenta, la tarde se extendió interminable. «Tenemos hambre, queremos tabaco.» A última hora apareció una edición especial de El Tradicionalista. La mordacidad de «La Voz de Alerta» chorreaba en cada línea, contenida aquí y allá por don Pedro Oriol. Varios ejemplares fueron llevados a la cárcel.
El periódico traía algunos detalles. La Generalidad se había rendido oficialmente a las seis y cinco minutos de la mañana. En toda Cataluña la cosa no había durado ni siquiera veinticuatro horas. En opinión de Matías, que no se apartaba de la radio galena, el infantilismo de los amotinados había sido, en Barcelona, algo indescriptible. Todo fue llevado con los pies y destinado al fracaso antes de empezar. Ocupación de edificios sin asegurarse la adhesión de las piezas maestras del orden público. Pero, sobre todo, sin ponerse previamente de acuerdo ni siquiera sobre los móviles de la Revolución. Porque, la independencia de Cataluña fue el móvil de la Generalidad, en tanto que las organizaciones obreras, realmente perseguían algo más: la revolución proletaria y social. Las discrepancias entorpecieron los movimientos desde el primer instante. Y la CNT, como siempre, a última hora viró en redondo -en Gerona el Responsable había desaparecido- y se había opuesto a la huelga general. Y la actuación del mismísimo Comisario de Defensa de Barcelona había sido confusa, como si estuviera de acuerdo con el propio general Batet. ¿Qué diablos ocurría con los demócratas que no se ponían de acuerdo ni siquiera cuando se jugaban la cara?
En cambio, en Asturias la cosa revestía otros caracteres, cuya gravedad no se podía negar. Veinte mil mineros se habían adueñado de la región, conducidos más inteligentemente, al parecer, que los separatistas catalanes. Si bien su suerte estaba echada: el Gobierno había mandado varias columnas desde Madrid, suficientemente equipadas para «acabar con ellos» pronto. El resto de España tranquilo, excepto leves incidentes en Madrid.
«¡Veinte mil hombres y acabar con ellos!» César no pudo dormir pensando en lo que aquello significaba.
Extraño atardecer de domingo de otoño, con una fantástica puesta de sol presidida por los Pirineos. En los cuarteles, la capilla ardiente ante el cadáver del Comandante de Estado Mayor.
«¡Que nadie salga de casa!» Matías sentía una tristeza tan grande como la que sentía César. Y temía por sus hermanos de Burgos y Madrid. Su empleo quedaba asegurado, pero ¡a qué precio! El director de la Tabacalera pasó la velada con ellos. Primero lamentó lo de Cataluña porque entendía que el pueblo catalán tenía grandes virtudes. «Lástima que no se sientan nuestros hermanos.» Luego, algo oiría por la radio galena, pues la soltó y, cosa inesperada en él, lanzó una terrible diatriba contra las Casas del Pueblo y, sobre todo, contra los sistemas revolucionarios que empleaban los mineros de Asturias. «Son auténticos salvajes», sentenció. Ignacio intervino con decisión: «¡Qué fácil es condenar! Cuando un minero sale del fondo de la tierra gritando, es que tiene razón; la tierra no engaña».
Carmen Elgazu miró a su hijo con la intensidad que le era característica cuando alguien de los suyos desenfocaba alguna verdad que ella juzgaba fundamental.
– No seas descarado, hijo. Don Emilio tiene mucha razón hablando de los mineros como habla. En Bilbao los llaman «dinamiteros», por algo será. ¿Qué sabes lo que han hecho? Yo lo que puedo decirte es que los sé capaces de todo. ¡Sobre todo de matar curas! Esto que no falte. ¡Que te crees tú que la tierra no engaña! La tierra engaña muchas veces, lo que no engaña es la Ley de Dios. Escucha la radio. ¡Cuántas desgracias! A las madres ya nadie les devuelve los hijos. Lo que les haría falta a los mineros sería que mucha gente rezara por ellos y no esos gobiernos que les prometen lo que no les pueden dar. ¡No es fácil condenar, ya lo sabemos! Pero si todo el mundo escuchara a la Iglesia, no habría revoluciones. Ahora, ya lo ves. Las cárceles llenas, muchas lágrimas, terreno abonado para el pecado. A veces me da miedo oírte, Ignacio. Algo hay en tu voz que no marcha como es debido.
Las órdenes que habían para la jornada del lunes eran tajantes: todo el mundo al trabajo, comercios abiertos, todo normal. Ignacio salió de su casa y se dirigió al Banco algo inquieto, pensando en el estado de ánimo en que hallaría a los empleados. Desde que llegó de vacaciones no habían hecho más que hablar de que pronto todo cambiaría, de que por fin los catalanes serían catalanes, de que tirarían el lastre al Oñar, etc… En lo sucesivo, él, por culpa de su acento madrileño y porque de sobra conocían sus ideas, sería el blanco del odio y del resentimiento. Ignoraba si alguno de ellos se encontraba en la cárcel. Tal vez Cosme Vila… También pensó: «¡Menuda papeleta se le presenta al subdirector!»
Las calles estaban silenciosas. Todo el mundo esperaba noticias del resto de España. Nada más empujar la puerta del Banco comprendió que su suposición era fundada. El silencio era impresionante. Se oía el rasgueo de las plumillas, la escoba del botones barriendo, el choque de los duros que el pagador iba amontonando, colilla en los labios.
Ignacio tomó asiento sin decir nada, y echó una ojeada. Allá estaban todos. No faltaba uno solo, ni siquiera Cosme Vila… Ninguno de ellos se había jugado el pellejo. Todos formaban parte de esa masa amorfa que sólo es capaz de matar a los muertos. Todos se habrían encerrado en su casa cuando la ciudad quedó a oscuras y se oyeron los tambores.
El subdirector estaba serio; disimulaba su satisfacción. En el fondo, debía de considerar que había sido demasiado fácil. Sin embargo, el local de la CEDA estaba destruido, sus carpetas fueron a parar al río. Pero tiempo habría de recuperarlo todo: en los partidos catalanistas no faltaban muebles.
Sin hablarse, todo el mundo estaba pendiente de una cosa: de la llegada del periódico de Barcelona. El botones salió con el encargo de comprar una Hoja del Lunes para cada uno; pero a los diez minutos regresó con un solo ejemplar. Al parecer, en la Rambla la llegada del periódico había originado un verdadero motín. Cientos de manos lo reclamaron. Los vendedores sólo satisfacían a aquellos que no regateaban el precio: el botones dio el dinero de todos para obtener un ejemplar.
Veinte cabezas rodearon el periódico. Las noticias eran precisas: las cárceles de Cataluña llenas, docenas de muertos. Los mineros de Asturias continuaban dueños de la región, unos héroes… Si en las demás regiones les hubieran secundado, en aquellos momentos el socialismo estaría implantado en toda España.
El subdirector llamó a Ignacio. Se había pasado la noche oyendo emisoras de onda corta. Le dijo que no se hiciera demasiadas ilusiones sobre el heroísmo de los mineros, que lo que hacían era cometer atrocidades sin cuento. Habían asaltado la fábrica de armas de Trubia y con el material requisado en ella arrasaban cuanto hallaban a su paso. En Oviedo, el edificio de la Universidad ardía por los cuatro costados, con su biblioteca de 300.000 volúmenes, y sacerdotes y monárquicos y mujeres aparecían por las cunetas con los miembros destrozados.
Ignacio se resistía a creer. ¿Quién podía saber lo que ocurría en Asturias? Las radios dirían lo que les viniera en gana. Los mineros eran gente que había oído la voz de la tierra. Naturalmente, defenderían su bandera contra todo aquel que se opusiera a su avance. Pero… en él fondo esto era la ley, y también en Barcelona los militares habían disparado sin piedad.
– Si crees que esto es la ley, entonces no hay más que hablar, chico.
La Torre de Babel iba diciendo:
– Otra vez los militares…
¡Asaltada la fábrica de armas de Trubia! Ignacio pensó en su tío, encargado en ella desde principios de año.
¡Extraña actitud la del director! No mostraba ninguna curiosidad. Continuaba papeleando como si tal cosa. Nadie sabía lo que pensaba. El cajero temía que a su hijo adoptivo le quitaran la beca de Bellas Artes, pues su cuñado Joaquín Santaló estaba detenido. Ignacio se equivocó en lo del odio. Nadie le miró de forma especial. La nota dominante era el descorazonamiento. La derrota los había abrumado a todos; hubiérase dicho que un auténtico cataclismo había destruido la vida de los quince empleados.
A la una en punto salieron; todo el mundo se dispersó. El anterior Ayuntamiento había sido repuesto con todos los honores. Soldados en cada esquina. Pilar podía continuar admirando apuestos oficiales.
César había ido al Museo; ninguna visita. Las sirvientas de mosén Alberto le habían preguntado: «¿Cree usted, César, que los fusilarán?» Carmen Elgazu contó que en la pescadería no pudo comprar nada; nadie había salido al mar.
Matías había trabajado infatigablemente en Telégrafos. Familias que se interesaban por el mutuo paradero, telegramas de pésame, órdenes recibidas de Madrid a Capitanía General de la Región. ¡Por fin había podido comunicar con Bilbao! En Bilbao todos bien: la abuela escribiría una larga carta; en San Sebastián, sin novedad. Sólo faltaban noticias de Trubia.
– ¿Y de Burgos? -preguntó Ignacio.
Matías bajó la cabeza.
– Tu tío está en la cárcel.
Ignacio, por primera vez, pensó en serio en la posibilidad de perder para siempre a David y Olga. Quedó con la cuchara en alto, sin poder comer. Se dijo que, si los condenaban a muerte, de seguro harían lo que sus padres: se suicidarían antes que se ejecutara la sentencia. La idea de los maestros desangrándose, abrazados, en una celda húmeda y oscura tras el Seminario, consiguió quebrar la suerte de frialdad con que asistía a todo aquello.
Inesperadamente llamó a la puerta, sofocadísima, doña Amparo. Los brazaletes le tintineaban en forma alocada. Se había presentado en el Gobierno Militar a protestar contra la detención de Julio y un alférez chulo la había echado escalera abajo. «¿Qué ha hecho Julio? Comisaría era su sitio. ¡Qué prueben a tocarle un pelo y va a salirles caro!»
En el interior de la cárcel el espectáculo era deprimente. La capacidad del edificio era de sesenta reclusos. Los doscientos hombres habían invadido celdas y pasillos, mezclándose con los delincuentes comunes, que los recibieron con vivas muestras de satisfacción. No había camastros para todos; la mayoría se hallaban tendidos por el suelo. Hasta el momento todos estaban incomunicados con el exterior; prohibido recibir una sola línea o paquete. En el patio, en tres enormes cacerolas hervía un líquido negro dos veces al día.
Los hermanos Costa eran los amos de la situación. Conservaban su buen humor, e intentaban elevar la moral de unos y otros. A ratos lo conseguían. «¡Pobres hornos de cal, pobres canteras!» Ambos, vestidos de azul marino, esperaban con ansia el momento de poder afeitarse. En seguida habían organizado una lista de los más necesitados, de los que no podrían esperar ninguna ayuda ni comida de fuera y les dijeron: «No os preocupéis, corre de nuestra cuenta». Comentando la situación decían: «¡Qué le vamos a hacer, en Barcelona falló! Otra vez será». Confiaba en que su hermana, Laura, «por ser tan religiosa, podría salvar algo del naufragio».
Había detenidos de todas clases, de todos los oficios. Gente desconocida: el repartidor del café Debray, el herrero de un pueblo vecino… Varios tenores del orfeón local, un empleado de la Cruz Roja. Ningún anarquista. Comunista, sólo Murillo, con sus bigotes de foca y una gabardina sucia. De la calle de la Barca había cinco hombres, ninguno de los cuales era catalán. Cuando los hermanos Costa los interrogaron respondieron: «Cataluña nos dio pan, pues aquí estamos».
Sin saber por qué, con frecuencia todas las miradas se dirigían a Julio García. Todos parecían esperar que Julio sabría algo más que ellos, algo sobre la suerte que les esperaba. Julio conservaba una calma admirable, dando lentas vueltas por el patio. Hablaba poco, a veces se le hubiera tomado por mudo. Pasaba el tiempo mirándose el reloj, masticando su boquilla. Cuando alguien se dirigía a él, levantaba los hombros. «Ellos son los amos.»
Olga había sido destinada al otro lado del edificio, con otras mujeres recluidas por delitos comunes: tres gitanas y una prostituta que gritaba: «¡Quiero vino, quiero vino!», y que se tocaba el vientre como aquella loca del Manicomio. De modo que David había quedado como cercenado por la mitad. Y se había convertido en el único confidente de Julio. En cambio, los hermanos Costa le parecían algo fanfarrones.
David no podía mirar su reloj, porque se lo había prestado a Olga. No fumaba, en los muros no veía nada interesante. Su única distracción era tocarse los dientes. Los dientes y mirarse las venas de las muñecas. Las contemplaba sin cesar, abultadas, dando de pronto fantásticas sacudidas. Era el camino azul de la sangre; ¡qué misterio! Sangre también partida por la mitad, puesto que no sabía nada de Olga. Cada vez que una vena le saltaba, David temía que le hubiera ocurrido algo a su mujer.
Todo el mundo disimulaba por los pasillos, por los rincones. En dos días, las barbas habían crecido increíblemente. Los cuatro ejemplares de La Hoja del Lunes fueron devorados. ¡Los mineros estaban tan lejos! Traidor el Comisario de Defensa de la Generalidad… Honor a los muertos de Barcelona. ¡El caballo blanco! Aquélla era la obsesión. El caballo blanco del comandante les daba miedo. La muerte de un jefe bien valdría doscientas miserables vidas separatistas.
El diputado Joaquín Santaló, cuñado del cajero del Banco Arús, se llevaba las manos al cuello… porque quien había disparado había sido él. Por el ojo de la cerradura fue el visor. Comprendió que la línea era recta, recta al corazón del Comandante. Sustituyó el ojo por el cañón de la pistola. Julio le dijo: «¿Qué haces?» Él ya había apretado el gatillo. Inmediatamente oyeron los aullidos de los oficiales, los cascos del caballo blanco. Entre ciento noventa y nueve, ¿no habría uno solo que llevara en el pecho la palabra DELATOR? No sabía por qué, pero David le daba miedo…
Julio le dijo al maestro:
– Me pregunto qué estará haciendo mi mujer…
David contestó:
– Y yo me pregunto que estará haciendo la mía…
La mayor parte de los detenidos no se quitaban un nombre de la cabeza: «La Voz de Alerta». ¡Qué escalofrío pensar en él…! El empleado de la Cruz Roja dijo: «Si alguno se salva, será por don Pedro Oriol». Los reos comunes -ladrones de gallinas, de bicicletas-, comentaban entre sí: «¡Siempre los hay peores!» Y jugaban a las cartas. Uno de ellos era gitano y se ofrecía para decir la buenaventura. Eran los únicos que conocían la casa, cómo hacer funcionar el retrete, dónde se hallaba un poco de agua, cuando oscurecía completamente. Uno de los guardias preguntó: «¿Quién sabe tocar silencio y diana?» Nadie. Silencio. Cada uno pensaba: «Mi pecho será diana dentro de poco».
El guardia no hizo caso. Guardia Civil con tricornio flamante. El gitano se ofreció para tocar diana. Uno de los reos comunes trajo la última noticia: «¡Je, han nombrado un cura para confesaros, el tío ése de los Museos de no sé qué!» Y del brazo de otro ladrón de gallinas recorrió los pasillos gritando: «¿Quién quiere confesarse, quién quiere confesarse? A perra gorda el amén, a perra gorda el amén».
El Tradicionalista dio la noticia. A las 12 y a las 6, en la puerta de la cárcel, tres guardianes irían recogiendo los cestos que las familias depositaran. Se admitiría comida, sin restricción, y tabaco. Nada de libros ni periódicos.
El anuncio produjo gran conmoción. Las familias, repentinamente ganadas de esperanza, prepararon los cestos, escribieron en una etiqueta el nombre del ausente.
¿Qué hacer con los desahuciados?
Quedaban varios reclusos sin protección, que no se habían inscrito en la lista, abierta por los hermanos Costa, por razones personales o por susceptibilidad. Entre ellos Murillo, David y Olga, dos de los cinco hombres de la calle de la Barca. Estos dos últimos no pertenecían a Izquierda Republicana y no aceptaron nada de los Costa. En vano se les dijo que la cárcel iguala a todo el mundo; ellos opinaban que no.
César, que quería hacer algo útil -había asistido al entierro del taxista- entró en tromba en el taller Bernat y propuso a sus compañeros de trabajo ocuparse entre todos del decorador. «Estoy seguro de que aceptará que los del taller le ayudemos.»
Quedó perplejo viendo la indiferencia con que su propuesta era acogida. «Yo no me meto en líos», dijo uno. «Yo ya le advertí que hacía una tontería.» Todos parecieron impenetrables moldes de yeso. El único que reaccionó fue el propio Bernat, el dueño, quien bajo su cachaza estaba resultando ser un hombre sensible.
César le dijo:
– Pediré a mi madre que haga la comida, usted paga la mitad, en mi casa la otra mitad. Yo me encargo de subirle el cesto.
Bernat se rascó la cabeza.
– ¿Crees que en tu casa aceptarán?
– ¿Por qué no?
En la calle de la Barca le ocurrió algo parecido. Dos detenidos del barrio habían rehusado la ayuda de los Costa… ¿Qué hacer? Era preciso buscar un arreglo entre los propios vecinos. ¡Válgame Dios! La misma historia. Los vecinos le dijeron: «A lo mejor hacen listas de los que lleven los cestos… ¿Por qué se metieron en el bollo, no siendo catalanes…?»
César pedía a unos y otros. Por fin encontró un colaborador eficaz e inesperado: la patrona, la Andaluza. «Ven acá, chaval. ¿Qué dicen esos gilipollas? Tienen miedo, ¿no es eso? Y luego se llaman gente honrada. Mira, yo me encargo de uno y el patrón del Cocodrilo aceptará el otro. De los cestos te encargas tú… ¿Ah, ya llevas uno…? Pues habrá que espabilarse… ¡Canela…! No, ésa no, ésa está hecha una señorita. ¡Maruja, ven acá! Bueno, mira, tío César, no te quiero sofocar. Maruja se metería contigo. Vete y habla con el patrón del Coco…»
César convenció sin mayores dificultades a Matías Alvear. «Murillo no tiene a nadie, y la cárcel es dura. Un poco exaltado, pero nadie le ha enseñado nunca otra cosa.»
– Pero es que es mucho gasto, ¿comprendes?
– Lo ahorramos de algún lado.
Matías se rascó la nariz.
– Habla con tu madre, ale.
– ¡Gracias, padre!
Algo más tarde, llegó Ignacio. El muchacho parecía pensativo, algo le bailaba en la cabeza. Después de muchas dudas llamó a su padre a su cuarto y le dijo, en tono solemne:
– Quería hablarte de una cosa… Ya sabes que en la cárcel… David y Olga no tienen a nadie. Lo de los Costa no cuenta para ellos. Y… ¡en fin, son mis amigos… Deberíamos tomarlos a nuestro cargo!
– Pero… ¿por quién me habéis tomado? Soy un funcionario de trescientas pesetas. ¡Primero el decorador, ahora los maestros…!
Ignacio se mordió los labios. ¡César siempre metiendo la pata… antes que él!
– ¡De Burgos me piden ayuda, de Madrid! Y yo aquí, solo, con una bata y un lápiz. ¡Caray, estamos exagerando! -Se sentó en la cama-. Todas vuestras amistades están en la cárcel. ¡Podríais elegir un poco mejor!
Ignacio no decía nada.
– Cuesta mucho llegar a finales de mes, ¿comprendes?
– Ahora tienes el empleo asegurado.
– ¡Sí, claro! Trescientas pesetas.
– No puedo decirles que paguen.
– ¡Yo tampoco puedo hacer milagros!
Carmen Elgazu entró, secándose las manos en una toalla. Los brazos bien torneados. Miró alternativamente a los dos hombres. Su seriedad le hizo gracia.
– ¿Qué pasa?
– Ignacio me pide también para los maestros.
Carmen Elgazu se arregló el moño… San Ignacio, desde la mesilla de noche, le miró.
– Ale, no hablemos más… ¡Qué le vamos a hacer! Por mí… Tendréis que apretaros un poco el cinturón.
Matías se levantó. Las escenas de este tipo le cansaban. Ignacio se le acercó y Matías le detuvo.
– No has pensado en una cosa.
– ¿En qué?
– Me obligas a desear que los juzguen pronto…
Todos se rieron.
Carmen Elgazu intervino:
– ¡Pero le dices a la maestra que no espere requisitos!
¡Qué gran mentira acababa de decir Carmen Elgazu! Sobre todo, lo destinado a Olga no estaría nunca en su punto. «No quiero que luego diga que si patatín y que si patatán…»
Dos veces al día se formaba la caravana. Las calles que desembocaban en la cárcel eran una hilera de personas con un gran cesto, o dos, de cuyas asas pendía una etiqueta. Cinco canteros en fila india, mujeres, niñas que apenas podían soportar la carga, algún viejo, Maruja. Y el último, sofocado, llegando del Museo o del taller, César.
El rasgo de la Andaluza emocionó a los dos detenidos de la calle de la Barca. Uno de ellos dijo: «Claro que cobrado se lo tiene…» El rasgo de los Alvear emocionó aún mucho más a otros seres: a David y Olga. Los dos cestos diarios les llegaron al alma, al alma por separado, lo cual era una lástima. El maestro vio en todo ello la mano de Ignacio, y así se lo comunicó a Julio, a quien doña Amparo Campo mandaba pollo a grandes dosis, «para que todo el mundo viera quienes eran los García». El policía contestó a David: «Claro, Ignacio lo habrá propuesto; pero de habérsele olvidado, lo habría propuesto el propio Matías».
César estaba sobre ascuas. ¡Si pudiera entrar en la cárcel, hablar con Murillo, con los de la Barca, con todos! ¡Corrían tantos rumores! Todo el mundo esperaba lo peor, en El Tradicionalista había aparecido un editorial que decía: «Es mejor dar un escarmiento que dejar crecer la bola de nieve», ello comentando varias fotografías del entierro del Comandante Jefe de Estado Mayor.
Sólo una persona opinaba que no llegaría la sangre al río: el subdirector. Su teoría era precisa: «Había muchos masones detenidos; pronto su influencia se dejaría sentir… En Gerona empezaba a hablarse de que Julio, al fin y al cabo, era un simple funcionario de Comisaría…»
Otra persona que tenía un punto de vista análogo era Canela. Canela le dijo a Ignacio: «¿Fusilar a Julio…? ¡Ni hablar! No le admires tanto porque se dejó detener. Lo ha hecho calculadamente, él sabrá por qué… Bien claro estaba que no podrían nada contra el Ejército».
– ¿Por qué lo dices?
La muchacha sonrió.
– A mí me lo cuenta todo.
Ignacio hizo un gesto de desagrado. Y, sin embargo, el subdirector opinaba lo mismo que Canela. De ningún modo admitir que Julio había caído en la trampa con la buena fe de los Costa, de los maestros, de los tenores del orfeón local. ¡Cómo pensar que Julio ignoraba que, dadas las circunstancias, la partida estaba perdida antes de empezar! El pueblo contaba con armas. ¿Y qué? El ministro de la Guerra imposible que se dejara sorprender. Con los muchos Martínez de Soria enseñando esgrima por los Casinos. En Barcelona el mismo Companys hizo la revolución llevado por las circunstancias y por la presión de unos y otros, pero sin ninguna confianza. Ahora ya era del dominio público que al entrar en el Salón de San Jorge después de proclamar la República Catalana desde el balcón, él y los demás tenían cara de asistir a su propio entierro. Luego, al capitular, intentó dar nobleza a todo aquello y pidió para sí toda la responsabilidad. Pero, en fin, aquello eran palabras. El subdirector añadió: «En realidad, los dirigentes de la revolución no han hecho más que un ensayo general, y se reservan el as de triunfo para más tarde».
En la cárcel, la noticia de que mosén Alberto visitaría a los detenidos causó gran revuelo. El obispo le había elegido porque le creía hábil y porque tenía fama de catalanista. Y sobre todo, por necesidad. El cura adscrito oficialmente a la cárcel era un pobre hombre, ya anciano, que se fatigaba con sólo subir la cuesta que conducía al edificio. Ahora la incorporación de doscientos reclusos y los que continuamente iban llegando de los pueblos exigía una persona con recursos: esta persona era mosén Alberto.
Cuando el hombre se enteró del nombramiento, quería ir a Palacio. ¡Aquello no le gustaba nada! Más tranquilas las inscripciones latinas, en el Museo… La palabra obediencia le detuvo en el umbral; pero comprendió en el acto que la papeleta sería dura. Cuando el Tribunal empezara a actuar… Si las sentencias fueran de muerte…
Muchos de los reclusos le conocían. Le consideraban un vanidoso. Y sobre todo, patético. «Que nos deje en paz.» Para sotanas estaban. A perra gorda, y los reos comunes no consiguieron vender un solo amén.
Sin embargo, tenía tanta influencia… De seguro sería el portavoz en el Tribunal. Mosén Alberto entró en la cárcel con la mejor de las voluntades, intentó sonreír para ganar confianza. Y, sin embargo, todas las venas de las muñecas dieron una sacudida. Mosén Alberto inundó las celdas de tabaco y dijo: «No forzaré a nadie. Cualquier cosa, ya sabéis».
El sacerdote sentía que su vida interior se había modificado. Asistía a una gran prueba personal. Aquello era mucho más directo y complejo que ordenar ilustraciones para enseñar Historia Sagrada. Aquélla era Historia humana, y de su tacto quizá dependieran muchas almas y algunas vidas… Ahora, al levantarse y mientras se afeitaba, tenía presentes los rostros de los detenidos. Muchos de éstos no querían afeitarse hasta que salieran… Ello y el rencor o la ironía con que intentaban superar la situación, les daba un aspecto desagradable. Los había que silbaban todo el día, estaban de buen humor. La aventura les había despertado aptitudes latentes, y además renunciaban a declararse vencidos. Mosén Alberto admiraba esta disposición de ánimo. Sin embargo, de repente los ganaba el abatimiento. El sacerdote tenía la impresión de que los conocía uno por uno, de que para él no constituían una masa anónima. David, Murillo, el arquitecto Ribas, Joaquín Santaló, el arquitecto Massana… Había conseguido que les permitieran escribir cartas y recibirlas, previa censura. Y pensaba conseguir otras cosas aún.
Al notario Noguer le decía: «Algunos dan verdadero miedo». Don Jorge se interesaba por la suerte de tres colonos suyos, «que habían caído en la redada». «Don Jorge, siento decírselo, pero sus tres pupilos son de lo más reacio que hay.» El hijo del terrateniente adoptaba una actitud inquietante, disculpando a los colonos. Varias veces, a escondidas de su padre, le dio a mosén Alberto tabaco para ellos. Pero el sacerdote no quiso aceptarlo sin el consentimiento de don Jorge.
Cuando subía a casa de los Alvear, mosén Alberto se desahogaba un poco. «Dura papeleta, a fe… ¡Doña Carmen, tendría usted que ver aquello…!»
Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, decía: «Se lo merecen. Es gente que hunde a España».
Ramón, el camarero del Neutral, sin Julio y sin dos o tres de los más asiduos clientes, se sentía desamparado. «La cárcel»… murmuraba, mirando afuera, a la Rambla.
Ignacio:
Sólo unas líneas para saber si no te ha ocurrido nada, pues aquí dicen que en Gerona, las cárceles están llenas. No debería escribirte pues no te dignaste contestar a mi carta de San Feliu; pero ha podido más el buen concepto en que te tengo.
¿Qué tal tu familia? ¿Tienes novia…? ¿Defiendes ya pleitos perdidos? ¿Eres feliz?
Yo, sin novedad (si es que teinteresa, saberlo). Me he cambiado el peinado, he empezado el quinto curso de piano… ¿Qué quieres que haga una chica como yo, en medio de estas revoluciones? Creo que cumplo con mi deber siguiendo mi vida… Además, la verdad es que casi no salgo, y que prefiero San Feliu a Barcelona.
Loli me da recuerdos, es mi única amiga. Vive en Muntaner, 182; yo en el 180.
Nada más. Adiós, Ignacio. Tu novia de vacaciones.
ana maría.
Posdata: Anda, escribe, hombre, que yo no soy separatista.
César se marchó al Collell. Llegó una postal urgente diciendo que, vuelta la normalidad, las clases se reanudaban. ¿Quién llevaría el cesto al decorador? ¿Quién velaría para que la Andaluza y el patrón del Cocodrilo fueran constantes? ¿Quién diría a Canela: «Deja en paz a mi hermano…»?
Las separadas y rojas orejas de César se fueron al Collell, auscultando el otoño que había invadido la provincia. Rumores de hojas caídas, de arroyos que crecían. El lago de Bañolas en paz, sin revoluciones.
César tuvo el tiempo justo para ser presentado al hijo del Director de la Tabacalera, Mateo, que acababa de llegar de Madrid.
Le pareció un muchacho extrañamente seguro de sí mismo, que hablaba poco y con aplomo, como si nada pudiera sorprenderle. Algo mayor que Ignacio, de la misma estatura. Explicó muchas cosas sobre la revolución en la capital de España, en el Sur, y en todas partes. Tenía el arte de elegir lo preciso para dar una visión de conjunto. La verdad es que Pilar se llenó de admiración oyéndole. El Director de la Tabacalera le miraba con orgullo de padre, que conmovía. César observó que llevaba camisa azul, y oyó muy bien cuando preguntaba a Ignacio: «¿De verdad crees en el Socialismo?» Ignacio le había contestado: «Aún no se ha hecho la prueba».
En realidad, al decir eso Ignacio pensaba en lo que ocurría en Asturias. ¡Qué extraordinaria batalla, qué curioso que las mujeres se entretuvieran cambiando de peinado… mientras los mineros hacían frente a un Ejército cien veces más fuerte! Las primeras columnas de que había hablado El Tradicionalista, organizadas por el Gobierno de Madrid, fueron diezmadas por los mineros, que combatían con verdadero fanatismo. Sin embargo, ¿qué hacer? El Gobierno había llamado a las fuerzas de Marruecos… Y éstas habían dado la vuelta a la situación en un santiamén.
Mateo traía noticias frescas sobre el particular. Según él, la operación militar fue planeada con extraordinaria pericia y las fuerzas marroquíes -de Regulares y La Legión al mando del teniente coronel Yagüe- habían hecho gala de una preparación de primera línea. Los mineros habían sido ya cercados en Oviedo, la capital.
Ignacio seguía atento a cuanto ocurría. Ya no podía acusársele de espectador. Se diría que las interminables horas que Carmen Elgazu pasaba en la cocina cuidando de la familia y de los detenidos, el amor y entereza de ánimo con que cumplía esta misión, le habían reconciliado con ciertos valores.
Una cosa se resistía a creer: lo relativo al salvajismo de los mineros, ya anunciado por el subdirector. Mateo insistía en que había llegado a extremos inconcebibles, pero Ignacio continuaba atribuyéndolo a propaganda.
Y sin embargo ¿hasta cuándo persistiría en su actitud? El Debate daba toda clase de detalles. Contaba horrendos asesinatos de mujeres, de frailes, de sacerdotes, citando nombres, circunstancias, hora y lugar. Con las consabidas fotografías… Una sobre todo, en primera página -El Tradicionalista la reprodujo, ¡cómo se les iba a olvidar!- era algo pavoroso y conmovió a España entera, sin exceptuar a Ignacio: en ella se veía a un cura abierto en canal y colgando en una carnicería de Oviedo, con un letrero que ponía: «Se vende carne de cerdo».
Ignacio se quedó aterrado. Y su desconcierto aumentó más aún cuando por fin se recibió la carta de Bilbao. ¡Válgame Dios! Al parecer cuanto informaba El Debate era la pura realidad. A la carta de la abuela seguía una posdata del tío de Trubia, quien por fin había podido refugiarse en Bilbao. El hermano de Carmen Elgazu explicaba que los mineros, al asaltar la fábrica, quisieron disparar contra él, simplemente porque era capataz, lo cual no llevaron a cabo gracias a que dos obreros que le estaban agradecidos tomaron su defensa. Sin embargo, estos obreros no pudieron impedir que, de pronto, un tipo extranjero, yugoslavo o algo así, que parecía tener mando, se adelantara hacia él y con un hacha le cortara cuatro dedos de la mano izquierda.
Carmen Elgazu se había llevado las manos a la cabeza horrorizada, y lo mismo Pilar. Ignacio quedó mudo. «¿Qué diablos hacía aquel yugoslavo entre mineros de Asturias? Y el fuego destrozando la Biblioteca de 300.000 volúmenes y hundiendo la nave de la Catedral. ¡Y el cementerio destruido!»
Su combate fue de pronto más terrible aún porque los acontecimientos se sucedían vertiginosamente, con aportaciones que volvían a inclinar la balanza sentimental. Estos acontecimientos eran precisos: los mineros acababan de capitular, diezmados por los moros y legionarios al mando del general López Ochoa. Y entonces comenzó a conocerse el reverso de la medalla.
Este reverso de la medalla llegó a oídos de Ignacio gracias a Matías, su padre, siempre ecuánime e intentando ver las cosas con equilibrio y perspectiva. También en el Banco se supieron detalles, por una carta que el Director recibió de un apoderado de un Banco de Gijón. Al parecer, la arenga hecha a las fuerzas marroquíes antes del asalto consistió en contarles la ferocidad de los defensores de Oviedo, y en darles libertad de acción y de botín…
¡Qué más podían desear! Entraron a sangre y fuego. Los legionarios fueron controlados en parte por la oficialidad; pero los regulares…
Sólo Franco, con su prestigio, impidió que la acción de estas tropas igualara en ferocidad la de los mineros; pero fue lo suficiente para que Matías le dijera a Ignacio: «Hijo mío, ya ves qué extraño es todo esto, qué doloroso. De qué cosas es capaz el hombre».
¿Y el socialismo, doctrina de David y Olga, motivo de la capciosa pregunta de Mateo, doctrina motriz de la revolución…?
El Director de la Tabacalera, que desde la llegada de su hijo se había vuelto sorprendentemente locuaz y teorizante, creía saber que en Asturias los socialistas habían sido absorbidos inmediatamente por cabecillas anarquistas y comunistas, lo cual estimaba lógico, pues opinaba que en un país extremista como España el socialismo, en el mejor de los casos, no podía servir sino de trampolín.
Mosén Alberto rubricó la declaración del Director de la Tabacalera.
– ¡Qué se va a hacer! -dijo-. Los españoles somos así, unos místicos. En caso de enfermedad, preferimos un rato de conversación, amistosa a un invento mecánico que levante por sí la cabecera del lecho.
Aquélla pareció ser, también, la teoría de Mateo, quien tuvo una intervención que a Matías le pareció original. Dijo que, precisamente por las razones que exponía mosén Alberto, era un error creer que los mineros se habían levantado en armas para pedir dos pesetas más de jornal. Las causas eran más profundas; eran espirituales, aun cuando los propios mineros no se dieran cuenta. Por ello el Gobierno no había conseguido nada definitivo mandando los moros a Oviedo, y los que cantaban victoria, como El Debate, eran unos ingenuos. Era preciso estudiar los motivos humanos del descontento de los mineros y de España entera. Y remediar las causas originales si no se quería volver a empezar unos meses o unos años más tarde.
Ignacio le dijo a mosén Alberto:
– No comprendo cómo usted, con las teorías que tiene, deseaba que en Cataluña tuviera éxito la revolución. También aquí el catalanismo hubiera servido de trampolín.
El sacerdote negó con la cabeza.
– Cataluña es distinta -le contestó-. Aquí la gente es menos extremista, porque es más culta y tiene un nivel de vida más elevado.
– Sí, sí. Hábleme de la cultura de los rabassaires y de la de las mujeres con que mi madre se encuentra en la pescadería.
– No son tan brutos como crees. Es cuestión de lenguaje. Desgraciadamente, aquí se blasfema mucho. Pero lo que importa es la minoría. Aquí hay una considerable minoría, aunque no lo quieras admitir. En Cataluña hay gran cantidad de personas con sentido común y muchas familias sólidas. En Barcelona y en todas partes hay gentes aptas para gobernar y sostener las riendas.
– Pues no lo han demostrado. El Gobierno de la Generalidad fue el primero en excitar los ánimos, y en el momento de la verdad se deja absorber con la misma facilidad que los socialistas en Asturias. Además, me parece que aquí los revolucionarios han sido unos cobardes.
Más de veinte alumnos, de los treinta y cinco de la Escuela Laica, se habían ofrecido para llevar el cesto a David y Olga. Organizaron turnos, de modo que Carmen Elgazu entregaba cada día la comida a un chaval distinto, lo cual le permitió examinarlos uno por uno y sacar sus personales conclusiones, que resultaron netamente desfavorables para los métodos pedagógicos de los maestros. Especialmente le desagradó Santi, de quien sospechó que en camino de la cárcel aligeraba el peso del cesto.
El día 15 de octubre hubo acontecimientos importantes. Por un lado se anunció que las Ferias y Fiestas se celebrarían como siempre el 29 del mes, festividad de San Narciso, y que durarían una semana; por otra parte se constituyó oficialmente el Tribunal Militar de Represión, el cual empezaría a actuar inmediatamente.
¡Ferias y fiestas! La vida no se detenía. Ni siquiera las familias de los presos podrían pasarse las noches llorando. Era necesario trabajar, vivir.
Aquellas familias formaban una especie de cadena en contacto continuo. La esposa del arquitecto Ribas se pasaba el día visitando a la esposa del arquitecto Massana; doña Amparo Campo hacía mil gestiones a la vez, la esposa del cajero se preocupaba de su hermano, Joaquín Santaló. Eran las mujeres las que llevaban el peso de la ausencia. Las que carecían de reservas económicas tenían que espabilarse, lavando ropa, aceptando cualquier labor.
La hermana de los Costa, beata llena de escrúpulos, demostró una energía inesperada defendiendo los negocios de sus hermanos. Visitó a los directores de Banco, a los que presentó documentos que la acreditaban como poseedora de un tercio de las acciones. ¡Visitó incluso a «La Voz de Alerta», advirtiéndole que si El Tradicionalista continuaba desorbitando las cosas y atacando el honor de sus hermanos, sabría defenderse!
Pilar volvió al taller de costura. Las jefazas -hermanas Campistol- al término del Rosario añadían ahora un padrenuestro «para que la paz se restableciera en España». Las componentes del grupo sardanístico «La Tramontana» no sabían cuándo podrían actuar de nuevo.
En el Banco, Ignacio se dio cuenta una vez más de que los empleados, por lo menos durante las horas de trabajo, eran crueles. Se habían cansado de compadecer y lamentarse. Habían reanudado sus conversaciones habituales; sus pequeñas preocupaciones volvieron a absorberlos. El de Impagados refiriéndose a los comerciantes detenidos decía: «Esta vez sí que se han caído».
En el Cataluña sucedía lo propio. La pasión del juego había sepultado el resto. El julepe dominaba en las mesas. Ningún futbolista entre los presos; todo marchaba viento en popa… Los limpiabotas, anarquistas, no habían tomado parte en la revolución, y ahora adoptaban aire de ladinos y sagaces. Los taxistas habían olvidado por completo a su compañero muerto y el taxi de éste tuvo en seguida comprador.
Blasco era el único que parecía consciente. Se había trasladado al café de los militares, renqueando un poco, pues a veces tenía reuma. Su intención era enterarse de lo que pudiera mientras sacaba brillo a las polainas… Coincidiendo con los informes de las modistillas en el taller de Pilar, el oficial que consideraban «enemigo número uno» era un tal teniente Martín.
El frío había llegado, y tal vez fuera eso lo que diera a la ciudad un aspecto de tristeza. Las estufas atraían a la gente hacia los interiores. Las tertulias se prolongaban en los cafés, en las barberías. El barbero de Ignacio había perdido la mitad de la clientela. Raimundo estaba furioso porque, descartados los Costa, nadie se atrevía a correr los riesgos de una novillada por la Feria.
Ignacio comprendió, viendo la marcha de la ciudad, que tampoco él personalmente podía detenerse… Y entendió que lo más práctico era empezar a estudiar inmediatamente Derecho romano y Derecho Natural, primer curso de abogado.
¿Con qué profesor?
La elección debía ser tomada entre todos, entre su padre y el director de la Tabacalera, pues se había decidido que el hijo de éste, Mateo, que también había terminado el Bachillerato y tenía el título en el bolsillo, estudiara con él…
Después de mucho dialogar fue elegido el profesor don José Civil, Un hombre ya de edad, que vivía en la Plaza Municipal. En tiempos había ejercido de abogado. Cobraba honorarios crecidos, pues prefería tener pocos alumnos. Tenía fama de algo excéntrico, pero de muy competente. Al parecer llevaba en casa gafas con un solo cristal… Y era preciso impedir que se pusiera a teorizar. Porque entonces olvidaba por completo lo que interesaba a sus alumnos. Otra excentricidad: no aceptaba alumnos tontos. Los examinaba previamente. Si veía que su cerebro funcionaba con cierta lentitud, les decía: «Tengo los horarios completos».
El director de la Tabacalera y Matías estaban muy tranquilos a este respecto. Estaban seguros de que los cerebros de Ignacio y Mateo funcionaban a gran velocidad.
El balance en toda España era desolador. El número de personas detenidas era muy elevado. En Madrid, Santiago y José se habían salvado gracias a que la CNT dio orden de que en su barrio se abstuvieran de intervenir. Y personalmente, ellos, aquel día, tuvieron pereza.
Formados en todas partes los Tribunales Militares, en opinión de Matías el abismo entre vencedores y vencidos era diez veces más profundo que al comenzar la revolución. Los vencidos se retiraron a sus islas espirituales, y la derrota los unió en un sentimiento común; los vencedores abombaron el pecho y la victoria los dividió. Los dividió en dos grupos, perfectamente reconocibles: los que, en consonancia con el editorial de El Tradicionalista, pedían un escarmiento ejemplar, «cortar por lo sano», y cuyos campeones eran en Gerona «La Voz de Alerta» y el teniente Martín, y los que se inclinaban por la benevolencia y el perdón, a la cabeza de los cuales, en la ciudad, figuraban el señor Obispo, el notario Noguer, don Jorge en representación de Liga Catalana, y don Pedro Oriol.
Los primeros alegaban que si se pronunciaban unas docenas de sentencias de muerte en las personas de los cabecillas -en el fondo siempre eran los mismos-, se imposibilitaría la gestación de una guerra civil; los segundos argumentaban que con la violencia no se conseguiría nada, sólo aumentar los odios, y hacer inevitable la guerra un día u otro.
Por lo que se refiere a la situación política, un hecho parecía evidente a personas como el director de la Tabacalera: escarmentada la gente de orden, decepcionados muchos socialistas de buena fe, agotados los comerciantes e industriales de tanta inseguridad y malestar, el Gobierno tenía gran cantidad de triunfos en la mano, y lo mismo podía optar por aprovechar estos resortes y encaminar el país hacia una era de trabajo y solidez que por continuar con su clásica política de zancadilla, al margen de los problemas vitales de la nación.
Matías no tenía la menor confianza en el Gobierno. Tenía su opinión sobre Lerroux y estimaba conocer las consignas que Gil Robles daría a los ministros de su partido. No harían nada. Todo continuaría lo mismo. Los mismos trenes para ir de Málaga a Gerona, los mismos aparatos telegráficos, las mismas carreteras infernales. Y entierros de primera, segunda y tercera clase. Otros opinaban que Gil Robles haría algo, a condición de que no se dejara absorber por los militares…
Algunos decían viendo llegar las atracciones de la Feria: «¡No ha pasado nada! ¡Todo está lo mismo!» No era cierto. En una ciudad como Gerona se veía claramente: había pasado que los dos pilares de siempre, el Ejército y la Iglesia, habían saltado de nuevo al primer plano de la actualidad.
La Iglesia, en la persona del director del Museo Diocesano, mosén Alberto, responsable de trescientas personas en la cárcel; el Ejército, en la persona del comandante Martínez de Soria, nombrado presidente del Tribunal Militar de Represión.
¡Santo Dios! La mujer del comandante leyendo El Escándalo, su hija Marta -flequillo hasta las cejas, cabellos cayéndole a ambos lados de la cara- leyendo Arriba con la fotografía de José Antonio Primo de Rivera… Las dos mujeres continuaban paseándose por Gerona vestidas de negro, con porte estatuario y magnífico, había que reconocerlo. Marta., célebre porque montaba una graciosa jaca, tras el caballo de su padre, en el circuito de la Dehesa, donde los cascos sonaban opacos sobre los millares de hojas muertas.
De pronto, se supo que el Tribunal había empezado sus deliberaciones. Y al instante, la revolución volvió a ocupar el primer plano. Y todas las miradas y todas las súplicas de la ciudad convergieron en mosén Alberto y en el comandante Martínez de Soria.
En opinión de todo el mundo el comandante, superior en facultad jurídica y en personalidad a los demás miembros del Tribunal, podía imponer su criterio y en consecuencia absolver o condenar; mosén Alberto, en contacto continuo con él, podía servir de apaciguador.
Por ello, cualquier gesto de uno u otro, expresión o palabra, cobraba entre las familias y amigos de los detenidos un significado singular y suspendía los ánimos. Bastaba que por la mañana el comandante entrara en la barbería con cara seria para que por la tarde dijera en el Cataluña:
– La cosa no marcha; esos tíos van a cargarse a la mitad.
Pronto la opinión tomó partido, y ninguno de los dos personajes cobró fama de bienhechor. Un detalle bastó para clasificar al comandante: como asesor civil, para que se escribiera en la carpeta de cada expediente «persona honrada» o «indeseable», nombró a «La Voz de Alerta».
El notario Noguer y don Jorge, representando a la Liga Catalana, ponían toda su influencia al servicio de los detenidos. Que éstos lo fueran por amor a Cataluña -desorbitado o no, no era cosa de discutirlo-, los obligaba moralmente. Y además el espectáculo de la esposa del arquitecto Ribas, eternamente llorando, y el de varias mujeres de clase mediana lavando ropa en el río, los había conmovido. Por lo demás, les temían a los militares. Lo mismo el notario Noguer que don Jorge eran antimilitaristas y opinaban que nadie que no fuera catalán podía juzgar con conocimiento de causa a los catalanes. Don Jorge, sombrero hongo, mentón enérgico y bastón negro con puño de plata, recorría ahora las calles con intenciones altruistas. Ojos que antes le consideraban despótico ahora le miraban suplicantes y esperanzados. Su heredero, Jorge, no lo veía claro, pero él no daba explicaciones.
En cuanto a don Pedro Oriol, hacía lo que estaba en su mano. Su esposa le recordaba continuamente: «Vete a dar una vuelta por el Tribunal». Don Pedro seguía este consejo, y lo cierto era que el comandante Martínez de Soria prestaba mucha atención a sus palabras.
Tocante a mosén Alberto… la incomprensión que reinaba entre él y los detenidos era penosa. De nada le valían las sonrisas; tal vez el manteo que el notario Noguer le regaló en Génova tuviera la culpa de ello.
Las familias de los presos le temían. En vano Carmen Elgazu, en la pescadería, defendía al sacerdote, diciendo que «por él no iba a quedar». En vano las dos sirvientas aseguraban por doquier que mosén Alberto había abandonado virtualmente el Museo, que sólo pensaba en los detenidos. La esposa del arquitecto Ribas y la hermana de éste, que fue reina en los Juegos Florales, le suponían enemigo.
Al parecer, el sacerdote no daba con el tono y el gesto exactos al ofrecer el paquete de cigarrillos, al preguntar a un recluso si necesitaba algo del exterior, si quería algún recado para la familia…
En opinión de mosén Francisco, lo que más perjudicaba a mosén Alberto era haber empleado la palabra «resignación» y frases como «los que sufren son los elegidos» o «el hombre puede sacar gran provecho espiritual de los contratiempos».
La reacción de todos los reclusos había sido instantánea. «¡Elegidos, y sin poder ver a nuestras mujeres! ¡Pues ahora que nos fusilen, así podremos sacar más provecho todavía!» Todo aquello era una lástima, pues la cárcel hubiera necesitado ciertamente un viento benéfico llegado del exterior.
Las escenas penosas menudearon. Y su culminación llegó el domingo en que mosén Alberto juzgó oportuno celebrar la misa en el patio. Los detenidos fueron llevados al patio a media mañana. Eran unos trescientos, pues se habían incorporado los de los pueblos. Todos se alinearon, las mujeres a la derecha. Se improvisó un altar, dos guardias civiles hicieron de acólitos.
Después del Evangelio, mosén Alberto se quitó la casulla, y se volvió hacia los asistentes para hacerles una plática. Se había pasado la velada del sábado preparándola. Quería ser breve y conciso. Y empezó diciendo: «Cuando en el Huerto de los Olivos se acercaron a detener a Cristo…»
Se oyó un murmullo. Trescientos detenidos miraron a mosén Alberto. Éste continuó, sin darse cuenta de lo que ocurría. Los hermanos Costa apoyaron todo el peso de sus cuerpos sobre un solo pie. En el fondo del patio, en la última fila, Julio García se tocó un diente y sintió que también las venas de sus muñecas podían alterar su curso normal. Mosén Alberto habló de los sufrimientos de Cristo para redimir a la humanidad pecadora. Describió los interrogatorios a que fue sometido, su condena a muerte, su sed en la Cruz, su soledad. Dijo que aquel día, en el Calvario, empezó una nueva era, era que para los hombres tenía que ser jubilosa.
La atmósfera estaba muy cargada. Y se cargó más aún cuando, terminada la plática y reanudada la misa, los detenidos vieron que cinco de sus compañeros -los cinco del Orfeón Local- salían de la fila, se acercaban al altar y empezaban a cantar motetes religiosos. Mosén Alberto se lo había pedido, la afición pudo en ellos más que otras razones.
No existía consuelo para aquellos reclusos; excepto, tal vez, para David. David era, desde luego, un privilegiado: podía ver a Olga.
A Olga, de pie a la derecha del altar, inmóvil entre las otras cinco mujeres detenidas, mirando al maestro con amor infinito. Llevaba su jersey alto de siempre, pero se desprendía una gran tristeza de su pecho y de sus manos caídas.
¡Un pensamiento había aterrorizado al maestro!: el de que hubieran podido cortar al rape el pelo de su mujer. No había sido así. Allá estaba su cabellera, lisa, pegada a su cráneo tan amado.
El guardia civil acólito tocó el Sanctus; luego el corneta -el gitano de las gallinas- indicó a los asistentes que había llegado el momento de la Consagración.
Todos los reclusos hincaron la rodilla derecha, excepto los dos maestros y un tercero, Dimas, de Salí, para quien Ignacio había dado sangre. Los demás, al suelo, incluyendo a Julio. Julio con una piedrecita trazó triángulos en la arena. Joaquín Santaló pensó en el cañón aplicado al ojo de la cerradura.
Después de la misa, el corneta -el gitano- preguntó a mosén Alberto si al otro domingo podría pasar la bandeja.
A pesar de la grave advertencia de Matías, Ignacio no había renunciado a ver a Canela. Eligió la hipocresía como norma de conducta, organizó su entrevista en un lugar menos vigilado que en casa de la Andaluza -la buhardilla de sus ex compañeros de bachillerato reunía todas las condiciones- y en su hogar procuraba que su mirada fuera clara y sobre todo no exteriorizaba su fatiga. Para ganarse a Carmen Elgazu, en la mesa se mostraba alegre. Pero Matías no dejaba de observarle, y no las tenía todas consigo.
Canela obsesionaba a Ignacio. La muchacha tenía algo inocente en el fondo de los ojos. No blasfemaba como muchas otras y bebía muy poco. Llevaba seis o siete medallas, cuando oía un vals mandaba callar a todo el mundo; y, sobre todo, su amor era alegre. Los calificativos que en la intimidad le daba a Ignacio ruborizaban al muchacho. La Torre de Babel le decía: «Esa chica es una alhaja. Es el tipo de mujer que, casada, vale más que las demás». Ignacio estaba desesperado porque no sabía cómo compaginar el horario. ¿Canela o el profesor de Derecho? Imposible faltar a clase. Sólo podría verla jueves y domingo, antes de cenar.
Una de las muchachas que trabajaban con Pilar en el taller de costura había descubierto casualmente el ir y venir de la buhardilla y había dicho a la chica: «¡Caramba, Pilar, tu hermanito no pierde el tiempo…!» Todas se rieron. Pilar quedó muy intrigada. Todo cuanto se refiriera a Ignacio le interesaba mucho más que lo que se refiriera a César. Estaba muy orgullosa de su hermano, y le gustaba que se hablara de él en el taller. Por ello siempre tenía a sus compañeras al corriente de las novedades.
– Ahora ha empezado abogado, con un amigo nuestro que se llama Mateo, que acaba de llegar de Madrid.
– ¡Claro, claro! Si ya te dijo ésa que no pierde el tiempo…
– Si vierais, su cuarto está lleno de asignaturas.
– ¿Y a qué horas estudia?
– De noche.
– ¿En la cama…?
– Sí. Y vaya preguntita…
Una de las muchachas inquirió, enhebrando la aguja:
– ¿Quién es ese Mateo?
Entonces fue Pilar la que jugó a intrigar a sus compañeras. Adoptó un aire de misterio y enarcó las cejas. Sus sonrosadas mejillas se colorearon más aún, y con sus húmedos labios mojaba la punta del hilo.
– Si os lo dijera, sabríais tanto como yo.
– ¿De Madrid? ¡Uf, no nos interesa!
– Bueno, ya me interesa a mí.
– Anda, dinos quién es.
– Decidme lo que pasa en esa buhardilla.
– ¡Bah, igual lo sabremos!
– Pero no este año…
– Será el otro.
– ¡Ja, ja!
En el taller se hablaba poco de la cárcel. Interesaban más la Feria, las sardanas, que pronto volverían a estar permitidas.
También se hablaba de las mujeres de los detenidos, y de otras que habían pasado al primer plano de la actualidad: por ejemplo, la esposa y la hija del comandante Martínez de Soria.
A la hija del comandante, Marta, le eran seguidos todos los pasos, porque ella y Pilar eran las dos muchachas no gerundenses, forasteras, que más competencia hacían a las bellezas de la ciudad.
Marta gustaba mucho a todas, aunque a veces la criticaban, «porque se las daba de original con su flequillo». Ahora se habían enterado de que en el baile que se celebraría en el Casino por las Ferias sería presentada en sociedad, con un modelo de traje de noche que ellas tenían en un figurín parisiense en el taller. Se lo estaban cortando otras modistas, las más acreditadas de Gerona.
– Claro, ¿cómo no? La política rinde mucho…
– Hay que aprovechar y casarla.
Pilar salió en su defensa.
– Hablad lo que queráis, pero se nota de dónde es.
– ¿Algo especial?
– De Valladolid.
– ¿Y qué pasa allí?
– Mirad la muestra.
– Mucho presumir…
– ¿Presumir…? La que monte a caballo como ella que levante un dedo.
– Levántalo tú.
– Yo no la critico.
Mateo tenía un año más que Ignacio. Idéntica estatura. De su persona destacaban la frente y la cabellera. Tenía una cabellera abundante, oscura, que le aureolaba la cabeza. Era la cabellera que hubiera deseado el subdirector. La frente despedía un halo de energía. Cuando se daba una seca palmada en ella, uno estaba seguro de que acudiría a su piel el pensamiento exacto. Era la frente que hubiera deseado Ignacio. Mateo tenía unos ojos lentos; mentón algo agresivo, parecido al de don Jorge. Vestía con cierta indolencia, pero limpio. Zapato negro, nunca brillante. Invariablemente usaba pañuelo azul. Aquel detalle chocaba. Cuando se pasaba por la frente el pañuelo azul, su cabellera se oscurecía. También usaba mechero de pedernal. El color amarillo de la mecha era la única nota clara de su figura. Gesticulaba con una precisión que a su padre, don Emilio Santos, le recordaba la de su difunta esposa.
Mateo había llegado a Gerona desorientado. No conocía nada de la ciudad. Se preguntaba por qué su padre había sido destinado allí. «Hay que ver las bromas que gasta la Tabacalera.» Su hermano había sacado plaza en las oposiciones de Hacienda y fue destinado a Cartagena. Tampoco se les había perdido nada en Cartagena. «Hay que ver las bromas que gasta Hacienda.»
Le consolaba reunirse con su padre, saber la alegría que le daría a éste. Pero en Madrid había dejado todos sus amigos, que no eran pocos.
Don Emilio Santos, al recibir a su hijo en la estación, se sintió otro hombre. Le pareció que revivía. Quiso llevarle la maleta. Le avergonzó que Mateo viera la fonda en que él vivía; pero ocho días después, ya tenían piso alquilado, en la plaza de la estación, y una muchacha, Orencia, recomendada por Carmen Elgazu, que los cuidaría.
Don Emilio Santos le habló en seguida de los Alvear. «Son mis amigos y el hijo mayor, Ignacio, estoy seguro de que te va a gustar.» Mateo se encogió de hombros.
– ¿Son catalanes?
– No, no. El padre es de Madrid; su esposa es vasca.
Pero Mateo se mostró escéptico. Sin embargo, la ciudad le impresionó. No la imaginaba tal cual era. Desde Madrid, mirando el mapa, Gerona aparecía en el confín nordeste de la Península, perdida como en un destierro. Cuando vio el río, los puentes, las casas colgando a uno y otro lado, cuando vio los campanarios y subió hacia la Catedral… sintió que algo le daba en el pecho. «¡Qué maravillosa es España! -exclamó-. En todas partes hay bellezas así.» Su padre le describió minuciosamente la provincia, «tan variada como la de Guipúzcoa». «Es un jardín -dijo-. Pero no como los de Aranjuez. Aquí hay montañas, ¿comprendes? Y un gran equilibrio. En fin, hay de todo.»
Mateo se organizó en el piso su despacho, pues se había traído muchos libros. Era muy serio. Ahora por las mañanas ayudaba a su padre en la Tabacalera, por las tardes estudiaba y de noche iba a clase en compañía de Ignacio, con el profesor don José Civil.
Cuando conoció a los Alvear, le gustaron. César le llamó mucho la atención. Dijo de él: «Ese muchacho es auténtico». Ignacio le pareció un poco desorientado. Pilar, físicamente, le gustó desde el primer momento. «Lo único que no me habías dicho era que Pilar fuese de rechupete», le dijo a su padre, bromeando.
Matías le pareció un tipo muy corriente en las tertulias madrileñas. Y Carmen Elgazu, una mujer que sabía preparar perfectamente el café.
Conocía la afición de su padre por los refranes y le trajo uno de Madrid, seguro de que le iba a gustar. «Guerra en Mieres o Almadén, banquero inglés toma barco o tren.»
En la Tabacalera quedó patidifuso al ver las montañas de tabaco que se fumaba la provincia de Gerona. «O es un pueblo de nerviosos, o de filósofos», sentenció. Don Emilio Santos le dijo: «Un poco las dos cosas».
Eligió la barbería de Raimundo, por lo de los toros. Pero su intención era recorrer todas las de la ciudad, sin exceptuar la de los comunistas. Lo mismo que todos los cafés, sin exceptuar el Cataluña y el de los radicales.
La primera clase con el profesor Civil fue importante. Al cortar la primera hoja de los libros de Derecho, a Mateo y a Ignacio les pareció que «rasgaban ante sus ojos el velo de la sabiduría».
– De la sabiduría, no -rectificó el profesor Civil-. Pero sí del sentido común. Esta carrera os ordenará el pensamiento.
La prueba de inteligencia a que el profesor Civil los sometió antes de aceptarlos quedó virtualmente terminada en cuanto vio el aspecto de uno y otro, sus despejadas frentes y sus ojos. Por lo demás, si de Mateo no sabía nada en absoluto, en cambio de Ignacio ya tenía referencias, excelentes de todo punto. Y sabía que su padre, Matías Alvear, era un hombre honrado, de tendencia republicana.
Cuando vio el pañuelo azul de Mateo se tocó las gafas de un solo cristal con ademán clásico de hombre que anda un poco encorvado. Cuando vio el mechero de pedernal dijo: «Caramba, son objetos más bien de montaña, ¿no?»
Mateo comentó:
– No comprendo que un chisme tan práctico llame tanto la atención.
El profesor Civil vivía solo con su esposa. Tenía dos hijos casados, uno arquitecto y el otro delineante. Le había costado mucho levantar los dos edificios. Ahora gozaba de la recompensa. Con cuatro lecciones podían vivir, pues sus hijos les ayudaban en lo que les hacía falta. Y tenían nietos rubios, que todos los días llamaban a la puerta… Por desgracia, a veces llamaban a la puerta a mitad de la lección.
El profesor Civil ofrecía ventajas como profesor: era minucioso, ordenado y no se echaba para atrás en el sillón, acariciándose la barbilla. Era un hombre complicado de pensamiento, pero de vida modesta. Bajito y feo, andaba algo encorvado no por el peso de las culpas sino por el del Derecho Romano, que se conocía al dedillo. Tenía un solo vicio: levantar con frecuencia la tapa del piano y pulsar una tecla, que acostumbraba a ser el sol. Intelectualmente tenía varias obsesiones: los judíos, creer que la técnica haría infeliz al hombre. Se había negado rotundamente a tener teléfono y radio; y no consintió en que su mujer comprara una plancha eléctrica hasta que se convenció de que el artefacto no hacía el menor ruido. También opinaba que si la ciencia continuaba avanzando sin que paralelamente avanzara en humildad el espíritu del hombre, sería la destrucción.
Una hora de charla le bastó para formarse una idea de Ignacio y Mateo. Charlaron de temas muy diversos. Al día siguiente, empezarían las clases.
Les habló de la revolución. Les formuló muchas preguntas en torno a los conceptos de justicia y caridad. A Ignacio aquello pareció fatigarle; en cambio, Mateo dio la impresión de encontrarse a sus anchas. El profesor Civil estaba de acuerdo con Mateo en que las raíces de aquel movimiento eran profundas.
– Es lógico -intervino Mateo-. Todo lo que ocurre en España es profundo.
El profesor Civil hizo un mohín que denotaba escepticismo.
– Éste es nuestro defecto -cortó-; el énfasis. En realidad, España es un pueblo cansado, ni mejor ni peor que los demás.
Mateo se estrechó el nudo de la corbata y dijo que ningún pueblo en el mundo contaba con las reservas de energía con que contaba el pueblo español.
– En realidad, quedamos agotados después de nuestro esfuerzo en América, pero eso pasó. Ahora ha sonado de nuevo nuestra hora y sólo nos falta recobrar nuestra conciencia de Imperio.
