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Cuando, a media mañana, el subdirector llamó a casa de don Santiago Estrada y le dijo a éste: «Parece que en la provincia todo está en orden, pero aquí hay una verdadera batalla», el jefe de la CEDA se levantó y preguntó:
– ¿Cómo una verdadera batalla?
El subdirector le explicó que, tal como estaba previsto, los muchachos de la CEDA se habían echado a la calle a proteger a sus electores, montando guardia en los Colegios, pero que, de repente, habían hecho su aparición patrullas de comunistas y anarquistas, que se habían apostado en las aceras con cara de pocos amigos. Especialmente Teo iba al mando de una docena de tipos de su talla, y cuando diezmaban una cola se iban a otra.
Don Santiago Estrada parecía no comprender.
– Pero ¿están pegando a alguien?
– Pues… los dispensarios están llenos.
– ¿De los nuestros…?
– Monjas, etcétera. Sería necesario que fuera usted a ver.
La esposa de don Santiago se horrorizó. «¡Por Dios, ve con cuidado!» -le dijo a su marido, al ver que éste se ponía el abrigo. El Jefe pidió el sombrero y salió. Y una vez en la calle, se dio cuenta en seguida de que nada iba a ser fácil, de que la calma de los últimos días había sido aparente, tal vez obedeciendo a una consigna. Y desde luego, las incursiones de Teo por un lado y de Porvenir por otro no eran lo peor. Lo peor era la súbita exaltación que al parecer se había apoderado de los militantes socialistas. David y Olga en persona, y docenas de los suyos, montaban guardia en las calles adyacentes a las urnas, y al menor incidente se consideraban provocados y llenaban de insultos a los electores.
– Cerca de la Catedral, Olga ha asido del moño a una mujer que llevaba la papeleta en una mano y la mantilla en la otra, y la ha obligado a retroceder.
Don Santiago suponía que se exageraba. Imposible. El Frente Popular se había unido en forma muy artificial, y nada había hecho prever una acción conjunta.
Llegó al Colegio electoral de la Rambla y recibió una dolorosa impresión. Sus muchachos, con el brazal de la CEDA, andaban bajo los arcos como pequeñas fieras enjauladas, sin atreverse a acercarse a la cola de votantes. Muchos ferroviarios estaban sentados en el suelo, con un periódico en la mano. Vio a Rosselló -cinco flechas en el pecho- acompañando a un herido con la ayuda de un guardia urbano. Julio García discutía con una persona desconocida, que llevaba sombrero y bastón. Por encima de la cabeza del policía, y sobre la fachada, un gran cartel con la efigie de Joaquín Santaló.
La Rambla había quedado inundada de retratos del muerto. Los llevaban en carteles. La firma de éstos decía: «Paco».
Mas arriba, hacia los cuarteles, las banderas catalanas cubrían gran número de balcones, así como la barbería entera de Raimundo. Muchos militantes de Izquierda Republicana llevaban tirillas prendidas en la solapa: «¡Viva Cataluña Libre!» «Por la libertad de Cataluña». «El pueblo catalán quiere vengar a sus mártires de octubre».
En unos Colegios reinaba la calma, en otros se gritaba: «¡Viva Rusia!» Don Emilio Santos había conseguido llegar a la urna sin que le molestasen. Matías Alvear había votado de los primeros, a las ocho de la mañana, cuando la Rambla estaba aún desierta.
Don Santiago Estrada se dirigió al Colegio de su barrio, votó y luego subió al local. ¿Y en los pueblos? -preguntó-. Las noticias de los pueblos eran más tranquilizadoras. Alguien dijo:
– El que se está ganando la plaza es el chaval ese de la CNT, Santi.
El subdirector asintió con la cabeza. Le había visto actuar. El chico llevaba sus puntiagudas botas de costumbre, y en cuanto veía un cura -mosén Alberto sabía algo de ello- se le acercaba por detrás y le pegaba una patada en la espinilla.
La mañana fue creciendo. De vez en cuando pasaban camiones con gente desconocida que gritaba: «¡Viva el Frente Popular!» Los militantes de Izquierda Republicana habían salido en bloque, colocándose estratégicamente. No insultaban a nadie. Fumaban, se frotaban las suelas de los zapatos en el borde de las aceras, viendo a sus aliados poner en práctica la teoría de la acción directa. Muchas familias circulaban de prisa, cogidas de la mano. Las azoteas estaban llenas de mirones. Desde aquella altura, las escaramuzas callejeras tenían algo de riñas entre insectos. De vez en cuando aparecía un poco de sangre en el empedrado, originando un gran tumulto.
El ser más asombrado ante el espectáculo, era don Santiago Estrada. El más seguro de lo que acontecía, Cosme Vila. El más lleno de curiosidad, el doctor Relken.
Olga, sin saber cómo, había perdido el dominio de sí. Recorría la ciudad en todas direcciones, seguida por algunos de sus alumnos. Cerca de la estación vio detenerse un taxi del que se apearon varias personas enfermas, protegidas por muchachos de la CEDA. Reconoció en ellas a varias monjas escolapias, las más encarnizadas enemigas de la «Escuela». Habían hecho gran campaña contra Olga y David. Al ver que incluso habían alquilado un taxi para que votaran las paralíticas, Olga cometió un acto que a ella misma luego la sorprendió. Se les acercó y las llamó «¡cochinas!» Los dos muchachos de la CEDA se aproximaron retadoramente. Entonces apareció David, y a su lado media docena de militantes de la UGT. Entretanto, las monjas habían puesto pie en la acera y miraban atónitas a uno y otro lado. David ordenó a los chicos de la CEDA: «¡Ale, lleváoslas; será mejor!» Ellos se dispusieron a obedecer, pero una de las monjas, repentinamente decidida, se abrió paso y entregó la papeleta al arquitecto Massana, que presidía la mesa. Entonces el propio David cedió el paso a las demás.
Tal vez los más fieles a su verdadero temperamento fueran los Costa. Los Costa habían ordenado el reparto de retratos de Joaquín Santaló, y hacia el mediodía, al ver que la cosa tomaba un giro favorable, sacaron otra oleada de retratos del Negus, que fue recibida con un clamor general de entusiasmo. Por lo demás, se mostraron liberales. Sus esposas, que acababan de dar a luz con pocos días de intervalo, quisieron votar y ellos pusieron un coche a su disposición. Sabían que votarían por las derechas, pero no importaba. Dijeron: «Cada cual es cada cual».
El más chulo de los derechistas fue el teniente Martín. Con su flamante uniforme se acercó al Colegio de la plaza de los cines y se encontró cara a cara con el Responsable y su sobrino el Cojo, el cual se había puesto el pañuelo rojo y, para aquella mañana, le había pedido prestada la calavera a Porvenir. El teniente dijo, sin gritar: «¡Viva España!» Aquello no venía a cuento. El Responsable le miró y al cabo de un rato escupió. Entonces el teniente se llevó las manos al sexo. El Responsable volvió a escupir y luego, dando media vuelta, echó a andar. Era una cita en el tiempo. El Cojo, desde lejos, le mostraba al teniente la calavera, y le señalaba a él con el dedo.
El comandante Martínez de Soria votó sin dificultades, acompañado de su esposa. Mosén Francisco se negaba a votar. El párroco de San Félix se lo ordenó y él obedeció. Don Jorge quiso que le acompañara su hijo mayor, el falangista. Éste dijo:
– De acuerdo, pero yo no votaré.
– ¿Cómo?
– Falange no cree en partidos -contestó el chico.
Don Jorge le pegó una tremenda bofetada y ordenó a su esposa:
– Que Jorge no salga de su cuarto.
La agitación aumentó al correr el rumor de que los militares iban a asaltar las urnas para impedir que se hiciera el escrutinio. Verdaderos cordones de hombres protegieron los alrededores de los Colegios. Algunos pedían armas, otras las llevaban ya. Llegaron las primeras noticias anunciando que el Frente Popular obtenía la victoria en los pueblos, y aquello originó nuevos clamores de entusiasmo. «Son bulos. No hay tiempo para saberlo todavía.»
A última hora de la tarde Porvenir, que se había tomado media botella de coñac en el Cocodrilo, vio a Gorki y a la mujer del Comité Ejecutivo del Partido Comunista pegando carteles de Stalin. Se les acercó y gritó: «¡Rusos! ¡Malos españoles! ¡La madre que os p…!» La valenciana contestó: «Ya nos veremos las caras, chulín». Y de un brochazo imponente incrustó al Jefe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el portal de Liga Catalana.
El profesor Civil contemplaba desde su balcón los movimientos de la masa. «Nuestra juventud fue menos agitada», le dijo a su mujer.
Cuando se supo que el triunfo en España había correspondido al Frente Popular, un alarido se elevó de la tierra. Los vencedores pidieron espacio vital; a codazos se iban abriendo paso hacia los puestos de honor y de mando. Mayoría en el Parlamento. El pueblo había manifestado su voluntad. Era la hora de pasar cuentas.
Un río de champaña, pagado por los Costa, recorrió las calles y remojó las gargantas de los electores. Se consideraba que el triunfo era aplastante, incluso espectacular. Los periódicos anunciaban con enormes titulares la victoria. Empezaba una nueva era para la nación.
Había gente menos exaltada, que no admitía tal aplastamiento. «El número de votos recogidos por las Derechas en la totalidad del país es sensiblemente igual al de las Izquierdas… Lo que ocurre es que el Frente Popular ha ganado en las grandes ciudades, lo cual, dada la ley electoral vigente, les proporciona la mayoría…» El cajero del Banco hacía números, y aseguró que considerando que los nacionalistas vascos se habían aliado a la izquierda por razones separatistas, el número global de votos de Centro y Derechas era virtualmente mayor que el de las Izquierdas: 5.051.954 contra 4.356.559.
Pero nadie le hacía caso. Mayoría en el Parlamento. El subdirector en el Banco alegó que lo ocurrido era un escándalo sin precedentes en ninguna otra nación. Aseguraba que algunos ferroviarios habían votado cuatro veces; y que el número de derechistas a los que se había impedido votar era incalculable. «En toda España ha ocurrido lo mismo. A la hora del escrutinio se ha falseado todo, se han añadido los votos necesarios. Es un auténtico robo, pero esto no quedará así.» La Torre de Babel admitía que se habían cometido irregularidades en algún sitio, pero que, aparte de que el Frente Popular hubiera ganado lo mismo, también se habían cometido otras en Navarra y en algunas provincias castellanas en que ganaron las Derechas. Lo que más preocupaba a los observadores era la diferencia de opinión que acusaban las grandes ciudades en comparación con los pueblos. El doctor Relken había comentado: «Es una nueva prueba de que en cuanto los obreros se unen en gran número queda multiplicado su espíritu revolucionario». Cosme Vila se acercó a su pequeño y le dijo: «Ya lo ves, hombrecito. Hay que levantar grandes fábricas. Hay que fundar inmensas colonias de trabajadores».
Matías Alvear estaba atónito. Él había votado a las ocho de la mañana. Por el Frente Popular. No le gustaban las audiencias pedidas a Mussolini. Pero nunca se imaginó que pudiera ocurrir aquello. ¿Y la policía? Estuvo de vacaciones. Matías se alegraba del triunfo, pero lo hubiera deseado más limpio. Por fortuna, Azaña parecía dispuesto a poner las cosas en orden.
Carmen Elgazu se había persignado mil veces durante la jornada. Desde el balcón presenció todo lo ocurrido. Personalmente, unos días antes había recibido una carta de San Sebastián en la que su hermano le decía: «Acuérdate de que, antes que otra cosa, eres vasca». Al propio tiempo Matías, lo mismo que Ignacio, le había contado muchas historias de lo que pretendían los militares; sin embargo, la víspera había ido a consultar con mosén Alberto, y mosén Alberto le había advertido: «Querida doña Carmen, ya ve usted que yo soy catalán y podría decir lo mismo que los vascos; pero esta vez, vote por las Derechas». Carmen Elgazu obedeció. Y luego le decía a Matías:
– Ya lo ves, ya lo ves. Ésta es la libertad que predicáis. Ahora veremos lo que pasa.
Ignacio padecía enormemente. No se le había escapado detalle. Y la expresión de Marta era harto elocuente; sobre todo, al ver por las calles las efigies de Stalin y las banderas catalanas. Había ido a la UGT y encontrado a David y Olga en un estado de excitación increíble; por el contrario, Casal daba a entender que los procedimientos no le habían satisfecho del todo. Casal conocía a Ignacio y le había dicho:
– De todos modos, no te inquietes demasiado. Son cosas inevitables, y por lo demás ellos, durante siglos, han hecho lo propio. Lo importante es que ahora ser empleado de Banca o mozo de cuerda o matarife no implicará cobrar un jornal de hambre. Y además, nada nos pillará de improviso y sin experiencia, como ocurrió en 1931. Creo que sabemos adonde vamos. Anda, anda, no seas crío y mira un poco las cosas cara a cara.
Sin embargo, Ignacio veía despeinada a Olga, lo cual nunca le había ocurrido a la maestra, y sentía crecer su malestar. Al salir de la UGT se había encontrado con una especie de manifestación que bajaba en tromba las escaleras del Seminario. Le dijeron que eran los presos comunes, que habían obtenido amnistía general. Había muchos gitanos y varios tipos barbudos, de piernas largas o cortas y mejor o peor traje, pero todos con un brillo especial en los ojos. Por lo visto, la amnistía había ganado casi toda la nación, especialmente Asturias, donde todavía había detenidos de cuando la revolución de Octubre. Ignacio preguntó a la Torre de Babel: «Pero aquí, ¿quién ha dado la orden de abrir la cárcel?» La Torre de Babel le contestó: «No lo sé. Pero seguramente tu amigo, Julio García».
Ignacio se quedó perplejo. Claro. Julio se habría reincorporado a su puesto, ¡y con qué ímpetu! Matías Alvear opinó que era un tremendo error soltar a los presos comunes. La prueba estaba en que en Bilbao muchos de ellos, unidos a ex reclusos de cuando lo de 1934, lo primero que hicieron fue asaltar el penal, incendiándolo. ¡Ah, los incendios! No hay nada más peligroso. Se propagan con gran velocidad. Luego no hay quien los detenga.
De Burgos habían escrito más que contentos. En Madrid, Santiago, José y la mecanógrafa del Parlamento rebosaban de satisfacción a juzgar por una postal recibida. En ella José aconsejaba a César que dejase los latinajos y estudiase algo útil.
A Ignacio le parecía descubrir un punto maravilloso en aquella alegría popular. Imposible que todo fuera trampa e inconsciencia. Por lo visto, había algo profundo y radical oprimido dentro de la botella. Tuvo una especie de sueño fantástico, tendido en la cama muy próximo a la pequeña imagen de San Ignacio. Le pareció que una interminable hilera de personas humildes de Gerona se dirigían, pico al hombro, hacia las murallas que rodeaban la ciudad, y socavaban sus cimientos, golpeando al ritmo de la «Pizarro-Jazz», y que de pronto todas las piedras ciclópeas se desplomaban, sepultando a «La Voz de Alerta» y al pobre don Pedro Oriol, y que en lugar de las murallas se extendían inmediatamente campos ubérrimos, árboles frutales, como un paraíso. Santi brincaba entre los melones y las legumbres, seguido del Cojo y de Porvenir. Toda la ciudad se mostraba encantada. Y en el momento en que el doctor Relken se inclinaba en una de las acequias que regaban el paraíso, bebía un sorbo de agua y luego, irguiéndose, señalaba hacia el ángel decapitado de la Catedral y exclamaba: «¡Ahora allá!», despertó. Despertó y se encontró sudando. No sabía si él mismo formaba parte de la caravana con el pico al hombro o no. No sabía si era de los sepultados. En aquel momento su madre entró en el cuarto. Ignacio le preguntó:
– ¿Qué opinas, madre, de todo esto?
Carmen Elgazu le contestó:
– Hijo mío, sólo te pido que tengas mucho cuidado.
«La Voz de Alerta» había desaparecido de la ciudad. Se había llevado a Laura en el coche diciéndole a Dolores: «Estaremos un par de semanas fuera. O un mes». Laura le siguió como un corderillo. Laura, desde su fracaso con las prendas de abrigo, había perdido su confianza en la improvisación. Ahora, cualquier cosa que dijera el dentista para ella era artículo de fe.
Había muchas personas que al cruzarse por la calle sentían que sus recíprocos sentimientos habían cambiado. Los pequeños decían cosas inauditas, pues repetían lo oído a los mayores. Por el barrio de la Barca había varias personas totalmente escandalizadas, entre ellas la Andaluza. La Andaluza, que tenía humos de señoritismo, en el fondo prefería que sus muchachas fueran con militares distinguidos a que fueran con proletarios. Incluso daba a entender que su hija también lo era de un personaje importante. Alguien citaba el nombre de don Santiago Estrada; ella replicaba siempre: «Mucho más, mucho más».
Entre las personas que al cruzarse se miraron a los ojos con insistencia, figuraban el comandante Martínez de Soria y el coronel Muñoz. De momento no se hablaron una palabra. Sonrieron. El comandante levantó su hombro izquierdo y saludó; el coronel, elegante, se llevó a su vez la mano a la gorra. «¿Hasta el sábado? Hasta el sábado.» El sábado en la Sala de Armas se pusieron los cascos en la cabeza como si nada hubiera pasado. Cruzaron los floretes, como siempre. Era un combate singular. El teniente Martín saboreaba aquello. El comandante Campos, cuando el coronel Muñoz conseguía un tocado, sonreía a su vez. Las tres hijas del general habían pedido asistir a las sesiones de esgrima; pero su padre les contestó: «¡Ale, ale! Salid a la terraza y mirad cómo los seminaristas juegan al fútbol».
Uno de los que sufrió con más intensidad fue el delineante, Benito; al contrario, Casal daba a entender que los procedimientos no le habían satisfecho del todo. Casal conocía a Ignacio y le había dicho:
– De todos modos, no te inquietes demasiado. Son cosas inevitables, y por lo demás ellos, durante siglos, han hecho lo propio. Lo importante es que ahora ser empleado de Banca o mozo de cuerda o matarife no implicará cobrar un jornal de hambre. Y además, nada nos pillará de improviso y sin experiencia, como ocurrió en 1931. Creo que sabemos adonde vamos. Anda, anda, no seas crío y mira un poco las cosas cara a cara.
Sin embargo, Ignacio veía despeinada a Olga, lo cual nunca le había ocurrido a la maestra, y sentía crecer su malestar. Al salir de la UGT se había encontrado con una especie de manifestación que bajaba en tromba las escaleras del Seminario. Le dijeron que eran los presos comunes, que habían obtenido amnistía general. Había muchos gitanos y varios tipos barbudos, de piernas largas o cortas y mejor o peor traje, pero todos con un brillo especial en los ojos. Por lo visto, la amnistía había ganado casi toda la nación, especialmente Asturias, donde todavía había detenidos de cuando la revolución de Octubre. Ignacio preguntó a la Torre de Babel: «Pero aquí, ¿quién ha dado la orden de abrir la cárcel?» La Torre de Babel le contestó: «No lo sé. Pero seguramente tu amigo, Julio García».
Ignacio se quedó perplejo. Claro. Julio se habría reincorporado a su puesto, ¡y con qué ímpetu! Matías Alvear opinó que era un tremendo error soltar a los presos comunes. La prueba estaba en que en Bilbao muchos de ellos, unidos a ex reclusos de cuando lo de 1934, lo primero que hicieron fue asaltar el penal, incendiándolo. ¡Ah, los incendios! No hay nada más peligroso. Se propagan con gran velocidad. Luego no hay quien los detenga.
De Burgos habían escrito más que contentos. En Madrid, Santiago, José y la mecanógrafa del Parlamento rebosaban de satisfacción a juzgar por una postal recibida. En ella José aconsejaba a César que dejase los latinajos y estudiase algo útil.
A Ignacio le parecía descubrir un punto maravilloso en aquella alegría popular. Imposible que todo fuera trampa e inconsciencia. Por lo visto, había algo profundo y radical oprimido dentro de la botella. Tuvo una especie de sueño fantástico, tendido en la cama muy próximo a la pequeña imagen de San Ignacio. Le pareció que una interminable hilera de personas humildes de Gerona se dirigían, pico al hombro, hacia las murallas que rodeaban la ciudad, y socavaban sus cimientos, golpeando al ritmo de la «Pizarro-Jazz», y que de pronto todas las piedras ciclópeas se desplomaban, sepultando a «La Voz de Alerta» y al pobre don Pedro Oriol, y que en lugar de las murallas se extendían inmediatamente campos ubérrimos, árboles frutales, como un paraíso. Santi brincaba entre los melones y las legumbres, seguido del Cojo y de Porvenir. Toda la ciudad se mostraba encantada. Y en el momento en que el doctor Relken se inclinaba en una de las acequias que regaban el paraíso, bebía un sorbo de agua y luego, irguiéndose, señalaba hacia el ángel decapitado de la Catedral y exclamaba: «¡Ahora allá!», despertó. Despertó y se encontró sudando. No sabía si él mismo formaba parte de la caravana con el pico al hombro o no. No sabía si era de los sepultados. En aquel momento su madre entró en el cuarto. Ignacio le preguntó:
– ¿Qué opinas, madre, de todo esto?
Carmen Elgazu le contestó:
– Hijo mío, sólo te pido que tengas mucho cuidado.
«La Voz de Alerta» había desaparecido de la ciudad. Se había llevado a Laura en el coche diciéndole a Dolores: «Estaremos un par de semanas fuera. O un mes». Laura le siguió como un corderillo. Laura, desde su fracaso con las prendas de abrigo, había perdido su confianza en la improvisación. Ahora, cualquier cosa que dijera el dentista para ella era artículo de fe.
Había muchas personas que al cruzarse por la calle sentían que sus recíprocos sentimientos habían cambiado. Los pequeños decían cosas inauditas, pues repetían lo oído a los mayores. Por el barrio de la Barca había varias personas totalmente escandalizadas, entre ellas la Andaluza. La Andaluza, que tenía humos de señoritismo, en el fondo prefería que sus muchachas fueran con militares distinguidos a que fueran con proletarios. Incluso daba a entender que su hija también lo era de un personaje importante. Alguien citaba el nombre de don Santiago Estrada; ella replicaba siempre: «Mucho más, mucho más».
Entre las personas que al cruzarse se miraron a los ojos con insistencia, figuraban el comandante Martínez de Soria y el coronel Muñoz. De momento no se hablaron una palabra. Sonrieron. El comandante levantó su hombro izquierdo y saludó; el coronel, elegante, se llevó a su vez la mano a la gorra. «¿Hasta el sábado? Hasta el sábado.» El sábado en la Sala de Armas se pusieron los cascos en la cabeza como si nada hubiera pasado. Cruzaron los floretes, como siempre. Era un combate singular. El teniente Martín saboreaba aquello. El comandante Campos, cuando el coronel Muñoz conseguía un tocado, sonreía a su vez. Las tres hijas del general habían pedido asistir a las sesiones de esgrima; pero su padre les contestó: «¡Ale, ale! Salid a la terraza y mirad cómo los seminaristas juegan al fútbol».
Uno de los que sufrió con más intensidad fue el delineante, Benito Civil. Su mujer le había dicho. «Ya lo ves. Ahora estás fichado y veremos lo que nos ocurrirá».
Menos mal que Mateo le dio ánimos. Mateo, en cuanto el resultado definitivo fue hecho público, reunió a sus seis camaradas y les dijo:
– Camaradas, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Han ganado, porque tenían derecho a ello. Los dos años de experiencia derechista han constituido la más burda demostración de impotencia que recuerda la nación. No os dejéis impresionar por el argumento según el cual el Frente Popular ha robado las elecciones. Eso tiene poca importancia. Han empleado la fuerza; mejor para ellos. Ya sabéis que esto no cuenta… si se tiene razón. Si ahora el nuevo Gobierno se dispone a hacer una España grande, todo estará bien empleado. Sin embargo, me parece que, por desgracia, no ocurrirá así, y en tal caso los declararemos, en nuestro estilo, doblemente responsables. Sé que estáis impacientes y algo desanimados. Por lo menos lo noto en el rostro de algunos de vosotros. Pues bien, yo os daré mi opinión: ahora empieza nuestro triunfo. Esta opinión mía coincide con la expresada en una Circular que acabo de recibir de Madrid: «Ahora veréis cómo dentro de poco afluirá a Falange gente de todos los campos». Hoy somos aquí siete; antes de dos meses nos veremos obligados a no admitir más inscripciones. Los primeros que acudirán serán esos jovencitos que se han pasado dos años con brazaletes verdes. Se habrán dado cuenta de que gritar: «¡Éstos son mis poderes!», no conduce a nada cuando no hay detrás una doctrina de auténtico contenido espiritual. Luego acudirán muchos monárquicos, oficiales del Ejército tibios, gente neutra. Todos menos los de Liga Catalana, porque en el fondo ésos prefieren bailar sardanas al son del látigo de Teo que unirse con José Antonio y con los que creemos en España entera; y luego… acudirán a nosotros los que más nos interesan: los obreros, porque el Frente Popular los decepcionará. No traerá a España más que atentados sin sentido, huelgas y catástrofes. No mejorará la suerte de nadie; como no sea la de Julio García y de unos cuantos vividores. Entonces vendrán a nosotros, si sabemos fijar nuestra posición. Y cuando esto llegue, he de advertiros que se les abrirá la puerta de esta casa con todos los honores. Será un día de gracia para Falange. Interesa más un obrero que cien ingresos procedentes de la clase burguesa. Y si fue comunista o anarquista, mejor que mejor; nos entenderemos más fácilmente con él. Ahora bien, por el momento creo mi deber deciros que corremos peligro. Me consta que figuramos entre los primeros a quienes se pretende enmudecer. Nos consideran «la cuña más agresiva». Esto es también un honor. En otras palabras, tal vez a alguno de los que estamos aquí le ocurra algo desagradable. Si eso sucede… los que queden, continuarán montando guardia con espadas. No estamos ni a favor ni en contra del Frente Popular. Estamos frente a todo aquel que atente contra España, contra la integridad de España. Ahora bien, nos defenderemos. Hoy saldréis de aquí cada uno con su revólver. Octavio os lo dará. Por ahora nada más. ¡Arriba España!
Octavio rubricó las palabras de Mateo, y cumplió su orden. El muchacho, en Hacienda, había expuesto la misma teoría que el jefe: «Ahora empieza nuestro triunfo». Los viejos funcionarios se quedaron perplejos, y una vez más le tomaron por loco.
Haro y Roca, en aquella sesión, demostraron ser valientes. Roca dijo: «Ya veréis cómo aumentarán mis alumnos de inglés. Siempre que la cosa anda hacia la izquierda, aumenta el número de alumnos de inglés». Conrado Haro veía esfumarse su posible ingreso en la Marina. El hijo de don Jorge introdujo el índice de su mano derecha entre el cuello duro y su piel.
Por su parte don Emilio Santos llamó a Mateo, cuarenta y ocho horas después de las elecciones, y le dijo:
– Hijo mío, en Cartagena, tu hermano está en la cárcel. -Le enseñó una carta. Luego añadió-: Yo me siento viejo. Ya sé que mis canas te importan menos que otras cosas, pero es lo cierto: me siento viejo. Tengo la impresión de que ni tú ni yo volveremos a ver a tu hermano; tú aquí… deberías procurar que no me quede solo.
Todos aquellos acontecimientos colectivos agotaron a Ignacio, porque no conseguía penetrar en su secreto. Había algo que le decía que no valía la pena adscribir el destino individual a aquellas mutaciones. «Tal vez tengan razón los que contemplan la multitud desde los tejados.» Le parecía que los hombres se iban transmitiendo la vara de mando unos a otros, relevándose en la venganza. Apenas unos conseguían llegar a la cima, abajo empezaba a oírse el rumor de los que aspiraban a derribarlos. Cabía tomar dos actitudes: dejarse llevar por el río o convertir el cerebro en una isla, el pecho en un frontón. Irse a la Dehesa y exclamar: «¡Mataos, yo viviré por mi cuenta, cerca de las hojas verdes!» Acaso existiera una tercera actitud: participar con los demás en la historia, pero sin entregarse a ella por entero, reservarse algo independiente e individual dentro de uno mismo: la facultad de juzgar… o los latidos del corazón.
En realidad, lo que le ocurría a Ignacio era esto: que sentía que el corazón le pedía paso a través de las urnas y las luchas ideológicas.
Era inútil combatir contra él oponiéndose prejuicios, obsesión de clases, política. Inmerso en la multitud, llegaba un momento en que se sentía solo; conseguida la soledad, necesitaba compañía. Y comprendía que todo esto no le ocurría por azar, sino que lo provocaba un agente exterior que montaba guardia frente a él como los socialistas frente a los colegios electorales. Ser que le guiñaba el ojo desde el otro extremo de cualquier calle a la que desembocara. Agente que se iba agigantando, y que de repente se perfilaba y tomaba la breve forma de Marta.
Sí, ya era hora de confesárselo. Estaba enamorado de Marta hasta los tuétanos. De Marta, discreta, de pies pequeñísimos; de Marta, un poco más crecida que Pilar y menos que él; de ojos graves. Con su cabellera partida en dos, con su flequillo. A pesar de montar a caballo y ser hija del comandante Martínez de Soria.
Agotado de discusiones en el Banco, en dura lucha contra las asignaturas de segundo curso que el arte del profesor Civil le hacía llevaderas, se dijo que para avanzar en el camino de la vida le faltaba el acicate de un alma que estuviera próxima a la suya por milagro, y que esta alma era, en efecto, la de Marta.
Todo ello era hermoso dado que tenía la convicción de que por su parte Marta esperaba el momento. Si no, ¿a qué su perseverancia en visitar el piso de la Rambla, los repentinos silencios de la muchacha cuando él se hacía el distraído, la melancolía que varias veces le sorprendió en la mirada, al volverse hacia ella? Y, sobre todo, ¿cómo explicar que el último día del año que murió, al cumplir él los veintiuno de su vida, Marta se le acercara y le dijera: «He tardado dieciocho años en conocerte; no estaré satisfecha hasta que lleve otros tantos conociéndote»?
Ignacio, pensando en todo aquello, se sugestionaba. Al despertarse decía: «La quiero». Al dirigirse al Banco repetía: «La quiero». Al oír las campanas pensaba: «Yo he tardado en conocerla veinte años. Tampoco estaré satisfecho hasta que hayan transcurrido otros veinte».
Una mañana la llamó por teléfono. Nunca había oído la voz de Marta al teléfono. La atención con que ésta le habló le descubrió que la muchacha debía de estar siempre como esperándole, pues sus primeras palabras revelaron sorpresa, pero no desconcierto. En efecto, Marta le habló como si lo realmente importante para ella radicara en hablar con él, aunque fuera a media mañana, aunque para ello tuviera que dejar su cuarto sin arreglar. Ignacio le pidió que salieran juntos, aprovechando que era sábado y que él no tenía clase. Salir solos, como la víspera de Reyes, en que fueron a ver los farolillos y la cabalgata, y descubrieron que su amigo el Rubio, ¡el Rubio!, hacía de Rey Negro, montado en un magnífico caballo pardo, desde el cual los saludó y aun los bendijo, prometiéndoles con ello mil juguetes -mecanos, muñecas, bicicletas- y quién sabe si el juguete de un porvenir vivido juntos, uno al lado de otro, en perfecta comunión.
Marta aceptó, y salieron, llenando el sábado de íntimo y mutuo entusiasmo. Y luego salieron toda la tarde del domingo, sin contar con que por la mañana se vieron en misa, en compañía de Mateo y Pilar. Y luego las salidas continuaron, dándose cuenta uno y otro de que en realidad les hacía falta poca cosa para ser dichosos: estar juntos, nada más. Estando juntos, el tiempo cobraba un sentido pleno, los muros daban la impresión de poder ser atravesados, los pies danzaban en el suelo con un tintineo gnómico, de seres libres; y, sobre todo, el buen humor, intercalado entre instantes de emoción y ternura. Cualquier incidente les hacía gracia y los obligaba a juntar sus respectivos meñiques: un coche que pasara llevando muchas maletas en el toldo, con una de ellas a punto de caerse; un perro sin rabo, los pájaros filosóficamente sentados en los hilos telegráficos. Esto les gustaba especialmente: los postes telegráficos. Ignacio se acercaba a ellos, aplicaba el oído, invitaba a Marta a hacer lo propio y al oír el zumbido trasmisor exclamaba: «¡Exacto! ¡Es mi padre, que está hablando desde Correos!» Un día Marta sacó de su bolso un espejo pequeño, redondo. Ignacio, al verlo, lanzó una exclamación de júbilo. Pegó su cabeza a la de Marta, y ambos se esforzaron por caber dentro del círculo. Se rieron lo indecible porque no lo conseguían. Marta preguntó: «¿Lo tiro al río?» Ignacio contestó: «Se lo merece». Marta lo hizo, y uno y otro contemplaron cómo el agua engullía el círculo en el que acaso vivieran todavía las dos mitades de sus rostros.
Marta creía a ciegas que Ignacio llegaría a ser todo un hombre, «Sólo le falta canalizar todas las energías en una sola dirección…» Lo que más le gustaba era subir con él a la Catedral y a las murallas. Mucho más que sentarse en el taburete de un bar. Le parecía que allá su amor cobraba solemnidad, que en realidad no era reciente. A veces llegaba a sentirse un personaje histórico.
Ignacio accedía a su deseo. Y en cuanto se encontraban rodeados de piedras y hiedra, agradecía al Señor que la aventura de las piquetas derribando murallas no hubiera sido más que un sueño. En el camino del Calvario, el muchacho se emocionaba más de la cuenta, pues recordaba a Carmen Elgazu avanzando por él con el rosario colgándole de los dedos. Y en cuanto llegaban a la ermita, eternamente esperando, Ignacio juntaba su mano a la de Marta, entrelazando los dedos, y ambos contemplaban el valle. Toda la historia de la ciudad, y su propia historia, el neto cielo mediterráneo y aquellos verdes que ni siquiera en invierno morían del todo, les unían en un solo ser, capaz de vencer todos los obstáculos.
Era un amor que situaba a Ignacio a infinita distancia espiritual de Canela y el pecado. Que le infundía un gran sentido de responsabilidad, precisamente porque no era fácil, porque en cierto sentido era superior a él, o situado en otra orilla. A Marta le gustaba mucho que Ignacio fuera bastante más alto que ella. Y a veces le repetía acariciándole la cara, frases que ya Ana María le había dicho: «También me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».
Era un amor que a Matías Alvear le preocupaba mucho, pensando en el viaje del comandante Martínez de Soria a Roma.
Pilar se dio cuenta de que aquello iba definitivamente en serio, y alcanzó el límite de la felicidad. «¿Te das cuenta? -le decía a Mateo-. ¡Marta mi cuñada!»
¡Cuánto quería Pilar a Marta! Casi tanto como Ignacio… lo cual éste continuaba sin comprender, pues las diferencias entre las dos chicas eran evidentes.
El cuarto de Pilar era rosa y tenía el crucifijo muy bajo, en la cabecera de la cama; era un cuarto alegre. El cuarto de Marta, por el contrario, era grave. El crucifijo resaltaba cerca del techo, blanco, de marfil.
Pilar tenía sobre la mesilla de noche novelas que terminaban en boda; Marta también. Pero en tanto que Pilar forraba luego las que más le gustaban y las guardaba cuidadosamente, Marta las entregaba a su padre para la biblioteca del cuartel. Su padre le decía: «Las llevaré, porque no hay peligro de que nadie las lea. Nunca un soldado lee un libro, ni por casualidad».
Pilar estaba muy orgullosa de su cabellera exuberante, ondulada sin necesidad de ir a la peluquería; y Marta presumía de su color pálido y de su inmóvil delgadez.
Carmen Elgazu les dijo a una y otra:
– Bueno, ya estáis hechas unas mujercitas. Pensad que el hombre es, en gran parte, lo que quiere la mujer. Sobre todo, no olvidéis que la religión lo es todo en un hogar. -Luego añadió mirando a Pilar-: Y… mucha pureza. -Carmen Elgazu, no sabía por qué, en este sentido le temía más a Pilar que a Marta.
En efecto, quien había dado la orden de abrir la cárcel era Julio García. Desde el momento en que el triunfo del Frente Popular fue conocido oficialmente, Julio se convirtió en gigante, en una especie de virrey de la ciudad.
El Comisario de la Generalidad tenía su despacho en el primer piso; la Jefatura de Policía quedaba abajo. El Comisario recibió de Barcelona poderes muy amplios; lo primero que hizo fue llamar por teléfono a Julio. Éste se puso un inmenso abrigo con cuello de negra piel, se caló el sombrero y bajó las escaleras de su casa. Pronto se encontró ante el enorme edificio. Varios agentes, al verle, se pusieron en pie. Él entró y tomó posesión de la Jefatura.
Delicioso instante, harto tiempo esperado. Llamó a todo el personal de plantilla y, señalando algo inmóvil en un rincón, dijo: «Antes de empezar a actuar, he de presentarles a ustedes mi secretaria. Se llama Berta». Los agentes miraron en la dirección indicada y vieron la tortuga.
Julio García hubiera deseado quedar solo unas horas para saborear su triunfo midiendo el despacho y llenándolo del humo de sus cigarrillos. Pero no le dio tiempo. Parecía como si la radio hubiera dado la noticia de su reincorporación. Tanta gente acudió a verle, que de momento no advirtió que algo había cambiado en aquel despacho, en el que no había entrado desde el año 1934: el pisapapeles del escritorio. Ahora había un pisapapeles de cristal, que representaba un pueblecito nevado. Con sólo tocarle, una lluvia de copos descendía lentamente sobre un campanario y unas casas diminutas.
El Comisario le dio carta blanca a Julio, y éste la utilizó.
Su labor fue inmediatamente ímproba. Pocos días le bastaron para demostrar a su mujer que se acercaba el momento de poseer una ínsula y la provincia entera; que el Frente Popular no estaba dispuesto a perder tiempo.
Una de las medidas que le pareció más urgente fue la renovación de los Ayuntamientos de la provincia, que el Comisario le había ordenado. La tarea fue fácil. Muchos alcaldes habían presentado automáticamente la dimisión; en otros casos, los partidos izquierdistas le telefonearon diciendo: «Ya está arreglado».
Otra orden dada se refirió a la tenencia de armas sin permiso legal. Julio organizó unos registros, cuyo resultado fue concluyente: más de ciento cincuenta personas derechistas de la ciudad quedaron sometidas a atestados. Se citaban nombres. En el Banco Arús se hablaba de mosén Alberto.
A Julio le interesaba solucionar el problema del paro. El espectáculo de aquellos hombres que llevaban meses sin trabajo era ignominioso. Habló con el Comisario, con los Costa, con el arquitecto municipal. Recibió una comisión de tales obreros, y éstos salieron muy satisfechos. Por de pronto, se les asignaba un subsidio. ¡Ya era hora! Y antes de quince días, colocados en obras que emprendería la Diputación Provincial.
A Julio le ocurría algo singular. Había soñado en planes de venganza. Ahora que se hallaba en el poder pensaba principalmente en realizar una labor positiva e incluso metía baza en asuntos que no tenían nada que ver con sus funciones, pero que consideraba íntimamente ligados a la buena marcha de la provincia.
Entre estas acciones positivas se contaba la revisión del sistema administrativo del Hospital Provincial, del Hospicio, del Manicomio y demás establecimientos benéficos. El estado en que éstos se encontraban constituía una acusación formidable contra las autoridades salientes. Julio llamó al doctor Relken. Éste le trazó una síntesis rápida de lo que se podría hacer, en su opinión:
– En el Hospicio, menos delantales de presidiario, más comida y más gimnasia. En el Manicomio, menos calabazas, menos nabos y más material psiquiátrico. En el Hospital, más caras, más medicamentos, menos monjas y más enfermeras con título.
Otro de los problemas… era el de la enseñanza. Julio, en su período de vacaciones forzosas, había recorrido al azar los barrios extremos y había comprobado que el número de niños que no asistían a la escuela era muy crecido. Y sus informes sobre lo que ocurría en los pueblos, era desalentador. Se puso al habla con Barcelona y consiguió de la Generalidad el fulminante nombramiento de David y Olga como inspectores del Magisterio, con jurisdicción sobre todos los establecimientos docentes de la provincia, incluidos los religiosos.
Para cada tarea encontraba los nombres necesarios. Julio estaba satisfecho, y su alegría era compartida por todo el mundo; desde su fiel colaborador, el agente Antonio Sánchez, extremeño de fino olfato, hasta el Comisario y, de manera especial, los Costa.
Los Costa, en efecto, se sentían tan eufóricos con sus flamantes actas de diputado, que habían reunido a sus obreros y les habían hecho un discurso de amor y hermandad. Los obreros los habían oído con suma atención, y al final uno de los canteros les dijo a los dos industriales:
– Nos complace mucho que tengan ustedes tan buenas intenciones, pues de este modo suponemos que no surgirá ninguna dificultad.
– ¿Dificultad…? ¿De qué se trata?
– ¿No han recibido ustedes una nota del Sindicato?
– No hemos recibido nada.
– Bueno, no importa. Ya la recibirán.
Los Costa se habían encogido de hombros con cierta perplejidad. Pero pronto la buena armonía reinante y el recuerdo de que el local de Izquierda Republicana se hallaba abarrotado de la mañana a la noche, les devolvió el optimismo.
Las destituciones y los nuevos nombramientos cambiaron la suerte de muchas personas, y de rebote la de la ciudad. El notario Noguer se vio obligado a dimitir como alcalde y en su lugar fue nombrado, con carácter provisional, el arquitecto Massana. El arquitecto contaba con muchas simpatías. Era el gran impulsor de la Gerona moderna y se le atribuía un gigantesco proyecto de urbanización. Al tomar posesión del cargo, concedió una paga extraordinaria a todos los empleados dependientes del Municipio, y aquello le valió la adhesión unánime.
Entre las personas más eufóricas se contaban evidentemente David y Olga. Olga había vuelto a peinarse como era debido y había vuelto a ponerse su jersey de cuello alto. Les seducía la Inspección del Magisterio, de la que ahora eran responsables, y a ella dedicaron lo mejor de su tiempo.
Recabaron informes de todos los maestros de la provincia y las conclusiones a que llegaron fueron desoladoras. Por un maestro que cumpliera con su deber, veinte vivían con la rabia en el cuerpo, porque el sueldo era ínfimo o porque en el pueblo los padres preferían que sus hijos trabajaran en el campo. Muchos de ellos vivían prácticamente abandonados, no recibiendo dinero ni siquiera para comprar tiza y el edificio de la escuela se caía de puro viejo. Los maestros de la zona fronteriza se lamentaban doblemente, pues «en Francia, aldeas de cuatro casas tenían maestro, bien pagado, con escuela decente y todo cuanto le hacía falta.» David y Olga les dijeron: «Id tranquilos, esto se arreglará».
Luego les tocó el turno a los establecimientos de enseñanza religiosa.
– Es increíble -le contó David a Julio, después de la visita de inspección-. Las monjas y demás destinan hora y media a rezos, religión, etcétera… Sus libros de texto están plagados de exageraciones, imponen castigos absolutamente absurdos. Y esos hábitos que llevan, con crucifijos en el pecho, y esas alas almidonadas que obsesionan a los alumnos. Lo que ocurre en las Escolapias es algo indescriptible. En la iglesia separan las alumnas pobres de las de pago. Éstas son las primeras en la fila y, desde luego, a poco que estudien tienen aseguradas buenas notas. Las Dominicas son, más que nada, infelices. Casi ninguna tiene el título de maestra. Representan sainetes y comedias con ángeles y diablos, y a los diablos, naturalmente, se les cae la cola. Las del Corazón de María, son inteligentes, pero de un fanatismo recalcitrante. Sólo las Carmelitas realizan una labor eficaz, cuidando de pequeñas desamparadas. Pero desde luego basta ver el carácter de letra de las alumnas para darse cuenta de la educación que reciben. Son letras anémicas, sin ímpetu. En los Hermanos de la Doctrina Cristiana hemos descubierto, de paso, un caso de homosexualismo: el sacristán. Los Maristas se parecen a las Escolapias. En fin, si la Generalidad nos da permiso, pondremos las cosas en su punto.
Julio preguntó:
– ¿Qué solución sugerís?
– Primero, examen de competencia a todas las monjas y frailes que no tengan título; y luego, prohibición del hábito.
Esto último constituyó el aspecto más doloroso de la reforma emprendida. Las personas afectadas sintieron como un golpe en el pecho. Hubo monjas que no acertaban a vestirse, a calzarse las medias, a ponerse las ligas Las que llevaban el pelo cortado al rape daban la impresión de salir del tifus; por el contrario otras al quitarse la toca, descubrieron en sí mismas hermosísimas cabelleras. Los Hermanos Maristas consiguieron un traje negro cada uno, pero rechazaron el cuello duro, pues les daría aire de pastores protestantes. Hubo jaculatorias, lágrimas, vergüenza. ¡Señor, cuánta humillación! Cuando Pilar subió al Corazón de María y vio a sor Beethoven, que sin el hábito no sabía andar, soltó una carcajada.
Tocante al examen de competencia, el número de aprobados fue escaso. Dos tercios de los profesores examinados fueron declarados ineptos.
Había gente que consideraba todo aquello un atentado. Carmen Elgazu dijo: «Ya volvemos a las andadas. Lo primero que hacen es perseguir la religión». Don Emilio Santos temía que en definitiva toda la labor del Frente Popular se limitaría a eso: a perseguir a los curas y a los guardias civiles. «Tal vez algún tiro contra algún capitalista; pero nada positivo.»
Don Santiago Estada encontraba mil motivos de crítica, lo mismo que el subdirector. Ignacio le decía a éste: «Ya, ya, pero ustedes se han pasado dos años con todos los triunfos en la mano, sin hacer nada».
Lo que más asustaba a las personas que querían mantenerse ecuánimes eran las andanzas de Cosme Vila, por un lado, y el Responsable por otro. Del local del Partido Comunista salía una especie de rumor constante, y continuamente había gente de aspecto hosco que subía y bajaba las escaleras. Se veía que estaban muy seguros de sí y que hacían caso totalmente omiso de los demás partidos y de las autoridades. Se detenían en cualquier sitio, echaban fuera a los demás y pegaban un cartel. Subían por los pisos y clavaban banderas en los balcones. Improvisaban pequeñas manifestaciones, y cuando lanzaban un «muera» se quedaban mirando a los transeúntes, conminándoles a que lo rubricaran. Jaime le aseguró a Matías Alvear que en ciertos barrios extremos algunos comunistas entraban en las panaderías y otros establecimientos, pagando la mercancía por medio de un vale que dejaban sobre el mostrador. «El día menos pensado -añadió- se lanzarán a la calle y se armará la de San Quintín.»
Los anarquistas parecían adoptar otra táctica. El Responsable aseguraba que a la CNT lo que le interesaba era el problema social. «Menos bravuconadas y más eficacia.» Según le contó el Rubio a Mateo, el Responsable preparaba una serie ininterrumpida de huelgas hasta que las condiciones de los obreros cambiaran totalmente. «Casal -dijo- también proyecta algo en este sentido pero al parecer espera que el nuevo Inspector de Trabajo, que tiene que llegar de Madrid, esté aquí; en cambio al Responsable esto le tiene sin cuidado.»
Por otra parte, los anarquistas habían manifestado su disconformidad por el nombramiento del nuevo alcalde, el arquitecto Massana. «Con él todo quedará como antes. Arbitrios municipales y demás monsergas. Hasta por montar en bicicleta hay que pagar, lo mismo que por tener un perro.»
Y, no obstante, Gerona estaba mucho más tranquila que otras ciudades, según los informes que recibía Julio García. En Madrid habían sido incendiadas las iglesias de Santa María, de Nuestra Señora de la Misericordia, y algún convento de frailes. En Valencia, al parecer, hubo una verdadera batalla campal, con gran número de muertos. En Alicante, a causa de la huida del gobernador, se había adueñado de la ciudad un individuo llamado Botella y Pérez, quien, saliendo al balcón, había dicho a la multitud: «Compañeros, os dejo entera libertad para hacer lo que queráis; sois dueños de todo». Al lado del señor Botella se había instalado el camarada Milán, Jefe local del Partido Comunista, quien organizó en el acto el asalto a todos los comercios, iglesias y aun domicilios de personas derechistas, respetando sólo las vidas, lo mismo que en Yecla y en otros lugares. Julio, mientras archivaba estos informes, le decía a su fiel colaborador, el agente Antonio Sánchez: «Son las explosiones inevitables en los primeros días. Luego todo se arreglará». Los Costa confiaban en que en Gerona se conseguiría encauzar las cosas en seguida.