El profesor Civil repuso:
– En Gerona hay un abogado que pierde todos los pleitos de poca monta -desahucios, multas, etc.-, no por falta de competencia, sino porque siempre dice que sólo le interesan los pleitos importantes. Excuso decirle la miseria que pasan en su casa.
Mateo replicó:
– Por fortuna, España no es un bufete de abogado. Profesor -añadió riéndose-, me parece que usted y yo vamos a discutir bastante.
El profesor Civil no insistió. Tiempo habría de cotejar los conceptos de cada uno. Se estaba formando una idea de sus alumnos; aunque estaba seguro de que Ignacio era más charlatán de lo que había demostrado.
Les preguntó si tenían novia. Mateo contestó que no. Ignacio contestó: a medias. Los dos moños de Ana María habían acudido a su mente.
Se levantaron. En el pasillo había un gigantesco grabado que representaba el Mediterráneo, desde España hasta Turquía, con los nombres en latín. El profesor les dijo que algo le hacía lamentar doblemente la decadencia de España: el hecho de que España fuera nación latina.
– Porque el pensamiento latino es, en efecto, el único que puede conducir espiritualmente el mundo. Pero ya lo ven ustedes, estamos en la cola… Luego, señalando Palestina en el mapa, añadió:
– Aunque los grandes responsables del desconcierto son los judíos. Son la manzana de la discordia.
La esposa del profesor salió de la cocina para saludarlos, acompañándolos a la puerta. Debía de estar enferma, pues se movía con dificultad, pero su rostro era noble y dulce.
– Bien, hasta mañana. Primera lección. Confío en ustedes.
Pilar, en efecto, estaba hecha una mujer, y una mujer espléndida. La sana nutrición y su naturaleza habían hecho de ella una muchacha precoz, exuberante. Casi tan alta como Ignacio, se parecía cada vez más a Carmen Elgazu. En verano se había cortado el pelo; ahora, para Ferias, había compuesto su cabellera a base de ondas o colinas -los ricitos le sentaban muy mal-. También estrenaría un abrigo de entretiempo hecho en el taller, y unos pendientes. Estos pendientes se los había comprado Matías Alvear a un árabe que pasó por Telégrafos cargado de tapices, alfombras y quincalla.
Ignacio continuaba acusándola de no interesarse por nada serio; ella contestaba que elegir un peinado o un abrigo no era ninguna tontería. Cierto que de su casa no le interesaban ni el calendario de corcho ni la ventana que daba al río, y a duras penas la imagen de San Ignacio; pero, en cambio, le interesaban su ropero, el balcón que daba a la Rambla… y un diario íntimo que había empezado:
Día 30 de octubre, ocho de la noche. Él ha venido, pero se ha encerrado en el cuarto de Ignacio, a estudiar. Si pudiera hacer un agujero en el tabique…
De la revolución, no le había impresionado sino el triunfo de los militares y el relato de la huida del caballo blanco; respecto a su significado, nada. Y referente a lo de Asturias, Ignacio había observado que aparte el ¡qué horror! con motivo de la carta del tío de Trubia, se limitó a preguntar naderías, como por ejemplo si era cierto que los moros podían tener tantas mujeres como quisieran.
Últimamente, parecía preocuparse algo más. En el taller de costura una de las chicas «se había puesto» con un alférez ayudante en la oficina del Tribunal Militar de Represión. Aquello había cambiado el rumbo de las conversaciones en el taller. Cada tarde la chica llevaba a sus compañeras las últimas novedades, pues el alférez era el encargado de preparar los expedientes de los detenidos comprendidos entre las letras A y G, expedientes que luego eran revisados por el comandante Martínez de Soria. Parecía imposible que el joven oficial no fuera más discreto. Contó incluso que «gente muy importante» se había interesado por Julio García. Cuando Ignacio le rogó a Pilar: «A ver, pregunta a esa chica por los maestros», Pilar contestó: «¿Los maestros…? ¡Uy, no sabría nada! No estando comprendidos entre las letras A y G, no sabría nada».
Matías opinaba que la noticia sobre Julio, aparte de otros detalles que se iban conociendo, bastaba para descartar definitivamente la idea de que las sentencias serían de muerte. Ya nadie dudaba de este hecho. «Cuando un Tribunal amontona papeles… Lo terrible es un fulminante Consejo sumarísimo.»
La opinión pública era que en Madrid se habían movilizado grandes influencias en favor de los detenidos, lo cual se atribuía a que entre éstos se contaban hombres de verdadera importancia, como, por ejemplo, el mismísimo Azaña, de quien se decía había sido encontrado en Barcelona escondido en una alcantarilla, y al cual se acusaba formalmente de haber acudido a Cataluña para preparar el levantamiento.
Otro síntoma que confirmaba la postura de clemencia adoptada por el Gobierno, se desprendía del trato que se daba a los reclusos. La severidad menguaba. En Barcelona, los presos habían sido trasladados a un barco, el Uruguay, y al parecer gozaban de bastantes comodidades. Tal vez en lugares como Gerona la cosa continuara siendo dura, sobre todo por la absoluta prohibición de recibir visitas.
En el plano de la ciudad, las medidas adoptadas habían sido draconianas. Cierre total de los partidos izquierdistas, desde Izquierda Republicana hasta Estat Català, e incautación de su mobiliario. Sólo funcionaban los sindicatos. El subdirector, en la CEDA, rehacía ahora su fichero masónico gracias a una «Underwood» propiedad del Partido Socialista. Prohibidos los estacionamientos, los grupos, declaración de tenencias de armas, etc… Al llegar las fiestas, los propietarios de las barracas decían: «Si se prohíben los grupos, ¿qué vamos a hacer?» Algunas atracciones, como las Grutas del Miedo, fueron permitidas; en cambio, se negó el permiso a las barracas de tiro. A una mujer que domaba serpientes y que daba gritos para llamar la atención del público, la gente empezó a llamarla «La Voz de Alerta», y aquello constituyó su fortuna.
Doña Amparo Campo había recibido una misteriosa nota que decía: «Esté tranquila». Entonces la mujer, en vez de callar, alardeó en todas partes. Ignacio dijo de ella que, en lugar de imitar la prudencia de la tortuga, imitaba el mal flamenco de algunos de los discos de la colección de Julio.
Las fiestas fueron pobrísimas en el aspecto popular. El cuerpo incorrupto de San Narciso, patrón de la ciudad, fue escasamente visitado. La provincia carecía de ánimos para acudir a Gerona, pues cada pueblo tenía por lo menos un detenido. Los coches eléctricos dispusieron de espacio para maniobrar. Sólo la mujer de las Grutas del Miedo hizo su agosto. Ni siquiera la orquesta del Ateneo Popular consiguió atraer la masa, a pesar de que los músicos se habían puesto un gorro de papel en la cabeza. La misma Andaluza dijo al patrón del Cocodrilo: «O no hay humor, o no hay hombres».
En las clases elevadas, la sopa era distinta. El baile del Casino, organizado por los militares, fue apoteósico. Desde los mejores tiempos de la Monarquía no se recordaba cosa igual. Las autoridades lo presidieron. Los farolillos venecianos representaban lunas sonrientes. El propio don Pedro Oriol asistió, muy digno en su vestido de smoking. «La Voz de Alerta» descorchaba champaña a troche y moche. ¡El director del Banco Arús apareció ocupando una mesa con su familia y bailando con las mujeres de los amigos de Liga Catalana! Dos hombres, sin embargo, destacaban por encima del resto: el comandante Martínez de Soria y su teniente ayudante, Martín.
El comandante se había puesto un clavel en la solapa, el teniente era un apuesto galán, atlético y engomado; entre las muchachas, Marta hizo, en efecto, su entrada en sociedad. Su vestido se parecía al que Ana María estrenó en San Feliu, en el Casino de los Señores…
Al día siguiente hubo un brusco cambio de decoración. El Tribunal Militar anunció que iban a empezar los interrogatorios. ¡Válgame Dios! Toda la ciudad se dispuso a vivir al minuto los acontecimientos.
Matías dijo en seguida: «Son unos arbitrarios». Más que por lo de Gerona, cuyos resultados definitivos tardarían en conocerse, lo decía por lo que se iba sabiendo de otros Tribunales de España. La tónica era evidente: quien tenía padrinos se salvaba; quien no los tenía, lo pasaba mal. En Barcelona anunciaron la conmutación de la pena de muerte de los cabecillas directores del movimiento como Pérez Farras, en tanto que en Asturias simples mineros, anónimos y desconocidos, aparecían en las listas de ejecutados.
En Gerona, el comandante Martínez de Soria dio una gran sorpresa a sus detractores. En seguida dejó entrever que era contrario a extremar el rigor. En el café de los militares dijo: «Es curioso lo que cuesta enfrentarse con un acusado». A la hora de la verdad influían más en él las palabras de don Pedro Oriol que las sugestiones de «La Voz de Alerta».
Sin embargo, tenía a la gente en un puño. Era quisquilloso, no acababa nunca. Los interrogatorios eran larguísimos y casi siempre humillaba a los del banquillo. Ordenó que los juicios se celebraran a puerta cerrada, lo cual produjo entre la masa una gran decepción. A Olga la mantuvo cuatro horas de pie, preguntándole, preguntándole… A David le dijo: «¿Está usted seguro de que hará de sus treinta alumnos ciudadanos de provecho?» Aquel tipo de pregunta era inadmisible. Los acusados, al llegar a la cárcel, se deshacían en comentarios: «Que deje en paz nuestra vida privada».
Mosén Alberto hacía cuanto podía para apaciguar. Informaba favorablemente. Ello se supo en la cárcel, y a algunos el tabaco que les repartía les pareció menos amargo. Por ejemplo, uno del orfeón, que sabía sacar humo formando anillos, un día le dijo en tono afectuoso: «¡Mosén, mosén! ¡Este anillo se lo dedico al señor obispo!» Pero la mayoría continuaban no comprendiendo las sonrisas del sacerdote, sus sermones, y se negaban a admitir que interviniera en su favor. «¡Propaganda!», decían. Y cada domingo, en el patio, clavaban en sus ojos los ojos del rencor.
El Tribunal se había instalado en la Caja de Reclutas, caserón húmedo de la calle de la Forsa. Pero luego pareció demasiado espectacular que los detenidos tuvieran que hacer el trayecto desde la cárcel y se decidió interrogarlos en el primer piso del edificio, en las oficinas. De este modo todo quedaría en casa.
La cantidad de expedientes -trescientos aproximadamente- había asustado al comandante Martínez de Soria, quien solicitó dividir el Tribunal en dos sesiones. La suya interrogaría a los detenidos de más responsabilidad; la otra, de la que formaba parte el teniente Martín, interrogaría, en la sala contigua, a los simples comparsas del movimiento.
De todos modos, el comandante no quería alterar sus inveteradas costumbres; la práctica de la esgrima y la equitación. Por lo que establecía unos horarios propios de hombre que no tiene prisa. A su esposa le pareció que exageraba. «Piensa que esa gente está inquieta», le dijo. Pero el comandante no dio su sable a torcer. En lo único en que consintió fue en no ir al café de los militares, para ahorrarse explicaciones enojosas.
El desfile de acusados comenzó. Los guardianes de la cárcel recorrían los pasillos con una lista. ¡Fernando Gavaldá! Y el recluso en cuestión se levantaba, los demás miraban y esperaban con impaciencia su regreso.
En seguida se supo que había gran diferencia entre el trato que se recibía en la sección del teniente Martín y en la del comandante Martínez de Soria. El teniente Martín era un incorrecto y apenas si permitía meter baza a los restantes del Tribunal. La mayor parte de los acusados que le tocaron en suerte eran campesinos, muchos de los cuales apenas si comprendían el castellano. Esto puso furioso al teniente. Llegado de Galicia, cultivaba un odio especial contra los catalanes. Con su uniforme se sentía fuerte y poderoso ante los raquíticos acusados en el banquillo. Una monumental fotografía del Comandante Jefe de Estado Mayor, montado en su caballo blanco, presidía obsesionantemente las paredes. Los campesinos se desmoralizaban y optaban por callarse.
En cambio, el comandante Martínez de Soria se mostraba, en la forma, correcto. El Tribunal pronto advirtió que los reclusos obedecían a una consigna común: decir a todo trance que se encontraban en Comisaría por azar, que entraron allí porque al oír los tambores y al ver que la ciudad quedaba a oscuras, no supieron adonde dirigirse. En cuanto a participación directa en el movimiento subversivo, nadie la confesaba, excepción hecha de los componentes de aquel Ayuntamiento que había durado veinticuatro horas escasas.
Y, sin embargo, las diferencias humanas quedaban marcadas. Había detenidos que hacían gala de una gran dignidad y de un perfecto dominio. Demostraban que estarían dispuestos a repetir su gesto cuantas veces fuera necesario o se presentara la ocasión. Otros se mostraban cobardes, con el miedo retratado en el semblante. Murillo desagradó a todo el mundo porque, con sus bigotes cayéndole lacios y su gabardina sucia, hizo de sí mismo una defensa intempestiva.
Lo más duro del interrogatorio sobrevenía siempre al final, cuando de pronto el comandante Martínez de Soria tomaba en su mano derecha una fotografía del comandante Jefe del Estado Mayor muerto, y, mostrándola con calma al acusado, preguntaba: «¿Conoce usted a este hombre?» La respuesta era invariablemente: «No, señor». A la décima negativa que el comandante oyó, se puso nervioso. Pegó un puñetazo en la mesa. «¡Retírese!», gritó. Y aquel «retírese», pronunciado en tono de amenaza, con la cara del jefe enrojecida, fue repetido luego en los pasillos, y dio origen a muchos comentarios.
El Comisario no fue de los más dignos. Al ser preguntado por qué pretendía separar Cataluña del resto de España, contestó que no sabía nada, que no sabía nada. Le habían dicho que todo el mundo estaba de acuerdo. Precisamente a él Madrid y Sevilla y Valencia le gustaban mucho. En cambio, en cuanto se halló frente a la fotografía del comandante Jefe de Estado Mayor contestó: «Sí, le reconozco. Y lamento lo ocurrido».
– ¡Retírese! -Los guardias civiles casi le dieron un empujón.
Los Costa dijeron: «Estamos dispuestos a pagar una multa». El comandante perdió la serenidad. Les hizo un discurso. Les dijo eran jefes de un Partido cuya acción antiespañola era constante. Sus canteras, sus hornos de cal, su fundición estaban al servicio de la propaganda antiespañola. Que favorecieran el fútbol, la piscina y las colonias veraniegas, al Ejército y a la Patria les importaba muy poco. Pero, cuando dos hombres eran populares y ricos, sus actos ejercían una gran influencia en una capital de provincia… En Gerona hubieran podido beneficiar a todo el mundo; no hacían sino halagar instintos populacheros. ¿Es que el Gobierno de Madrid no había llegado al poder por vía legal, gracias a las elecciones? Todo aquello era sabotear los mismísimos principios de la República. ¿Por qué querían separar Cataluña del resto de España…?
Ante la fotografía del comandante de Estado Mayor contestaron:
– Sí, sabemos quién es, y sentimos lo ocurrido.
– ¿Quién disparó por el ojo de la cerradura?
– Eso… No lo sabríamos decir.
Los acusados se contaban unos a otros el interrogatorio. Y, sin embargo, todos esperaban el colofón, la declaración de Julio García. ¡Julio García había tejido los hilos de todo aquello! Si cargaba sobre sí con la responsabilidad, él y el arquitecto Ribas, todos los demás estaban salvados; si no, la condena sería colectiva probablemente.
Cuando el guardián apareció en el pasillo y llamó: ¡Julio García!, el policía se levantó, tomó el sombrero, que tenía sobre el colchón, y echó a andar. En la puerta le esperaban los dos guardias civiles de turno.
Al cruzar el umbral de las oficinas y encontrarse ante el Tribunal solemnemente formado tras la gran mesa de escritorio, con un crucifijo presidiendo en la pared, oyó la voz del comandante Martínez de Soria que le ordenaba:
– Haga usted el favor de quitarse de los labios la boquilla.
El acusado obedeció.
Un capitán del Cuerpo Jurídico, situado a la derecha, actuaba de fiscal y dio lectura a la acusación. Julio le escuchó con sumo interés. En cuanto el fiscal hubo terminado, el comandante Martínez de Soria tomó la palabra y repitió las acusaciones en términos menos jurídicos.
¿Por qué no siendo catalán había tomado las riendas de aquel asunto? ¿A santo de qué las expropiaciones de la provincia le interesaban tanto? ¿A qué fue a París tiempo hacía, quién era un tal doctor Relken, por qué una carta de Praga, que iba dirigida a él, y otra de Madrid empezaban diciendo: Distinguido hermano Julio García? ¿Qué había sido del expediente instruido contra los anarquistas con motivo de la destrucción de la imprenta del Hospicio? ¿Por qué presentó al Comisario, el 15 de mayo un lista de las personas derechistas a las que era oportuno retirar la licencia de armas? ¿Por qué diablos subía con frecuencia a echar un vistazo al Polvorín de las Pedreras? ¿Reconocía su letra en aquel documento, y en aquel otro, y en aquel otro? ¿Comprendía o no comprendía que muchos oficiales y soldados habían muerto en aquella revolución totalmente ilegal? ¿Reconocía que él había redactado los folletos lanzados desde las azoteas, invitando a la ciudad a la rebelión?
De pronto, el fiscal interrumpió al comandante. Se levantó y dijo:
– Deseo recordar al Tribunal, que se supone al acusado autor del disparo que mató al comandante Jefe de Estado Mayor.
El comandante Martínez de Soria invitó a Julio a contestar a todas aquellas preguntas. Julio, que había solicitado defenderse por su cuenta, sin abogado, no se inmutó. Había dejado el sombrero en la silla y permanecía en pie. Empezó hablando en tono normal, con negativas idénticas a las de los demás acusados. «Se encontraba en Comisaría como tal funcionario, no sabía nada de la organización de aquello, los tambores le sorprendieron hablando por teléfono con…»
Luego, a medida que iba recordando la lista presentada por el comandante, su tono se iba tornando irónico.
¿Es que estaba prohibido ir a París, o recibir cartas de Praga, o de Madrid…? ¿No podía uno ser llamado hermano, por un amigo? La amistad… No era hora de hablar de ella, pero…
En cuanto al expediente de los anarquistas… se había extraviado. ¡Cuántas veces les había advertido a los agentes de su despacho que prestaran atención! Eran unos distraídos. La mesa llena de papeles, y todo se extraviaba. Ellos lo atribuían al poco salario que percibían.
En cuanto a su interés por las expropiaciones… era otro asunto. En realidad todo cuanto se relacionase con el campo le interesaba. ¿Qué tenía aquello de particular? Tal vez el señor fiscal hubiera leído la Ilíada. Hacia el final del Canto VII, se decía: «y el pastor siente el gozo en su corazón…» A él le hubiera gustado que los campesinos de la provincia sintieran el gozo en su corazón. Pero no por ello se insurreccionó. Ni fue a Madrid a protestar, ni a la vuelta de los propiciaros había esperado con una escopeta a don Jorge y a don Santiago Estrada…
Respecto al doctor Relken, era un arqueólogo alemán, que se interesaba mucho por la provincia de Gerona, pues aseguraba que, en efecto, en Rosas debía de encontrarse la antigua colonia griega de Rodas, aunque no en el lugar en que la situaban los eruditos locales.
La lista de las personas derechistas dada al Comisario el 15 de mayo…no tenía nada que ver con la recogida de las licencias de armas, sus visitas a Montjuich no tenían nada que ver con el Polvorín, los folletos no podían ser suyos, puesto que no escribía en absoluto el catalán…
Y en cuanto a la muerte del comandante Jefe de Estado Mayor… imposible suponer que el señor fiscal hablara en serio al acusarle. Porque… ¿cómo saber quién disparó? Doscientos hombres encerrados, dos manos cada hombre. ¿Qué mano sostenía el revólver? Imposible saberlo. Y más difícil aún saber qué dedo apretó el gatillo… Ésta era la gran desventaja de los movimientos democráticos: la mezcla de la gente, la acumulación de elementos. Claro que era a la vez su gran ventaja: el anónimo.
El comandante Martínez de Soria había oído toda la perorata echado para atrás en el sillón. Las intermitentes manchas rojas de su rostro intensificaron su color. Sin embargo, siempre guardaba la compostura. Lo mismo cuando en el Casino se ponía un clavel en la solapa que cuando reflexionaba qué extraña tortura, desconocida aún en Occidente, merecía un hombre como el que tenía delante. El fiscal no cesaba de sonarse estruendosamente. Los demás miembros del Tribunal apenas podían contenerse.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo.
El comandante Martínez de Soria guardó un momento de silencio. Luego dijo:
– Como Presidente del Tribunal advierto al acusado que todos los cargos que se le imputaban quedan en pie. O sea, se le considera responsable moral de la revolución, y se le supone autor del disparo que mató al comandante Jefe de Estado Mayor. Si el examen de los expedientes y algunos nuevos interrogatorios no demuestran que estos cargos son infundados, se aceptará la propuesta del fiscal y la sentencia de muerte será cumplida a las cuarenta y ocho horas. Sólo en el caso de que el acusado consiga probar que fue otra persona la que disparó, se beneficiará de una conmutación. Ahora, retírese.
Julio García inclinó un momento la cabeza. Al levantarla, tenía la boquilla entre los labios. Los dos guardias le escoltaron, uno a cada lado. Salió del despacho bajo la mirada de todos.
Cuando David salió a su encuentro en el pasillo, sonrió y comentó:
– Gran tipo ese comandante.
El piso amueblado que Mateo y el director de la Tabacalera habían alquilado -en la misma plaza de la Estación- era pequeño, pero confortable. Silencioso en su parte trasera, el muchacho instaló en ella su despacho. Los armarios, llenos de libros, llegaban al techo. En un rincón, sobre un pedestal, un pájaro disecado.
Tenía el inconveniente de estar un poco lejos del Neutral, pero el director de la Tabacalera se sentía largamente compensado teniendo al lado a su hijo, y viviendo en un hogar suyo y no en una fonda. Tal vez en el piso la falta de la esposa se le hiciera más patente; pero tenía otras muchas ventajas. Tocante a Mateo, hizo de su despacho el eje de su vida, y prohibió a la sirvienta que entrara en él. Y como llevó allí cinco o seis sillas, además de un sillón, su padre le preguntó:
– ¿Por qué tantos asientos? ¿Preparas ya tu bufete de abogado?
Mateo le contestó:
– Con tu permiso, padre, preparo las reuniones de Falange Española de Gerona.
Don Emilio Santos quedó inmóvil en una de las cinco sillas. Sus ojos, siempre un tanto húmedos, su sonrisa afable y su bigote blanquecino se inmovilizaron con él. El hombre tenía una idea muy vaga de lo que Falange Española pudiera ser. Amaba entrañablemente a España, sabía que en Madrid bastantes estudiantes se habían afiliado a Falange; que su cuna era Castilla; que los dos hijos que el comandante Martínez de Soria tenía en Valladolid eran falangistas; que su jefe, José Antonio Primo de Rivera, intervenía con frecuencia en el Parlamento, usando un lenguaje tajante, algo raro, y que se decía de todos ellos que copiaban de Mussolini y de Hitler, y, sobre todo, que asesinaban a los obreros por las esquinas. Pero ni un solo momento había pensado que Mateo pudiera militar en este Partido. La declaración de su hijo le dejó turulato; tenía tanta confianza en él que en el acto pensó: «Entonces resulta que Falange debe de ser otra cosa de lo que yo pienso».
Movió la cabeza. Luego preguntó:
– ¿Y tu hermano…?
– También lo es. -Mateo añadió-: La diferencia estriba en que en Cartagena la cosa ya está en marcha desde hace tiempo.
El director de la Tabacalera sintió que todos sus proyectos de tranquilidad se venían abajo. Sin volver en sí asistió a diversas maniobras de Mateo: a la de escribir la palabra «CIRCULARES» en la cubierta de una carpeta, y, sobre todo, a la de colgar en la pared, en la presidencia del despacho, una fotografía de José Antonio Primo de Rivera. Al pie de la fotografía la dedicatoria era clara: «Al camarada Mateo Santos, con el ¡Arriba España! de los primeros días. En el Escorial, enero de 1933.
josé antonio.
Mateo no quiso verle sufrir. Se acercó a su padre y le puso la mano en el hombro.
– No te inquietes, padre. La Falange… es un movimiento sano, noble. No te arrepentirás de que tus hijos formen parte de él. Concédenos un margen de confianza. España lo necesita y es inevitable que algunos nos alineemos en vanguardia. Pronto todo el mundo sabrá de qué se trata. Empezamos siendo unos pocos, casi todos estudiantes; ahora ya somos muchos, estudiantes y obreros. En todo este pedazo de tierra española se ignora por completo lo que es. Ha sido providencial que me llamaras. Provincia fronteriza, cara al mar. Me va a ser difícil, no sé a quién acudir, todo el mundo divaga, sobre todo los derechistas. Pero habrá que descubrir la gente donde se encuentre, Con seis o siete camaradas me basta. A lo mejor serán peones ferroviarios, o mecánicos, o qué sé yo. No importa. A lo mejor algunos que ahora son comunistas. En muchos puntos estamos más cerca de éstos que de «La Voz de Alerta», te lo juro. Si todo esto trae algún contratiempo… espero que te harás cargo. -Y sonrió.
Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, no lo veía claro. Le parecía intuir que bajo la mirada de su hijo latía una gran verdad. Sin embargo, la palabra fascismo le venía a la mente. Y la noticia de lo ocurrido en Valladolid. Y tantas otras.
Mateo, al oírle, se puso serio. Y le juró por su honor que todo aquello eran calumnias, que ni un solo tiro había salido de pistolas falangistas que no fuera en legítima defensa, y que, estadística en mano, por cada víctima que ellos habían ocasionado, Falange había tenido diez. Y en cuanto a perseguir a los obreros… ¡Falange era una organización revolucionaria! Mucho más revolucionaria que cualquiera de los Sindicatos, los cuales se limitaban a prometer mejoras económicas. Falange pretendía, primero, convencer a los productores de que no eran proletarios sino de que eran hombres, personas. Segundo, explicarles que lo económico no lo es todo; que, satisfechas las necesidades, hay mil caminos espirituales por los que avanzar. Tercero, hacer que amaran su familia y su trabajo. Cuarto, darles alguna gran ilusión colectiva en la vida. Quinto, hacerles comprender lo que era la Patria, y luego… ¡en fin! Tiempo habría de delimitar todo aquello. Falange no venía a prometer, sino a exigir; no era un programa sino una doctrina y en sus filas no tenían cabida ni los pedantes ni los cobardes. «Individuo, familia, municipio, Patria, Dios.» He aquí los cinco puntos, o, como decía José Antonio, las cinco rosas. O, como figuraba en el emblema que iba a colocar bajo la fotografía del Jefe, las cinco flechas. Falange creía, por encima de todo, en el sacrificio, y era una mística, una concepción total de la vida.
Don Emilio Santos no lo veía claro. Reconocía que aquel lenguaje tenía algo de poético. Sobre todo porque Mateo, al hablar casi se había puesto firme y luego había sacado un pañuelo azul y su chisquero, y se había pasado la mano por la cabellera con la peculiar manera que tenía de hacer aquel ademán en los momentos importantes. Sin embargo, ¡era tan complejo todo aquello! Que unos hombres de veinte a treinta años hubieran elaborado una concepción total de la vida, a primera vista parecía imposible, so pena de milagro. Un español de edad -cincuenta y cinco años- ¡había oído tantos discursos! Claro que era la primera vez que oía hablar de rosas y de flechas, sobre todo concretando su número. No obstante, ¿qué diablos significaba no prometer sino exigir? Tampoco veía claro que ofreciendo sacrificios pudieran tener muchos adeptos.
– Hijo mío, no sé qué decirte. Todo esto me parece algo utópico. Tal vez los jóvenes tengáis razón. ¡Qué sé yo! Sin embargo, desearía advertirte una cosa: si un día descubro que todo esto es una chiquillada, cortaré en seco. No hay nada más triste que el heroísmo gratuito. No quiero que a ti y a tu hermano os peguen un balazo por una tontería, ni que os tomen el pelo. España… es un país muy difícil. Quiero decir que no sé si os bastará con cinco flechas… Y en cuanto a Gerona, no sé, no sé. Pronto verás lo que quiero decir.
Entonces Mateo contestó que no quería herirle, pero que también deseaba aclarar, desde el primer momento, que había entregado la vida entera a aquel asunto, que había prestado juramento, que no bastaría con que su padre juzgara aquello una chiquillada para que él compartiera tal opinión; y que si la escisión se producía, lo cual no era de prever, se vería en la necesidad de desobedecerle.
Don Emilio Santos le miró con fijeza un minuto largo y luego, con lentitud, se dirigió a la puerta, sintiendo sobre sí los estúpidos ojos del pájaro disecado que se erguía en el pedestal.
Cada vez que Laura, la hermana de los Costa, subía a las canteras a dar un vistazo, los obreros interrumpían un momento su trabajo y echaban un trago. Luego volvían a martillear.
Desde arriba, Laura contemplaba la ciudad a sus pies, con los campanarios presidiendo. El río la partía en dos. A su izquierda, en la falda de la montaña, el cementerio. La piedra de los panteones había salido de las canteras lo mismo que la piedra de los puentes, de los arcos, de las iglesias. Aquello le producía una emoción vivísima, desconocida. Antes que sus hermanos entraran en la cárcel, se limitaba a enterarse por un papel que recibía del Banco, de los beneficios que le correspondían. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto el contacto directo humanizaba las relaciones.
Personalmente, había llegado a una conclusión: el trabajo de aquellos hombres era duro. Los barrenos mordían la montaña, a veces mordían la carne. Los inmensos bloques debían de ser transportados y luego los canteros les daban forma. Formas cuadradas, rectangulares, distintos tamaños. El incesante martilleo parecía una canción en la montaña. Era el ritmo del trabajo, del vivir. Pero a Laura acababa penetrándole en la cabeza.
Lo mismo le ocurría en los hornos de cal. Los hombres hundidos en pantanos de materia pegajosa, con inmensas palas en las manos, cargando sacos, respirando Dios sabe qué. Lo mismo ocurría en la fundición. Las gafas negras le daban miedo. Y las chispas. Hierros por todas partes, las calderas, el carbón, la temperatura insoportable. Todos negros de la cabeza a los pies.
En los hornos de cal, la piel blanca, negra en la fundición. Pagando, sus hermanos teñían a los hombres del color que les venía en gana. Al los canteros, el polvillo de la montaña los teñía ligeramente de amarillo, que se posaba sobre todo en sus viseras y en sus pestañas, sobre los ojos. Un cantero sentado tenía algo de oriental. Al levantarse, se escupían en las manos, y quitándose la gorra, la sacudían. Los obreros de la cal habían perdido la voz. Los de la fundición, al quitarse las gafas, miraban el mundo como si llegaran de otro, del fondo del mar, o del fondo del fuego.
Ante tal espectáculo, Laura decidió aumentarles a todos el jornal. El notario Noguer le aconsejaba que esperase; la muchacha dijo: «Inmediatamente». Esto ocasionó que algunos de los obreros se felicitaran, de que los Costa estuvieran en la cárcel. Otros dijeron: «¡Imaginaos lo que debían de ganar, que a la mujer le ha dado vergüenza!»
La muchacha se entusiasmaba de tal modo oyendo aquellas cosas, que en seguida habló de crear una guardería para los hijos de los obreros y obreras a su cargo… De ello a una clínica de maternidad había un paso…
Laura obraba de tal suerte de acuerdo con un plan perfectamente trazado, y no por ella misma, sino por un superior. Por alguien que estaba cansado de que en la ciudad se hicieran las cosas a medias: un vicario joven, de mandíbulas enérgicas… Sí, mosén Francisco, amigo de César y vicario de San Félix, enamorado de Gerona, hijo de ella, fundador de una escuela de aprendices, conocedor del latín y hombre de tres horas de rezo diarias, tenía ideas nuevas y audaces sobre el apostolado. Al advertir que los derechistas se pavoneaban por su triunfo del 6 de octubre y creyendo que sus hermanos los sacerdotes no hacían nada eficaz, había dicho a Laura: «Demuestre que se puede ser católico y generoso. Más aún: que siempre será más generoso un buen católico que un buen librepensador. Demuestre que puede usted hacer mil veces más que sus hermanos».
El resultado había sido magnífico, pues los obreros saludaban a Laura con devoción. Laura estaba muy contenta. Le parecía que su vida tenía un sentido, que todos los obreros eran hijos suyos. «La Voz de Alerta» decía: «Ahora será esa mujer la que organizará una revolución». Mosén Alberto estaba orgulloso de su obra.
En la cárcel, los Costa se enteraron de lo que ocurría. Sonrieron. Curiosa la reacción de su hermana. Siempre la habían considerado flacucha, sin gran temperamento. Y resultaba que a la primera ocasión daba la gran sorpresa. Los hermanos Costa confesaron que uno no tiene nunca bastante experiencia de la vida. Sin embargo, temían que exagerara. Los Costa eran partidarios de la justicia con los obreros, pero entendían que, según como, sería el cuento de nunca acabar.
¡Sorprendente tipo el vicario! Sus gestiones acostumbraban a verse coronadas por el éxito; tales eran su empuje y su naturalidad. Resuelto el asunto de Laura, del que toda la ciudad hablaba, se sintió con ánimos para hacer otra sugestión más difícil aún. Por desgracia, esta vez su fracaso fue rotundo. No consiguió ningún resultado positivo. Al contrario, un sermón y una llamada al orden. Un rato de angustia y un grave problema de conciencia.
La cosa había ocurrido de una manera lógica. Mosén Francisco recibió la visita de un reo común, profesional de la quincena, que invariablemente, en cuanto salía en libertad, acudía a la sacristía del vicario a pedirle un duro. En aquella ocasión el sacerdote aprovechó para interrogarle sobre lo que ocurría en la cárcel. Invitó al hombre a un trago del vino que tenía para consagrar, se sentó a su lado y le preguntó: «¿Qué tal los presos? ¿Qué tal mosén Alberto?» El reo común contestó: «Mal. Les dice que si saben sufrir sacarán gran provecho». El vicario comprendió. Entonces le dijo a su amigo: «Ahora vete. Tengo algo que hacer». Le despidió, tomó su inmenso sombrero, salió de la parroquia y se lanzó cuesta abajo en dirección al Museo Diocesano. Subió al primer piso del venerable edificio y encontró a mosén Alberto absorto en su despacho.
Apenas si dio tiempo a los saludos de rigor. De pie frente a él, le planteó el problema a boca de jarro. Primero trazó un esquema de la responsabilidad de un sacerdote que tiene a su cuidado trescientos detenidos. Luego habló del estado de ánimo de los mismos, cuando las razones de su encierro son políticas. Inmediatamente añadió que mosén Alberto, al parecer, hablaba a los detenidos en términos aptos para ser comprendidos por gente de vida espiritual muy intensa, pero de ningún modo por hombres sin afeitar, ateos y que se creían inocentes.
En consecuencia, era preciso revisar de arriba abajo la táctica empleada, y desde luego abandonar la restauración de retablos. A su entender, lo que un sacerdote debía hacer era dejarse ver poco por la cárcel, lo menos posible, y, en cambio, actuar sin descanso en el exterior, para que a las familias de los detenidos no les faltara nada. Visitarlas una a una, de la mañana a la noche, y ofrecerles todo lo que uno poseyera e incluso, si hacía falta, lo que poseyeran los demás. Aquello les llegaría al alma mejor que todos los sermones. Cada mujer escribiría a su hombre detenido: «¿Sabes? No te preocupes por mí ni por tus hijos. Estamos bien gracias al cura, a mosén Alberto».
Por exceso de celo o por lo que fuera, había hablado con extrema agitación, tal vez con falta de respeto. Mosén Alberto se levantó y le dijo:
– La suficiencia es grave pecado, reverendo. Le ruego que de por terminada esta conversación.
Mosén Francisco quedó inmóvil, porque en el inesperado tratamiento de usted que le dio mosén Alberto, que le conocía desde pequeño, comprendió hasta qué punto le había herido. Sintió una pena honda y se dijo: «Acaso yo esté ofuscado». Tenía ganas de llorar y de arrodillarse a sus pies. Pero fue un momento. En seguida se le pasó.
Mosén Alberto estaba más yerto que la armadura. Recordaba a Ignacio, que también quiso darle lecciones; ahora el joven vicario. Probablemente, ni uno ni otro habrían conseguido fundar, en la cárcel, un orfeón.
Mosén Francisco, andando de espaldas, se dirigió a la puerta. Inclinó la cabeza y salió. Las dos sirvientas le acompañaron. «¿Quiere un poco de chocolate?» Al bajar la escalera, con el inmenso sombrero se ocultó la cabeza entera.
Entró en la primera iglesia que halló a su paso y rezó… Pidió para sí y para el mundo. La iglesia estaba vacía. Ni un cantero, ni un obrero de un horno de cal, de una fundición… Le cayeron las lágrimas. Un pensamiento le consoló: César estaría de acuerdo con él. Mosén Francisco estaba convencido de que César era un santo.
Un hecho llamaba la atención de Ignacio y de Mateo: el profesor Civil no tenía radio, su mujer era muy callada, y a pesar de ello estaba al corriente de todos los acontecimientos del mundo y de Gerona… por pequeños que fueran. Por ejemplo, de la labor del Tribunal Militar de Represión no se le escapaba detalle. Sabía incluso que un alférez cuidaba de los expedientes entre las letras A y G, y otro de los comprendidos entre la H y la Z. Sabía también que el comandante Martínez de Soria había dicho a Julio: «A las cuarenta y ocho horas, la ley será cumplida».
Por aquellos días era forzoso comentar la labor de este Tribunal, pues al profesor le interesaba mucho la interpretación jurídica que los jueces darían a los hechos. El profesor Civil opinaba que, por lo común, y salvo excepciones como la de Napoleón, los militares eran pésimos jueces, que confundían al hombre, dual y complejo, con un ser automático.
Con respecto a los responsables de la revolución, el profesor Civil opinaba que, contrariamente a los rumores que circulaban, el castigo que se les impondría sería sin duda severo, por una razón: los revolucionarios se habían levantado contra un Gobierno legítimamente constituido, y ello era grave falta, perfectamente prevista por el Código.
– En este sentido son culpables -sentenció-. Los separatistas y los socialistas debían de haber esperado las próximas elecciones. Esto hubiera sido lo sensato, lo noble y, sobre todo, lo democrático.
Mateo aceptó la versión del profesor, pero con una reserva. Dijo que en política y en el arte de conducir los pueblos, no era el Código el que debía imponer su texto, frío, sino el destino histórico para el que la Patria estuviera llamada.
– En Cataluña, por ejemplo -dijo-, lo delictivo no radicó en que el intento separatista se hubiera producido ilegalmente -responsabilidad jurídica-, sino en que el intento fuera separatista -responsabilidad patriótica-. Lo grave es el contenido de la revolución -concluyó Mateo-, no si se produce dentro o fuera de la ley.
El profesor Civil contestó que éste era un excelente sistema para justificar toda clase de levantamientos.
– Según su teoría, si la doctrina es válida, queda justificado implantarla por la fuerza, ¿no es eso?
– Desde luego. Es ley eterna.
El profesor Civil pareció escandalizarse.
– Pero… ¡Lo que es válido para unos es delictivo para otros!
– ¿Y eso qué importa? -contestó Mateo, sacándose el pañuelo azul-. Yo no concedo idéntica capacidad política y de criterio a todo el mundo. Es la farsa de las urnas la que ha establecido esta igualdad. Yo creo que existen minorías u hombres con sentido profético y es a éstos a los que hay que escuchar. Si estos hombres creen que una doctrina es válida, de hecho pasa a serlo.
– Pero… ¿cómo saber, en cada caso, si la minoría o los hombres que se han pronunciado contra la ley son precisamente esos seres superiores a que usted alude?
– Hay signos infalibles que lo demuestran -afirmó Mateo-. Su personalidad, su sinceridad, el alcance entrañable de su doctrina. Cuando usted oiga a Companys diciendo en pleno 6 de octubre: «¡Catalanes, el Gobierno de la Generalidad hace lo que tiene que hacer y hará lo que sea necesario según las circunstancias de cada momento!», puede apostar a que ese hombre carece de autenticidad y del mínimo de seguridad en sí mismo exigible un Jefe; en cambio, cuando usted oiga a un diputado de treinta años que en el Parlamento se levanta contra unos y otros y grita: «¡Señores, yo creo que el hombre es portador de valores eternos!», en ese momento casi, casi, puede usted pedir una ficha de inscripción.
Ignacio quedó estupefacto. ¡Ficha de inscripción! En aquel instante lo comprendió todo. Comprendió que Mateo aludía a José Antonio Primo de Rivera. La luz se hizo en su cerebro, recordándole que Cosme Vila había dicho que los fascistas en Barcelona llevaban camisa azul. ¡Camisa azul! ¡Pañuelo azul! «Levantarse contra unos y otros, es válido imponer una doctrina por la fuerza.» La cosa estaba clara. Mateo era de Falange.
Ignacio no acertaba a volver en sí. Un extraño sentimiento de recelo le invadió. ¿Quién le había dado aquel sujeto por compañero? «El hombre, portador de valores eternos.» La frase era retórica y no implicaba que quien la hubiera pronunciado tuviera dones proféticos y sirviera para gobernar un pueblo.
Mateo se había dado cuenta de que algo pasaba por la mente de su compañero. No obstante, cuanto antes fijar posiciones, mejor. Preguntó al señor Civil si cuando dijo: «Esto hubiera sido lo democrático», habló en serio, mejor dicho si creía seriamente en la democracia. El profesor cerró el libro que tenía enfrente, con ademán que le era peculiar. Y luego contestó que antes había que proceder a una serie de distinciones. Tal vez la democracia fuera positiva en tal sitio, en tal ocasión, mientras en la misma hora, en otro sitio, resultara inoperante.
– En todo caso no olvide -inquirió Mateo- que el advenimiento de la democracia se debió también a la fuerza. Los demócratas no dudaron en cortar cabezas para imponerse. Desde la Revolución francesa hasta la Revolución rusa, pasando por todas las demás.
El profesor Civil entendió que tal planteamiento retrospectivo llevaría lejos, pues los reyes y los zares, a su vez, se habían impuesto por la fuerza. Tal proceso conduciría hasta el mismísimo fratricidio de Caín.
Mateo exclamó:
– ¡Se equivoca usted! ¡Llevaría hasta la rebelión de los Ángeles!
En aquel instante, Ignacio pidió al profesor Civil permiso para fumar: el profesor se lo concedió. Ignacio lió un cigarrillo, con calma, Mateo sacó de su bolsillo el mechero de yesca. Ignacio declinó la oferta diciendo «Muchas gracias». Y sacó su mechero de gasolina. Mateo le dijo: «El inconveniente de tu mechero es que se apaga con el viento». Ignacio repuso: «El inconveniente del tuyo es que para encenderlo hay que soplar».
Ignacio se sentía molesto. Todo aquello le distraía. Él quería estudiar, estudiar y tener un amigo. Al ver a Mateo había pensado: «Ahí está». Le había impresionado su aspecto serio y una rara precisión en el lenguaje. Pero resultaba que era de Falange y que llegaba de Madrid cargado de proyectos…
Ignacio decidió que a partir de aquel día saldría de casa del profesor Civil en cuanto la lección hubiera terminado. Aunque se daba cuenta de que aquellos minutos de conversación al viejo profesor le sabían a gloria. Era de suponer que con su mujer no podía hablar de aquellas cosas.
La habitación en que daban la clase era obsesionante. Abarrotada de libros hasta el techo, mapas mediterráneos, un viejo reloj, la estufa y el piano. No se veía un centímetro de pared. Unas viejas fotografías reclinadas en los libros. El viejo profesor, cuando se levantaba para buscar un volumen, parecía un tigre cansado recorriendo su jaula. Pero si conseguía provocar una discusión, rejuvenecía. ¡En Mateo había encontrado la horma de su zapato! Pero Ignacio se sentía molesto.
Los dos muchachos salieron. La escalera estaba oscura. Al llegar a la Rambla las parejas se paseaban. Automáticamente, dieron unas vueltas.
– ¿Qué te propones con todo eso? -preguntó Ignacio, de pronto.
Mateo contestó:
– ¡Bah! Ha quedado claro, ¿no? He preferido que lo supieras cuánto antes.
Ignacio guardó silencio.
– ¿Hace mucho tiempo que piensas así…?
– Desde siempre. Quiero decir que ya de pequeño deseaba formar parte de un grupo… que quisiera hacer algo extraordinario. Me hubiera embarcado para conquistar América.
Ignacio reflexionó:
– Ya… Crees que esas cosas se llevan en la sangre, ¿no es eso?
– Desde luego.
Ignacio se levantó las solapas del abrigo.
– ¿No te parece mejor llevar una vida normal, estudiar, ir al cine, hacerse un hombre…?
Mateo negó con la cabeza.
– Todo eso es un espejismo. En España es imposible inhibirse de ese modo.
– ¿Por qué?
– El temperamento. Excesiva capacidad de vida, ¿comprendes? Nosotros lo que queremos es infundir a la gente una ilusión que sea grande, para evitar que cada tres días hagan una revolución por motivos mezquinos.
El ultimátum que el comandante Martínez de Soria había dado a Julio García llegó pronto a conocimiento de toda la ciudad. «Si no sale el autor del disparo, será usted condenado a muerte.» Incluso en el Casino se produjo cierto silencio. Don Pedro Oriol luchaba a brazo partido con su conciencia, pues él no creía de ningún modo que el policía hubiese disparado.
Doña Amparo Campo empezó a alarmarse. «¿Quién le habría mandado el papelito: Esté usted tranquila?» A lo mejor el propio teniente Martín, quien cada vez que se cruzaba con ella por la calle la miraba de arriba abajo con una insolencia que, en otras circunstancias, no le habría disgustado.
En cualquier caso muchos veían en todo aquello el fracaso definitivo de la teoría según la cual Julio quedaba siempre cubierto. Ahí estaba, a un paso de los fusiles apuntando a su cerebro. Matías pasaba momentos angustiosos y la propia Carmen Elgazu se daba cuenta de que sentía por el policía más piedad que otra cosa.
En la cárcel, el rasgo de Julio, aceptando su sacrificio antes que denunciar a Joaquín Santaló, diputado de Izquierda Republicana, era comentado con auténtica veneración. El único que no sabía nada de lo que ocurría era el propio Joaquín Santaló. Nadie osaba comunicárselo, pues entonces el hombre se hubiera visto obligado a denunciarse a sí mismo.
Un hombre se mantenía en sus trece: el subdirector. Cuando Ignacio se acercó a su mesa y le dijo: «Bien, ahora es el momento de que las grandes Logias y los golpes 3-1-2, etcétera, se pongan en movimiento», el subdirector se pasó la mano por la calva reluciente:
– No sé, no sé… Ya veremos. -Sin embargo, se le veía inquieto.
En cambio, el comandante Martínez de Soria acababa de recibir el golpe de gracia. A los incesantes comunicados de Madrid y de Capitanía General aconsejando prudencia, se unía a última hora un oficio inserto en la valija que se cruzaba a diario con el Tribunal de Barcelona. Este oficio decía: «Relativo al asesinato del comandante Jefe de Estado Mayor de esa plaza, se nos asegura que su autor fue el recluso Joaquín Santaló. Interróguele y comuníquenos el resultado».
El comandante reunió el Tribunal sin pérdida de tiempo y fue llamado el recluso Joaquín Santaló. El cuñado del cajero entró en la sala prácticamente vencido. En cuanto oyó su nombre en el pasillo dijo a sus compañeros: «Ya está». Estos compañeros acudieron inmediatamente a dar la noticia a Julio García. ¡Han llamado a Joaquín Santaló! El policía no movió un solo músculo de su rostro. Contestó: «Todo esto es una pena».
El cuñado del cajero confesó sin grandes requisitos, sobre todo al hacérsele saber que iba en ello la cabeza de Julio García. Dijo: «Fui yo». Inmediatamente dos guardias civiles se acercaron a él y le esposaron las muñecas. El Tribunal levantó la sesión. El reo fue conducido a una celda individual, situada en la planta baja de la cárcel. Cuando unos guardianes subieron a buscar su colchón y sus utensilios personales, en toda la cárcel reinó un gran silencio. La silueta del colchón, doblado sobre la espalda de uno de los guardias, tomaba la forma del desaparecido.
David le dijo a Julio:
– Te has salvado.
El policía repitió:
– Todo esto es una pena.
Pronto se supo en la ciudad. Un hombre quedó asombrado, sin palabra: el cajero. El cajero ignoraba en absoluto que su cuñado hubiera sido el autor. Se lo comunicaron en el Banco. Su excelente corazón le dio un inusitado vuelco. Aquello era una catástrofe. ¿Qué hacer? Sus ojos se volvieron hacia Ignacio, como si el muchacho pudiera ayudarle de algún modo. ¿Cómo prevenir a su mujer, a la mujer del condenado? Por las calles voceaban El Tradicionalista, con la fotografía de Joaquín Santaló en primera página.
Fue el primer choque del cajero con su hijo adoptivo, Paco. La casa hecha un mar de lágrimas, la esposa del detenido acudió en seguida del pueblo, y Paco permaneció insensible. Se le veía molesto por el ajetreo, no compasivo. No pensaba sino en su carpeta de Bellas Artes. Imaginaba un grupo escultórico sobre la tumba. El condenado en pie, las mujeres arrodilladas como Dolorosas.
Cuando se confirmó la sentencia de muerte, don Pedro Oriol se personó en la Sala del Tribunal. Alegó que la muerte del taxista había vengado la del comandante Jefe de Estado Mayor. No consiguió nada. Mosén Alberto intentó algo por su parte: idéntico resultado. El cajero movilizó cuantas personas pudo. Consiguió hablar con el notario Noguer, con don Jorge. La suerte estaba echada.
Toda la ciudad vivía el drama de la mujer del detenido, la cual corría de un lado para otro barbotando la palabra criminales.
En el café de los militares, «La Voz de Alerta» comentó: «El pueblo es siempre así. El diputado mató al comandante a sangre fría, pero de eso ya nadie se acuerda».
Doña Amparo respiraba tranquila. Las esposas de los demás detenidos veían el indulto de los suyos tras todo aquello. A Mateo la sentencia le parecía justa. El profesor Civil comentó: «Natural, se levantaron contra un Gobierno legítimamente constituido». Los portadores de los cestos rezongaron ante la cárcel, con la esperanza de poder ver al condenado.
En cuanto a éste… estaba en el fondo de una celda pequeña, sin ventilar. Y sólo dos personas le veían: el guardia civil encargado de su custodia y mosén Alberto.
El guardia civil cumplía su misión. Se llamaba Padilla. Era un hombre gordo, cuyos pasos resonaban demasiado en el pasillo. Mosén Alberto… obtuvo un triunfo indiscutible en su carrera. Por tres veces había sido despedido violentamente por el condenado, que se encontraba en un estado de extrema agitación. «¡Ahora sí sacaré gran provecho de todo esto!», exclamaba al ver al sacerdote. Pero mosén Alberto recibió sus insultos con tanto estoicismo, que de repente el diputado de Izquierda Republicana llamó al guardia y le dijo:
– Que venga el cura.
Mosén Alberto le confesó. Apenas si el penitente sabía hacerlo. Mosén Alberto le decía: «No importa, no importa. La voluntad vale». Él insistía, quería decirlo todo, explicarlo todo. ¡Una cosa le resultaba imposible! Arrepentirse de haber disparado. Volvería a hacerlo, lo haría cien veces. Mosén Alberto argumentaba: «No se lo digo porque fuera militar, eso no tiene importancia. Pero no se puede matar a un hombre». «Entonces ¿por qué me matan a mí?» Finalmente lloró, lloró y con la mano mojada de lágrimas mosén Alberto le dio la absolución.
Luego llegó la última noche. En la cárcel nadie dormía. El lugar que el reo había ocupado despedía cierto resplandor. La Andaluza y Canela ofrecieron cirios para que a última hora llegara el indulto. La viuda del comandante Jefe de Estado Mayor rezaba para que todo ocurriera lo más rápidamente posible.
Los cristales de la sala del Tribunal estaban helados. Faltaban quince días para Navidad. La luz del alba se abrió paso en el mundo. Las seis de la madrugada dieron en la Catedral. ¡Sonó un manojo de llaves, pies que se arrastraban, se oyó el ruido de un motor en marcha!
El cementerio fue el lugar elegido. El río, próximo, lamía el jugo de los muertos. Cuando el eco de la descarga se extinguió, después de rebotar contra las tumbas, contra Montjuich, llegando incluso a la ermita de los Ángeles, allá a media cuesta, en los terrenos de los Costa y de Laura, en las canteras que presidían la ciudad, se oyó un ritmo de martillos. Los canteros iniciaron la canción de la montaña.
Paco, el hijo adoptivo del cajero, descendió vertiginosamente de la tapia del cementerio, y echó a correr por la carretera hacia la ciudad, llevando una carpeta debajo del brazo.
Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, y Matías Alvear acabaron siendo grandes amigos. El director de la Tabacalera imponía por su estatura y por sus canas; en cambio, Matías Alvear tenía los ojos más vivos; todo era más expresivo en él. Cuando los domingos vestían traje de fiesta, era innegable que parecían dos auténticos señores, con mucha vida sobre sus espaldas.
Tal vez el director de la Tabacalera hubiera dejado ya un poco en el camino. Don Emilio Santos le envidiaba a Matías algo muy importante: que su hogar fuera completo. Tener una Carmen Elgazu al lado, tener dos hijos y una hija era verdaderamente un tesoro. Él, a veces, se sentía solo, algo abrumado. Su esposa estaba enterrada. El hijo mayor, en Cartagena, escribía de tarde en tarde; su consuelo era Mateo. Pero el muchacho tenía un temperamento demasiado fuerte.
Matías Alvear quería mucho a don Emilio Santos, porque en el fondo se entendía mejor con él que con Julio García. Era menos complicado, más humano. Don Emilio Santos era un artesano de la vida, Julio un científico. Lo cual no impedía que Matías continuara sintiendo por Julio una atracción especial.
Don Emilio se había empeñado en que Carmen Elgazu y Matías fueran a visitar su piso, cerca de la estación. ¿Cómo no? Aquel género de visitas encantaba a la mujer. Después de recorrer pieza por pieza, Carmen Elgazu se detuvo en la cocina con la sirvienta, de la que se sentía en cierto modo responsable, dándole consejos caseros y, sobre todo, una retahíla de recetas vascas. Entretanto, los dos hombres se quedaron en el despacho de Mateo. Matías, cerca del pájaro disecado.
Don Emilio Santos esperaba el momento para hablar con su amigo de un asunto que le quitaba el sueño. ¿Qué mejor ocasión? «Matías, quería confiarle algo que me preocupa. Mire ese retrato; y, sobre todo, la dedicatoria. Sí, Mateo quiere fundar la Falange en la ciudad.» «Si me pones obstáculos te desobedeceré. Si me ocurre algo… espero que te harás cargo.» «Duro lenguaje, a fe. Nunca Mateo me había hablado así. Amigo mío, nuestra época es extraña. Hay momentos en que uno no sabe si es padre de un héroe o de un monstruo.»
Matías se sorprendió hasta tal extremo que al pronto no acertó a contestar nada. No sabía si don Emilio se había dado cuenta exacta de la importancia de lo dicho. ¡Falange se parecía mucho a la dinamita, sobre todo en manos de muchachos como Mateo! E introducirla en Gerona cuando lo que se necesitaba era apaciguar los ánimos le parecía una idea de loco. Lo que Mateo debía hacer era estudiar Derecho y ayudar a su padre. Lo demás, lamentable error. Matías reaccionó tanto más fuerte cuanto que desde el primer día había sentido gran simpatía por el muchacho, hasta el punto que cuando Carmen Elgazu le trajo una noche, antes de cenar, el diario de Pilar, y le hizo leer, sonriendo: «30 de noviembre. Ayer le vi y me dijo: "¡Hola, Pilar!", y me miró de una manera distinta de otras veces…», el hombre no había podido reprimir una casi imperceptible sacudida de gozo. Habló a su amigo con toda franqueza. Le dijo que debía impedir por todos los medios que Mateo cometiera aquella insensatez. Toda su autoridad de padre debía oponerse a ello. ¡Y si su hijo de Cartagena pensaba lo mismo que Mateo, debía arreglárselas para celebrar un consejo de familia y arrancar la promesa de uno y otro! Además… Gerona era peligroso. Él era antiguo en la ciudad y sabía cómo las gastaban. En cuanto la cosa fuera tomando cuerpo…
Matías concluyó:
– Es curioso que al llegar a los veinte años los hijos nos coloquen ante problemas insolubles.
Don Emilio Santos, que le había escuchado con mucha atención, a pesar de hallarse vivamente afectado, comprendió, por el tono en que Matías pronunció estas últimas palabras, que algo ocurría también en casa de los Alvear. Y no erraba. «Héroe o monstruo.» La frase le había recordado a Matías que él tenía también algo que comunicar a su amigo.
El director de la Tabacalera dijo:
– ¿Por qué ha empleado usted el plural…? ¿Pasa algo con Ignacio?
Matías asintió. Nunca había hablado de ello con nadie, ni siquiera con su mujer; pero entonces era la ocasión. Su hijo era responsable de algo peor que de tener una idea loca, o de andar por las calles con dinamita en las manos. Una mujer de la vida, Canela… ¡se le llevaba el dinero, la salud, estudiaba poco y mal! Pero lo peor era la hipocresía. Por lo menos, Mateo era noble, daba la cara. Ignacio llegaba a casa, daba las buenas noches, besuqueaba a su madre como si tal cosa. Y hasta rezaba el Rosario. «Le advertí una vez, ahora seré más serio. Sí, queremos demasiado a nuestros hijos. Acabarán tomándonos el pelo, y eso no.»
Don Emilio le miró. Por lo visto, cada uno llevaba su cruz.
En aquel momento apareció Carmen Elgazu en el umbral de la puerta. Los dos hombres, al verla, se levantaron. El director de la Tabacalera admiraba mucho a la esposa de Matías. Ahora su presencia disipó los pensamientos sombríos que le embargaban.
La mujer dijo, sonriendo:
– Bueno, ¿qué te parece que si nos fuéramos, Matías?
– No se vayan, no se vayan aún -rogó don Emilio Santos-. Orencia les preparará algo, una taza de café.
Carmen Elgazu sonrió.
– ¡Pues mire por dónde! Orencia y yo ya nos lo hemos tomado en la cocina.
Don Emilio Santos soltó una carcajada y la felicitó por la idea.
De repente, Carmen Elgazu, que rodaba sus ojos por el despacho, vio el retrato de José Antonio Primo de Rivera.
– ¿Quién es ese joven? -preguntó.
– Es el jefe de Falange… José Antonio Primo de Rivera.
Carmen Elgazu exclamó: ¡Jesús! Y Orencia, que no se movía del umbral, imprimió a su rostro una extraña expresión de sorpresa y como de persona que ha visto confirmarse algo que suponía.
Don Emilio interrumpió la escena. «Tal vez pudieran organizar un periódico intercambio de visitas. Comer juntos, un día en casa de unos, otro día en casa de otros.»
Ahora, puesto que no querían quedarse por más tiempo, por lo menos que Matías Alvear aceptara un recuerdo de la visita: una caja de habanos.
La despedida fue afectuosa, en el vestíbulo. Carmen Elgazu se envolvió en su piel negra, que le rodeaba el cuello y le caía por la Espalda, la piel que vio «Rey de Reyes». Su cabellera y su moño la protegían del frío en la cabeza. Bajaron la escalera despacio. «¡Adiós, retírese, retírese! Y sentimos no haber podido saludar a Mateo…»
En el Banco, el fusilamiento del diputado Joaquín Santaló había provocado una gran indignación. La Torre de Babel sentía un especial respeto por el diputado, pues sabía que varías veces había dado sangre en el Hospital. «¿Qué habrán ganado con eso? Crearse más enemigos.» Los argumentos corrientes eran: «No es lo mismo disparar el 6 de Octubre, con la revolución en marcha, que firmar una sentencia de muerte en un despacho». Lo curioso era que todo el mundo hablaba de la viuda del diputado, nadie de la viuda del taxista.
El subdirector le decía a Ignacio que el comandante Martínez de Soria no se había dado cuenta del juego de que había sido objeto, Todas las presiones oficiales que recibió se encaminaron a salvar a Julio García y a los arquitectos Ribas y Massana, así como a evitar que el nombre del coronel Muñoz friera pronunciado. El momento de locura que tuvo Joaquín Santaló al disparar facilitó las cosas. Pero, pensándolo bien, ¿no eran tanto o más responsables los primeros?
Ignacio no sabía qué pensar. A veces las ideas del subdirector le parecían folletinescas. Y, sin embargo, el hombre daba detalles. En el propio Tribunal, a la izquierda del comandante Martínez de Soria, se había sentado un masón: el comandante Campos.
– ¿El comandante Campos…?
– Como lo oyes. Con grado de Maestro.
Ignacio se rascó la cabeza.
– Bueno…¿y las presiones oficiales de que habla?
El subdirector tomó un poco de rapé.
– Escucha con atención… En España… hay veintiún generales masones. Te puedo dar los nombres: Cabanellas, Riquelme, Miaja, Gómez Morato, el propio López Ochoa, que dirigió lo de Asturias… ¡Y vas a ver lo que ocurrirá ahora! Esos generales colocarán las piezas en el lugar pertinente.
– No entiendo.
El subdirector se explicó. Estaba convencido de que el 6 de Octubre no había sido más que un ensayo general. Estimaba que Oviedo, en el plan de la revolución masónica-socialista española, había ocupado el mismo lugar que en Rusia ocupó Retrogrado, en la sublevación de Julio de 1917. El asalto final en todo el país se haría más tarde. De momento se habían conseguido muchas cosas. Los odios eran más profundos, la población civil estaba aterrorizada, habría nombres de leyenda como el de Joaquín Santaló en Gerona; habría «Asesinos» como el comandante Martínez de Soria.
De repente apareció en Gerona el Responsable. Despedido de la fábrica de alpargatas, su intención era dedicarse de lleno a la acción política. Llevaba gorra nueva. Sus ojos, acerados como siempre. Le escoltaban sus hijas, el Cojo, Blasco, el Grandullón y el sargento novio de su hija mayor, al que el comandante Martínez de Soria había despedido de las oficinas.