La única persona que se atrevió a protestar públicamente contra las medidas tomadas en los establecimientos de enseñanza religiosos -especialmente contra la prohibición de llevar hábito- fue mosén Alberto. Publicó un artículo en El Tradicionalista acusando al Ministerio de Instrucción Pública en abstracto, y a David y Olga en concreto, de «enemigos de la libertad», y de que no cumplían las promesas de tolerancia formuladas antes de las elecciones. Y luego dijo desde el púlpito:
– Cierto que la obligación de los cristianos es acatar la autoridad. Pero cuando la intención de tal autoridad es manifiestamente la de perseguir a los representantes de la Iglesia e impedir el normal desenvolvimiento de sus actividades, la desobediencia es lícita.
Estas palabras, apenas pronunciadas, fueron consideradas por todo el mundo como un tremendo error. En efecto, pronto llegaron a oídos de la ciudad, y se levantaron varias voces diciendo que prácticamente constituían una invitación al motín. Entonces volvió a asegurarse que en el Museo que regía mosén Alberto se habían encontrado, cerca de la vitrina de casullas venerables, dos escopetas de dos cañones.
Julio consideró que no había motivo para una intervención oficial. Cosme Vila, al enterarse de que el policía daba esta respuesta, dijo:
– Parece que jugamos al escondite.
Cosme Vila le tenía una inquina especial a mosén Alberto. Años atrás, en el Banco, había tenido que mandarle una carta acompañando un estado de cuentas y le puso: «Mosén Aborto». Esta vez parecía haber perdido la calma y repetía: «Sí, sí, parece que jugamos al escondite».
De pronto abrió un cajón y sacó una ficha. La ficha era rectangular, de color amarillo, y en el centro de ella se veía una fotografía del sacerdote, en el momento en que en el patio de la cárcel les decía a los presos de octubre que el hombre puede sacar gran provecho espiritual de sus contratiempos.
Se levantó y se fue a ver a Casal. Éste le recibió en seguida. Cosme Vila le mostró la fotografía y luego dijo:
– Pero no es esto lo que me interesa Es esto otro. -Y sacándose del bolsillo un papel, cuidadosamente doblado, lo depositó encima de la mesa.
Era un artículo. La fotografía no serviría más que para ilustrarlo, pero lo importante era el artículo en sí. Cosme Vila le pedía simplemente que lo insertara en El Demócrata.
– Ya comprenderás por qué te lo pido. El Proletario tiene mucha menor tirada que tu periódico.
Casal terminó de leer el papel y se pasó el pañuelo por la frente. Miró a Cosme Vila; éste se había levantado y le decía:
– Si quieres, pon tu firma; si no, pon la mía.
Casal parecía muy nervioso, como midiendo mentalmente la importancia de la jugada. Cuando el Jefe del Partido Comunista hubo salido, llamó a David y Olga y les mostró el artículo. Los maestros lo oyeron y reflexionaron un momento.
Por fin David comentó:
– Al fin y al cabo, lo que cuenta es cierto.
Casal se hundió el algodón en la oreja. Al día siguiente, todos los lectores de El Demócrata, y pronto Gerona entera, se enteró del caso de homosexualismo descubierto por los inspectores del Magisterio en el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.
El escándalo que la noticia produjo fue indescriptible. Santi se calzó sus puntiagudas botas, Porvenir cogió la calavera, Teo el látigo, la valenciana amiga de Gorki se abrió su vestido y exclamó: «¡Cinco hijos, cinco hijos!» El doctor Relken dijo en el Neutral que en los países nórdicos aquello no tenía importancia, pero que en España era imperdonable.
Inmediatamente, del local del Partido Comunista descendieron unos treinta militantes con un cartel. «¡Los frailes y el voto de castidad!»
En unos folletos se daban detalles. Se denunciaba el nombre del acusado: «Hermano Alfredo, sacristán». Se le describía físicamente: «Bajo y raquítico, de ojos azules y tiernos; ofrece caramelos y barras de regaliz a los alumnos».
El Tradicionalista publicó una indignada protesta, firmada por el Director del Colegio, en la que se rehabilitaba al Hermano Alfredo, «religioso intachable». La calumnia era doblemente ignominiosa, «dado que el Hermano Alfredo estaba enfermo desde hacía muchos años».
Sin embargo, una penosa nube pareció envolver el edificio. Las criadas, que a la salida de las clases iban a buscar a los pequeños, se los llevaban con extraña urgencia. Algunas familias retiraron a los alumnos, «hasta que se esclareciera la cosa». A los adictos, el Hermano Director los miró con agradecimiento. El Hermano Alfredo, ajeno a lo que ocurría, vio tantos claros en los bancos de la capilla que preguntó: «¿Qué les ocurre a los chicos?» El Director le dijo: -Nada, nada. La gripe, como siempre.
Parecía natural que el ritmo de los acontecimientos fuera acelerado. En realidad, los protagonistas eran personas a las que se había mantenido inactivas durante año y medio.
Desde el primer momento se vio que los cuatro puntos cardinales de la cólera popular eran mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria, «La Voz de Alerta» y Mateo.
El dentista, apenas regresó del viaje con Laura, se enteró de que su Clínica Dental había encabezado la lista de domicilios registrados. Su criada, Dolores, le entregó un papel de la Jefatura de Policía en el que se le ordenaba presentarse «a la mayor brevedad, para responder ante las Autoridades de poseer una pistola, un fusil y seis bombas de mano disimuladas en el interior de un arca vieja, situada encima del depósito de agua». El comandante Martínez de Soria escapó al registro por su condición de militar, pero sabía que los trescientos detenidos de octubre habían elevado una instancia al general para que fuera juzgado por «un tribunal de la confianza del pueblo», en términos tales que su esposa y Marta estaban más que asustadas; y en cuanto a Mateo, por primera vez se había visto obligado a abrir la puerta de su despacho a personas no falangistas.
En efecto, tres agentes se presentaron en su casa, en los cuales reconoció a tres asiduos concurrentes a la UGT. Don Emilio Santos quedó estupefacto al verlos, y la criada se encerró en la cocina presa de una crisis de alegría y curiosidad. Mateo sacó su pañuelo azul y su mechero de yesca. Los agentes rechazaron la pitillera que les ofrecía y miraron sonriendo al pájaro disecado. Se plantaron ante José Antonio y preguntaron: «¿Es de la familia?» De repente empezaron a abrir con reprimida violencia los cajones, los armarios de la librería. No encontraban armas. «¿Dónde guarda usted las pistolas?» Mateo levantó los hombros y contestó: «No las tengo». Los agentes registraron su dormitorio, el comedor, la cocina, la despensa y por último el dormitorio de don Emilio Santos, Palparon el colchón y el director de la Tabacalera les dijo: «Pueden ahorrarse el trabajo». Volvieron al despacho de Mateo y se fijaron en el retrato de Pilar. Pidieron el fichero. Mateo reflexionó y dijo: «¿Para qué lo necesitan? Saben mejor que yo quiénes somos». Ninguna ficha, ningún papel que aludiera a Falange. «Por lo demás -añadió el falangista-, el Partido es legal. Los Estatutos están registrados en la Dirección General de Seguridad.»
Uno de los agentes le contestó:
– Vive usted atrasado de noticias.
Finalmente se marcharon, no sin sonreír de extraña manera. Mateo, a quien la última respuesta del agente había dejado inquieto, sabía que aquello no significaba más que una tregua. Supuso que se dirigían a casa de Octavio, del delineante, de Roca y Haro, de todos y cada uno de los camaradas. ¡Santo Dios, cómo temblaría el hongo de don Jorge cuando éste viera que palpaban su tálamo nupcial!
Se dirigió al comedor, donde don Emilio Santos había tomado asiento, extrañamente abatido. Iba a decirle algo, pero su padre le interrumpió:
– Supuse que te llevarían esposado.
Mateo quedó de pie frente a él. Todo aquello le dolía, pero estaba decidido más que nunca.
– ¿Por qué crees que han dicho que vivo atrasado de noticias?
Don Emilio Santos no había oído nada y levantó los hombros.
Mateo se sentía incapaz de soportar la duda. Se peinó rápidamente y bajó la escalera. Se dirigió sin perder un instante a casa de los Alvear. Entre el Banco y Telégrafos, allá siempre sabían las cosas al minuto. Encontró a Ignacio estudiando en su cuarto, mientras Pilar frotaba el espejo del armario.
Ignacio le dijo:
– Pues… en efecto, hay una noticia importante… Por lo menos para ti. Deberías saberla.
– ¿Qué ha pasado?
– Tu Jefe ha sido detenido.
– ¿Qué Jefe?
– José Antonio Primo de Rivera.
Mateo quedó inmóvil.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo ha dicho la radio. En Madrid, por tenencia ilícita de armas.
Mateo había enrojecido hasta tal punto que la propia Pilar se asustó, sin atreverse ni a acercársele ni a dirigirle la palabra. «José Antonio, secuestrado en los sótanos de la Dirección General de Seguridad.» La noticia era escueta y dura. «A eso se le llama apuntar directamente al cerebro.» Ignacio había vuelto a enfrascarse en sus estudios y Pilar no sabía dónde meterse. Mateo se despidió bruscamente y salió de la casa. Se dirigió a Hacienda y avisó a Octavio. Entre los dos convocaron inmediatamente a todos los camaradas. Se llamó incluso a Marta. Todos acudieron excepto el delineante, en cuyo domicilio estaban efectuando el registro esperado.
Uno a uno los ojos fueron retrocediendo, estupefactos. Lo primero que se acordó fue mandar a Madrid un telegrama de adhesión: «A las órdenes, siempre. Arriba España»; telegrama que Matías Alvear transmitió lentamente, con aire pensativo. Luego todos los camaradas se volvieron hacia el retrato de José Antonio, y le miraron a la vez con el mayor respeto y la mayor impotencia. En realidad, a todos les había asaltado idéntico temor, aunque ninguno de ellos se atreviera a formularlo: la ola de atropellos crecía en todo el país en forma tan avasalladora, que se podía temer lo peor: que en cualquier momento José Antonio fuera asesinado. Mateo pensaba: «Tiene la edad de los predestinados: treinta y tres años». J. Campistol, de Barcelona, le había telefoneado a la Tabacalera manifestándole idéntica zozobra.
Mateo volvió la espalda al retrato, y en tono enérgico dijo a sus camaradas que ni siquiera aquella contrariedad situaba el triunfo más lejos. «Cuanto más nos persigan, más próximo el día en que nos veremos obligados a cerrar la inscripción.»
Dos días después se recibió una Circular escrita por el propio José Antonio, en los sótanos en que se hallaba detenido. El Jefe Nacional hacía en ella un resumen de la labor del Frente Popular en el mes escaso que llevaba de vida, denunciando una vez más que los Estatutos regionales traerían consigo la desintegración de la Patria, profetizaba el avance implacable del Partido Comunista, informaba que la mayoría de los centros falangistas habían sido clausurados y citaba a todos los camaradas para la peligrosa tarea de la reconquista de España. Esta Circular conmovió profundamente a todos, pues su tono respiraba a un tiempo una gran confianza y una gran amargura. A Mateo le orientó de una manera precisa: lo del avance implacable le recordó la posición crucial que ocupaba Cosme Vila; y lo de la desintegración de la Patria el espectáculo que volvía a ofrecer la Rambla, en la que docenas de fanáticos tornaban a arrodillarse al oír tocar las sardanas de ritual.
El muchacho recordó sus grandes conversaciones con Ignacio, el miedo que volvía a sentir Matías Alvear de que les trasladaran a otra población, a Cuenca o Guadalajara. Companys volvía a presidir la Generalidad, y todos los separatistas exiliados habían vuelto, presentando sus facturas. Por ahí penetraba el virus, a su entender. Y el regreso de otra ola de emigrados: Margarita Nelken, la Pasionaria, etc… lo acrecentaba más aún. Mateo creía saber que habían llegado a Barcelona, procedentes de Rusia, gran número de agitadores -Losovski, Neumman, Bazine- que se habían puesto a las órdenes de BelaKun.
Mateo medía la importancia de estos hechos. Y le parecía advertir una diferencia. Mientras los separatistas habían puesto manos a la obra inmediatamente, se hubiera dicho que Cosme Vila, a pesar de la prisa demostrada en el asunto del Hermano Alfredo y de mosén Alberto, esperaría aún unas semanas, aunque no muchas, a desencadenar la ofensiva general.
Yendo a buscar a Pilar, Mateo pensaba:
«Claro, Gerona ofrece muchas resistencias… Cosme Vila lo que hará será agotar los nervios… Provocar el desgaste, crear malestar. Y de repente, entrará en liza espectacularmente. Alguna decisión súbita, como todos los iluminados.»
Aquel día Pilar se alegró lo indecible al ver a Mateo. Pilar temía lo peor cuando estaban separados. Por fortuna, continuaba leyendo novelas rosas; pero todo el mundo le asustaba. El nerviosismo de la gente, un libro de profecías de la Madre Ráfols, que las monjas le habían prestado para que Carmen Elgazu las leyera; las zancadas, cada día más largas, de mosén Francisco, y, sobre todo, la seriedad de Marta.
– ¿Temes por tu padre? -le preguntaba Pilar a su amiga.
Marta contestaba que sí, a pesar de que, en su casa, el comandante Martínez de Soria, les decía a las mujeres: «No seáis tontas. Se llevarán una sorpresa. Se llevará una sorpresa incluso el general. No podrán nada contra mí, ni siquiera conseguir una orden de traslado».
A Mateo esto le daba ánimo. Esto y la decisión de sus camaradas, sin exceptuar el hijo de don Jorge. Mateo, a través de Marta, iba teniendo confianza en el comandante Martínez de Soria. «Tal vez sea menos superficial de lo que pensaba -se decía a sí mismo-. Sin olvidar que dio un hijo, que un hijo suyo monta guardia al otro lado.»
Ignacio vivía con idéntica tensión que sus amigos, acrecentada por el temperamento, ahora más pesimista que nunca, del subdirector del Banco. Éste le decía que el principal culpable de todo lo que pudiera ocurrir en Gerona sería el doctor Relken. «Es masón -explicaba-. Conducirá la ciudad a la catástrofe. No hay nada más terrible que los agentes extranjeros. ¿Qué les importa el país? En el hotel ha pedido ya la mejor habitación. Todo el mundo le obedece, sin darse cuenta. Antes de un año habrá conseguido todo lo que busca».
»Se llevará de aquí la cartera llena y un álbum fotográfico de todas las ruinas e incendios. -Luego añadió-: Y los que creéis que todo esto tardará en llegar, estáis equivocados.»
Ignacio sólo se sentía aliviado cuando conseguía hacer sonreír a Marta. Entonces los nubarrones desaparecían y volvía a sentirse un hombre; un hombre con vida personal. También para Marta el amor era el elemento estimulante. Continuaban subiendo a las murallas; los días se alargaban, el valle de San Daniel se ofrecía a su mirada con más nitidez que nunca. Muchas veces contemplaban desde el puente del tren el lugar exacto en que cayó al río el espejo, pequeño y redondo.
El Responsable y Porvenir estaban convencidos de que si el Frente Popular había ganado, era gracias a los anarquistas. Si el millón y medio de afiliados se hubiesen abstenido, como en 1933, la derrota hubiera sido total.
Ello los hacía plenamente conscientes de sus derechos. Y su carácter violento les impedía aceptar una lenta evolución de las condiciones sociales. Por si esto fuera poco, recibieron la visita de los anarquistas de Barcelona, los cuales les dijeron: «Camaradas, tenéis que ayudarnos. Es preciso hacer un ensayo en Gerona». En consecuencia, presentaron a la Inspección de Trabajo, con carácter conminatorio, unas bases pidiendo el control obrero en las Empresas, reparto equitativo de beneficios, salario a los patronos, etc. En caso de no aceptar, se declararía la huelga general ilimitada.
Estas bases fueron hechas públicas y la ciudad entera se escandalizó. Los murcianos que trabajaban en S'Agaró abandonaron sus barracas al leerlas y se trasladaron a Gerona, por cuyas calles desfilaron con carteles que ponían: «¡Saludamos a las Bases CNT-FAI y a la emancipación del obrero!»
Casal, Cosme Vila, los Costa y las autoridades tomaron aquello a chacota. «Son unos imbéciles», dijo Casal. El Inspector de Trabajo -flamante Inspector llegado a Gerona, amigo personal de Largo Caballero- llamó al Responsable y en tono de indignación le dijo:
– Pero ¿qué se ha creído usted? ¿Cree usted que la gente regala así como así la caja de caudales, y que una fábrica se dirige como quien dirige un coche? A los dos meses de esta confiscación, no quedarían más que unas cuantas máquinas destartaladas y la gente pidiendo que comer. ¡Reparto de beneficios! ¿Por qué no repartir también las mujeres? Lo mejor que puede usted hacer es… ¡qué sé yo! Publicar otra nota en El Demócrata. Aplazar este asunto. Usted es inteligente y encontrará la fórmula.
El Responsable, que liaba un cigarrillo, no se inmutó.
– ¿Eso es todo? -preguntó.
– Eso es todo.
El Responsable salió y convocó Asamblea General.
– ¡Camaradas… desde 1933 un Gobierno cavernícola nos ha tenido así! -Hizo ademán de enroscar un tornillo-. ¡Ahora el pueblo gana las elecciones, la CNT presenta sus Bases y se nos contesta que los patronos no soltarán eso y que nosotros lo echaríamos todo a rodar! ¡Camaradas, en Gerona hay tres mil familias trabajando para una docena de propietarios! ¡La CNT se lanza al combate y declara la huelga general!
Huelga, huelga… La palabra llegó inmediatamente a oídos de la población.
Julio, al leer la noticia, llamó por teléfono al Gimnasio.
– Sois unos idiotas -dijo, sin preámbulo-. Me obligaréis a sacar las fuerzas de Asalto.
Le respondió Santi, que era el único anarquista que había quedado de guardia. Santi puso el auricular boca abajo e hizo: ¡Uh, uh!…
A los anarquistas de la ciudad se unieron inmediatamente los de la periferia, así como algunos descontentos por la premiosidad con que actuaba la UGT.
Cabía la esperanza de que el movimiento fuera caótico, sin sentido; pero ésta se desvaneció pronto. La huelga fue organizada según los métodos más ortodoxos. El Responsable entendía de aquello más de lo que el Inspector de Trabajo suponía.
Cosme Vila y Casal publicaron una nota dirigida a sus afiliados respectivos. «Acudid al trabajo, excepto en el caso de que los huelguistas usen de la violencia.»
El Responsable meditó un minuto largo… Sus hijas estaban a su lado. «Si te rajas, te habrás lucido.»
El Responsable dijo: «A las doce en punto, todos reunidos en el puente de Piedra».
La orden fue cumplida estrictamente. A medida que se acercaba la hora, el grupo iba aumentando en número. Laura desde el balcón calculó en mil individuos los que se concentraban.
Los obreros que no se habían solidarizado con la huelga tomaban la cosa a broma. «Si no sacáis los tanques…»
Y, no obstante, pronto tendrían que cambiar de opinión. A las doce y cuarto, a una orden de Porvenir, cada grupo salió disparado hacia una dirección que le había sido fijada previamente. Unos carros se les habían anticipado, descargando en las aceras sacos de arena, piedras y ladrillos. A la vista de este material el entusiasmo de los amotinados creció. El Responsable movía sus ojos a uno y otro lado.
En un santiamén, ante cada puerta de fábrica y taller, brotó una barricada. Las piedras y los ladrillos estaban en el suelo, al alcance de la mano.
Entre los edificios ocupados se contaban la Central Eléctrica más importante de la ciudad, la Fábrica de Gas y el Suministro de Agua, si bien el Responsable había ordenado que de momento se asegurara el funcionamiento de estos Servicios.
La ciudad entera quedó asombrada ante aquella súbita demostración de fuerza. Cosme Vila y Casal comprobaron que ni un solo establecimiento industrial había sido olvidado. «Por lo menos el fichero de que disponen es tan completo como el nuestro», admitieron.
Los más asombrados… los Costa. Los Costa se dieron cuenta de que a ellos no se les exceptuaba ni se les diferenciaba de patronos monárquicos como don Pedro Oriol. La fundición fue bloqueada, así como las canteras y los hornos de cal. Entonces comprendieron la alusión del cantero el día de la comida de hermandad. Sin embargo, no era cosa de permitir que los pisotearan. «Vamos a poner los puntos sobre las íes.»
Los Costa visitaron a Julio. Julio los recibió acariciando a Berta, lo cual los dejó perplejo. Los dos industriales ilustraron a Julio sobre las pérdidas que para ellos y la ciudad acarraería aquella huelga estúpida. Julio les contestó:
– No puedo decirles sino una cosa. Hablaré con el Comisario, con el Alcalde, con todo el mundo. Intentaremos hacer entrar en razón a los huelguistas. Sin embargo, he de recordarles que la huelga es un derecho, y que si se formó el Frente Popular fue para conseguir ciertas libertades. Siento hablarles así. No diría esto a cualquiera, pero estimo que dos diputados republicanos tienen suficiente preparación política para comprender que, un mes después de haber ganado las elecciones gracias a los votos de los obreros, no podemos dar orden de utilizar las porras si se extralimitan un poco.
– ¿Un poco?
– O mucho, lo mismo da. Por lo demás, a esos murcianos, por ejemplo, les impresionará muy poco el argumento de las pérdidas. Contestarán que ellos no han tenido nunca nada que perder.
Los Costa salieron más que inquietos y sólo su temperamento optimista les impidió tomar alguna intempestiva resolución. Sus esposas les dijeron:
– Nosotras, lo que haríamos es cerrarlo todo. Al fin y al cabo, con lo del Banco y lo de casa ya tendríamos para vivir. ¿Por qué no?
Anda, pensadlo. Nos iríamos a vivir a País. Los papás más que contentos con ese par de críos.
Un capítulo de responsabilidades se abría ante los Costa. En Izquierda República había mal humor por la huelga, por las noticias que traían los periódicos. Era cierto que en Toledo, Madrid, Cádiz, Granada, se multiplicaban las manifestaciones revolucionarias y en muchos otros lugares el fuego enlazaba uno a otro los campanarios. Los Costa decían que Azaña hacía cuanto podía para contener aquello, lo mismo que Indalecio Prieto. «Parece ser que Azaña. confía en Cataluña, Vascongadas y Galicia para que le ayudemos a mantener las riendas. Por eso concede el Estatuto y da todas las facilidades. Y, sin embargo, ya lo veis. Aquí mismo, tan moderados, se permite que hombres como el Cojo anden sueltos con ladrillos en la mano.»
A las setenta y dos horas de huelga el Inspector telefoneó a Julio:
– El Responsable acaba de mandarme un ultimátum.
– ¿Qué ha hecho usted?
– Nada. No transigir.
Julio le felicitó; y, sin embargo, la respuesta del Comité de Huelga fue fulminante: se dio vuelta a las llaves. La electricidad, el gas y el agua fueron cortados.
El triple corte provocó la mayor confusión que se recordaba en la ciudad. Todo quedó a oscuras. El inspector intentó telefonear de nuevo a Julio. Las tiendas cerraron en el acto, los grifos de los lavabos dejaron caer su última lágrima, en las cocinas se oían las más extravagantes maldiciones.
El Comisario, Cosme Vila y Casal opinaron que la insolencia pasaba de la medida.
A Casal, el apagón le sorprendió en el momento en que ultimaba la tirada de El Demócrata. La máquina paró en seco y las bombillas se apagaron. El aprendiz del taller encendió una vela. ¿Qué ocurría? En realidad, se encendían velas en todas partes. Casal comprendió en seguida de lo que se trataba y salió a la calle, dirigiéndose a la UGT. Al entrar en el local recibió una impresión fortísima, pues le pareció que entraba en una iglesia, dado que David y Olga habían ido a comprar cuatro velas. Lo mismo ocurría en la Jefatura de Policía y en el Partido Comunista. El despacho de Cosme Vila parecía un altar, en el que Stalin era el santo, pues su retrato se hallaba rodeado de velas.
Casal y Cosme Vila se pusieron inmediatamente al habla, acuciados, además, por Julio, a quien doña Amparo Campo había ido a ver diciendo: «¡Te irás a cenar al restaurante! Sin agua no se puede cocinar».
Cosme Vila comprendió que el Responsable, por encima de los lamentos de las amas de casa, estaba a punto de conseguir un éxito rotundo, pues la reacción en general era favorable. Se hubiera dicho que el propósito anarquista de llevar las cosas hasta el fin se contagiaba incluso a personas a las que todo aquello perjudicaba. Se oían frases sintomáticas. «Desde luego tienen razón. La Fábrica Soler ganó en 1935 seis millones de pesetas.» «Si las autoridades no intervienen es porque comprenden que están en falso.» «Vale la pena estar unos días sin agua si a fin de año le dan a uno un cheque…»
Cosme Vila le dijo a Casal:
– Ya sabes mi criterio. Los anarquistas son una pandilla de bandoleros. Os dije que los tratábamos con demasiadas contemplaciones. Ahora, desde luego, se ha terminado. Tú verás si me sigues. Yo, desde luego, pienso pedir fuerza armada y salir en su busca.
Casal frunció las cejas.
– No comprendo -dijo-. ¿Qué te propones?
– Que el lunes, a las ocho en punto de la mañana, tus afiliados y los míos vayan a trabajar, cueste lo que cueste.
Casal se rascó la cabeza.
– Julio no querrá ayudarte.
– Julio ayudará. Esto le conviene menos que a nosotros.
Casal comprendía que lo absurdo había sido no resistir al principio.
– Debimos entrar a pesar de las barricadas.
Cosme Vila no compartía su opinión.
– Siempre ves las cosas a medias. Entonces hubieran sido unos mártires, se les habría impedido manifestar su opinión. ¿Qué mejor que cometan barbaridades? No olvides la ley. Hay que procurar que el enemigo fracase por sí solo.
El acuerdo tomado por Cosme Vila y Casal llegó inmediatamente a oídos del Responsable. Éste, que se preciaba de conocer el paño, después de analizar la situación dijo que no sólo los comunistas responderían en bloque al llamamiento de su jefe, sino que, como siempre, arrastrarían con ello a los que dependían de Casal. «Éstos son los perros de aquéllos», sentenció.
La única probabilidad de resistir, dada la intervención de la Fuerza Pública, le pareció que estribaba en una participación masiva de los anarquistas de la provincia. Sin embargo, no cabía contar con ello. El Responsable sabía que entre la población campesina dominaba Cosme Vila. «Los campesinos andaluces son anarquistas -explicó-, pero en esta provincia son conservadores. Confían en los repartos de Moscú.»
Toda la jornada del domingo la pasó recorriendo las diferentes barricadas. Y en seguida se dio cuenta de que no le iba a ser fácil dominar a sus hombres. La huelga les había dado el gusto de la pelea. Por lo demás, pensaba poco en los demás Sindicatos. Los principales enemigos continuaban siendo para ellos los patronos, los Presidentes con sus coches, los curas, los militares que se paseaban mirando irónicamente aquellos rústicos parapetos. Los enemigos continuaban siendo «La Voz de Alerta», los Costa, mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria. Y la Falange de la ciudad, que en cualquier momento podía disparar desde las azoteas.
Hacia el atardecer, al Responsable le pareció haber convencido a sus camaradas. «Era preciso evitar la sangre.» ¿Por qué? -le había preguntado Blasco, que montaba guardia en la Central Eléctrica-. El Responsable le contestó:
– Nos matarían como moscas. -Luego añadió-: Les daremos «pa el pelo» de otra manera.
Pero apenas llegó la noche, la ciudad a oscuras volvió a exaltar a los amotinados. En las barricadas se organizaron hogueras para esperar el alba. Las mujeres de los anarquistas hacían compañía a éstos. En muchos sitios se bebió y hasta se cantó y se tocó la guitarra. Porvenir era el camarada ideal para improvisar juergas bajo las estrellas del firmamento. Santi brincaba de uno a otro lado.
A las siete y media de la mañana del lunes salieron las primeras patrullas de guardias de Asalto. Aquello acabó de inspirar confianza a los obreros socialistas y comunistas que habían recibido orden de reintegrarse al trabajo.
A las ocho menos diez minutos, los primeros obreros se acercaban pegados a la pared, por la acera, cuando entró en escena un elemento inesperado, espectacular, que alteró la faz de los acontecimientos: la caballería. Julio mandó caballos a los lugares de mayor concentración, y los jinetes se acercaron a las barricadas en actitud de franca disposición al combate. Aquello decidió la lucha. Hubo entre los anarquistas un momento de desconcierto, que les fue fatal. Las colas de obreros, procurando no rozar a ningún huelguista ni derribar las barricadas, abrieron las puertas de las fábricas y, en medio de un gran silencio, empezaron a entrar en ellas. En la fábrica del Gas el Cojo pegó un ladrillazo a un hombre raquítico y se armó un tumulto, pero no pasó de ahí. En la fundición de los Costa, las dos hijas del Responsable arañaron a la mujer que limpiaba el despacho, pero nada más. Los anarquistas se sentían en ridículo y desde lo alto de los caballos los jinetes les decían: «¡Ale, ale! Lo mejor es que entréis también, a ver si el sábado cobráis».
Se sentían en ridículo porque cada grupo constaba de un número reducido de hombres. Pero a medida que en las esquinas aparecían otros grupos que también habían sido desbordados, el aumento del número multiplicaba la indignación. Los caballos impedían que se formara la auténtica concentración de huelguistas a que ellos podía dar origen. De pronto, las máquinas empezaron a funcionar. ¿Qué ocurría? Se encendieron absurdamente los faroles a aquella hora de la mañana. La Central Eléctrica también había capitulado. En las cocinas los grifos chorreaban, y en los lavaderos. Las mujeres se felicitaban de balcón a balcón.
Entonces el Responsable dijo en voz baja:
– Dispersaos, pero id por las bombas…
Esta palabra logró entre los amotinados un efecto mágico. A la mayoría les pareció de tanta responsabilidad la decisión, que ningún espontáneo se atrevió a obrar por su cuenta como se podía temer. Los jefes de grupo recobraron en el acto su autoridad. Todo ello ocurría entre el Puente de Piedra y la Rambla. Lo mismo Laura que el profesor Civil, desde sus balcones, vieron perfectamente cómo Porvenir tomaba la dirección de la Plaza de la Independencia encabezando una docena de camaradas, y que el Responsable y otros tantos, siguiendo la orilla del río, parecía dirigirse hacia el campo de fútbol o hacia las canteras de los Costa.
La fuerza pública, que no había oído la frase del Responsable, creyó que se trataba de la dispersión definitiva, que todo estaba terminado, y continuó patrullando, pero ya con aire aburrido.
Sólo volvió a reaccionar cuando a las diez de la mañana se oyó el primer estruendo. Provenía de la Dehesa. La primera bomba había estallado en la Dehesa. La colocó Porvenir. Eligió aquel lugar porque le pareció adecuado empezar entre un marco de plátanos milenarios. En aquel momento no pasaba nadie por allá; únicamente cerca de la Piscina había un acuarelista solitario, sentado en un taburete portátil, y hacia el Puente de la Barca un campamento de gitanos. El resto, desierto. Era una Dehesa invernal, de color pardo y violáceo, con un vaho de neblina.
Porvenir eligió una encrucijada de avenidas, que los domingos era utilizada por Bernat y los suyos para jugar a las bochas. La bomba levantó una polvareda inmensa, una gran cabellera de granos de arena y hojas muertas, y se calló. Algunos impactos en los árboles, de cuyos troncos surgieron aristas; una de las cuales le sirvió luego a Bernat para colgar en ella su gorra y su reloj.
Aunque la explosión sólo fue oída por los vecinos de aquella parte de la ciudad, pronto la cosa se supo y cundió el pánico. Casal salió del taller de El Demócrata y se dirigió a la UGT. David y Olga le imitaron. En el Banco de Ignacio se interrumpió el trabajo. El Comisario ordenó fuera de sí: «¡Que se vigile la Telefónica!»
Un cuarto de hora después sobrevino la segunda detonación, mucho más intensa. Provenía del lado de Montjuich. Alguien dijo que se trataba de un barreno en las canteras, pero pronto quedó en claro que se trataba de algo mucho más grave: del polvorín.
– ¡Imposible! -clamó el Comisario.
Julio meneó la cabeza con aire que no dejaba lugar a dudas.
El coronel Muñoz no comprendería nunca cómo fue posible que la bomba no causara ninguna víctima. Al parecer, la escuadra de servicio se había alejado circunstancialmente a cortar leña; el centinela, fusil al hombro, se había sentado detrás de una roca, a unos trescientos metros de allá.
Se opinó que era abandono de servicio. El centinela prefirió esto a haber quedado descuartizado.
Por fortuna, en el polvorín había muy poca cosa. Una semana después de las elecciones había sido retirado el material. Sin embargo, algo quedó, por lo que el estruendo fue tal, que las mujeres que lavaban en los arroyos del valle de San Daniel se asustaron; y a este lado de la montaña se asustó todo el personal del cementerio: el sepulturero y los muertos. Los soldados de la Guerra de África abrieron los ojos como si se encontraran de nuevo en 1921, cuando las emboscadas de los moros.
En cambio, los vivos parecían tocados de inconsciencia. Sólo las mujeres y los niños se encerraban en las casas, y algunos establecimientos bajaron con rapidez sus persianas metálicas. El resto de la población -taxistas, cobradores de Banco, camareros, etc.- se habían apostado en las esquinas a pesar de que los guardias de Asalto intentaban con renovada energía impedir las aglomeraciones.
Julio le decía a su fiel agente Antonio Sánchez:
– Lo terrible de esa gente es eso, que son poetas. ¿Dónde estallará la tercera? No se sabe. Imprevisible en el tiempo y el espacio. Las patrullas buscaban inútilmente a los anarquistas por las calles. Todos habían desaparecido. ¿Bombas de reloj? ¿Caídas del cielo? Acaso no estallara ninguna más.
A las once en punto, las personas que se hallaban en la Plaza de la Independencia oyeron el tercer estruendo. Pero fue un simple petardo. Un gran susto y nada más. Estalló en la mismísima Inspección de Trabajo. El Inspector, amigo de Largo Caballero, se tiró al suelo y se refugió bajo el escritorio. Al ver que no ocurría nada, cerró el puño y gritó: «¡Pronto sabréis quién soy!»
En aquel momento, toda la ciudad se sentía indefensa, a merced del Responsable. Incluso el coronel Muñoz. Al coronel, cualquier cordón que se arrastrara por el suelo en el cuartel le parecía sospechoso.
Todo el mundo se sentía a merced del Responsable, excepto Cosme Vila. Cosme Vila, a quien Teo tenía al corriente de cuanto ocurría, entendió, por el contrario, que el Responsable había perdido definitivamente la batalla en el momento de ejecutar el primer atentado.
– Analizad la situación -les decía a los suyos, los cuales miraban con inquietud el desarrollo del plan anarquista-. No os dejéis llevar por la espectacularidad del momento. Basaos en los hechos. ¿Qué buscaba la CNT? El paro de las fábricas, gracias a las barricadas. ¿Qué consiguió? Las fábricas y los talleres zumban que da gusto; las barricadas ya no existen. Luego cortaron la luz, el gas y el agua. También ahí han capitulado de una manera imbécil. Por burros, pues esta arma es revolucionaria ciento por ciento. Todo ese ruido de ahora no es más que el clásico funeral. Lo único que no debían haber hecho era eso: disgregarse y soltar bombas; lo que tenían que hacer era lo contrario: unirse y presentarse como mártires. ¡Qué se le va a hacer! A la gente no le gusta que la metralla le roce la cabeza; sobre todo, cuando solo se la roza, sin arrancársela. Así que, han perdido la oportunidad. ¡El polvorín! ¿Para qué? Para que el general les enseñe las polainas. La Dehesa, la Inspección… Eso es lo absurdo, lo propio de locos: entrar en litigio con el Inspector de Trabajo y echarle un petardo a él, en el escritorio.
Los oyentes se rascaban la cabeza. A todos les parecía que tener a la ciudad en un puño era en cualquier caso una demostración de poder.
– No seáis burros. Lo que hay que ver es lo que vendrá luego. Se han echado la opinión en contra.
Teo opinó:
– Pero han sembrado.
– ¿Sembrado…? Sí, para nosotros.
Hubo un momento de perplejidad.
Cosme Vila dijo:
– El Inspector estará ahora como un cordero conmigo.
Nadie concedía a esto la menor importancia.
– Es esencial, teniendo en cuenta que el sábado a más tardar llegará nuestro turno, ¿no es eso?
– ¿Qué turno?
– Nuestra presentación de Bases -explicó Cosme Vila-. Bases en serio, científicamente revolucionarias.
El jefe los miró de uno en uno. Le pareció que sus palabras abrían brecha. La valenciana estaba nerviosa y como preguntando a qué se esperaba.
Cosme Vila se dirigió a ella.
– ¿Qué…? -le preguntó, en tono que todos sabían que preludiaba una súbita decisión-. Te gustaría meter baza cuanto antes… No estás convencida, ya lo veo…
Ella se sentó, con gesto aburrido.
– Pues… si quieres… puedes empezar -añadió Cosme Vila, acercándose al escritorio-. Puedes acompañar a ése. -Y señaló a Murillo.
– ¿A qué? -preguntó el aludido.
Cosme Vila, que había adquirido expresión grave, abrió un cajón, sacó un paquete y se lo entregó.
– A redondear el prestigio del Responsable.
Todos quedaron estupefactos. El paquete contenía un objeto pequeño, ovalado, que pesaba increíblemente. Cosme Vila había tomado asiento.
Todo aquello era inesperado.
– ¿Adónde hay que llevarlo? -preguntaron.
– Si no tenéis nada que objetar -dijo Cosme Vila-, yo escogería el Museo Diocesano.
Fue la orden. Orden recibida con extraño temor y extraño júbilo a la vez. Teo se hundió en un sillón, desesperado por no haber sido el elegido. Víctor se tocaba la cabellera. Murillo, con su gabardina sucia y sus bigotes de foca, sostenía el artefacto como quien sopesa un metal precioso.
Todo salió a pedir de boca. La orden fue cumplida sin pérdida de tiempo, con rapidez increíble. Hasta el punto que los guardias y los taxistas que rondaban la Plaza Municipal, en la que se hallaba el Museo Diocesano, no se explicarían nunca cómo había ocurrido aquello, ante sus narices, mientras ellos vigilaban. Al oír la detonación, seca, próxima, terriblemente próxima, puesto que la madera y los cristales del balcón que tenían encima de la cabeza saltaron hechos pedazos, se tiraron al suelo, cortada la respiración.
Murillo había entrado en el Museo tranquilamente, pues era día de visita. Lo había recorrido de un extremo a otro sin que ello asombrara a nadie, pues con frecuencia subía a él a contemplar imágenes antiguas. Antes de bajar, dejó su huella tras una puerta. Fue esta huella la que estalló minutos después.
Cosme Vila hubiera preferido los salones del fondo, donde había dormido el Padre Claret; pero Murillo, por razones personales, prefirió el salón rectangular, alto de techo, en que se erguía sobre pequeños pedestales la colección de vírgenes policromadas.
La valenciana, que esperaba en la calle a su lado, aprobó su plan. Lo aprobó porque de pronto, al tiempo que los guardias y los taxistas se tiraban al suelo, vio descender del balcón una catarata de miembros sueltos de aquellas vírgenes. El espectáculo la entusiasmó, sobre todo en el momento en que una cabeza de Niño Jesús, rebotando en el empedrado, fue a parar a sus pies. Estuvo a punto de recogerlo y gritar: «¡Otro hijo, otro hijo! ¡Seis hijos!» Pero el movimiento de los guardias le llamó la atención. Algo ocurría. Algunos de ellos se habían levantado y entraban precipitadamente en el lugar del atentado. Entonces Murillo oyó decir a un taxista que una de las sirvientas de mosén Alberto había sido hallada detrás de una puerta, con la cabeza reventada a causa de la explosión.
Inmediatamente la Plaza Municipal se llenó de personas de rostro airado, corrió la voz y, mientras el Responsable y Porvenir recibían en el Gimnasio la visite de unos agentes que los invitaban a seguirlos, aquellas personas vieron detenerse una ambulancia frente al Museo, bajar de ésta unas parihuelas y que la ambulancia tomaba la dirección del Hospital.
Alguien dijo que el corazón de la mujer latía aún, que el doctor Rosselló intentaría salvarla.
Mosén Alberto se encontraba en Palacio cuando la noticia llegó a sus oídos. Palideció, apoyó su mano en la pared y, tomando su manteo y poniéndose el sombrero, bajó las escalinatas. Camino del Hospital sentía que algo le pedía paso a través del pecho. ¡Ni siquiera sabía de cuál de las dos sirvientas se trataba! Lo único que sabía seguro es que le habían dicho: «Ha muerto».
Llegó al Hospital y vio encogido al campanero, como pidiendo perdón por algo. Una monja le acompañó al quirófano. El doctor Rosselló salía de él, confirmando que no podía hacer nada. Mosén Alberto se acercó a la mesa de operaciones, en la que una sábana cubría un cuerpo. Levantó la sábana. La impresión que recibió fue imborrable. Esperaba ver un rostro dulce y apacible y se encontró con una cara monstruosa. Tampoco reconoció cuál de las dos sirvientas era. No se enteró de ello hasta que vio a la menor de las dos arrodillada junto al cadáver, con las manos en el rostro.
No sabía qué hacer; tenía ganas de tocar con su mano la cabeza de la superviviente, para consolarla, pues era notorio que esta sirvienta se sentía definitivamente sola, vacía, como si con la muerte de su hermana le hubieran extraído también a ella la substancia vital.
Mosén Alberto propuso rezar el Rosario. Las monjas le advirtieron que el director del Hospital lo tenía prohibido, y que, por otra parte, era preciso desalojar el quirófano.
Entonces el sacerdote salió lentamente. Vio de nuevo al compañero, erguido ahora como un juez. Y luego, al doblar uno de los pasillos, se encontró cara a cara con Carmen Elgazu, quien, vestida de negro y acompañada de Pilar, al reconocerle se dirigió a su encuentro con expresión emocionada.
Mosén Alberto les dijo: «Es mejor que no entren». Pilar miraba los blancos pasillos con temor pánico. Si alguien pasaba, se sentía aliviada; pero si el pasillo quedaba desierto, el vértigo la ganaba, y se apoyaba en el antebrazo de su madre.
Había enfermos que iban y venían, preguntándose cuándo terminaría aquel espectáculo. Carmen Elgazu insistió en ver a su amiga muerta. Se despidió del sacerdote. Una vez en el quirófano dio pruebas de una entereza admirable. Puso en el pecho de la sirvienta una estampa de la Virgen de Begoña. A Pilar le dijo: «Esto es la muerte, hija mía». Pilar había quedado como hipnotizada ante el cadáver. Era el primero que veía. Le pareció recordar que alguien, a veces, tenía expresiones parecidas a aquélla, horrorosa, de la sirvienta. Carmen Elgazu fue quien ayudó a la hermana menor a levantarse y quien la condujo afuera, en dirección al Museo, ofreciéndose para quedarse en la casa y cuidar de todo.
En la Plaza Municipal ya no encontraron a nadie. Sólo había dos guardias de Asalto, de centinela ante la puerta del Museo. Los barrenderos habían amontonado en un rincón del patio los miembros de las Vírgenes que habían caído a la calle. El doctor Relken estaba allí, tenía entre las manos un brazo romántico y había pedido permiso para examinarlo. Pilar le dijo a su madre: «Es el doctor Relken». En la ciudad no se hablaba más que de la bomba número cuatro.
Según le dijeron los dos guardias al doctor Relken, los anarquistas iban a pasarlo mal. «Esta pobre mujer no tenía nada que ver.»
El doctor Relken les preguntó si había pruebas de que ellos habían sido los autores. Uno de los guardias le miró con sorpresa. «No importa si las hay o no. Se sabe que han sido ellos.» El doctor movió la cabeza.
Ignacio había asistido al desarrollo de aquellos alborotos con el ánimo en suspenso. Le parecía imposible que las autoridades no zanjaran la situación de una plumada. A David y Olga les decía que permitir aquel estado de cosas era vergonzoso, fuera de toda medida. David y Olga, también muy disgustados, le contestaban: «Ahora se pagan las consecuencias».
Los maestros estaban seguros de que las gestiones de Casal acabarían dominando la situación. «No ha estallado ninguna bomba más. Y por otra parte Julio llevaba veinticuatro horas interrogando sin descanso al Responsable y Porvenir. ¿Qué más podía hacerse?»
Ignacio, oyéndolos, se puso más furioso aún. La muerte de la sirvienta le había afectado mucho más que si se hubiera tratado de un ministro. David y Olga le aconsejaban que no exagerara las cosas. «Ya, ya, no exagerar -replicaba Ignacio-. Es muy bonito hablar cuando se está a este lado de la barrera.» Y lo mismo le ocurría en el Banco. En el Banco la indiferencia por aquella muerte era total. Lo que preocupaba a los empleados -excepción hecha del subdirector y del cajero- era que de la experiencia de Control obrero no quedaba ni rastro, y lo único que los animaba era el rumor de que Cosme Vila y Casal iban a presentar las bases que servirían de réplica a las del Responsable.
Ignacio no encontraba motivos de satisfacción sino en la familia. En su madre, lavando platos en el Museo; en Pilar, ofreciéndose para velar en el Hospital el cadáver de la sirvienta; en César, escribiendo desde el Collell: «Ya he aprendido a poner inyecciones. En este mes llevo dieciocho sin romper una sola aguja».
Y en Matías Alvear. Matías Alvear reconciliaba a Ignacio con la humanidad porque le veía sufrir tanto como él sufría, a pesar de que en Telégrafos, según contaba, la vida no se detenía. Los telegramas -continuaban llegando como si nada ocurriera en la ciudad. «Salgo mañana tarde.» «Nacido varón. Abrazos.» El día en que murió la sirvienta nacieron más de veinte varones en la provincia.
¡Qué hombre su padre! Sufría, pero no perdía la serenidad. Seguía al dedillo el curso de los acontecimientos, en compañía de don Emilio Santos. Era consolador verlos a los dos por la calle, siempre pulcros, siempre correctos, saludando con cordialidad al más humilde de los conocidos. Al despedirse no se daban la mano, pero se quitaban el sombrero. Para el muchacho constituían la prueba irrefutable de que las bombas no lo destruían todo.
Esta comprobación le era muy necesaria dado que muchas personas le decepcionaban -David y Olga, Julio García… – y también porque se decepcionaba a sí mismo. ¿Cómo era posible que el espectáculo de Gerona, en vez de adormecerle la carne se la despertara…? ¡Volvía a pensar en Canela! ¡Qué complicado, el cuerpo humano! Por fortuna, ahí estaba Marta, su recuerdo entrañable.
Marta, auténtico motivo de satisfacción. Que Dios bendijera el momento en que la muchacha se cruzó en su camino y palpándole la cara, le dijo: «Me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».
La muchacha era un encanto de criatura, con una fuerza de carácter que no doblaban ni las huelgas generales. Ante el caos de la ciudad había dicho: «No podemos aportar ninguna solución colectiva, porque la autoridad está en manos de quien está; pero cada uno de nosotros, personalmente, debe ocupar su puesto».
Aquella tarde ella entendió, de acuerdo con el comandante Martínez de Soria, que su puesto estaba en el Museo Diocesano, al lado de Carmen Elgazu, poniendo orden en las salas que habían saltado hechas pedazos. Sin temor a los grupos que se veían por las calles y que los limpiabotas capitaneaban, salió de su casa y se dirigió al Museo. Debajo del brazo llevaba una bata azul que había pertenecido a su padre. Al llegar ante el edificio, saludó a los dos guardias de Asalto y subió. Carmen Elgazu, al verla, experimentó vivísima emoción. Carmen Elgazu llevaba un enorme pañuelo negro en la cabeza, para protegerse del polvo, atado debajo de la barbilla. «Ya lo ves, hija, ya lo ves.»
Ignacio se enteró de todo esto por Matías Alvear. El muchacho salió al balcón, pensando en aquellas dos mujeres de su vida. Pasaban carros con sacos procedentes de las barricadas. El Neutral estaba cerrado. Las luces temblaban nerviosamente en las fachadas.
De pronto sintió que su puesto estaba también en el Museo, junto a su madre y a Marta. Oscuros temores le invadieron. Salió precipitadamente y pasó frente al Cataluña, cuyo altavoz vomitaba consignas.
Subió la escalera del edificio diocesano y entró. Encontró a Marta en el salón donde había estallado la bomba, rodeada de Vírgenes mutiladas por todas partes. La muchacha le miró. Acudió Carmen Elgazu y también se quedó mirándole. Él dijo que quería ayudar. Al ver la bata azul de Marta, pidió también algo para él y Carmen Elgazu le trajo de algún sitio una absurda sotana vieja, en la que Ignacio se enfundó. Y sin decir nada se puso a trabajar, mientras las dos mujeres miraban la sotana con sentimientos contrapuestos. Amontonaban escombros, cristales. Ignacio temía que de pronto apareciera mosén Alberto, pero no había cuidado. Mosén Alberto recibía visitas continuamente, de gente que se le ofrecía para asistir al entierro de la sirvienta, que al parecer constituiría una auténtica manifestación. Ignacio sufría porque poco a poco su emoción, que tenía que ser dolorosa, se transformaba en un sentimiento dulce mientras contemplaba a Marta colocar dentro de una caja, con gran respeto, brazos y piernas de madera policromada…
El entierro, espectacular de por sí, lo sería más aún porque una reciente disposición había prohibido todas las manifestaciones religiosas fuera de los templos, incluidos los entierros. De manera que ningún sacerdote acompañaría a la sirvienta ni monaguillo con la Cruz.