Pero, además, se había traído de Barcelona, donde permaneció un mes, un camarada llamado Porvenir, muchacho al parecer de gran temperamento y que quería cambiar los nombres de todos sus compañeros. Aunque sólo consiguió convencer al Grandullón, que en adelante se llamaría Ideal. Porvenir, Ideal… todo aquello gustaba mucho a las hijas del Responsable.
Los dirigentes de la CNT que secundaban al Responsable, pertenecían casi todos al ramo del transporte. Siempre decían que los pobres no recibían nunca nada. Ni vagones, ni cajas, ni siquiera paquetes. En las estaciones y en los camiones, las etiquetas llevaban siempre los mismos nombres.
El Responsable había llegado enarbolando una flamante bandera revolucionaria: Joaquín Santaló. Ahí estaba el mártir. Los canteros de los Costa habían tallado una losa para su tumba, bajándola de la montaña. Aquella rata de sacristía llamada Laura había ordenado vaciar en ella una cruz. Joaquín Santaló, el hombre que había dado su sangre en el Hospital. El Responsable, Porvenir, el Cojo, todos abrieron una suscripción a beneficio de la viuda de Joaquín Santaló. Subían por los pisos. «La Voz de Alerta» denunció la maniobra. «¡La viuda de Joaquín Santaló condenada al hambre!», le contestaron. Los anarquistas recorrían las calles, con pequeñas bolsas, insensibles al frío. Al frío de diciembre, que azotaba a Gerona. Se acercaba Navidad y los anarquistas querían obsequiar con un aguinaldo a la viuda de Joaquín Santaló y a sus hijos, ahora desamparados.
Pero no consiguieron gran cosa, Todo el mundo sabía que precisamente los anarquistas se habían abstenido de apoyar la revolución. Y por lo demás… otro hecho acaparaba entonces la atención: se decía que los detenidos iban a salir en libertad de un momento a otro. ¡Libres! En la cárcel también corría este rumor. Mosén Alberto decía a unos y otros: «Creo que sí, creo que sí». El gitano de las gallinas lloriqueaba en un rincón. Pronto volvería a encontrarse solo en el patio.
Las mujeres desanimaban a Olga. «¡Qué va! No os soltarán hasta después de las fiestas.» Olga había hecho gran amistad con sus compañeras de celda. La querían mucho. A Berta, una prostituía, la enseñaba a leer. ¡Pobre Berta! Cuando Olga saliera, caería de nuevo en la más burda ignorancia.
El frío alcanzó su máximo rigor. Gerona estaba gris. La explanada de la Piscina sugería la idea de estepa. Un vaho espeso salía de las bocas. ¡Imposible, para Matías, abrir la ventana del comedor y pescar en el río! Imposible, para Pilar, escribir su diario en su cuarto. Los trenes empezaron a traer viajeros que llegaban a pasar las Navidades con las respectivas familias. Entre ellos, ¡nadie les reconoció!, llegaron de Valladolid, los dos hijos del comandante Martínez de Soria.
Mosén Alberto y la voz popular acertaron. Excepto el Comisario, los diputados y los que habían constituido el Ayuntamiento revolucionario, los demás, en la noche del 23 de diciembre recibieron la noticia: «A las ocho de la mañana, libres».
¡Válgame Dios! Las venas dieron una fantástica sacudida, jubilosa por una vez. Murillo, el repartidor de los cafés «Debray», el empleado de la Cruz Roja, los hombres de la calle de la Barca. De Auditoría General de Barcelona habían ordenado: «Julio García, también».
Prohibido estacionarse a la salida de la cárcel. La orden iba destinada a las familias, que habrían organizado un espectáculo. Tendrían que apostarse en las calles adyacentes.
¡Qué importaba! Los primeros en salir fueron los del Orfeón. Ahora les remordía haber cantado. Sus propias mujeres se lo echarían en cara. Luego se dio la salida a los de los pueblos. Tres grados bajo cero, llenaron las calles con sus inmensas bufandas, precedidos por el vaho espeso que les salía de la boca. «Para la viuda de Joaquín Santaló, para la viuda de Joaquín Santaló.» Todos guardaban su dinero para poder pagar el billete en la estación.
De repente, la cárcel vertió casi entero su contenido. Todo el mundo fuera. Ciento ochenta reclusos, vecinos de la ciudad. Algunas barbas parecían llegar del Himalaya. Varios, esqueléticos; otros habían engordado. ¡Adiós cestos, adiós gitano! Fue un tropel.
En la acera de la cárcel, se encontraron por fin David y Olga. Primero había salido David. Al ver aparecer a su mujer en el marco de la puerta quedó yerto, la nuez del cuello le subió y dos lágrimas como de escarcha cubrieron sus ojos. Olga dio un salto y se le echó al cuello. Permanecieron largo rato abrazados, no osaban separarse y mirarse a los ojos, porque cada uno tenía la sensación de que éstos expresaban algo superior a lo que el otro podría resistir.
Asidos de la cintura, bajaron las escalinatas de Santo Domingo. Las piernas les flaqueaban. Entre la nada que ocupaba sus cerebros se abrió paso una luz tímida. Idéntica luz en cada uno de los dos, prueba de que continuaban siendo un solo hálito humano: David y Olga pensaron que antes que mirar el cielo libre, que ir a su casa, que cruzar el río tenían que ir a casa de los Alvear. ¡Cuántas horas en la cocina Carmen Elgazu! ¡Cuánto tabaco -para Olga- Matías Alvear! ¡Cuántos cestos habían subido los propios Ignacio y Pilar, desde que los alumnos tuvieron que ir a otras escuelas y Santi había desertado…!
Entraron en la Rambla, al andar saltaban sin darse cuenta. Adelantaban a otros indultados, se cruzaban con seminaristas que se iban de vacaciones. Subieron la escalera y llamaron a la puerta.
Fue Pilar la que les abrió. Matías, al verlos, dejó la servilleta -estaban en la mesa, desayunándose- y se levantó.
David ante Pilar, le apretó la muñeca. Matías avanzaba por el pasillo, David se separó de Pilar y se fue hacia él y le abrazó, sin articular una sílaba. Entretanto Olga había alcanzado a Carmen Elgazu, quien, impresionada ante las ojeras de la maestra, olvidó sus resabios pedagógicos… Y luego le tocó el turno a Ignacio, que odiaba las escenas, que sintió que continuaba queriendo de todo corazón a los maestros.
Fue una escena muy difícil. ¿Qué había pasado en aquellos dos meses y medio? ¿Cómo pensaba cada uno? Si la revolución hubiera triunfado… La expresión de Olga impresionó a Pilar.
David continuaba con los ojos húmedos. Olga devolvía un tenedor, que con la prisa había olvidado meter en el último cesto…
Imposible tomar el desayuno con ellos… Querían irse para casa, para la escuela, ardían en deseos de ver qué había sido de ella. Con Ignacio hablarían más tarde. «¿Tal vez por la noche…?» «¿Ah, tenía clase…?» «¿Quién era el profesor…?» ¿El señor Civil…? Bien, bien…claro, claro… «De todos modos, imposible pagarles cuanto habían hecho.»
La familia entera los acompañó a la puerta. ¡Enhorabuena! David y Olga bajaron la escalera. Salieron a la calle. Se miraban a los ojos. El miedo había pasado.
Cruzaron el Puente de Piedra. «Para la viuda de Joaquín Santaló.» ¿Qué significaba aquello? Adelante. El río estaba casi helado. El jardín estaría raso como el patio de la cárcel, los pupitres de la clase sepultados bajo el polvo y las telarañas, el lecho frío… Tal vez se hubieran caído los mapas.
Llegaron a la Escuela cogidos del brazo, cruzaron la valla. Como una maldición se había agostado el jardín. ¡Adelante, no detenerse! La puerta crujió. Y al instante, David vio una cucaracha. En el centro del pasillo. Muerta. «¿Qué ocurría?» Avanzaron hacia la cocina. La cocina, caliente por el horno de un panadero vecino que comunicaba con ella, negra, flotante de cucarachas. Negras cucarachas que ante la presencia humana se precipitaron de un lado para otro, danzando como los locos del Manicomio. David, sobrecogido, tomó la escoba, Olga avanzó un pie. Las cucarachas se dirigieron hacia el comedor en guerrillas, tambaleante su caparazón, presintiendo el exterminio de la raza. Buscaban la calle, un refugio, el limbo. ¡Varias alcanzaron la clase! En ésta, sólo un mapa caído: el de Europa. Tres cucarachas negras se dirigieron hacia él en el momento en que David las alcanzó.
Fueron veinte minutos mortíferos. Los maestros se miraban de vez en cuando, con expresión absolutamente desolada. Al terminar, David quiso bromear y dijo: «¡Así entraron los moros en Oviedo!»
A los veinte minutos estaban libres. Los cadáveres, en los rincones. Entonces David y Olga volvieron a abrazarse y se rieron como benditos, solos, inseparables otra vez, como los campanarios de San Félix y la Catedral, como diciembre y el frío, como la revolución y la sangre.
Una alegría humana invadió la ciudad. Ciento ochenta familias comieron turrón y bebieron champaña celebrando el regreso del ausente. El miedo había pasado. Hasta después de Reyes, no pensar en nada. Si los estudiantes hacían vacaciones, lo mismo podían hacerlas los malos recuerdos y el espíritu de venganza. Ahora, Navidad. El asno y el buey, los tres reyes -Melchor, Gaspar y Baltasar- ya estaban en camino, guiados por una estrella. De cada hogar salía humo por algún lado; era el fuego de los corazones. Teatro, cine. El Rubio, el anarquista «chivato», que, boicoteado por la pandilla, se había refugiado en el saxofón, levantaba en el Ateneo su instrumento hasta el techo, en gesto triunfal. Amistades contraídas en las celdas se visitaban mutuamente. Cada uno presentaba su familia. «Mi mujer, mis hijos.» «¡Menudos platos de arroz le mandaba usted a ese tunante! Partíamos la ración, yo le daba una pata de conejo.» La libertad infundía a los hombres una ansia desconocida de vivir. Gerona tenía otro color.
Muy tarde, al regreso de los espectáculos, bajo el cielo nítido y estrellado, los tacones resonaban en las aceras. Rápidos, por el frío insoportable. Cada hombre libre esperaba alcanzar algún milagro por el aire.
En la noche del 28 de diciembre ocurrió algo mágico. Sin que nadie lo advirtiera, la nieve se posó en la ciudad. Por la mañana las gentes se levantaron y todo estaba blanco. Todas las ventanas se abrieron. ¡Ohhh…! Gerona bajo la nieve parecía una inmensa Hostia.
Inaudito espectáculo. En las canteras de Laura -otra vez de los hermanos Costa- cada piedra llevaba capucha. El ángel sin cabeza -un obús francés la arrancó- del campanario de la Catedral, ahora exhibía una cabeza de nieve, fría cabeza redonda que presidía la ciudad. La Rambla quedó convertida en barro; en cambio, la Dehesa permaneció pura. Mucha gente subió a las Pedreras para contemplar los blancos tejados y la llanura circundante. Extrañas indumentarias salieron a la calle; los chicos sacudían los árboles. En el patio de la cárcel se veían, perfectas, las huellas del gitano y de Berta la prostituta. En el Manicomio, la presión de los zapatos se delataba desigual. En el cementerio quedaron uniformadas las tumbas del taxista, del diputado, del comandante. Tácito armisticio. Los presos libres se tiraban bolas de nieve de uno a otro balcón. Los tres reyes avanzaban en su camino. Sólo Porvenir, el Responsable e Ideal, ajenos al lirismo del paisaje, continuaban subiendo a los pisos y pidiendo: «Para la viuda de Joaquín Santaló».
A Julio le ocurrió algo singular. Mientras estuvo en la cárcel pensó mucho en su mujer. Más de lo que nunca se habría figurado. Y en cuanto doña Amparo Campo, muy emperifollada para recibirle, se le echó en los brazos lloriqueando, él, por un momento, se conmovió; pero a los pocos segundos, al ver por encima de los hombros de su esposa la lámpara de hierro forjado, los libros, los discos, la tortuga en un rincón, volvió a sentirse el amo, seguro de sí. La nieve le había alegrado como a un chiquillo, recordándole algunas excursiones a la Sierra, desde Madrid.
Las llaves. Hizo tintinear sus llaves. ¡Todo había pasado! Hubo un momento en que temió. Cuando el rostro del comandante Martínez de Soria intensificó el color de sus manchas rojas. Pero había vuelto a la vida… Solo consigo mismo, con su sombrero ladeado, su boquilla, su mujer, la popularidad, sus conocimientos, la Logia. Julio había adelgazado en la cárcel. Ojos negros, de almendra, tez aceitunada. La silueta de Julio sobre el fondo de nieve hubiera sido africana. Julio siempre decía: «La Cultura musulmana es centrípeta. Incluso sus jardines giran alrededor de un centro». En su caso, el centro era él mismo, el jardín era la Logia, la cultura, el mundo. Le parecía de buen agüero que al ángel de la Catedral le faltara la cabeza. Ahora esperaba la reunión con el comandante Campos, con el director del Banco Arús, con el coronel Muñoz, con los arquitectos Massana y Ribas… Se puso el batín rojo, recorrió el piso canturreando: «…y el pastor siente el gozo en su corazón».
Los hermanos Costa discutieron con Laura. ¡Había exagerado! Era una chiquilla. Aquello era cosa de hombres. En fin, bien está lo que acaba bien. Laura no sabía si alegrarse o no de la liberación de sus hermanos. Le dolía en las entrañas abandonar a sus obreros. «¡Pobres, qué iba a ser de ellos!» Sus hermanos se oponían a la guardería infantil. Era evidente que sus hermanos se opondrían a todo aquello en que ella pudiera tomar parte. «¿No te basta con tu tercio? No te faltará.»
Pilar estaba encantada con las fiestas. Mateo y su padre habían comido en su casa, invitados por Matías Alvear y Carmen Elgazu, precisamente el día de la nevada. Ignacio parecía de mal humor; en cambio, Mateo estuvo muy brillante. Contó cosas interesantísimas sobre España, sobre El Escorial, sobre niños de Segovia que se ponían pezuñas de cerdo en la punta de los dedos, sobre cuchillerías de Toledo en que los obreros trabajaban tumbados boca abajo, con un perro en la espalda para calentarse. Dijo que había que arrancar las pezuñas de aquellos niños, hacer que aquellos obreros trabajaran de pie, premiar a tales perros e ir todos juntos, con frecuencia, a afilar los cuchillos en las piedras de El Escorial. Pilar le oyó embobada y le pareció que comprendía muy bien a Castilla y lo que Mateo quería decir. Le pareció que se explicaba mucho mejor que antes el flequillo de Marta Martínez de Soria, su seriedad y sus vestidos negros. Luego fueron a sacar fotografías de la nevada. ¡Subieron al campanario de la Catedral, extraño privilegio! ¡Qué grandiosidad! Gerona entera a sus pies, la inmensa llanura blanca hasta Rocacorba, el Ter hasta muy lejos, serpenteando. «¡Mirad, mirad, allá está nuestra casa!» ¡Cómo cambiaba de sentido el mundo con sólo elevarse cincuenta metros, cien metros! ¡Qué cerca se oían las campanas -qué miedo-, qué distinto el aire que se respiraba, qué lejos quedaban las cloacas! Todos tenían frío. Nadie pudo encender su mechero, excepto Mateo; Ignacio quedó ensimismado. De vez en cuando volvía su mirada hacia la cárcel, luego hacia el ángel decapitado. Mateo comentó riendo: «¡Algún día pondremos ahí la cabeza de un francés!» Carmen Elgazu se horrorizó; luego dijo, suspirando: «¡Qué tristes serían las ciudades sin campanarios!» Matías añadió: «Y sin cúpulas de Correos».
En el Museo mosén Alberto respiraba satisfecho. Por fin iba a poder reintegrarse de lleno a su labor. Año nuevo, vida antigua. Sus dos sirvientas se volvían locas de contento. Ahora le tendrían todo el día en casa otra vez. «¡Que Dios se lo conservara!»
Los Alvear recibieron una inesperada visita: Murillo, al salir, fue a dar las gracias a su patrón, Bernat, por los cestos de comida, y Bernat le dijo: «Chico, a quienes tienes que dar las gracias es a los padres de César y al chico. Escríbele una postal al Collell». Murillo, que había engordado, subió al piso de la Rambla. Matías, Carmen Elgazu e Ignacio le recibieron en el comedor. «Les agradezco mucho lo que han hecho por mí -les dijo el comunista de la gabardina sucia-, Francamente, no sé qué hacer para corresponder.»
De pronto vio el Sagrado Corazón presidiendo el comedor.
– Les moldearé dos imágenes -dijo-. Espero que las aceptarán, César me las había pedido.
– ¿César se las había pedido?
– Sí. Un Francisco de Asís y una Clara.
Ignacio, al oír aquellos dos nombres, sintió como si le dieran dos golpes en el pecho.
– ¡Se lo agradecemos mucho! -exclamó Carmen Elgazu.
Murillo se fue. ¿Por qué no tendría él una familia como aquélla? ¿Por qué siempre solo? En la barbería comunista los camaradas le habían recibido como a un hermano. Incluso Cosme Vila le había dicho: «Camarada, el Partido Comunista local considera tu reclusión como un acto de servicio que has prestado. Te doy la enhorabuena en nombre de todos. Y en cuanto editemos nuestro periódico publicaremos tu nombre»; pero no era lo mismo. Navidad, y solo. «¿Y por qué aquellos camaradas, teniendo hogar, preferían pasar las Navidades en la barbería? ¿Y qué diablos hacía Cosme Vila allí? Empleado de Banca, pertenecía a otra clase… Bueno, bueno, de momento tenía que modelar y pintar lo mejor posible un Francisco de Asís y una Clara.»
Era Navidad. En casa de don Jorge se siguieron los ritos tradicionales. Hubo candelabros en la mesa, besos en la frente, hubo misa del Gallo. Las sirvientas recibieron un soberbio obsequio. La esposa de don Jorge quería ponerse zapatillas para andar por el piso, pero lo tenía prohibido. Don Jorge jugó con sus hijos con camaradería excepcional. Al ajedrez con el heredero, Jorge; a la oca con las tres hijas; construyó una grúa con el mecano del benjamín de la familia. Y, sobre todo, ordenó que se respetara la nieve del balcón. La nieve del inmenso balcón de don Jorge sería la última de la ciudad en derretirse.
El notario Noguer y su esposa sintieron no tener hijos. Sentados junto a la lumbre, repasaron álbumes familiares y hablaron de los años que llevaban juntos, alcanzando la época del noviazgo. Lo mismo le ocurrió a don Pedro Oriol. Don Santiago Estrada permitió que sus hijos le vertieran media botella de champaña en la cabeza. Sus ojos, aniñados, lloraban de felicidad. Corrió a gatas por el piso, levantó los brazos como un orangután y persiguió a su esposa por el pasillo. El día de la nevada tomaron todos juntos el tren y se fueron a La Molina a esquiar.
«La Voz de Alerta» tuvo unas Navidades menos cómodas. Su clínica dental se vio abarrotada. Le bajaban clientes de toda la provincia, con un pañuelo en la cara. Eran los turrones. El turrón despertaba dolor de muelas a los que tenían alguna pieza cariada. Dolores no hacía más que lavar ropa blanca. «La Voz de Alerta» ensuciaba una bata blanca por día y cuando llegaba al Casino, agotado, se tumbaba en el sillón y exclamaba: «¡Ah, en cuanto la gente me ve se queda con la boca abierta!»
«La Voz de Alerta» había llevado a la redacción de El Tradicionalista, a su despacho, recuerdos del 6 de octubre. Un pedazo de la bandera separatista que fue izada en el Ayuntamiento, la bala que mató al comandante jefe de Estado Mayor.
Tocante al comandante Martínez de Soria… su hogar rebosaba satisfacción. ¡Por fin había terminado la labor del Tribunal! Había sido una pesadilla. Y además… los hijos habían llegado de Valladolid. La esposa del comandante y Marta no cabían en sí de gozo. El comandante disimulaba su ternura y miraba a los dos muchachos con cierto aire inquisitivo. Sin embargo, de pronto sonreía y les ponía la mano en el hombro, paseándose de este modo, en medio de los dos, a lo largo del piso, mientras ellos, de vez en cuando, se arreglaban el nudo de la corbata sobre la camisa azul.
Fernando, el mayor, estudiaba ingeniero. José Luis, medicina. Algo más altos que Mateo, algo menos que el comandante. Ambos vestidos de azul marino. A la legua se veía que eran hermanos. Extrañamente serios, su madre les dijo: «¡Chicos, se diría que andáis mal de amores…!» A Marta le gustaba verlos así. Se tocaba el flequillo y pensaba: Son dos hombres serios. Al comandante le bailaba por la cabeza que tanta seriedad era un poco artificial, Fernando y José Luis daban la impresión de hallar a los demás muy frívolos y preocupados por cosas que no tenían importancia. A menudo se dirigían uno al otro miradas de inteligencia como diciendo: «¿Ves? Lo que tantas veces hemos hablado». Tenían el cuello delgado y los dedos aristocráticos. En la parte trasera del pantalón cada uno de ellos llevaba un revólver.
Sólo el día de Navidad parecieron estar alegres. Y luego en el día de la nevada. Se llevaron a Marta de paseo a las Pedreras, para contemplar la blancura del paisaje. La gente los miraba, Marta iba muy orgullosa entre los dos. Jugaron con la nieve como chiquillos. Llegados a un paraje solitario, Fernando, de pronto, sacó su revólver y disparó. La bala se incrustó en un árbol. Marta quedó estupefacta. Al regresar hablaron de ello y el comandante les dijo: «¿Estáis seguros de no ser un par de comediantes?»
El comandante estaba alegre. Ningún remordimiento por la condena de Joaquín Santaló. Lo había meditado mucho y creyó que era su deber. Por la calle, a veces, sentía sobre sí miradas de recelo. Sus dos hijos le dijeron: «Hiciste muy bien. Pero debiste condenar también a los cabecillas».
Al comandante le desagradaba el tono de exaltación con que hablaban sus hijos. Falange le parecía un pequeño tigre que se había escapado de la jaula con pretensiones a la vez políticas y militares. Él era monárquico y pronosticaba que todos acabarían en la cárcel. A Fernando y José Luis, la monarquía concebida por su padre les parecía corta de alcances. Durante las comidas, la palabra Imperio brincaba por entre los cubiertos, ante el entusiasmo de Marta. Si el profesor Civil los hubiese oído, hubiera pensado: «Mateo no está solo».
El día 31 de diciembre, cumpleaños de Ignacio: veinte. David y Olga fueron a visitarle a su casa y se encontraron con mosén Alberto. Pero la entrevista fue cordial. Se habló de la nieve. En cuanto el sacerdote se despidió, entró Mateo y se vio a Pilar meterse azorada en su cuarto y salir al cabo de unos minutos con los labios ligeramente pintados.
Olga se reía mucho con Pilar. La encontraba muy femenina. Hablaron del año que acababa de transcurrir. ¡Cuántas cosas habían ocurrido! ¿Qué les reservaría a todos el próximo 1935?
Los maestros espiaban todos los movimientos de Mateo. Ignacio les había dicho de él: «Tiene un admirable dominio de la voluntad, comparable al de César». David había replicado: «Terrible época, en que las místicas brotan como setas».
Olga, oyendo a Mateo, sacó la conclusión de que el muchacho era un hombre casto. Se lo notó en los ojos y en los labios, que era lo único que a veces le temblaba de su figura. Mateo se despidió muy pronto, pues quería ir al cine con su padre. Al separarse de los maestros, les dio una tarjeta que los dejó estupefactos. «Mateo Santos, víctima del pecado original. Gerona.»
– Yo creía que los falangistas no tenían sentido del humor -comentó Olga.
Carmen Elgazu y Matías salieron a hacer una visita de cortesía, tradicional, al jefe de Telégrafos, quien se mostraba siempre muy amable con ellos. Y al quedar en el comedor, solos, Ignacio, Pilar, David y Olga, el primero se puso repentinamente serio. Volvió a pensar en que había transcurrido otro año y en que Canela le esperaba, a pesar de la festividad. Se sintió desasosegado y le dijo a Pilar: «¿Quieres prepararme otro café?»
De pronto, viendo que los maestros estaban silenciosos, jugando con migas de pan que habían quedado en la mesa, les preguntó:
– Perdonadme una pregunta… aunque sea algo intempestiva. Pero, como en la cárcel habéis tenido tanto tiempo para reflexionar…
Olga levantó la vista. Conocía a Ignacio y esperaba algo fuera de lugar.
– Habla, habla. ¿Qué te pasa…?
– ¿Creéis…? -continuó Ignacio-. ¿Creéis… que el hombre es portador de valores eternos?
David le miró con fijeza. Olga se alisó los cabellos, con ademán habitual.
– ¿Por qué preguntas eso? -dijo David.
Ignacio se encogió de hombros.
El maestro añadió:
– Me parece que ya en San Feliu se habló del asunto.
– Sí, ya lo sé.
Olga repuso:
– Por desgracia, el hombre… En todo caso es la sociedad la que…
– ¿La sociedad?
– Sí. La que va transmitiéndose ciertos valores.
Pilar llegó con el café.
Poco después, los maestros se fueron. Ignacio entró en su cuarto y se peinó.
– ¿Vas a dejarme sola? -preguntó Pilar, acercándose a la puerta del cuarto.
– Sola, no -contestó Ignacio-. Te dejo con tu Diario.
Salió y tomó la dirección de la buhardilla. Estaba excitado. ¿Por qué los maestros hablaban siempre de la sociedad así, en abstracto? ¡Con el trabajo que le costaba a uno ser un hombre!
«Canela, Canela… -De repente pensó-: ¿También Canela es portadora de valores eternos?» Mateo había dicho: «Todo el mundo; incluso Julio García».
¡Psé! Ahora le parecía que aquella idea tenía, en efecto, cierta grandiosidad.
Fin de año. ¡Cuánto frío! Ignacio, al respirar, despedía por las narices el consabido vaho, como los demás transeúntes. El vaho que en el establo de Dios, según los villancicos, despedían el asno y el buey.
Los tres Reyes caminaban en dirección a este establo. Él caminaba hacia la buhardilla. Tres Reyes. Los veía deslizarse por la superficie del agua del río. Uno, dos, tres… Una estrella los guiaba, como la del comandante Martínez de Soria, como la que él había dejado prendida en los barrotes de su cama.
– La teoría de José Antonio está clara. El 7 de diciembre de 1933 precisó su pensamiento.
»El obstáculo con que tropieza España es su división, que la República acrecienta por todos los medios a su alcance. España se encuentra dividida por: primero, separatismos regionales. Segundo, las pugnas entre los partidos políticos. Tercero, la lucha de clases. Siempre el número tres. El mundo está lleno de trinidades. Trinidades del bien: fe, esperanza, caridad; Gaspar, Melchor, Baltasar… Trinidades del mal: Masonería, Judaísmo, Comunismo…
»Falange, que aspira a la unidad, intenta unir a todas las regiones en un destino común, no en destinos antagónicos, a todos los ciudadanos españoles en un frente común, ni derechas ni izquierdas; a todos los productores españoles, patronos y obreros, en una labor común, no sujetos a intereses opuestos.
»Al servicio de ellos, el Estado. Los intermediarios entre el individuo y el Estado no serán los partidos políticos, creaciones artificiales, puesto que nadie nace miembro de un partido: serán las realidades implícitas en el nacimiento del hombre: la familia, el Municipio, el oficio o profesión.
»Falange considera que el hombre es libre, pero no para lesionar los intereses de sus hermanos. En consecuencia, cree en la autoridad, la jerarquía y el orden, otra Trinidad. Falange cree en la supremacía de lo espiritual, y con ello se eleva por encima del más perfecto de los socialismos. Aspecto preeminente de lo espiritual es lo religioso. Religión que considera verdadera: la Católica. Por su sentido de Catolicidad, de Universalidad, ganó España, al mar y a la barbarie, continentes desconocidos. Ni el Estado asumirá directamente funciones religiosas, ni permitirá intromisiones de la Iglesia con daño posible para la dignidad del Estado.
»Esto es lo que quiere Falange Española. Ser fiel a la tradición de España, unir a todos los españoles y proyectar su luz espiritual al mundo. Todas las demás concepciones de España son chatas, importadas de sociedades secretas enemigas, que han elegido el camino fácil de la promesa. Los anglosajones, primero, descompusieron nuestro imperio geográfico -América, Filipinas, Gibraltar-; ahora pretenden hacer lo propio con nuestra herencia espiritual. En nombre de una civilización mecánica superior a la nuestra, pretenden hacernos olvidar que suministramos al Imperio Romano un tercio de sus valores -Trajano, Adriano, Séneca, Prudencio, Marcial, Lucano, Juvencio, etcétera-; que las huellas que Grecia, Roma, el Islam y el Cristianismo imprimieron en nuestro espíritu nos capacitaron para crear veintidós naciones, legándoles una lengua y una religión, y que nuestra fuerza, nuestra filosofía y nuestra razón de ser radican en la Fe y en la creencia en el hombre. Los soviets son más agudos y han condenado la cíclica teoría mecánica y pretenden imponernos la evolución de la Materia en sentido lineal, de menos a más: átomo, molécula, célula viviente, planta, hombre, sociedad. Pero de una manera ciega y sin finalidad ultraterrena. La Falange rechaza unos y otros y cree en Dios y en el cielo. Para conseguir esta victoria llama a una cruzada a los españoles. Exige de ellos disciplina y peligro, espíritu, no militar como creéis, sino guerrero. Todo ello con alegría. Falange no empleará nunca la violencia como medio de opresión; ahora bien, la considera lícita cuando el ideal lo justifique, aunque ello horrorice al profesor Civil. La justicia, la Patria, la razón de ser de la raza serán defendidas por la violencia cuando por la violencia -o por la insidia- se las ataque.
»Yerras condenándonos por anticipado. Deberías meditar sobre nosotros. En el fondo tu drama consiste en que ningún programa de los que tienes a mano llena tu juventud. ¡Cómo van a llenarte! Cuando Falange dice que no cree en los programas, sino en las doctrinas, quiere decir que nada serio en la tierra ni en el mar se ha hecho con un programa preciso. Si la doctrina es clara, el programa brota luego por sí solo. «Al principio era el Verbo, y el Verbo se hizo carne.» La doctrina de Colón era que al otro lado del mar había tierra: el programa… lo estableció al desembarcar. Los amantes no redactan jamás un programa de los abrazos y besos que se darán: el amor es su doctrina. Falange no concreta todavía los puentes que construirá: de momento llama a los españoles a la unión. Pero, por si alguien se opone, hacemos guardia con espadas.
La nieve había desaparecido. La lluvia la había barrido, decapitando de nuevo el ángel de la Catedral. La lluvia había barrido incluso el frío. Ignacio fumaba. Hubiérase dicho que fumaba con fruición. Los porches de la Rambla estaban solitarios; sólo él y Mateo los medían de una a otra punta, las solapas levantadas, deteniéndose de vez en cuando y haciendo resonar sus zapatos. Pilar los había entrevisto un momento y había pensado, como Marta de sus hermanos: «Son dos hombres serios».
Ignacio sonrió. Dio una gran chupada a su cigarrillo. Una vuelta entera bajo los porches, en silencio. Una gran claridad mental le invadía y al mismo tiempo le daba ganas de hablar.
– Bien, muy bien. Hablas como los ángeles. Ahora empiezo a pensar: tal vez ganes adeptos. ¿Puedo contestar? Imitaré tu estilo, aunque me parece algo pomposo. Pues bien, el socialismo también está claro. También yerras, por tu parte, condenándolo por las buenas. Me refiero al socialismo occidental, para llamarlo de algún modo, pues el socialismo comunista es otro cantar. El socialismo de que hablo, pues, cree que España es una nación muy digna, como cree que lo son Francia, Inglaterra o Suecia; ahora bien, niega que España sea algo excepcional, predestinada a mejores cosas que Francia, Inglaterra o Suecia. Todos los orgullosos le dan miedo, y considera que de la exaltación nacional a la guerra hay un paso. Es un socialismo, ¿cómo lo diría yo?, más humilde que tú y tus amigos, y que por otra parte no cree conseguir jamás que todos los habitantes de un territorio piensen de la misma manera; así que no aspira al tipo de Unidad Nacional que proclamáis; se contenta con aspirar a que a nadie le falte lo necesario, a que todo el mundo reciba una educación, a que todo el mundo encuentre un trabajo adecuado, pueda tener descendencia y la vejez asegurada. Separatismo, yo estoy en contra. Clases, siempre las habrá. Tú y yo seremos abogados, los del Banco y los canteros continuarán con sus plumillas y con sus barrenos. De lo que se trata es de que los abogados no lo tengan todo y los canteros nada. Los partidos políticos ¿cómo eliminarlos? Sólo es posible creando uno solo, más despótico que las luchas entre los demás. No todo el mundo que figure en él será sincero; de modo que, una vez más, la Unidad será ficticia. El socialismo no rechaza la familia; al contrario la protege de una manera especial, protección tanto mayor cuanto mayor sea el número de descendientes. Tampoco rechaza el Municipio; al contrario, pretende un tan perfecto aprovechamiento de sus recursos que no sólo se baste a sí mismo, sino que contribuya a un fondo común de reserva. Y en cuanto a los Sindicatos, me ha parecido comprender que vosotros los concebís independientes. Excelente sistema para que los obreros se encuentren solos frente a sus amos, sin el apoyo de sus compañeros de otros oficios, lo cual constituye su fuerza. Hay algo que falla en todo esto, y me parece que es una de las trinidades que se te olvidó citar: egoísmo, imposición, guerra. Al no poder los humildes elegir, y, sobre todo, destronar a sus representantes, la clase privilegiada queda automáticamente creada, como muy bien demuestra David. Su impunidad los convierte inmediatamente en déspotas, sobre todo en un país de tanta personalidad individual como el nuestro; y en cuanto a la empresa común, ¿qué puede ser sino invadir el país vecino? Porque, para lo interno, no hace falta tanta charanga. A menos que tal empresa sea la creación de ese Estado-Dios de que hablas, superior a la mismísima suma de los intereses de los ciudadanos, ¡Todos sacrificados en nombre de una abstracción! Tampoco veo claro lo de los intermediarios… Los diputados tienen defectos ¡cómo no! A veces incluso disparan desde el ojo de una cerradura. El Parlamento da vueltas sobre sí mismo. ¿Qué propones? ¿Un dictador? Un error de éste es mucho más fatal. ¡Pobre España, cansada de reyes sifilíticos! La idea central es que pretendéis abarcarlo todo, lo económico, lo intelectual, lo religioso, etc. Esto os obliga a inmensas síntesis, que en la práctica se fundirían como las planchas eléctricas del profesor Civil. El socialismo pretende de momento exterminar la miseria, conseguir un nivel medio decoroso: luego se verá. Imposible hablar de Trajano y de Séneca a los estómagos vacíos. El socialismo, en principio, no se opone a la libertad espiritual y religiosa que os dé la gana; si en la práctica surgen complicaciones, es porque abandonáis a su antojo a los extremistas, lo cual equivale a aumentar la carga de pólvora del enemigo. Sobre la tradición hay mucho que hablar. La gente está cansada de que en nombre de la conservación del folklore jerezano, del sepulcro del Cid y demás, se conserven también las posesiones de los potentados andaluces. Y por otra parte encerrarse en la cáscara de un país pobre de recursos como el nuestro, es suicida. Sería grotesco no comprar tractores a Europa y América so pretexto de que Viriato araba con la azada. Y que otras naciones quieran mandar tractores no significa que atenten contra nuestro imperio racial, aparte de que la palabra Imperio me hace mucha gracia cuando el bar Cataluña está lleno de obreros sin trabajo, sin contar con los del café Gran Vía. España recibió muchas influencias, es cierto. A ti te parece que esto nos ha beneficiado; a mí me parece que nos armamos un taco. ¿Qué ocurre si se hereda lo peor? De Grecia, no sé si nos queda algo, aparte las ruinas de Ampurias. De Roma, el acueducto de Segovia y la tendencia de algunos magnates a celebrar varias orgías al año. De los árabes, la sana costumbre de que las mujeres apenas sepan leer. En fin, ¿para qué continuar? Se expulsó a los judíos y aquí estamos, con provincias enteras que no han prosperado desde el año 1492. Se cerró el paso a la Reforma y aquí estamos, con «La Voz de Alerta» diciendo a los militares: «¡Duro con la plebe!» Evolución cíclica o lineal, no entiendo una palabra. Esto forma parte del programa, y según tú no hay que pensar en él… Aunque no comprendo que se pueda hacer una excursión sin explicar de antemano: «Se sale a las ocho de tal sitio y vale tanto». Y desde luego Colón llevaba consigo una brújula. Sí, vuestra cruzada es magnífica; pero no se sabe adonde va ni a quién hay que rescatar… Exigís disciplina, peligro y alegría. En otras palabras, morir cantando, ¿Para qué? Hace muchos años que aquí la gente muere cantando, y sobre todo cantándoles después de muerto. Ahora lo que la mayoría quiere es cantar en vida, como los del Orfeón. No concretáis los puentes que habrá que construir; supongo que lo que pasa es que no sabéis los ríos que bajan, ni el ruido que arman a su paso. Hacer guardia con espadas, me parece muy bien. El comandante Martínez de Soria te dará lecciones, sobre todo ahora que sus hijos están aquí… Usaréis la violencia -sin pensarlo mucho- si se ataca a la Patria. ¡Válgame Dios, todo será la Patria! El Cerebro Único, el Partido, el Gremio, la camisa azul. La menor palabra será atentar contra la Patria. ¡Zas! Porrazo. Esto sí podría llenar mi juventud. Llenarla, desde luego, de cardenales. Los ojos de Mateo rodaban, lentos, por los porches, por el suelo, por la desierta Rambla. Cada vez que pasaban frente al Neutral las luces del interior los deslumbraban y sentían sobre sí las miradas de Murillo, fumando aburrido, de Antonio Casal, tipógrafo de El Demócrata; de Ramón, el camarero, que no cesaba de interrogar a los detenidos sobre sus aventuras en la cárcel. Mateo comprendió que tenía a su lado a un muchacho bien aleccionado, con dialéctica de tipo racionalista, de difícil penetración. ¿Cómo demostrarle que el retórico era él, que en el preciso momento en que consideraba que los obreros debían unirse para luchar, consentía que el abismo de clases se prolongara y fuera cada vez más feroz, en tales condiciones que el triunfo de unos no se produciría sino a costa del aplastamiento de los otros? ¿Cómo convencerle de que la lucha de clases no era inevitable, de que, situando por encima de los intereses particulares el interés común, la Producción Nacional, patronos y obreros se sentirían copartícipes y podrían formar, junto con los técnicos, una fraternal comunión? ¿Y quién le había dicho que la unidad era imposible de alcanzar? Cuando una trompeta anunciaba: «La independencia de la Patria está en peligro…», todo el mundo abandonaba su hogar y tomaba las armas. Se trataba, pues, de dar este toque de trompeta, de convencer a los hombres de las fábricas y de los campos de que, si bien no habían entrado por los Pirineos tropas con cañones, habían entrado otras más peligrosas aún. Atentaban contra la independencia de España por medio del ateísmo, del determinismo, de un socialismo económico que serviría de trampolín. ¿Y quién le había dicho que de la herencia griega no quedaban sino ruinas y de Roma sólo un acueducto, del Islam unas cuantas mujeres analfabetas y del Cristianismo poca cosa? Pilar tenía un cuerpo completamente romano; César, a lo que contaban de él, un espíritu digno de los mártires de Diocleciano, como San Vicente o San Severo, o los santos Justo y Pastor, o el propio San Félix de Gerona. Matías Alvear demostraba con frecuencia una serenidad perfectamente helénica; Carmen Elgazu era un compendio de todas estas virtudes; los árabes habían legado a España un sentido del ritmo y de la austeridad, palabras tan hermosas como alféizar e instituciones tan originales y humanas como el vigilante nocturno, el sereno. Su parrafada socialista era atrayente… Era muy fácil decir que el patriotismo conducía a la guerra. Inglaterra exportaba esta teoría a las demás naciones; y mientras tanto ella se apoderaba de Gibraltar. Era iluso transformarse en cordero por consejo del lobo. Por lo demás… en la práctica la teoría de no desear más que una Clínica de Maternidad, una escuela limpia y trabajo asegurado y vejez tranquila tenía sus espeluznantes quiebras. Porque… los minutos eran lentos en el corazón del hombre. Había que vivirlos uno tras otro, sin remedio. Ya se lo dijo una vez. Al hombre esto no le bastaba y si no se le ofrecía un ideal patriótico o religioso, se buscaba otros, porque el espíritu era exigente, tendía a lo grande. Y entonces o se hacía comunista, como Cosme Vila, o se embrutecía como los que jugaban al julepe en el Cataluña. Lo terrible del socialismo era eso; que, enarbolando unos billetes a la semana y unas clínicas, convencía al mundo de que las ideas de Dios y Patria eran supersticiosas, y que sin ellas se podía vivir perfectamente. Pero luego llegaba el corazón del hombre, creado para amar, y demostraba lo contrario. ¿No veía lo que le ocurría a Julio? Buscaba saciar su sed en otras fuentes. Lo mismo que el Responsable, que el doctor Rosselló. Y entonces ocurría que gentes que hubieran rehusado alistarse en La Legión para reconquistar Jerusalén, tomaban las armas para declarar independiente a Cataluña. El socialismo sacaba a flote a los mediocres. Era indispensable esa élite dirigente, que tanto le asustaba, para canalizar las energías disponibles de la masa hacia algo que valiera la pena. En fin, era mejor no continuar aquella conversación. Podría contestarle a los demás puntos; pero tiempo habría. Había empezado el nuevo año. Uno de enero. 1935 sería, tal vez, decisivo para España. Lo importante era que aquellas diferencias no enturbiaran la amistad. Eran dos muchachos de la misma edad, sus padres fumaban el mismo tabaco, ellos estudiaban los mismos libros y deseaban el bien. Los platos que Orencia cocinaba en su casa habían surgido de recetas dadas por Carmen Elgazu. Si uno tenía el retrato de José Antonio en el despacho, y el otro el de… ¿de quién? ¿de Besteiro, de Largo Caballero…? -no quería volver a las andadas, pero que comparara los rostros…- pues, eso no tenía nada que ver… de momento. Algún día se alinearían juntos. En el fondo, la lucha era la de los mecheros. Mechero de gasolina -progreso socialista-; mechero de pedernal -ya usado por Viriato-. Cuanto más se elevaba el hombre -campanario de la Catedral- cuanto más en contacto con los elementos -viento-, mejor quedaba demostrado que el mechero de yesca era el más eficaz. Ahora, de momento, lo que tenían que hacer era encender un pitillo… cada uno con su mechero.
Ignacio parecía de mal humor. Volvió a levantarse las solapas del abrigo, que con la discusión se le habían doblado, y súbitamente dominado por una extraña fatiga, se despidió. Cruzó la Rambla y entró en su casa.
Barcelona, 27 de diciembre de 1934.
Querido Ignacio:
Que cumplas veinte años y muchos más, que seas muy feliz. Supongo que ya estás hecho un abogado. Siempre leo las noticias de Gerona para ver si me entero de algo, si te nombran alcalde o algo así.
Yo he vuelto a ponerme moños, para ver si me contestas. Y continúo viviendo en Muntaner, 180. Felices Pascuas.
ana maría.
Seminario de Nuestra Señora del Collell, 26 de diciembre, día de San Esteban.
Queridos padres y hermanos:
Son fiestas muy grandes para que deje de escribirles. Aquí la nieve ha cubierto el Seminario, la tierra y los bosques. Desde la celda veo los árboles inmóviles. Se diría que se han recogido para cantar al Señor.
Sobre todo a Ignacio, en su cumpleaños, le abrazo con todo mi corazón. Deseo para él toda suerte de bendiciones. Que el cielo le proteja, que le dé eficacia, que sea feliz.
¡Cómo los quiero a todos! Pilar, supongo que por encima del abrigo de entretiempo llevarás otro más sólido… ¡Padre, gracias por los turrones! A mi madre, no sé qué decirle. La quiero tanto, que no sé qué decirle. Sólo que Dios la bendiga, una y mil veces.
Escribo a Bilbao, a San Sebastián, a Burgos, a Madrid, No dejen de rezar por mí. Suyo en Cristo,
césar.
Madrid, 24 de diciembre de 1934.
Querido primazo:
Veinte años y vas que chutas. Un abrazo. Supongo que estás hecho un cura, con tanta Navidad y tanto Tribunal y tanto periódico de la CEDA. ¿Cuándo te casas? ¿Todavía aquella flor de mayo, la del abogado? A lo mejor voy por ahí a haceros una visita. En Madrid todos bien; mi padre también te abraza. Ya ves qué triste papel hicieron loscomunistas en octubre, ¿Y tu amigazo, el de la tortuga? ¿Escurriendo el bulto? Supongo que todavía eres virgen… A menos que la de los brazaletes te haya espabilado. Por aquí los fascistas se meten en nuestras tertulias. Se va a armar la gorda. ¡A ver si escribes! Saludos a todos. No le cuentes a tu madre que los frailes madrileños dan bombones envenenados a los alumnos… No se lo creería. Supongo que Pilar estará… como para comérsela. Bueno, que te vaya bien. Un abrazo a Matías. Estamos más secos que un poste, pero vamos tirando.
Tu primo
josé.
Ignacio se acostó después de leer y releer las tres cartas. Le dolía la cabeza; la discusión con Mateo le había agotado.
Durmió con pesadez, tapada la cabeza, hasta las seis.
A las seis despertó bruscamente. Sacó la cabeza de entre las sábanas. Le había parecido sentir una punzada en el bajo vientre. Permaneció inmóvil un instante, auscultándose. La habitación estaba a oscuras. Otra punzada. Se hubiera dicho que una vida secreta había penetrado durante el sueño debajo de las mantas y que atacaba su centro.
De pronto le asaltó un temor. De un brinco se sentó en la cama y encendió la luz. Conteniendo la respiración dio un tirón a las sábanas: en el centro de ellas se extendía una mancha de pus.
También Julio visitó a los Alvear. Y a la salida se había dirigido a la calle del Pavo, a la Logia. La primera reunión desde que había sido puesto en libertad. Cada miembro tenía su llave, de modo que abrió por su cuenta la puerta de la escalera. Subió al primer piso y entró. Todos los Hermanos le esperaban en el Atrio, donde se hallaba una mesa con el Libro Registro.
El coronel Muñoz, alto y esquelético, al verle, sin perder un instante, firmó en el libro, se puso los guantes blancos y se dirigió a la pieza contigua, al Taller. Todos le imitaron. Julio con guantes blancos parecía un gran señor, algo irónico, de sutiles intenciones. Cada uno se colgó del cuello su mandil, símbolo del Trabajo -Mandil de babero levantado en los grados de Aprendiz y Compañero, liso en el grado de Maestro-. Los Maestros eran el coronel Muñoz, el comandante Campos y un desconocido, que exhibía cordones azules.
El coronel Muñoz se dirigió al fondo semicircular de la pieza -Oriente-; subió los tres peldaños y se instaló en el sillón presidencial -Venerable- ante una mesa en la que se veían un candelabro de tres brazos, el martillo de ritual, una escuadra, las Constituciones Masónicas y un pequeño puñal reluciente. Julio recordó muy bien cuando, en el ceremonial de recepción, la acerada punta de este puñal tocó su piel, exactamente en el lugar del corazón, y una voz solemne le conminó a guardar los secretos de la Logia, so pena de «ver su cuello cortado, su lengua arrancada del paladar, el corazón echado a las arenas del mar en un sitio que el mar cubriera y descubriera dos veces al día, y su cuerpo reducido a cenizas y las cenizas dispersas en la superficie del suelo». A la derecha del coronel Muñoz tomó asiento el comandante Campos, siempre de mal humor, y a su izquierda el desconocido de los cordones azules. Frente a ellos, en un paralelogramo trazado con yeso en el suelo, se instalaron, en simples sillas, a la izquierda, los Aprendices: director del Banco Arús, doctor Rosselló, Antonio Casal; a la derecha, los Compañeros: Julio García, arquitecto Ribas, arquitecto Massana, y otros hermanos hasta el número de trece.
El Templo, de forma rectangular, era modesto; sin embargo, los arquitectos decoradores Massana y Ribas lo habían dotado de cuanto prescribía la Ley. Dos columnas a la entrada, simbolizando las dos que sostenían el Templo de Salomón. La de la izquierda, columna JAKIN, «fuerza activa», principio masculino, fecundante; la de la derecha, columna BOAZ «en la fuerza», principio femenino, fecundado. Las paredes pintadas de azul, el techo representando la bóveda celeste y estrellada, con el Sol naciente y la Luna menguante. Un cordón a modo de friso daba la vuelta al Templo, simbolizando la unión entre todos los Hermanos masónicos del mundo. Tres ventanas -Oriente, Mediodía y Occidente-, pues si los Aprendices vivían aún en la oscuridad, la presencia de Compañeros y Maestros justificaba la entrada de luz exterior.
En la pared presidencial, sobre la cabeza del coronel Muñoz, los arquitectos Massana y Ribas habían trazado un triángulo. Un ojo en el centro de este triángulo simbolizaba la Conciencia que dirige, la Prudencia que observa y prevé, el Bien que fija el Mal para vencerle. En el suelo, en la parte izquierda del paralelogramo, ocupada por los Aprendices, habían sido dibujados un martillo -principio activo-, un pedazo de piedra bruta -principio pasivo- y un cincel. En la parte ocupada por los Compañeros, sólo un martillo y un cincel: la piedra bruta ya no era necesaria. En el centro, un compás, una regla y multitud de lágrimas rojas rodeando el ataúd de Hiram, mártir en la construcción del Templo del Salomón.
El martillo del coronel Muñoz declaró abierta la reunión, que no era solemne ni mucho menos. No se iniciaba a ningún miembro, nadie recibía un grado superior. Simplemente se celebraba la liberación de los H… Julio García, Massana y Ribas -Compañeros- y a su vez éstos deseaban mostrar su agradecimiento por la solidaridad de que la Logia les había dado pruebas. Otro importante motivo de la reunión era la presentación a la Logia, del H… Maestro don Julián Cervera, nuevo Comisario en la provincia de Gerona.
Julio García, al oír estas palabras, quedó estupefacto. Que el Comisario nombrado a raíz de los hechos de Octubre fuera masón, con grado de Maestro, le pareció algo magnífico, de buen agüero, lo mismo en el terreno individual que en el de la ciudad, e indiscutiblemente un gran triunfo de la Hermandad.
Miró al desconocido, quien se levantó cruzando su mano sobre el pecho. Era un hombre de unos cincuenta años, de rostro grave, cejas muy negras, cabellera poderosa, sin una cana. Traía el saludo de los H… de Madrid, Logia «Ayerbe», y esperaba colaborar con sus H., de Gerona, Logia «Ovidio», para el establecimiento de los ideales de igualdad, progreso y cultura en toda la Humanidad. El nombre «Ovidio» de la Logia de Gerona le había conmovido, pues precisamente era uno de los convencidos de que la creación de la masonería especulativa se remontaba a una edad mucho más remota que el mito de Hiram y la construcción del Templo de Salomón; a su entender su origen alcanzaba los primitivos mitos solares y desde luego la virgiliana Eneida y Las Metamorfosis de Ovidio. Procuraría hacerse digno de la estimación de todos y cada uno, y orientar la noble Gerona y su provincia de acuerdo con los postulados que se le dictasen. Se congratulaba infinitamente de contar con el apoyo del H… coronel Muñoz, antiguo amigo, y los invitaba a todos al banquete de ritual, que había de celebrarse en el Atrio y que podía fijarse para el día de Reyes.
Uno a uno, los H… fueron levantándose y dándole la bienvenida. El último fue el coronel Muñoz, quien tuvo a su cargo el elogio del H… recibido. El coronel Muñoz sabía que en las grandes Logias se consideraba al H… Julián Cervera sumamente experto en cuestiones de ritual, escrupuloso hasta el máximo. Así que él temblaba ante la idea de que el H… recién llegado prestara demasiada atención al Taller de la Logia de Gerona. Probablemente hallaría alguna inconveniencia, algún detalle heterodoxo. Por su parte, estaba dispuesto a aceptar todas las sugestiones. ¿Compás abierto o cerrado; orientado hacia Oriente o hacia Occidente? El Templo era simple, ya lo veía. Candelabro de tres brazos, tres ventanas, paralelogramo trazado con yeso en el suelo, a falta de alfombra, demasiado costosa…
El H… Julián Cervera sonrió y dijo «que no tratándose de ceremonial de recepción de candidato, ni fúnebre, ni de reconocimiento conyugal, ni de inauguración de un Templo, todo estaba bien, muy bien. Únicamente, tal vez faltase, al oeste del ataúd de Hiram, la calavera y algo más a la izquierda dos tibias en cruz; y desde luego echaba de menos, esto sí, sobre la mesa, junto a las Constituciones, la Biblia, abierta por el Evangelio de San Juan. Cierto que él se inclinaba más hacia el ritual inglés, actitud perfectamente discutible».
Al parecer el H… Julián Cervera tenía creencias religiosas. Sin embargo, su tono causó buena impresión y el coronel Muñoz prometió estudiar todo aquello en la reunión primera del próximo mes, que sería a la vez la primera de 1935.
La conversación se generalizó, en tono amistoso. Cada H… al tomar la palabra, se levantaba. Uno de ellos estaba furioso por dentro ante la perspectiva de la Biblia y el Evangelio de San Juan: Antonio Casal, tipógrafo de El Demócrata. Era un chico joven, casado y con tres hijos, fanático de la lectura, que se había tragado bibliotecas enteras. Era un gran teórico, era el Orador de la Logia. No creía ni en la Leyenda de Adán ni en la existencia de los profetas ni en la de Cristo; mucho menos, pues, en la de San Juan. Difícil no creer en la Biblia y entrar, entre Jakin y Boaz, en el templo de Salomón. Pero es que tampoco creía en Salomón. Era muy exaltado. Tenía una cabeza alborotada y las manos nerviosas. Se parecía un poco a David. Era el H… de condición más humilde entre los presentes. Por ello era el único al que los guantes blancos le sentaban mal, muy mal. Hubiérase dicho que acababa de hacer la Primera Comunión. El día de la recepción, tanto apretó con su pecho desnudo contra la afilada hoja del puñal, que le salió sangre. Julio García insistía en que una de las lágrimas de sangre que rodeaban en el suelo el ataúd de Hiram había brotado del pecho del tipógrafo.
Se habló de los problemas creados en Gerona por los recientes acontecimientos. A todos les pareció un gran triunfo la muerte del comandante Jefe de Estado Mayor, hombre reaccionario hasta el máximo. Todos se alegraron de la posibilidad de que pronto fuera destinado a Gerona, en calidad de Jefe Militar de la Plaza, el general Fernández Ampón, H… destacado de la Logia «Ferrer y Guardia» de Madrid. En el plano de las actividades, lo más urgente era la reapertura de los locales izquierdistas, ahora bajo la consigna de Unidad, de Bloque Común. El Responsable continuaba siendo persona grata, si bien el mito de Joaquín Santaló debía ser arrancado de manos de los anarquistas. También era persona grata Cosme Vila. El Demócrata debía tirar ocho páginas y no seis. El H… Venerable -coronel Muñoz-, empresario de cines, debía intensificar la proyección de documentales científicos. El H… Rosselló, director del Hospital, debía oponerse a que fuera mejorada la subvención oficial mientras las derechas estuvieran en el poder; y por último, era preciso que el H… Julio García volviera a tomar posesión de su cargo, en Comisaría, para ayudar en su labor al H… Julián Cervera. Se cursarían las peticiones a Madrid en este sentido, aunque tal vez fuera preciso esperar unos meses hasta conseguirlo.
El clima era de optimismo. El tipógrafo habló contra el notario Noguer, de quien se rumoreaba que iba a ser nombrado alcalde, contra «La Voz de Alerta», contra el comandante Martínez de Soria. Denunció la presencia en Gerona de Mateo Santos, hijo del director de la Tabacalera, llegado para fundar la Falange en la ciudad; el H… coronel Muñoz sonreía. Personalmente, no temía nada. Creía que se había dado un gran paso. Poco a poco se irían tomando posiciones, alcanzando la Unidad requerida. La Falange, no haría más que provocar una sana reacción. Por lo demás, ¿qué podían hacer? Ni siquiera sabían aprovechar las circunstancias favorables creadas por el fracaso momentáneo de la revolución.
Todos se rieron por el tono amistoso que empleó el coronel Muñoz. Todos amaban aquellas paredes azules, aquella bóveda estrellada; y cada uno intentaba reconocerse en uno de los nudos del cordón negro que daba la vuelta a modo de friso. Al director del Banco Arús le hipnotizaba el triángulo suspendido sobre la cabeza del coronel Muñoz; a Julio García, el ojo del centro. El policía hubiera llevado a la Logia, muy a gusto, la tortuga, para que recorriera el paralelogramo, durmiéndose de vez en cuando en el ataúd de Hiram.
Los arquitectos decoradores Massana y Ribas gozaban de lo lindo. La evocación de aquellos muros tenía gran influencia sobre el estilo arquitectónico que intentaban imponer en la ciudad. Llegaría un momento en que en toda Cataluña, en el mundo entero, imperarían los rectángulos, las líneas sobrias. Llegaría un momento en que, a la ciudad horizontal, deshabitada -dispersión-, se impondría la ciudad vertical: unión. Para vivir se mordería el espacio, dejando la tierra para ser labrada y para arrancarle sus tesoros ocultos. De momento, desde que habían salido de la cárcel, en la Gerona moderna debían levantar dos enormes edificios; y acaso los hermanos Costa se decidieran por un tercero, si uno de ellos se casaba, como daba a entender.
Otro de los amantes del Templo era el doctor Rosselló. Cuando se colgaba el mandil y se calzaba los guantes blancos, le parecía que éstos eran de goma y que se disponía a operar sobre el cuerpo social.
Todos amaban el Atrio, el Templo, la calle del Pavo. Las tres ventanas no daban a ninguna parte. La escuadra y la regla simbolizaban el derecho, el compás y la medida. El «francmasón debe entregar su vida entera al trabajo». Todos trabajaban, cada uno en su puesto. Gerona era el taller, el cuerpo. Podía delatarse a «La Voz de Alerta», al comandante Martínez de Soria, a mosén Alberto, al notario Noguer, a Mateo Santos. Incluso a don Pedro Oriol. Incluso a Bernat, fabricante de imágenes y jugador de bochas; nadie delataría al Hermano. Podía delatarse a Joaquín Santaló; nadie al Hermano. So pena de «ver su cuello cortado, la lengua arrancada del paladar, el corazón echado a las arenas del mar en un sitio que el mar cubriera y descubriera dos veces en un día, y su cuerpo reducido a cenizas y las cenizas dispersas por la superficie del suelo».
Mateo había elegido el camino más recto para entrar en contacto con los hijos del comandante Martínez de Soria. Se había presentado en casa de éste, fue recibido por los dos muchachos y les dijo: «¡Arriba España! Mateo Santos, de la Falange de Madrid». El carnet dio fe de sus palabras.
Un detalle llenó de gozo a los tres: jamás se habían visto, y a los cinco minutos parecían hermanos. Idénticos puntos de vista, idéntica concepción del mundo. Charlaron durante mucho rato, le presentaron a Marta, luego salieron a visitar la ciudad.
Mateo los puso al corriente de su situación personal. Hijo del director de la Tabacalera, no hablando catalán, su labor sería penosa, sobre todo en una provincia separatista que había metido en la cárcel trescientas personas y sacrificado a un diputado. De momento, no veía a nadie a quien acudir. Únicamente su hermano, desde Cartagena, acababa de mandarle un nombre: Octavio Sánchez, empleado de Hacienda. Al parecer era un chico andaluz, simpatizante, que llevaba tres o cuatro meses en Gerona. Mateo opinaba que Cataluña era un hueso.
Fernando Martínez de Soria, que disponía de un vozarrón desproporcionado a la delgadez de su cuello, dijo que, a pesar de eso, Falange en Barcelona respondía bien. Eran pocos, pero muy inteligentes y eficaces. Y además, muy valientes. «En ciertos aspectos, nos dan lecciones a los castellanos.» Los falangistas de Barcelona habían sido los primeros en apoyar la idea de fusionar Falange con las JONS, lo cual constituyó un gran acierto. Ahora, con la incorporación de estos obreros, que por cierto demostraban un entusiasmo sin límites, los cuadros quedaban mucho mejor definidos. «Con eso ya, si quieren continuar aplicando a Falange el mote de señoritos no les queda otro remedio que decir que pagamos una mensualidad a estos camaradas.»
Mateo estaba al corriente de aquello, y pensaba desde luego ponerse en contacto con las Escuadras de Barcelona. Tenía las señas del Jefe, J. Campistol; se las habían mandado de Madrid. Pero le preocupaba Gerona. «¡Era una ciudad tan complicada!» De un lado españolísima, arquetipo casi, con su obispo siempre alerta, capacidad emotiva, conventos, chicas guapas, gran riqueza mental, cuarteles insalubres, amor propio; en otros aspectos inabordable. Ya se lo dijo: catalanista, empezando por los curas. Insensible a las grandezas de España: sin darse cuenta, preferían influencias que ellos llamaban europeas y que Dios sabe de dónde habían salido. Comerciantes por naturaleza, no avaros, pero dándoselas de saber administrar. Al oír las palabras peligro, sacrificio, dar la vida, etc…reaccionaban violentamente: «Aquí quijotes, no». Y luego a lo mejor lo eran más que nadie. Imperio, mar azul, flechas y Falange, etc…todo ello era un lenguaje que les sonaba distante tal vez a consecuencia de la vecindad con Francia, de su idioma, menos épico que el castellano, de un sentimiento poco heroico de la tierra. Los obreros decían: «Señoritos de Madrid», aunque se hubieran fusionado con las JONS y fueran de Zamora o de Burgos. Los abogados, propietarios, grandes industriales, etc… sabían vivir. Gran solidez familiar. Difícil que emprendieran una aventura si no la encabezaban señores con barba. La juventud les aterrorizaba, y Falange era juventud. En fin, esto ocurría en todas partes. Su propio padre, con ser de Madrid, le había dicho que tuviese cuidado; y el propio comandante Martínez de Soria, al parecer los tomaba por escapados de una jaula.
Los Martínez de Soria se rieron. ¡Qué se les iba a hacer! Nunca se creyó que la labor fuera fácil. Sin embargo, arriba siempre. De momento ¿qué más quería? Él tenía una formación. Y tal vez, en Hacienda, aquel Octavio Sánchez resultara un gran camarada. El menor de los hermanos añadió:
– Tú verás lo que te conviene. A mí me parece que deberías rodearte de gente de aquí. Y desde luego, pocos militares. Ya sabes: barberías, cafés. Lástima que estés en la Tabacalera. Mejor te valdría trabajar en una fábrica.