Por la noche, Carmen Elgazu regresó a su casa agotada del trabajo en el Museo. Y no se quitaba de la cabeza el alcance de la tal disposición. Mientras cenaba, servida por Pilar, los ojos se le humedecieron.
Y de pronto, oyó el cerrojo de la puerta y entraron, procedentes del Neutral, Matías y Julio. Julio no perdía sus costumbres: en las grandes ocasiones continuaba visitando a los Alvear.
Julio había envejecido en los últimos tiempos. Todos pensaron en ello al verle entrar en el comedor. Su sombrero ladeado ya no le iba. Asomaban arrugas encuadrando el bigote.
Matías y Julio se dieron cuenta en el acto de que Carmen Elgazu había llorado. Julio se sentía violento. Casi lamentaba haber subido la escalera. Pero quería congraciarse con Matías, que era el primero en tratarle como si fuese responsable de algo.
Carmen Elgazu se levantó y le preparó el café de siempre… Ignacio salió de su cuarto, cansado de estudiar. Y fue Pilar quien preguntó, de sopetón:
– Bueno, ¿y por qué no puede ir una Cruz en un entierro?
El policía quedó perplejo. No esperaba aquella salida tan directa.
– Yo qué sé, chica -contestó-. Yo no firmé la orden. -Y se sentó.
– Quieren quitarla de todas partes, hija, eso es todo.
Julio se atusó el bigote. Era curioso que le plantearan aquellos problemas. Pero ¿qué contestar? En el fondo quería demasiado a aquella gente. Dijo que era mejor tomarse las cosas por el lado bueno. «¡Qué les voy a decir yo! Se producen cambios…» La mirada de Carmen Elgazu le obligó a continuar: «Pero en lo íntimo nadie se va a meter, supongo. -Luego añadió-: Se quiere separar por completo la Iglesia del Estado. Nada más. No mezclar la religión con la vida pública».
Ignacio intervino, inesperadamente:
– Oiga, Julio. Es mejor dejar este asunto, ¿no le parece?
En aquel momento Julio decidió levantarse, y salir. Pero no le dio tiempo. Carmen Elgazu, pareciéndole que Ignacio la apoyaba tomó asiento frente al policía y le dijo:
– No tiene derecho a enfadarse, Julio. Ignacio tiene razón. Usted sabe mejor que nosotros lo que pasa. Hacen lo posible para desterrar el nombre de Dios. No se preocupan sino de eso, y para conseguirlo buscan la amistad de quien sea, incluso de personas como el Responsable. Hay algo que los ciega: el odio a la religión. Todo aquel que lleva sotana o crucifijo es peligroso como un veneno. ¡Virgen Santísima! ¡Cuán equivocados están! Sin religión no hay más que odio. Es el único freno, aunque usted no lo crea. Si yo no hubiera persignado tantas veces a Ignacio, ¡quién sabe lo que sería de él! Y lo mismo le digo de Pilar. No pretenderá que todo marcha como es debido, ¿verdad? Ya oye lo que se grita por las calles. Tener la familia reunida, así como nosotros aquí, es un atraso. Hay que hacer como David y Olga y como en el extranjero. ¡Qué pena da todo eso, Virgen Santa! Porque es inútil, ¿comprende? No conseguirán nada. ¿Creen que le han hecho algún daño a la sirvienta? Ya está donde ella quería estar. Oiga bien lo que le digo, Julio. Pueden luchar contra Dios, pero perderán. Aún quedan muchas personas como la sirvienta; no lo olviden. Tendrán mucho trabajo, mucho. No canten victoria, no, porque a veces lloremos. Podrán incendiar iglesias, todo lo que quieran. Podrán prohibir las cruces en los entierros, los monaguillos; pero no podrán prohibir que recemos aquí -se señaló el pecho- y esto es le principal.
A «La Voz de Alerta» le hería el amor propio el que los extremistas se dedicaran a luchar entre sí. «Mirad si nos consideran inofensivos, que ya ni siquiera se preocupan de nosotros.»
En todas partes se hablaba del entierro. Los Alvear decidieron que los representara Ignacio. El comandante Martínez de Soria decidió ir personalmente, lo mismo que el teniente Martín y que unos cuantos oficiales adictos a aquél. Don Jorge se vistió como convenía a la ceremonia y ordenó a todos sus hijos que hicieran lo propio. A Jorge, el hijo desheredado, le dijo: «Tú haz lo que te parezca».
El problema era arduo para Mateo. El muchacho quería asistir, pero temía que su presencia fuera interpretada como adhesión «al espíritu que informaba a «La Voz de Alerta». Finalmente, decidió abstenerse y mandar a dos camaradas. Eligió a Octavio y a Conrado Haro.
– Poneos la camisa azul -les dijo.
La esquela aparecida en El Tradicionalista anunciaba la ceremonia para las tres en punto de la tarde. A las dos y media la Plaza estaba abarrotada. Cuando el coche fúnebre hizo su aparición y se detuvo ante el Hospital, hubo un momento de gran expectación. Inmediatamente, la presidencia se alineó -mosén Alberto en el centro, don Jorge a la derecha, el comandante Martínez de Soria a la izquierda-. Luego fue sacado el ataúd y el coche quedó inundado de coronas.
La comitiva se puso en marcha. En el aire sólo resonaba el Miserere de pasados entierros. Mosén Alberto lo recitaba en voz baja, como un murmullo, y don Jorge y el comandante le contestaban. Dies irae, Dies illa…
El coche, al llegar al río, en vez de dirigirse al cementerio bifurcó hacia el centro de la ciudad. Grupos de curiosos se formaron. Los guardias se acercaron al cochero.
– ¿Qué itinerario siguen?
El cochero contestó:
– Pasar ante la casa mortuoria.
Los guardias se retiraron, manteniéndose a una distancia prudente, con las porras en la mano.
A medida que la comitiva se internaba en la ciudad, la curiosidad de la gente era mayor. Por fortuna la Plaza Municipal, donde se erguía el Museo, no estaba lejos y la comitiva desembocó pronto en ella.
El cochero dio lentamente la vuelta frente al edificio mortuorio y una extraña emoción recorrió el dorso de todos al ver el balcón con las maderas arrancadas de cuajo. Los transeúntes se quitaban la gorra. Sólo un par de taxistas daban la impresión de haber adoptado una actitud irónica.
Octavio y Conrado Haro seguían la comitiva en silencio, arrastrando los pies como los demás. Pero de pronto, al pasar frente al Ayuntamiento y ver la inmensa bandera catalana que cubría la fachada, Octavio sintió que algo le subía a la garganta. Miró al comandante Martínez de Soria y gritó: «¡Arriba España!». Y luego: «¡Viva España!»
Todo el mundo quedó perplejo. Sólo le respondieron Conrado Haro, con voz tímida, y el teniente Martín. Nadie más, ni siquiera el comandante Martínez de Soria.
Los guardias se acercaron inmediatamente.
– ¡Al cementerio! -ordenaron. Entre los espectadores se oían protestas y los taxistas luchaban contra su deseo de responder a la provocación. «¡Fuera, fuera! ¡Muera, muera!»
La comitiva alcanzó penosamente la orilla del río y tomó por fin la dirección del cementerio. No hubo despedida de duelo. Todos los acompañantes sabían que la ruta sería larga, pero nadie se atrevía a desertar. Los vecinos de Octavio miraban de reojo al falangista, sin decir nada.
El sepulturero recibió la noticia de que llegaba la comitiva entera y abrió la verja de par en par. Don Jorge apenas conseguía sostener el paso que mosén Alberto y el comandante Martínez de Soria habían impuesto. Su pierna izquierda le flaqueaba.
El cochero frenó ante la verja y se apeó. Unas parihuelas esperaban en el suelo, y fue descargado el féretro. El sepulturero indicó:
– Por aquí, por aquí. -Y señaló la avenida central, entre los cipreses.
El nicho destinado a la sirvienta era propiedad de mosén Alberto. Estaba situado, en el ala este, próximo al depósito. Las parihuelas, conducidas por los mozos de la funeraria, abrieron la marcha, la presidencia siguió y luego la ingente multitud, haciendo crujir metálicamente la arena.
Todo el mundo quería presenciar la ceremonia, pero iba a ser imposible. Los cipreses y los panteones obturaban la visibilidad de los rezagados.
La llegada ante el nicho fue espectacular, pues coincidió con la aparición, en lo alto de la escalinata que daba acceso a la parte norte del cementerio, de la implacable patrulla de guardias.
Las parihuelas fueron depositadas en el suelo. El ataúd era el centro de todas las miradas. Mosén Alberto movió la mano, sintiendo físicamente la falta del hisopo. Hubiera querido rezar un responso, pero la presencia de los guardias lo impedía. Finalmente, indicó al sepulturero que esperara. E inició un padrenuestro.
Al instante los guardias pegaron un salto venciendo los tres peldaños que les separaban del lugar. Mosén Alberto se calló. E inmediatamente se oyó un concierto de silbidos escalofriantes, que brotaban del otro lado de la tapia.
Mosén Alberto comprendió y ordenó al sepulturero y a los mozos que procedieran a internar el ataúd en el nicho.
Éstos obedecieron. La caja se introdujo en el agujero con rara precisión. Luego el sepulturero cogió el capazo y la paleta y con seis ladrillos idénticos a los que utilizaron los anarquistas en sus barricadas, empezó a tapiar el hueco.
El último ladrillo, prodigiosamente justo, coincidió con un nuevo concierto de silbidos, que sonaron más distantes.
La ceremonia había terminado. Don Jorge se acercó a mosén Alberto, le asió la mano y se la besó. El comandante Martínez de Soria le imitó, luego don Pedro Oriol, luego don Santiago Estrada. Imposible atender a todos, de modo que mosén Alberto levantó la diestra y esbozó una bendición.
Los de la cola habían salido ya del cementerio. El profesor Civil le decía a Ignacio: «Vámonos, vámonos».
La mujer del sepulturero, apoyada en la verja con un crío en los brazos, parecía esperar que ocurriera algo. Y, sin embargo, reinaba una insólita calma. En realidad, la gente iba saliendo sin que ocurriera nada. Los silbidos habían cesado. Sólo se iba rezagando el teniente Martín. Octavio y Haro le preguntaron:
– ¿Vienes?…
El contestó:
– No, todavía no.
Nadie más advirtió que el oficial se quedaba en el cementerio; ni siquiera los guardias.
Octavio y Haro se preguntaban qué pretendería el teniente Martín.
Le vieron esconderse tras un panteón que decía: «Familia Corbera» y encender un pitillo, esperando.
A cinco metros del panteón se levantaba una tumba de hermosa lápida en la que estaba escrito un nombre: «Joaquín Santaló», y veinte metros a la derecha, sobre un montón de tierra, sobre un bulto de tierra parecido al vientre de una mujer, una placa, entre otras de la fosa común, rezaba: «Jaime Arias, Taxista».
Jaime Arias, hermano de Teo el gigante y muerto en Comisaría el 7 de octubre, de un balazo en la sien. El teniente Martín contemplaba la lápida de Joaquín Santaló, la placa del hermano de Teo. La diferencia entre las dos tumbas se le antojó una ley inexorable: diputado, lápida hermosa; taxista humilde, fosa común. Más allá, a la izquierda, el nicho en que reposaba el comandante Jefe de Estado Mayor, que cayó de su caballo blanco fulminado por el disparo del diputado de Izquierda Republicana.
El teniente Martín -alto, moreno, con bigote recortado- tiró el pitillo, lo aplastó, y asiendo la cruz de Joaquín Santaló la atrajo hacia sí hasta derribarla. Luego cogió un puñado de tierra húmeda y ensució con ella la lápida, sepultando el nombre.
Terminada la operación se dirigió a la fosa sobre la cual se leía: «Jaime Arias, Taxista». Intentó borrar el nombre restregando contra él las suelas de las botas. La pintura resistía, por lo que sumergió la placa en el barro. Sólo quedó al descubierto la palabra «Taxista». Parecía como si Jaime Arias continuara ofreciendo sus servicios a los habitantes del lugar.
Luego el teniente Martín cruzó la avenida central y se dirigió, rodeado de cipreses, al nicho del comandante jefe de Estado Mayor. Llegado a él, se cuadró y saludó militarmente.
En aquel momento le vio la mujer del sepulturero. Su presencia le extrañó en grado sumo y avisó a su marido. Su marido conversaba con unos desconocidos junto a la verja. El teniente se dirigió hacia ellos, se abrió paso y sin saludar cruzó el umbral e inició el regreso a la ciudad.
Apenas había andado veinte metros, el sepulturero se internó en el cementerio dispuesto a recorrerlo, olfateando. Estaba seguro de que el oficial había cometido una fechoría.
Cuando los Costa recibieron el informe sobre el ultraje de que había sido objeto la tumba de Joaquín Santaló, se indignaron hasta un extremo indescriptible.
– ¡Vamos a redactar inmediatamente una denuncia en regla!
Al enterarse Cosme Vila de lo acontecido en la fosa de Jaime Arias, le dijo a Víctor:
– Vete inmediatamente al cementerio y saca unas fotografías.
Todo el mundo evitaba comunicarle a Teo lo sucedido. En cuanto el gigante supiera que la tumba de su hermano había sido profanada, podía ocurrir cualquier cosa.
La huelga, las bombas y aun el cadáver de la sirvienta, todo pasó a segundo término. La gesta del teniente Martín, descrita con todo detalle en El Demócrata, según nota oficial de la Jefatura de Policía, acaparó el primer plano de la actualidad.
Todo el mundo comprendió que el cáncer no había sido extirpado por el hecho de haber ganado las elecciones y que era preciso cerrar con llave el capítulo derechista. Y para llevar esto a cabo se reunió la Comisión de Seguridad.
Esta Comisión estaba formada por el Comisario, don Julián Cervera, en calidad de presidente; por Julio, jefe de policía; los Costa; el arquitecto Massana, alcalde; el arquitecto Ribas, representante de Estat Català; Cosme Vila y Casal. El agente Antonio Sánchez actuaría de secretario.
Julio había ido a la reunión acuciado por su mujer. Doña Amparo Campo le decía: «Sigue los consejos del doctor Relken y sé práctico. No olvides que en Madrid están examinando si vales o no vales». Los arquitectos Massana y Ribas estaban algo asustados, los Costa a punto de estallar de indignación. En realidad, el único verdaderamente sereno, consciente de los hechos y de lo que era preciso hacer, era Cosme Vila. Su mongólica cabeza y su ancho cinturón de cuero iban a dominar la reunión.
Después de breves discusiones fue acordado entregar al teniente Martín a la Autoridad Militar, a la que incumbía el expediente. «El general sabrá lo que tiene que hacer.»
Respecto de Falange, habida cuenta de que a uno de los afiliados, Miguel Rosselló, se le había encontrado un arma y que dos de ellos, Octavio y Conrado Haro, habían lanzado gritos subversivos en la Plaza Municipal, se acordó la disolución del Partido, clausura del local, detención preventiva de los tres miembros citados y pedir declaración al jefe, Mateo Santos. Julio, acto seguido, leyó el resultado de los ciento cincuenta expedientes abiertos por tenencia ilícita de armas. La mayoría de los expedientados serían castigados con una multa, nada más. Por el contrario, don Jorge de Batlle, «La Voz de Alerta» y otros propietarios de la provincia serían detenidos, por habérseles encontrado armas de calibre mayor y no haberlas entregado espontáneamente.
Los Costa, al oír el nombre de su cuñado, arrugaron el entrecejo. Pero era completamente inoportuno plantear allí una cuestión familiar.
Cosme Vila preguntó cómo era posible que en la lista no figurara mosén Alberto, puesto que se le habían encontrado en el Museo «dos escopetas de dos cañones».
Julio le contestó que ello no era cierto, que aquello era una invención popular.
– La verdad es que no le encontramos absolutamente nada.
La reunión era lenta. Se pasaba de un tema a otro de los que Antonio Sánchez tenía anotados en la orden del día sin que cambiara el tono de las voces. Daba la impresión de que se podrían tomar acuerdos gravísimos sin que este tono cambiara.
El arquitecto Ribas puso sobre el tapete el problema del comandante Martínez de Soria. «Parece que hemos olvidado que la mayoría de los aquí presentes estuvimos en la cárcel y fuimos juzgados por él. No comprendo que el general no haya tomado decisión alguna a este respecto.»
Julio contestó:
– El comandante Martínez de Soria tiene apoyos de envergadura, ésa es la verdad. No sólo de Capitanía General se reciben órdenes paralizando la cosa, sino incluso del Ministerio de la Guerra.
Las palabras de Julio causaron estupor. Ello implicaba que existía en el país una cadena de jefes de ideas reaccionarias que se protegían unos a otros, manteniéndose en puestos estratégicos.
Hubo un momento de silencio, que aprovechó Cosme Vila para levantar el brazo y pedir la palabra.
– Yo desearía -dijo- informar a la Comisión de dos cosas importantes.
– ¿Qué cosas…?
– Primera: Jaime Arias. El Partido Comunista exige que el atentado contra el hermano de nuestro camarada Teo sea vengado y da treinta días de plazo para que sea castigado el teniente Martín.
Ante el silencio creado, Cosme Vila continuó:
– Segunda: Deseo anunciar a ustedes que el Partido Comunista presentará en breve sus bases. Bases triples: industria, comercio y agricultura. Y simultáneamente, un proyecto de reformas concernientes a la estructura política de los municipios y de la provincia. -Y diciendo esto miró al alcalde de la ciudad, arquitecto Massana.
Éste movió la cabeza.
– No sé a qué se refiere usted -repuso-. Odio las alusiones vagas.
Cosme Vila enarcó las cejas.
– Si me permiten ustedes -dijo-, concretaré estas alusiones. -Sacó del bolsillo un papel y se puso a leer-. Algunas irregularidades observadas a vista de pájaro…
«Todavía se celebran en la ciudad entierros de primera, segunda y tercera clase. En Gerona, la mortalidad infantil no ha disminuido desde 1920. Docenas de trabajadores viven en la calle de la Barca, en el barrio de Pedret o en las cuevas de Montjuich como se vivía en la era troglodita. No hay un solo caso de hijo o hija de familia obrera gerundense que haya conseguido poder estudiar en la Universidad. No hay locales para organizar Academias obreras gratis y, en cambio, el Semanario ocupa dos manzanas. La ciudad cuenta con un equipo de fútbol remunerado, que posee campo de juego; si los obreros piden jugar en él, se les contesta que destrozan la hierba. Actualmente, hay tanta policía en la ciudad como en la época de la Dictadura. Si registráramos uno a uno los pisos de nuestras primeras autoridades -con perdón de algunos de los presentes-, advertiríamos que su nivel de vida y su sentido de la decoración son muy superiores al de los obreros que he citado. Todo ello unido a que continuamos dando vueltas alrededor de un centro putrefacto: el río, y encarcelados entre las murallas que El Tradicionalista llama patrióticas. Iglesias y conventos abarrotados de oro, con una docena de establecimientos religiosos de enseñanza. Conciertos organizados por la Asociación Musical -presidente, doctor Rosselló-, pero sólo se permite la entrada a los abonados. Un magnífico Casino, con billares, sala de tal y de cual y biblioteca, pero sólo para los socios. Me gustaría mucho comparar ante ustedes este estado de cosas con lo que ocurre en Rusia, donde cualquier manifestación económica, artística o científica se orienta en beneficio del proletariado. Aquí éste no cuenta. Un par de pesetas los domingos y se acabó. Llevamos dos horas reunidos y no he oído una sola vez la palabra pueblo. En Rusia todas las reuniones son para el pueblo, y cada corporación municipal está al servicio del pueblo. Todo esto y mucho más se podría decir. Repito que el Partido Comunista entiende que es preciso mejorar la vida de los trabajadores. No cejaremos en este empeño. Aunque no lo parezca, el Municipio debe ser piedra básica. Todo esto lo precisaremos en el programa cuya presentación he anunciado».
La declaración de Cosme Vila causó una gran impresión, sobre todo por el tono en que fue pronunciada. Los Costa se miraban estupefactos. Quien tenía que contestar era Julio. Julio estuvo a punto de dar un giro insospechado a la reunión, denunciando a los asistentes que los anarquistas, a pesar de ser tan memos, habían aportado pruebas contundentes de que los autores del asesinato de la sirvienta de mosén Alberto no fueron ellos, sino el Partido Comunista. Pero se contuvo, porque en muchos aspectos Cosme Vila tenía razón, y además porque no era cosa de exasperar los ánimos.
– Bien, está usted en su derecho -dijo, por fin-. Presente usted ese proyecto de mejoras en cuanto lo tenga ultimado. De todos modos, no pierda de vista una cosa: vivimos en República democrática y no en régimen comunista. Tenemos mucho trabajo, mucho, aunque usted no lo crea, y nada es fácil, se lo aseguro. Lo más cómodo sería decir: «Muy bien, vamos a emplear la fuerza. Este cura no me gusta, abajo. Este comandante tampoco, fuera». ¡Ya, ya! Todo tiene sus inconvenientes. Este país es enteramente de fanáticos; no crea que sólo los hay en el partido comunista. Y los fanáticos dan siempre sorpresas. Ya sé que vive usted en un piso menos confortable que el mío. ¡Qué se le va a hacer! En cambio, yo me zampo menos comilonas que Gorki. En fin, no vamos a discutir sobre la naturaleza humana. El objeto de esta reunión era pasar cuentas, señalar responsables y dictar las necesarias sentencias. Esto ya lo hemos realizado, que es lo importante. Ahora los agentes cumplirán inmediatamente con su deber.
El doctor Relken aprobó enteramente las medidas tomadas. Le dijo a Julio: «Créame usted. Proceda a la desmembración de Falange. Solos no harían nada, pero unidos a los militares constituyen una amenaza constante. En cuanto a las pretensiones de Cosme Vila, no tienen ustedes más remedio que apoyar a Casal y a los Costa para combatirlas. Que éstos demuestren espíritu revolucionario, y la balanza se inclinará a su favor».
El doctor Relken vivía unos días absolutamente felices. Era cierto que había alquilado la mejor habitación del hotel, espaciosa, con teléfono y un timbre que a los dos minutos se convertía en una camarera. El pelo le había crecido mucho desde que llegó a Gerona. Ya no lo llevaba muy cortado, sino peinado hacia atrás, con encrespados bucles rubios en la nuca. El mentón le salía más que nunca y continuaba sonriendo y bebiendo mucha agua. Se pasaba el día hojeando revistas, visitando a los amigos, dando ciclos de conferencias en el Partido Socialista, en Izquierda Republicana e incluso en Estat Català, y preocupándose por los mínimos detalles de la vida de la ciudad. Siempre decía que el tipo humano español le interesaba enormemente, por lo rico que era y porque continuamente se amputaba a sí mismo, a lo vivo, sus cualidades. «No se parecen ustedes en nada a los checos -comentaba-. Algo más a los húngaros y más aún a los rumanos, sobre todo los catalanes. Con un sentido patético mucho más interesante, desde luego.»
Consideraba que los gerundenses carecían de espíritu de iniciativa. Él hubiera propuesto grandes reformas. En el plano comercial, habría estimulado la creación de grandes almacenes en la ciudad, aun a riesgo de sacrificar pequeñas tiendas. En el plano industrial, entendía que las posibilidades eran inmensas… a condición de preocuparse del Pirineo. «Habría que buscar la materia prima en el Pirineo -decía-. En el Pirineo debe de haber incluso petróleo.» Imaginaba la llanura que rodeaba a Gerona y la del Ampurdán convertidas en refinerías de petróleo. En el plano cultural… elogiaba el Orfeón, la Biblioteca municipal, el Archivo y el Museo Diocesano. Y aseguraba que las personas más inteligentes de la ciudad eran Julio y «La Voz de Alerta».
Mucha gente decía del doctor que escribía un libro de razas comparadas. En el Banco de Ignacio se aseguraba que era homosexual. El subdirector le tenía, como siempre, por masón; el profesor Civil por un judío que esperaba el momento de meter mano sobre el primer filón de metal que apareciera en el Pirineo. Mateo le consideraba, simplemente, un agitador político, con pretensiones de maquiavelismo, pero cretino como él solo, inferior al más zoquete de los españoles, y que en circunstancias políticas menos anormales ya hubiera tenido que largarse a Andorra o Francia.
En todo caso fue el primer ciudadano que leyó en El Demócrata la noticia de que todos los acuerdos de la Comisión de Seguridad habían sido ejecutados. Los leyó en la misma imprenta, antes de que el periódico fuera repartido. Con frecuencia iba allá a visitar a Casal, al que decía, viéndole trabajar: «Con esas máquinas que tienen ustedes es imposible sacar periódicos en serio». Casal le contestaba: «En serio o no, las noticias que damos son importantes».
Era cierto. Las noticias eran importantes: encarcelamiento de don Jorge, de «La Voz de Alerta», de Rosselló, por tenencia ilícita de armas. Encarcelamiento de Octavio y Haro por gritos subversivos y ofensas a la República. Disolución de Falange e interrogatorio al jefe. Entrega del teniente Martín a la Autoridad Militar.
Ante estas noticias, los izquierdistas se frotaron las manos de gozo. Entre los derechistas cundió el pánico. Todo el mundo condenaba el acto del teniente Martín, y el propio comandante Martínez de Soria, al enterarse de ello, lamentó no ser general para arrancarle las dos estrellas de la manga; y por su parte Carmen Elgazu había dicho: «Se necesita ser muy poco hombre para hacer una cosa así en el cementerio». Sin embargo, nadie suponía que ello traería consigo la detención de otras personas, nuevos registros y la disolución de Falange Española.
Laura había quedado yerta al ver que los agentes se llevaban a su marido. «¡No pueden hacer eso, no pueden hacer eso!» El dentista había pedido unos minutos para cambiarse de ropa. Se puso su mejor camisa, la mejor corbata. Barbotaba los más intraducibles insultos. Retardaba el momento de salir de la habitación. Laura se le había colgado al cuello y le decía: «¡No salgas, no salgas!» «La Voz de Alerta» le dio varias instrucciones relativas a las joyas y valores de la casa. Redactó una nota para don Pedro Oriol. «Que la publiquen en seguida.» Finalmente, le dijo: «Te prohíbo que tus hermanos intervengan en este asunto».
Don Jorge reaccionó en forma distinta. Miró a los agentes y dijo: «De acuerdo. Déjenme despedirme de los míos». Llamó a su esposa, a todos sus hijos, y uno a uno fueron desfilando y dándole un beso. Nadie lloraba. Las dos sirvientas estrujaban el delantal entre las manos. Don Jorge pidió su hongo, sus guantes y su bastón. Se dirigió a su hijo falangista y le ordenó: «Vete a buscar un taxi». Los agentes le hicieron comprender que tenían orden de llevarle a pie. Don Jorge dijo a su esposa: «Avisad al notario Noguer y que vaya a verme con el abogado».
Octavio estaba en Hacienda cuando los agentes fueron a buscarle. Apenas si nadie se dio cuenta. Sólo el cajero, con quien siempre discutía. Más tarde nadie lo lamentó, pues todo el mundo le consideraba colérico y presumido. Sólo su novia fue a ver a Pilar y se echó en sus brazos, creyendo que Matías Alvear podría hacer algo por él.
Haro le dijo a su padre, el guardia urbano: «Lo siento. Da parte a Mateo y llévame libros de Marina». Haro y Octavio se encontraron en el cuartelillo con Rosselló, quien ya llevaba cuarenta y ocho horas en él. «La Voz de Alerta» y don Jorge se encontraron en la cárcel con un gitano medio dormido en un rincón, y con un campesino de cicatriz en la frente que, por entre unos pajares, había perseguido con una hoz a un hermano suyo.
En cuanto a Mateo, acababa de enterarse de la detención de sus camaradas cuando los mismos agentes de la otra vez llamaron a la puerta. Les abrió la criada y al verles exclamó: «¡Pasen, pasen!» Los agentes la miraron sorprendidos, temiendo que aquellas palabras ocultaran algo. Preguntaron por Mateo. Éste salió al pasillo. Le entregaron una orden, que el muchacho leyó con atención. Sacó el pañuelo azul y se secó la frente. Luego preguntó: «¿Puedo sacar algo del despacho?» Los agentes contestaron: «Absolutamente nada». Mateo insistió: «¿El retrato de mi novia…?» Uno de ellos repitió: «Absolutamente nada». Pero el otro agente intervino: «Puede usted sacar el retrato de su novia». Mateo espiaba todos los movimientos de los dos hombres. Finalmente dio media vuelta y regresó con el retrato de Pilar, que puso en la mesa del comedor. Entonces el agente de más autoridad procedió a sellar el despacho. Don Emilio Santos acudió en aquel momento y contempló en silencio la operación del policía.
– ¿Te vas con ellos? -preguntó luego a Mateo.
Éste contestó:
– Supongo que sí.
El agente dijo:
– No. Nada de eso. Tiene que presentarse usted mismo, a las ocho de la noche.
Mateo enarcó las cejas.
– A las ocho tengo clase de Derecho.
El agente levantó los hombros.
– Lo siento.
Toda la tarde transcurrió en medio de gran zozobra. La familia Alvear estaba convencida de que Julio se quedaría con Mateo. Sabían que éste defendería sus ideas hasta el fin, y que protestaría por la detención de sus camaradas. Pilar alternaba ira y llanto, y de repente exclamaba, refiriéndose a Julio: «¡Y pensar que ese hombre sube a casa y le damos café!» Matías Alvear procuraba contemporizar, pero el propio Ignacio estaba convencido de que Mateo ya no dormiría en su casa, e imaginaba a Pilar con un cesto en la mano, subiendo a la cárcel a llevarle la comida.
Mateo no estaba tan seguro. Decía que si la intención de Julio hubiera sido detenerle ya lo habría hecho.
– Lo que tenemos que hacer es pensar en otra cosa. Yo creo que tú, Ignacio, deberías ir a clase lo mismo, y excusarme con el profesor Civil. Tú, Marta, a Bellas Artes. ¿Por qué no? A ver si terminas de una vez el retrato de tu padre. Y Pilar que vaya a Comisaría a buscarme a las nueve. Veréis como saldré. De un humor de perros, pero saldré.
Pilar era la más reacia al optimismo. Consideraba a Julio un monstruo y la sola idea de que pudiera detener a Mateo excedía a sus posibilidades de resistencia.
– Si a las nueve no has salido, ese bárbaro me oirá -decía-. Con una mujer no se atreverá.
Nadie comprendía qué podría hacer Pilar. Dejaron que se desahogara, pero la situación era penosa.
¡En cuanto a Marta, era la que demostraba más serenidad! Y suponía que en el fondo Mateo deseaba ser detenido, para acompañar a sus tres camaradas.
Decidieron seguir el consejo de Mateo. Cada cual iría a lo suyo. Esperaban con ansia el momento de separarse. Les parecía que algo hermoso se quebraba y que tardaría en volver. Pilar miraba a su padre como pidiéndole que hiciera algo. Éste no sabía qué decir, pues comprendía que Julio estaba al margen de sentimentalismos.
Cuando Mateo llegó a la Jefatura de Policía el agente que estaba a la puerta le dijo que esperara y llamó al despacho de Julio. Al cabo de un momento, Antonio Sánchez asomó la cabeza. Miró a Mateo y dijo: «Siéntese, por favor».
Mateo tomó asiento. En aquel instante daban las ocho en la Catedral.
A los diez minutos fue Julio en persona quien apareció en la puerta.
– Pase, haga el favor.
Mateo entró en el despacho del jefe en medio de la más exquisita corrección.
Cuando se halló sentado ante Julio se dio cuenta de que le molestaba más aún la presencia del extremeño Antonio Sánchez, que tenía los labios finísimos y delgados y una expresión sibilina. Permanecía de pie entre el jefe y el fichero.
Lo primero que le preguntó Julio a Mateo, ahorrando otro preámbulo, fue si el teniente Martín pertenecía a Falange.
A Mateo la pregunta le sorprendió. Contestó:
– Pues… no.
– ¿No a secas…?
El muchacho pareció meditar:
– Puedo aclarar la cosa -dijo-. Pidió el ingreso, pero le fue negado.
– ¿Por qué razón?
– Se juzgó que su temperamento no se adaptaría.
Julio encendió un pitillo.
– Sugiere que ustedes no habrían profanado nunca una tumba… izquierdista.
Mateo contestó:
– Exacto.
Antonio Sánchez sonrió. Mateo le miró y dijo:
– Cuando el atentado contra las de Galán y García Hernández, José Antonio fue el primero en protestar.
Julio asintió con la cabeza. El policía parecía dispuesto a entablar con Mateo un diálogo amable, un simple cambio de impresiones.
– ¿Qué sabe usted de una carta escrita por José Antonio a los militares de España?
– Absolutamente nada.
– …En la cual cita una frase de Spengler que dice: «A última hora, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización».
Mateo meditó un momento.
– Creo que la afirmación de Spengler es certera, pero de la carta no sé absolutamente nada.
Julio se echó para atrás.
– ¿Qué opinión tiene usted de «La Voz de Alerta»?
Mateo se encogió de hombros.
– Mala.
– ¿Por qué?
– Representa… el espíritu egoísta y rencoroso contra el cual luchamos.
– ¿Qué opinión tiene usted de don Jorge?
– Don Jorge… es más excusable.
– ¡Vaya…!
– Le educaron así.
– ¿A qué otras personas de la ciudad desprecia o excusa?
– Sería largo de contar.
Julio consultó un papel que tenía delante.
– ¿Qué relaciones tiene usted con el comandante Martínez de Soria?
– Muy escasas.
– ¿Qué opinión tiene usted de él?
– Dio un hijo por nuestra causa. Me inspira un gran respeto.
– ¿Cree usted que ha recibido una copia de la carta dirigida por José Antonio a los militares de España?
– No sé nada de la carta.
Mateo comprendió que Julio quería insistir hasta el fin. Sonrió.
– Con franqueza -preguntó Julio-. Hablemos de Falange. ¿Qué se proponían ustedes? ¿Llegar a ser unos cuantos y hacer qué…?
Mateo escuchó la pregunta sin inmutarse. Contestó:
– Nos proponemos llegar a ser los suficientes para devolver a España su unidad y su razón de ser.
– ¿Cuál es la razón de ser de España…?
– Ser fiel a sí misma. -Viendo que se había hecho el silencio, añadió-: Y derramar su luz espiritual al mundo.
Julio miró un momento a Berta, que avanzaba hacia él. Luego preguntó, moviéndose en la silla:
– ¿Qué haría usted conmigo, si pudiera?
Mateo hizo una mueca de desagrado.
– Podrían hacerse muchas cosas. Por ejemplo… -El acusado reflexionó un momento-. Se le podría preguntar qué se propone hacer con Gerona, y con España… -Viendo que Julio no reaccionaba, prosiguió-: También me gustaría situarle ante un público de tres mil personas y ponerle a discutir con… ¡qué sé yo! Vamos a poner… con José Antonio. A ver qué pasaba. -Viendo que Julio permanecía quieto, añadió bruscamente-: Luego le expulsaría de la Masonería.
Julio enrojeció. Se echó para atrás. No comprendió el alcance de la frase.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Nada. Nada de particular. -Viendo el furor del policía, añadió-: Le expulsaría por una razón que no tiene nada que ver con… -Se calló-. Le expulsaría por inteligente. -Mateo se sentía molesto, sentado en el centro del despacho, sin respaldo en qué apoyarse. Miró a Julio y prosiguió-: De veras. Es usted demasiado inteligente para ser masón.
Julio pegó un puñetazo en la mesa.
– ¡Basta!
Mateo se calló. Al cabo de un momento dijo:
– Ha sido usted quien me ha preguntado.
Se hizo el silencio. Julio había conseguido dominarse. Alargó el brazo y apretó un botón. Mateo cerró los ojos. Al darse cuenta de que la luz no le daba de lleno, levantó los párpados. Julio había vuelto a consultar el papel que tenía delante.
– ¿Qué opinión tiene usted de Casal?
Mateo contestó, con calma:
– Un equivocado.
– ¿Y de Cosme Vila…?
El muchacho movió la cabeza.
– Uno de los personajes más nefastos de la ciudad.
– Cuando entregó usted la carta de José Antonio al comandante Martínez de Soria, ¿qué comentario hizo éste?
– No sé absolutamente nada de la carta.
– ¿Cree usted que muchos oficiales de la guarnición le serían fieles?
El falangista se encogió de hombros.
– ¿Cuántos paisanos calcula usted que tomarían las armas?
Mateo continuó callado.
– Nos interesa saber eso. Saber si muchos oficiales seguirían al comandante. Y también el número aproximado de paisanos que se unirían a él.
– No sé de qué está usted hablando.
Julio esperó un momento.
– Sí lo sabe. Hablo del levantamiento que se prepara contra el Gobierno de la República.
Mateo hizo un gesto de asombro.
– ¿Gobierno…? No sabía que esta República tuviera un Gobierno.
– ¿No…?
– No.
Julio apoyó los codos en la mesa.
– Prefería usted el gobierno de Gil Robles.
Mateo negó con la cabeza.
– No, por cierto.
– Ya… No cree usted en regímenes parlamentarios.
– No.
– ¿En qué cree usted, pues…?
Mateo se protegió los ojos con la mano.
– En un hombre con sentido profético.
– ¿Como Mussolini o Hitler…?
Mateo sentía vértigo. Su postura y la expresión de Antonio Sánchez le daban vértigo. Julio apartó un momento el foco de luz.
– ¿Por qué causas cree usted que hemos detenido a sus tres camaradas?
Mateo arrugó el entrecejo.
– Pues… a Rosselló, por tenencia ilícita de una pistola; a Octavio y Haro, por haber gritado «¡Arriba España!»
– ¿Cómo supone que les tratamos?
– Con corrección.
Julio abrió inesperadamente un cajón del escritorio y preguntó:
– ¿Por qué guardaba usted esto en su despacho? -Y sacó un trozo de papel. Estaba escrito por el hermano de Mateo, detenido en Cartagena.
Al ver el trozo de papel, Mateo se puso serio. Julio lo desdobló y leyó: «Es terrible estar entre cuatro paredes cuando hay tanto que hacer fuera. Tus noticias me han llegado bien. Continúa».
– ¿Qué noticias? ¿Qué es lo que debe usted continuar?
Mateo no contestó. Julio, sin insistir, volvió a guardar el papel en el cajón.
– ¿Su hermano es mayor que usted?
– Un año más.
– ¿Ingresó en Falange cuando usted?
– Exactamente.
– ¿Y qué es lo que tiene usted que hacer fuera?
Mateo volvió a protegerse los ojos.
– ¡Yo qué sé! -dijo, aburrido.
Antonio Sánchez se impacientó. Entonces Julio informó a Mateo de que en aquellos momentos se estaba efectuando un nuevo registro en su despacho.
Mateo le preguntó:
– ¿Podría quedar yo en la cárcel y mis tres camaradas en libertad?
– Eso incumbe al Comisario.
Julio consultó de nuevo la lista.
– ¿A qué atribuye usted que ningún obrero le haya ofrecido sus servicios?
Mateo contestó:
– A que aquí no nos conocen. En otras partes tenemos a muchos obreros afiliados.
– ¿Y por qué se alistan?
– Porque están cansados de demagogia.
– ¿Ustedes proponen Sindicato Único?
– Sindicato Vertical.
– ¿En qué consiste eso?
– Sería largo de contar.
Julio meditó un momento.
– Así, pues… el resumen de su doctrina es: Hombre profético, Partido Único, Sindicato Vertical.
Mateo negó con la cabeza.
– No. El resumen de nuestra doctrina es: amor a España.
Julio se puso nervioso. El sonsonete le estaba fatigando. Se levantó y se reclinó en la pared. Pero de repente notó que un inesperado sentimiento abría brecha en él. Pensó en Pilar. Pensó que Pilar quería a aquel muchacho que tenía delante. Y también pensó en don Emilio Santos, con quien tantas veces había jugado al dominó en el Neutral. El hecho de que aquellas dos personas vivieran enteramente para el falangista impresionó a Julio de una manera súbita y penetrante. Se reprochaba haber cedido a la tentación de utilizar el foco de luz.
Mateo callaba. Se mostraba fatigado. No sabía qué hacer con su pañuelo: tan mojado estaba. Parecía absurdo, sentado en un taburete en el centro del despacho sin respaldo en que apoyarse, la mecha amarilla colgándole del bolsillo del pantalón.
Julio contempló a Berta que había llegado a sus pies. Entonces se acercó al falangista y le sometió a un interrogatorio de intensidad creciente. Y mostró estar enterado de todo cuanto había hecho desde su llegada a Gerona, desde sus primeros contactos con Octavio hasta la reciente entrega del carnet a Marta Martínez de Soria y el telegrama a Madrid. «A las órdenes siempre.» Le preguntó qué entendía por revolución, por qué hasta el momento se había abstenido de la menor acción violenta. Por qué llevaba dos semanas entrevistándose con un capitán de la Guardia Civil. Por qué había colocado al rubio ex anarquista de asistente del comandante Martínez de Soria. Por qué le dijo por teléfono a J. Campistol de Barcelona: «Absteneos de venir». Por qué sus tres camaradas, al ser interrogados sobre el particular, se habían mirado entre sí con estupor. Por qué Octavio llevaba en la cartera una lista de personas de la ciudad encabezada por los Costa; por qué Haro había escrito en un papel: «El acento del doctor Relken no es alemán, es checo». Por qué Benito Civil introducía con frecuencia su mano derecha entre los papeles personales de los arquitectos Massana y Ribas. Por qué el hijo de don Jorge le había dicho a un colono: «Necesitaría cien sacos vacíos, altos de noventa centímetros». Dónde había visto Mateo que los pájaros disecados tuvieran una puertecita en el vientre, que se abría con sólo tocarles una pata. Dónde había oído que un hijo le dijera a su padre: «Sí, sí, ya lo sé. Pero nada importante se ha hecho en el mundo sin el empleo de la fuerza». Por qué hablando en la Tabacalera de una remesa de habanos que tenía que llegar en noviembre, había exclamado: «¡Bah! ¡Quién sabe lo que pueda ocurrir en noviembre!»
Julio le dijo a Mateo que al llegar noviembre no habría ocurrido absolutamente nada de particular. Tocante al escudo de la camisa, debía escoger entre quedarse sin escudo o sin camisa; y en cuanto al doctor Relken, no era alemán ni checo: era simplemente el doctor Relken, sabio arqueólogo, aficionado a antigüedades.
Julio le dijo a Mateo que no bastaban un pañuelo azul y un mechero de yesca para fundar una célula fascista en una provincia como Gerona, fronteriza, de gran responsabilidad. Hacían falta cierta experiencia, algunas canas e incluso simpatía personal. Tampoco bastaba con decir: «Me voy a Abisinia». Lo importante era ir; y en tal caso volver. De todos modos, que no se imaginara que una Jefatura de Policía era una tribuna dialéctica. De momento, las acusaciones contra él eran concretas y era preciso que las oyera, pues a pesar de todo la República no negaba posibilidades de defensa a ningún ciudadano. Quedaba acusado de haber intentado fundar en Gerona una asociación política declarada ilegal en Madrid, de haber utilizado para ello menores de edad y de haberles repartido armas, de estar dispuesto a obedecer a jefes de esta Asociación antes que a las autoridades gubernamentales, de haber confeccionado listas con miras a una acción de represalia, de participar en un movimiento clandestino de rebelión que se iniciaba y de haber entregado una carta al comandante Martínez de Soria, cuyo texto incitaba a éste a tomar el mando de dicha rebelión en la plaza de Gerona.
Durante todo este discurso, Mateo había continuado protegiéndose los ojos con su mano. De haber oyentes, se habría esforzado en esgrimir argumentos; allá entendía que no valía la pena. Estaba fatigado. Lo que deseaba era la sentencia, conocer la suerte que le esperaba.
La violencia de la luz había terminado por ocasionarle un vértigo tal, que a lo último oyó a Julio como si la voz de éste brotara del fondo de un parque con niebla. Ahora que se había hecho el silencio, el vacío era más intenso, más doloroso aún. Tenía la sensación de que esperaban algún comentario de su parte, unas palabras, la defensa que el Gobierno de la República no negaba a ningún ciudadano; pero no podía. De pronto se había quedado absorto, contemplando estúpidamente un objeto del escritorio, el pisapapeles, dentro del cual Julio, sin querer, había desencadenado una nevada.
Mateo tenía la sensación de que los músculos de su rostro se relajaban, de que alteraban su forma. La frente se le ensanchaba enormemente. Estaba seguro de que sonreía y por nada del mundo quería hacerlo en aquella circunstancia. La voz de Julio había callado. No se oía nada.
De pronto le pareció oír ruidos de puertas que se abrían, de pasos. Y al instante unas sombras se irguieron ante él, amenazantes, ocultando la sonrisa de Antonio Sánchez. Eran hombres, que se dirigían a él, que acaso quisieran esposarle o llevarle quién sabe dónde, acusado de tener un depósito de armas en el vientre de un pájaro disecado.
Mateo no pudo reprimir un grito de espanto, al reconocer, entre aquellas sombras, muy próximo a sus ojos, un objeto de su despacho que imaginaba lejos, un objeto agujereado, amarillento. Lo sostenían dos manos de venas rojas, que temblaban ligeramente: la calavera. La calavera de su escritorio. La hubiera reconocido entre mil. ¿Qué había ocurrido, por qué la habían llevado allí?
Entonces oyó claramente la voz de Julio, que le preguntaba:
– ¿Reconoce usted eso…?
Mateo abrió los ojos. Advirtió con sorpresa que veía con claridad, que distinguía las formas. Una gran sensación de alivio le invadió. Miró a Julio, y vio que éste había reclinado contra la lámpara un retrato con marco. Reconoció en el retrato a José Antonio, que le miraba sin pestañear.
– Sí, le reconozco. Me lo dedicó en 1933, en El Escorial.
La gran sorpresa de Mateo fue que, a pesar de todo aquello y de la gravedad de las acusaciones, fue puesto en libertad. Julio subió a ver al Comisario y al bajar dijo:
– Bien, va usted a ver que no somos tan fieros como nos pintan. El Comisario dice que le soltemos. Así que queda libre; en cambio, sus tres camaradas, de momento, quedan retenidos en el calabozo. De todos modos considérese en libertad vigilada. Tenga la bondad de no ausentarse de Gerona, y de presentase cada cuarenta y ocho horas aquí. El agente de servicio en la puerta tendrá un libro de firmas a su disposición. Ahora puede usted marcharse, y perdone las molestias.
Mateo se levantó, desconcertado. Las piernas le temblaban. Tenía la sensación de que los ojos le hervían. Advirtió que la mecha amarilla le colgaba del pantalón y la introdujo en el bolsillo. Echó a andar en dirección a la puerta. Tropezó con un obstáculo imaginario. Luego recobró el equilibrio y salió.
No tenía idea del tiempo transcurrido. Vio que el agente de servicio no era el mismo. Aquello le hizo suponer que debía de ser muy tarde. Maquinalmente se tocó la camisa y vio que el escudo le había sido arrancado. Recobró la conciencia y una ola de indignación le invadió. Los últimos pasos hasta la puerta de salida los dio con su energía habitual.
Al llegar afuera vio inmediatamente unas sombras que se le acercaban: eran Pilar, Ignacio y Marta.
Las dos muchachas le asieron del brazo. Él preguntó:
– ¿Qué hora es?
– Las diez. Las diez menos cinco.
Antes de continuar miró al aire. Sintió que Pilar, Ignacio y Marta le llevaban calle abajo. Había un cielo rutilante, cielo de mayo, por encima de los tejados. Pilar le preguntaba:
– ¿Qué te han hecho, qué te han hecho?
Mateo contestó:
– Dejemos eso; ya hablaremos.
Sentía el temblor de las manos de Pilar, asidas a su brazo. Miró a la muchacha. Vio sus brillantes ojos, su expresión dulcísima; percibió una gran atención en todo su ser. Pilar le llevaba como el mejor tesoro recobrado, como defendiéndole contra los transeúntes. Mateo sintió que amaba a aquel ser directo y sencillo. A pesar del peinado, poco elegante aquel día, pues, según dijo Pilar, tenía que lavarse la cabeza.
Al llegar a la Rambla, Pilar quería que subiera con ellos. -No, no. Me voy. Mañana hablaremos. -Sube a casa. Yo misma iré a avisar a tu padre y vuelvo. Mateo dijo:
– No, de veras. Es mejor que vaya a casa. Ignacio opuso que era lo más prudente. -Yo te acompañaré. -Te acompañaremos todos -dijo Marta. Mateo pidió que sólo le acompañara uno de ellos: Pilar. Pilar le agradeció la elección. Sus dedos presionaron una vez más el brazo de Mateo. Ignacio dijo: «Mañana nos contarás…» Mateo respondió: «Nada, ha ido bien». Marta le estrechó la mano. «¡Arriba España!» Él contestó: «¡Arriba!» Mateo y Pilar echaron a andar.