Fernando vio una posibilidad entre los decepcionados de la revolución de Octubre.
– Tienes el ejemplo en Oviedo. Más de cien mineros se han incorporado a Falange Asturiana.
– Lástima que nos marchemos el día cinco. Te ayudaríamos muy a gusto.
Llegaron a la plaza de la Catedral. Gerona había conmovido mucho a los Martínez de Soria. San Pedro de Galligáns, los Baños Árabes. Iban recorriendo la ciudad de punta a punta. Palpaban los muros, se indignaban ante muestras de abandono. Especialmente les gustó la calle que unía la de la Barca con la Rambla, la de las Ballesterías. Estrecha calle, a los pies de la cuesta de la iglesia de San Félix, taller de artesanos en cada entrada. Pequeños símbolos surgían de las fachadas: un paraguas en miniatura, un cuchillo, una bota. Al anochecer se encendían los farolillos y con el viento éstos y los símbolos se bamboleaban. Pero no importaba; al fondo del taller, la figura del artesano aparecía inconmovible, seguro, sentado ante sus instrumentos, frente a la bombilla. Especialmente les llamaron la atención los herbolarios. Encima de uno de aquellos establecimientos trabajaba Pilar. «Casa fundada en 1769.» «Casa fundada en 1800.»
Mateo se sentía a gusto entre sus dos camaradas. Le había ocurrido como a un misionero que de repente oye por radio la voz de la Patria.
Marta los acompañaba. También la muchacha estaba enamorada de la parte antigua de la ciudad. Pero, sobre todo, le gustaba la Dehesa, que conocía palmo a palmo, gracias a su jaca, cuyo trap-trap resonaba por sobre los millones de hojas muertas.
La muchacha le había dicho: «¿Mateo Santos…? Me acordaré muy bien. Estoy muy contenta de que en Gerona haya alguien de Falange. Me sentiré más acompañada».
Fernando y José Luis dijeron a Mateo: «Marta es una criatura extraña». Mateo no lo creía así. Mateo observaba que aquellos de sus amigos que tenían hermanas les hacían poco caso. ¡Qué barbaridad! ¿Cómo podía ser extraña una mujer que mira a los ojos abiertamente, que sonríe a tiempo, cuyo rostro se ilumina cuando una palabra grande se introduce en la conversación? Delgada, gran cabellera partida en dos. Cuando se sentaba, unía los brazos a partir del codo. Sabía escuchar. Vestida de negro, uno la imaginaba levantándose, echando a caminar sosteniendo un libro, siempre adelante, hasta llegar a una cima donde se celebraba en la noche la Gran Fiesta de la Discreción. Mateo había estrechado con fuerza la mano de Marta y le había dicho: «Yo también me sentiré más acompañado».
A última hora, cuando oscureció, el falangista invitó a sus camaradas a su casa. Quería que vieran su despacho. «Cuando se conoce la habitación de un amigo, se es más amigo de él.» También quería enseñarles el revólver.
Don Emilio Santos, ante Fernando y José Luis, arrugó el entrecejo. «Dime con quién vas y te diré quién eres.» El pájaro disecado brincó de gozo en su rincón.
Los Martínez de Soria se sentaron en las sillas preparadas para las reuniones, inaugurándolas simbólicamente. Luego, el menor de los dos, señalando el escritorio, dijo:
– Nosotros, ahí donde el tintero, tenemos una calavera.
Fernando miró el retrato de José Antonio y explicó:
– El día quince estuvo en Valladolid.
El terror de Ignacio al descubrir la mancha de pus en la sábana fue tal que creyó que estaba perdido. ¡Enfermedad venérea! La imagen de Canela se le clavó en la mente como un impacto.
Fue tanta su vergüenza que, alelado, apagó la luz; pero entonces sintió aún más claramente el roer del mal.
Retardó el instante de volver a iluminar la habitación. «Señor, si todo esto fuera una pesadilla…» Prometió mil cosas a la vez, subir a pie en penitencia, a la cercana ermita de los Ángeles…
Dio la luz de nuevo y con cuidado sacó las piernas de la cama y se puso de pie sobre la alfombra. Sintió una fuerte punzada. Intentó andar. Lo conseguía con dificultad. Y era evidente que a cada minuto iría empeorando.
Entonces, yerto en el centro de la habitación, levantó la vista. El espejo le devolvió su imagen, despeinada, en pijama, y al fondo los ojos de San Ignacio fijos en él.
Repentinamente decidido, se examinó el mal. Recordó ilustraciones entrevistas en folletos higiénicos. Luego examinó la sábana. ¿Cómo borrar aquello, para que su madre y Pilar no se enteraran? Su madre y Pilar, lo primero que hacían cada mañana, era entrar en su cuarto y hacer la cama.
Volvió a acostarse, volvió a pensar en Canela, y recordó la advertencia de su padre. Sollozó, agarrado a la almohada.
De pronto llamaron a la puerta. ¡Santo Dios! Daban las ocho, tenía que levantarse. La puerta se entreabrió y entró Carmen Elgazu.
– Mamá… -balbuceó.
Carmen Elgazu se acercó a la cama.
– ¿Qué tienes, hijo?
Ignacio la miró con desacostumbrada intensidad. Carmen Elgazu, con temor, extendió su brazo y le tocó la frente.
– ¡Tienes fiebre!
– Creo que sí.
– Pero ¿qué te duele? ¿Cuándo empezaste a sentirte mal?
– Esta noche.
El termómetro fue elocuente. Matías Alvear acudió. Y Pilar. El desfile comenzaba. Todos rodearon su cama, sin saber lo que las mantas ocultaban. Todos le querían. «No te preocupes, iremos al Banco a avisar.» «¡Vamos a traerte otra manta!» «Un poco de gripe.»
La nueva manta cubrió definitivamente su secreto. Los postigos fueron entornados y quedó solo con su oscuridad. Oía los pasos cuidadosos de los suyos, en el pasillo. Reconocía los ruidos familiares en el comedor. Un absoluto abatimiento le invadió.
Al despertar sintió en el acto que el mal avanzaba implacable. Era preciso tomar una determinación. Algo que evitar a toda costa: la visita del médico. Por desgracia él era sumamente inexperto: necesitaba actuar con rapidez, que alguien le aconsejara.
Ignacio pensó: «Lo mejor será que le confiese la verdad a mi padre». Pero no se sentía capaz. ¡Qué humillación, y qué disgusto tan grande le iba a dar! Pasó revista a cuantas personas podían ayudarle: Julio, David, La Torre de Babel… Cualquiera de los del Banco debía de conocer la manera de… ¡Ah, si su primo José, de Madrid, estuviera allí! Recordó que José le había dicho: «A mí me han pillado tres ó cuatro veces. Pero ahora eso se cura en un santiamén».
Es… Pero ¿y si tenía algo grave?
Luego pensó en Mateo. Sí, el chico era apropiado. Serio, y guardaría el secreto. Pero… ¿y si era tan inexperto como él? Mateo siempre le había dicho: «Yo procuro contenerme. La castidad es muy importante».
El reloj del Ayuntamiento iba dando las horas. Su madre entró a verle. «¿Cómo te sientes? ¿Te falta algo?» El termómetro subió aún más. Carmen Elgazu se sentó un momento al lado de la cama. Ignacio vio su silueta recortarse contra el postigo semiabierto. «No será nada. Un poco de gripe.»
Hacia el mediodía tomó una determinación. Se lo diría a su padre. La mancha de la sábana era imborrable y acabaría por saberse. Su padre tal vez encontrara el medio de ocultarlo al resto de la familia.
Escuchando con atención, descubrió que su madre se había sentado en el comedor y que separaba en la mesa las buenas alubias de las malas. Las buenas resonaban al caer dentro del plato. Era un ruido familiar, inimitable.
Matías Alvear llegó de Telégrafos más temprano que de ordinario. Estaba impaciente por Ignacio. Colgó el sombrero en el perchero, se quitó el abrigo, le dijo a su mujer que hacía un frío insoportable. Luego entró en el cuarto de Ignacio.
– ¿Qué hay? ¿Cómo estás, hijo?
– Lo mismo.
Matías se le acercó y le puso la mano en la frente. Ignacio pensó: «Ahora». Pero un miedo irreprimible le atenazaba la garganta.
De pronto, estalló en un sollozo. No pudo reprimirlo. La silueta de su padre en la semioscuridad, la tibia y entrañable silueta de su padre le había desarmado.
– Pero ¿qué te pasa, Ignacio? ¿Por qué lloras?
Ignacio sintió deseos de encender la luz, de tirar de las sábanas y gritar:
– ¡Mira!
Pero se contuvo. Lloró, lloró incansablemente.
– Pero ¿qué te pasa? Habla. Cuidado, que tu madre te va a oír.
Ignacio se decidió.
– Papá… Tengo que darte una mala noticia. Lo siento.
– ¿Qué mala noticia?
– No te hice caso y… tengo algo.
Matías se incorporó y dio la luz.
– ¿Cómo que tienes algo?
– Sí. -Ignacio añadió-: Canela…
Matías quedó desconcertado. De pronto comprendió. Apretó los puños y los dientes. Miró a su hijo. «¡Vaya!» De pronto, sin acertar a dominarse, levantó el brazo y le pegó a Ignacio un terrible bofetón.
El muchacho estalló en un llanto sin consuelo y en aquel momento Carmen Elgazu apareció en la puerta. Ignacio se ocultó tras el embozo.
– Pero… ¿qué ocurre?
Matías dijo:
– Nada, mujer. Nada de particular.
Luego Matías se lo contó todo a su mujer. Imposible ocultar aquello, por duro que fuera. Era preciso llamar al médico, curarle.
Como un rayo había caído sobre la cabeza de Carmen Elgazu. No supo qué decir. Se quitó el delantal, se fue a la cocina.
Matías Alvear la siguió, diciendo:
– Yo se lo perdono todo, menos que haya sido un hipócrita.
Carmen Elgazu no comprendía. Se acercó a Matías. Le miró a los ojos. «Algo grave habremos hecho tú y yo, que merezcamos tal castigo.» No pensaba entrar a ver a su hijo Y sería la primera vez que ocultaría algo a mosén Alberto.
El médico dijo: «No es nada grave».
Una de las más grandes preocupaciones era Pilar. Era preciso impedir a toda costa que Pilar se enterara. Ello los obligaba a medias palabras, a repentinos silencios. Y aun así Pilar preguntaba: «¿Qué os pasa? ¿Es que Ignacio tiene algo grave?»
Ignacio había encontrado un consuelo: Pilar. Nunca la quiso como en aquellos días. En su ausencia, cuando la chica se iba al taller, se quedaba absolutamente solo. Sus padres no entraban a verle jamás; sólo cuando llegaba el médico o cuando cumplían sus instrucciones; pero no le dirigían la palabra. En cambio, Pilar había hallado la ocasión de demostrarle su cariño. No se movía de su lado. Le contaba cosas, le arreglaba la cama, le llevaba tazones de leche haciendo tintinear la cucharilla en el camino. Ignacio, para no llorar de agradecimiento, simulaba quedarse dormido. Entonces Pilar suspiraba y con frecuencia se sentaba en la cama de César y permanecía inmóvil.
En cuanto al muchacho, soportaba difícilmente su situación. Una sensación de miedo le invadía. Las visitas del médico eran una tortura, la vergüenza le mataba. Y cualquier gesto de sus padres, cualquier palabra, le parecía una alusión. A veces pensaba que no le perdonarían nunca. El médico estaba serio. Ignacio hubiera preferido el doctor Rosselló…
A veces pensaba que nunca más podría dar sangre para el Hospital… Sus libros de Derecho, quietos encima del armario.
Una cosa deseaba y le molestaba a un tiempo: las visitas. Del Banco habían acudido la Torre de Babel, el cajero y el de Impagados. «Una gripe. No será nada.» Al de Impagados le dijo. «Lo siento por el trabajo». «No te apures -le contestó éste-. Nos arreglaremos entre todos. Aunque trabajo no falta.» El cajero llevaba una franja negra en el antebrazo, y siempre hablaba de Paco, su hijo adoptivo.
Julio García le ofreció: «¿Quieres algún libro? ¿Quieres la gramola?» Mosén Alberto bromeó. Viéndole la barba le dijo: «¡Te advierto que yo también manejo la navaja!» Pero Ignacio, ante la expresión de su madre, sentía tanta vergüenza que no acertó a contestar.
Don Emilio Santos le visitó el primer día. Y luego no dejaba de telefonear a Matías todas las mañanas, a Telégrafos, preguntándole por Ignacio.
En cuanto a Mateo, le dijo:
– He visto al profesor Civil. No reanudaremos las clases hasta que estés restablecido.
No pasaba día sin que Mateo le hiciera una visita, antes de cenar. Si le parecía que Ignacio no se fatigaba, se quedaba una hora a su lado; si no, se iba en seguida.
El peso de Ignacio era tan fuerte -el de su soledad-, el corazón le daba tal vuelco cada vez que Matías Alvear, después de abrir la puerta del piso, pasaba frente a su habitación sin detenerse, que un día, el día de Reyes, al ver entrar a Mateo sonriente, con un pliego de revistas debajo del brazo le dijo:
– Tú crees que tengo la gripe, ¿verdad?
– Claro…
– Pues… No es cierto. Tengo una enfermedad venérea.
Mateo quedó estupefacto. Sacó el pañuelo azul.
– Pero… ¿cómo ha sido? No comprendo. ¿Algo grave?
– No. Hace unos años lo hubiera sido. Ahora se cura.
– Pero… ¿quedarás bien…?
– Completamente.
Mateo no sabía qué decir.
– No me sermonees -cortó Ignacio-. Sé que es culpa mía. Soy un imbécil.
Mateo estaba afectado. Después de un silencio preguntó:
– ¿Conocías a la mujer…?
– Sí. Hacía medio año que duraba la broma.
– Eso es peor.
– Ya lo sé.
Luego Ignacio añadió:
– Mis padres están desesperados.
Mateo había reaccionado.
– ¡Bah! -dijo-. Tu madre te perdonará pronto. -Luego añadió-; A tu padre, claro está… le costará un poco más.
Ignacio dijo:
– Menos mal que Pilar…
– ¿Qué?
– Siempre está aquí, acompañándome y contándome cosas.
Luego añadió que lo que más difícil veía de todo aquello era perdonarse a sí mismo.
Mateo le contestó:
– Yo, en cuanto estuviera curado, iría a confesarme.
Mateo le había adivinado el pensamiento. ¡Confesar! ¡Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo! Cuando estuviera curado, cuando dejara definitivamente el lecho y pudiera andar como los demás hombres, iría a tomarse un baño, que se llevara todo su sudor y sus impurezas; luego iría a confesar. Como en los tiempos en que correteaba con César por las murallas y Montjuich. Entrar en cualquier iglesia y arrodillarse ante un hombre que hiciera sobre él la señal de la cruz. En realidad, aquélla había sido su primera idea en los instantes del gran miedo, cuando prometió subir a pie a la ermita de los Ángeles si se curaba; ahora Mateo se lo recordaba, y tenía razón. La idea de un templo silencioso, semioscuro, con una mano comprensiva puesta en su hombro, le reconfortaba.
Aquel día era el de Reyes. Mateo había traído, además de las revistas, una caja de bombones para Pilar. Pilar apenas si había osado tocar el papel celofán que la envolvía; tanta fue su emoción. Era la primera caja de bombones que recibía en su vida. Pilar ignoraba totalmente que Marta, hija del comandante Martínez de Soria, había recibido de Mateo una caja similar.
Matías y Carmen Elgazu agradecían a Mateo sus visitas y aquellas muestras de delicadeza. Y al verle tan sano y con tanta expresión de juventud en el rostro, no podían menos de compararle a Ignacio, hundido y sudoroso en la cama.
Lo que ocurría era que cinco eran pocos días para perdonar… Porque, en cuanto a pensar, no cesaba de pensar en su hijo, solo en la habitación, con la luz apagada. Pero Ignacio tampoco hacía nada para precipitar los acontecimientos, como no fuera su silencio y su postración.
Al octavo día ocurrió algo inesperado. Carmen Elgazu se había quedado sola en el comedor, repasando la ropa. Era media tarde y de pronto la puerta de la habitación de Ignacio se abrió. De reojo le vio salir en pijama, con una bufanda al cuello, los hombros caídos. Ignacio avanzó hacia el comedor, arrastrando sus zapatillas. Agotado, pero sin dificultad. Carmen Elgazu no levantó la cabeza; sin embargo, sintió que su hijo se había detenido y que se había quedado mirándola. Aquella bufanda al cuello y aquellos hombros caídos la habían impresionado. Le vio solo, absolutamente solo. Algo en su corazón estaba a punto de romperse. Entre ella -sentada junto a la ventana- y él -en el pasillo- se interponían la estufa, la mesa. ¿Cómo hacer para no levantar la cabeza? De repente, sintió que Ignacio había reanudado su marcha. Las zapatillas habían cruzado el umbral del comedor, era evidente que daban la vuelta a la mesa. Tal vez fuera a la cocina, a beber agua… El olor de su hijo -olor a enfermo, a fiebre, a habitación cerrada- le llegó. Y súbitamente, las zapatillas se detuvieron. Comprendió que su hijo se había detenido detrás de ella. Tal vez mirara al río… Pero no. Sintió que una mano se posaba en su cuello, inclinado. Y que luego otra mano, inhábil, se posaba sobre su cabeza. Carmen Elgazu no se movió, la respiración de Ignacio le llegaba. De pronto Ignacio la abrazó decididamente, aplicando su mejilla a su cabellera; y entonces los ojos de Carmen Elgazu se llenaron de lágrimas y soportó sin protestar la lluvia de besos. Pronto se encontraron las húmedas mejillas de uno y otro. Y no se sabía cuál de los dos lloraba más. Y no se sabía cuál de los dos acertaría a articular la primera palabra.
Ninguno de los dos. Ignacio dio media vuelta y se volvió, arrastrando las zapatillas. Cruzó el umbral del pasillo, agotado. Carmen Elgazu no le miraba, pero le veía. Hubiera podido describir con exactitud cada pliegue del pijama, la caída de cada mechón de pelo. Llevaba la silueta de su hijo clavada en las entrañas.
Ignacio volvió a encerrarse en su cuarto. No había salido con aquella intención, pero así ocurrió. Tampoco Carmen Elgazu se había puesto a coser pensando en aquello; sin embargo, ahora se daba cuenta de que zurcía unos calcetines de Ignacio. Ya todo tenía otro color, otra dulzura con la tarde cayendo. Se oía la vida secreta, monótona y crujiente de la estufa encendida. Un gran silencio reinaba en la casa. El rostro de Carmen Elgazu había quedado inmóvil como una talla de madera; pero tenía la sensación de que acababa de separar las buenas alubias de las malas.
Un solo deseo: que llegara Matías Alvear. ¿Cómo le contaría aquello? Matías era duro, no quería oír hablar de Ignacio. Radio de galena, periódico, dominó. Pero Carmen Elgazu sabía que desde primeros de enero perdía en el Neutral todas las partidas.
Al día siguiente, Matías Alvear, sentado a la mesa del comedor, se desayunaba, preparándose para ir a Telégrafos. Y de pronto vio frente a sí, afeitado y vestido, a Ignacio. Las canosas sienes de Matías temblaron, lo mismo que la mano que sostenía la taza. Pero continuó bebiendo, como si tal cosa.
Por la noche le había dicho a Carmen Elgazu: «No le hagas caso. Es un hipócrita». Sin embargo ahora, al intentar levantarse por el lado opuesto al que se encontraba Ignacio, las piernas se le enredaron en la silla y no podía. Entonces oyó la voz de su hijo:
– Padre, te pido perdón.
Las pequeñas arrugas que Matías tenía entre los ojos y las sienes se le acusaron como nunca. Se detuvo. Consiguió ponerse en pie y miró a Ignacio. Pilar se había asomado a la puerta de su habitación. Ignacio repitió: «Padre, te pido perdón», al tiempo que leía en los ojos de Matías Alvear indicios de lucha. Entonces inclinando la cabeza se le echó al cuello y le abrazó; y su padre se halló dándole golpes en la espalda.
Carmen Elgazu había salido de compras. Pilar no sabía si unirse al dúo. Se le ocurrió gritar, al ver que los dos hombres se separaban: «¿Catarros…?» Pero en vano esperó que uno de los dos le contestara: «Neumáticos Michelin». Matías Alvear e Ignacio tenían un nudo en la garganta que les impedía hablar.
Y en medio de todo aquello. Pilar continuaba preguntándose qué pecado había cometido su hermano.
Gran júbilo en la familia. Júbilo que devolvió a Ignacio las fuerzas, que le permitió salir al balcón aprovechando los tenues rayos de sol del mediodía. Al día siguiente, bajó las escaleras. Las piernas le flaqueaban, se paseaba como un viejo. Al otro le dijo a su madre:
– Hoy, si me acompañas, iremos a confesar.
Poco a poco la savia de la juventud le iba penetrando.
En la tarde del domingo habían acudido a verle David y Olga. Le encontraron excesivamente desmejorado. «Tendremos que volver a San Feliu.» Los maestros le contaron que habían conseguido recuperar casi todos sus alumnos. Iban a reanudar las clases. Se acordaban mucho de la cárcel… pero ya todo había pasado.
– Todo pasa. Ya lo ves. La reclusión, las enfermedades.
Matías Alvear, en Telégrafos, había vuelto a hablar de su hijo. «Ya sale al balcón a tomar el sol.» Y en el Neutral dijo, ante las fichas de dominó: «Me parece que se ha acabado la mala racha». En efecto, emparejado con don Emilio Santos, su lápiz no cesaba de anotar tantos a su favor, en el mármol de la mesa. Julio García y el doctor Rosselló tenían que pagar las consumiciones de los cuatro.
Y en cuanto a Ignacio, cumplió lo prometido. Del brazo de Carmen Elgazu salió a media tarde, para ir a confesar.
– ¿Dónde quieres ir?
– Con mosén Francisco.
Carmen Elgazu se alegró de la elección. Y tomaron la dirección de la parroquia de San Félix, cruzando la calle de las Ballesterías.
La elección de sacerdote había sido un acto consciente. Ignacio quería alguien que le comprendiera y le consolara, que le diera ánimos para empezar una nueva vida. César le había hablado tantas veces del vicario, que no vaciló.
Entraron en el templo y no había nadie. Ignacio se arrodilló y Carmen Elgazu fue ella misma a la sacristía. Allá estaba mosén Francisco, que llegaba de un entierro. Dos hombres le esperaban, no se sabía para qué. «Soy la madre de César. Mi hijo mayor, Ignacio, está ahí. Quiere confesar con usted.» Mosén Francisco abrió sus grandes ojos con entusiasmo. «¡Es usted la madre de César!» Le estrechó la mano con las dos suyas. La miraba con gran curiosidad y afecto. «Voy enseguida. Déjeme despachar a ese par de granujas.» Los dos hombres sonrieron. Cada vez que le veían salir para un entierro le esperaban luego en la sacristía y le pedían un par de pesetas.
Ignacio se preparaba como mejor podía, el rostro entre las manos. Estaba dispuesto a hacer una confesión general. Su madre le dijo: «En seguida te atenderá». Cuando el muchacho vio que el vicario salía de la sacristía y se arrodillaba un instante para rezar y luego se encerraba en el confesionario, el corazón le dio un vuelco. Se levantó y echó a andar. Entonces fue Carmen Elgazu quien se llevó las manos al rostro.
¡Qué confesión! Fue algo perfecto. Cierto que el vicario le facilitó mucho la tarea: parecía que le iba leyendo el espíritu. Era su gran «experiencia de confesor». Le arrancó hasta la última verdad, sin que Ignacio se diera cuenta. Insistiendo sobre las circunstancias. El confesionario estaba en un rincón, una cortina morada caía sobre la espalda de Ignacio, ocultándole la cabeza.
En cuanto el muchacho hubo hablado y dijo: «Eso es todo», el sacerdote hizo un gesto de familiaridad, que estableció una corriente de optimismo.
– Bien, ya lo ves. Eres un poco rebelde. Pero no te desanimes. Todos cometemos barbaridades: ahora yo acabo de escatimar una peseta a un par de pordioseros. Te costará mucho vencerte; te costará tanto como me cuesta a mí. Pero no te desanimes. Se trata de que pongas un poco de orden en tu vida, que no te des por vencido. Lo terrible es el hábito de pecar. Se adquiere el hábito de pecar como se toma el hábito de cualquier otra cosa.
»Soy muy joven para darte consejos. Sin embargo, voy a decirte lo que pienso, ya que has tenido la amabilidad de venir, ya que Cristo te ha tocado el corazón. Primero, basta de mujeres. Trata de resistir un mes, dos. Te costará mucho y algún día dirás: «¡No puedo más!» Cuando eso ocurra procura resistir unas horas, unos minutos aún. A lo mejor en ese último minuto llega el milagro. Y si no llega, pues… lo dicho: a confesarte cuanto antes, conmigo o con otro. El recuerdo de la enfermedad puede ayudarte; pero no mucho, no creas. Los hombres escarmentamos muy poco. Yo creo poco en el miedo, creo más en la hombría.
»Y luego, procura ordenar tu vida. No estaría de más, creo -y no te sorprendas por lo que voy a decirte-, que hicieras algún ejercicio violento. Jugar a algo, o hacer gimnasia. Y desde luego, ducharte con frecuencia. La higiene me parece esencial. Para ordenar tu vida creo que dispones de todo lo necesario, según me has contado. Trabajas mañana y tarde, luego clase; después de cenar, estudio. ¿Qué más quieres? Ya verás que es sólo cuestión de sacar provecho de esas obligaciones. Yo te aconsejaría una cosa, que a lo mejor te parecerá que no tiene nada que ver: una cura de silencio. Prueba, ya me dirás el resultado. Procura pasar unos días, unas semanas, hablando lo menos posible. Trabaja en silencio en el Banco, estudia en silencio, economiza cuantas palabras puedas. Ya verás los efectos. En seguida te sentirás más sereno. Verás que prestas atención, que ves las cosas mucho más claras. Las palabras distraen mucho, no puedes imaginar. Hay hombres que, oyéndolos hablar, creerías que son enemigos. Y en el fondo están de acuerdo, sin que ellos mismos lo sepan. Otros, en cambio, hablan creyendo que se comprenden, y en el fondo continúan siendo irreconciliables.
»Sobre todo, esto que te digo: la atención. Pon atención a cuanto hagas, a cuanto oigas. También descubrirás mundos nuevos. Los trabajos más humildes te enseñarán algo. Atención a los objetos de tu casa, a los sucesos del Banco, a lo que ves por la calle, a cuanto te rodea. No hay nada ni nadie que no pueda enseñarnos algo. Ahora te ocurre como a la mayoría: no fijas tu atención. Nos movemos como autómatas. Y no es eso. Hay que reflexionar. Cuando oigas una teoría no digas: ¡Mentira! Piensa que hay miles de cerebros que han pensado sobre ella antes que tú. Y tampoco digas: ¡El Evangelio! Evangelio no hay más que uno: amar a Dios y al prójimo.
»Si prestas atención -y no creas que todas estas teorías son mías: son de San Agustín-, descubrirás matemáticamente algo muy importante: la armonía. Te darás cuenta de que todo tiene armonía, de que todo forma parte de un conjunto armonioso. Los mismos sucesos que a primera vista sorprenden, comprenderás que son lógicos, que contribuyen a algo armonioso y grande. Descubrirás la armonía en los más pequeños detalles. Y esto te ayudará mucho a ordenar tu vida cotidiana. Tu espíritu se sentirá fortalecido, formando parte de ese conjunto armónico.
»En cuanto a otros consejos prácticos… no sé qué decirte. Creo que ya falta poca cosa. En realidad, tal vez debieras hacer honor a la familia que Dios te ha dado. Quiero decir… ¡qué sé yo!, unirte a ella, sin que ello signifique que tengas que hipotecar tu libertad. Pero en fin, no cuesta nada jugar alguna partida de dominó con el padre: e incluso salir algún día de paseo con la madre. Acompañarla alguna vez.
No sabes la alegría que les proporcionarás. Es algo de lo que no tenemos idea. Luego da buenos ejemplos a tu hermana. No la conozco, pero tengo la impresión de que haces como la mayoría de los chicos: no la tomas muy en serio. Y en realidad no hay ninguna razón para ello. Muchas veces las hermanas, en momento de dificultad, nos producen grandes sorpresas. Esto lo sé por experiencia.
»Me has hablado de los amigos… Chico, en eso yo no soy quién para meterme. Tú los conoces y sabrás escoger, o saber qué hacer con ellos. Sólo te aconsejaría que por lo menos eligieras, entre tantos, uno con ideas cristianas. Eso de apartarse de las malas compañías tiene un aspecto antipático, cobarde. En realidad ¿qué quiere decir? Porque, si todo el mundo cumpliera este consejo muchos nos encontraríamos solos, abandonados. Lo que hay que hacer es dar ejemplo a cuantos nos rodean. Tú tienes ocasión de hacerlo; fuerza no te faltará, si quieres.
»En cuanto a las ideas políticas, ni hablar. En eso aún puedo meterme menos. Entiendo muy poco de política. Sólo te aconsejaría volver a lo dicho: ante cualquier doctrina, hay un método infalible para aquilatar su valor: la armonía. Conocerás el valor de las doctrinas por su armonía.
»Bien, creo que ya basta. Si quieres, ven a verme otras veces. Siempre me encontrarás. Cuando quieras. Y reza cada noche por lo menos tres avemarías. No te olvides de eso: es esencial.
»Ahora, en penitencia… rezarás… Una, una sola avemaría. Pero… empezando a cumplir con lo dicho: procura rezarla con atención. Y verás como en este simple acto descubrirás que te sientes mucho mejor.
Hora y media. Exactamente hora y media le costó confesarse. Al levantarse del confesionario, las piernas le temblaban mucho más que antes y las rodillas le dolían como si le hubieran incrustado granos de arena.
Se arrodilló ante el altar del Santísimo, oscuro, y rezó el avemaría, inclinada la cabeza. Y luego buscó a su madre con la mirada. Carmen Elgazu disimulaba su felicidad. Durante la hora y media iba pensando: «¡Gracias, Señor!» A cada minuto que transcurría pensaba: «Que dure, que dure…»
Salieron los dos: él la cogió del brazo. Al echar a andar, se sintieron protegidos por un gozo mutuo y solemne. Empezaba a oscurecer y hacía frío. Ignacio, con su mano derecha, apretaba el antebrazo de su madre: los altos tacones de ésta resonaban sobre el empedrado crac-crac, crac-crac.
En aquellas vacaciones de Navidad, no quedaron en el Collell más que algunos catedráticos y los criados. César se había pasado la noche del 31 de diciembre prácticamente en vela, arrodillado, y quiso esperar despierto a que en el monasterio sonaran las doce campanadas. Tan intensamente se sumergió en la meditación del momento, que le ocurrió algo extraordinario: no sólo no se acordó de Ignacio -de su cumpleaños-, sino que ni siquiera oyó las campanadas. Cuando volvió en sí, era el alba. Se encontraba en 1935.
Su profesor de latín llevaba unas cuantas noches atento a la vigilia de César, que en aquella ocasión alcanzó el máximo. Este profesor era un experto en problemas de ascetismo y misticismo. Quería escribir una Antología de autores ascético-místicos españoles, ¡y había descubierto que las obras pasaban de tres mil, sólo en la Edad de Oro! Franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, jesuitas, etc… autores no pertenecientes a Órdenes Religiosas, como Servet. Encabezando a los ascetas, Fray Luis de Granada y Fray Luis de León; encabezando a los místicos, Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
El profesor creía ver en César huellas de misticismo, y se decía que acaso en sus rezos, de intensidad creciente, se acercaba sin saberlo al estado extático. Cualquiera de los fenómenos corporales concernientes a los extáticos -elevación del suelo, aureola luminosa, emisión de perfumes o presencia de estigmas-, lo juzgaba posible en el seminarista. No olvidaba que César, de pequeño, al andar parecía que saltaba.
En todo caso, en aquel 31 de diciembre el profesor se pasó la noche entera vigilándole por el ojo de la cerradura, soportando el frío intensísimo del corredor. Pero César permaneció arrodillado e inmóvil… No se acostó ni un momento, y cuando oyó la campana salió para lavarse.
En la sacristía, después de la misa, el profesor se le acercó y le interrogó sobre el particular. El muchacho abrió los ojos atónito y asustado.
– ¿He faltado al reglamento? -preguntó.
El profesor le contestó que eso no importaba.
– Lo que me interesa saber es si te sientes fatigado.
– No… Ciertamente… no.
– ¿Qué meditabas?
– Pues… pedía perdón.
– ¿Experimentaste… algún consuelo especial?
César se pasó la mano por la rapada cabeza.
– Pues… no sé, padre. Hubo un momento… Una gran paz.
El profesor le tiró de la oreja y le aconsejó que no abusara. «Tienes que dormir. Piensa que no eres fuerte.»
Una gran paz. El hombre entendió que César cruzaba las vías del ascetismo, pero que por el momento no había recibido ninguna manifestación mística, de matrimonio espiritual. Pero estaba seguro de que las recibiría un día. Y entonces, dichosos los que hubieran estado a su lado.
César se había turbado mucho con las preguntas: hasta el día de Reyes, estuvo en la enfermería; el día de Reyes, las monjas le pusieron dentro del zapato un libro sobre la estigmatizada Teresa Neumann y una bolsa de caramelos. «Te lo ha dado el Rey negro.» Las monjas sabían que César le tenía al Rey negro un cariño especial. Veía en él el símbolo de que el cristianismo no distinguía entre colores y razas. El muchacho se llevó los regalos a la celda, y se pasó el día leyendo el libro, de cabo a rabo, y comiendo caramelos.
A la mañana siguiente mandó a Pilar los que aún quedaban en la bolsa y el libro a Ignacio. «Léelo -le dijo a éste-. Ya verás qué prodigios más grandes. ¡Y Teresa Neumann vive aún, en Konnersreuth! Y uno de mis proyectos es ir un día a verla…»
Las fiestas habían terminado para todo el mundo, en el Collell y en la ciudad.
Los hijos del comandante Martínez de Soria se habían marchado la víspera de Reyes. Mateo había sido su inseparable camarada, además de Marta. Juntos habían visitado a Octavio Sánchez, quién resultó en efecto un simpatizante de Falange. El empleado de Hacienda -andaluz, que ceceaba con mucha gracia- escuchó con atención a los tres muchachos y al final, dirigiéndose a Mateo, le dijo: «Cuenta conmigo», en tono escueto y prometedor.
Luego… la ciudad reemprendió su vida y su muerte. La tregua había terminado.
E inmediatamente apareció con claridad un hecho: el paro forzoso roía como un cáncer la base de muchas familias. Metalurgia, construcción, la gran fábrica Soler -cintas y productos de goma-, Industrias Químicas y tartáricas, las imprentas, en todas partes decían: sólo tres jornales, sólo dos. Muchos obreros recibían una papeleta: «Hasta nuevo aviso». Las fábricas de bebidas veraniegas morían de frío; las de alpargatas, debido al mal tiempo, no vendían nada. Las perfumerías contemplaban intactas sus inmensas garrafas. ¡Hasta las viejas que vendían castañas -en verano mantecados- se quejaban! En la provincia, Portugal daba golpes mortales a la industria del corcho. En el resto de la nación, David y Olga no habían mentido: setecientos mil obreros parados.
El bar Cataluña estaba abarrotado de hombres sombríos lo mismo que el café Gran Vía. Algunos habían invadido el fondo del Neutral. En las barberías nadie tenía prisa. Obreros acostumbrados a madrugar se quedaban en cama hasta las once. Luego entraban en la cocina, dando un empujón a su mujer.
Sólo los Costa hicieron algo para remediar la situación. No sólo no despidieron a nadie, sino que, utilizando las energías acumuladas en la cárcel, inauguraron, contiguo a las canteras, un taller de marmolista para labrar las lápidas del cementerio. Ocuparon a tres hombres: un muchacho llamado Pedro, de una gran timidez, que había ido a pedirles trabajo; un tipo gordo -Salvio de nombre- que resultó ser el novio de Orencia… y Bernat. Bernat, dueño del taller de imágenes.
En efecto, uno de los afectados por la gran crisis había sido Bernat. Imposible continuar. Cuando vio que en la revolución de Octubre las iglesias no ardían se consideró perdido. En los Bancos le retiraron el crédito. «Otra revolución será.»
Bernat labraba ahora lápidas de cementerio como simple jornalero, junto a Salvio y Pedro, clientes uno y otro de la barbería comunista. Y si por alguien lamentaba el cierre del taller era por César.
Los Costa tuvieron otro rasgo aún: decidieron construir el inmueble de siete pisos, para aliviar el paro en la construcción. Encargaron el proyecto a los arquitectos Massana y Ribas, que colaboraban habitualmente.
Cuando su hermana Laura fue a pedirles explicaciones, le contestaron:
– Hay una razón que esperamos te convencerá: nos casamos.
– ¿Cómo…?
– Como lo oyes. Nos casamos.
Era cierto. No se casaba uno solo, sino los dos. Con dos hermanas, hijas de un importante arrocero del pueblo de País. Laura quedó perpleja. A los muchos amigos que les felicitaban y luego les pedían que les reservaran uno de los pisos del inmueble en construcción, los industriales contestaron: «Los pisos que queráis, excepto entresuelo y principal. Éstos son para nosotros. Y el primero para Laura, si acepta…»
Para redondear su acción benéfica, a los Costa no les faltaba sino que se diera el permiso de reapertura de los locales políticos clausurados. Pensaban dotar a Izquierda Republicana de una serie de comodidades, para reagrupar a los afiliados. Sin embargo, el permiso no llegaba de momento.
La clausura originaba que el paro obrero apareciera más espectacular, que los afectados se sintieran más indefensos. Según estadística, eran 343 los obreros sin trabajo. Muchos hombres para una ciudad como Gerona. ¿Qué hacer en todo el día?
Surgió un hombre, decidido a amenizar la situación: el coronel Muñoz. El coronel Muñoz, al ver a los parados aburridos por calles y cafés, se dijo que era preciso imaginar algo. Algo para distraerlos, y al mismo tiempo para hacerlos aprovechar el tiempo, para instruirlos.
Empresario de espectáculos, dio con la solución. Para instruirlos organizó la proyección gratuita de documentales de cine en el Albéniz; para distraerlos, sesión diaria, a precios populares, de boxeo y lucha libre.
Los obreros acudieron en masa a ambos espectáculos, y su reacción ante uno y otro fue entusiasta. Los documentales les impresionaron mucho. Los tres hombres-anuncio de César pasaban al mediodía por la Rambla llevando los títulos sobre sus cabezas. Todos estos títulos giraban, por regla general, en torno a los arcanos de la naturaleza. El documental que cerró la primera sesión representaba la vida, en el fondo del mar, de un carnívoro de mil bocas y tentáculos devorando sin cesar docenas de indefensos crustáceos. Los obreros llegaron a odiar de tal modo aquel carnívoro que algunos le amenazaron con el puño cerrado.
En cuanto al boxeo y la lucha libre, nunca el coronel Muñoz hubiera podido soñar con un éxito parecido. El Albéniz, convertido en ring, se abarrotaba todas las tardes. Los hombres robaban a sus mujeres los dos reales que costaba la entrada. El boxeo los excitaba en la medida que las cejas de los contendientes manaban sangre; excepto algunos entendidos, atentos al juego de piernas, a la esgrima, a la técnica. Pero, sobre todo, la lucha libre. La lucha libre era prácticamente desconocida en Gerona. Fue una gran revelación. Los rivales subían al ring con albornoces vistosos, que ponían: Pantera, el Ogro, el Pirata. Enormes tanques humanos, que de repente quedaban desnudos y se precipitaban uno contra otro. Todo permitido excepto golpes con el puño cerrado, tirón de pelo, mordisco y asfixia. Lo demás -cabezazos, puntapiés, salto contra el pecho, retorcimiento de miembros, partir al rival por la mitad- no sólo permitido sino aconsejado. El público ululaba porque ocurría algo curioso: en el ring -como en el fondo del mar- se encontraban siempre el Malo y el Bueno, elegidos por el empresario coronel Muñoz. Una Pantera que descuartizaba a su adversario empleando malas artes; un adversario noble, resistente, que luchaba en silencio, con ciencia y sufriendo sin protestar. Inmediatamente los obreros odiaban a la Pantera; muchos le amenazaban también con los puños, lo cual a los espectadores les estaba permitido. Si al final la Pantera doblaba la espalda al Bueno, la gente desfilaba -Blasco en cabeza- inconsolable; si en última instancia el Bueno se llevaba la victoria, el cine amenazaba con venirse abajo.
Con frecuencia Matías Alvear, al salir de Telégrafos, veía la multitud haciendo cola para entrar en el local. Y su sorpresa era grande al advertir que en las filas abundaban las mujeres, y personas de las que nunca se hubiera podido creer que asistirían a tal espectáculo. Por ejemplo, el teniente Martín; por ejemplo, Julio García. A veces, Salvio, el novio de la criada de don Emilio Santos.
Algunas personas acudieron a Comisaría para protestar contra estas sesiones: don Pedro Oriol, mosén Alberto. El Comisario dio a entender que no estaba facultado para impedirlas. Raimundo decía en la barbería: «Por lo menos en los toros hay arte». Mateo, que ahora siempre se afeitaba allí, asentía con la cabeza.
Pero la distracción de aquellos cerebros era ficticia. En el fondo los roía un gran malestar. A lo largo del día se entrecruzaban por las calles asqueados. En las conversaciones citaban a los Estados Unidos, de donde se aseguraba que los obreros parados iban en coche a cobrar el subsidio.
Un lugar había en que la crisis se hacía sentir terriblemente: el Banco de Ignacio. Cuando el muchacho se reintegró a su trabajo, se encontró con que su Sección de Impagados absorbía a dos empleados más que de ordinario. «Nadie paga, todo el mundo devuelve las letras.» Firmas solventes pedían: «Guarden las letras cinco días, ocho». El director preguntaba: «¿Dónde iremos a parar?» Cosme Vila leía sin cesar, entre los papeles. Y en el cajón tenía un retrato de Vasiliev. Cada vez que lo abría para escribir una carta a otro Banco o a una empresa burguesa, veía a Vasiliev con su poderosa cabeza. Cosme Vila y su compañera no se perdían una sola sesión de lucha libre.
Ningún empleado pareció sospechar la enfermedad que tuvo Ignacio. Si no ¡menudas bromas! Se le había ocurrido llevar al Banco el libro sobre Teresa Neumann que recibiera de César, y todos se rieron mucho con él.
En la portada se veía a la estigmatizada con los ojos manando gotas de sangre.
– ¿Qué pasa? ¿Quién es?
– Es una mujer austriaca que tiene visiones.
– ¿Visiones? Los obreros en paro también las tienen.
– No os riáis. Es un hecho científico. Apenas si come desde 1923.
– ¡Los obreros no comen desde Felipe II!
– ¡Bah! Siempre seréis lo mismo. Docenas de médicos la han visto. Cualquiera puede ir a comprobarlo.
El único que le escuchó en serio fue el subdirector. A Ignacio el libro le había causado enorme impresión. Le dijo al subdirector: «Ahora yo me especializaré en este asunto de los estigmatizados, como usted lo hizo en Masonería. Ya hablaremos de ello, si le interesa». El subdirector le contestó: «Claro que me interesa». Luego añadió, mirándole con fijeza: «¿Qué te ha ocurrido? Me parece que vuelves a ser el de antes».
Ignacio se calló. En realidad, no sabía. Al entrar en el Banco había recibido la impresión de que era la primera vez que pisaba aquel local. Incorporados a su mente, y, sobre todo, a su sangre, los consejos de mosén Francisco, todo lo veía de otro modo. Pensó que había sido imprudente llevando el libro de Teresa Neumann. Y más aún, hablando de ello. Por un momento había olvidado que debía callar.
En todo caso, no reincidió. En los días subsiguientes cumplió a rajatabla su propósito: guardó un silencio estricto. No hablaba sino lo necesario, y se iba habituando a ello. «¡Te has vuelto mudo!» Callaba por convicción. Porque veía que, en efecto, el resultado de la cura era sorprendente. No hablaba sino le preciso en casa, y con el profesor Civil, los días de clase. Y el resultado era el previsto: se encontraba otro hombre, sereno, que trabajaba hacia adentro, que iba viendo las cosas claras. Parecía como si aprendiera a respetar al mundo, a sí mismo. Veía por las calles a los obreros en paro y callaba. Pensaba: «¡Señor, aquí hay un desequilibrio. Ayudadme a descubrir su causa!» Y entonces no pensaba -como hubiese hecho antes- en el fascismo o en «La Voz de Alerta» o en los moros que entraron en Oviedo. Sabía que el problema era más hondo. Pensaba que España no había encontrado su centro, que la gente andaba despavorida por la península buscando remedios parciales, y que desde docenas de años ninguna voz se había levantado a la altura suficiente para indicar: «El cáncer está ahí. Hay que hacer esto y lo de más allá». Entonces se asustaba porque le parecía que estas conclusiones se acercaban a las de Mateo; y callaba más que nunca, para alcanzar la verdad. Y viéndose incapaz, por el momento, de alcanzar la verdad de España, se tornaba humilde y pedía alcanzar por lo menos su verdad personal; lo cual suponía menos difícil porque en el fondo no tenía más que veinte años y su cuerpo no medía más que 1,74 metros.
Su verdad personal era ésta, la experimentada en el Banco: era la primera vez que veía el mundo. No sabía nada de él. Mosén Francisco tenía razón. O San Agustín. Hablando, el mundo engañaba; callando, se prestaba atención. Y con sólo prestar atención, cada minuto, cada segundo, cada mirada o cambio de luz cobraba un valor absolutamente imprevisible. Por ejemplo, acababa de descubrir que, a pesar de haber hecho el trayecto centenares de veces, no tenía idea de las tiendas que se encontraban desde su casa al Banco. Y que jamás había comprendido como entonces hasta qué punto cada voz tenía una honda resonancia espiritual, que podría dar la medida del hombre. No se había fijado ni en la nariz de Pilar, apuntando graciosamente al techo, ni en que el director llevaba tres anillos en un solo dedo, ni en que David y Olga andaban siempre asidos de la cintura, no del brazo, ni en que doña Amparo Campo tenía una cicatriz en la barbilla, ni en la gran diversidad de cielos que se sucedían en Gerona en invierno. Ahora cada segundo le reservaba una sorpresa, como si hubiera vuelto a nacer. Miraba el rostro completo de las personas, la superficie y contorno enteros de los objetos. Y desde luego el cielo. Apenas salía de casa, el cielo. Cielo que, a diario, era distinto, a veces lejano, a veces próximo, siempre inmenso, siempre de azul purísimo, nunca gratuito. Presidiendo la vida de todos. ¡Gran descubrimiento el de fijar la atención! Nuevos colores, nuevas formas, nuevos sonidos se ofrecían a su espíritu, en desfile infinitamente generoso. Las fachadas creaban luces y sombras, las sillas cobraban formas humanas, los árboles conseguían expresar cualquier sentimiento, desde el júbilo hasta la desesperación, en el borde de un plato había mil reflejos, mil rostros en la concavidad de una cuchara, los zapatos no gemían porque sí, sobre el lomo de los libros se detenía el tiempo, de repente los hombres parecían viejos, de repente la naturaleza se ponía a danzar. ¡Y qué colores! Morados, amarillos, rojos. Colores en los cristales de las ventanas, en el fondo de los ojos, en las uñas, en los techos. ¿Cómo era posible que antes no hubiera advertido su multiplicidad? «Cada hierba un milagro», como César entrevió.
Y el mundo de las formas. ¡Qué hermosos los campanarios de la ciudad! Era muy difícil hacer imágenes. Todo el mundo decía: el de San Félix parece una flecha dirigida al cielo, o una plegaria hecha piedra, o qué sé yo. La Catedral asciende poderosa como un báculo gigantesco; craso error. Mosén Francisco tenía razón: la palabra no servía para dar la medida justa. Por ello Ignacio se limitaba a contemplarlos sin descanso. Según donde se situara, el de la Catedral le parecía el más alto de los dos; según donde, le parecía más alto el de San Félix. Pero siempre subían, subían los dos juntos. Tan inseparables como David y Olga, como los cipreses y los huesos, como la revolución y la sangre.
Y luego estaban todos los sonidos. Los sonidos cotidianos y entrañables, que empezaban con el alba, se sucedían unos a otros a lo largo del día y morían con el sueño. A veces todos parecían ahogarse en el río. Pasaba un coche, y su bocinazo ¡paf!, se caía al agua y quedaba detenido, absorbido, empapado. Otras veces era lo contrario, todos los sonidos parecían emerger del agua: latir de motores de fábricas, ¡llantos de niño!
Y luego el tictac de los relojes, y los pasos de la gente, y las campanas.
¡Qué maravilloso mundo! Y qué hombre mosén Francisco, a pesar de cubrirse la cabeza con un espantoso sombrero. Porque si el silencio conducía efectivamente a la atención, también era cierto que ésta desembocaba en la armonía, como el sacerdote predijo. Mejor dicho: se la revelaba -regalo de Reyes- a quien estaba atento. Colores, formas y sonidos formaban un conjunto a la vez uno y múltiple, que estaba siempre en su lugar. Un todo armónico, cuyas partes se completaban unas a otras. Hombres y sillas se completaban, libros y tiempo, manos y uñas, árboles y viento, padres e hijos. Buenos y malos. Las cosas se parecían entre sí, o se parecían sus efectos, o sus divergencias convergían hacia un alarido, o una letanía común. De ahí que las campanas no se entorpecieran unas a otras ni siquiera cuando tocaban simultáneamente; de ahí que ahora el Oñar, al descender enorme a causa de las lluvias, a Ignacio le pareciera que era la imagen de su corazón.
Y todo parecía tender a un mismo fin: la belleza. Y no había nada que fuera exagerado, excesivo, que traspasara los límites. ¡Tal vez el frío! Pero no; gracias al frío la estufa, con Matías Alvear y Carmen Elgazu y Pilar en torno a ella, adquiría una personalidad secreta y honda, de fuente de vida. Incluso las tempestades tenían su ley. Cada relámpago iluminaba la zona precisa para crear grandeza, y los truenos profundizaban en el vientre del mundo recortándole su origen. Un cactus que el vendaval hizo caer en plena Rambla quedó enraizado, verde y reluciente, en un árbol, como anunciándole que la primavera volvería a hacer brotar de él hojas hermosas.
Julio García -en paro forzoso- se pasaba las tardes enteras en el Neutral, dedicando pequeños discursos a los que querían escucharle. Ahora le había dado por la estadística. Generalmente hablaba de memoria; cuando ésta fallaba, sacaba un papelito de la cartera.
– Fijaos bien dónde estamos, después de tantos siglos de excelente administración. ¡Ramón! Otro coñac. España… 8.000 kilómetros de litoral, posee una marina mercante embrionaria; inferior a la que poseía en 1929. ¿Causas? El desastre de la Armada en 1588… Los astilleros a veces construidos lejos del mar… Ahora diréis: ¡pero tenemos muchos trenes! Es un error, 3,3 kilómetros de vía férrea por cada cien kilómetros cuadrados. ¿País montañoso…? Suiza lo es más, y posee 14,6 kilómetros ferroviarios por idéntica superficie. ¡Consolémonos con las carreteras! Imposible: no las hay. Sí, hay algunas; pero con bache obligatorio; lo cual, por otra parte, explica el incremento que toma la tartana, en ciertos lugares. Esto en cuanto al transporte, esencial en una nación.
»En cuanto a la gran industria, parece ser que vamos de mal en peor, a pesar del empuje que le dan los hermanos Costa. Producción de hierro, 5.000 toneladas en 1924, 2.000 toneladas el pasado año. Carbón, 9.000 toneladas en el año 1913, seis mil toneladas el año pasado. Hay mineros en paro -algunos están en la cárcel- ¡qué se le va a hacer! Algunos geólogos extranjeros pretenden que la cifra de extracción podría triplicarse; Gil Robles no es geólogo, tampoco es suya la culpa. Bien, pasemos al acero: 24 veces menos que Alemania, lo cual es lógico; 3 veces menos que Luxemburgo, lo cual ya no lo es tanto… No tenemos petróleo ni gasolina; mucha hulla, pero mal administrada; unos Pirineos llenos -al parecer- de metales preciosos que nadie busca… En cambio -hay que reconocerlo-, este coñac es excelente. Aunque, desde luego, preferiría un Napoleón.
»Pasemos a las cifras agrarias. ¿Dónde he metido yo el papel? Aquí.
Sí, el campo… Ya lo dije una vez, no hace mucho: el campo es magnífico. Véase, sino, la Ilíada, final del canto VIII. España, 504,520 kilómetros cuadrados de superficie. De todo esto, sólo es cultivable la cuarta parte. El resto -desierto de Aragón, de la Mancha, de Almería, etcétera…- miseria. Medios de cultivo -y que perdonen si por aquí hay algún campesino-, antediluvianos. Condiciones de trabajo… Esto, por fortuna, está mejor. Por ejemplo, Sevilla. En la provincia de Sevilla hay un pueblo -Valodatosa- en el que las mujeres que recogen garbanzos cobran una peseta de jornal. Claro que a lo mejor se llevan algún garbanzo escondido en la pechera. En la provincia de Álava hay otro pueblo -Narros del Puerto- que pertenece íntegro a una señora: señora bien, desde luego. No es Grande de España, hay que hacer justicia. La señora compró Narros del Puerto -incluidos la iglesia y el cementerio- por 80.000 pesetas. Todo es suyo. Y el contrato pone, entre otras cosas: «La dueña podrá desahuciar a los colonos que fuesen mal hablados». Aquí, en cambio, tenemos más suerte. Aquí don Jorge les dice: «Avisadme cuando muera alguien de la familia. Uno de nosotros asistirá al entierro». ¿Os cansa el tema…? ¿No…? Pues adelante. Transportes, industria, campo… ahora hablemos de la organización bancaria. Parece ser que hay una institución que realiza maravillas: el Banco de España. 15.000 accionistas se reparten 125.000 millones de pesetas al año. Claro que hay un consuelo: algunas de esas pesetas vienen a parar a Gerona. Preguntádselo al notario Noguer, y a don Pedro Oriol. Tal vez por eso hayan nombrado alcalde al notario Noguer. ¡Ah, precisemos! El año de la hecatombe de Marruecos -1921- fue el más productivo: el dividendo repartido fue el 54 por ciento del capital. No, no todo es culpa de la República, como algún malicioso está pensando, como a veces yo mismo he pensado. El director del Banco Arús me lo contaba el otro día. Parece ser que la Monarquía dejó una deuda de 20.000 a 22.000 millones de pesetas, no recuerdo bien. Claro, que la culpa la tuvo el incremento de la burocracia… Para no hablar del Ejército, de la guardia civil, de los policías… ¿De qué os reís? Ya veis, expulsado del Cuerpo desde la revolución de octubre. Puedo criticar, ¿no os parece?
Julio se sentaba siempre en el mismo rincón del café, íntimo a pesar de estar lleno de espejos. A causa de éstos siempre creía que el auditorio era numerosísimo. Y a veces lo era, en efecto, pero no siempre. Nadie le llevaba la contraria. La mayoría de oyentes empezaba celebrando sus ironías, pero a medida que los datos sobre la Patria se acumulaban, su sonrisa se iba entristeciendo. Algunos creían que exageraba, pero ¿cómo demostrarlo? Nadie llevaba contraestadísticas en cartera.
De vez en cuando salía algún desconocido que, al final, comentaba:
– Entendido, entendido, somos unos borregos. Pero tenemos mucha gracia, ¿no es eso? -Entonces Julio García se echaba el sombrero para atrás y exclamaba: «¡Bien venido al Neutral, amigo! ¿Puedo invitarle a una copa?»
Don Emilio Santos sufría cuando el policía abordaba estos temas. Por regla general, salía del café. Si se quedaba allá le interrumpía, a su manera.
– De acuerdo, de acuerdo. Las instituciones en España funcionan mal. Antes y ahora. Pero la gente vale mucho.
Julio García miraba, con aire desolado, a su alrededor.
– Ya lo ven ustedes -contestaba-. El señor confiesa que las instituciones funcionan mal. Y el señor es el propio director de la Tabacalera. Matías Alvear se mostraba más incisivo que don Emilio Santos. En Telégrafos también todo el mundo hablaba en aquel tono. Todos decían: «¡Deberíamos entregar el país a Norteamérica!» Matías contestaba a Julio: «Lo que tendríamos que hacer es criticar menos y ser más patriotas. Criticando nos quedamos solos. Todos los que estamos aquí tenemos abrigo y bufanda, ¿no? Y Barcelona está lleno de restaurantes donde aún se come por una peseta. De acuerdo con que faltan barcos y trenes. También faltan escuelas y aviones. Pero hay muchas familias que se quieren y por Reyes no falta a nadie un pequeño regalo… aunque a veces no sea en especie. Y en cuanto a los otros países, supongo que en todas partes cuecen habas. De acuerdo con que Inglaterra vive mejor, y Norteamérica, y Francia. Sin embargo, nuestras mujeres son más guapas que las suyas. Y además, todavía voy más allá: en ninguno de esos países tienen andaluces y madrileños. Mira lo que son las cosas, Julio. Parece ser que tú no puedes vivir sin grandes toneladas de acero. Yo, en cambio -y perdonen los presentes-, no podría vivir sin andaluces y madrileños.»
Julio sonreía e insistía en sus trece. Y la discusión proseguía, pues Matías no cejaba. Ahora Matías, rebosante por su reconciliación con Ignacio, se negaba a verlo todo negro. No obstante, los rostros que los espejos del café devolvían multiplicados, en general se ponían de parte de Julio. Muchos terminaban dominados por un gran abatimiento. Si alguno le llevaba la contraria con Matías pertenecía a la clase media. Algún comerciante o pequeño industrial, decepcionado de tanta inestabilidad y de la revolución de Octubre, y que lo que quería era trabajar.
Julio García acostumbraba a marcharse del café ya tarde, poco antes de cenar. Cenaba de prisa -lo cual ofendía a doña Amparo Campo- y volvía a salir. «No paras un minuto en casa. ¿Qué te ocurre?», protestaba la mujer. Él le daba un beso en el cuello y bajaba las escaleras, sonriendo. «Tengo que hacer.» Su quehacer consistía en ir al Hospital, a ver al doctor Rosselló. A veces, a la Logia. Con frecuencia, a la escuela de David y Olga.
En efecto, en la cárcel había hecho gran amistad con el maestro; y Olga le gustaba mucho. Le gustaba enormemente. A veces se preguntaba si no le gustaba más que doña Amparo Campo.
Por lo demás, David oía complacido las estadísticas de Julio. «Es evidente que todo esto es abrumador -comentaba-. ¡Menos acero que Luxemburgo…!»
Luego hablaban de sus situaciones respectivas, con gran familiaridad. Ahora los maestros estaban preocupados porque Santi, el alumno de camisa desabrochada, había robado una bicicleta en la guardería de la fábrica Soler. Tuvo que presentarse ante el Tribunal Tutelar de Menores. ¡Y el presidente del Tribunal era don Santiago Estrada!
En cambio, estaban contentos porque… el acuario en clase era una realidad. Una caja de cristal con más de veinte ejemplares multicolores, que se paseaban entre pedruscos artificiales y burbujas. Los alumnos tenían prohibido volver la cabeza; en cambio, los peces podían contemplar a éstos a placer. Olga, al día siguiente de asistir al documental científico proyectado en el Albéniz por el coronel Muñoz, les dijo a los alumnos: «Pero no creáis que todo el mundo submarino sea tan hermoso como éste. En el fondo del mar hay monstruos de una fealdad indescriptible, voraces y asquerosos». Los maestros habían adquirido el acuario con el producto de los trabajos veraniegos efectuados en San Feliu.
Las conversaciones en el Neutral y con David y Olga se celebraban por la tarde o por la noche: las mañanas, Julio las pasaba leyendo o poniendo a punto su fichero de suicidas. El último suicida en la provincia había sido un médico, tercer varón en la familia que tomaba tal determinación. También recogía datos sobre los intelectuales españoles que se habían suicidado: Ganivet, arrojándose a las aguas del Dwina; Larra, disparándose frente al espejo su pistola, en la sien; Bartrina…
El interés de Julio por este asunto no tenía nada que ver con su carrera policíaca. Era algo psicológico, obedecía a algo temperamental. Julio era un hombre que amaba con pasión la vida, que no comprendía que alguien renunciara a ella voluntariamente. Cuando hojeaba el fichero -370 fotografías de suicidas, ampliadas a tamaño postal- los rostros de éstos le miraban con fijeza y a veces le daban escalofrío, pero aseguraba que le sugerían muchas cosas. Estos rostros tenían algo común, según contaba: «ojos hundidos, o bien lo contrario, casi saliéndoseles de las órbitas». Olga pertenecía a la primera serie, David a la segunda. Julio procuraba cerciorarse de que sus propios ojos eran normales.
Doña Amparo Campo le criticaba que se dedicara a esto. Se sentía molesta. «Valdría más que me llevaras a paseo. Todavía no he estado nunca en La Molina.» Julio le contestaba, con gesto desolado: «En primer lugar, tengo prohibido salir de la ciudad. En segundo lugar, en España carecemos de medios de transporte».
Los derechistas de Gerona dormían tranquilos. Los 343 parados de la ciudad les preocupaban poco, al parecer. «El Gobierno dice que se construirán edificios públicos, que se les dará un subsidio.»
El local de la CEDA había sido remozado. Impresionaba por su magnificencia. Conserje con botones dorados, etc…
Atraídos por el local y el auge del Partido, un alud de estudiantes se había afiliado a la CEDA y también muchas señoras. Su contraseña era la honradez; su medio de acción, la espectacularidad; su base, la religión.
En la Liga Catalana era distinto. El problema de los obreros preocupaba. Don Jorge, el notario Noguer y los economistas se habían reunido para hablar de ello. Era preciso hacer algo. Se estimó que la alcaldía en manos de un hombre del Partido podría ayudar eficazmente, y, en consecuencia, en espera de elecciones municipales fue nombrado alcalde el notario Noguer.
No obstante, todos estaban algo asustados. Las calles ofrecían un aspecto poco edificante. La suciedad parecía una consigna. De no poner coto, llegaría un momento en que llevar sombrero sería considerado atentado a la pobreza. Y eso no. Era preciso hacer algo, pero defendiendo el derecho a llevar sombrero.