Cruzaron el Puente de Piedra y tomaron la dirección del domicilio de Mateo. Había una extraña calma en la ciudad. La temperatura era templada y dulce. Circulaban pocas personas. Pilar quería decirle muchas cosas y no le salían. Andaban muy despacio, ella con su cabeza reclinada en el hombro de Mateo.
Sólo le preguntó, sin modificar esta posición:
– ¿Qué eran unos paquetes que llevaban dos agentes que han entrado?
Mateo contestó:
– El retrato de José Antonio y la calavera. Pilar prosiguió:
– Te duelen los ojos, ¿verdad?
– Un poco.
– Subiré a prepararte algo.
– No, no hace falta.
Llegados frente a la casa, Mateo se detuvo. Sus dos manos retenían las de Pilar. Con sus ojos, que le dolían, miró los de la muchacha.
– Perdona, ahora tendrás que regresar sola. -No importa.
Mateo prosiguió:
– Mañana iré a veros después de comer.
– De acuerdo. Por la mañana te telefonearé.
– No, no. Es mejor que no lo hagas. Pilar calló un momento.
– ¿No puedo hacer nada…? ¿No tienes que darme ninguna instrucción?
– Pues… sí. Espera un momento. Déjame pensar. -Inclinó la cabeza-. Sí. Vete a ver a Jorge y dile que mañana pase por la Tabacalera antes de las doce.
– Entendidos.
Pilar deseaba que Mateo le diera un beso, pero éste no lo hacía. Pilar se puso de puntillas y le besó en la frente. Mateo le devolvió el beso. Se despidieron. «Vete de prisa a casa.» «Iré despacio, pensando en ti.»
Mateo se disponía a franquear el umbral de la puerta cuando percibió una sombra en el balcón. Era don Emilio Santos. Mateo sintió una gran emoción en el pecho.
– ¿Subes? -le preguntó su padre.
– Sí.
Subió las escaleras apoyándose en la barandilla. Tenía ganas de abrazar a su padre cuando éste le abriera la puerta.
No tuvo necesidad de llamar. La puerta estaba entreabierta. La cabeza de su padre apareció tras ella. Don Emilio Santos le estrechó la mano e hizo: «¡Chiiissst…!» Y cerró la puerta sin hacer estrépito.
– Tienes visita -le dijo en voz baja.
– ¿Quién?
– En el comedor. Dos guardias civiles.
Mateo tuvo un sobresalto.
– ¿Qué quieren?
Don Emilio Santos dijo:
– No sé. No creo que tengas nada que temer.
Mateo se miró al espejo del perchero y se compuso la corbata sobre la camisa azul. Dio unos pasos y entró en el comedor.
Los dos guardias civiles se levantaron al verle. Uno aparentaba unos veinticinco años; el otro era bastante mayor, gordo y con cara de persona de gran fidelidad.
Mateo se les acercó. El mayor de ellos dijo:
– El capitán Roberto nos ha hablado…
Mateo los miró profundamente. Le pareció no equivocarse, leer sinceridad.
Contestó:
– Depende de vuestra capacidad de sacrificio.
El Tradicionalista denunció a los gerundenses que la colocación de la bomba número cuatro fue ordenada por Cosme Vila en persona, y que Murillo, ejecutor del atentado, aprovechando la confusión, se había adueñado de una de las imágenes que cayeron a la calle y la había vendido al doctor Relken, «quien la guardaba, junto con otras piezas, en la habitación número veintitrés del Hotel Peninsular».
Don Pedro Oriol había supuesto que la denuncia provocaría gran revuelo. Alguien comentó en el Neutral: «¡Caray con el doctor! Mucho ateísmo y comprando santos». También el subdirector se indignó ante el hecho de que el doctor arramblara con obras de arte de la provincia. «Es la continuación de lo que hicieron los masones ingleses al quedarse con las catedrales católicas», dijo. Y también se indignó Cosme Vila. La acción de Murillo le sacó de quicio. Si Cosme Vila consideraba grave un delito en un militante comunista, era éste: sacar provecho de un acto de servicio. Pero aparte estas reacciones sueltas, la ciudad no hizo el menor caso de la noticia. Se esperaba el juicio del teniente Martín. Esto era lo importante. Esto, y la ejecución de los acuerdos de la Comisión de Seguridad, cuyos resultados se iban conociendo.
Todo el mundo sabía que don Jorge y «La Voz de Alerta» circulaban por los pasillos de la cárcel como tigres enjaulados. Jocosas anécdotas relativas a su comportamiento corrían de boca en boca. Unos contaban que a «La Voz de Alerta» le dolía terriblemente un diente y que, separado de su clínica, había pedido al gitano que se lo arrancara por el empírico método del cordel. Otros decían que el campesino que persiguió a un hermano suyo con una hoz, por entre los pajares, había escamoteado de noche el hongo, los guantes y el bastón de don Jorge, y ahora armado con estas prendas, perseguía al rentista y a los guardianes. Todo el mundo se reía. Algunos decían: «Deberían dejar ver todo eso los jueves y los domingos». Respecto a Octavio, Haro y Rosselló se contaba que se pasaban las horas en el calabozo cantando himnos subversivos, como el de La Legión, el de Falange, el Giovinnezza y el alemán. Los agentes habían tenido que amenazarlos con la porra. Se decía que el padre de Rosselló se había negado a interceder en favor de su hijo. «Quiere tener ideas propias: que pague las consecuencias.» La novia de Octavio rondaba todo el día alrededor de Jefatura, como buscando una brecha por donde introducirse.
Se suponía que todos estos detenidos tardarían mucho en ser puestos en libertad, pues a medida que el sumario avanzaba, nuevas acusaciones aparecían contra ellos. Respecto de Mateo, se decía que ahora pensaba celebrar las reuniones en el bar Cocodrilo. Alguien criticaba que hubiera sido puesto en libertad. Otros respondían: «Lo han hecho para ver si se hunde hasta el cuello». Varios fumadores aseguraban haber encontrado folletos clandestinos de Falange en los paquetes de picadura que la Tabacalera distribuía. Por otra parte, algunos soldados habían visto al muchacho hablando con el comandante Martínez de Soria en la Sala de Armas. «Fue allá donde le entregó la carta.» «Se les va a caer el pelo.» «Hay guardias civiles complicados en el asunto.»
La denuncia de El Tradicionalista se fundió como la nieve bajo aquella diversidad de preocupaciones. Por lo demás la contrarréplica en las páginas de las publicaciones locales fue fulminante. El Demócrata, tomando como base la alusión de El Tradicionalista al valor de la imagen adquirida por el doctor Relken, publicó en primera página, en la edición del día siguiente, una estadística firmada por el arquitecto Massana sobre las riquezas acumuladas por la Iglesia Católica en España. Según el arquitecto, las joyas de las coronas de la Virgen alcanzaban por sí solas una cifra astronómica. Sin contar el oro macizo de las custodias, sagrarios y candelabros. «Hay altares cuyas columnas laterales son de oro.» Se citaban los mantos de la Virgen de Toledo, de varias de Andalucía. Datos sobre Montserrat, sobre la Catedral de Gerona. Mosén Francisco, a quien la visita de Laura había puesto de buen humor, exclamó: «Es curioso. Hay detalles sobre San Félix que yo mismo desconocía. No sabía que fuéramos tan ricos». Carmen Elgazu comentó: «Claro, preferirían que esas joyas las llevaran las mujerzuelas».
Los estudios de este tipo interesaban grandemente a los lectores. Y sin embargo, ninguno de ellos obtuvo tanto éxito como el número extraordinario de El Proletario, que Cosme Vila lanzó dos días después de la nota de El Tradicionalista, como anuncio y preparación de la Asamblea General del Partido, con tanto fervor esperada.
Fue un número de dieciséis páginas, con un suplemento. Excelente papel, cubierta llamativa, impresión impecable. Tirada enorme, reparto gratis en Gerona y la provincia.
Cosme Vila había tenido la inteligente visión de abarcar a un tiempo lo mitológico y lo inmediato: con ambas dimensiones consiguió interesar a todo el mundo. Lo mitológico fueron las dieciséis páginas dedicadas íntegramente a Rusia, lo inmediato fue el suplemento, dedicado a personas y sucesos de la localidad.
Fueron varios días de trabajo intenso, que a la postre se vio compensado. El reporte sobre Rusia lo preparó Gorki.
En la portada se veía a Stalin sentado en el Kremlin. A sus pies miles de obreros aclamándole con rostro feliz. Arriba, en dos medallones poéticos, Marx y Lenin contemplaban, desde el más allá, su obra.
En el interior iba el reportaje, con fotografías y documentos verídicos. Los comunistas gerundenses quedaron boquiabiertos ante el espectáculo de las gigantescas obras que se realizaban en Rusia, de riegos, vías de ferrocarril, extracción de minerales, etc… Enormes tentáculos parecían extenderse por todo el país, multiplicando sus riquezas. Pero, acaso lo que más les impresionaran fueran las condiciones en que trabajaban los obreros rusos. Los comedores colectivos, las enfermerías, el número y magnificencia de las piscinas de que disponían en las mismas fábricas, los campos de deporte. «Comparad esta piscina de Novogorod con la de la Dehesa», escribía Gorki en tercera página, al pie de un grabado colosal. «Comparad este campo de fútbol de Odesa con el de Gerona, cuya utilización, obreros, os está prohibida so pretexto de que destrozáis la hierba.» Los militantes de Cosme Vila hundían la nariz en las páginas, husmeando en el Gran Canal, en los comedores colectivos, en las viviendas moscovitas, georgianas. Especialmente Teo, a la vista de aquellas piscinas, se volvía loco, pues su manía continuaba siendo dar saltos desde un trampolín, y comprendía que en Odesa, y sobre todo en Novogorod, podría darlos incluso mortales.
Los afiliados repetían lo que el doctor Relken había dicho un día en el Neutral: «Desde luego en Rusia se vive mucho mejor que aquí». Los afiliados estaban convencidos de que la gran masa de trabajadores se componía de voluntarios. En la última página, Gorki, insertó un grabado representando lo que sería el Metro de Moscú, todo en mármol.
En cuanto al suplemento, dedicado a la localidad, fue tal vez uno de los blancos más certeros conseguidos por Cosme Vila.
El papel utilizado era inferior al del Boletín, la impresión más deficiente, el tamaño más reducido; pero no importaba. Constituía un inenarrable desfile de personajes de la localidad, cada uno con su leyenda. Alguien lo bautizó: «Álbum familiar».
En primera página aparecía el comandante Martínez de Soria montando a caballo al lado de Marta. El porte de ambos era digno; por el contrario, sus rostros aparecían monstruosos, merced al procedimiento de alargar la boca de oreja a oreja.
Todo el mundo se rió de la doble imagen. Todo el mundo se rió, excepto Ignacio. Ignacio, al ver aquello, palideció, se le cortó la respiración. Había encontrado el suplemento en el vestíbulo, al regresar del Banco; alguien lo había deslizado por debajo de la puerta.
Jamás había sentido ira semejante. Su padre temió que cometiera alguna imprudencia, pues el muchacho miró, papel en mano, en dirección al local del Partido Comunista. «Verdaderamente es una canallada -dijo Matías Alvear, cubriendo con disimulo la puerta del pasillo-; pero ¿qué quieres? Todo eso se cae por sí solo, un día u otro.» Ignacio, inmóviles las mandíbulas, por fin dobló, a distancia, la hoja del semanario, y se encontró ante una nueva fotografía del comandante, esta vez desfilando sable en alto, mientras en un rincón unos obreros pequeños, reducidos de tamaño, le miraban con miedo.
Aquello era ingenuo e Ignacio no pudo reprimir un comentario que hirió los tímpanos de Carmen Elgazu.
Fue recorriendo las otras páginas, una por una. Y a medida que las doblaba iba comprendiendo la astucia de Cosme Vila. Vio a don Jorge apeado de un taxi en el portal de una de sus propiedades, pinchando con el bastón en un cesto lleno de patatas que le presentaba un colono. Vio a «La Voz de Alerta» en el café de los militares, inclinado en posición rastrera, ofreciendo fuego, con su mechero, a un coronel. El pie rezaba: «Dentro de pocos días, este hombre volverá a sentarse en la redacción de El Tradicionalista».
Salía don Santiago Estrada del brazo de su mujer, en pleno Puente de Piedra, ambos soltando una carcajada. Luego una fotografía del señor obispo, al que seguían dos pajes sosteniendo cojines morados. Los Costa fumando un puro mientras los obreros salían de la fundición. ¡El hijo del profesor Civil con una octavilla falangista en alto! El notario Noguer, Laura, los capuchones de Semana Santa, un entierro de primera clase, con los plumeros de los caballos recortándose en el cielo azul.
Y en última página, el golpe mortal, la obra maestra del aparato fotográfico de Víctor: un clisé que representaba el Hermano Alfredo en el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, repartiendo caramelos a un grupo de chiquillos. Los ojos del hermano Alfredo, retocados con arte exquisito, expresaban una gran beatitud.
Ignacio, al terminar, se dirigió a la ventana del comedor, la abrió de par en par y tiró al río el suplemento. Pilar, que estaba en la ventana de su cuarto, ajena a cuanto ocurría, gritó: «¿Qué haces?» Ignacio se retiró y cerró los postigos con estrépito. La muchacha entonces miró abajo, al agua; y le dio tiempo de ver como la corriente se llevaba lentamente la gran carcajada de don Santiago Estrada.
Y no obstante, la finalidad perseguida por Cosme Vila había sido conseguida. En los cafés, los comentarios irónicos en torno a las fotografías se multiplicaron. Raimundo, extrañamente agresivo desde la guerra de Abisinia, pegó en la pared la correspondiente a «La Voz de Alerta». En el Banco era opinión unánime que Laura y el notario Noguer hubieran debido ser respetados; en cambio, el pinchazo del bastón de don Jorge a una patata tuvo gran aceptación.
Todo quedaba preparado para la Asamblea General. Murillo estaba tranquilo, pues Cosme Vila no le había dicho nada con respecto a la venta de la imagen. A Teo, una alusión a su hermano Jaime Arias, hecha en el Suplemento, le llenó de gozo, apaciguándole en parte de la rabia que le mordía por el atentado del teniente Martín. Toda la masa de afiliados al Partido Comunista vivía horas de fiebre, sobre todo porque se anunció que estarían presentes en el Teatro Albéniz varios dirigentes comunistas de Barcelona, y probablemente el camarada Vasiliev. La misma bomba número cuatro acabó siendo considerada una hábil jugada del jefe.
Cosme Vila no se movía de su escritorio, abriendo ahora un cajón, ahora otro. Su mujer le quería más que nunca; sus suegros sólo dejaban de pensar en él en los instantes estrictos en que tenían que cerrar el paso a nivel.
El jefe estaba satisfecho porque veía que abría brecha en la ciudad. Antes de las elecciones, la casi totalidad de afiliados eran obreros de fábrica; ahora sabía que algunos estudiantes de matemáticas se habían declarado comunistas en sus conversaciones, y al pasar él notó que le miraban con gran curiosidad y cierto respeto. Se hablaba de un practicante del Hospital, comunista. De un profesor del Instituto, de varios intelectuales solitarios, y aun de alguna persona hacendada.
Don Santiago Estrada preguntó en el Casino:
– ¿Cómo es posible que una persona hacendada sea comunista?
Nadie le dio una explicación satisfactoria.
Casal se quedó muy sorprendido al recibir una invitación personal de Cosme Vila. «Tienes una silla reservada en el escenario, en la Presidencia.» Lo mismo les ocurrió a David y Olga: otras dos sillas reservadas.
En cambio, el doctor Relken no acertaba a explicarse que su nombre hubiera sido olvidado. Se sirvió un vaso de agua y le dijo a Julio: «Asistiendo el ruso, han preferido mantenerme apartado».
Casal sospechaba que la invitación de Cosme Vila no tenía nada que ver ni con las relaciones personales ni con buenos deseos de solidaridad.
Por otra parte, David y Olga se habían sentido picados en lo más vivo de su curiosidad. En la invitación que recibieron, una posdata de puño y letra de Cosme Vila decía: «Vuestra presencia sería interesante, pues para el plan de reforma de la enseñanza que pensamos presentar, contamos con vuestro Manual de Pedagogía».
Estas palabras llenaron a los maestros de un júbilo que les resultaba difícil disimular. La verdad era que la Generalidad continuaba no dándoles sino vagas esperanzas respecto a su Manual. Como inspectores del Magisterio de la provincia, podían distribuir plazas, sancionar, crear nuevos centros docentes y prohibir el uso del hábito: pero en el régimen interior de las escuelas, la tradición levantaba contra ellos obstáculos a menudo insuperables. Propuestas como las de lavar semanalmente la cabeza a los alumnos o de dedicarlos a la agricultura, habían sido recibidas con hostilidad por parte de algunos maestros. Otros habían implantado, por cuenta personal, reformas cuya audacia se revelaba excesiva.
Ante la ayuda sugerida por Cosme Vila se mostraron partidarios de asistir a la Asamblea. Casal les dijo: «Pues bien, yo os acompañaré».
Julio, en cambio, declinó la invitación que también había recibido. Lo mismo que el Comisario. Desde la reunión de la Comisión de Seguridad cualquier iniciativa de Cosme Vila les parecía sospechosa. «Que se ande con cuidado -comentó Julio en aquella ocasión-, que la caballería está deseando volver a salir.»
Cosme Vila había solicitado la presencia de una patrulla de Guardias de Asalto. Según él, la célula trotskista, al anuncio de la llegada del camarada Vasiliev, preparaba una acción contra éste.
La Asamblea estaba anunciada para las nueve de la noche. Y sin embargo, a partir del cierre de las fábricas se notó alrededor del Teatro una gran efervescencia, y se veían caras desconocidas, de tipo rural, llegadas de toda la provincia. El Responsable y Porvenir, en un café, dudaban entre hacer algo o aceptar en silencio el fracaso de su movimiento, fracaso que llevaba trazas de convertirse en definitivo.
En realidad habían transcurrido pocos días desde la presentación de las bases anarquistas. Los ochocientos huelguistas continuaban, por lo tanto, en la brecha; pero se notaba entre ellos evidente desánimo, pues las máquinas zumbaban a pesar de todo, y en muchos hogares había aparecido inevitablemente la negra miseria. Los anarquistas decaían de una manera especial al anochecer, al encenderse todas las luces de la ciudad. Entonces comprendían hasta qué punto su sueño había sido breve. Comentaban entre sí las cuarenta y ocho horas en que Gerona había quedado a oscuras, en que la gente andaba por las calles palpando la pared. Especialmente, Santi no se hacía a la idea de que la luz hubiera vuelto.
Ahora el Responsable le decía a Porvenir:
– A nosotros nos fastidiaron por el mero hecho de pedir Control. Ahora esos animales pedirán mucho más y todo el mundo mutis.
Porvenir contestaba:
– Por burros. Debimos pedirlo todo, hasta la abolición de la moneda.
Y no obstante, ninguno de los obreros que se iban concentrando frente al Teatro se acordaba ya de la huelga anarquista. En cambio, para muchas empresas su prolongación se revelaba fatal. Los Costa, sobre todo, estaban desesperados. Sus mujeres les decían: «¡No! ¡Si terminaréis haciéndonos caso y nos iremos todos a vivir a País!» Laura había llegado con su canción a complicar aún más las cosas. A ella no le importaba ni la huelga ni la Asamblea; a ella le importaba su marido detenido, «La Voz de Alerta», sobre todo porque mosén Alberto le había dicho: «Si no se espabila usted, y por poco que los comunistas metan mano, los quince días de arresto se convertirán en quince meses».
Los Costa le contestaban: «¿Qué podemos hacer? El arresto es legal. ¿Creéis que podemos alterar el Código?»
Mosén Alberto había aconsejado a Laura que removiera cielo y tierra. El sacerdote pretendía estar al corriente de las bases que había preparado Cosme Vila, de acuerdo con los jefes comunistas de Barcelona y con el profesor del Instituto recientemente ganado por el marxismo. «Se trata de una auténtica revolución de tipo soviético, de poner la provincia en manos de la turba.» El notario Noguer creía que exageraba.
La minuciosidad de los informes de mosén Alberto contrastaba con la ignorancia absoluta en que se encontraba la propia masa de afiliados comunistas respecto a lo que oirían aquella noche en el Teatro Albéniz. A medida que avanzaba la hora, la Plaza se abarrotaba y se oían comentarios de todas clases. «¡Vamos a dar un ultimátum que pa qué!» Otros aseguraban que se pediría sentencia de muerte contra el teniente Martín y convertir los cuarteles en locales para el pueblo, «como se había hecho en Rusia».
Ante la aglomeración que se producía, los porteros del Teatro decidieron abrir las puertas, aun cuando faltaba una hora para empezar. Y en poco más de veinte minutos el local se llenó. Porvenir, desde el café, dijo, viendo las colas: «Hay mucha hembra»; y era verdad. Muchas mujeres, algunas llevando carteles que decían. «¡Viva Rusia!» Los que decían: «¡Viva el camarada Vasiliev!», estaban en la estación, rodeando al Comité Ejecutivo del Partido, en espera de la llegada del tren.
En el momento en que los altavoces del Teatro anunciaron la entrada en Gerona del camarada Vasiliev y de los jefes comunistas de Barcelona, una ola de emoción estremeció a la multitud. El hijo del sepulturero se subió a la butaca. Todo el mundo miraba a la puerta de entrada, pero los altavoces comunicaron que los oradores harían su aparición directamente en el escenario.
Eran muy pocos los que conocían a Vasiliev. Su imagen no había aparecido ni siquiera en El Proletario. Algunos recordaban una fotografía que publicó El Día Gráfico, en la que se le veía en el puerto de Barcelona, puño en alto, recibiendo a unos marinos de un petrolero ruso.
Por ello su entrada en el escenario, rodeado de dirigentes, fue doblemente espectacular. No hubo necesidad de presentaciones entre él y la masa. Una cabellera blanca un poco anárquica, gafas con cristales de doble espesor, cuello poderoso. Su tez, mate, contrastaba con el moreno meridional. Con dos manos de gestos secos saludó a la multitud. Y en el instante en que los altavoces iniciaron La Internacional, su puño se elevó como un poste humano, prieto y enérgico, arrastrando consigo los puños de todos los asistentes. Los acordes del himno electrizaron a la concurrencia. Se veía la inmensa cabeza de Teo asomando, con la sonrisa en los labios, en el fondo del escenario, rozando la parte inferior del medallón de Lenin. La valenciana, increíblemente endomingada, aparecía en primer término. De Gorki no se veían más que su pequeña barriga y sus escrutadores ojos. Los bigotes de foca de Murillo cosquilleaban a un dirigente de Barcelona. A la derecha del ruso, la cabeza iluminada de Cosme Vila.
Entre los dirigentes de Barcelona había dos o tres bajitos, directamente surgidos del pueblo, de boca esquinada. Llevaban gorro de ferroviario y ello causó entre el pueblo la mejor impresión. Casal, David y Olga ocupaban las sillas extremas de la izquierda. A Olga los reflectores la favorecían mucho. Estaba hermosa.
Terminada La Internacional, Vasiliev tomó asiento. Todo el mundo le imitó. Se hizo el silencio; y al instante Cosme Vila declaró abierta la sesión.
Habló un camarada de Barcelona. Felicitó al camarada Cosme Vila por haber conseguido levantar en una ciudad retrógrada y eclesiástica como Gerona la bandera revolucionaria. Ya las fuerzas burguesas de la ciudad y provincia debían de sentir en sus carteras -que llevaban en el sitio del corazón- y en sus trabucos -que guardaban en las sacristías- el avance implacable de la nueva fuerza, del Partido Comunista.
El orador aseguró a los gerundenses que no estaban solos en la lucha. En toda España, grupos de proletarios se unían en sus centros, en otros teatros. En todo el Mediterráneo, y en Extremadura, Asturias y Galicia. En Madrid, centro del territorio, y en Zaragoza, en muchos pueblos casi desconocidos, células comunistas extendían su red, para dar fin al imperio de aquellas carteras y de aquellos trabucos.