Por ello el notario Noguer, al tomar posesión de la Alcaldía, preparó el discurso concienzudamente. Primero se dirigió a los necesitados y les garantizó que se haría lo posible para remediar su situación y encontrarles trabajo. Habló en un tono de sinceridad y competencia tales que a muchos les dio cierta esperanza, previendo algún plan importante de obras municipales. Pero luego añadió, dirigiéndose a la población en general:
– Sin embargo, el Ayuntamiento estima que una cosa no tiene que ver con la otra. Nos preocuparemos de todo eso, ciertamente. Y de la conducción de aguas y de las cloacas. Pero al mismo tiempo lucharemos para evitar que un alud de plebeyez asfixie las tradiciones aristocráticas de nuestra querida Gerona. Hay algo que a mí me causa verdadero espanto, más que la cárcel y los tiros: y es ese constante martilleo contra todo lo que significa bienestar, cultura, distinción, minoría. Si alguien escupe en esta acera, me parece que no sólo como alcalde y como notario, sino simplemente como hombre que ama la limpieza, tengo perfecto derecho a cruzar la calle y continuar por el otro lado, sin que por ello me llamen enemigo del pueblo. Así que, mientras yo esté en la alcaldía, los guardias urbanos vestirán con decoro, las basuras serán recogidas, se perseguirá la blasfemia, se multará toda suerte de escándalo público, se retirará de la circulación a los borrachos, lo mismo si son de la Liga Catalana que de la CNT, y se considerará que un abogado o un arquitecto es ciudadano tan respetable como un mecánico o un matarife. Para la buena marcha del Municipio se necesita la colaboración de todos. Cortaremos abusos y orgías; pero también todo intento de convertir la tres veces inmortal Gerona en un popurrí de barrio.
Ésta fue la gran sorpresa. Nadie hubiera imaginado que el notario Noguer, a sus cincuenta y cinco años, guardara tal dosis de energía. Sólo su propia esposa, al parecer, encontraba todo aquello muy natural. «A mí no me ha extrañado nada -dijo-. Le conozco.»
Los de la CEDA admitieron que estuvo acertado. «La Voz de Alerta» publicó el discurso en letras de molde. Todo el mundo. Todo el mundo satisfecho, sobre todo mosén Alberto. Mosén Alberto sabía que el Museo Diocesano contaría con el apoyo incondicional del Ayuntamiento de Gerona.
Cuando en el Neutral leyeron: «Se perseguirá la blasfemia», alguien dijo: «Entre este texto y el de la señora de Narros del Puerto hay la diferencia de un papel de fumar».
El comandante Martínez de Soria estaba contento. Se sentía respaldado. Gran cosa tener un alcalde así. El teniente Martín le objetó, bromeando: «Lo que temo por usted son las represalias contra los amantes del alcohol…» El comandante sonrió. Cierto que bebía demasiado; pero esto formaba parte de su ser, como las manchas rojizas de su rostro. El comandante Martínez de Soria, contrariamente a Julio, parecía no dar importancia a la vida. En su existencia cotidiana todo lo llevaba a cabo con desprecio absoluto del peligro, de la posible circunstancia adversa, lo mismo que cuando en África mandó una compañía. Lanzaba su caballo al galope, blandía su florete en la sala de armas, sostenía la copa, jugaba a los dados, miraba a las esposas de sus amigos, siempre con idéntico desparpajo, sonriendo, atusándose el bigote blanquecino y levantando el hombro izquierdo en ademán peculiar. Era un militar hecho y derecho. Ahora bien, de repente, era otro hombre. Cuando suponía una lejana alusión al honor del uniforme, o a la Patria, o a su mujer o a su hija, entonces en vez de atusarse el bigote se hubiera dicho que iba a arrancar a lo vivo el del adversario. Sin embargo, su temperamento inspiraba, en general, una gran simpatía a los que le trataban. Alguien decía que para odiarle era preciso hacerlo a distancia. Acaso algunos soldados en el cuartel opinaran lo contrario. Pero es que el comandante Martínez de Soria no se dejaba sorprender. No se dejaba sorprender ni siquiera por el pulcro Comisario don Julián Cervera.
El comandante Martínez de Soria estaba contento… y en el fondo lo estaban todos los derechistas, pues tenían las riendas en la mano. La única excepción era, en realidad, «La Voz de Alerta».
En efecto, si el profesor Civil entendía que los enemigos de la humanidad eran los judíos y la técnica -y en menor escala los masones-, «La Voz de Alerta» entendía que eran los socialistas y su Sindicato, la UGT; los comunistas y su barbería, y los anarquistas y su Gimnasio. Y entendía que el problema que éstos planteaban no era sólo de basura por las calles, sino mucho más importante. Y que nada había quedado zanjado con la cárcel, sino que, por el contrario, no había hecho más que empezar.
«La Voz de Alerta» juzgaba que el notario Noguer, a pesar de su discurso, que el distinguido jefe de la CEDA, a pesar de su éxito entre las damas; que don Pedro Oriol, con su bondad, y que el comandante Martínez de Soria vivían en el limbo. No se habían dado cuenta de lo que significó el 6 de Octubre. Tampoco se daban cuenta ahora de lo que significaban aquellas veladas de lucha libre, y la tenacísima labor que habían reemprendido todas las fuerzas enemigas.
«Gil Robles se niega a dar el golpe de Estado; un día u otro volverán a darlo ellos, y esta vez de verdad.» En realidad, su voz sólo era escuchada por su criada Dolores.
El dentista era más culto de lo que la gente presumía. Y tenía sus teorías, su criterio propio. «Cuando la burguesía deja pasar la oportunidad de hacer su revolución, es que se está descomponiendo. En este caso podrá aún, con la ayuda de un par de generales, rechazar un motín popular mal organizado; pero la fuerza de las ideas populares acabará cortándole la cabeza.» «La Voz de Alerta» comprendía que, en el plano nacional, el día en que se unieran los campesinos del sur de España con los obreros industriales de Vascongadas y Cataluña, ambas fuerzas caerían sobre el centro -Madrid- desalojando del Gobierno a todos los Gil Robles hasta la cuarta generación; en el plano provincial y de Gerona, comprendía que los escarceos hasta entonces inhábiles de sindicatos y partidos -lógicamente faltos de madurez- tocaban a su fin, como en muchas otras provincias españolas. Las experiencias de las capitales de tradición revolucionaria, y la de las grandes zonas campesinas y proletarias les habían abierto los ojos, con la ayuda de la Prensa. En ninguna localidad faltaba un Cosme Vila estudiando, un Casal sabiéndose de memoria todas las revoluciones obreras, triunfos y fracasos, un Porvenir -el joven Jefe de la FAI- llegado como enlace, con todo Bakunin a cuestas. Especialmente los comunistas, gracias a los continuos enlaces internacionales, andaban cargados de teoría.
La suerte estaba -según el dentista- en que hasta entonces no se habían puesto de acuerdo. En que los anarquistas -individualismo- eran los enemigos declarados de los socialistas -control- y de los comunistas -colectivización-; por lo cual con astucia siempre podía movilizarse uno de los tres frentes contra los otros dos, como ocurrió cuando las elecciones del 1933, sin que ellos se dieran cuenta. Sin embargo, ciertos indicios revelaban que la unión que prácticamente ya habían conseguido los revolucionarios asturianos -Alianza Obrera en Asturias había sido una realidad-, ahora era la meta perseguida por los dirigentes que en secreto llevaran los hilos rojos de la nación. «La Voz de Alerta» especulaba aún con la tradicional incapacidad indígena para llegar a un acuerdo, y con las disidencias profundas nacidas en el seno del partido comunista, entre los adictos a Moscú y los que creían que Stalin había desvirtuado totalmente la doctrina de Marx y de Lenin. Pero, con todo, en el Casino y en el café de los militares daba la voz de alarma, denunciando especialmente que el tipógrafo Casal había sido nombrado jefe del Partido Socialista y de la UGT -sabia lección- y que el Comisario, muy pronto, iba a permitir la apertura de los locales sellados.
Su criada, Dolores, le decía: «Y para mí, señorito, aún son peores las mujeres que los hombres».
El dentista había acertado al pronosticar que la clausura de los locales de partidos políticos tocaba a su fin: el permiso de reapertura llegó y la ciudad pareció removida de arriba abajo. Y en el acto los tres hombres de que habló -Cosme Vila, del Partido Comunista; Porvenir, de CNT-FAI; Antonio Casal, del Partido Socialista- asaltaron el primer plano de la ciudad. Su personalidad humana dio cuerpo a estos partidos, les insufló espíritu de concreción y de eficacia.
Los tres personajes no tenían sino un detalle común: su fe. El mayor en edad era Cosme Vila; el benjamín, Porvenir. Casal era el más silencioso, Cosme Vila el que prestaba más atención, Porvenir el que destruía toda armonía…
Mateo, al verlos por la calle, ensimismados y seguidos por una legión de fanáticos, le decía a su padre: «¡Ah, si todas esas energías se canalizaran en una sola dirección…!» Matías, al ver a Porvenir había dicho: «Ése armará mucho jaleo…»
Cosme Vila fue nombrado jefe local del Partido Comunista, en substitución de Víctor, y estuvo a punto de dejar el Banco, pues su mujer le decía: «¿Por qué no? Ya nos arreglaremos. Ya sabes que yo sé fabricar cestos…»
Cosme Vila se daba cuenta de que los afiliados lo eran por instinto, pero desconociendo por completo lo que significaba el comunismo y su situación real en España. Entendió que sería contraproducente enterarles demasiado, pues todos querrían opinar; pero unas cuantas ideas generales eran indispensables. Anunció, pues, en la barbería, un «Cursillo de iniciación marxista», que amenazó con reventar las paredes del local. Por primera vez en Gerona el comunismo fue tratado de una manera científica.
Los comunistas gerundenses supieron, gracias a su jefe, que Marx fue el teórico de la doctrina, Lenin su principal intérprete, Stalin el continuador. Que en España las primeras células se formaron en 1920, en Madrid y Barcelona. Que lo que persiguieron estas células era lo mismo que perseguían en la actualidad: incorporación de Portugal, formando la Unión de Repúblicas Socialistas, nacionalización de la tierra, de los trenes, de la marina, de las industrias -incluyendo las de los Costa-, de las clínicas dentales -incluyendo la de «La Voz de Alerta»- de la Banca -¡incluyendo el Banco Arús!-. Jornada de seis horas, cada trabajador un fusil… hasta que no quedara un solo capitalista en el mundo. El plan inmediato en Gerona tenía que ser encontrar un local digno, editar un periódico y nombrar un Comité. Personalmente, cada afiliado tenía que imprimir en su corazón una hoz, un martillo, etc.
Oyendo a Cosme Vila, y viéndole, Ignacio hubiera comprendido hasta qué punto la luz que despedía su cabeza se parecía a la de César. Tantos años de rumiar ante su máquina de escribir, tanto entusiasmo acumulado, tanta soledad y sequedad en aquel piso sin muebles, desnudas las paredes… Al modo como el patrón del Cocodrilo se sentía en presencia de César más próximo del reino celestial que de su bar, los oyentes en presencia de Cosme Vila, sintieron que Rusia estaba mucho más próxima de sus penas que la nación en que habían nacido. Gorki el perfumista, con su pequeña barriga, decía siempre que él no vivía en Gerona, que prácticamente él ya vivía, desde hacía muchos años en Moscú.
Sólo un par de afiliados -Salvio y Pedro, ambos marmolistas- al oír a Cosme Vila dijeron para sí que iba a convertir el comunismo en una organización burocrática.
Cuando el Responsable se enteró de que Cosme Vila andaba discurseando con tanto éxito, cogió un berrinche y convocó en el acto nueva Asamblea General, en el Gimnasio. Fue en esta Asamblea donde Porvenir se reveló, alcanzando un triunfo poco menos que apoteósico.
El joven anarquista era la viva estampa de José, de Madrid, pero con más poder personal y habiendo pasado más penalidades. Tenía veinte años. Había nacido de padres desconocidos en el puerto de Barcelona, en 1915, en plena guerra europea.
Un librero de lance de Atarazanas, junto al puerto, le enseñó a leer, a ratos perdidos. Un viejo barbudo que por una peseta permitía ver en telescopio la luna le enseñó quiromancia y juegos de manos. Porvenir un día extendió el brazo izquierdo, horizontalmente, y le dijo al librero: «Agárrate aquí»; le sostuvo un minuto en el aire. Otro día extendió el derecho y le dijo al viejo del telescopio: «Ahora tú». Y le sostuvo otro minuto. El día en que consiguió, bajo la estatua de Colón, sostener a ambos viejos a la vez, uno en cada brazo, las chavalas se murieron por él.
Conoció al Responsable en la FAI de Barcelona. Congeniaron, pues Porvenir, que había recibido lecciones de jiu-jitsu de un marinero japonés, al decirle al Responsable que sería capaz de hacerle dar dos volteretas con sólo asirle la muñeca de determinada manera, obtuvo una curiosísima respuesta: «Yo sería capaz de hacerte quitar los pantalones en plena Plaza de Cataluña, y hacerte abrazar a un fotógrafo como si fuera Greta Garbo». Porvenir comprendió que el Responsable hablaba de hipnotismo y aquello le entusiasmó. Reunió a sus camaradas de la FAI de Barcelona y les dijo, echando una moneda al aire: «Si sale cara, me quedo; si sale cruz me voy con ése a Gerona». Salió cruz y se fue con el Responsable.
Y Gerona le gustó, porque en seguida se hizo el amo. A Blasco le deslumbró contándole anécdotas de los «limpias» de Barcelona; al Cojo, con los juegos de manos; a las hijas del Responsable, por su musculatura, la brillantina de sus cabellos y la quiromancia. Sobre todo a la mayor de ellas le leyó inmediatamente el futuro: «Tú te chiflarás por mí». Ella sonrió. Y, gracias a ello, en aquella segunda Asamblea la muchacha ocupaba, en el inmenso gimnasio, encaramada en un potro de madera, un puesto de honor, fascinada por la elocuencia del hijo del puerto de Barcelona.
El discurso que Porvenir hizo en esta reunión sería considerado para siempre como una de las páginas más gloriosas en los anales anarquistas de la ciudad. Dijo que en 1814, en un pueblo ruso llamado Torjok, nació el primer anarquista, Miguel Bakunin…cuyo padre había tenido 1.200 esclavos. Que «un tío llamado Max quiso hacerle la santísima, sin conseguirlo…» Que uno de sus herederos fue el italiano Malatesta, quien aconsejó «la acción directa». Que España asimiló en seguida las teorías de Bakunin y Malatesta y que ahora, después de lo ocurrido en Asturias y del asesinato de Joaquín Santaló, era la hora de ir incluso más allá de lo que éstos aconsejaran.
– ¡Camaradas, tenemos millón y medio de afiliados! En cabeza, Cataluña; luego, el campo andaluz. Nuestros enemigos son los burgueses y los comunistas. ¡Qué más da! Bemoles no nos han faltado ni para zumbar a los reyes -que lo diga Alfonso XIII- ni para amotinarnos contra Cristóbal Colón. ¡Adelante, pues! A instaurar el anarquismo en España. En Gerona, fuera tanto municipio y tanta sotana. Hasta para casarse hay que firmar cinco veces. Nosotros predicamos la ley natural. ¡Y nada de Bancos ni monedas! Yo hago juegos de manos y Blasco me limpia las botas. Otro te lleva en coche y el Cojo le hace un huevo frito. ¡La camaradería elevada al cubo! Gerona será la gran fiesta, en verano todo el mundo a la Dehesa, en tiendas de campaña. No habrá que mantener al obispo, de manera que todo fácil. Y una vez muerto, ale, al cementerio. Ahora va a hablaros el Responsable. Yo no tengo más que decir. No me las doy de pincho ni de nada. Cuando toquen a dar, daré como los demás, si me dan, mala suerte. Si alguien quiere algo de mí, ya sabe dónde vivo. Esto es el anarquismo. ¡Viva la CNT! ¡Viva la FAI!
La ovación fue ensordecedora. Blasco agitaba a un tiempo el cepillo negro y el cepillo rubio. El gimnasio resplandecía de alegría y libertad. Un tipo pequeño se subió por la cuerda hasta el techo. «¡Soy Bakunin!», gritó.
En el Partido Socialista, Antonio Casal consiguió también enardecer a sus afiliados. Tipógrafo de El Demócrata, de 36 años, casado y con tres hijos, Casal había sido socialista desde su primera juventud. «El camino del poder», de Kaustky, le había convertido a la doctrina, pero nunca había aceptado ningún cargo. Mas la Logia Ovidio se lo ordenó y Casal, a pesar de la oposición de su mujer, aceptó.
Su anárquica cabellera contrastaba con la prematura calvicie de Cosme Vila y con las brillantes ondas de Porvenir. Le fascinaba la lucha de clases; pero la idea de dictadura proletaria le ponía furioso, así como el hecho de convertir el terrorismo en una religión. Nariz prominente, boca pequeña y apretada, su particularidad consistía en llevar siempre algodón en una de las dos orejas. «Para hacerme el sordo si conviene.»
Su triunfo fue también clamoroso porque usó un lenguaje directo y enérgico, al que en Gerona, y sobre todo en la UGT, no estaban acostumbrados. Empezó diciendo que lo primero que tenían que hacer los afiliados, antes que pedir aumento de salario, era ponerse al corriente de pago… Luego añadió que nadie tenía que estar en el Sindicato porque sí, ni a disgusto; que si alguien, al salir, se ponía a leer a Santa Teresa perdía el tiempo, se lo hacía perder al Sindicato e incluso a Santa Teresa… que mientras el comandante Martínez de Soria se paseara a caballo por la Dehesa y el Museo Diocesano obtuviera enormes subvenciones del Ayuntamiento, pocas esperanzas había de mejorar las condiciones de vida de los distintos oficios adscritos; que lo que importaba, por lo tanto, era forzar las elecciones antes de fin de año… ¡y ganarlas! Nada más.
León Blum, desde la pared, sonrió. Canela quería sindicarse, la Torre de Babel aplaudió a rabiar. Casal se abrió paso entre los grupos y salió, porque su mujer y sus hijos le estaban esperando.
Los Hermanos Costa reabrieron Izquierda Republicana con todos los honores, y todo el mundo quedó en su puesto. Mateo e Ignacio, a la salida de casa del profesor Civil, veían a los militantes de los distintos Partidos bajar las escaleras, discutir y por fin dispersarse.
Los dos muchachos ya se llevaban bien, y, por tácito acuerdo, muy raramente hablaban de política. Estaban al corriente de todo cuanto ocurría en la ciudad -sobre todo Mateo-, de todas las fuerzas que se movilizaban; pero el curso les absorbía -sobre todo a Ignacio-. Éste estudiaba mucho, de acuerdo con el eficaz plan de vida que se había trazado. Todas las noches se sumergía en los libros de texto hasta quedarse dormido. Desde la mesilla de noche, San Ignacio parecía querer también estudiar, pues miraba por encima de su hombro el libro abierto.
Lo primero que Ignacio había hecho, después de sentirse absolutamente curado, había sido olvidar su promesa de subir a pie a la ermita de los Ángeles En cambio no olvidó acompañar al Neutral a Matías Alvear, de vez en cuando, y a Carmen Elgazu a hacer alguna visita a la Iglesia del Sagrado Corazón. Tampoco olvidó mandar a Canela un recado que decía: «Muchas gracias».
Sabía por El Demócrata que, a pesar de las consignas de Unión, los anarquistas se negaban a colaborar con los comunistas, y que Cosme Vila y Casal rehusaban hacerlo con los Costa. A unos y otros les faltaba, por lo visto, platicar un rato con mosén Francisco; tal vez descubrieran la fórmula de la armonía. Sabía por el rubio ex anarquista que grandes sesiones de zarzuela popular sucederían a la lucha libre y al boxeo; zarzuelas en que el tenor sería el Bueno y el barítono el Malo o viceversa, para no variar. Había leído el discurso del notario Noguer, pero… pensaba poco en ello. Por de pronto, se preocupaba de Pilar, correspondiendo a la compañía que la chica le hizo durante la enfermedad. Bromeaba con ella sobre el taller de costura, o sobre su Diario íntimo y le hacía contar cosas de las monjas, riéndose a pleno pulmón, lo cual encantaba a su hermana. A veces le pagaba el cine, o castañas, o churros; nunca faltaba una pequeña atención. Luego, además, había escrito a César, agradeciéndole el libro sobre Teresa Neumann. Larga carta, que dejó al seminarista estupefacto. «¿Qué le ha ocurrido a Ignacio?», se preguntó. La carta era la de un muchacho sensato, creyente, magnífico. César la enseñó a su profesor de latín, el cual le contestó, sonriendo, que la había leído antes que él… El seminarista sintió una alegría inmensa. «¡Ignacio convertido, Ignacio convertido!» Sus súplicas habían sido escuchadas. Ello le consoló en parte del disgusto por el cierre del taller Bernat.
Pero, sobre todo, Ignacio había escrito con inesperada emoción a Ana María. Empezó por cortesía y luego se halló reviviendo lo de San Feliu: la espontaneidad de la chica, sus verdes ojos, el balón azul, la conmovedora expresión de disgusto cuando él se puso grosero en la playa. Le escribió: «No, todavía no soy alcalde -lo es un notario- ni abogado; pero lo seré. Y entonces -¡sí, sí, Muntaner, 180, ya me acuerdo!- te nombraré concejal, o tal vez mi primer pasante. Acaso ganemos, juntos, muchos pleitos perdidos. Por de pronto yo acabo de ganar uno; gracias, primero, a una enfermedad y luego a un vicario de sombrero espantoso». Ana María le contestó con sello de urgencia, emocionada. Aquel día se puso sus mejores pendientes.
Mateo, en edad militar, obtuvo, gracias a Marta, que el comandante Martínez de Soria apoyara su petición de prórroga por estudios. Así que quedó libre, de momento, y respiró; y con él respiró Pilar. No lo hizo por comodidad: servir a la Patria le parecía muy honroso; pero al igual que J. Campistol, jefe de las escuadras de Barcelona, a quien visitó, entendió que su puesto por el momento estaba en Gerona, bajo la camisa azul, y no en cualquier cuartel de la península bajo el uniforme caqui.
Don Emilio Santos se alegró de conservarle a su lado, Carmen Elgazu le hubiera echado de menos; el profesor Civil, más que orgulloso de sus dos discípulos, se hubiera llevado un gran disgusto; para no hablar de Raimundo, quien tenía en Mateo uno de los pocos clientes de recorte de bigote y masaje.
– Cuando tú necesites prórroga -le dijo Mateo a Ignacio-, hablaremos con Marta y el comandante también te lo arreglará.
Una cosa le estaba preocupando a Mateo: el corazón. No acertaba a explicarse lo que le ocurría, pero lo cierto era que al entrar en casa de Ignacio, llena la cabeza de «valores eternos, de mar azul y de yugos y flechas», sin contar con el Derecho Romano y la Economía, la espléndida juventud de Pilar, sus pómulos tersos y rosados, sus alegres vestidos cosidos y cortados por ella misma, su nariz respingada y sus ojos maliciosos le producían una gran sensación de bienestar. Antes de entrar en el cuarto de Ignacio, para estudiar con él cualquier lección difícil, se sentaba en el comedor, junto a la estufa, unos minutos, al lado de Carmen Elgazu, frente a Pilar. Y el júbilo de la muchacha en estos casos, lo hacía suyo, sin querer. Se iba interesando por sus pensamientos. Todo lo de la chica se le iba haciendo familiar y le parecía lógico saber a qué hora fue al taller, a qué hora salió, qué hizo luego, si volvió directamente a casa. Matías Alvear, con los auriculares de la galena en la cabeza, o leyendo el periódico, pensaba: «A ver si una de las flechas de que habla don Emilio Santos cruza este comedor y engarza a esos dos chicos». Carmen Elgazu, haciendo calceta, tenía aire de preparar la venida al mundo de un nuevo ser.
Todo aquello preocupaba a Mateo porque en un principio pensó que, en todo caso, le interesaría Marta. Perfil castellano, montaba a caballo, iba a Bellas Artes, se conmovía cuando alguna gran palabra se introducía en la conversación. Y, sin embargo, lo más que sentía por ella era admiración y estima, la consideraba una magnífica camarada. Podría fundar la Falange femenina en la ciudad; mirando a Pilar, nunca se le ocurrió preguntarle qué opinaba de José Antonio.
– ¿Y de qué habláis en el taller?
– Pues… de nada. De chicos.
– ¿Y de cine…?
– Naturalmente.
– Y… ¿de qué chicos habláis?
– ¡Toma! De ti, si te parece.
– Yo no he dicho eso… Ignacio abría por tercera vez la puerta de su cuarto y decía:
– Mateo, que nos espera el Romano.
Los discursos de Cosme Vila, Porvenir y Casal habían sido publicados íntegros por El Demócrata. Todo el mundo los leyó. En general se consideró que su tono era de una gran violencia; y sin embargo, el profesor Civil comentó que esta violencia era pálida comparada con lo que verdaderamente pensaban los tres hombres que los habían pronunciado. A su entender los objetivos de Cosme Vila iban mucho más allá de lo que dijo, y Porvenir sólo por ser la primera vez que habló evitó hacerlo de bombas, que en realidad era lo que se había traído de Barcelona. En cuanto a Casal, el profesor aseguró que su cerebro era tal vez el más incendiario de la ciudad. «Ya lo veréis. Es una caja de explosivos.»
Ignacio no sabía qué pensar. Intentaba ser justo. Seguía los consejos de mosén Francisco. En vez de calibrar los peligros que todo aquello podía entrañar para la ciudad, pensaba en los tres hombres que se erigían en jefes, y buscaba las causas posibles de su explosividad.
A su antigua teoría de que la infancia influía decisivamente -¿cuál habría sido la de Cosme Vila, cuál la de Casal?, la de Porvenir se la había contado…- ahora añadía otras muchas. Constitución física, temperatura del piso en que habitara, y, sobre todo, más o menos intensa vida familiar. A menos vida familiar -los de la FAI, «La Voz de Alerta»-, más violencia. A más vida familiar -sus padres, el profesor Civil-, más moderación. Había excepciones como el Responsable, viviendo con sus hijas y, sin embargo, hecho dinamita, y como Casal… Pero los ejemplos en favor de su teoría se contarían por centenares. Toda la clase media en bloque. El cajero: desde que había adoptado a Paco era un sentimental. Él mismo, Ignacio. Cuando espiritualmente se halló lejos de los suyos, llegó a encaramarse a un tablado de músicos para destrozar un trombón, y acabó nadando en mares de pus; ahora que, como Mateo, a veces se sentaba al lado de la estufa con sus padres y Pilar, tenía formidables inquietudes, pero sabía esperar.
¿Y Cosme Vila…? ¿Sería también una excepción…? ¿Rebajaría el tono cuando su compañera le diera el hijo que llevaba en las entrañas? Tal vez sí. Tal vez ante la débil carne del hijo deseara menos absolutos los poderes del Estado.
¡Válgame Dios! Ignacio se dio cuenta de que, pensando en aquellas cosas, proyectaba sobre ellas o bien una luz irónica o bien una luz de suficiencia. Esto le desazonó. Le dio miedo incurrir en vanidad, en suficiencia. Demasiado sutil y en paz consigo mismo. ¡Bien estaba la perspectiva en el profesor Civil, encorvado bajo el peso de los años, conocedor del griego y del latín! Él era un mocoso, que ganaba veinticinco duros al mes y estudiaba primer curso de Derecho. He aquí los peligros de la virtud. Imposible saber cómo se las arreglaba César para perseverar sin pecar de vanidoso. Era preciso, no sólo callar, sino hacer que callaran determinadas voces que nacían del silencio. Mosén Francisco habló de ducharse… Tal vez errara no siguiendo, antes que ningún otro, este consejo.
Pero… tampoco tenía que exagerar en este sentido. No, no era tan injusto como todo aquello podía dar a entender. La verdad era que, ahora, amaba al prójimo… También con excepciones: Canela y mosén Alberto. Pero contra esto ya no se podía luchar. Lo importante era que se mantenía sereno. Presentía que todos juntos se acercaban a una gran catástrofe; y por ello amaba al prójimo más aún. Ahora en vez de los rusos, de Rousseau y de Voltaire y de láminas de Crónica, leía las asignaturas de la carrera y el libro sobre Teresa Neumann. ¡Y la Biblia! Válgame Dios. «Aquellos dieciocho sobre los que cayó la Torre de Siloe, y los mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los hombres que moraban en Jerusalén? Os digo que no, y que si no hicierais penitencia, todos igualmente pereceréis.»
¡Cuántas cosas veía claras! En Gerona bastaba que surgiera un hombre -Porvenir, Cosme Vila, Casal- para que un partido político cobrara auge. ¿Dónde estaba, pues, el valor permanente de la doctrina? Claro que a él le había ocurrido siempre lo propio. Tal vez fuera ésa la nueva Torre, peligrosa, de Siloe. En todo caso, en la ciudad lo permanente era la rebeldía de los solitarios, el instinto de conservación de las familias, la lucha entre los de abajo y los de arriba, las murallas.
Un hecho le aparecía más claro aún que los demás: continuaba clasificando a Mateo entre los exaltados.
También le parecía evidente que Marta, montada en su jaca o a pie y vestida de negro, era la mujer más hermosa de la ciudad.
La doble boda de los Costa fue, en efecto, sensacional, y se celebró aunque la casa en construcción no estaba terminada todavía; de momento ocuparían dos pisos alquilados.
El obispo no los casó, como había profetizado Raimundo; ahora bien, la ceremonia fue espectacular. Se celebró en la parroquia del Carmen, tan espléndidamente adornada que parecía el local de la CEDA.
Se comentaba mucho que los Costa hubieran elegido novias tan ricas. Algunos lo consideraban poco democrático, otros opinaban que aquello no tenía nada que ver. En todo caso ellos hicieron las cosas como era debido. No se limitaron a invitar a su hermana Laura, al Comisario don Julián Cervera, a la Junta de Izquierda Republicana en pleno, a los directores de Banco, a muchos amigos hechos en la cárcel -Julio, David y Olga, etc.-, sino también a todos sus obreros; los canteros, los fundidores, los de los hornos de cal, los marmolistas. A alguno de éstos entrar en la iglesia les vino a contrapelo; pero en el fondo se sintieron halagados.
Las novias habían sido más austeras. Se habían traído sus padres -propietarios con empaque- y media docena de parientes con cuello duro. Testigos, por su parte, un notario de Figueras y un arrocero de País.
Después de la ceremonia religiosa, hubo banquete en el Hotel Peninsular, con música a cargo de la orquesta del Rubio. Los ciento cuarenta y cuatro obreros de los Costa fueron acomodados en la sala contigua a la de los protagonistas de la boda. Los suegros de los dos industriales miraban asustados a aquellos hombres que no sabían coger el tenedor, y que libaban como soldados carlistas. Cuando el baile empezó temblaron ante la idea de que, por democracia, sus yernos entregaran sus esposas a aquel populacho. La mujer decía: «Esto es demasiado». La sonrisa de las hijas los consolaba, recordándoles que aquello pasaría pronto y que luego nadie les quitaría un apellido cuyo solo eco movilizaba los Bancos de la ciudad. Sin embargo, presentían luchas desagradables por culpa de la política.
Los Costa fueron prudentes. Un nuevo y oportuno reparto de habanos fue la señal de democrática despedida. «Hasta el lunes, fiesta», fueron diciendo a los obreros; y los obreros, endomingados, rojos de champaña y con cara de tarde de toros, fueron saliendo del hotel dándose palmadas y cuidando no tropezar con los dos tiestos de flores instalados afuera.
El Comisario -don Julián Cervera- fue de los que se quedaron. Y bailó con las dos novias. También se quedó Julio García, que fue de los que hablaron después del banquete. Los directores de los Bancos aguantaron firme, copa en alto, el del Arús bailando dale que dale con doña Amparo Campo, ésta feliz. El comandante Campos intentó templar los nervios de su esposa, a la que nadie sacaba a bailar. David y Olga se habían ido. Casal y Cosme Vila, tal como estaba previsto, habían declinado la invitación personal.
Poco antes de las seis, las dos parejas desaparecieron. Partieron en dirección desconocida. Apenas si Laura había tenido tiempo de hablar con sus cuñadas. Le parecieron más tratables de lo que había supuesto. Al quedarse sola con los suegros, miró a los invitados, uno por uno, y descubrió a Julio.
Laura tenía un pésimo concepto de Julio, por lo que había oído de él. Y, sin embargo, el policía la conquistó. Le pareció inteligentísimo. Le contó la vida de las tortugas -no toda, porque no daba tiempo- y detalles curiosísimos sobre música africana. Le recitó unos versos de Hafiz. «Nunca hubiera creído que fuera usted así. Yo le tenía a usted por un bárbaro.» Julio, que había bebido lo suyo, sonrió. «La bárbara es mi esposa.» Laura soltó una gran carcajada. «Estoy muy alegre», dijo la muchacha. Tal vez influyera el hecho de que todos los obreros de sus hermanos, uno por uno, habían acudido a saludarla y despedirse de ella. «¡Pobres, pobres!», comentó, para animarlos.
Don Julián Cervera, el Comisario, había reflexionado mucho antes de aceptar la invitación. Julio le había dicho: «No se preocupe. Pronto se casará «La Voz de Alerta» y haremos que también le inviten a usted. Entonces todo el mundo comprenderá que el Comisario es imparcial.»
Muchas chicas pegaron sus narices en los cristales del Hotel, desde fuera, para contemplar el banquete; una de ellas, Pilar. Si Mateo la hubiese visto, se hubiera indignado. Pero ya estaba hecho. El taller en pleno lo acordó; imposible rehusar. Todas, incluso Pilar, quedaron desilusionadísimas al enterarse de que los novios ya se habían ido.
¿Dos coches…? ¿Por separado…? ¡Mira qué tal! Todas admitieron que Laura estaba muy bien y que la esposa del comandante Campos era verdaderamente espantosa. Pilar, al ver bailar a Julio, pensó en unos años antes, cuando el policía le preguntó: «¿Qué…? ¿Te gusta la primavera?» Aquel día enrojeció pensándolo.
En la ciudad, excepto Cosme Vila, Casal, Julio, el comandante Martínez de Soria y algunos más nadie había tomado en serio la Falange que podría llamarse local. Considerada en bloque -Castilla, Madrid y demás-, era otra cosa. Los extremistas de izquierda no cesaban de hablar de asesinatos y los extremistas de derecha la consideraban la FAI blanca. El hecho de que un movimiento de curiosidad se alzara aquí y allá para oír sus mítines, no ahogaba la íntima sensación de que los falangistas eran muy pocos y de que no constituirían un peligro nacional excepto en el caso de que desde el poder se les brindara la ocasión. En Gerona se había sabido en seguida que el hijo del Director de la Tabacalera -gran cabellera y camisa azul- llegó con intenciones de abrir brecha. El notario Noguer, don Santiago Estrada, mosén Alberto y demás prohombres consideraban a Mateo una cabeza juvenil, con cuatro ideas espectaculares, desconocedor de la psicología de la región. El Responsable y muchos obreros -trabajando o en paro- profetizaron que recibiría muchas palizas; en cambio, David y Olga creían que el virus sería más contagioso de lo que parecía. «La gente actúa por mimetismo, sobre todo en épocas de transición como ésta.»
Algunas señoras se sentían atraídas, sin saber por qué. Falange tenía algo de clandestino, de misterioso y caballeresco. Mateo no se daba cuenta, pero a su paso despertaba algún suspiro de admiración.
Mateo se había propuesto llegar, lo más pronto posible, a la cifra de seis camaradas. Ello no lo consideraba imposible, pues a su entender en todas las poblaciones ocurría lo mismo: había unos cuantos muchachos que eran falangistas sin saberlo… Y otros manifiestamente simpatizantes, que leían los discursos de José Antonio con atención, pero que, faltos de un jefe inmediato, se mantenían pasivos. Se trataba, pues, de dar voces, fe de vida. «Por las barberías, por los cafés…» Al menor movimiento de simpatía que se notara, coger al catecúmeno por la solapa… y entonces ponerle a prueba. Decirle que Falange no le prometía ninguna ventaja, ni aumento de salario, ni aprobar los estudios sin esfuerzo; a lo más, algún disgusto serio. Darle a leer las Circulares, muy claras a este respecto. Si el muchacho, a pesar de todo ello, se cuadraba y exclamaba: «¡Arriba España!», se le entregaría el carnet.
El brazo derecho de Mateo era Octavio Sánchez, empleado de Hacienda, carnet número dos. Mateo, que dividía las inteligencias en elefantiásicas -Menéndez y Pelayo-, peso fuerte, peso mosca y peso pluma, clasificaba a Octavio en este último grupo. Entendiendo por peso pluma la facultad de escurrirse para pegar el primero.
Esto lo decía porque Octavio no se dejaba pillar nunca en falso. Cuando en Hacienda le hacían preguntas capciosas respecto de Falange, él contestaba con impecable rotundidad. Y lo mismo en la fonda en que se hospedaba.
En esta fonda, cerca de la Plaza Municipal, había ocurrido algo singular. Octavio, que siempre decía que era humanista, en el sentido de que prefería mil veces tomarse una copa en una tertulia que escalar un pico del Pirineo o penetrar en una gruta, había ido alargando considerablemente las sobremesas, en compañía del patrón del establecimiento y de su hija Rosario. Hasta que un día le dijo a la hija del fondista que la quería. La muchacha subió a su cuarto sofocada y volvió a bajar al cabo de un rato a confesarle que llevaba muchos días esperando la declaración. El patrón se mostró contento, pues consideraba que tener un pariente en Hacienda en ningún caso podía perjudicar.
La sencillez con que todo aquello había ocurrido, era abrumadora. Ahora Octavio llevaba camisa azul y su novia, Rosario, se la planchaba. Perfecto. Sentía gran simpatía por Ignacio y esperaba que una de las sillas del despacho de Mateo le perteneciera algún día. Mateo le decía: «No te hagas ilusiones. Ignacio lleva algo en la sangre que tira por otro lado».
Octavio no insistía. Octavio sentía un gran respeto por Mateo. Le consideraba Jefe y le hubiera obedecido a ciegas. Tenía perfecta conciencia de haber sido su primer camarada en la ciudad; de modo que cuanto más cargado de humo, de tensión y de circulares estuviera el despacho en que se reunían, más contento estaba de no ser simple funcionario de Hacienda, de contribuir, aunque fuera ceceando, «al amanecer de España». Con los Martínez de Soria se hubiera entendido muy bien, aun cuando le habían parecido un poco petulantes. Ahora le ocurría algo pintoresco. Conseguía hacer respetar Falange en Hacienda, en el Neutral, en todas partes… excepto en la fonda. En la fonda, el patrón, hombre de elevada estatura y enorme faja, le decía siempre, blandiendo la cuchilla del pan: «Escucha, Tavio. Como me metas a mi hija en jaleos, te devuelvo a Andalucía cortado en lonchas».
Mateo y Octavio habían puesto manos a la obra. La preparación de todas las demás fuerzas de la ciudad los estimulaba a ello. Mateo le dijo: «Hay que llegar a la cifra de seis. Seis hombres es poca cosa, pero en nuestro estilo bastan para abrir brecha. Seis falangistas en potencia existen seguramente en Gerona. Verás cómo en el plazo de un mes se presentan a nosotros».
El cálculo de probabilidades hecho por Mateo se reveló exacto. Veinticinco mil habitantes, no podían dar menos. La primera pieza cobrada resultó falsa; las demás, verdaderas.
La pieza falsa fue el teniente Martín. Se les ofreció, diciendo que ya en La Coruña había sido de Falange. Mateo se hizo el sordo. Quería eludir a los militares, sobre todo de la casta engomada del teniente Martín.
En cambio, aceptaron al hijo menor del profesor Civil. Lo cual era curioso habida cuenta que el profesor les había dicho a Mateo e Ignacio: «Ninguno de mis hijos será nunca falangista: les he dado formación clásica». Su hijo menor, Benito Civil, delineante en paro forzoso después de lo de octubre, ahora trabajando para los arquitectos Massana y Ribas, al enterarse de que Mateo iba a clase de Derecho con su padre se presentó en su casa y le dijo: «Camarada, me gustaría saber exactamente de qué se trata, pero en principio me parece que soy de los vuestros». Mateo le miró con fijeza. Por entonces el delineante estaba todavía parado. Mateo le dijo: «Falange no te promete encontrarte trabajo; al contrario, probablemente tendrás que ayudarnos a pagar algunas cosas».
Benito Civil parpadeó.
– ¿Eres casado? -le preguntó Mateo.
– Sí.
– ¿Tienes hijos?
– Sí. Dos.
– Pues piénsalo bien. Esto es peligroso.
– ¿Por qué tan peligroso?
– Porque Falange ama a España sobre todas las cosas. Incluso sobre los hijos.
Benito Civil sintió un escalofrío. Su mujer le había dicho: «Déjalos. Esto no nos traerá más que disgustos». Pero algo le atraía, le mantenía de pie, en el despacho de Mateo, a la sombra del pájaro disecado.
Se llevó las Circulares a casa. Las leyó con apasionamiento. Benito Civil había intuido desde chico que no le bastaría vivir en Gerona, odiar la técnica y los judíos, que eran las ideas que su padre le había inculcado. Todo esto le parecía un poco desorbitado. Al leer en las circulares: «La idea de Patria es el término medio preciso entre el concepto local o regionalista -concepto raquítico- y el de supresión de fronteras o sociedad universal -concepto vago o quimérico-»; al leer: «Para nosotros, nuestra España es nuestra Patria, no porque nos sostenga y haya hecho nacer, sino porque ha cumplido los tres o cuatro destinos trascendentales que caracterizan la Historia del mundo: defensa de la Catolicidad, descubrimiento de América, etcétera…», Benito Civil se puso su americana a cuadros verdes -al delineante le gustaban las tintas de color- y andando algo encorvado, como su padre, el profesor, se presentó a Mateo y levantando el brazo, exclamó: «¡Arriba España!»
Ya eran tres. Se había avanzado la mitad del camino. El cuarto fue el hijo del doctor Rosselló. Miguel Rosselló empezó a sentirse falangista el día en que oyó a su padre hablar en contra de la Falange. «Cuando mi padre critica algo, es que es bueno…», se dijo.
El abismo humano abierto desde siempre entre el doctor Rosselló y su hijo era uno de los dramas telúricos de la ciudad. Miguel Rosselló seguía paso a paso las andanzas de su padre y le consideraba un ser indeseable, ganado por extrañas ambiciones personales. Cuando salía de su casa Miguel Rosselló miraba el cielo azul y ensanchaba sus pulmones. Rota la esperanza familiar, buscaba algo en que verter sus energías de estudiante. Un día leyó un discurso de José Antonio y se entusiasmó. Conoció a Octavio en el Neutral. Octavio le dijo: «Falange, a las personas como tu padre, que utilizan a los enfermos como medio, los condenaría a cadena perpetua o a algo peor aún». Miguel Rosselló quiso conocer a Mateo. Mateo miró el ojal de la solapa del catecúmeno, en el que brillaban una insignia de marca de coches.
– ¿Eres aficionado a los coches?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Me gusta la velocidad.
Luego le preguntó Mateo por el resto de sus aspiraciones. Miguel Rosselló quería estudiar Medicina, «para salvar las personas que su padre destrozaba».
– No comprendo que hables así. Tu padre tiene fama de médico muy competente.
– Y lo es. Pero es un mal hombre.
– ¿Te parece que un médico, antes que médico, tiene que ser hombre?
– Desde luego.
Mateo asintió con la cabeza. Le arrancó de la solapa la insignia Studebaker. Le dio a leer las Circulares: «Vuelve dentro de tres días». Miguel Rosselló, alto, casi imberbe, con cara de franqueza total, con mucha energía concentrada en las comisuras de los labios, volvió y gritó cuadrándose: «¡Arriba España!» Luego, al llegar a su casa, contó a su padre lo que había hecho. El doctor Rosselló le contestó: «Si no borras inmediatamente tu nombre, mejor dicho, tu apellido, de Falange, tendrás que buscarte otro techo». El chico le dijo: «Me buscaré otro techo».
El quinto camarada fue Juan Roca, estudiante de idiomas. Era hijo del portero de la Inspección de Trabajo -el competidor del subdirector en asuntos masónicos-. Se ganaba la vida dando lecciones de alemán y rellenando cédulas para la Diputación. Le gustaba todo lo alemán, empezando por el idioma y terminando por las máquinas fotográficas. Su padre le decía que el alemán era horrible, que sólo servía para recitar o cantar himnos. Pero Juan Roca continuaba estudiándolo, y enseñándolo, con la mejor voluntad.
Se presentó a Mateo porque estaba convencido de que Falange se inspiraba en las modernas teorías alemanas. Cuando Mateo le replicó que estaba en un error, que la mínima parte no española de la doctrina de Falange se había inspirado en Mussolini, el muchacho intentó hacer marcha atrás. Pero Mateo le detuvo. Le había gustado la mirada de Juan Roca. Le dio a leer las Circulares. Juan Roca las leyó y pensó: «Nada, nada, esto es alemán, por más que diga. O por lo menos podía haberlo concebido un alemán». Volvió al despacho de Mateo y extendió el brazo exclamando, sonriente: «¡Arriba España!» Mateo le dijo: «Antes de darte el carnet, asistirás a varias lecciones. En fin, tienes que liberarte de toda idea de extranjerismo».
El último fue Conrado Haro. Conrado Haro, el bonachón. Un chico de escalofriante buena fe, de familia muy modesta. Su padre era guardia urbano del Municipio. Conrado Haro quería ser marino. Todo lo que se relacionara con el mar le llegaba al corazón. Estaba desesperado porque la República no hacia nada en este sentido, porque tenía la marina abandonada. Cuando leyó en un retazo de periódico que Falange preconizaba que España volvería a ser grande por las rutas del mar, no vaciló un momento. Se presentó a Mateo. Mateo le dijo: «Es cierto. Ya lo ves, hasta el color de nuestra camisa es azul…» Conrado Haro gritó: «¡Arriba España!» En las Circulares entendió poca cosa. Los párrafos en que no se hablaba del «mar» se los saltaba. «Bien, bien, de acuerdo, de acuerdo», murmuraba. Mateo le admitió porque le vio un corazón puro, con un ideal concreto y dispuesto al sacrificio para realizarlo. Y se dijo que no cejaría hasta ver a Conrado Haro vestido de blanco en la cubierta de un barco.
Alcanzada la cifra de seis, Mateo pensó que era la hora de reunirlos. Apenas si se conocían entre sí. Octavio conocía a Rosselló, Roca y Haro se habían saludado alguna vez en la Rambla, Benito Civil era bastante mayor que todos ellos -veintinueve años, el viejo de la pandilla-. Era preciso presentarlos mutuamente y formar un bloque compacto. La idea de unidad era esencial.
A Mateo le encantaba la diversidad de procedencias y aun la diversidad de motivos que había impulsado a los seis camaradas. Y se dijo que entre todos formaban, en miniatura, un mundo completo. Octavio era la inteligencia instintiva y sutil, andaluza. Rosselló, el rebelde. Benito Civil, muy primitivo intelectualmente, pero de una conmovedora capacidad emotiva. Juan Roca de una gran tenacidad. Conrado Haro, el alma intacta. Cuando todas esas potencias espirituales se hubiesen identificado en un deseo común para la grandeza de España, Gerona empezaría a erguirse, y lo mismo se caerían de puro arcaicas las bravatas de El Tradicionalista que sonarían a hueco las panaceas de Casal, basadas en la producción y el transporte… Los Costa eran ingenuos, Estat Català estrecho de miras, el Responsable y Porvenir unos románticos peligrosos. El más peligroso… Cosme Vila, porque también su teoría era una concepción total de la vida. Por desgracia, basada en el materialismo, queriendo substituir los cuatro brazos de la cruz -los cuatro puntos cardinales, los cuatro elementos de la naturaleza- por la estrella de cinco puntas, que, según el profesor Civil, ya en la magia babilónica significaba ciencia perfecta, el poder perfecto, es decir, Dios.
Mateo se dijo que tenía que unir a los camaradas… y además a otras personas. Una idea romántica -y también peligrosa, probablemente- le hurgaba en el cerebro.
Y la llevó a la práctica. Organizó un baile en su casa, para su cumpleaños, día de San José. Le dijo a Orencia, la criada: «Seremos trece. Prepare trece tazas de chocolate».
Don Emilio Santos le concedió el permiso necesario. Don Emilio Santos fiscalizaba todos los actos de su hijo sin que éste se diera cuenta. A veces incluso cometía pecadillos indignos de sus plateadas sienes: escuchaba detrás de la puerta. Cuando Mateo y Octavio se quedaban solos en el despacho, don Emilio Santos se acercaba por el pasillo y escuchaba. Gracias a ello se enteró de lo que significaría aquella reunión, y de que las primeras manifestaciones públicas de la Falange gerundense… se efectuarían en junio.
¡Santo Dios! La cosa iba de prisa. Ahora que el rumor de los demás Partidos crecía como una ola… Ahora que el Partido Comunista tenía ya local, y propio, en la Plaza de la Independencia, un local magnífico en cuyo balcón un monumental rótulo rezaba en letras rojas: «Partido Comunista de Gerona».
Todo el mundo fue recibiendo las invitaciones para el baile. Los primeros, Ignacio y Pilar. Carmen Elgazu estuvo encantada. Le parecía muy natural que sus hijos se divirtieran. «Los bailes en una casa particular no me dan ningún miedo», dijo. Matías Alvear le replicó que si él había echado alguna cana al aire, había sido precisamente en bailes de casa particular.
Mateo les dijo a Ignacio y Pilar: «Habrá invitados sorpresa…» Ignacio le contestó: «¡Bah, no me digas! Octavio, Reselló, etcétera…» Mateo sonrió y añadió: «Y alguien más».
El personaje más emocionado ante la proximidad de la fiesta era Orencia, la criada. Orencia no hubiera podido justificar ante ningún juez por qué se había convertido en espía. Siempre fue una muchacha tranquila, y aun devota, de cerebro algo soñador, muy servicial. Por eso Carmen Elgazu la recomendó vivamente a don Emilio Santos. Pero… se puso en relaciones con Salvio, porque la muchacha se quería casar y Salvio era un hombre guapo y formal. Y ahí empezó la cosa. En cuanto supo que su novio era comunista, estimó su deber contarle de pe a pa las andanzas de Mateo. «Tendrías que advertir a Cosme Vila de que ya son seis afiliados, y que además…» «¡No me hables de Cosme Vila! -le interrumpía Salvio-. Yo soy trotskista.» Orencia se quedaba perpleja y pensaba que el día en que pudiera entrar en el despacho de Mateo consultaría en el diccionario lo que significaba aquella palabra.
El día del baile se propuso no perder detalle de cuanto ocurriera. Mateo le había rogado que, a pesar de ser San José, se quedara para servir a «los invitados». En compensación, luego tendría dos tardes libres.
A medida que «los invitados» fueron llegando, los iba mirando uno por uno, haciéndose a sí misma comentarios de una violencia inexplicable.
Allí estaba el señorito de la casa, Mateo, con zapatos nuevos, para causar impresión. Allí el hijo del profesor Civil, con su mujer, ésta con una cara de boba que no podía con ella. Allí el de Hacienda, con su novia, mosca muerta que en la fonda debía de hacer propaganda de Falange. Allí Alvear hijo, éste sí que era un tipo fino, que sería abogado y se negaba a afiliarse. Allí Pilar, gordita y mocosa, comiéndose con los ojos a Mateo. Allí Rosselló, de la última hornada, con sus hermanas, señoritas que no sabían lo que era fregar un plato… ni pasarse una tarde de fiesta preparando trece tazas de chocolate. Allí un tal Juan Roca, más feo que un demonio. Allí un tal Conrado Haro, que parecía un niño de teta…
¡Ale, a merendar, junto al pájaro aquel, que también era un detalle! Y la fotografía de José Antonio, presidiendo.
Mientras se oyeron las cucharillas y los platos, la criada cultivó su mal humor. Pero… luego ya no pudo. En cuanto oyó que se apartaban las sillas y vio que se encendían todas las luces de la casa, se detuvo. ¡De repente la gramola se puso en marcha! Un tango. Los primeros compases se los tragó con un poco de rabia. Pero de pronto, al oír el frufrú de los que bailaban, se puso sentimental, entornó la puerta de la cocina, se quitó el delantal y se puso a dar lánguidas vueltas, sola, abrazaba a un Salvio imaginario.
Nadie pensaba en ella. ¡Perra vida, mientras una está soltera! Los invitados vivían cada uno su tango. ¡Qué piso, qué muebles! Se bailaba en el despacho, en el pasillo y en el comedor, habilitados al efecto. Un vértigo magnífico se había apoderado de la casa.
«Grand complet» Ignacio le había dicho a Pilar: «Ya ves quién tenía razón: ahí están los invitados sorpresa». Y le indicó a Rosselló y sus hermanas, a Octavio, a los demás con camisa azul. Pilar tuvo que aceptar el hecho. Sin embargo, ¿qué le importaba? Le bastaba con Mateo. ¡Magnífico vértigo, a fe! Sobre todo cuando, bailando los demás en el despacho y en el comedor, ella y Mateo se quedaban solos en el pasillo. En estos casos Mateo se detenía, estrechándola más contra sí. Pilar sentía la frente del muchacho rozar sus sienes, entremezclarse los cabellos, que los pies ocupaban una sola pieza de mosaico.
También Mateo se sentía eufórico. Por fin había podido acercarse a Pilar sin que Carmen Elgazu zurciera calcetines al lado. ¡Ni una sola llama en la casa, y tenía que secarse la frente sin cesar con su pañuelo azul! Pilar llegó enfundada en un espeso abrigo. Sin embargo, debajo de él apareció un vestido increíblemente escueto y fino. La mano de Mateo temblaba en él. Temblaba incluso cuando intentaba encender la pipa con el mechero de yesca, artefacto que arrancó gritos de entusiasmo de las hermanas de Rosselló.
La nuera del profesor Civil revivía veladas de soltera. Octavio canturreó flamenco con un estilo que, al superar el de la gramola, levantó hasta el máximo el clima de la reunión. Ignacio, completamente entregado a la alegría natural de la casa, recordaba como pertenecientes a otra vida aquellas otras tardes de domingo en que dejaba lo mejor de sí mismo en una habitación rosa, con Canela. ¡Qué sabor acre le quedaba a uno en el paladar, y, luego, qué sensación de muerte en el alma! Tener amigos como los de ahora era tener alma, vivir.
Le pareció muy raro bailar con su hermana. La encontró mucho más alada de lo que se figuraba. «¿Te diviertes?», le preguntó. Pilar le contestó: «No lo digas a nadie, pero soy completamente feliz». Ignacio le dio un beso en la frente.
De repente, cuando nadie lo esperaba, sonó el timbre de la puerta. Mateo fue a abrir: era Marta. La criada pensó: «Ya sabía yo que faltaba una taza».
Marta vestía de negro, como siempre, y calzaba tacón alto. Los cabellos desmayados, como nunca, a ambos lados de la cara. Pálida, flequillo hasta las cejas, ojos serenos y lentos, mano emotiva que fue estrechando una por una las diestras de los demás. Sonreía con timidez y al mismo tiempo con algo de íntima seguridad.
Ignacio recibió una de las más fuertes impresiones de su juventud. Procuró aislar a Marta de todo cuando aludiera al Tribunal Militar de Represión, al asistente que tenía orden de acompañarla a galopar por la Dehesa, a la distancia que ella y su madre establecían entre sus vidas y las de sus semejantes. La admitió como una aparición, como algo hermoso y serio que surgía del fondo de una antigua ciudad y que venía a su encuentro en aquella tarde de San José, cruzando aquel umbral y estrechándole la mano también a él. A Benito le preguntó: «Tú eres el hijo del profesor, ¿verdad?» Al llegar a Ignacio le dijo: «Y tú eres Ignacio…» Pilar esperó en vano que dijera: «Y tú eres Pilar…» Pensó que tal vez la desconcertara la flor que llevaba en el pelo.
Y no era así. Cuando Mateo las presentó, diciendo en tono algo solemne: «Marta, ahí tienes la amiga que te mereces», Marta sonrió a Pilar con evidente deseo de resultarle agradable. Y cuando, enterada Marta de que Octavio había nacido en Sevilla e Ignacio en Málaga, levantó el brazo y acercando sucesivamente su taza de chocolate a los labios de los dos muchachos les dijo: «Brindemos por Sevilla y Málaga», Pilar quedó pasmada ante aquella osadía, pero reconoció que la chica lo hizo con perfecta naturalidad. En cambio, Octavio protestó contra que se brindara por Andalucía con chocolate. «La próxima fiesta la daré yo y se harán las cosas como es debido.»
Perfecta reunión. En otros lugares -cines abarrotados, Ateneo Popular- la tarde festiva avanzaba con más torpeza. Muchas personas -en la UGT, en Estat Català, en el Partido Comunista- hablaban de Unión; trece personas, en casa de Mateo, la habían conseguido.
Sin cortar con los Costa, que también la habían conseguido entre el paisaje nupcial de Mallorca.
En cuanto Ignacio asió a Marta por la cintura observó que la chica bailaba guardando las distancias, pero estrechando fuerte la mano. Hija del comandante Martínez de Soria, pensó. Sin embargo, nada en su espíritu se rebeló ante esta idea. Por lo visto, los prejuicios de antaño habían muerto en él.
Únicamente recordaba con absurda insistencia a sus dos hermanos, de Valladolid. Tan parecidos uno al otro, con la camisa azul, con el pequeño revólver invisible en la cadera. Pero Marta era menos irónica. Al escuchar prestaba gran atención. Si comprendía, asentía con viveza; si no, levantaba la mano para apartarse el flequillo a uno y otro lado de la frente. Mateo, que no cesaba de observarla, supuso que Ignacio debía de desconcertarla un poco, pues hablando con él la chica se apartaba el flequillo con inquietante regularidad.
Se bailó hasta las ocho, hasta que la mismísima gramola quedó afónica. Entonces se pasó al despacho, volvieron a colocarse las sillas, el coñac substituyó al chocolate. La intención era criticar un poco, y quedó cumplida. ¡Pilar opinó que aquello era peor que el taller! Octavio contó fabulosas historias de su tierra, de mujeres que para ir a los toros vendían el colchón.
Mateo quería evitar a toda costa que se hablara de política. Pero no pudo evitar que la mujer de Benito Civil, aludiera a San José -«su santo preferido»-, lo cual originó que Octavio, medio ateo, soltara un par de bromas sobre el florecimiento de ciertas varas que escandalizaron a la concurrencia. La nuera del profesor Civil se prometió a sí misma no asistir nunca más a una de aquellas reuniones; junto con la criada, fue el personaje trotskista de la fiesta. Pilar estuvo muy brillante explicando el error en que incurren los hombres al suponer que a las mujeres les gusta vestir bien para que ellos las vean. «Nos gusta principalmente hacer rabiar a las otras mujeres.» Las hermanas de los estudiantes asintieron calurosamente. Ignacio repuso: «¡Así, pues, Marta se puso un collarete blanco sobre jersey negro para haceros rabiar a vosotras!» Todo el mundo se rió. Marta, abiertamente, y al final, ante el regocijo de todos, confesó que era cierto.
La novia de Octavio, Rosario, se rió, pero con timidez. En la fonda, la mayoría de los clientes eran como su padre: hubieran pedido vino tinto en vez de chocolate y hubieran hablado de pesca o de platos de estofado en vez de hablar de San José. Por eso le estaba agradecida a Octavio, porque elevaba su nivel en sociedad. Y por ello, al mirar de vez en cuando el retrato de José Antonio, que había quedado a su izquierda, pensaba que desde luego era más distinguido que el Responsable.
Rosario daba por descontado que allá todo el mundo era falangista, y suponía que no sólo Marta, sino incluso la mujer del delineante, y desde luego Pilar, se sabían de memoria lo que significaba «Régimen gremial o corporativo» en vez de «sindicatos políticos» como repetía siempre Octavio. Le daba mucho miedo ponerse a estudiar todo aquello, pero temía aún más no hacerlo. «Porque yo debo ser distinta de las demás, pero la verdad es que me arreglo para Octavio y no por las demás mujeres.»
Rosselló y Juan Roca, Haro y Civil se inspeccionaban unos a otros con gran curiosidad. Ardían en deseos de poder hablarse, comunicarse sus respectivos entusiasmos. Preguntarse: «Qué, ¿has leído el último discurso?» «¿Sabes lo que significa hacer guardia en los luceros?» Pero tuvieron que limitarse a cambiar miradas de solidaridad.
Dos de ellos -Rosselló y Roca- sabían que en la reunión había un disidente: Ignacio. Se mostraban agresivos con él. Ignacio fingía no darse cuenta. Mateo pensaba: «Como el tema suba de tono, se va a armar la de San Quintín». Menos mal que Marta abrió y cerró el asunto en un santiamén. Al enterarse de que Ignacio era más bien socialista, exclamó: «¡Oh, así no hay pega! En Valladolid todos los socialistas se pasan a Falange». Ignacio se mordió los labios. Y como arma de venganza, eligió tomar la palabra, olvidando el consejo de mosén Francisco, y deslumbrar a Marta, a Octavio, a los catecúmenos y al propio don Emilio Santos, el cual acababa de entrar, de regreso del Neutral. Habló durante bastante rato, solo, ante el entusiasmo de Pilar, que pensaba: «Vaya hermano de categoría que tengo». Habló de temas diversos, que no tenían nada que ver ni con el socialismo ni con Valladolid. Habló del Banco, de donde dijo que empleados que habían trabajado juntos ocho horas diarias durante años no tenían nada común, y verían la desaparición de unos y otros sin hacer un solo comentario. Habló de la carrera de Derecho, que estudiaba con el máximo interés porque enseñaba a no levantar los brazos a mayor altura que la cabeza. Habló de Teresa Neumann, diciendo: «Es aún más importante que aquel soldado francés de la guerra del catorce que recibió simultáneamente cinco heridas: dos en las manos, dos en los pies y una en el costado izquierdo. O sea exactamente las cinco heridas de Cristo». Finalmente habló del baile moderno, diciendo que su ritmo era desde luego obsesionante, pero que a su entender al final ganaría la batalla el jazz puramente melódico, y el ritmo sudamericano.
Ignacio se consideró satisfecho y Rosselló y Roca, nada rencorosos, sonrieron cordialmente. La claudicación de éstos alegró más aún a todos los componentes de la reunión, los cuales olvidaban por completo que era hora de ir a cenar.
Éxito total. Mateo, el más contento de todos. Ya eran «seis» perfectamente unidos, Pilar estaba encantadora. La idea de invitar a Marta había sido afortunada -Marta quedaba incorporada al grupo, sobre todo a Pilar-. Ignacio había conocido de cerca a sus hombres y algo recordaría de todo aquello. ¿Qué más podía desear por trece tazas de chocolate?
También Marta estaba contenta. Y en todo el discurso de Ignacio sólo se apartó el flequillo una vez: cuando oyó que varios hombres podían trabajar juntos ocho horas diarias durante años, y continuar siendo absolutamente extraños entre sí, sin cederse uno al otro un milímetro de corazón.
En cuanto a lo de Teresa Neumann, le interesó en grado sumo, a pesar de las sonrisitas de Octavio. «El primer estigmatizado visible fue San Pedro.» ¿Qué significaba todo aquello? Sería preciso pedir detalles. Era hermoso, e Ignacio parecía estar muy documentado. Don Emilio Santos, llegado después del paso de los socialistas vallisoletanos a Falange, dio por bien empleado el gasto de la fiesta y se congratuló del buen sentido de todos. «Por ahora Mateo me da pocos disgustos, a pesar de las flechas.» Por otra parte, Pilar le gustaba mucho. Si en vez del corte hubiese estudiado mecanografía, la hubiera empleado en la Tabacalera. La mujer del delineante era la única que sentía mal sabor. Creía que su marido se había metido con gente «demasiado lista», de lo que no tenía ninguna necesidad, sobre todo ahora que ya trabajaba. A don Emilio Santos le hubiera dicho: «No se haga ilusiones. Los disgustos van a llegar».
La vida iba rodando vertiginosamente. Mientras el 14 de abril, cuarto aniversario del advenimiento de la República, fue celebrado estruendosamente por Izquierda Republicana; mientras mosén Alberto iniciaba unas excavaciones en Rosas, en busca de la ciudad griega que tanto preocupaba al sabio doctor Relken, amigo de Julio; mientras la hermana de los Costa, Laura, tenía que acudir a la clínica dental de «La Voz de Alerta» para sacarse una muela, y el redactor jefe de El Tradicionalista le preguntaba, en tono que inquietó a la mujer: «¿Y usted, Laura, no se casa…?»; mientras David y Olga recibían cada quince días la visita del nuevo Inspector del magisterio nombrado después de octubre, el cual les advertía: «No les aconsejaría a ustedes que hicieran política con los alumnos…»; mientras el hijo mayor del profesor Civil, el arquitecto, recibía el encargo de construir un grupo de casas de veraneo en S›S'Agaró, playa de moda, y reclutaba para trabajar como peones a todos los murcianos de la calle de la Barca, los cuales se marchaban con sus mujeres y críos, mientras los demás obreros en paro continuaban levantándose tarde y lavándose en la cocina después de dar un empujón a su mujer, la Semana Santa llegó de nuevo a Gerona. Otra vez el silencio en casa de los Alvear, los capuchones negros sobre las imágenes. Carmen Elgazu volvió a gritar, camino del Calvario: «¡Perdonadnos, Señooooor…!» Los olivos volvieron a agitarse, las piedras a cobrar significación. En la procesión, Ignacio agitó de nuevo veinte veces la antorcha, y Pilar tampoco le reconoció desde el balcón. Quien recogió los excrementos tras el caballo del comandante Martínez de Soria no fue Ernesto, que se hallaba en el Manicomio. Fue el padre de Haro, el guardia urbano, quien se ofreció por ganar un jornal.
Y vino el Sábado de Gloria con el volteo de campanas, y nadie tiró petardos en el Palacio Episcopal. Y llegó la primavera, y los pintores volvieron al valle de San Daniel, bebiendo agua en la fuente de hierro milagrosa, y Jaime, el de Telégrafos, se estrujó de nuevo los dedos en los Juegos Florales, esperando inútilmente que citaran su nombre por su nuevo poema «Mujer». Y mientras Raimundo en la barbería proponía para solucionar los males de España que en cada pueblo hubiera un orfeón y una compañía teatral de aficionados, don Pedro Oriol aseguraba que nunca se lograría progresar si los gobernantes, cualesquiera que fuesen, no se decidían a realizar a fondo una repoblación forestal.
Y entretanto doña Amparo Campo le decía a Julio: «Julio, va pasando el tiempo y ya ves, todavía no me has llevado a La Molina, y este verano supongo que tampoco me llevarás a ninguna parte…»
Y, no obstante, para quien más vertiginosamente rodaba la vida, aunque él con sus hombros templados y su andar lento procuraba no perder pie, era para Cosme Vila.
La apertura del flamante local había significado su emancipación. Dejó el Banco. Su mujer se puso a fabricar cestos en el piso. Los padres de ésta, en el paso a nivel, le preparaban el trabajo, de un tren a otro. Con ello y con una subvención prometida por Barcelona, el jefe dispuso de un despacho y la ciudad contó con un local para el Partido Comunista.
Cosme Vila pudo ya contemplar la procesión de Corpus desde el balcón del Partido. Y al ver las inmensas alfombras de flores que cubrían la plaza, pensó que la primavera era hermosa. Y en homenaje a la primavera, procedió a nombrar el Comité.
No le gustaba Víctor, le consideraba peso muerto; pero, era una vieja gloria y debía respetarle. Tesorero, se encargaría del archivo fotográfico y de ilustrar el pequeño semanario -algún día diario- que se iba a editar.
Gorki sería su brazo derecho, como Octavio lo era de Mateo. Gorki era aragonés, bajo y cuadrado, ojos de lince, pequeña barriga; sabía muchas cosas. Era extremadamente fanático. Nadie comprendía por qué fabricaba perfumes. Él decía: «Recorriendo la provincia con un muestrario en la mano, se entera uno de muchas cosas». Sería el redactor jefe del semanario, que bautizaron con el nombre de «El Proletario».
El cuarto miembro del Comité fue Murillo. Por unanimidad. Cosme Vila se daba cuenta de que un hombre sin escrúpulos podía prestar servicios en caso necesario… Naturalmente, habría que vigilarle. Pero si algún día se lavaba la gabardina, se rescindiría el contrato y se acabó.
El quinto miembro, tal vez el más fanático, Teo. El carretero gigante, Teo Arias. El mejor carretero de la ciudad. Trabajaba por su cuenta. Disponía de un carro de plataforma inmensa, desde cuyo centro, de pie y sosteniendo las riendas, levantaba en vilo las crines de dos caballos pardos, soberbios, también de su propiedad. Hacía veinte viajes diarios a la estación. Al pasar al trote delante del laboratorio de Gorki, todas las garrafas y botellas de éste temblaban en las estanterías. Al pasar delante del local del Partido Comunista, temblaban los cristales. Víctor decía, levantando la cabeza: «Ahí pasa Teo». La importancia de Teo radicaba en su humanidad… y en que de pronto informó a todo el mundo de que era hermano del taxista que murió en Comisaría el 6 de Octubre. Nadie lo sabía, sólo los íntimos. Los dos hermanos no se hablaban desde hacía años. Pero el día del entierro Teo, ante la fosa, juró que vengaría a su hermano Jaime Arias. Y ahora, desde el Comité del Partido Comunista, creía llegada la ocasión.
Cosme Vila entendió que, de momento, con aquellos cuatro colaboradores inmediatos, le bastaría. Sería preciso celebrar otra Asamblea General, continuar el Cursillo de iniciación marxista. Pero lo importante era, antes que otra cosa, indicar a cada miembro del Comité su sitio exacto, y poner, respecto a la labor por realizar, los puntos sobre las íes.
Sentado en el escritorio del despacho de jefe, pensaba en el Banco y en la máquina de escribir. Al oír dar las horas se decía: «Ahora el director tose, enciende la pipa y pide la firma. Ahora el subdirector saca su caja de rapé y despliega El Demócrata. Ahora Padrosa se come un emparedado de jamón. Ahora Ignacio lía un cigarrillo, sonriendo por lo bajo».
¡Qué hermoso era poder dedicar la jornada entera al ideal! Cosme Vila recordó la carta que dejó su padre sobre la mesa del comedor, antes de ahorcarse, dirigida a un hermano suyo: «No puedo soportar ver pasar hambre a mi mujer y a mi hijo. Ayúdalos cuanto puedas. Y que Dios te lo pague».
¡Qué duro era aquello, qué lejano y qué próximo! Bajo la hoz y el martillo, los retratos de Marx, Lenin y Stalin, con un mapa de la provincia de Gerona pegado a la pared, Cosme Vila, en mangas de camisa, con un cinturón anchísimo, de cuero, que le había regalado su suegro, reunió al Comité, dispuesto a puntualizar. En las dos salas contiguas del piso la masa de afiliados lavaba los cristales, barría, colocaba bombillas, trasladaba otros trastos de la barbería, en la que sólo quedarían los espejos y la escupidera.
Su primer trabajo consistió en frenar el entusiasmo que mostraban los del Comité, y sus ganas de actuar y de conseguir resultados inmediatos. Se sacó una pequeña navaja del bolsillo y en tanto se quitaba el negro de las uñas les dijo que si algo podía echar a perder la marcha del Partido y la revolución eran la prisa y el sentimentalismo. Citó textos, especialmente de Lenin. «Antes decidir, después votar.» «Los dirigentes de una revolución deben ser profesionales.»
– Así que seamos prácticos. En el Comité somos cinco, contra trescientos afiliados y luego toda una masa de simpatizantes. En lo posible, contentaremos a estos afiliados y procuraremos su bienestar; pero si las circunstancias lo exigen y hay que utilizarlos, se hace… En Rusia, en el año 1920, fueron sacrificados millones de rusos.
»La finalidad ya la sabéis: destrucción de todo el tinglado burgués de la ciudad y la provincia. En cuanto a los medios, en cada caso elegiremos el más conveniente, de modo que no hay que asustarse si un día gritamos «viva» esto y al día siguiente «muera». Nosotros creemos que lo que cuenta es el porvenir. ¿Por qué ponéis esa cara? Es curioso que cueste tanto convencer a la gente de que lo que murió, murió, y de que las lágrimas son agua. ¿Tú, Gorki, viste por Zaragoza alguna lágrima que no fuera agua? Yo aquí, no.
Otra idea:
– Hablar más de política que de economía: es más eficaz introducir una idea en una cabeza que un duro en un bolsillo. Un par de obreros en el Comité, esto sí, porque tienen instinto de clase; pero sujetos. Si los soltáramos pedirían las mismas cosas que piden los burgueses; además de que un buen revolucionario saca mejor partido del hambre que de la prosperidad.
»Así, pues, lo más importante es el clima revolucionario. Y luego tener presente que hay que repetirlo todo constantemente. De ahí la eficacia de un programa sencillo -los nueve puntos que leí en la barbería- y de los carteles y la Prensa. Es necesario llenar las paredes de carteles que digan siempre lo mismo y escribir siempre lo mismo en los periódicos. Por eso el semanario El Proletario constará de tres secciones, siempre las mismas: una para los campesinos -lenguaje claro, pues son desconfiados-; otra para los obreros industriales -muchas estadísticas-, y una tercera para los pescadores -lenguaje poético, pues son supersticiosos-. Yo me ocuparé del lenguaje claro y del lenguaje poético, Gorki de las estadísticas.
»En el seno del Partido, la organización es lo básico. En cada fábrica y taller un enlace, una célula agraria en cada pueblo. Hasta que el mapa de la provincia no esté lleno de banderas la cosa no empezará a marchar. Y tener esta idea fija: los del Comité somos los responsables de todo. Por de pronto, nos reuniremos todas las noches sin excepción. Luego, no nos permitiremos ni el menor lujo. Mesas y sillas en casa, nada más. Ni cines ni bailes ni matar las horas en tertulias. Y, sobre todo, no vestir como el alcalde o los Costa. En la cabeza, o nada, como yo, o en todo caso gorro de ferroviario. Nada de sombrero ni de pañuelitos que salen ni de corbata. Y nada de agua de colonia, a pesar del negocio de Gorki. Hay que cuidar todos los detalles, ser minuciosos. Contacto continuo con Barcelona y visitas periódicas de Vasiliev. Imponer una disciplina férrea y dar pocas explicaciones. De vez en cuando, un escarmiento. Y desde luego, estudiar. Y el que no esté dispuesto a morir por la idea, ir a la cárcel o sacrificar a la familia, vale más que se afilie a la Izquierda Republicana.
El Comité Ejecutivo aprobó la línea de conducta. Gorki se las prometió felices. Cosme Vila abrió un cajón del escritorio y se puso a comer un bocadillo.
Cosme Vila odiaba por igual a los terratenientes, a los militares y al clero. Y lo mismo a los disidentes del Partido, especialmente a Pedro, chico que vivía en la calle de la Barca con su padre, éste siempre en la cocina con una mosca pegada entre ceja y ceja. Tal vez el blanco preferido fuera el clero, no por convicción sino por temperamento. Pertenecía a la organización «Los militantes sin Dios» que acababa de fundarse en Barcelona, antiguamente «Los Sin-Dios», y decía que en acción antirreligiosa en España debía llegarse más lejos que en Rusia.
No obstante, era inteligente y no se hacía demasiadas ilusiones. Tenía un conocimiento muy preciso de cuantos le rodeaban. Sabía muy bien, que sus suegros no dejarían de admirarle nunca, hiciera lo que hiciera; en cambio, comprendía que los afiliados le echarían el alto si no remozaba sin cesar su autoridad. También sabía que Gorki, muy entero, no le perdonaría un fallo ni perdería un momento de vista el sello y el tampón; y que cuando Murillo se atusaba los bigotes lentamente, era señal de que rumiaba algún resentimiento.
Pero no importaba. Les daría pruebas de su voluntad indomable. Por de pronto, no se movía de su mesa de trabajo, ni siquiera para salir al balcón. No salía al balcón ni siquiera cuando, abajo, pasaba Teo, con su carro arrancando chispas de las piedras.
Ésta era la gran virtud del jefe, que trascendía al Partido. Permanecía inmutable. Los militantes admiraban su seriedad. Ya en la barbería comprendieron que la jugada era importante. Cosme Vila decía siempre que la frivolidad era el defecto burgués por excelencia, y el que a la postre les resultaría fatal.
Cosme Vila, después de analizar cada una de las decisiones que tomaban sus adversarios, llegaba a esta conclusión: que eran unos frívolos. Frívolo el notario Noguer cuando creía que, recogiendo la basura, se limpiaba una ciudad; frívolo Casal cuando afirmaba que un poco de algodón en el oído basta para no oír; frívolos los Costa cuando se declaraban eufóricos porque apenas reabierto el local contaban con mayor número de afiliados que antes del 6 de octubre, y solemnemente nombraban al mártir Joaquín Santaló presidente perpetuo del Partido y republicano ejemplar.
Ésta era la vida. Si Mateo soñaba en Marta para fundar la Falange femenina en la ciudad, si Izquierda Republicana explotaba para su propaganda los huesos de Joaquín Santaló y el Partido Comunista estaba dispuesto a sacrificar a sus afiliados, si el Partido Socialista y su Sindicato se recobraban con formidable ímpetu gracias a la cabellera anárquica de Casal, si Porvenir tenía tan loca a la hija mayor del Responsable, que ésta le proponía poner en práctica las teorías de Bakunin y huir los dos a Francia o donde fuera; si Mateo luchaba a brazo partido para arquitecturar el inicial entusiasmo de los recién ingresados y en la Liga Catalana don Jorge con su ortodoxia, resultaba un muro para los que querían convertirla en una entidad bancaria, todo ello formaba parte del juego de la ciudad -de su historia-, como el río o como la pulcra cabeza del Comisario. Ahora bien, llenaba el presente -la vida cotidiana, las calles- de irremediables asperezas. La diversidad de bandos afectaba a la existencia entera de la ciudad, desde sus instituciones hasta su marcha comercial. Porque el hecho de que cada hombre tuviera su local político -y cada local su conserje- traía como consecuencia que cada mujer tuviera su panadería, su vendedora de pescado. Vivir las ideas: ésta era la ley. Por nada del mundo un ugetista hubiera dejado una peseta en el estanco de un radical. Y además, cada ciudadano leía un solo periódico, que tallaba como en piedra su mentalidad. Y cada periódico tenía sus anunciantes, y los lectores sabían que los anunciantes de otros periódicos eran enemigos. De ahí que Matías Alvear soltara en el Neutral una frase que fue repetida durante mucho tiempo y que divirtió enormemente a Julio García: «Si esto continúa así, viendo la marca de los calcetines de un caballero sabremos si cree o no en el misterio de la Encarnación».
Matías Alvear hablaba de esta forma con ánimo a la vez alegre y triste. Triste porque hubiera querido que todo el mundo fuera más tolerante, que todos los periódicos anunciaran todos los calcetines; alegre porque en aquella libertad de organización y opinión veía la prueba de que las aguas habían vuelto a su cauce, y que el fantasma de la Dictadura Militar, que en un principio se temió, se había desvanecido. Matías Alvear recobraba poco a poco, sin darse cuenta, su confianza en la República. A don Emilio Santos, el menos optimista, le repetía la canción: «Un poco de seso y unos cuantos republicanos de buena fe. Todo marcharía sobre ruedas». Y a veces se conformaba con uno solo, con un jefe. Ni Gil Robles, «hipócrita», ni Azaña, «un resentido»; alguien nuevo, sensato, de buena fe. Matías Alvear creía que este jefe surgiría un día, «que no había razón para desesperar. Y entre tanto, ¿para qué revolverse la sangre?»
Lo que ocurría era que Matías Alvear, realista, estaba contento porque en Telégrafos el asunto catalanista había quedado zanjado y, sobre todo, porque entre las aguas vueltas a su cauce se hallaba su familia: Santiago, tranquilo en Madrid; José metido en un negocio de recambios de coches; en Burgos, su hermano libre tiempo hacía, la hija de éste a punto de casarse; uno y otro -e incluso el chico- otra vez en la UGT. Era, ciertamente, un balance positivo teniendo en cuenta lo ocurrido. Cerca de treinta parientes, contando con los de su mujer, y sólo se habían perdido cuatro dedos: los del cuñado de Trubia; que por cierto ya volvía a dirigir los talleres. En Bilbao, completos, y en San Sebastián. Carmen Elgazu también daba gracias a Dios por todo aquello; y ahora sólo le pedía que Ignacio perseverara siendo el que era, estudiando sin meterse en tanta lucha secreta como había en la ciudad, que César regresara pronto -¡le echaba mucho de menos!- y que la inclinación que Pilar sentía por Mateo tuviera buen fin.
Mes de junio. Un gran sopor había invadido a la ciudad. Los movimientos eran lentos, los cuerpos se resistían a cambiar de postura. Mirando el sol se presentía que pronto mandaría rayos de fuego sobre las cabezas. En determinadas horas las calles parecían deshabitadas. Todo el mundo decía: «No sé por qué, pero me pasaría el día durmiendo».
Ignacio y Mateo aprobaron en la Universidad de Barcelona el primer curso de Derecho, ¡Ignacio llamó por teléfono a Ana María! La chica sintió que el corazón le estallaba. Dieron un paseo en barca, por el puerto. Ignacio hizo otro discurso…
Las familias de Mateo e Ignacio recibieron a los dos chicos en la estación. Por su parte, el profesor Civil hizo también acto de presencia. Hubo abrazos, besos, regalos. ¡Primer curso! En el Banco se repitió la canción: «Ignacio Alvear, consultas de tres a siete».
Pedro, el comunista disidente y solitario, quería comprar un aparato de radio a plazos, para recibir directamente las consignas de Moscú. Su padre, el viejo de la cocina, le dijo: «Vete a ver». El muchacho fue a ver y le dijeron: «De acuerdo, pero tiene usted que firmar estas letras». Pedro se negó a ello. Su padre le había advertido desde pequeño: «No firmes nunca un papel, Pedro. Yo, por haber firmado uno, estoy en esta cocina desde hace tantos años».
La cadena de Fiestas Mayores empezó. A las orquestas les llovían los contratos de todas partes. Gracias a ello el Rubio ex anarquista, el «chivato», consiguió ser admitido en calidad de saxofonista en la orquesta más importante de la ciudad: «Pizarro Jazz». Y, por otra parte, Mateo le había colocado en el almacén de la Tabacalera. Y al preguntarle Mateo: «Pero… ¿los músicos no notáis la crisis…?», el Rubio había contestado: «¡No seas idiota! Cuanta más crisis, más baila la gente». El Rubio estaba resultando un hombre aprovechable.
Otra persona aprovechable era mosén Francisco. El vicario de San Félix también consiguió un contrato: llevar su orfeón catequístico a cantar sardanas y folklore en Perpiñán. No quiso presentarse en Perpiñán sin que sus muchachos conocieran una canción en francés. ¡Vano intento! Eligió «Frère Jacques». No acertaban a pronunciar como era debido. Se armaban un lío. «¡No iremos a Perpiñán hasta que sepáis «Frère Jacques!» Los chicos se excusaban. «Mosén, lo difícil es entrar a tiempo.» Por fin entraron y mosén Francisco se los llevó a Perpiñán, saludando con su inmenso sombrero a los soñolientos jefes de las estaciones.
¡Toque de alarma en casa de los Alvear! De repente llegó César. Llegó del Collell con una carta de su profesor de Latín que decía: «Oblíguenle a dormir. Aquí se ha pasado noches enteras rezando, sin notar cansancio». Matías Alvear le asió de la barbilla y le preguntó: «¿Es cierto?» César afirmó con la cabeza. «Pero me encuentro muy bien.» Matías Alvear no supo qué comentario hacer. Porque la verdad era que el chico tenía un buen aspecto. Carmen Elgazu se quitó el delantal y, arreglándose con prisa el moño, fue a visitar a mosén Alberto. «¡César se ha pasado noches enteras rezando, sin notar cansancio! ¿Qué opina usted?» Mosén Alberto, que ya estaba enterado del asunto por un informe del director del Collell, opinó simplemente que César era un santo y que aquello era una manifestación de la gracia. Carmen Elgazu se llevó las manos a las mejillas y exclamó: «¡Jesús!» Era tanto su júbilo que los ojos se le llenaron de lágrimas, que acaso fuera agua, acaso no. «¡Un santo! ¡Un milagro! ¡Mi hijo hace milagros!» Mosén Alberto intentó calmarla. «Son casos sobrenaturales, no hay duda. Ausencia de sueño… Es una de las manifestaciones características de los estados contemplativos, sobre todo del éxtasis. Lo mismo que la carencia de necesidad de alimento. Santa Catalina de Siena -por cierto que la imagen que tienen ustedes es magnífica- dormía media hora cada tres días y santa Lydwina durmió tres horas en treinta años. Sin embargo, tenga usted calma. Nada de milagros. ¡Y sobre todo no le digan nada al chico! Oblíguenle a acostarse.»
Y de repente, el sol desencadenó su ofensiva. Apenas asomaba tras la silueta de Montjuich, un calor bochornoso caía sobre la ciudad. Los grandes ventiladores de Izquierda Republicana fueron puestos en marcha, los pequeños del Banco Arús se complacieron de nuevo en trasladar los papeles de sitio; pero existían personas sin defensa posible. Los guardias urbanos -el padre de Haro, en el puente de Piedra-, los vendedores ambulantes, los albañiles, los peones. Sobre ellos caían los rayos como martillazos.
Era una especie de borrachera. Los cuerpos quedaban empapados y pronto la piel comenzaba a hervir. Y acto seguido, hervían los cerebros.
Sobre todo los cerebros de los obreros en paro. Éste era el punto delicado. Teóricos del hambre les habían dicho: «No os preocupéis; en verano se vive de cualquier modo». Los obreros parados descubrieron que era peor. El calor, el sudor, las horas largas. Sentados en las aceras con la gorra hasta los ojos, de pronto, hartos de sol y de sí mismos, pegaban un brinco. Buscaban un poco de sombra, algo fresco con que remojar los labios, un poco de conversación. Les parecía amargo incluso el tabaco. Pasaban los carros: «¡Helao, el rico helaoooo…!»
Y, además, llevaban ya muchas semanas acumulando miseria. Desde octubre. Las reservas se habían agotado tiempo hacía. La ayuda de las amistades, otro tanto. Las mujeres ya no encontraban ropa que lavar en el río, el propio río bajaba sin apenas agua. «Fulano de tal os conseguirá una colocación; dicen que Mengano necesitará gente.» Mentira. Fulano y Mengano preparaban las maletas para salir de veraneo. El notario Noguer, desde la Alcaldía, cumplió su promesa en la medida de sus posibilidades. Consiguió que el Ayuntamiento en pleno votara la construcción de un Mercado cubierto, sobre el río, sobre el Oñar. Audaz proyecto. Ochenta mil pesetas iniciales fueron destinadas a él. Las mujeres contentas. ¡Plaza cubierta! Pero… los obreros llamados no llegaron a cuarenta. Cuarenta obreros, con botas de goma, empezaban a poner los cimientos, mientras los puentes vecinos se llenaban de curiosos.
Eso era todo. Eso, y los cincuenta murcianos que se habían marchado unas semanas antes hacia S'Agaró, a las órdenes del hijo mayor del profesor Civil, el arquitecto. Los demás, nada. Doscientos cincuenta hombres sin esperanza por lo menos hasta septiembre.
Y por si ello fuera poco, de los murcianos llegaron noticias alarmantes. Al parecer se habían instalado en la misma playa de S'Agaró, con sus familias, en barracones improvisados, y los veraneantes los barrían de aquel paraje alegando que lo ponían todo hecho una porquería.
El Demócrata traía la información. «Han tenido que instalarse junto a la carretera, en unos cobertizos medio arrumbados. También de allí les han echado, porque es donde los coches se proveen de gasolina.»
La CNT salió en defensa de los murcianos, porque era el Sindicato al que estaban afiliados. «¡Trabajando bajo un sol que los mata, y no tienen ni siquiera derecho a vivir junto al mar!» Los doscientos cincuenta obreros parados se solidarizaron con la causa de sus camaradas.
Pero nada consiguieron. Ganó la protección al turismo.
Los obreros en paro se indignaron. Estos obreros dormían desnudos sobre la cama, a causa del calor, y ello aumentaba la impresión de desamparo que sentían.
Entonces empezó el paso de turistas hacia la costa. Coches con una piragua en el toldo, otros descapotados con hombres vestidos de blanco, con mujeres hermosas que llevaban la cabellera al viento o un pañuelo atado a la cabeza. El Tradicionalista anunciaba trajes de baño baratos, señalaba «itinerarios de belleza indescriptible».
Los obreros parados se dividían en grupos. Algunos consideraban todo aquello muy natural. Era la vida que rodaba, como los neumáticos por la carretera. Otros consideraban que todo en conjunto era una mofa, una broma de mal gusto que les jugaba el mundo.
Entre éstos -aunque personalmente trabajara- se contaba Salvio, que había fundado la célula trotskista. Pero no le hacían caso. El Partido Comunista, la UGT y Salvio se manifestaban impotentes para encontrar una solución. Los únicos que parecían comprender a los murcianos y a los parados eran el Responsable y Porvenir.
Porvenir iba de un lado para otro y era el único contacto humano bienhechor. «Nada en una mano, nada en la otra», de repente sacaba una peseta de la nariz de aquellos seres que no poseían moneda alguna.
Porvenir dirigió la ofensiva. Nocturna ofensiva contra la albura de las paredes, de las fachadas. Capitaneando un grupo de hombres cuyo asco era total, pues entre los que partían hacia Mallorca y Puigcerdá se contaban «La Voz de Alerta», don Santiago Estrada, don Jorge, ¡los hermanos Costa con sus mujeres!, se dedicó a llenar la ciudad de inscripciones. «Muera esto, muera lo otro.» Recorrían calles y plazas amenazando. En el portal de la casa del subdirector escribieron «Viva la FAI» y dibujaron una calavera.
El notario Noguer no tuvo otro remedio que nombrar una brigada nocturna de vigilancia. Serenos y guardias urbanos.
Entonces se repitió en los parados el milagro de César -ausencia de sueño- sin que en su caso mosén Alberto le hallara explicación. Ya ni siquiera podían dormir. Por lo que no sólo los días se les hacían interminables, sino las noches. Y puesto que la brigada de vigilancia les impedía pasarlas bajo el cielo estrellado, se metían en cualquier taberna abierta, a beber y a jugar a las cartas hasta las seis de la mañana; mientras Porvenir, al otro extremo de la ciudad, capitaneando otro grupo, rompía el cristal de una tienda o hacía resonar ensordecedoramente las persianas metálicas.
El notario Noguer sufría. Y pidió ayuda a la guardia civil. Entonces los parados llenaron las paredes más que nunca. Pero Porvenir les dijo:
– Camaradas… aquí nos cazarían y además esto no conduce a nada. Tengo otro plan.
– ¿Cuál?
Porvenir se pasó la mano por las brillantes ondas de su pelo.
– Mañana -dijo- todos a la Dehesa, a las doce en punto. Delante de la Piscina.
Aquel día el sol salió más temprano y penetró en los cerebros más hondamente. Todos acudieron a la cita. El joven anarquista los esperaba en slip, acompañado de la hija mayor del Responsable.
Cuando todos estuvieron reunidos, Porvenir buscó una piedra y la depósito en el centro de aquella inmensa explanada que los árboles no protegían, llamada el campo de Marte. Sobre la piedra puso una cerilla y a su lado, estratégicamente, un pedazo de cristal.
Los rayos que caían eran tan verticales que a los pocos instantes la cerilla se estremeció y quedó encendida.
– Eso… en los bosques -dijo Porvenir.
Todos comprendieron. ¡Los bosques…los bosques…! Sembrar los bosques de cerillas y pedazos de cristal.
Éste fue el grandioso juego de manos imaginado por Porvenir, en la provincia. Mientras la esposa de Cosme Vila daba a luz un varón, el más joven comunista de España y del mundo, mientras Casal en la UGT comparaba su comité con el de Cosme Vila y al reconocer su escalofriante inferioridad pedía y conseguía la colaboración de David y Olga -Olga tesorera, David delegado de Propaganda-, mientras el comandante Martínez de Soria cruzaba su acero en el cuartel de Infantería con el coronel Muñoz, segunda espada de la guarnición, unos cuantos hombres se desparramaban por las montañas próximas y lejanas con cerillas y pedazos de cristal en las manos.
Fue el momento de la grandiosidad, fue la venganza. El resultado no se hizo esperar. Comenzaron a brotar los incendios, primero cerca de la ciudad, luego lejos, cada vez más lejos.
¡Qué arbitraria era la naturaleza! Algunos de los incendios nacían con timidez, nacían muertos. Unas llamas impotentes, que se asustaban al ver las costras en los labios del Cojo y se recogían sobre sí mismas hasta desaparecer. Otras querían avanzar, pero la tierra se negaba a transmitir su palabra roja. Otras alcanzaban cierta altura y reducían a la nada una familia de pinos, unos olivos perdidos, sin más. Sólo los reptiles huían en sacudidas violentas. Y los colonos de don Jorge regresaban a sus casas con las palas y los utensilios preparados para la extinción.
Pero en otros lugares, en cambio, especialmente por el lado de la ermita de los Ángeles, Rocacorba y Arbucias, el fuego prendió con espectacularidad. Las llamas, ayudadas por elementos invisibles, enlazaron unas con otras. Fue el gran milagro concebido por Porvenir. Pronto los pueblos adosados a las laderas y las masías vieron aparecer por las cumbres fantásticos resplandores. La visión se repitió aquí y allá simultáneamente; auténticos productos de prestidigitación. A la luz de estos resplandores los pinos y los alcornoques se doblaban heridos de muerte. Toda la provincia se puso alerta. Los incendios de los Ángeles eran visibles desde Gerona, desde los tejados, desde la propia escuela de David y Olga. Las montañas ardían, y los bosques, mientras Porvenir, el Cojo, Ideal y otros regresaban indiferentes o excitados, algunos algo asustados ante lo que estaban haciendo.
Los primeros momentos fueron de auténtico estupor. El profesor Civil subió a la azotea a contemplar el espectáculo. El coronel Muñoz se acercó a los ventanales de la Sala de Armas. Julio García salió a extramuros. Algunos canónigos subieron al campanario de la Catedral. Toda la ciudad buscaba las alturas. Ignacio se fue a Correos y con su padre subió a la Cúpula; una vez arriba, permanecieron mudos ante el horizonte en llamas, sufriendo doblemente, por los hombres que las provocaban y por la riqueza devastada.
El coche de don Pedro Oriol corría de un lado para otro de la provincia. Sus bosques parecían elegidos con precisión especial. Su mujer le decía: «La cuestión es que todo el mundo se salve».
Todo el mundo se salvó; pero no muchas barracas en el monte, ni muchos reptiles, ni utensilios, ni familias enteras de pinos, encinas y alcornoques. La tierra quedó ennegrecida, humeó. Se oían risas por los atajos, crepitar de lenguas vivas. Don Pedro Oriol lloró, el profesor Civil recordó a Nerón, Paco sacó apuntes, el notario Noguer publicó bandos sobre los imprudentes fumadores.
Mateo y Octavio, Benito Civil y Rosselló, Roca y Haro entendieron que el momento había llegado. Al regreso de los trabajos de extinción, para los que se movilizó el Ejército, pero en los que participaron muchos voluntarios, pusieron mano sobre mano en la mesa del despacho, ante la fotografía de José Antonio.
Al día siguiente unas letras de tamaño colosal -como Teo de pie sobre su carro- aparecieron en la Dehesa, pintadas en negro, una en cada tronco de árbol, de forma que leyéndolas unidas decían: VIVA FALANGE ESPAÑOLA.
Gerona volvió su mirada hacia aquellos plátanos milenarios, que en cierto modo parecían carbonizados también. Aquel VIVA -al que siguieron otros, en otros lugares- incrustados en negro, causó una nueva y fortísima conmoción, sobre todo porque se interfirió entre los MUERAS que continuaban escribiendo en los árboles vecinos y en las paredes los obreros en paro forzoso. Los falangistas también elegían la noche para trabajar, pues las rondas ahora se hacían en las montañas. Recorrían las calles también con su fe, con idénticos botes de pintura, idéntico carbón. De momento no hubo encuentro bajo las estrellas. Sin embargo, mucha gente juzgó que la presencia física de Falange en Gerona era una calamidad peor aún que los incendios. «Así, pues, el de la Tabacalera iba en serio» -decían-. Los voceadores de El Demócrata y El Proletario vigilaban las esquinas, esperando recibir de un momento a otro un ladrillo en la cabeza.
Luego, salieron los primeros folletos. En sábado, día de mercado, los seis falangistas se colocaron estratégicamente y repartieron los primeros folletos de Falange, con las flechas en la parte superior. «No se trata de fumadores que echan colillas, como cree el señor Alcalde. Los bosques arden porque la gente sufre, odia, y quien odia enciende las cerillas con sólo mirarlas.» Otros explicaban que la gente que sufría eran los obreros parados, u otros que trabajaban, pero con sed de justicia y Patria. Otros prospectos decían que en España morían los bosques -y con ellos los pájaros- porque desde muchísimos años los gobiernos no conseguían encender en el alma de los españoles una ilusión viva y única. En los centros de derechas se repartieron unas octavillas especiales, diciendo que «cada español debía ser mitad monje, mitad soldado».
Los folletos causaron asombro. Los obreros decían: «Hacen como los curas, dicen que nos quieren mucho». Cosme Vila extendió un ejemplar de cada texto sobre la mesa de trabajo y comentó: «Estos tíos no son tontos».
Benito Civil se había apostado a la salida de la estación de modo que su público se compuso casi exclusivamente de gente de los pueblos. Payeses con gorra y faja, que al ver las flechas preguntaban: «¿Esto qué es?», y que al leer lo de encender las cerillas con sólo mirarlas creían que se trataba de una nueva marca de la Arrendataria. Algún muchacho joven susurró, en voz baja: «Son los fascistas». Y aquellas palabras le valieron a Benito miradas cuya significación se le escapó. Mateo cuidó de los barrios obreros y pobres; Octavio pasó por oficinas y Bancos; el hijo del doctor Rosselló, Roca y Conrado Haro ocuparon el centro, sobre todo la Rambla.
Fue verdaderamente un mes pletórico. Los daños causados por los incendios eran incalculables, y mucha gente negaba que se tratara de sabotajes. «No hay nadie capaz de hacer una cosa así.» Mosén Francisco y los chicos del Catecismo vieron uno de los incendios ya desde Francia, al regreso de Perpiñán de cantar «Frère Jacques». «Nuestra Patria está ardiendo», pensó el joven sacerdote. A los muchachos nunca les había parecido tan maravillosa una montaña; por su parte mosén Alberto creía firmemente que los falangistas no eran ajenos a aquello. «Habría que vigilarlos», le decía al notario Noguer.
Y, sin embargo, aquello no impidió que los neumáticos rodaran por la carretera… Que la vida siguiera su curso, que las vacaciones fueran empezadas con matemática puntualidad, que cada día aumentara el tráfico hacia los centros de veraneo. Los incendios en la montaña originaron que el mar tuviera aún más partidarios. De modo que la costa -desde Blanes hasta la frontera, pasando por San Feliu y S'Agaró- quedó abarrotada en los lugares de moda. Los componentes de la colonia murciana se vieron internados más aún. Estorbaban en todas partes. Estos cambios les dolían, porque «al lado del mar se estaba como Dios» y además porque el agua potable les quedaba cada vez más lejos. Sólo la visión de algunas bañistas esculturales reconciliaba a los nómadas cabezas de familia con los veraneantes que los expulsaban. Pero la calma duraba poco. De pronto los invadía una gran cólera, y se sentaban fumando y contemplando las piraguas y los balones azules.
La invasión en la costa sugirió a varios propietarios acotar sus parajes, poner alambradas y vallas, crearse playas particulares. Algunos de estos parajes se decía que pertenecían a artistas de cine norteamericanas, que habían descubierto aquel rincón paradisíaco de España. Se citaba a Madeleine Carroll. Otros pertenecían a pintores extravagantes, que practicaban el nudismo con turistas extranjeros.
Las alambradas levantaron un clamor popular de indignación. «Se reservan hasta el paisaje.» «Hasta el mar es suyo, por lo visto.» Todo el mundo derribaba las vallas, o las saltaba, y llenaba los parajes acotados de toda suerte de porquerías. Porvenir, cansado de bañarse en el agua dulce de la Piscina, se dio una vuelta por allí y pronto se levantaron entre los pinos pequeños incendios. Sólo respetaron los terrenos de presuntas artistas norteamericanas porque Blasco gritó de pronto: «¡Cuidado! Podríamos provocar un conflicto internacional».
Si la opinión popular estaba desconcertada con respecto a los incendios, por el contrario los dirigentes políticos, derechistas e izquierdistas, sabían perfectamente a qué atenerse. Y presumían que el castigo sería duro para el Responsable y Porvenir. «La Voz de Alerta» regresó fulminantemente de Puigcerdá y en compañía de don Pedro Oriol se presentó en Comisaría con testigos que habían visto a los anarquistas por las montañas.
Pero la cosa se revelaba difícil. No sólo faltaban las pruebas reglamentarías, sino que los incendios habían cesado. Y por lo demás, el Comisario se negaba rotundamente a admitir que los dos jefes anarquistas tuvieran nada que ver con el asunto.
– ¿Cómo pueden ustedes suponer semejante cosa? El Responsable se pasa el día en el Gimnasio, y Porvenir en la Piscina. Docenas de personas les han visto allí mañana y tarde.
Por ello el Responsable y Porvenir estaban tranquilos. Porque contaban con la amistad personal del Comisario, don Julián Cervera. El Comisario había sentido desde el primer momento simpatía por uno y otro. Al Responsable le había dicho: «Me gustan los hombres que siguen siempre la misma línea». A Porvenir le había preguntado, riéndose: «¿Es cierto, Porvenir, que en Barcelona una vez se colgó usted un astrónomo del brazo izquierdo y un librero de lance del brazo derecho?»
Esta amistad se reveló eficaz. El Comisario no sólo rechazó en principio las protestas de los propietarios afectados, del Instituto de San Isidro y de los partidos derechistas e izquierdistas sino que con los Costa -que acudieron en taxi desde el pueblo natal de sus mujeres- discutió en tales términos que los dos industriales acabaron por encogerse de hombros. «Al fin y al cabo -le dijeron al Comisario-, los perjudicados son ustedes, los representantes del Gobierno.»
Casal reaccionó con mayor violencia. No le cabía en la cabeza que se dejara impune semejante atentado contra la riqueza forestal de la región. Se puso furioso; y, sin embargo, no iba a tomar represalias por su cuenta contra el Responsable y Porvenir. «¡Si las altas esferas creían que aquello beneficiaba a alguien…!»
No, no era eso, al parecer. Las altas esferas no creían que aquello beneficiara a nadie, pues el atentado, provocando reacciones diversas, acusaba aún más las diferencias que separaban entre sí a los Partidos Izquierdistas, lo cual les parecía de mal agüero, dado que el verano pasaría y que probablemente a fines de año habría elecciones. ¿El interés capital no era precisamente lanzarse a estas elecciones unidos, formando un frente común, desde la FAI hasta Izquierda Republicana?
Fue entonces cuando apareció en la ciudad el doctor Relken. Julio le recibió en su casa con todos los honores y le presentó sus amistades. Doña Amparo se sintió orgullosa. «¡Por fin huéspedes de categoría!» El doctor, al enterarse de la devastación de la provincia, comentó, limpiándose las gafas de doble espesor: «¡Ah, no hay manera de que ustedes los españoles se pongan de acuerdo! ¿Me quiere servir un poco de agua, doña Amparo?»
Carmen Elgazu, teniendo a César al lado, era la mujer más feliz del mundo. Los nueve meses de ausencia le habían parecido tan largos que una vez más se había dado perfecta cuenta de que entregar un hijo a Dios era perderle desde el punto de vista humano. Tres meses al año en casa; y una vez terminada la carrera, quién sabe adonde le destinarían.
Ahora le miraba, pareciéndole imposible que hubiera crecido aún más, que supiera tantas cosas… Siempre estimaba que César sabía muchas más cosas que Ignacio. En su escala de valores todo el Derecho no valía lo que un nuevo detalle litúrgico, o un poco de Teología.
César tomó, como siempre, posesión de su cama, de su silla en el comedor, de la ventana que daba al río, del balcón. Tomó posesión de su Biblia mutilada, comprobó que la imagen de San Ignacio cobraba una pátina de buena ley. Viendo los ojos de Pilar, y la felicidad que respiraba su hermana por todos lados, comprendió que la cosa entre ella y Mateo estaba más avanzada de lo que le habían contado por caria. Oyendo a Ignacio en la mesa, tranquilo y dueño de sí, comentando sin pasión los acontecimientos, comprendió que era cierto que su hermano había mejorado mucho desde que le dejó, en octubre último, exaltado por la revolución. César ignoraba que Ignacio hubiera estado enfermo. Atribuyó su cambio a los rezos, y tal vez a la influencia del profesor Civil, de quien tenía las mejores referencias.
Lo que mas le impresionó del hogar fueron las imágenes de San Francisco de Asís y Santa Clara que Murillo les había mandado cumpliendo su promesa.
Carmen Elgazu las había puesto en el cuarto de Pilar, en el que el seminarista entraba muy raras veces. No le habían dicho nada a César, de modo que para el muchacho constituyeron una jubilosa novedad. Se quedó boquiabierto, contemplándolas a ambos lados de la coquetona cama de su hermana, sobre dos minúsculos pedestales. «¡Es lo mejor que ha salido del taller Bernat!», exclamó. Luego dijo que tendría que ir a darle las gracias a Murillo. Matías Alvear se rascó la nariz, pero de momento no le desanimó.
De la ciudad en general, lo que más impresión le produjo fueron, por un lado, los incendios, por otro la entrada de Falange -y por lo tanto de Mateo- en la vida pública.
Ante ambas cosas su reacción fue de asombro. Respecto de Falange, experimentó inmediatamente una sensación de malestar, tal vez porque mosén Alberto le había dicho, señalando las montañas: «Si tu madre supiera con quién se las ha Pilar, no le permitiría salir con quien sale». Pero esto no era todo. César había identificado, desde el primer día, la palabra Falange con la palabra Fascismo, y ello le inspiró siempre un temor especial. Temor que aumentó cuando su profesor de latín en el Collell le contó las persecuciones que sufrían los católicos en Alemania, añadiendo que por su parte Mussolini, en sus comienzos de lucha sindical, había publicado un folleto titulado: «Dios no existe», así como terribles blasfemias contra Jesús.
Sin embargo, se resistía a condenar. En primer lugar, uno de los internos del Collell, que tenía un retrato de José Antonio escondido en la mesilla de noche, siempre decía que éste era católico antes que otra cosa; y tocante a Mateo, parecía no sólo eso, sino incluso devoto, para no hablar de su conocimiento de la Biblia, que según Ignacio era sorprendente.
Por lo demás, mosén Francisco, a quien visitó en seguida, le dijo: «¿Mateo peligroso…? ¡Psé! Ya sabes que yo casi nunca estoy de acuerdo con mosén Alberto».
Tocante a las montañas, César no comprendía. A César no le cabía en la cabeza que pudiera quemar montañas ningún hombre. En el Collell se extasiaba viéndolas y nunca olvidaría cuando por Navidad quedaron vestidas de blanco. Y en cuanto a los árboles, ¡a veces creía incluso que tenían alma! En las noches que se había pasado rezando, a intervalos se asomaba a la ventana, y si había luna o si la bombilla del patio había quedado encendida, veía a los chopos agitar sus hojas, saludándole, o a veces parecía que descendían de ellos lentas lágrimas. ¡Nadie era capaz de quemarlos deliberadamente! Y desde luego, no había hablado aún de los cipreses, que a su entender eran los árboles que más motivos tenían para creer en Dios.
Y, sin embargo, el hecho estaba patente, los rescoldos por los montes. Y ahí estaban también los VIVAS de Falange en la Dehesa. Y además, los folletos. Incendios falangistas. ¿Qué pensar?
A César le costaba más que antes integrarse en la vida de los demás. Se sentía ausente. Sin embargo, observaba a Mateo y cuantas veces habló con él sacó buena impresión. Nada veía, serio, que oponer a cuanto decía. Sólo una de las frases de las octavillas le desagradó: aquella que decía: «La gente que sufre, odia». César admitió que por desgracia era así en muchos casos, pero que expresado en aquella forma podía dar a entender que tal odio era justo.
Mateo le contestó:
– Querido César, no pierdas de vista una cosa. Nosotros no nos dirigimos a personas como tú, que llevan cilicio, sino a obreros que son echados de todas partes por los bañistas y que, como dice tu hermano -tu hermano siempre habla muy bien-, «ven que su mujer envejece rápidamente, el agua les queda lejos y no saben dónde colgar la gorra».
César asintió meditativamente. ¡Qué complicado era aquello!
Desde el punto de vista práctico, sus proyectos eran menos definidos que el año anterior. ¿Calle de la Barca? ¿El otro taller de imágenes? Evidentemente, todo aquello le era ajeno, sin saber por qué. ¿Dormiría durante el día las horas de sueño que le robaba a la noche? Quién sabe. Vivía en otra orilla. De momento lo atribuyó al brusco cambio de decoración. Gerona, viniendo del Collell, desconcertaba un poco como cuando se llega a una gran ciudad. ¡Pero es que le parecía que vivían en otra orilla sus propios padres! Incluso Carmen Elgazu… Llegó a pensar que le dolía más profundamente el hecho de que ardieran los árboles que el de que Murillo -por fin se enteró de ello- formara parte del Comité del Partido Comunista. César experimentó gran angustia y por otra parte notaba que Ignacio se daba cuenta de ello. No sabía qué hacer. Al comulgar pedía serenidad. Por la calle se detenía al oír las campanas. Hubiera querido entrar con frecuencia en el cuarto de Pilar a pedir a San Francisco de Asís que le iluminara con los rayos que salían de sus estigmas; pero si Pilar no estaba presente… no se atrevía; y si estaba presente no quería distraerla de sus líricos ejercicios literarios.
Ignacio y Mateo habían acordado con el profesor Civil que no reanudarían las clases hasta primeros de octubre. Sin embargo, para no perder contacto con los textos, un día a la semana irían a verle, y charlarían durante una hora. Fue Matías quien sugirió aquel reposo, entre otras causas porque el ahorro de tres mensualidades caería como una bendición. Mateo ya tenía ocupaciones fijas; Ignacio dedicó el tiempo sobrante a divagar por la Dehesa, a bañarse en el Ter o a ir a la UGT, en calidad de oyente de las clases de Economía que Casal continuaba dando a sus afiliados.
David y Olga se alegraron lo indecible de verle allí, y lo aprovecharon para revivir los tiempos en que estuvieron tan unidos a él. Le querían sinceramente. A veces decían que el afecto de Ignacio era el único que verdaderamente les era necesario. «Haces alguna escapada por otros dominios -le reprochaba David, sonriendo-. Claro, te hablan de cosas muy bonitas, como San Pablo y misiones históricas. San Pablo… no me quiero meter. Era tapicero y los tapiceros me han inspirado siempre mucho respeto; pero las misiones históricas, ya ves el ejemplo de Italia: Mussolini ya habla de misión histórica en Abisinia.» Olga remataba: «Cuando Mussolini o alguno de ellos grita: Viva la misión histórica, es cuestión de preparar unos cuantos ataúdes».
El problema religioso era el único que impedía a Ignacio creer enteramente en el socialismo como remedio posible de los males de España, ya que su descubrimiento de que las circunstancias de soledad, clima, constitución fisiológica, etc… influían directamente en el individuo, ahora superponía, con más convicción aún que cuando lo discutió con Mateo bajo los arcos de la Rambla, el factor económico.
En efecto, los incendios, la colonia de S'Agaró, los cientos de obreros que desfilaban por la UGT con sus problemas urgentes de subsistencia, todo ello relegaba a quimérico el pensar en las rutas del mar y otras sandeces. Casal, en sus lecciones, demostraba claramente que razas enteras en el curso de la historia habían sucumbido por falta de medios de producción. «Claro que se puede ser pobre y cantar flamenco -decía Casal-; pero la voz se quiebra pronto. También se puede ser rico y no tener remordimientos de conciencia; basta con correr las cortinillas. España es un país miserable, y además torpe. ¡En Madrid quebró una fábrica de material fotográfico porque los obreros se negaron a trabajar con unos guantes especiales, que les molestaban! De ahí que resulte tragicómico hablar de autarquía. Tenemos mucho que aprender. Lo primero que hay que inculcar es un poco de civismo. En Francia hay montañas de manteca en las tiendas… y en las casas… A última hora en los mercados regalan la fruta y las patatas… Pero… es que la gente cumple las leyes, y además se fabrican muchos automóviles. Civismo e industrialización, ahí está. La Revolución francesa tiene algo que ver en todo eso, creo yo. En fin, en España la línea a seguir está clara.»
Ignacio oía a Casal pensando que una gran verdad latía en sus palabras. Todo aquello le parecía más cerca del sentido práctico que cualquier otra doctrina. Pensaba que Matías Alvear hablaba un lenguaje análogo y ello para él constituía ahora la mejor de las garantías. Había acabado por admitir definitivamente que su padre era hombre de gran sentido común, y le erigía en árbitro de todos sus problemas, grandes o pequeños. Era poco espectacular creer en la experiencia paterna: Rosselló no le hacía ningún caso a su padre, Mateo no oía siquiera a don Emilio Santos; sin embargo, ello no alteraba el criterio de Ignacio. Matías Alvear podía fallar en las recetas pero en cuanto a diagnosticar era infalible. Los telegramas continuaban descubriéndole el cruce de los acontecimientos y enseñándole a sintetizar; y la vida que dejó atrás en Madrid, le respaldaba, y los años de matrimonio y los hijos. Sin contar con que no era hombre de un solo periódico.
En cambio, le preocupaba lo indecible que su madre, Carmen Elgazu, hablara pestes de la UGT. Porque también su madre era sensata y tenía sentido práctico. Ella no creía que la finalidad de la UGT fuera regalar la fruta y las patatas. «Donde estén David y Olga -decía-, no espero que regalen sino malos consejos».
Ignacio se reía y pensaba: «¿Cómo convencer a mi madre?» Por otra parte, tal vez ella acertara. El chico se guardaba de rechazar por infantiles los argumentos de Carmen Elgazu, incluso hablando de política. Desde que la besó en el cuello en el comedor, cuando la enfermedad, y luego la acompañó varias veces a la Iglesia, e incluso un día a comprarse un paraguas, la oía con mucha atención, porque admitía la existencia de un saber extralibresco, directo y eficaz.
Y por si esto fuera poco, ¿cómo resistir su entereza? Ignacio miraba ahora a su madre con admiración. Y ésta ¡cómo le correspondía devolviéndole mil por uno! ¡Cariñoso hijo; que Dios se lo conservara! Entraba en la cocina a gatas y la asustaba haciéndole cosquillas en las piernas. En ocasiones, al verla sentada y cosiendo, se colocaba detrás, le deshacía el moño y asombrado ante la longitud de su cabellera -mezcla de blanco y negro- que le llegaba casi al suelo, la peinaba interminablemente como de niño hiciera en Málaga. En otras ocasiones organizaba pequeños complots familiares, con el fin de que Carmen Elgazu no tuviera que levantarse absolutamente para nada durante las comidas. Ignacio, Pilar y César y el propio Matías Alvear eran los encargados de ir a la cocina y de servir. Carmen Elgazu tenía prohibido moverse. Presidir la mesa y comer, nada más. Los cuatro confesaban que juntos no conseguían lo que ella sola, pero el detalle hacía feliz a la mujer. Ignacio oyendo a Casal se preguntaba a veces con inquietud si el programa de industrialización no traería consigo la pérdida de entidades humanas como su madre. David contestaba que al contrario. «Habrá muchas más. Ahora muchas mujeres querrían ser Cármenes Elgazu y no pueden, porque no tienen fuego en la cocina ni mesa que presidir.»
Otras veces, Ignacio pensaba en Marta. A Marta la palabra socialista -a pesar de que en Valladolid los socialistas se pasaran a Falange- parecía causarle horror. Hablaba poco de ello, pero resultaba claro. De Casal decía: «Sólo verle me da miedo». Ignacio le preguntaba: «¿Por qué?» Marta contestaba: «Eso es lo horrible, que no lo sé. Pero me da miedo».
Ignacio había observado que este sistema de sentenciar sin dar luego la explicación era habitual en Marta. Acaso quisiera dárselas de mujer intuitiva; lo más probable era que lo fuese verdaderamente.
No obstante, su intromisión en el círculo familiar le estaba poniendo nervioso. Ignacio continuaba experimentando fuerte impresión al ver a la muchacha, porque en realidad algo magnético emanaba de ella. Pero era una impresión desasosegadora, como la que produciría una estrella que no estuviera en su lugar. En el fondo no comprendía que Marta congeniara con su hermana. Eran totalmente distintas y, sobre todo, había entre las dos diferencias vitales, de inteligencia y aun de educación. Por lo visto, la picardía de Pilar, sus intervenciones inesperadas y la salud que irradiaba su persona conquistaban a todo el mundo. Ahí estaba Mateo como ejemplo vivo.
Ahora Pilar le decía, dándole un codazo a Mateo:
– ¿Qué pasaría, Ignacio, si yo fuera a la UGT, mientras Casal está hablando del transporte y le quitara el algodón que lleva en la oreja?
Ocurría eso, que la alegría de Pilar acababa contagiándose. En realidad era inútil intentar hablar seriamente en su presencia. Varias personas lo intentaban -César, Julio-, pero no lo conseguían. Tal vez, el único que a veces lo conseguía fuera mosén Alberto.
César fracasaba. Pilar le tiraba de la nariz o le ponía la mano en la cabeza, imprimiéndole un movimiento de rotación y le decía: «Anda, hombre, que vives en este mundo». A veces le tocaba en los costados preguntándole, con expresión de cómico asombro: «¡Oye!, ¿qué te pasa aquí? ¿No te das cuenta de que te están saliendo alas?»
A Julio le tomaba el pelo. Pilar, desde que tenía un retrato de Mateo en la mesilla de noche, ya no le temía a nadie, ni siquiera al policía.
Y a Julio esto le ofendía. En paro forzoso, expulsado del Cuerpo, a pesar de las gestiones del coronel Muñoz, ahora iba con frecuencia a casa de los Alvear, aun cuando Matías le recibiera con menos efusión que antes, y aun cuando notara que Ignacio se había distanciado de él. No se inmutaba por ello. Respecto de Ignacio pensaba: «Ya volverá. Por de pronto, ya ha vuelto a la UGT». Respecto de Matías, sabía que en cualquier caso podía contar con él. De modo que el único hueso de la familia era Pilar.
Y era que Pilar le había gustado siempre enormemente. Ya cuando era niña. Pilar había significado siempre para el policía lo femenino intacto, el más imperioso e imposible deseo de la madurez. Doña Amparo Campo le gustaba por vicio, Olga le hubiera gustado por fuerte; pero aquellas mejillas sonrosadas de Pilar valían lo que no valía el triángulo de la Logia.
De modo que el único que imponía seriedad a la chica y en la casa era mosén Alberto. Tal vez porque el sacerdote suscitaba siempre temas tremebundos, que a Pilar la desazonaban y la obligaban a comerse las uñas, como, por ejemplo, el de la lepra, o ahora el de los incendios.
Si Mateo estaba ausente, mosén Alberto hablaba de Falange, «inspirada en las doctrinas paganas de Centroeuropa», lo cual dejaba en suspenso a Carmen Elgazu. A veces hablaba incluso de la muerte.
Sí, éste era el tema habitual en el sacerdote desde que había iniciado aquellas excavaciones en Rosas, subvencionadas en parte por el notario Noguer. Porque, por lo visto, ocurría en ellas algo singular: la ciudad griega no aparecía, pero, en cambio, aparecían centenares de calaveras. Una necrópolis. Tantas calaveras, al parecer, que no sólo el comedor de los Alvear estaba lleno de ellas en abstracto, sino que amenazaba con serlo en concreto; pues a mosén Alberto se le había presentado el problema de colocarlas.
Era inútil que Pilar le interrumpiera: «Pero, mosén Alberto, ¿no podría hablar de alguna cosa más divertida? ¿Por qué no cuenta aquello de Jonás y la ballena?» Imposible. A mosén Alberto le sobraban calaveras.
Y por lo demás, le surgió inesperadamente un aliado: Mateo. A Mateo le interesó en seguida aquel asunto y de repente le pidió al sacerdote: «Mosén, le agradecería mucho que me trajera un ejemplar».
¡Santo Dios! Matías Alvear enarcó las cejas y de buena gana le hubiera roto a su futuro yerno la caña de pescar en la cabeza. Carmen Elgazu creyó que debía de ser cierto lo de las doctrinas de Centro-Europa; en cambio, mosén Alberto respiró: ¡Por fin empezaba a colocarlas!
– La tendrás, Mateo, la tendrás. -Pero de súbito, pasándose la mano por la mejilla, le preguntó-: De todos modos… ¿cómo la quieres? ¿De hombre o de mujer?
Todo el mundo perdió la respiración, especialmente el propio Mateo. Jamás se les había ocurrido establecer tal distinción; tan acostumbrados estaban todos a suponer que la muerte iguala de una manera total a los seres humanos.
Finalmente, Mateo la pidió de hombre, lo cual a Pilar le devolvió, en cierto sentido, la tranquilidad.
El asunto de las calaveras a disposición de quien las quisiera desbordó el comedor de aquella casa y llegó a ser de dominio público, gracias a las periódicas informaciones que El Tradicionalista publicaba sobre los trabajos en Rosas. Y entonces se produjo la primera sorpresa para el excelente observador que era el doctor Relken: quedó demostrado que semejante objeto no interesaba a nadie. ¡Qué horror!, exclamaba todo el mundo.
– No comprendo -dijo el doctor en casa de Julio-. Yo creía que los españoles estaban familiarizados con la muerte.
El doctor Rosselló aseguró que esto no era cierto, que era propaganda religiosa.
En realidad Mateo no tuvo sino dos imitadores: David y Porvenir. David pidió un ejemplar -de hombre- para colocarlo en un pedestal en la clase cerca del acuario; Porvenir pidió otro, de mujer.
Y como siempre, el joven anarquista convirtió aquello en un juego de manos. Llevó la calavera al Gimnasio, la colocó en el suelo, en el centro. Los anarquistas parecieron ser los únicos seres de la ciudad familiarizados con aquello, lo cual hubiera dado que pensar al doctor Rosselló. Se acercaron a la calavera como si tal cosa. Le formulaban preguntas e introducían los dedos en sus agujeros. Blasco sacó el cepillo y cepilló su calvicie absoluta. Todo el mundo se preguntaba qué era aquella línea de puntos que se veía en el cráneo. Ideal sugirió: «Le habrían hecho alguna operación a la gachí». El Cojo ratificó: «Son puntos de sutura». Luego discutieron si la mujer sería casada o soltera. Bromearon obscenamente y desde aquel día la calavera fue la mascota de la FAI, como Joaquín Santaló -el esqueleto entero de Joaquín Santaló- era la de Izquierda Republicana.
Luego se inició la quincena del amor. Los primeros beneficiarios fueron Laura y «La Voz de Alerta». Desde el día en que el dentista le había preguntado a la hermana de los Costa: «¿Y usted, Laura, no se casa…?», la mujer no vivía. Le había notado al dentista un tono especial. Y puesto que varias piezas de su boca exigían atención, sus visitas a la clínica dental se repitieron. En la última de estas visitas las insinuaciones de «La Voz de Alerta» habían sido tan evidentes que Laura acababa de decirles a sus hermanos: «Sí, me parece que hice una tontería no aceptando el primer piso de vuestro inmueble».
Luego, Octavio y Rosario. Octavio y la hija del fondista vivían una suerte de luna de miel. En presencia de la chica el empleado de Hacienda olvidaba el concepto de Patria y se dedicaba a quemar, en la medida de lo posible, las distancias que separan los cuerpos. Por fortuna el patrón de la fonda vigilaba, cuchillas en alto. «Tavio, no me metas a mi hija en jaleos… de ninguna especie.»
Luego, Mateo y Pilar. Y la compañera de Cosme Vila y su hijo, que era una preciosidad. ¡Y el de Impagados y su novia, que hablaban de casarse! Y el subdirector y sus archivos. Y el notario Noguer y su Mercado cubierto, cuyas obras avanzaban. Y David y Olga y la UGT.
Se hubiera dicho que Gerona, antes del asalto definitivo a las elecciones de que se hablaba, se concedía a sí misma otra tregua, parecida a la de Navidad.
El doctor Relken era también uno de los beneficiarios. Le estaba tomando afecto a Gerona, según decía. Le interesaban las excavaciones, y por ello fue a visitar a mosén Alberto. Le interesaban la Catedral, las imágenes antiguas. Encontraba a los españoles muy hospitalarios. En Barcelona había sido huésped de un diputado socialista que le colmó de atenciones. En Gerona no sabía cómo contentar a tanta gente: Julio, el Comisario, el doctor Rosselló, los arquitectos Massana y Ribas. ¡Válgame Dios, por suerte el doctor no bebía más que agua! Se bebía grandes cantidades de agua, por lo que doña Amparo Campo le tenía por un santo.
Quincena de amor. Ramón, en el Neutral, realiza increíbles viajes gracias al doctor Relken. El doctor -pelo rubio erizado, cortado a cepillo, cuello alemán y gatas de doble cristal- le contaba toda suerte de aventuras. El Cairo, Praga… Había estado en todas partes. ¡Incluso en Vladivostok! Ramón, mojándose los labios y mirando al techo de vez en cuando, vivía la quincena más intensa de su existencia.
– ¿Y en Tánger…? ¿Ha estado usted en Tánger, doctor…?
– ¡Cómo! El invierno de 1928 lo pasé allí.
– ¿Y qué…? Muchos contrabandistas, ¿no?
El doctor se bebía un vaso de agua y le decía bajando la voz:
– Más de lo que te figuras.
Los obreros de los Costa disfrutaron también de su quincena. Autobuses a su disposición, que los llevaron hasta Valencia. Los dulces naranjos les atraían. En cambio, a Paco, el hijo adoptivo del cajero, continuaban atrayéndole los temas trágicos. Hasta el extremo que se presentó en el Hospital a pedirle permiso al portero para sacar apuntes en el depósito de los muertos. Lo obtuvo, a condición de sacarle un retrato a él, con la gorra azul.
Por el contrario, Matías Alvear continuaba siendo más y más apacible, y arrastraba en sus costumbres a don Emilio Santos. El amor de Matías Alvear por la pesca obligó a don Emilio Santos a seguirle todas las tardes Ter arriba, donde los peces picaban o no picaban, pero donde no faltaban nunca un par de cigarrillos liados a gusto, aire sano respirado con fruición y felices alusiones a la «pareja de tortolitos», Mateo y Pilar, para cuya insospechada aventura el director de la Tabacalera buscaba inútilmente un refrán.
En todas partes se registraban manifestaciones entrañables, y mosén Alberto estaba seguro de que la mismísima tierra de Rosas se mostraría pródiga y que bajo las calaveras aparecería la colonia griega. El coronel Muñoz, alto y elegante, concedió permiso a un tercio de la guarnición, y los soldados bendijeron su memoria una vez más. Para la población en general organizó espectáculos al aire libre, en la Piscina: natación y concursos acuáticos, en uno de los cuales -la cucaña- Teo el gigante se llevó el primer premio. La víspera de San Juan se encendieron las tradicionales hogueras al atardecer, hogueras cuya inocencia llenó de nostalgia los ojos anarquistas.
También Raimundo el barbero captaba ondas benéficas. El barbero tenía una pasión: su clientela de bigote y masaje, a la que halagaba cuanto podía. En aquella quincena le dijo a Mateo:
– Mateo… tengo una noticia para usted.
– ¿Cuál?
– Conozco el sistema para que se gane usted… un amigo.
– ¿Un amigo…?
– Sí. Pedro.
Mateo se calló. El barbero añadió, tijereteando:
– Regálenle ustedes una radio.
Mateo disimuló. Y, sin embargo, la idea se le clavó en la mente. Fue algo que le ensanchó la camisa azul. Y en la reunión del sábado planteó el asunto a sus camaradas.
Todos se quedaron asombrados. Benito Civil se ajustó su americana a cuadros verdes y preguntó: «¿Una radio a un comunista?» Mateo contestó: «¿Por qué no?» Octavio repuso: «Sería un honor para la Falange captar a Pedro». Pero luego añadió que no había un céntimo en caja. «Todo se fue en octavillas.»
Rosselló propuso abrir una suscripción entre las personas más o menos simpatizantes: Marta, el teniente Martín… Él personalmente aportaba… tanto. Dicho y hecho. Nadie se explicó cómo consiguieron, en unas horas de fiebre juvenil, reunir la cantidad necesaria. ¡El rubio del saxofón entregó veinticinco pesetas! Don Emilio Santos se mostró generoso; Matías Alvear, aunque no comprendía la situación, tuvo que abrir la cartera… A las siete de la tarde del lunes la radio relucía en la barbería de Raimundo, éste perplejo al comprobar que su idea había sido tomada en serio. Se organizó una comitiva -Mateo, Ignacio, que conocía a Pedro, Octavio y el Rubio, además de Pilar y Marta- y todos juntos, poseídos por un vértigo jubiloso, se dirigieron a marcha atlética hacia la casa de Pedro, que vivía en la calle de la Barca.
Cuando el muchacho, al abrir la puerta de su triste piso vio a Mateo con un aparato de radio, y a los demás en la escalera, se llevó una mano a la cabeza, luego abrió los ojos de par en par y, por fin, no sabiendo qué hacer, se agachó un poco para palpar el aparato.
Entonces todos irrumpieron en el oscuro comedor y le ayudaron a buscar un enchufe, encontrando uno a ras de suelo, en un rincón. Octavio se subió a una silla y colocó la antena.
Cuando las lámparas se encendieron y el aparato empezó a runrunear se oyó un ¡hurra! general. A Pedro, la emoción le tenía agarrotado. Pero de pronto se acercó a la radio y se apresuró a dar vueltas al botón. Pero… Moscú no salía, no era la hora de la emisión.
No se oían más que valses. Tan tentadores que Pilar asió de la mano a Mateo y se puso a bailar con él. Ignacio invitó a Marta.
Hasta que de repente, en la puerta de la cocina, apareció un rostro cadavérico, con dos moscas pegadas en la frente. Entonces todo el inundo se calló. La radio fue desconectada.
– ¿Qué pasa, qué pasa? -preguntó, con voz asustada, aquel rostro.
En cincuenta años que el padre de Pedro llevaba en el piso era la primera vez que en él oía música.
También para Ignacio la quincena se manifestó propicia: vacaciones. Descartado San Feliu, pues David y Olga se habían dado enteramente a la UGT, y queriendo a toda costa salir de Gerona para cambiar de aire, el muchacho pensó en el campo. ¿Adónde ir? Jaime, el telegrafista, le tenía dicho a Matías: «Si alguno de ustedes quiere pasar unos días en casa de mis padres, en la Cerdaña, avíseme».
El viaje fue decidido en un santiamén. Ignacio pagaría lo que en la fonda, y le tratarían como de la familia.
Ignacio se marchó, dispuesto a asegurar a los padres de Jaime que su hijo era el mejor poeta de la región. El pueblo en que vivían estaba muy cerca de Puigcerdá, donde «La Voz de Alerta» pasaba los veranos fundando clubs de golf que en invierno morían irremediablemente. Nada más llegar, bendijo el ofrecimiento de Jaime como los soldados bendecían al coronel Muñoz. ¡Maravillosa comarca, rodeada de montañas, con bosques no quemados en las laderas, con rebaños tranquilos, con árboles frutales! La casa tenía un huerto y una era, y muchos conejos agazapados, que miraban estúpidamente. Ignacio no comprendió que Jaime hubiera abandonado todo aquello y hubiera preferido sentarse horas y horas ante una máquina que hacía: «Ta-ta-ta».
Los padres de Jaime le dijeron a Ignacio:
– ¡Qué quieres, chico! A los jóvenes os tira la ciudad. Jaime quería abrirse camino en Gerona, con la poesía. Pero dice que le falta influencia.
Luego le informaron de que el cura era una bellísima persona y de que el relojero del pueblo estaba loco. Cuando llegaba un forastero le llamaba y enseñándole un reloj que tenía parado le decía: «Lo pondré en marcha el día que estalle la revolución».
Ignacio puso una expresión parecida a la de los conejos al oír hablar, incluso en la Cerdaña, de revolución. Pero no hizo caso. Inmediatamente la comarca le entró en el corazón, el valle y aquella casa. Caminos que el sol aplastaba durante el día, pero que hacia el atardecer se desperezaban, llevando y trayendo, a través de la llanura, carros, alfalfa y misterio. Entonces Ignacio veía la hierba quieta y, sin embargo, temblorosa de los campos, los montes de Nuria ensombrecerse y, no obstante, ganar en estatura, troncos y solitarias paredes que continuaban recibiendo en plena noche impactos de luz. Luego dormía totalmente, como nunca conseguía dormir en Gerona, y, a veces, de madrugada se asomaba a la ventana, comprobando que todo estaba en su lugar, que todos los relojes de la Cerdaña -excepto el del relojero loco- marchaban a la perfección. Eras, pajares, gatos y perros, olmos y chopos, la línea de Francia a dos kilómetros escasos, la carretera a Seo de Urgel, los atajos de los contrabandistas, el agua pirenaica que al doctor Relken le hubiera gustado beber, los viejos carlistas sentados en los bancos de piedra de la plaza del pueblo: todo tenía su norma y su ley.
De no ser por el relojero loco, Ignacio hubiera vuelto a Gerona diciéndole a César: «Comprendo que en el Collell se te antoje a veces que cada cosa de la naturaleza tiene de por sí un alma, que todas juntas o por separado te saludan, que algunas lloran, que muchas de ellas luchan para aprender tu nombre y el de tu profesor de latín»; pero el relojero -que en efecto le llamó en seguida, en cuanto le vio cruzar la calle- hundiéndose en la cuenca del ojo izquierdo el horrible monóculo de su oficio le contaba con estilo incoherente que todo aquello estaba muy bien -los rebaños, el agua-, pero que en el pueblo se disfrutaba de menos salud de la que él creería -matrimonios entre primos hermanos, había más miseria de la que suponían las autoridades, muchas familias que emigraban a Francia y que la vida en invierno era difícil allí, porque quedaban incomunicados y porque el túnel de Nuria -que ya la Dictadura les había prometido, y luego la República- no era nunca una realidad.
– Comarca feliz. Sí, sí. ¿Ves este reloj? Le das cuerda y anda para atrás. ¡Je, empleado de Banca! Aquí en la Cerdaña, en invierno no se puede vivir. Mi padre decía que no se quiso bautizar porque la iglesia estaba helada. Tenía razón. Es muy bonito venir a Puigcerdá en el mes de julio y andar como tú andas, con alpargatas y una camisa de seda con iniciales: pero en invierno… ¿Por qué hablo de revolución? Porque el oficio me ha enseñado «que las ruedas pequeñas son tan importantes como las grandes…» ¿Quiénes son las grandes? Los que vienen a jugar al golf. ¿Quiénes son las pequeñas? Los que van al monte por leña. Pero… todo llegará. Observa los relojes: tic, tac, tic, tac. Hay un veneno que mata a todo el mundo. ¡Un reloj que ocupe toda la pared! -me piden-. Se figuran que porque tienen dinero les daré un reloj de trece horas, o de veinticuatro. Nada de eso. Tac, tic, tac. El último veneno, eso de Abisinia. ¿Has leído El Diluvio? Ahora, aquí, les queremos imitar. Me han dicho que en Gerona ya regaláis octavillas.
Ignacio regresó a Gerona algo obsesionado por aquel hombre. Y Gerona le devolvió a la realidad. Menos hierba quieta -murallas recibiendo también impactos de luz en plena noche- y más camisas de seda con iniciales.
Carmen Elgazu le encontró más gordo. César le dijo, inesperadamente: «Hoy he ido al valle de San Daniel. He visto la tapia del convento de clausura».
En cuanto a Gerona, se hallaba en plena fiesta. La quincena del amor había alcanzado su punto culminante. Cada barrio tenía su fiesta veraniega, como en la Cerdaña cada camino su carro. Papeles de color zigzagueando de balcón a balcón, típicos monigotes de madera colgados en el aire, tablados para los músicos, puestos de mantecados.
¿Cómo resistir? Era la fiesta de la Rambla y Matías Alvear había formado parte de la comisión organizadora. La familia era, pues, parte interesada. Y además, contaba con el espléndido emplazamiento del balcón.
En efecto, la familia Alvear desde su balcón lo dominaba todo, el ir y venir, las risas, las calvas de los músicos, el micrófono a través del cual el Rubio saludaba al respetable público, fumándose su saxofón. Teo apareció con una extraña mujer que le llegaba al ombligo, Gorki con otra que le llevaba dos palmos de ventaja, el teniente Martín con una vampiresa de tres al cuarto, que despedía oleadas de perfume. Bajo los arcos, apretados, bailaban Murillo y Canela, ésta con pendientes nuevos. Los niños pisaban adrede a los mayores -dos jugadores de ajedrez en el interior del Neutral-, los soldados echaban sus gorros al aire y un grupo de taxistas pasaba disimulando y pellizcando a las chicas, tirando petardos y derribando botellas de agua.
Sin embargo, los vecinos se opusieron a que el clima adquiriera un tono definitivamente bajo. Optaron por tomar personalmente posiciones. Honorables comerciantes, más o menos ventrudos, salían de las tiendas con la esposa y bailoteaban. El recuerdo de la juventud les encendía las mejillas. Nadie se abstuvo; las clases no contaban. Liga Catalana y CEDA, radicales e Izquierda Republicana se mezclaron fraternalmente. Media docena de viejos sacaron sus sillas afuera, al borde de la acera, para no perderse detalle. Las criadas eran absolutamente felices.
Pilar y Mateo, desde abajo y bailando sin alejarse demasiado, llamaban a voces a Matías y Carmen Elgazu -éstos en el balcón- para que bajaran también y los obsequiaran con un vals corrido.
Carmen Elgazu, aunque riéndose, rehusó siempre, a pesar de que el propio don Emilio Santos se empeñaba en convencerla. El último día Matías dijo: «¡Pues ahora vas a ver!» Se tomó una copa de Estomacal y se bajó del brazo de doña Amparo Campo.
Gracias a esta concesión, Julio, por su parte, consiguió bailar con Pilar. Pilar sentía en su mano la húmeda mano del policía. Mateo no les perdió de vista, inquieto. Entonces, por toda la Rambla, se encendió la traca final, la traca de los fuegos artificiales.
Luego llegó la quincena de las catástrofes.
El calor cayó de nuevo, como una maldición africana. El Oñar, prácticamente, se secó; el agua quedó estancada. Los obreros, luchando con los cimientos del Mercado, se quejaban de que aquellos efluvios los intoxicaban. Era un río muerto en el centro de la ciudad.
Las fiestas de los barrios extremos fueron raquíticas comparadas con las de la Rambla y la Plaza de la Independencia. Matías lo atribuía a las comisiones organizadoras, que no sabían despabilarse; en realidad, era el calor. Todo el mundo llegaba a la noche agotado, y apenas apuntaba el alba el sol ascendía de nuevo con majestad impecable, bebiéndose la sangre de los ciudadanos.
Acaso fuera por ese vaho rojo por lo que uno de los alumnos de David y Olga tuvo una idea loca: Santi, el mayor de ellos, que ahora todo el día andaba detrás de Porvenir y que en la CNT prácticamente actuaba de botones, o de conserje, fue a la Rutila a buscar dos amigos que se las daban de valientes y les dijo: «Vamos a la escuela, tengo un plan».
A los chicos les ganó la curiosidad. Eran más inteligentes que Santi, pero éste los dominaba por bruto. Llegaron a la escuela y el precoz anarquista se sacó del bolsillo algo -un diamante- y quebró uno de los cristales, como si fuera el escaparate de una tienda. Introdujo la mano por el boquete y abrió la ventana. Los tres saltaron al interior. ¿Qué vas a hacer? Santi se dirigió, flotando sobre sus inmensos pies, hacia el acuario y con el diamante quebró también, venciendo su espesor, el cristal. El agua empezó a perderse por el agujero. Los veinte peces de colores se cruzaron dentro del recinto como alocados. El agua les iba faltando y sus fauces, abriéndose, denotaban el miedo sideral. Los dos chicos reaccionaron inmediatamente. Ante la gratuita crueldad de Santi uno de ellos le asió las muñecas, sosteniéndolas entrecruzadas en la espalda tal como les había enseñado David y el otro le pegó en pleno rostro un terrible puñetazo. La sangre del bruto manó de su nariz cayendo dentro del acuario como para prolongar la vida de los peces unos segundos más. Los peces la hubieran bebido con fruición a no ser que de pronto se encontraron en el surtidor del jardín, donde en el acto se dedicaron a inspeccionar su nueva e insospechada morada, dando vueltas sin parar. David y Olga, a su regreso, no comprendieron el misterio, puesto que los salvadores de los peces no delataron a Santi; delatar les estaba prohibido.
De cómo en el cerebro de un botones -o conserje- de la CNT podía germinar repentinamente la idea de matar veinte peces de colores, nadie sabía una palabra. En todo caso los dos chicos, que adoraban a Olga y David, sentenciaron con su voz de barítono: «Santi acabará en la silla eléctrica».
Otra catástrofe ocurrió en la barbería que había sido comunista. Alarmante sequedad. Desde el traslado del Partido al nuevo local, los clientes desaparecieron. El barbero pensó en renovar la clientela, convertir tal vez su establecimiento en barbería de lujo. Adquirió dos flamantes sillones americanos, puso como marco a los espejos un hilo dorado. Se puso bata impecable. Todo inútil. Perdió la escasa clientela antigua sin atraerse otra. El hombre daba pena, mirando afuera con las manos en los bolsillos. Entonces pensó: «No tendré más remedio que echar el anzuelo a la CEDA». Pegó un pequeño retrato de Gil Robles en el cristal; pero de momento tampoco dio resultado. El subdirector comentó: «¿Qué le ha pasado a ese imbécil?»
Luego le tocó el turno a don Jorge. Don Jorge, al terminar una de las reuniones en Liga Catalana, se enteró, por el director del Banco Arús, de que su heredero acababa de alistarse en Falange…
El hombre sintió un golpe en el pecho. ¿Cómo era posible? Se puso el sombrero hongo y se dirigió hacia la puerta. Los años secaban el rostro de don Jorge. Ello, y la negrura de sus trajes, imponía respeto. Y en su casa la vida continuaba su ritmo, disciplinado y silencioso. Como decía el notario Noguer, «era una casa tan digna como pudiera serlo la de Teo, y tan necesaria como ésta para perpetuar la multiplicidad de los destinos humanos».
Por lo demás, la cosa había sido sencilla. El sábado en que se repartieron las octavillas, el hijo mayor de don Jorge salió de la estación y Benito Civil le entregó, como a todo el mundo, el papel en que se hablaba de los bosques, de los pájaros, de los que sufrían y odiaban y de la ilusión única. El heredero acababa de presenciar en una de sus propiedades en los Pirineos el incendio de un bosque de encinas; el guarda le había dicho: «Siento decírselo, señorito, pero todo esto tenía que llegar». El muchacho, que desde mucho tiempo desobedecía a su padre en el trato que daba a los colonos, no dijo nada. Contempló en casa del guarda el montón de sacos de patatas que ponían: «para don Jorge». Vio a dos de los chicos de aquel hombre asomados al pozo del huerto, para ver el círculo del sol abajo, sin que nadie los vigilara. El guarda le repitió: «¡Si usted supiera…!» Jorge, al llegar a Gerona, se fue al Banco Arús y pidió el estado de cuentas; no se lo podían dar sin autorización escrita de su padre. Fue a otros bancos y lo mismo. Se miró al espejo y no vio en su rostro huella alguna de lucha. Incluso su nombre le preocupó: Jorge, como su padre. Su madre los quería a todos, pero cuando estaba delante de don Jorge no osaba levantar la voz. Éste, todas las noches, después del Rosario, la besaba en la frente. El muchacho, al leer la octavilla que le entregó Benito Civil, se encerró también en su cuarto, lloró y rezó y luego llamó a la puerta de Mateo. Mateo le dijo: «Depende de tu capacidad de sacrificio».
Don Jorge, en el local de Liga Catalana, decidió exactamente lo que unas semanas antes el doctor Rosselló. Le diría a su heredero: «O borras tu nombre de Falange, o te buscarás otro techo».
Extraño mes de agosto, en que se hubiera dicho que los rayos del sol iban abriendo los corazones. Ana María, en San Feliu, se arreglaba los moños esperando a Ignacio: éste a veces soñaba: Tic, tac, tic, tac. Y el sonido se le confundía con el trap-trap de la jaca que montaba Marta.
El doctor Rosselló pagó también su tributo… Las hermanas del Hospital se dieron cuenta de que el doctor inyectaba algo mortífero a los enfermos incurables. Comprobaron un caso concreto en una mujer de pueblo, que había padecido un accidente. Con las alas almidonadas surgiéndoles de la cabeza, rodearon al médico y le interrogaron. Éste rechazó la acusación. Las Hermanas fueron a ver al señor obispo. El señor obispo les dijo: «Pero ¿qué pruebas tienen ustedes?» Las Hermanas contestaron que no tenían otra prueba que el cadáver de la mujer de pueblo.
Don Pedro Oriol sacó la cuenta de las pérdidas personales que le habían ocasionado los incendios. Era abrumador. La mitad de lo que poseía. «La Voz de Alerta» le dijo: «¡Y venga aguantar, y venga aguantar! ¿Hasta cuándo?»
Era una quincena maléfica. ¡El subdirector sufrió una humillación espantosa! El padre de Roca, portero en la Inspección de Trabajo, consiguió unos datos sobre la masonería en Italia que no poseía él. ¿Era o no era masón el rey Víctor Manuel? El padre de Roca fue al Banco Arús, y, asomando su pequeña cabeza por la ventanilla, hizo bailotear el preciado papel frente a los ojos del subdirector.
Las personas se proponían algo y les salía al revés. Por ejemplo, César…
Ello ocurrió el último día de la fiesta de la Rambla, mientras sus padres estaban en el balcón escuchando la música de la Pizarro-Jazz, César se había quedado en el comedor, contemplando el río seco… y rezando. Los bailables le llegaban como con sordina. De pronto, los rezos transformaron aquella música profana en música angélica. Oía violines. El muchacho casi se rió, pensando si en el cuarto vecino, en el de Pilar, San Francisco de Asís y Santa Clara le estarían dando un concierto al San Ignacio de la otra pieza. ¡Como un sonámbulo abrió la puerta para comprobarlo! El cuarto de su hermana estaba oscuro, pero le pareció ver una luz. Una luz a los pies de San Francisco, sobre el pequeño pedestal. Fue acercándose fascinado y entonces descubrió que era el reflejo de algo, del cristal de la ventana que daba al río, de las bombillas de las casas de enfrente. Pero en todo caso era una luz móvil que, partiendo de los pies del santo empezó a ascender por su hábito hasta quedar fija en su rostro. Entonces este rostro se tornó espectral. Cobró expresión sobrehumana. Sin duda San Francisco de Asís se disponía a hablarle. Miraba a César como si le viera pequeño, pequeño y que todavía iba disminuyendo de tamaño, debido a que el seminarista iba doblando las rodillas y las pegaba al suelo. Y sin duda alguna habría hablado, de no ser por la súbita catástrofe: Pilar, que acababa de bailar con Mateo, irrumpió feliz en su cuarto, riendo y dando vueltas aún, ajena a la presencia de César en la oscuridad, tropezó con él, dio un grito de espanto, la luz volvió a descender a los pies de San Francisco, toda la familia acudió a ver qué ocurría y Matías dijo a César: «Chico, no comprendo que no te baste con tu habitación para rezar».
Mosén Francisco había comentado un día con Ignacio que la convivencia con un santo era difícil. Ignacio había contestado:
– Querido mosén, es difícil la convivencia con cualquiera, con una persona normal, con quien sea.
Las dos últimas catástrofes que cayeron sobre la ciudad afectaron a un número reducido de personas, pero fueron irreparables. De común no tuvieron sino el desenlace: la muerte.
Uno de los protagonistas vivía lejos de la ciudad; el otro cerca. Uno de ellos tenía la familia en la ciudad; el otro lejos. Ninguno de los dos tenía nada que ver, directamente, con Ignacio; y, no obstante éste, en ambos casos, pensó con dolor: «Bueno, los gusanos no pierden nunca el apetito».
Alguien -Ignacio no recordaba quién- atribuía estas ráfagas, estas repentinas acumulaciones de dolor, a los astros. Según él, de repente los astros señalaban una ciudad de la tierra y decidían: «Allá»; sus invisibles ejércitos descendían en tromba sembrando la ruina. «No es siempre Marte -decía-. La gente que cree que es Marte o que es Júpiter, se equivoca. Colaboran todos, todos los astros. Todos los astros miran siempre a la Tierra esperando el momento. Y el peor de todos es la Luna. La Luna hunde los barcos, hace vomitar a las mujeres embarazadas, trae la sequía y, sobre todo, enciende los cerebros. Cuando veáis los cerebros encendidos, mirad la Luna: se está riendo. Se pone bigote y se ríe. Estos días, desde luego, se está riendo una barbaridad. Hasta que algún día construyan un cohete o un obús y la despedacen.»
Ignacio pensó que, por esta vez, la ciudad elegida había sido Gerona. Y por lo visto la Luna precisó más aún: eligió el piso de Pedro. Mandó un ejército al piso de Pedro y en él encendió un cerebro: el del viejo de la cocina, el padre del joven comunista.
Según contó Pedro a Mateo y a todos cuantos fueron a verle, fue algo inaudito, inexplicable. Precisamente el viejo, desde que tenían radio, parecía haber rejuvenecido, se había pasado aquellos quince días pegado al aparato, excepto en las horas en que su hijo lo reclamaba para oír Moscú; y he aquí que aquella tarde, de repente, salió de la cocina, pero no solo: llevaba una maleta en la mano.
Pedro, asombrado, le preguntó adonde iba. El viejo le contestó con seriedad:
– Aquí no hago nada, me voy a América. Pedro creyó que su padre bromeaba, si bien le extrañó mucho, puesto que su padre no bromeaba jamás.
– Ande, deje la maleta y venga a oír música -le dijo. Pero el viejo continuó avanzando por el comedor y repitió: «¿Por qué? Aquí no hago nada, es mejor que vaya a América». Y continuó avanzando, avanzando hasta que cruzó el umbral del balcón, que estaba abierto, hasta que tropezó con la barandilla, hasta que doblándose de repente sobre ella, debido a su peso, desapareció por el otro lado, estrellándose contra las piedras de la calle de la Barca.
Pedro no pudo sino salir al balcón con el rostro aterrorizado, roto el cerebro por el ruido sordo que el cuerpo de su padre hizo al estrellarse.
Y luego nadie pudo consolarle. Porque era evidente que hubiera podido evitarlo, hubiera podido levantarse y cerrarle el paso a su padre, cuando vio que se acercaba al balcón; pero él, aunque le extrañó, creyó desde luego que bromeaba, con su maleta.
Fue un drama sencillo y que sumió a todo el mundo en una gran perplejidad. Todo el mundo hizo cuanto pudo para consolar a Pedro; pero era inútil; además de que éste sólo contó el hecho una vez, en voz baja y en muy pocas palabras. Una ambulancia se llevó el cuerpo del viejo, un policía sacó el inventario de lo que había en la maleta: unos calzoncillos largos y un lápiz. ¡Un lápiz! ¿Para qué? Julio decidió esperar ocho días antes de presentarse a Pedro para pedirle una fotografía de su padre; pero en la cartulina 371 de su fichero apuntó: «Jaime Bosch, 67 años, ojos desorbitados».
Ignacio y el Rubio, Mateo y sus camaradas, ¡y Teo en representación de Cosme Vila! acompañaron a Pedro en el entierro del suicida, hasta el cementerio. Benito Civil propuso: «Habría que encargar una lápida». Todo el mundo le miró; entonces él recordó que era el propio Pedro quien las labraba.
La segunda noticia mortal la captó Matías Alvear en Telégrafos. El telegrama provenía de Valladolid e iba dirigido al comandante Martínez de Soria: el hijo mayor de éste había caído acribillado a balazos delante del local de las Juventudes Libertarias, mientras pegaba en la pared un cartel de Falange.
El comandante, al leer el telegrama, se cuadró militarmente, su esposa prorrumpió en un gran sollozo; Marta se retiró a su cuarto y se arrodilló. Cuando los ojos le quedaron secos como el Oñar, su padre le dijo:
– Haz tu equipaje. Nos esperan para el entierro.
En Valladolid, la familia -incluido José Luis- y una guardia de camisas azules acompañaron a Fernando al cementerio. Y al regresar a Gerona, cuando Marta apareció en el umbral del comedor de los Alvear, éstos se levantaron. Pilar se le acercó y la asió de la muñeca.
Marta no hizo ningún comentario. Se sentó en un rincón, junto a la pequeña mesa que el encaje de bolillos de Pilar cubría. César preguntó si Fernando había tenido tiempo de confesarse.
– Fue instantáneo.
El dolor de Marta era silencioso; el comandante, en cambio, había reaccionado en forma desconcertante. Por de pronto había envejecido cinco años, según el criterio de Marta; y en el cementerio de Valladolid perdió los últimos cabellos negros; ahora, al encontrarse de nuevo en Gerona intentó recobrarse. Y si por un lado, cuando estaba en casa, se dejaba influir por el estado de ánimo de las mujeres, acompañándolas a la iglesia con mucha frecuencia, al encontrarse en el cuartel no dejaba traslucir su estado de ánimo y bromeaba con los demás jefes como si tal cosa.
Por debajo de la puerta se deslizaban continuamente cartas de pésame: comandante Campos, notario Noguer, «La Voz de Alerta», coronel Muñoz… La última que abrió fue la de Mateo: éste le decía que en la lucha por el amanecer de España era inevitable que cayeran los mejores.
El comandante, con la carta en la mano, tembló de ira.
– ¿Qué quiere decir ese loco con eso del amanecer?
Su esposa intentó calmarle; luego Marta le explicó que aquella palabra formaba parte del léxico falangista.
– Es una imagen. Quiere decir que Falange traerá la luz o algo así.
El comandante rompió la carta y quedó pensativo, mirando cómo las sombras invadían los tejados de la ciudad.
La dimensión de las catástrofes, apenas pasadas unas horas, quedaba reducida a comentarios. Enorme capacidad de absorción. El doctor Relken decía en el Neutral que los gerundenses eran gente estoica.
Sólo el estado de ánimo del comandante Martínez de Soria se comentó más de lo corriente. Las manchas rojas del rostro del militar habían intensificado su color hasta tal punto, que muchos de los detenidos de octubre exclamaban: «¡Si tuviera que juzgarnos hoy!» Julio comentó:
– No cantéis victoria. Hay muchos otros militares con manchas rojas y a lo mejor cualquier día nos juzgan en bloque.
Éste era el rumor que corría por la ciudad. Julio decía que las presiones para que Gil Robles diera un golpe de Estado no cejaban y que el hecho de que muchos generales en activo y aun jubilados fueran republicanos no constituía ninguna garantía. Muchos de estos generales se habían pasado al enemigo cuando la ley de Azaña, y al parecer el propio Martínez Barrios, refiriéndose a Franco, había comentado: «Ezos generalitos no me gustan na…»
Entre las personas que negaban todo fundamento serio a estos rumores se contaba el subdirector. El subdirector le decía a Ignacio: «¡La mitad del Ejército es masón, y hablar de golpe de Estado! ¿Quién va a darlo en Gerona? El general nombrado, masón; el coronel Muñoz, masón, el comandante Campos, el Comisario. Valdría más que se callaran».
Matías Alvear aseguraba que los militares eran más listos que los mineros de Asturias. «No van a cometer una locura porque han asesinado al hijo de un comandante o porque los de Estat Català vuelven a mover la cola.»
Y, sin embargo el dolor del comandante Martínez de Soria pesaba sobre la ciudad. Y cuanto más se erguía éste al andar y más copas de ron pedía en el café de los militares, más latigazos pegaba Teo desde su carro gigantesco al regresar de la estación, con más ardor recordaba Casal en la UGT que el pueblo unido constituye una fuerza social inmensa, más retratos de Joaquín Santaló se repartían por las calles, más honda se calaba la gorra el Responsable al declarar ante el Comisario: «¡Se acerca el invierno y no hay trabajo! ¿Creéis que los parados no saben incendiar más que pinos?»
El más sereno de todos ellos parecía don Santiago Estrada. Había regresado de las vacaciones, soñaba en dar un gran impulso a la campaña de Navidad. «La CEDA en esta Navidad tiene que repartir abrigos y bufandas a todos los pobres de la provincia.» Tal vez, en cuestión de serenidad, Cosme Vila no le anduviera en zaga. Sentado en el sillón presidencial del Partido Comunista, no paraba de estampar sellos en toda clase de papeles. Cada papel sellado era una banderita en el mapa, cada banderita un enlace en una fábrica o una célula en un pueblo. Don Santiago Estrada pensaba en llenar la provincia de bufandas; el Comité Ejecutivo del Partido Comunista pensaba llenarla de fanáticos.
El inmenso rumor que se levantó por doquier, cuando se supo que efectivamente iban a verificarse elecciones cinco meses más tarde, en febrero de 1936, cambió la faz de la ciudad. Las calles cobraron una extraña agitación, que no era la de las fiestas. Cada cerebro preparó sus baterías, las mujeres andaban más de prisa, tiendas, pescaderías, cafés, todo se llenó de alusiones. Muchas bombillas aparecieron rotas, no se sabía por qué. Cada partido político dio orden a su conserje de intensificar rigurosamente el control de entrada en el local.
Y entonces llegaron las lluvias, como para borrar todos los restos del pasado, del aplanamiento de cuerpos y espíritus. Tanto llovió que el Oñar se resarció de su esterilidad y se hinchó, se hinchó arrastrando basuras, hierbajos, hedores. Tanto se hinchó que se llevó con furia incontenible todos los cimientos del nuevo mercado. Una gran carcajada resonó entonces en el edificio municipal: eran los enemigos del notario Noguer, los concejales que habían votado en contra del proyecto, los miembros de otros partidos. El notario Noguer quedó estupefacto. «No es lo mismo abrir testamentos que urbanizar una ciudad.» Don Santiago Estrada le telefoneó diciéndole: «No se preocupe: se vuelve a empezar».
La Dehesa también cambió de aspecto. La lluvia despejó de la Piscina a todo el mundo, excepto a los anarquistas; y posó sobre los árboles una nota amarilla. Lluvia sobre el parque, sobre las avenidas, sobre los plátanos. Las letras «Viva Falange Española» se desdibujaron en los troncos. Y de pronto, una hoja se cayó. Le dijo adiós a su rama y quedó un momento en el aire, incierta en la elección de lo que habría de ser su nueva morada y su sepultura. Finalmente se posó sobre la huella de un zapato, junto a un charco, que a ella le pareció mar. Las demás hojas supusieron que era libre, que conocía otros mundos; y a su vez abandonaron sus ramas. Fue una rebelión silenciosa y multitudinaria. A ras de suelo se hubiera podido oír el secreto crujido de millones de nervios que se iban pudriendo. De vez en cuando llegaba de los Pirineos una ráfaga y entonces todas a una las hojas se recobraban, danzaban, y la Dehesa se convertía en un bosque orfeico, en un inmenso coro vegetal; finalmente, los nervios morían, en forma de cruz.
Por el contrario, los otros nervios, los humanos, los de Casal y David y Olga en la UGT, los del Responsable y Porvenir en el gimnasio, los de Gorki y Víctor en el Partido Comunista, los de todos los izquierdistas de la ciudad habían resucitado a la esperanza. ¡Elecciones! Los trescientos detenidos de octubre recordaron sus vueltas en el patio de la cárcel. Al gitano que pregonaba: «A perra gorda el amén, a perra gorda el amén». «¿Os acordáis de los cestos, con las etiquetas a nuestro nombre?» La gente se arrancaba El Demócrata de las manos -El Diluvio, Claridad, Mundo Obrero-. Santi despechugado y pelirrojo se contemplaba en la CNT los inmensos pies y decía: «Pronto tendré zapatos nuevos».
Y se veían las fuerzas perfectamente alineadas. Y se veía sobre todo cómo alrededor de cada jefe se pegaba una sombra, el alma forzosamente inferior, el ser baboso y esclavo: Teo, pegado a Cosme Vila, David pegado a Casal, el Cojo pegado al Responsable. Octavio pegado a Mateo, el Comisario pegado a Julio, éste pegado al doctor Relken, turista con acento alemán.
Santi era el esclavo de la CNT. Era el esclavo de la CNT en abstracto. Cualquiera de los militantes podía ordenarle robar bicicletas o matar peces de colores. La más consciente de las sombras, Teo. Teo era el esclavo de Cosme Vila por disciplina. «¡A mí si Cosme Vila me ordena que me eche bajo el carro lo hago!»; y lo hubiera hecho. Por el Partido acaso hubiera llegado a desenterrar a su hermano; por lo menos así se lo confesó un día a Gorki, al preguntarle el aragonés sobre el particular.
El menos justificable, Julio. Su sombrero ladeado se le caía ridículamente sobre la oreja en presencia del doctor Relken. Cuando éste hablaba de España -mendicidad, analfabetos, gesticulación excesiva y fanatismo-, Julio asentía humillado. Y cuando el doctor, después de mostrar fotografías de Praga, Viena, San Petersburgo, las mostraba de clanes primitivos -de bosquímanos, de cafres- y aseguraba que había más diferencia entre estos salvajes y el hombre centroeuropeo y nórdico, que entre éstos y un perro amaestrado, Julio, a pesar de conocer más psicología étnica que el doctor, sentía como si en la escala desde el perro hasta el hombre centroeuropeo o nórdico -doctor Relken-, él, madrileño, y con él todos los españoles, se encontrara a mitad de camino.
Matías Alvear no era esclavo de nadie. Por ello, al conocer al doctor en el Neutral, se impresionó mucho menos que Julio y dijo de él: «Al dominó y a muchas cosas le gano yo; y don Emilio Santos también le gana».
Y, no obstante, el hecho de que hubiera esclavos significaba que había jefes.
Ahora bien, los dos esclavos más esclavos eran los Costa. Lo eran de sus esposas. La Junta en pleno de Izquierda Republicana se estaba llevando las manos a la cabeza. Desde la boda, los Costa dedicaban su vida al hogar -a colocar las cosas que sus mujeres iban comprando- y a los negocios. Apenas si les quedaba tiempo para el Partido.
Por fortuna, la Junta en pleno se componía de gente casada y les comprendieron muy bien. «Estamos encinta, necesitamos teneros a nuestro lado», les decían sus esposas. ¿Cómo rehusar? Sin contar con que los suegros llegaban cada dos por tres de País -coche modelo 1900- y les buscaban donde fuera, en la fundición, en los hornos de cal, ¡en las canteras!, para preguntarles: «¿Qué, tratáis bien a las palomitas?»
Los Costa juraron a la Junta de Izquierda Republicana que vencerían aquellas dificultades. «Haremos lo que tengamos que hacer.»
– Ya sabéis -les dijeron los de la Junta-. En época de elecciones es el ejemplo el que cuenta.
Faltaba una última pieza: «La Voz de Alerta». «La Voz de Alerta» se había declarado voluntariamente esclavo de Laura. La boda entre ambos había sido anunciada. Los Costa quedaron estupefactos. «¡Nosotros, cuñados de «La Voz de Alerta», del hombre que jura que si los militares no preparan el golpe de Estado es porque están ciegos! ¡Nosotros…!»
Así era la vida, y Laura dichosa, diciendo aquí y allá: «¿Peligrosos los obreros? ¡Si son unos corderos! ¡Yo en el puesto de mis hermanos, y todos estarían abonados a El Tradicionalista!»
El signo, pues, de aquel verano y de aquel principio de otoño era la esclavitud. Esto afirmaba el profesor Civil, quien en las clases que éste había reanudado con Ignacio y Mateo daba a entender que estaba muy preocupado. Veía el porvenir negro y casi se alegraba de tener la edad que tenía. Los cambios de clima le habían fatigado enormemente, las colosales máquinas que los Costa habían importado de Inglaterra eran a su entender microbios que irían chupando lo poco sano que quedaba en Gerona. «La gente abandonará los campos y se vendrá a trabajar junto a esos monstruos. Llegará un momento en que todos seremos proletarios. Hasta a mi mujer le pondrán un número en la cabeza.» «¡Dentro de unos años, si vas a Puigcerdá -le dijo a Ignacio-, sólo encontrarás al relojero loco! Porque ése no pasa la frontera nunca, te lo aseguro. No hay ningún poeta de verdad que huya nunca de su país.»
El profesor Civil, en realidad, disimulaba un poco la causa de su preocupación. Porque el maquinismo era vieja historia, y ahora no tenía por qué desesperarse más que en otras ocasiones. Era otro el microbio que le preocupaba de una manera directa, otra importación: el doctor Relken. El profesor Civil estaba convencido de que el doctor Relken era judío, y esto le tenía fuera de sí. «¡Pobre Gerona! Ya lo veis. Lo primero que este hombre ha hecho es tratarnos de analfabetos; lo segundo comprar antigüedades a tres reales la pieza.»
Ignacio gozaba lo suyo hablando de la estigmatizada Teresa Neumann, porque veía que con ello hacía feliz a Carmen Elgazu, encandilaba los ojos de César, asustaba a Pilar e intrigaba en grado sumo a Marta. Siempre elegía detalles interesantes, con tales visos de realidad que el propio Matías de pronto se daba cuenta de que el cigarrillo que le pendía de los labios se había convertido en ceniza.
Ignacio tenía un presentimiento: que un día u otro César recibiría del cielo alguna gracia especial. Por ello insistía en el carácter sobrenatural de las manifestaciones de la estigmatizada austriaca, porque suponía que el día menos pensado César les daría alguna sorpresa semejante.
Tocante a los estigmas -llagas aparecidas en el mismo lugar del cuerpo en el que Cristo las sufrió-, Ignacio aseguraba a la concurrencia que Teresa Neumann era la estigmatizada más completa que había existido, pues no sólo tenía las señales en las manos, en los pies y en el costado, sino que en la frente se le marcaban las espinas, en la espalda los latigazos de la flagelación, e incluso en el hombro la huella del madero. Y en cuanto a las visiones, que era el capítulo que más interesaba a todos, aseguraba que la enferma seguía en ellas el Calendario Litúrgico: veía la cueva de Nazareth en Navidad, en Viernes Santo asistía a la muerte de Jesús en el Calvario, etc…
Marta se preocupaba particularmente por lo de las visiones.
– Pero… ¿lo ve todo con detalle? -preguntaba.
– ¡Claro! Asiste a los hechos. Ve a Cristo como yo os veo a vosotros. Y le oye hablar.
– ¿Cómo es posible?
– Y a los apóstoles. Tal cual eran. Podría dibujarlos.
– ¿Pero… cómo se sabe que los oye hablar?
– Porque muchas veces, durante la visión, pronuncia en voz alta las palabras que oye. De modo que los asistentes pueden tomar nota de ellas.
– ¿Habla en latín? -preguntaba Pilar, inquieta en la silla.
Ignacio movía la cabeza.
– Nada de eso. Hubo un profesor de idiomas de Munich que la interrogó después de una visión de Navidad, cuando Teresa Neumann despertó. La mujer había oído cantos y no se acordaba de ellos, no acertaba a repetirlos. El doctor quiso estimular su memoria. Le recitó el Gloria in excelsis Deo en varias lenguas antiguas y ella negaba con la cabeza. En cuanto se lo recitó en arameo, Teresa exclamó inmediatamente: «¡Eso he oído! Pero fue mucho más largo». Luego repitió palabras que, según dijo, había oído en boca de San Pedro en el Sanedrín; el doctor reconoció en ellas el dialecto de Galilea. Durante la visión de Cristo cayendo bajo el peso de la Cruz, Teresa, se irguió en la cama y exclamó: Kum, Kum, que significa: «¡En pie!» Fueron los soldados los que gritaron esto a Cristo y parece que Teresa oyó la misma palabra, «Kum», en boca del propio Jesús cuando resucitó a la viuda de Naim. Y cuando ve a Cristo aparecerse a los apóstoles después de la Resurrección oye: Shelam, lachen!, que significa: «La paz sea con vosotros. Soy yo». Y así por el estilo. Ahora pensad que Teresa Neumann no tuvo nunca profesor de arameo… Sin contar con que describe las calles de Jerusalén, las casas, los rostros.
Carmen Elgazu exclamaba, entusiasmada:
– ¡Es magnífico lo que cuentas, hijo!
Ignacio añadía, mirando a su padre, y convencido de que Carmen Elgazu alcanzaría el límite de la felicidad:
– Sí, hay mucha gente que se ríe de esto; lo cual no le impide luego prestar crédito a cualquier horóscopo que le cueste veinte duros. Sobre todo si el mago lleva turbante. Yo… la verdad. Prefiero creer en Teresa Neumann, que por lo menos tiene ojos claros.
– ¿De verdad?
– Sí, azules. Excepto cuando llora sangre, naturalmente. Además, los días en que puede llevar vida normal cuida enfermos y su madre cuida pájaros. ¡Ah, olvidaba un detalle! -añadía Ignacio-. Mientras está en éxtasis no sabe pronunciar la cifra tres, sino que dice: uno, más uno, más uno. O sea, estado infantil.
– A mí todo eso me da miedo -repetía Pilar.
– Pues a mí no -aseguraba Marta-. Y desde luego me gustaría mucho que todo esto sucediera cerca de aquí.
Matías Alvear se reía.
– No te quejes. Aquí, en Gerona, tienes un caso parecido.
– ¿Quién?
– El Responsable.
– Es cierto -reía Ignacio-. El Responsable puede hipnotizarte y hacerte creer que asistes al Sermón de la Montaña.
– Y si quisiera podría hacer salir llagas a más de uno.
– Por de pronto a mí estuvo a punto de hacerme salir una aquí – añadió el muchacho, señalándose la mandíbula.
Sí, Carmen Elgazu era feliz. Ni Julio García, ni David y Olga, ni el tumulto de la edad, ni las elecciones de la UGT habían podido arrancar la fe de su hijo. Bastó un aviso del cielo -primero de año, terrible enfermedad- para que volviera los ojos a lo que ella le había enseñado. Carmen Elgazu sonreía en la cocina, mientras frotaba con Sidol los grifos y murmuraba bromeando: Kum, Kum!
Se sentía orgullosa. Que continuaran llegando cartas de Bilbao, en tinta violeta; ella continuaría contestando: «No temas, madre. Todo anda bien. César un santo, Pilar muy simpática, Ignacio vuelve a ser el que era». Las cartas de Madrid, Ignacio las contestaba riéndose de los anarquistas como él solo sabía hacerlo.
En cuanto a César, se había dado cuenta de que todo el mundo esperaba algo de él parecido a lo de Teresa Neumann: su profesor de latín, Ignacio, mosén Francisco… A Ignacio le decía: «No seas tonto. Los estigmas sólo los reciben personas que desean vivamente participar con Cristo en los dolores de la Pasión. Y yo… yo por desgracia soy un pecador como los demás».
Mosén Francisco le decía:
– Sí, pero… en el Collell no dormías…
El seminarista movía la cabeza.
– ¡Oh, aquello duró poco!
Precisamente César se sentía culpable. El verano tocaba a su fin y no había conseguido nada de lo que se había propuesto. Se sentía culpable de falta grave contra la caridad. Los demás no existían para él. A la sed de apostolado, de acción, que había sentido en los veranos anteriores ahora le habían sucedido unas ganas irreprimibles de estar solo, y rezar… Rezar en el silencio de su cuarto, o en la iglesia. Nada más. Sin pensar siquiera en la familia, ni siquiera en la ciudad. Él y Dios. Se consolaba en parte pensando… que tampoco hubiera podido hacer nada, pues en la Barca los chicos se habían dispersado. Unos habían crecido demasiado, la mayoría de ellos estaban en S'Agaró.
Mosén Francisco procuraba animarle, demostrarle que en todo aquello no había culpa.
– No seas tonto. Se pasan temporadas de recogimiento. La acción de la gracia en ti es tan evidente ahora, en tus ganas de rezar, como lo era en el verano anterior, en que no te estabas quieto un momento. Y si no, vamos a ver. ¿Qué te ocurre cuando rezas? ¿Qué sientes?
César se encogía de hombros, algo aturdido.
– Pues… no me ocurre nada. Intento… representarme a Jesús, eso es todo.
Mosén Francisco asentía con la cabeza.
– ¿Y lo consigues?
– Pues… a veces me parece que sí.
– ¿Cómo le ves a Jesús? ¿En qué circunstancia?
César reflexionaba.
– Pues… casi siempre, en el momento de la Transfiguración.
– ¿Vestido de blanco?
– Exactamente.
Mosén Francisco miraba a César con fijeza, obsesionado por la concentración que revelaba el semblante del seminarista.: -Dime una cosa. ¿El cuerpo de Jesús… despide rayos de oro?
– No, no -negaba César, con seguridad-. Rayos blancos.
– ¿Jesús lleva algo en la mano?
– Nada, nada.
Mosén Francisco marcaba una pausa.
– ¿Le ves en la cima de una montaña?
– Sí. En la cima de una montaña.
– ¿Y los rayos de dónde le salen?
– Del corazón.
Mosén Francisco asentía de nuevo con la cabeza.
– ¿No te das cuenta? Todo esto es muy grande, César. -El seminarista callaba. Mosén Francisco añadía-: Bueno, pero… explica con más detalles qué es lo que tú haces. ¿Qué sientes, o qué dices?
– Sentir… no sé -contestaba César-. A veces, una gran paz. A veces me parece que no siento nada.
– ¿Y decir?
– Digo: ¡Oh, Señor, y Dios mío! O a veces canto el Magníficat.
Mosén Francisco se levantaba dominado por la emoción. Y le repetía que sería muy tonto preocupándose. Que todo aquello tenía tanto valor como la caridad. ¿Qué importaba que no pensara directamente en los demás?
– Esos rayos blancos, César… atraviesan tu alma, no lo dudes. Y a través de ti llegan a los demás. A tu familia -ya ves los resultados-, a tus superiores, a todos.
César se mordía los labios.
– Yo quisiera que llegaran también a otras personas.
– ¿A quién, pues?
– A muchas, no sé. A todo el mundo.
– Bueno, dime unos cuantos nombres. En la misa rezaremos los dos juntos por ellos.
César sonreía y se tocaba una oreja.
– Pues… me gustaría poder ayudar…¡yo qué sé! A mi primo, José, de Madrid.
– Rezaremos por él.
– ¡Ya Murillo! A un tal Murillo… Y a un tal Bernat. -Luego añadía-: Y a todos los de los incendios.
Otra cosa hacía feliz a Carmen Elgazu: que Marta se hubiera enamorado de Ignacio.
Ya no le cabía la menor duda. Ella había sido joven, y había detalles que no la engañaban. ¿Por qué Marta elegía, para «congeniar» con Pilar, precisamente las horas en que Ignacio estaba en casa? ¿Tan ciego sería éste que no se daría cuenta?
A Carmen Elgazu la satisfacía aquello, «porque Marta era educada y tenía una formación cristiana». Carmen Elgazu se decía: «Su madre debe de valer mucho, digan lo que digan en las tiendas». En cuanto al comandante, la mujer no sabía qué pensar. Le sentía muy distante de lo que ellos -los Alvear- eran. Tan aristócratas, levantando el hombro izquierdo en ademán peculiar. Sin embargo, se rumoreaba que desde la muerte de su hijo el hombre era menos juerguista, y que bebía mucho, pero que en compensación acompañaba con frecuencia a las mujeres a la iglesia.
¿E Ignacio…? Carmen Elgazu había llegado a una conclusión: el día menos pensado se hallaría delante de Marta sin saber cómo declarársele… ¿Cómo podía ser de otra manera? Marta era la chica de más personalidad que Ignacio había encontrado, y su hijo no iba a enamorarse de una cualquiera. Además, algo influyó mucho, a su entender: el dolor de Marta por la muerte de su hermano. El día en que apareció en la puerta del comedor, de regreso de Valladolid, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, Ignacio se sintió unido a ella. Y ello continuaba, pues, de repente, Marta se quedaba pensativa y triste.
Carmen Elgazu evitaba hablar de este asunto con su hijo: en cambio, le dijo a Matías:
– Matías… ya ves lo que son las cosas. Te veo tomando lecciones de esgrima con tu consuegro, en el cuartel de Infantería.
El mes de septiembre fijó posiciones. César se fue al Collell, reconfortado por sus diálogos con mosén Francisco. «La Voz de Alerta» y Laura se casaron, y partieron para un viaje que sería breve. «La Voz de Alerta» decía que no podía permanecer ausente en vísperas de elecciones.
Ésta era la obsesión de la ciudad: las elecciones. Todos los demás problemas habían pasado a segundo plano. Nada que no fuera el tema de las elecciones interesaba a nadie; acaso sólo existía una excepción: el tema «doctor Relken». Del doctor Relken se hablaba mucho en todas partes, pues además de que su físico llamaba poderosamente la atención -su cepillado pelo rubio, su cogote germánico-, nadie sabía a ciencia cierta qué diablos hacía en Gerona. Se contaban muchas cosas de él: que era un sabio, que le decía a mosén Alberto que había errado en la elección del lugar de las excavaciones, que formaba parte de una Compañía extranjera para la búsqueda de minas en el Pirineo, que se bebía verdaderos depósitos de agua, que no conseguía acostumbrarse al aceite de la cocina española…
Pero, excepto los dirigentes políticos, que no dejaban de observarle un solo instante, la masa creía que era simplemente esto: un hombre de ciencia. En el Banco Arús, Padrosa aseguraba haberle visto por Montjuich con un salacot en la cabeza, cazando mariposas.
Pero lo importante eran las elecciones. Los partidos derechistas estaban seguros de la victoria. Sobre todo la CEDA. Gigantescos carteles de Gil Robles iban siendo pegados en todas las paredes de la provincia, y lo mismo ocurría en toda España. Mítines… camiones con altavoces, globos representando a Gil Robles, las bufandas preparadas para ser repartidas en el momento oportuno… «¡Por los trescientos! ¡Viva el obrero honrado! ¡Éstos son mis poderes!» Pronto se vio que las consignas elegidas eran tres. Primera, exaltación del jefe, Gil Robles. Segunda, dignificación del obrero honrado. Tercera, el insulto sistemático a la oposición.
En los mítines se atacaba a los revolucionarios de Octubre, se refrescaba la memoria de los ciudadanos referente a los asesinatos de Asturias, se publicaban datos sobre el desconcierto que trajo consigo el primer Gobierno de la República.
El subdirector le decía a Ignacio:
– ¿Quién podrá resistir a una campaña semejante? La gente no es tonta. Los que tienen, querrán guardar. La clase media aspira a ver la peseta estabilizada. Y en cuanto a los obreros, salvo los ciegos, los demás están más que hartos de promesas.
Ignacio sonreía.
– Así que… no puede fallar…
El subdirector se ponía serio.
– Te diré… si la cosa anduviera normal, no. Pero… todo el mundo sabe lo que esta vez significa la victoria. Así, que harán lo que puedan. Primero intentarán formar un frente único. Si todo ello fracasa… entonces apelarán a la fuerza.
– ¿Cómo a la fuerza?
– Asaltarán las urnas.
En Liga Catalana el clima era también optimista. Su seguridad partía del mismo principio que la de la CEDA; el de que la gente estaba cansada de ensayos extremistas.
En realidad, los que creían en un aplastante triunfo derechista eran los portavoces de buena parte de la opinión. Mucha gente entendía que los nombres que los partidos derechistas presentaban en las candidaturas eran mucho más solventes que el cráneo mogólico de Cosme Vila y que las ondas brillantes de Porvenir.
«La Voz de Alerta» y Mateo eran los únicos que no compartían el general optimismo. «La Voz de Alerta», en plena luna de miel, le decía a Laura: «Es que nadie se da cuenta de la masa que representan los obreros, del número. Salen de todas partes. Es ridículo estar seguro de ganar. Por ejemplo, en Andalucía…»
Las dudas de Mateo obedecían a razones menos estadísticas. Mateo suponía que las derechas perderían, primero porque se lo merecían -se habían pasado dos años sesteando- y segundo porque no se unirían, «en tanto que sus adversarios, contrariamente a lo que pudiera creer el subdirector, terminarían por agruparse». «Son menos vanidosos, más realistas. Se unirán todos. En Gerona, los Costa se unirán incluso con los que querrían que sus negocios quebraran.»
Ignacio no lo veía claro. Ignacio creía que más bien se unirían los derechistas, cuyas diferencias eran simplemente de detalle. Por el contrario, en el otro campo los abismos le parecían infranqueables. «¿Cómo va a unirse Cosme Vila, que niega el derecho a la propiedad privada, con David y Olga, que esperan tener una casa propia? ¡Habladle a Teo de Porvenir y veréis qué cara pone!»
Por de pronto, Ignacio parecía tener razón. Las disidencias izquierdistas no habían hecho sino crecer en los últimos tiempos.
La situación pertenecía, pues, al orden sobre el que el profesor Civil gustaba de improvisar discursos. En este caso dijo que lanzar pronósticos era aventurado, pues con frecuencia, en el último momento, acontecimientos ajenos al problema básico obligaban a la opinión a dar un viraje en un sentido insospechado.
– Eso es lo terrible de las elecciones -les decía Mateo a sus camaradas-. Se decide el porvenir de la Patria y la opinión está a merced del resultado de un partido de fútbol o del atentado contra un Ministro.
En todo caso, el profesor Civil acertó en lo de los virajes insospechados. El otoño trajo efectivamente acontecimientos que influyeron de forma rotunda en el clima político. Fueron «hechos». Hechos, que era lo que la gente pedía, para supeditar a éstos sus dudas ideológicas.
El primero ocurrió en las alturas gubernamentales. Toda la prensa lo denunció con caracteres sensacionalistas. Parte del Gobierno estaba comprometido en un negocio sucio, había encubierto una colosal estafa: una especie de ruleta llamada Straperlo. Se decía que el hijo adoptivo de Lerroux había cobrado millones para permitir la introducción en España de aquella especie de ruleta fraudulenta. Muchos aseguraban que Gil Robles era del cónclave, de acuerdo con el Ministro de la Gobernación.
– La reoca -se oía en el Banco-. Una firma y ale, a cobrar.
El subdirector se desgañitaba en vano, asegurando que Gil Robles no tenía nada que ver con todo aquello, que era un asunto exclusivamente del Partido Radical; la Torre de Babel ironizaba: «Así cuando el Jefe dice: Por los trescientos, se refiere a trescientos millones de pesetas…» Don Emilio Santos le dijo a Matías Alvear: «En esa ruleta esa gente ha perdido el cincuenta por ciento de las posibilidades de ganar».
Matías Alvear no creía que ello pudiera ser tan definitivo. En Telégrafos, muchos empleados, vencida la cólera inicial, habían comentado: «De todos modos, quien no se aprovecha, es tonto». Un cartero les dijo a los demás: «Yo ministro, no hubiera perdido la ocasión».
Sin embargo, ahí estaban los comentarios, preparando el advenimiento del segundo mazazo, evidentemente mucho más certero. Al oír la noticia por radio, Matías Alvear se quitó los auriculares y barbotó:
– Eso ya… pasa de castaño oscuro.
La noticia era de orden internacional, y se comentaba en todas partes; nadie podía imaginar hasta qué punto tendría repercusiones en una pequeña ciudad como Gerona. Repercutiría incluso en el fanatismo con que muchas mujeres continuarían comprando en tal carnicería y no en tal otra: el 4 de octubre, Mussolini había dado orden de invadir Abisinia, a pesar de las advertencias de la Sociedad de Naciones, organismo presidido por un español, liberal.
La noticia conmovió la ciudad. La gente agitaba El Demócrata por las calles, barbotando injurias.
– ¡Hay que hacer algo!
– ¡Esto no puede quedar así!
El primero en sacar buen fruto de aquel espontáneo movimiento popular fue Cosme Vila. Puso en el balcón la bandera a media asta y convocó Asamblea General. Primero explicó a los militantes la personalidad de Mussolini, «que alguien aquí quiere imitar». Luego describió la vida sencilla y pacífica de los etíopes, «a los que el Fascismo ha ido a cazar en su rincón, como en España Lerroux cazó a los mineros de Asturias cuando lo de octubre». Dijo que aquel atentado iniciaba la serie que Alemania e Italia iban a perpetrar, y que si el proletariado mundial no reaccionaba a tiempo, el pueblo quedaría aniquilado. Finalmente, aseguró que Rusia había sido la primera potencia en protestar contra la agresión a Abisinia.
Cuando, poco después del discurso, Víctor se disponía a llevar su texto íntegro a la imprenta en que se tiraba El Proletario, Teo detuvo su carro ante el local y el gigante subió jadeando la escalera: acababa de oír por radio, en el café Gran Vía, que el Padre Santo había bendecido los tanques que partían para África.
Cosme Vila no movió uno de sus músculos.
– De acuerdo -dijo-. Ahora vete.
Teo se puso la gorra, dijo «salud» y se fue. Entonces Cosme Vila volvió a llamar a Víctor, y éste dibujó las siluetas de Pío XI y Mussolini conduciendo un tanque y aplastando a un abisinio, el cual miraba al cielo horrorizado, en medio de un charco de sangre.
Casal fue menos espectacular. Prefirió los números, razonar su postura. En la clase de Economía explicó que la exaltación patriótica, llevaba al paroxismo como en Italia, ocasionaba aumento de natalidad y éste la necesidad de expansión, es decir, la guerra.
En cuanto al Responsable, proyectaba no sé qué represalia, pero Porvenir le tomó la delantera. Porvenir cogió la calavera -de mujer-, la pintó de negro, acopló a ella una peluca de pelo menudo y rizado, de forma que la imagen etíope era perfecta, y seguido de unos cincuenta partidarios se dirigió hacia la casa en que vivía un comerciante italiano, que ejercía las funciones de Cónsul. Los cristales fueron rotos, y la fachada quedó pintarrajeada con amenazas.
Pero, a la postre, lo importante fue el clima que se creó, el efecto producido sobre los tibios y la clase media. Julio dijo en el Neutral: «Mussolini nos ha prestado un gran servicio». El Demócrata, en una página extraordinaria, describió el éxodo etíope, bajo una lluvia de bombas. La figura del Negus con su paraguas adquirió caracteres de leyenda. Gente que nunca había imaginado ser extremista se conmovió y hablaba en términos de gran dureza. Matías Alvear miró de otro modo a Marta cuando la chica llegó a «congeniar» con Pilar; y desde luego miró de otro modo a Mateo, de lo cual éste se dio perfecta cuenta.
Don Pedro Oriol, en ausencia de «La Voz de Alerta», tomó en El Tradicionalista partido por la aventura mussoliniana. Ello desató los ánimos y fue la señal inicial para que dos hombres recuperaran el terreno perdido: los Costa. Los Costa vieron la ocasión y la aprovecharon; además de que sentían la causa sinceramente. Rompieron lanzas en favor del Negus. Abrieron una suscripción, encabezándola con una suma enorme, lo cual les ganó muchas simpatías. Izquierda Republicana fue el partido que inició la campaña más sistemática, más razonable e inteligente en contra de la acción italiana.
Izquierda Republicana llevó las cosas con tanta habilidad, que se decidió a dar un paso delicado: invitó al doctor Relken a dar una conferencia en el local.
«Abisinia, su vida y sus costumbres.» Esto rezaron los folletos anunciadores. ¡Magnífico! El doctor conocía el país al dedillo. El Demócrata publicó en primera página una fotografía en la que se le veía en Addis Abeba al lado de un camello.
Mosén Alberto, que a través del catalanismo estaba interiormente por los negritos, y a quien el tema de la conferencia interesaba en grado sumo, lamentó mucho que el acto tuviera lugar en Izquierda Republicana, donde no podía asistir. Sin embargo, no se notaría su falta. Los muros casi reventaron; tanta gente se reunió. Uno de los Costa hizo la presentación. Y luego el triunfo del doctor Relken fue total. No se refirió para nada a la guerra; sólo dijo que aquellos que suponían que la civilización etíope era primitiva desconocían por completo la cuestión. La civilización etíope, antiquísima, era rica y floreciente, y si muchos de los pueblos de África habían superado el estado salvaje era gracias a la influencia etíope. Por ejemplo, en el aspecto musical gracias a ella algunas tribus, como la de los Bongos, habían alcanzado una rara perfección. El doctor Relken, por medio de proyecciones, mostró al auditorio arpas, pequeñas guitarras, mandolinas, y a medida que la zona se orientalizaba, flautas, instrumentos usados en el interior de África gracias a los etíopes. Luego esculturas, tallas en madera, etc… Para no hablar del tamtam. El tamtam no era de origen exclusivamente etíope, sino característico de todos los negros del continente; pero, según el doctor Relken, en Abisinia resonaba de una manera especial. La emoción del público cuando el doctor, con la simple ayuda de sus manos y una mesa, imitó múltiples variedades de tamtam, todas de ritmo obsesionante y base indiscutible de la revolución musical en el mundo y en el jazz, fue indescriptible. Todo el mundo sintió su piel convertirse en tambor, y vio hogueras y desiertos y negros danzando; negros danzando la danza de la muerte, en torno a los tanques italianos. La ovación dedicada al doctor Relken fue apoteósica. Era la mejor conferencia que se recordaba en la ciudad.
El éxito del acto organizado por los Costa fue tal, que en seguida surgieron imitadores. David y Olga le dijeron a Casal: «Deberíamos invitar al doctor a dar una conferencia aquí». Casal contestó: «Bueno, pero… en todo caso no ahora, más tarde». También se recibieron invitaciones de varios pueblos. En cambio, Cosme Vila juzgó todo aquello muy hábil, pero se encogió de hombros. «Prefiero invitar a Vasiliev.» Quedaba claro que el doctor Relken no era comunista, y Cosme Vila no admitía heterodoxos en el local.
El orador, personalmente, le dijo a Julio, sonriendo: «Nunca había tenido tanto éxito». Se acostó temprano y rehuyó las aclamaciones. Y a pesar de los ruegos reiterados, mostró no tener prisa en repetir la sesión en algún otro lugar. Aseguró que hablar en público no le gustaba. Prefería evidentemente las pequeñas reuniones. «Soy hombre de… ¿cómo se llama esa palabra tan bonita que tienen ustedes…?»
– ¿Para indicar qué?
– Un grupo de personas que se reúnen con asiduidad.
– ¿Tertulia…?
– ¡Eso es! Tertulia. Soy hombre de tertulia.
Era cierto. El doctor Relken prefería, a los discursos ante numeroso público, improvisar una reunión, por ejemplo en el Neutral. Improvisar; ésa era la palabra. Porque, en realidad, siempre se presentaba allí solo, a lo más acompañado de Julio. Pero el grupo llegaba a no tardar. La figura del doctor siempre llamaba la atención como su extrema seriedad, a pesar de la constante sonrisa. Pronto se formaba un pequeño corro a su lado, especialmente si Julio levantaba la voz o hacía alguna pregunta a los vecinos. En este caso el doctor aceptaba de buen grado una conversación general. Y siempre ocurría lo mismo: pronto se hallaba describiendo países lejanos, cosas lejanas que había visto, y que hacían las delicias de Ramón. Y a medida que hablaba el auditorio se iba haciendo más nutrido. Al final, surgía espontáneamente el capítulo que Julio acabó por llamar de ruegos y preguntas. Preguntas extrañas y dispares, que nunca quedaban sin respuesta, excepto si contenían intención humorística. En este caso el doctor Relken clavaba los ojos y daba la impresión de que no había comprendido. Fue por su falta de sentido del humor por lo que Matías Alvear dijo de él: «Al dominó y a otras cosas le gano yo; y don Emilio Santos también le gana».
– ¿Es cierto, doctor, que en Rusia los obreros viven como rajás?
El doctor contestaba que Rusia era muy grande. Que desde luego, en los lugares equivalentes, vivían mejor que en España. Tal vez trabajasen más horas… pero es con carácter voluntario. Quieren elevar el país.
– ¿Y en Alemania?
El doctor se quitaba los lentes.
– Pues… Hitler intenta hacer lo mismo en Alemania; pero a Hitler los obreros le tienen sin cuidado. Los halaga por conveniencia; pero lo que quiere es dominar, dominar. Confía en sus astros…
El tema del nacionalsocialismo, del Fascismo y, de rebote, el de la Falange, eran frecuentes, pues a causa de la guerra de Abisinia se había desencadenado la primera ofensiva seria contra Mateo y sus camaradas; si bien muchos se reían de éstos, diciendo que eran cuatro desgraciados y que ya se les iba dando su merecido, «como ocurrió en Valladolid».
Al oír esto, el doctor volvía a erguir el cuello. No compartía la opinión de los que se reían.
– Están ustedes equivocados tomando a los falangistas en broma, porque son pocos. Los nazis empezaron siendo unos cuantos en una cervecería y en los comienzos de Mussolini ocurrió lo mismo. Aquí, por lo que veo, el fascismo basa su doctrina en teorías muy antiguas, que datan de la expulsión de los judíos y de la Inquisición. En este aspecto, claro está, se estrellarán contra el conocimiento que todos ustedes tienen de estos hechos. Pero, en cambio, son astutos en otros aspectos; por ejemplo, ensalzando la conquista de América, sin explicar al pueblo los… asesinatos en… masa -y perdonen ustedes la dureza de expresión- que realizaron los conquistadores. Y, sobre todo, son astutos infiltrando en sus cuadros una idea política muy peligrosa: la de la Unidad. Eso es, en efecto, algo más serio de lo que parece. Hitler combatió con esta arma, lo mismo que Mussolini. Verán ustedes cómo irán ensanchando sus cuadros, y cómo los militantes se irán pareciendo entre sí. Unidad, unirse todos para crear una fuerza. Es una idea que, repetida, acaba siendo arrolladora.
Alguien le objetaba:
– No veo lo que aquí puede arrollar.
– ¿No…? -el doctor sonreía-. Ningún demócrata lo ve, y por eso, cuando se dan cuenta todo está perdido. Confían ustedes demasiado en el individualismo. También eran individualistas los italianos, y Mussolini llegó al poder. Lo que aquí pueden arrollar es simplemente la República.
Se hacía un silencio.
– ¿Ganando las elecciones? -inquirió otro oyente.
– Pues… el fascismo español no las ganará -contestaba el doctor-. Pero pueden ganarlas las derechas si los republicanos no se deciden a unirse antes que ellos… Y si las derechas ganan esta vez, permítanme una pequeña profecía, como observador extranjero que soy: antes de un año los fascistas habrán impuesto su voluntad. Les bastaría con asegurarse la colaboración de unos cuantos generales; lo cual va a serles más fácil de lo que parece, pues por lo que veo en muchos sitios los falangistas son hijos de militares.
Julio mostraba estar de acuerdo con el doctor.
– Ya sabe usted mi opinión. Pero es difícil meter estas ideas en la cabeza de la gente. Aquí, si el toro no es grande no nos gusta.
– Sólo hay un remedio -concluía el doctor-. Unirse antes que ellos. Formar un broque.
– ¿Un broque…? -Julio se reía-. Se dice bloque.
– ¡Bueno! Bloque. Formar un bloque. Lo mismo da.
Alguien objetaba que era difícil armonizar todas las tendencias. Los intereses eran muy opuestos.
El doctor se encogía de hombros. «Luego… se discute. En fin, hay cosas que un extranjero ve mejor que el que está dentro.»
Alguien preguntaba:
– En Alemania es fácil unir a la gente, ¿verdad?
– Pues… más que aquí -informaba el doctor.
Julio añadía, sonriendo:
– Y a los que no quieren unirse se los expulsa, ¿no es así, doctor?
– ¡Dígamelo a mí! -contestaba el arqueólogo, levantándose.
El comandante Martínez de Soria estaba nervioso. Su esposa, que siempre parecía andar sobre una alfombra, se acercaba a la ventana y al tiempo de correr los visillos le decía: «Vete a montar un poco. Te distraerás».
El comandante estaba nervioso porque consideraba que el Ejército era la columna vertebral de la Patria y ocurría que no le gustaban ni la organización actual del Ejército ni las manos que conducían la Patria. Cuando lo del Straperlo juró: «¡Es absolutamente grotesco tener que servir a un gobierno de ladrones!» Y en cuanto al Ejército, todo le inducía a creer que las irregularidades de Cuba y África se repetirían si llegaba la ocasión, pues muchos jefes parecían empeñados en convertir España en colonia de algún otro país.
Su esposa procuraba calmarle. «Ten calma. No precipites las cosas.» Estas palabras tenían doble filo. Quería decir: «Haz lo que tienes que hacer… Pero asegura el golpe». El comandante miraba a su esposa y le daba un beso, con frecuencia en la mano. Le animaba verse comprendido por ella. Luego tiraba con fuerza del flequillo de Marta; se encerraba en su despacho o se iba a la Biblioteca del cuartel y allá seguía al dedillo el curso de las operaciones militares en Abisinia -decía que la infantería española, con la mitad del material, hubiera llevado el avance con ritmo mucho más acelerado-, y leía todo lo concerniente a la propaganda electoral que estaba en pleno apogeo.
Marta admiraba a su padre por su patriotismo. El comandante, cada tres palabras, pronunciaba el nombre de España. En el fondo, ante el mapa abisinio echaba de menos un Gobierno que organizara, en África o donde fuere, una empresa parecida. Marta le decía sonriendo: «De esto a la idea del amanecer hay un paso». El comandante rugía: «¡No uses esas palabras idiotas!» Aun cuando el mártir de la familia le doliera tan hondo, continuaba soltando pestes contra los falangistas.
Las elecciones… le daban miedo. Era de los convencidos de que las izquierdas se unirían, y de que si ganasen ocurrirían grandes catástrofes. Todos aquellos a quienes él había juzgado por lo de octubre se convertirían en héroes, y personalmente tropezaría a cada instante con el ataúd de Joaquín Santaló, y a no tardar probablemente con el suyo propio. Todo ello le había unido de nuevo a «La Voz de Alerta», en las conversaciones en el café. Siempre le ocurría lo mismo. Juzgaba que el dentista era un adulón, injusto con las clases inferiores; pero después de soslayarle tenía que acercarse a él.
La esposa del comandante era una mujer de tacto. Tenía sumo arte en aconsejar a su marido, sin que éste se diera cuenta. La esposa no pronunciaba el nombre de España cada tres palabras, pero de cada tres pensamientos le dedicaba uno. El segundo era para su marido. El tercero para sus hijos.
Nunca hablaba de Fernando. Murió, había alcanzado ya la meta. Era una lámpara encendida en el corazón. José Luis… continuaba en Valladolid estudiando y pegando carteles. -Al regresar del entierro de su hermano se dirigió a escribir un VIVA en el lugar exacto en que éste cayó-. En cuanto a Marta, era su consuelo próximo, inmediato. Y también su inmediato problema; más inmediato aún que el que planteaban los proyectos del comandante.
A la madre de Marta le preocupaban las relaciones de su hija con los Alvear. La familia, en general, le gustaba. Los Alvear tenían una virtud esencial: no eran catalanes. La esposa del comandante no comprendería jamás a los catalanes. Los juzgaba antipatriotas, materialistas… y blasfemos… En cambio, de Matías sabía que era un hombre cabal, con mucha gracia, muy español de contextura y un artista pescando; de Carmen Elgazu diciendo que era vasca creía haber hecho todos los elogios, y Pilar la encantaba. La encantaba por su espontaneidad, por su alegría espiritual. Siempre le decía a Marta: «No podías encontrar mejor amiga». De modo que quien le preocupaba de los Alvear era Ignacio.
La esposa del comandante creía poder renunciar sin gran esfuerzo al yerno conde o duque en el que al nacer Marta había soñado. Un abogado -un abogado que tal vez lo fuera excelente- le parecería muy bien, llegado el caso; pero… a condición de que no fuera de la UGT. Un abogado de la UGT en su casa sentaría como una estrella roja en el despacho de don Jorge. Sabía que Marta no se dejaba influir fácilmente y decía de ella que su flequillo era la cortina que interponía entre lo que pensaba y lo que pensaban los demás; sin embargo, si el amor danzaba por en medio, todo cambiaba. «En cuestiones religiosas, es el hombre el que se deja influir; en política e ideas sociales, cede la mujer.» Y si Marta se mantenía en sus trece, entonces la boda sería un fracaso.
Los temores de la madre de la muchacha tenían origen vario. Primero, la opinión personal. Había visto a Ignacio por la calle y le pareció un muchacho correcto, de aspecto inteligente y pletórico de juventud; pero… no llevaba uniforme. Viéndole se dio cuenta de lo que aquello significaba para ella; a la edad de Ignacio, la frente del comandante Martínez de Soria rozaba ya la primera estrella… Luego le asaltaron temores al oír algunas de las cosas que Marta contaba de él. Por ejemplo, que le criticara a ésta su afición a montar. Le decía que al verla regresar de la Dehesa a caballo, erguida a la altura de los balcones, con un asistente siguiéndola, la sentía tan lejana como una princesa mora. «¿Cómo es posible que diga tal cosa, si en las naciones que él considera ejemplares es más que corriente que las mujeres monten a caballo?» Y por último, le asustó el informe que dio del muchacho mosén Alberto. Mosén Alberto, al ser consultado, dobló el manteo sobre su brazo y contestó:
– Pues… con franqueza. Ignacio es la nota falsa de la familia.
La opinión del sacerdote puso sobre aviso a la madre de Marta. La mujer concedía importancia vital a la unidad familiar. Sabía que el hombre que se casara con Marta formaría parte del corazón y de la vida del comandante Martínez de Soria, y que en cierto modo debería seguir la suerte de éste, so pena de provocar una catástrofe. Las circunstancias de la nación no permitían alojar bajo un mismo techo a dos varones de ideología opuesta. Además, a su entender lo que España necesitaba estaba muy claro: una mano de hierro que apagara el volcán, que indicara a cada español su sitio. De modo que los demócratas, los que invocaban el derecho a amenazar cónsules italianos, que Dios los conservara lejos.
Ignacio tenía, por fortuna, un abogado defensor en casa del comandante y no de valor escaso: Pilar. La muchacha continuaba adorando a su hermano; y contaba de él todo lo bueno que había y lo que no había. De modo que su opinión actuaba de contrapeso, sobre todo por lo que se refiere al comandante. El comandante quería enormemente a la chica. Cualquier cosa que ésta dijera le caía en gracia. La madre de Marta, oyéndola hablar de Ignacio, sonreía con cierta indulgencia; en cambio, el comandante levantaba el hombro y admitía, divertido: «De acuerdo, de acuerdo. Estoy convencido de que Ignacio vale mucho». A veces añadía: «Mucho más que el loco que tú has escogido».
En el fondo, el comandante tenía celos a este loco, a Mateo. El hombre consideraba que Pilar era una criatura deliciosa. Le gustaba verla, hacerla ruborizar y tocarle la barbilla. Generalmente la piropeaba; pero a veces le interesaba también conocer su opinión sobre asuntos serios que en aquellos momentos ocupaban su espíritu. Siempre decía que Pilar era más aguda de lo que aparentaba. «Ale, basta de tu hermanito y escucha lo que te digo. ¿Qué opinas del doctor Relken?» Un día en que el parte de guerra había sido particularmente movido, le preguntó qué opinaba del conflicto italoabisinio.
– ¿Yo…?
– Sí, sí. Tú… tú misma.
Pilar puso cara seria.
– Pues… que si fueran los ingleses los que hubieran atacado todo el mundo lo encontraría muy bien.
El comandante soltó una carcajada. A la legua se veía que aquello no había salido de su cerebro. El comandante se confirmó en la idea de que Pilar valía mucho.
– Ahí está lo terrible del caso -comentó luego con su esposa-. Ignacio me parece muy bien para Marta, pero Pilar en manos de Mateo quedará hecha trizas. Ese loco no le hablará más que de Gibraltar y olvidará decirle que el abrigo que ha estrenado es bonito.
En cuanto a la chica, correspondía al comandante. En su casa hablaba con frecuencia de él. Decía que era mucho más sencillo de lo que la gente creía. Entre otras cosas le quería porque le preparaba, a escondidas, unos cocktails que ni las artistas de cine. Lo único que no le perdonaba era precisamente eso, que siempre la tomara con Mateo.
– Menos mal que tiene simpatía a Ignacio -decía siempre.
Un día, añadió, dirigiéndose a Matías Alvear:
– No hace como mosén Alberto, que les ha declarado la guerra a los dos chicos.
– ¿A los dos…?
– Sí, sí. A los dos.
– A ver si te explicas.
– Pues… muy sencillo. Aquí, que si el paganismo alemán y qué se yo. En casa de Marta, les aconseja que tiren a Ignacio escaleras abajo.
– ¡Válgame Dios! -Matías Alvear se sulfuró. Tenía su opinión sobre Mateo, pero no admitía que nadie se mezclara en aquel asunto.
En la primera ocasión propicia echó la silla para atrás y le dijo a mosén Alberto entre bromas y veras:
– Mosén… ¿Es que le disgustaría que Carmen Elgazu y yo llegáramos un día a ser abuelos…?
Bruscamente, se produjeron fisuras en la felicidad de los Alvear. Y fue precisamente por culpa de Mateo. Alguien les comunicó:
– Los falangistas se marchan voluntarios a Abisinia.
La familia quedó perpleja. No acertaban a dar crédito a aquellas palabras, pero la comida fue silenciosa, y todos esperaban la llegada de Mateo para interrogarle, de frente y sin ambages.
Cuando Mateo llegó, por la noche, notó algo especial. Y al oír la pregunta en boca de Matías contestó, sin inmutarse:
– En efecto, se habló de ello. En Madrid, León y Sevilla quería formarse una falange y acoplarla a una compañía de Camisas Negras; pero al final se ha convenido en que en estos momentos España nos necesita. De manera que se desistió.
Pilar preguntó:
– Pero… ¿tú te habrías alistado?
El muchacho contestó:
– Desde luego.
Pilar no pudo abrir la boca. Se levantó de la silla, entró en su cuarto y se echó sobre la cama con una suerte de desesperación; en cuanto a Matías Alvear, sintió que una ola de indignación le cubría el pecho. Se levantó a su vez y cruzó el comedor. Al llegar al umbral se volvió y dijo, liando un cigarrillo:
– Bien… se hablará de este asunto.
La segunda fisura en la felicidad provenía de Ignacio. Ignacio volvía a estar de mal humor…
Pilar opinaba que era a causa de la guerra de Abisinia. En casa de Marta había dicho: «En mi familia, papá está por los negritos. Se nota porque escucha la radio. A mamá, le dan mucha lástima, pero la bendición del Padre Santo la dejó turulata; pero desde luego el más fanático es Ignacio. Dice que los italianos son unos "agresores" y que después de esto querrán lo otro y luego lo otro, y que no sé qué de las Somalias. Y que todo proviene del exceso de natalidad. En fin, que vuelve a estar de mal humor y muy preocupado por la política».
Aquel día, cuando después de la declaración de Mateo, Carmen Elgazu entró en el cuarto de Pilar, Ignacio se recostó en el comedor, en la silla para atrás y preguntó al falangista:
– De modo que si no te marchas a Abisinia es porque España te necesita…
Mateo le sostuvo la mirada y contestó:
– Así es.
Ignacio movió la cabeza de arriba abajo.
– No te importaría nada disparar unos cuantos tiros… -prosiguió.
– Pues… me importaría. ¡Cómo no! -Mateo añadió-: Pero lo haría.
Ignacio tampoco insistió, y en ello siguió el ejemplo de Matías Alvear. Tomó los libros de Derecho que estaban encima de la mesa; Mateo se levantó a su vez, y le imitó. Éste no supo si llamar o no al cuarto de Pilar. Finalmente no lo hizo y ambos muchachos partieron hacia la clase del profesor Civil.
Mateo, una vez en la calle, echó a andar con seguridad. Sus pasos parecían seguir un ritmo militar; por el contrario, Ignacio caminaba pensativo y como dudando, con movimientos inciertos.
Pasaron dos postulantes: «Para la viuda de Joaquín Santaló…» En tos balcones, muchas banderas a media asta, como la de Cosme Vila. Corriendo, les rozó Santi, con sus pies inmensos. Llevaba un sobre en la mano.
Sí, desde hacía unas semanas la excitación de la ciudad infundía a Ignacio un extraño desasosiego; ahora los rítmicos pasos de Mateo le penetraban el cerebro.
Mateo a su lado monologaba:
– Sí, ya veo que esto ha caído mal. Lo siento. Somos, ni más ni menos, una pandilla de asesinos. ¡Voluntarios a la guerra, a matar negritos! ¡Qué horror! Como si hubiera algo grande en el mundo que se hubiera hecho sin el empleo de la fuerza.
«Para la viuda de Joaquín Santaló, para la viuda de Joaquín Santaló.» Más banderas a media asta. Santi volvía a pasar corriendo, sin el sobre, los sin trabajo sentados en la acera del café Cataluña.
– Otros han ocupado medio mundo, pero a Italia hay que condenarla al hambre. Nación latina ¡no faltaba más! ¡Ah, los pacíficos y civilizados etíopes! ¿Sabías que muchos de ellos todavía comen carne humana? Sería divertido que León Blum y Azaña y algunos más de sus apologistas aterrizaran por allá, por el interior. Los tostarían con un cuidado especial, en agradecimiento a sus discursos. Claro, claro, hay que defender a los pueblos pacíficos. Radio Londres así lo dice y aquí nos lo creemos. ¡Lo que se está ventilando es la ruta vital del Imperio inglés!; y somos capaces de defenderla con oro del Banco de España.
Ignacio no decía nada. Se había levantado las solapas del abrigo y apretaba los libros de Derecho contra sus costillas.
Llegaron a casa del profesor Civil. Ignacio sentía una pena honda. ¿Adónde iría Santi con su sobre? Tal vez a otro acuario. Su crueldad, por fin descubierta, no era la única. Otros chicos de su edad crecían con instintos parecidos. Algo profundo se rompía en los espíritus. Sobre la mesa del profesor Civil, El Tradicionalista.
En realidad, Ignacio tenía más experiencia que antaño y no veía, como entonces, sólo una cara de la medalla. Procuraba ser justo. Su honda pena provenía de que el desequilibrio lo percibía no sólo en la persona de Mateo sino dondequiera que volviera los ojos. Tanto como el hecho de que Pilar no contara para nada en la decisión de Mateo de marcharse a Abisinia, le molestaba que la pedagogía racionalista de David y Olga hiciera posible la aparición de Santi. ¡Pero al mismo tiempo que la pedagogía de los maristas hiciera posible la aparición de Mateo! Y la de los jesuitas «La Voz de Alerta».
A Ignacio le parecía que él mismo participaba de esta dualidad, que era a la vez un poco Santi y un poco «La Voz de Alerta». ¿Cómo explicar, si no, que el argumento de que los etíopes comieran aún carné humana ni le impresionara, y en cambio le sacara de quicio que el doctor Relken en el Neutral ridiculizara el fanatismo religioso de las mujeres españolas?
Era evidente que los campos se iban delimitando en él. La herencia Alvear y la herencia Elgazu. Tal vez, el Seminario… y la UGT.
«Kum, Kum», en cuestión de fe, se había levantado. Desde el primero de año. No dudaba de Dios, pero le desconcertaba que el Padre Santo bendijera los tanques. En cuestión social, tampoco dudaba: había que asegurar Casa de Maternidad, educación, trabajo y sepultura al mundo. Y sobre todo libertad; pero le indignaba que en nombre de estos valores Porvenir paseara una calavera y Teo blandiera a su antojo su látigo de carretero.
Acaso lo que menos definido sentía en sí era su actitud frente a la Patria. Le ocurría que buena parte de las cosas que el doctor Relken imputaba a España él las había pensado, y aun las había vertido al rostro de Mateo en muchas discusiones; pero oírlas en boca extranjera le sulfuraba… Hasta el punto que en ciertos momentos justificaba a Mateo. ¡Humillante que en el Neutral se formara un corro de españoles oyendo complacidos la vivisección del toreo, de la mantilla, del estado de las carreteras y de la oposición a la Reforma! El toreo era cruel, pero valiente y más artístico que la pelea de gallos; la mantilla parecía muy superior al salakot que, según Padrosa, llevaba el doctor Relken en Montjuich; si las carreteras eran malas tenían de bueno que conducían a alguna parte y la Contrarreforma cortó en seco el avance de la dispersión espiritual, Al diablo, pues, con aquellos discursos. Bien estaba que viniera alguien de Praga a explicar lo que debía ser la democracia; pero que este alguien dejara en paz lo que las madres españolas se ponían en la cabeza.
Y, sin embargo, era evidente que la herencia Alvear, David y Olga y el propio doctor Relken tenían razón en muchas cosas, y ahí estaba el drama y por ello era demasiado simple la frase que Carmen Elgazu escribió a Bilbao: «Ignacio vuelve a ser el que fue».
Porque, contentarse con guardar silencio, prestar atención y demás, buscando la paz del alma individual, cuando la ciudad en que uno vivía se preparaba para una lucha a muerte, resultaba de un egoísmo intolerable. España era pobre, la tierra se resistía a las manos, el nivel de vida era ínfimo. España no había aportado nada a la investigación pura, a los sistemas filosóficos, a la mecánica; y ni siquiera el profesor Civil negaba todo esto. Si en un tiempo dio genios en otras ramas, desde hacía lustros parecían haberse terminado. España no daba ni siquiera inventores. Cualquier cosa que asombrara al mundo -en medicina, en astronomía, en lo que fuera- desde hacía muchos años provenía de otros países. ¿Qué ocurría? La tesis de David y Olga, de Casal y de tantos otros, según la cual se había encerrado al genio español en el sepulcro del Cid, parecía imponerse, y por ello cuantas panaceas aportaran Gil Robles o José Antonio morirían en este sepulcro.
Pero… por otra parte, pensando en Marta por ejemplo, en su perfil castellano, en su nobleza y austeridad, ¡aparecía, en efecto, tan entrañable la tierra del Cid!
Y además, ¿no ocurriría que cada país tenía su misión que cumplir y España cumpliría con la suya, no arquitecturando en libros sistemas filosóficos, sino guardando en la conciencia colectiva, como en un sagrario, algo que tal vez tuviera más valor, y desde luego fuera más duradero: la fe y la unidad religiosa? Por lo demás, ¿es que podían brotar, y aun sería conveniente que brotaran, Goyas a cada lustro? ¿No valía con haberlos dado una vez? ¿Y la música, y el canto, y la danza, y la grandiosidad del paisaje, y aquellos cielos? A Carmen Elgazu no le interesaba nada que no fuera la salvación de su alma y de las almas que estaban a su cuidado. Tal vez en la indiferencia de la raza por las ciencias y los pensamientos que perecen latiera este rasgo fundamental. España tal vez no quisiera «especializarse», porque su sed era de cosas eternas, de algo que lo abarcara todo. ¿Cómo comprender, si no, que David y Olga, en vez de limitarse a instruir a sus treinta alumnos, quisieran ahondar en la mismísima entraña de éstos, influir de una manera total en su capacidad de ser hombres? Obsesión de lo trascendente. Ignacio recordaba que un simple portero de la Inspección de Trabajo estaba preocupado por saber si el Rey de Italia era o no masón… Por eso él había exigido en el Seminario estudiar no sólo Latín, Moral, Retórica y Teología, sino que quería que le hablaran de la miseria del hombre, y le dieran recetas eficaces para salvar al mundo. Por eso Miguel Rosselló se quejaba de que los libros de Bachillerato eran superficiales. De un país quería conocer desde su prehistoria hasta su futuro. Y luego saber lo mismo de todos los países. Tal vez por esa obsesión de totalidad, la Enciclopedia Espasa tenía más de ochenta volúmenes, el Quijote fuera un inventario de los sentimientos y de las aspiraciones humanas, y San Francisco Javier llegara, antes que nadie, al Japón, al otro confín de la tierra.
Y, sin embargo, en el vivir cotidiano ¡cuántas calamidades originadas por esta mentalidad! Las cosas se desorbitaban. Los hombres que, como Mateo, tenían fe en lo eterno de España, llegaban a soñar en cazar etíopes; y los que, por el contrario pedían que España diera la vuelta y se «europeizara» -desde los Costa hasta la élite intelectual de la nación- con sus maneras, no conseguían sino desmoralizar y crear un complejo de inferioridad.
Ignacio recordaba a este respecto la unanimidad de los intelectuales españoles de la época precedente -Giner de los Ríos, Ganivet, Joaquín Costa, etc…- y de los del momento -Ramón y Cajal, etc…- en su criterio sobre España. ¡Todos estaban de acuerdo con David y Olga… y casi con el doctor Relken! «Existía el atraso y ello se debía al cierre de los Pirineos. No ha circulado el aire entre España y Europa.» Sólo Unamuno, el de los caracoles humanos, se erguía en contra, asegurando que al otro lado de los Pirineos la gente era aún menos feliz.
A Ignacio le dolía la labor aniquiladora de aquéllos, pero le parecía ridículo el grito de éste: «¡Que inventen ellos!» ¿Era verdaderamente imposible armonizar la conservación de la fe religiosa con la necesaria importación de tractores? «¡Que inventen ellos!» Pero en España había 700.000 obreros parados, malestar, lucha social, sorda y fratricida.
Ignacio habló en este tono aquel día, en casa del profesor Civil, y el profesor Civil iba pensando: «Las dos Españas frente a frente. La de Unamuno, Carmen Elgazu, comandante Martínez de Soria, la secreta emoción de este muchacho al contemplar el mapa ibérico y oír hablar en puro castellano, y la de Julio García, David y Olga, Giner de los Ríos, Ramón y Cajal y el Responsable, la secreta rebelión de Ignacio al escuchar a mosén Alberto o al ver a "La Voz de Alerta". La familia de Bilbao y las de Madrid y Burgos. Era evidente que los contrastes eran, en el país, duros y múltiples como los que ofrecía su geología. Aquellos que colgaban en su despacho retratos de Felipe II y grabados de El Escorial -comandante Martínez de Soria- eran partidarios de Mussolini y daban lecciones de esgrima; los simpatizantes con el Negus -la Torre de Babel- tenían en su cuarto un retrato de Gandhi y un grabado de Versalles. ¡Pero si la Torre de Babel -pacífico- daba sangre en el Hospital, por otra parte se iba a la calle de la Barca a preguntar de qué pico exacto se arrojó contra el empedrado el padre de Pedro y escuchaba al doctor Relken como a un oráculo!; y si el comandante Martínez de Soria -belicoso- condenaba a muerte a Joaquín Santaló y tenía a Olga de pie durante un interrogatorio de cuatro horas, ofrecería la vida en cualquier momento por España, y elevaba el tono de una calle con sólo pasar por ella».
Por su parte, Ignacio pensaba que en los consejos de mosén Francisco debió de haber algo de oportunismo… Porque, nada de aquello era armónico; y, sin embargo, él lo descubrió precisamente al prestar atención. Complicada vida, complicada guerra de Abisinia, complicadas elecciones.
El subdirector, al leer en El Tradicionalista que el nuevo general, don Carlos Zurita Belaustegui, había tomado posesión del mando militar de la Plaza, comentó:
– La batalla ha empezado.
Barrido en los cuarteles, rancho extraordinario, permisos. El general era un hombre tan bajo, que sin el uniforme, y el poder de sus ojos, que continuamente rodaban, acuosos, hubiera pasado inadvertido. Pero el uniforme le daba anchura, y sus ojos movilizaron inmediatamente toda la Plana Mayor. Llegó con su esposa y tres hijas, y se instaló en un enorme caserón cerca del cuartel de Infantería. La terraza daba al patio del Seminario.
Le recibieron el coronel Muñoz y el comandante Campos. A los tres días, en la calle del Pavo, le recibieron, además de éstos, el Comisario, el doctor Rosselló, los arquitectos decoradores Massana y Ribas, Julio, el tipógrafo Casal y el resto. El aviso que se había cursado a cada uno de los H… ponía: «Muy importante».
Después de la firma en el Atrio, cada H… ocupó su sitio en el Taller. Presidió el coronel Muñoz, pues en la Logia el general tenía grado inferior a éste. Sólo los iniciados conseguían adaptarse a tal situación.
El general saludó a los nuevos H… Se expresaba en términos bruscos, salpicándolos de interjecciones inesperadas. Se le dio la bienvenida y el Trabajo comenzó.
Fue un Trabajo largo y pesado, lleno de precisiones y datos. Era preciso poner al general al corriente. De todos modos, uno a uno los temas fueron cayendo sin pena ni gloria excepto el último: la unión de todas las fuerzas izquierdistas, desde Izquierda Republicana hasta la FAI. Era preciso constituir un Frente único, el Frente Popular.
Julio quedó decepcionado. Siempre imaginó que el general traería en la faja la orden de reincorporación de su persona a la Jefatura de Policía. A Julio le urgía volver a tomar posesión de su despacho. Llevaba más de un año separado del servicio. Doña Amparo Campo no comprendía: «Te habrán puesto el último del escalafón». Julio, a veces, despreciaba a su esposa por eso, porque siendo verdaderamente ambiciosa confiaba en el escalafón.
– ¿Te falta dinero…? ¿No…? Pues, anda, déjame en paz. El coronel Muñoz le dijo a Julio:
– Me parece a mí que eso tiene ahora poca importancia. La cuestión es ganar las elecciones.
Desde la apertura del Trabajo, un hombre no había cesado de mover nerviosamente los dedos, dentro de los guantes blancos: el tipógrafo Casal. En primer lugar, no conseguía sentirse a sus anchas en la Logia, aun cuando le constara que en el cordón negro a modo de friso uno de los nudos le correspondía, aun cuando el ojo del triángulo le mirara también a él, y supiera como el que más que JAKIN significaba principio fecundante, BOAZ principio fecundado. Médicos, arquitectos, directores de Banco, coroneles, ¡ahora un general! Además, a veces dudaba de la eficacia. El Comisario nunca había querido atenderle…; y, en cambio, protegía al Responsable. Y, sobre todo, el local le parecía demasiado escueto y frío. A veces tenía la sensación de que llevaban las de perder, en una ciudad en que la Catedral se erguía tan majestuosamente, en que las murallas se mantenían como testigos impasibles. Le resultaba difícil convencerse de que gente que alcanzaba aquellos cargos era demócrata. ¡Un general es siempre un general! De pronto oyó la voz de éste, dirigida a él.
– En el Partido Socialista… ningún problema para unirse. ¡Digo yo! El tipógrafo Casal sintió que el algodón de la oreja le penetraba hasta el cerebro. Desde tiempo sabía que la orden que aquello implicaba tenía que llegar, pero sintió que el algodón le penetraba hasta el cerebro. Su mujer le había dicho siempre: «Yo creo que tienes que obedecerles. Son más altos que tú y saben lo que hace falta». Él se resistía, porque conocía a sus afiliados y tenía su opinión; pero acaso el consejo fuera certero. Acaso él mirara las cosas desde un punto de vista demasiado local, olvidando que el socialismo era internacionalista. De modo que probablemente ellos tenían razón: era absolutamente imprescindible la unión de todas las fuerzas izquierdistas.
Sin embargo, ¿cómo defender una causa no sentida? ¿Y cómo convencer a los afiliados? El tipógrafo consideraba factible la unión con Cosme Vila, pues el programa de éste al enfrentarse con la realidad se revelaría utópico y caería por sí solo; pero unirse a Izquierda Republicana era suicida. La Izquierda Republicana era un partido de burgueses como el notario Noguer, con la agravante de que no se daban cuenta de serlo. Izquierda Republicana era el peor enemigo que tenía el socialismo. El tipógrafo Casal explicó su punto de vista y concluyó: -En todo caso, habría que imponer condiciones para después de la victoria.
El coronel Muñoz dio por terminada la reunión. -Supongo que el H… Casal ha quedado impuesto del deseo formulado- dijo.
De regreso a su casa, Julio García expresó al tipógrafo que lo hábil sería precisamente simular que la que imponía las condiciones era Izquierda Republicana.
– Es un hecho cierto que hay una clase media asustada por el desorden. Yo creo que el Frente Popular debe levantarse bajo el signo de la moderación. De otro modo, el resultado de las elecciones nos sería adverso. En fin, creo que hay que ser realmente moderado. Lo he pensado mucho y lo creo así.
El tipógrafo llegó a su casa con la cabellera húmeda. Miró las estanterías de los libros y pensó: «No sé si he leído pocos o demasiados». Antonio Casal amaba apasionadamente a su mujer y a sus hijos. El día en que, de pequeño, vio que sus padres ponían migas de pan en el alféizar de la ventana que las palomas de la plaza acudían a picotear, que su padre cogía una, cerraba por dentro y a los pocos minutos en la cocina se oía el chisporrotear del aceite, entendió que era preciso acabar con la miseria del mundo so pena de que el mundo acabara con las palomas. Desde entonces fue socialista. Quería asegurar Casa de Maternidad y sepultura decente incluso a las aves. Los enemigos, a su entender, eran la superstición, la ignorancia, el atraso, y la acumulación del capital en manos individuales. Por ello se hizo masón, porque la Masonería luchaba contra esas calamidades, porque creía en la Cultura, el Progreso y la Fraternidad. Ahora, después de entrar de puntillas en los cuartos en que dormían sus tres hijos y de contemplarlos en silencio, fue al comedor, donde su mujer cosía acurrucada junto al brasero y le dijo:
– Bueno, ya está. Dentro de poco me verás del brazo de los Costa.
«Tienes que obedecerlos. Son más que tú y saben mejor lo que hace falta.» Muy bien, de acuerdo. ¿Pero cómo convencer de ello a David y Olga, a la Torre de Babel, y, sobre todo, a las docenas de afiliados que esperaban su momento?
El tipógrafo estaba tan preocupado que no tenía más que una idea: hablar con Cosme Vila. Era exactamente el día de San Narciso, patrón de la ciudad, y Gerona había quedado iluminada. Casal pasó delante de la casa del Miedo, de la mujer enroscada por serpientes, de los quioscos de churros pensando: «En este país continuamente se encuentran motivos para conceder una tregua». Una inmensa cola humana salía de los toros, otra del fútbol, otra descendía por San Félix, procedente del sepulcro del Patrón, cuyo cuerpo se conservaba incorrupto, según había repetido El Tradicionalista aquella mañana. Los primeros habían visto correr sangre viva por la arena, por el filo de la espada; estos últimos habían visto la sangre coagulada de San Narciso.
Encontró a Cosme Vila absorto en la contemplación de su hijo, que todavía no decía ni papá ni mamá, ni Stalin, ni andaba. El comedor era pequeño, y en su centro la mongólica cabeza de Cosme Vila parecía una gran bombilla. Era un piso que daba al río, como el de los Alvear, pero en el que nunca una caña de pescar había surgido de la ventana del comedor. Era húmedo y triste. Una de las sillas la ocupaba la esposa de Cosme Vila, que consideraba a éste un dios, dios que a no tardar -tal vez después de las elecciones- todo el mundo aclamaría, que repartiría campos y casas y riquezas a todos cuantos en la provincia hasta entonces se habían visto privados de ellos. En un rincón, ocupaban las dos sillas restantes los suegros del jefe, los guardabarreras. El suegro era un hombre alto y tímido, que cuando no tenía la banderita del paso a nivel en la mano no sabía qué hacer con ésta. La suegra no cesaba de mirar al pequeño.
– ¡Hola, Casal! Tienes mala cara.
– No creo. En fin, eso no importa.
– No tenemos nada que ofrecerte.
– No necesito nada.
Cosme Vila adivinó en seguida de qué se trataba. Pero no le hizo el menor caso. A él sólo le interesaba hablar de su Partido, de Teo, de Víctor, de Gorki, de Murillo, que andaba vendiendo imágenes al doctor Relken.
– Me interesan los míos, ¿comprendes? Tengo que levantar un edificio. Tengo que convencer a toda esa pandilla de que no se puede ser comunista y fabricar agua de colonia. Con Teo ya se firmó el contrato. Continuará conduciendo el carro y zumbando a los caballos, pero todo este material pertenece al Partido, así como los beneficios. Él vivirá y podrá comprarse una gorra de vez en cuando; pero Gorki se hace el remolón. Veo que te estás impacientando. No sé por qué diablos tienes siempre tanta prisa. Claro, has venido por lo tuyo; pero ya sabes mi opinión. El comunismo es poco sentimental. Compréndelo. A mí me interesan Teo, Gorki, Víctor y Murillo. Vosotros os pasáis la vida consultándoos y, entre tanto, los fanáticos avanzan. ¿Qué quieres hacer sin fanatismo? En el Arús yo veía que los que hacían dinero eran los fanáticos, eran los que contaban los duros como si fueran perlas. Tenían razón, desde su punto de vista. Yo tengo que llenar la provincia de fanáticos. Ya me van saliendo algunos, por la costa y el monte. Algún día organizaremos la marcha sobre Gerona. No te servirá de nada enseñar Aritmética. Antes tienes que convencerles de que es una asignatura sagrada y luego pegar un tiro al que se equivoque en una suma. Por eso, personalmente, amigo Casal, todos mis respetos. Siempre nos hemos llevado bien y mi mujer quiere mucho a la tuya. Pero este asunto de las elecciones, si te he de ser sincero, me carga. Me parece tan ridículo como creer que mi crío pueda opinar sobre la misión del Comité Ejecutivo. De modo que los argumentos sobran. Somos tácticos y la cosa está decidida. Nos uniremos con quien sea, con todos. Hay que abrir brecha. Nos uniremos con los Costa, contigo y aceptaremos los votos hasta de los limpiabotas anarquistas; pero óyeme bien. Nosotros vamos a lo nuestro. Personalmente, repito, todos los respetos.
Casal comprendió que a Cosme Vila le había molestado que fuera a verle a su casa. Quería dejar sentado que, allá o en el local, siempre era el jefe. Al tipógrafo todo aquello le parecía exagerado, y desde luego no facilitaba su labor.
No contestó. Sintió que los guardabarreras estaban orgullosos del discurso del yerno y que consideraban que era imposible añadir nada.
Casal sabía con quién se las había. «Bien, bien…», balbuceó y se puso a contemplar a su vez al crío. Y de pronto, sintió lástima por él. El crío había levantado un pie e intentaba comérselo. Tuvo la impresión de que la historia sería implacable con aquel puñado de carne. Cosme Vila le había hecho ingresar en el Partido sin pedirle la opinión. Era evidente que nadie le pediría la opinión jamás. Se irían pasando su pulgar de unos a otros para tomarle las huellas digitales; si algún día se negaba a ello o se equivocaba, le pegarían un tiro.
La esposa de Cosme Vila tenía los ojos encendidos. Cosía y sonreía, como su padre. Le preguntó:
– ¿Qué tal está tu mujer?
– Muy bien. Muy bien.
Y se hizo un silencio. El tipógrafo sufría. Aquello era tan difícil como tratar con generales.
– ¿Ya habéis cenado?
– No cenamos nunca. Hacemos una sola comida al día.
Casal se sentía desmoralizado. Hablaría con David y Olga. Los maestros eran realmente amigos. Olga una tesorera impecable. David y Olga le darían ánimos.
Cosme Vila le preguntó:
– ¿Te gustó la caricatura que publicamos en El Proletario? ¿La de Mussolini y el Papa?
Casal contestó:
– No la vi.
– ¿No la viste? ¿No lees El Proletario?
– La verdad… no.
A Cosme Vila le pareció natural.
– Obras con acierto. Son lugares comunes.
Hubo otro silencio. De pronto Cosme Vila dijo:
– ¿Sabes que tenemos una mujer en el Comité Ejecutivo?
– No, no sabía.
– Se la trajo Gorki. Es valenciana. Resulta increíble la perspicacia que puede tener una mujer.
Se detuvo. Casal se reclinó en la pared.
– Yo tengo a Olga.
– Eso es distinto. Olga es un hombre. En fin, ella y David han creado un sexo neutro. Para ser mujer hay que haber tenido hijos, como la tuya, la mía o esa valenciana, que ha tenido cinco. Estoy muy contento con ella, aunque Teo no le quita los ojos de encima y no sé lo que ocurrirá.
– ¿En qué sentido crees que te será útil?
– Pues… a veces uno tiembla. Tiene compasión, o qué sé yo. Entonces miras a esa mujer y te curas.
– ¿Tú te mueves por amor o por odio?
– Por disciplina.
Casal se mostraba irónico.
– ¿Crees que el hombre viene del mono? -preguntó, inopinadamente.
– ¡Ah! Eso me gusta. Creo en la evolución. En la evolución ciega de la naturaleza.
– ¿En la evolución hacia qué?
– He dicho en la evolución ciega.
Casal añadió, después de un silencio:
– ¿Qué consecuencias sacas de que tu hijo quiera comerse su pie?
– Que no tiene conciencia de que sus miembros son suyos, y que somos un saco de instintos.
– El día en que tenga esa conciencia, ¿qué habrá ocurrido?
– No hables más. Ya conoces mi opinión: las lágrimas son agua.
El suegro, alto y tímido, escuchaba boquiabierto. Era un hombre con una inmensa verruga bajo la oreja izquierda. Cosme Vila le había profetizado que llegaría un día en que en los pasos a nivel habría un centinela eléctrico que no se equivocaría jamás; luego, un paso más en la evolución, se suprimían los pasos a nivel. Todo serían pasajes subterráneos.
– Pero no temas -le había dicho a su suegro-. No te quedarás sin trabajo.
Casal contemplaba a la esposa de Cosme Vila, a su crío y a los guardabarreras. A su modo, constituían una familia ejemplar. El ideal los había unido. Para los suegros, el comunismo era un sueño romántico, estelar y perfecto. Para Cosme Vila a la vez un arte y una ciencia. Para la esposa, una forma sencilla de solucionar los problemas de la provincia y de llegar a esposa de emperador; para el crío una ininterrumpida sucesión de huellas digitales.
Cosme Vila le acompañó a la puerta. Le veía fatigado. Le ayudó a ponerse el abrigo. Le dijo:
– Recuerdos a tu mujer.
El despliegue de propaganda de unos y otros había convertido la ciudad en un campo de batalla. Los rencores políticos se unían a los rencores personales. Desde la mentira inocente hasta la calumnia todo era válido para conseguir unos cuantos votos. Una particular circunstancia acusaba el trágico relieve del momento que se vivía: el calendario señalaba Navidad.
Todos los detenidos cuando lo de Octubre recordaron que aquel era el primer aniversario de su liberación. ¡Cuánto se había avanzado en un año! De los locales clausurados se había pasado a la combativa alineación de todas las fuerzas disponibles. Todo el mundo recordó la gran nevada del año anterior, cuando Gerona se convirtió en una inmensa Hostia. Ahora sobre la nieve, todas las pisadas quedarían impresas en forma rotunda, como si cada persona llevara botas de soldado. La huella del doctor Relken destacaría entre todas, porque era el único que llevaba las suelas claveteadas. Don Santiago Estrada creyó llegada la ocasión de repartir las bufandas y demás prendas de abrigo recogidas por la CEDA. Una comisión de señoras fue nombrada, a la que se incorporó Laura, quien desde su regreso del viaje de bodas era el alma de todas las actividades benéficas de la ciudad; pero fue un fracaso rotundo.
La gente no quiso aceptar nada. «¿Qué quieren ustedes? ¿Comprar nuestros votos?» «Andando. Aquí no necesitamos nada.»
«No necesitamos nada.» Ésta fue la frase corriente. Ésta y las blasfemias. Laura quedó estupefacta. Las señoras no comprendían que los pobres no necesitaran nada, que siendo ellas ricas no les pudieran regalar nada. «Si pasaran tanto frío como dicen, tendrían menos amor propio y aceptarían.» No obstante, decidieron continuar hasta fin de año, pues el Pirineo enviaba ráfagas cada vez más heladas. Decidieron pasarse incluso la noche de San Silvestre recorriendo pisos pobres, especialmente por el barrio de San Félix, que era el único que faltaba; y aquello fue el remate de la peregrinación. En una de las visitas pasaron tanta vergüenza, que renunciaron definitivamente a su apostolado.
El patrón del Cocodrilo les había dicho: «Yendo hacia los Baños Árabes, en el número 5, vive una mujer despeinada y horrible, que da pena. Todos los días entra aquí y le doy una copa de anís para calentarle el cuerpo».
A la luz del farol leyeron; Núm. 5, y llamaron. Y les abrió la puerta la valenciana, querida de Gorki, a la que había aludido Cosme Vila. La mujer, miembro del Comité Ejecutivo del Partido Comunista, recibió a las señoras con la sonrisa en los labios. «Pasen, pasen» -las invitó-. Pero en cuanto las tuvo en el interior le entró una rabia incontenible. «¿Fin de año, eh…?» -Se dirigió a la esposa de don Santiago Estrada y arrancándole un guante exclamó: «¡Con eso da gusto pasar frío!» Y acto seguido dejó caer la prenda al suelo, limpiándose luego los dedos.
Fue algo increíble, que hizo llorar a Laura, cuando luego lo recordó. La mujer, de edad indefinida y de piernas poderosas, se desabrochó la bata. «¡Cinco hijos, cinco hijos! -decía-. Cinco hombres.» Luego les enseñó fotografías y recortes de periódicos en que se la veía en Valencia con el puño en alto. No habló de política. Sólo obscenidad. Era la noche de San Silvestre. Debía de haber bebido una copa de anís en cada taberna. Citó vagamente a Gorki y al hablar de Teo escupió.
El regreso de la Comisión de la CEDA fue penoso. Había por las calles borrachos que cantaban: «Jesús ha nacido en un pesebre». Don Santiago Estrada había preparado un refrigerio para las damas en el local del Partido, pero ninguna de ellas tenía apetito. «La Voz de Alerta» esperaba abajo a Laura, con el coche, y la condujo en silencio a casa.
Mosén Francisco no se arredró por el hecho de que todas las noticias que le llegaban contuvieran tanta violencia. Reunió a los niños del catecismo y empezó su campaña. Dibujó un inmenso cartel para el vestíbulo de la iglesia: «Rezad el Santo Rosario». Imprimió folletos y estampas con este consejo. «Rezad el Santo Rosario.» Repartió los folletos por las calles. Los deslizó por debajo de las puertas. «Se acercan momentos difíciles. Hay que pedir amor y no odio. Que los cristianos recen el Santo Rosario.» Al terminar la misa se volvía hacia los fieles, se ponía brazos en cruz y les decía: «Por Dios, basta de lucha fratricida. Recemos el Santo Rosario. Y que cada familia añada un padrenuestro especial por la paz de España». Mosén Francisco se entusiasmó de tal modo con su campaña de Navidad que propuso a todos los fieles que lo rezaran a la misma hora. Dijo: «A las nueve y media de la noche, cuando oigáis las campanas, reuníos en torno a la estufa y rezad el Santo Rosario».
La primera persona que obedeció fue una mujer que nunca había tenido confianza en los repartos oficiales de prendas de abrigo: Carmen Elgazu. Carmen Elgazu, que adoraba a mosén Francisco, de pronto hacía: «¡Chisssst…! imponiendo el silencio. Sonaban las campanas. «Ale, empecemos.» Y se persignaba e Ignacio iniciaba el «Ave María, gratia plena, Dominus tecum». Inmediatamente Matías se levantaba. Matías Alvear, ni antes ni después del consejo de mosén Francisco, había conseguido rezar el Rosario sentado. Tenía que rezarlo paseando. Iba desde el comedor hasta la puerta de entrada y regresaba. Casi siempre le imitaba Ignacio, en sentido inverso, y ambos se cruzaban en mitad del pasillo. Carmen Elgazu se quejaba de que desde el comedor no los oía. Si Pilar se quedaba dormida, con las tijeras o con el gancho de la estufa le daba un golpe en las rodillas.
Otro hogar en que se obedeció, fue el del comandante Martínez de Soria. «¡El Rosario! ¡Es la hora!» Lo llevaba Marta, y el comandante también se levantaba y echaba a andar arriba y abajo. A veces sus excursiones eran mucho más largas que las de Matías e Ignacio. A veces en ellas alcanzaba lugares extremos del piso, como por ejemplo el despacho, donde a lo mejor se detenía ante el mapa abisinio y no regresaba al comedor hasta que el Misterio de turno había terminado. Su esposa rezaba con los ojos bajos, las cuentas de plata cayéndole sobre la impecable falda negra. Marta, de vez en cuando, se apartaba el flequillo y suspiraba. Cuando iniciaba el padrenuestro por la paz de España, el comandante se detenía un momento, mirando al techo; luego levantaba el hombro izquierdo, sintiendo un gran combate en su corazón.
Docenas de familias siguieron el consejo de mosén Francisco, mientras las luces navideñas se caían lívidamente al río. La figura del joven sacerdote pareció flotar alrededor de las estufas, y era como una sombra benéfica apaciguando los ánimos, en espera del 16 de febrero. Se rezaba el Rosario en casa de don Pedro Oriol, silencioso hogar, en casa del notario Noguer, con las letanías traducidas al catalán; en casa de don Jorge, cuyas dos sirvientas eran llamadas al rezo colectivo, y se sentaban a ambos lados de la puerta, en dos taburetes.
El Rosario se rezaba en el piso del subdirector, en el del portero de la Inspección de Trabajo, en el de la mujer que hacía la limpieza en casa de los Alvear.
El vicario había recomendado particularmente esta oración porque juzgaba que en su estructura estaban contenidos, mejor que en cualquier otra, los elementos todos de la vida humana. Sobre todo en los Misterios. Primeros los Misterios de Gozo, símbolo del placer que produce en el hombre el nacimiento de otro hombre; el vicario había bautizado docenas de hijos y siempre leía idéntica sonrisa en el rostro paterno. Luego los Misterios de Dolor, símbolo de la lucha en la tierra coronada por la muerte; mosén Francisco había asistido a docenas de entierros, y siempre escuchó idénticos llantos. Finalmente, los Misterios de Gloria, símbolo de la resurrección y del cielo eterno.
Para el sacerdote, todo estaba contenido ahí. «El día en que en toda España se rece el Rosario, el padrenuestro por la paz resultará innecesario.»
Sin embargo, ¿cuándo llegaría tal fecha? De los doscientos cincuenta obreros parados, sólo diez o doce habían seguido el consejo de mosén Francisco. Los demás andaban pegando carteles, algunos de los cuales eran dibujados por los arquitectos Massana y Ribas en la mesa contigua a la que utilizaba Benito Civil, su primer delineante.
Cuando, el 15 de enero, Matías leyó el manifiesto en que se daba cuenta oficial de haberse constituido el Frente Popular, y comprobó que en el programa no figuraba nada que no tuviera un tono ecuánime y razonable, comentó: «Por fin parece que se ha impuesto el sentido común. A ver si esta vez Azaña salva la República».
Su contento hubiera sido total de no continuar doliéndole la conducta de Mateo. El muchacho no sólo no le había pedido excusas por su ex abrupto sobre Abisinia, sino que persistía en su actitud, sobre todo al comprobar que Pilar cedía. Por ahí se hundió todo. La chica, una vez secas las lágrimas y después de una conversación con Marta, salió con el sambenito de que Mateo hubiera sido un héroe marchándose a la guerra.
Matías Alvear no se decidía a cortar por lo sano, pues siempre confiaba en que la juventud vuelve al redil si ha recibido buenos principios: y pensándolo bien no podía dudar de que éste fuese el caso de Mateo, pues no cabía olvidar que era hijo de don Emilio Santos, auténtico caballero, y el primero en lamentar la violencia del muchacho. Así que permitía que Pilar saliera con él, confiando además en que el triunfo del Frente Popular en las elecciones echaría definitivamente tierra sobre Falange.
En cuanto a Mateo, vivía jornadas de inquietud. ¡Su pronóstico se había cumplido!… Las izquierdas se habían unido, el Frente Popular quedaba formado. Y entre tanto, las derechas continuaban elevando globos y asegurando, en el Casino, que iban a ganar.
Otra preocupación del muchacho: no estaba del todo satisfecho de sus camaradas. Se arrepentía de haber aceptado al hijo de don Jorge. El chico palidecía cada dos por tres, a consecuencia de la conminación de su padre a que rompiera el carnet en el plazo máximo de dos meses, so pena de quedar desheredado; y por otro lado Miguel Rosselló cualquier día cometería una barbaridad. Era tan exaltado y tan grande su indignación ante el espectáculo de inconsciencia de que según él, el país daba muestras, que continuamente pedía intervenir de algún modo. Rosselló vivía en una fonda y la soledad le había desquiciado.
Mateo hubiera querido ensanchar su grupo, formarlo más de prisa y no verse obligado sin cesar a explicarlo todo, a justificarlo todo.
– ¿Por qué en algunas provincias presentamos candidatura, si Falange no cree en los Partidos, ni en derechas ni en izquierdas?
– Porque, hasta días mejores, es preciso disponer de una tribuna para hacer oír nuestra voz. Y no hay mejor tribuna que el Parlamento.
A pesar de todo ello, Ignacio estaba totalmente convencido de que Mateo sabía adonde iba, de que no retrocedería ante nada. «Ahora espera órdenes de Madrid. En cuanto éstas lleguen, es capaz de poner los planes de Rosselló en práctica, todos de una vez.»
Ignacio no dejaba un momento de pensar en las elecciones. Y estimaba, lo mismo que los demás empleados del Banco, que el resultado era imprevisible.
Esta era la opinión general. Y el interrogante inquietaba tanto más cuanto que todo el mundo comprendía que esta vez no se trataba de un sufragio rutinario. «En estas elecciones se deciden los próximos cien años de la nación.»
«De la nación, y quién sabe si de Europa.» Esto opinaba el profesor Civil. El profesor Civil creía que en las dos Españas que Ignacio llevaba dentro y que iban a enfrentarse el 16 de febrero latían los gérmenes de la futura lucha en el mundo entero. Continuaba creyendo que la estructura de la Democracia se bamboleaba en todas partes, por el desgaste natural de los sistemas y porque había caído en manos de dirigentes judíos, pero que por desgracia las fuerzas que se levantaban contra ella eran tal vez peores.
– ¿Y por qué cree usted que en España nos anticipamos en la lucha? -le preguntaba Ignacio.
– Porque aquí hay más fanatismo que en ningún sitio. Las ideas se convierten en seguida en alma y carne.
El doctor Relken parecía compartir la opinión del profesor. Se pasaba el día en el Neutral cantando lo épico de aquella lucha. El día en que se hizo público el manifiesto del Frente Popular dijo:
– Son ustedes magníficos. La víspera de Reyes los vi acompañando a sus hijos con farolillos en el aire. Pedían muñecas, mecanos, bicicletas. Luego pedirán la cabeza del adversario. ¡No, no, no lo digo por reproche! Al contrario. Actúan ustedes por instinto de raza y en su raza hay sentimientos contrapuestos. Por eso la lucha es siempre aquí grandiosa. Cada uno defiende con los dientes lo que cree.
De repente añadió:
– Lástima que a veces vivan demasiado obcecados.
– ¿Qué quiere decir?
El doctor dejó el vaso sobre la mesa.
– Tienen ustedes un refrán muy bonito -añadió- que creo que ahora se les puede aplicar. Ustedes dicen: «el que no corre vuela».
– ¿Y pues…?
Julio explicó que el doctor Relken debía de referirse al comandante Martínez de Soria, quien había salido de la ciudad con dirección a Roma.
Todo el mundo quedó perplejo. El doctor se quitó los lentes y afirmó:
– Así es.
– Caray con el canguelo -sugirió uno.
– ¿Por qué tanto miedo?
– Lo raro es que haya dejado la familia aquí.
Julio hizo entonces un signo negativo.
– Estáis equivocados. Volverá. Viaje de ida y vuelta… Ha ido con varios generales, y con Goicoechea.
Muchos supusieron que había ido a ver al Papa.
El doctor negó con la cabeza.
– Nada de eso. Pidieron audiencia a Mussolini, y éste se la concedió.
Hubo un clamor general. Uno de los más afectados por la noticia pareció ser Matías Alvear. Se levantó y se fue a su casa pensando una vez más en el furúnculo que significaba Mateo y sus semejantes. Ignacio se indignó más que nada porque Marta no le había advertido en absoluto de todo aquello.
– ¿Por qué no me has dicho nada? -le preguntó por la noche.
– Para evitar que interpretaras la cosa a tu manera.
– Me parece que sólo hay una manera de interpretar eso.
– No lo creas.
En todo caso, Mateo la interpretó alegremente. Tanto, que se llevó a Pilar al cine. Necesitaba distraerse. Aquello era una luz a lo lejos. No tenía gran confianza en las personas que podían dar el golpe; obraban en defensa propia mejor que por voluntad profunda de rehacer el país; sin embargo, tal vez Falange pudiera pedir un puesto preeminente y encauzar las cosas.
– Sería lo peor que os podría ocurrir -opinó el profesor Civil-. No hay nada más peligroso para un partido que llegar al poder cuando todavía no está formado por dentro.
Los comentarios en el Neutral continuaron, y entretanto el comandante Martínez de Soria, ajeno a las conjeturas que se hacían sobre su viaje, regresó. Varios observaron que en el tren de regreso vestía de paisano.
Volvió tres días antes de las elecciones y calló como una tumba, ante la desesperación de muchos. Ni en el café de los militares dijo nada, ni tampoco a Marta; sólo a su esposa y al teniente Martín. Su esposa le preguntó: «¿Qué te ocurre?» Él contestó: «La cosa anda mal. El día 16 arrollarán las urnas como una carga de caballería cosaca».