– No estáis solos, camaradas gerundenses. Los dirigentes catalanes y nacionales del Partido, están pidiendo en estos momentos la nacionalización democrática de la Banca, de la industria pesada, de los ferrocarriles. Se pide la substitución de la fuerza pública, que prácticamente tiene bloqueadas las calles, y que representa una carga insoportable para el Estado, por una milicia popular, por una fuerza proletaria armada que, al ejemplo de las milicias bolcheviques en Rusia, garanticen el…
Una ensordecedora ovación acogió estas palabras. Cosme Vila miraba hacia las butacas y los palcos como buscando a alguien. Su suegro, situado en el gallinero, estiraba el cuello convencido de que le buscaba a él. Cosme Vila estaba satisfecho porque había reconocido en uno de los pasillos laterales a los estudiantes de matemáticas y, cerca de la entrada, al profesor del Instituto.
También el porcentaje de mujeres le satisfacía. Sabía que éstas constituían una fuerza. Sin embargo, consideraba que la valenciana había cometido un error gravísimo poniéndose aquel vestido espectacular.
Todos los oradores de Barcelona siguieron la misma línea, reservando visiblemente para Cosme Vila el honor de presentar las bases locales. Ridiculizaron a Gil Robles y a Calvo Sotelo. Atacaron a Mussolini y a Hitler, y durísimamente, a Oliveira Salazar, «uno de los obstáculos que había de vencer el proletario para conseguir la unión ibérica». Atacaron a Azaña y a Casares Quiroga, «burgueses disfrazados, que se hacen los sordos cuando se les habla de que se prepara un levantamiento militar». Atacaron a Prieto y se mostraron más bien amables con Largo Caballero. Ensalzaron a los héroes del Partido, especialmente a Dolores Ibarruri, la Pasionaria.
Uno de los oradores era un hombre extraño, de aspecto místico. A los pocos momentos de iniciado su discurso, la multitud advirtió que le faltaba un brazo. La manga flotante se convirtió en obsesión para todos. El hombre explicó que el brazo lo había perdido en la revolución de octubre. Aquello dio a todas sus palabras un tono de predestinación. Cuando explicó que estudiaba ruso desde muchos años antes, que pensaba hacer un viaje a Moscú, invitado por el camarada Vasiliev, que tal vez podría incluso, con la mano que le quedaba, estrechar la diestra del propio camarada Stalin, parecían surgir auténticas llamas de las hileras de butacas.
– Si consigo ver al camarada Stalin -dijo el orador-, le contaré de viva voz el agradecimiento del pueblo español por su ayuda. Le contaré cómo hemos vivido hasta ahora, cómo han vivido nuestros pueblos, nuestros padres, cómo vivirían nuestros hijos si el pueblo ruso no se hubiera puesto en marcha. Continuaríamos humillados y explotados por caciques como Calvo Sotelo, que aun ayer en el Parlamento aseguraba que el Ejército es la columna vertebral de la Patria. ¡Nosotros sólo tenemos una Patria, la de todos, la del proletariado universal, Rusia…!
– Camaradas de Gerona… yo aprovecho esta ocasión para proponeros el envío al camarada Stalin de un telegrama de adhesión. Estad seguros de que llegará a sus manos, pues para él…
Le fue imposible continuar. A nadie se le había ocurrido la posibilidad de comunicar directamente con Stalin. La sola idea enardeció de tal modo a todos, que muchas mujeres tenían los ojos llenos de lágrimas. Personalmente, Teo sintió que a gusto hubiera salido en el acto con su carro, camino de Moscú. El orador de aspecto místico se retiró a su silla en medio del más frenético entusiasmo.
Fue entonces cuando se levantó Cosme Vila. Y en el acto, la gente se sintió transportada a la realidad. Del viaje a Moscú y por las altas esferas, a la vista del jefe local, los asistentes regresaron a la ciudad, a Gerona, a las bases.
Cosme Vila no era orador enfático. Al contrario, era eficaz, por realista. Desde la primera palabra electrizó el ambiente, porque operó por sorpresa. En vez de confirmar lo de sus predecesores y decir que todo iba bien, empezó afirmando que todo iba mal.
– Nuestro camarada de Barcelona ha hecho muy bien proponiendo mandar un telegrama al camarada Stalin. Todos estamos de acuerdo. Sin embargo, he de poner un reparo. Ahora, en estos momentos, no podemos hacerlo. No por falta de ganas, sino porque no somos dignos de hacerlo. ¿Por qué?… Porque no estamos limpios, porque entre nosotros hay un traidor.
Todo el mundo quedó inmovilizado en su puesto.
– Para mandar un telegrama al camarada Stalin es preciso que todos los firmantes estemos limpios, hayamos cumplido con las reglas del Partido, con la disciplina, el esfuerzo, y sobre todo, con la honradez. Explotar el Partido o beneficiarse de él es ponerse al nivel de los burgueses. Entre nosotros hay alguien que no está limpio, y considero que mientras este alguien no haya recibido la lección que merece, no podemos honradamente rendir homenaje al camarada Stalin, ni presentamos con la cabeza alta ante su representante entre nosotros, el camarada Vasiliev.
Cosme Vila continuó:
– Todos vosotros habéis oído hablar de esa bomba que todos llamamos la número cuatro. Pues bien. Yo ordené su colocación. Lo admito y lo afirmo, y aun digo que lo haría mil veces. Estimo que hasta que en todos los Museos de esta índole no se haya hecho otro tanto, no tendremos verdaderamente posibilidad de avanzar. Ahora bien, a consecuencia de este acto de servicio, un miembro del Partido se ha procurado una retribución económica.
Murillo se puso rígido. Tan rígido que el cuerpo no obedeció su intención de abrirse paso entre los dirigentes de Barcelona y huir. Por lo demás, no le hubiera dado tiempo. Cosme Vila le señalaba con el índice, en medio de un silencio impresionante, se acercaba a él con lentitud, de un tirón le arrancaba las insignias del Partido y pedía a la Asamblea autorización para expulsarle del Partido y del local.
Hileras de puños en alto manifestaron al acusado el sentimiento que la denuncia formal del jefe había despertado en ellos. Dos o tres muchachos jóvenes iniciaron un movimiento como para irrumpir en el escenario; Cosme Vila los detuvo con un ademán, y continuó mirando fijamente al ex decorador del taller Bernat, que, pálido de rabia, se dirigió retadoramente al jefe, luego a la sala y bruscamente, dando media vuelta, se abrió paso, tropezando con la valenciana, y desapareció.
Una ensordecedora ovación premió la energía demostrada por Cosme Vila. A partir de aquel momento su mongólica cabeza mantuvo hipnotizados a todos.
Cosme Vila se sacó del bolsillo unos papeles, que extendió sobre la mesa, y sin pérdida de tiempo hizo públicas las bases que el Comité Ejecutivo había redactado.
– En caso de ser aceptadas, podremos declarar que nuestra obra ha sido eficaz. En caso negativo, nos veremos obligados a decretar la huelga general, de duración ilimitada.
El Partido Comunista se apoyaba en los nueve puntos que en su día Cosme Vila había leído en la barbería. En el plano social exigía la inmediata implantación de la jornada de seis horas, el control obligatorio en las empresas y la participación obrera en los beneficios. Las Bases del Responsable, poco más o menos.
En el plano político, se pedía la inmediata destitución de todas las autoridades -Comisario, jefe de Policía, etc… – y la convocatoria de elecciones populares para proveer dichos cargos, elecciones en las que sólo podría votar quien presentara carnet de trabajador.
En el plano económico, se exigía la creación de tres Cooperativas Obreras: patatas, pan y aceite, y la municipalización de los servicios públicos. Toda familia provista de carnet del Partido Comunista o de un Sindicato obrero -Socialista o CNT-, disfrutaría de ellos gratis.
Al llegar al apartado de la enseñanza, Cosme Vila informó que en este aspecto el Partido Comunista depositaba un crecido margen de confianza en los camaradas David y Olga, presentes.
Cosme Vila se refirió entonces al problema religioso. El anuncio de este tema despertó inusitado interés. El jefe dijo que razones psicológicas que no podían ser desestimadas, impedían llegar en este aspecto, de un solo golpe, al ideal, que sería la completa exterminación de la fábrica de embustes que era la Iglesia Católica. Ello no se había conseguido ni siquiera en la Unión Soviética. Ahora bien, se pedía la inmediata prohibición del uso de la sotana a los sacerdotes y la clausura de todos los conventos que no se dedicaran a obras benéficas. Los locales sobrantes, lo mismo que el de la CEDA, el de la Liga Catalana y demás partidos fascistas, servirían para la instalación de las Organizaciones Obreras.
Cosme Vila había leído todo aquello con voz pausada. Dejó el papel y prosiguió:
– Faltan muchas cosas aún. Todos vosotros sabéis que se han encontrado armas en casa de unos ciento cincuenta fascistas, de los cuales sólo unos diez están en la cárcel. ¿Qué significa esto? Que los registros se han efectuado a la ligera, y que no se les castiga. Todos sabemos que no hay un solo derechista que no posea armas. Así pues, estimamos que no podemos dejarnos sorprender. El camarada Hernández, de Barcelona, ha aludido a la Milicia Popular Armada. ¡Exigimos la creación de esta Milicia en Gerona, pues todos sabéis que los militares quieren sublevarse!
La reacción fue unánime. Gritos de «¡Ar…mas! ¡Ar…mas!» empezaron a tronar en el local. A poco, el teatro entero repetía estas palabras. La palidez de Teo obsesionaba a todo el mundo, así como la manga flotante del orador de Barcelona.
Luego Cosme Vila continuó:
– Camaradas, al llegar a vuestras casas, reflexionad sobre cada uno de los puntos que exigimos. Entonces veréis que la confianza que nos habéis depositado no queda defraudada. Son reivindicaciones elementales en el programa proletario. Constituyen la primera etapa: España puede ponerse en cabeza de la revolución, junto con la Unión Soviética. Debéis de estar dispuestos a luchar por todos los medios para que nuestra voz sea oída. Si no nos oyen, entonces son los demás los que tienen que estar dispuestos… a conocer nuestra voluntad implacable.
Cosme Vila fue de nuevo premiado con gritos de «¡Viva el Partido Comunista Español! ¡Viva Rusia!» A los militantes veteranos sólo les había extrañado un detalle: Cosme Vila no había atacado ni una sola vez a los anarquistas, como era de esperar. Al contrario, incluso les había alargado una mano, lo mismo que a Casal. Algunos supusieron que era una cuestión táctica.
Al ponerse en pie, el camarada Vasiliev interrumpió aquellas especulaciones. El dirigente ruso recobró la sequedad con que entró en el escenario. Recibió la ovación de la masa, sin mover un músculo de su rostro. Sólo de vez en cuando asentía con la cabeza o levantaba el puño.
Todo el mundo se preguntaba en qué idioma iba a hablar. Se decía que el español resultaba terriblemente difícil a los rusos. Por ello, cuando el camarada Vasiliev pronunció las primeras palabras de saludo en catalán, la multitud se enardeció. El dirigente ruso hablaba penosamente, pero en forma clara. Tenía que meditar cada palabra y la manera de pronunciarla. Ello surtía un gran efecto. Cada sílaba que después de aquel esfuerzo brotaba de sus labios, cobraba importancia excepcional. Así que su discurso, en realidad muy breve, duró mucho.
– Camaradas… Catalanes. Yo, en nombre Unión Soviética… os traigo saludo Rusia. Felicito… camarada Cosme Vila, vuestro jefe. Por… su… inteligencia, por… su lealtad. Su… gesto expulsar… camarada… me ha conmovido… pienso dar parte… a jefes Unión Soviética. Camaradas… apruebo programa… revolucionario… que… vosotros… habéis… también… aprobado. Se acerca… momento triunfo… proletariado. Camarada Stalin… me ha encargado… salude pueblo… español… y catalán. Luchad… liberad a vuestros hermanos. Todos los países… están con vosotros. España… muy atrasada… por culpa… religión… y dictadura burguesa. Pero… Unión Soviética… hermana España. Camaradas… de… Gerona. Disciplina… y… heroísmo. ¡Viva… el… proletariado universal! ¡Viva… Rusia! ¡Viva… el Partido… Comunista… Español!
Hubo varias personas a las que el carácter clara y ferozmente revolucionario de aquellas bases, no sorprendió. Entre ellas el profesor Civil. El profesor Civil pensaba que ni por un momento Cosme Vila había supuesto que las autoridades las aceptarían; estaba seguro de antemano de que, exceptuando tal vez lo relativo a lo religioso, las rechazarían una por una. Pero, a su entender, la negativa era precisamente lo que Cosme Vila buscaba. Denegadas las aspiraciones del pueblo, decretaría la huelga general, que coincidiría con la de los anarquistas. Absoluta confusión en la ciudad; a las autoridades se les escaparía el orden público de las manos, se enlazaría con los movimientos revolucionarios que se anunciaban en Barcelona. El profesor Civil estimaba que Cosme Vila conseguiría su máxima aspiración: que su aliada la negra miseria cundiera en la ciudad.
Por su parte el comandante Martínez de Soria prestó especial atención a la entrega de armas del Ejército a las organizaciones obreras, y a la creación de la Milicia Popular armada. Pidió audiencia al general y al coronel Muñoz. Consiguió verles juntos, en el Gobierno Militar. Ambos jefes pensaban que quería interceder en favor del teniente Martín, lo cual no era cierto. «La propuesta de Cosme Vila -dijo- constituye un ultraje al honor del Ejército. Por otra parte, de no accederse a la creación de esta Milicia Popular, las Organizaciones Obreras procederán a la desmoralización de los cuarteles. Gran número de soldados asistieron a la Asamblea, y al parecer algunos de ellos, al salir, pisotearon su gorro militar. Yo suplicaría al general que tomara las medidas necesarias para garantizar la integridad del Ejército en la plaza.»
El comandante Martínez de Soria vio que sus palabras surtían efecto, y que el general y el coronel Muñoz no estaban seguros ni mucho menos de que exagerara. El general, bajo y cuadrado, despidió llamas por los ojos y se paseó de arriba abajo soltando interjecciones. El coronel Muñoz tenía más dominio de sí. Por otra parte, llevaba muchos sábados entendiéndoselas en la Sala de Armas con el comandante. Le dijo a éste:
– El general ha recibido una copia de las bases y está estudiando la respuesta adecuada. Por mi parte no me siento autorizado para darle al general ningún consejo, máxime teniendo en cuenta que sé que no lo ha pedido a nadie. Me consta que resolverá lo mejor.
El comandante Martínez de Soria insistió. El general, bruscamente, pidió que le dejaran solo. El comandante y el coronel salieron juntos del despacho. Entonces el comandante Martínez de Soria dijo a su acompañante:
– Coronel, le ruego que en bien de todos reflexione sobre mis palabras.
Y se retiró.
«La Voz de Alerta» recibió en la cárcel la noticia de las bases, como si efectivamente el gitano le hubiera arrancado el diente con un cordel. Tuvo la impresión de que no saldría de aquellas paredes, de que de un momento a otro subiría Cosme Vila y acabaría con él, con don Jorge, con los propietarios que cumplían la condena. Le entró un pánico indescriptible. De un lado pensó que había errado prohibiendo a Laura que hiciera intervenir en el asunto a los Costa. De otro lado, se reprochaba no haber tenido nunca un gesto generoso con sus semejantes, como no fuera con su criada Dolores, la cual ahora le subía el cesto de la comida con puntualidad ejemplar. Cualquier ruido no familiar, provocado por el gitano o por el bastón de don Jorge le sobresaltaba.
«Si estuviese fuera…», pensaba. Se sentía capaz de convencer al comandante Martínez de Soria de la necesidad de hacer un viaje a Madrid y hablar con otros militares de confianza. ¡Porque lo difícil era saber qué jefes estarían dispuestos verdaderamente a dar el golpe que no quiso darse en octubre, y cuáles chaquetearían a última hora! Don Jorge no confiaba en esto. Y por su parte había agotado sus reservas de cólera. No pensaba sino en los dos colonos suyos detenidos cuando lo de octubre, a los que consideraba instigadores de su actual encierro. En el último párrafo de las bases había leído: «Las propuestas para la transformación agrícola serán anunciadas en breve plazo». Don Jorge no creía que la turba irrumpiera en la cárcel, pero estaba seguro de que se incautaría de sus propiedades. Sentíase fatigado y había pedido al director que, teniendo en cuenta su edad, ya que no su condición, se le permitiera comer en mesa con mantel y dormir en la enfermería. El director le satisfizo en lo último; en cuanto a la mesa con mantel, el reglamento de la cárcel lo prohibía.
Mateo fue otro de los no sorprendidos. Sin embargo, al leer las bases tuvo una crisis de desfallecimiento. Al leer, al final, «¡Viva Rusia!», se echó hacia atrás en la silla. ¿Qué había ocurrido en el país para que centenares de pechos españoles aclamaran a un dirigente llegado de tierras del Este, para que en las calles se vieran carteles aconsejando a madres españolas que adoraran a Stalin? ¿Dónde estaban los responsables de todo aquello? Todos, todos eran responsables. La masa fanatizada era la más excusable. Los gobernantes, los de ahora y los de siempre, y las empresas que ganaban millones, los hombres que, con la pluma o de palabra, procuraban extirpar el concepto de Patria. ¡Ahí estaban los corazones buscándose otra lejos, en la frontera asiática…!
Su padre rondaba en torno de Mateo, con aire compungido, pues llevaba diez días sin saber nada de Cartagena. «¿Sabes algo de tu hermano?», le preguntó. Mateo le contestó: «Continúa en la cárcel, pero está bien».
Don Emilio Santos sufría enormemente. Suponía que si habían soltado a Mateo era para que con él no se perdiera el hilo de la trama, y porque sabían que el muchacho daría el pecho más que nunca.
– Hijo mío -le dijo-. Te advertí que todo esto me parecía peligroso. Verdaderamente, ahora no sé qué pensar. A veces pienso que tienes razón, y que todos tendríamos que hacer como tú. Sin embargo, te noto en los ojos algo que no me gusta. Me parece que tú pecas por el otro lado, y que si pudieras harías con ellos lo que ellos están haciendo contigo y con tu hermano. ¡No olvides nunca mis consejos! En última instancia el amor puede más que el odio. Procura estar seguro de que obras por amor, no por lo contrario.
Mateo, por primera vez en mucho tiempo había asido del brazo a su padre y se lo había estrechado con fuerza. También por primera vez en mucho tiempo don Emilio Santos vio que su hijo se disponía a salir sin la camisa azul. Sin la camisa azul, en el exterior: la llevaba bajo la otra, y a la criada el detalle no le había pasado inadvertido.
Con el eco de las palabras de su padre en los oídos, el muchacho se había dirigido a casa de los Alvear, encontrándolos sumidos también en la más completa confusión. Ignacio tenía ante los ojos un ejemplar de las bases y decía, con angustia: «En el Banco han caído bien…» Matías, al ver a Mateo, se quitó los auriculares de la galena. La presencia del muchacho no le ayudó a despejar la calidad sombría de sus pensamientos. Continuaba creyendo que los temperamentos como Mateo influían en que las cosas llegaran a extremos tan inverosímiles. Sentía cierto apego por el muchacho; difícil no querer a quien su hija quería tanto. Pero hubiera preferido un abogado de pleitos más tranquilos, o un funcionario de Telégrafos. Cuando supo que Julio había conseguido hacerle perder prácticamente el conocimiento con un foco de luz, sintió por su amigo de la infancia un inmenso desprecio. Y tras la ambición de Julio oyó tintinear, como siempre, los brazaletes de doña Amparo Campo. Ahora estaba seguro de que don Emilio Santos tenía razón: Mateo daría el pecho más que nunca, buscaría otro local, buscaría, a ser preciso, las catacumbas. Allá se reuniría con los que quedaran, con los que ingresaran de nuevo; con Marta.
Matías Alvear también contemplaba las bases de Cosme Vila, y le dijo a Mateo:
– Sí, ya veis adonde hemos llegado. A las doce de la noche querían obligarme a mandarle un telegrama a Stalin.
Carmen Elgazu estaba inquieta porque había quedado con Marta en que irían juntas al cementerio a llevar flores a la sirvienta. Abrió la ventana que daba al cielo de mayo. Y viendo que nadie decía nada, preguntó, dirigiéndose a Mateo:
– ¿Estáis seguros de que es un acierto haber colocado al Rubio de asistente del comandante?
Mateo le preguntó:
– ¿Por qué no?
– No lo sé.
Mateo contestó:
– El Rubio es un amigo más fiel de lo que podría serlo cualquier otro más de acuerdo con nuestras ideas.
Ignacio opinaba lo mismo a este respecto. Estaba convencido de que se podía contar con el Rubio en caso de necesidad.
Marta dijo:
– Claro que se puede contar con él. Mi padre le quiere mucho. En seguida ha aprendido a montar. Además, es un irónico. Hemos encontrado al Responsable paseando solo por la Dehesa y se ha detenido y desde lo alto del caballo le ha dicho: Au revoir…
Carmen Elgazu sirvió el café a Mateo y le preguntó:
– Así que Julio, como siempre…
Mateo dijo:
– No puedo quejarme. Me dejó en libertad.
Pilar le preguntó:
– ¿Qué crees que pasará ahora…?
Mateo se tomó el café de un sorbo.
– Ahora… Julio rechazará las bases. Habrá huelga. Probablemente tiros. Pero, por lo pronto -añadió-, el doctor Relken se enterará de que con España no se juega…
Todos le miraron perplejos. Carmen Elgazu se sentó frente a él en la mesa y le dijo:
– ¡Ale, ale, no hagáis tonterías! ¡Todavía queréis armar más jaleo! ¡Santo Dios! -añadió-. Pronto no podremos ir ni siquiera a misa.
Julio había sonreído con tristeza al leer las bases. Había en ellas algo que no perdonaría jamás: que se propusiera la sustitución del jefe de Policía. Apenas había terminado de leerlas, el Comisario irrumpió en su despacho llevando otra copia. «¡Monstruoso, monstruoso!», clamaba. Julio, al verle, dijo: «Comisario, esto va a ser duro. Hay que hablar inmediatamente con el general».
Julio pasó una hora examinando de cerca la obra de Cosme Vila. Llegó a la conclusión de que, de acceder a sus pretensiones, la ciudad desembocaría en una pintoresca situación: Cosme Vila, comisario; Gorki, jefe de Policía; Teo, alcalde, etc. Los obreros invadiéndolo todo; los demás no tendrían derecho ni siquiera a jugar al dominó en el Neutral. Julio pensó: «Excelente espectáculo para mi mujer, que quería verme con la alta sociedad». Y se imaginó a sí mismo barriendo el despacho de Cosme Vila, o aportando personalmente un nombre más al fichero de los suicidas.
Julio recibió un número incalculable de visitas. Todos los ocupantes de cargos cuyo relevo estaba previsto, se personaron en Jefatura a verle. El Inspector de Trabajo le dijo a Julio: «¡Menudo favor me hizo Largo Caballero mandándome aquí! Primero un petardo; ahora, un punterazo en salva sea la parte». El juez de Primera Instancia detalló en un informe interminable los atropellos jurídicos que todo aquello implicaría. «Por ejemplo, el cargo de juez, comprenda usted…» Julio le interrumpió:
– ¡Claro que le comprendo, mi querido amigo! ¡Claro que le comprendo!
A Julio toda aquella gente le pareció cobarde. Todos aquellos seres suplicantes que desfilaban por su despacho eran personas mayores, con una carrera, con experiencia de la vida; visiblemente el espectáculo de un millar de gorros ferroviarios dirigiéndose hacia ellos les amputaba toda facultad de razonar, toda confianza en sí mismos o en las leyes de la astucia.
Julio era el único que no perdía la cabeza. Era preciso admitir que mucha gente se dejaba llevar por el contagio, por la atracción que ejercía aquel seísmo social y, como consecuencia, en aquellos momentos las bases de Cosme Vila tenían infinidad de partidarios, incluso entre ciudadanos que nunca soñaron con el marxismo; pero el número de refractarios era también considerable. Todos los patronos grandes y pequeños, la masa intermedia de personas cuyas ocupaciones quedaban notoriamente al margen de la casilla «ocupaciones obreras», y que, por lo tanto, tendrían que colaborar en el fondo colectivo sin sacar nada de él.
A Julio le parecía que por ahí había errado Cosme Vila. Pasada la primera sorpresa, empleados de Banca, funcionarios de toda suerte, las propias clases del Ejército, los guardias de Asalto, aparejadores, modistas, todos aquellos cuyas manos no salían encallecidas de la jornada de trabajo, se levantarían contra sus pretensiones de dominio absoluto. Además, se produciría la escisión: en una misma fábrica los que trabajaran en las máquinas se considerarían proletarios, y, en cambio, negarían tal título y las ventajas inherentes a él al cajero y a los demás empleados del despacho.
– Ahí Cosme Vila ha perdido un punto -le dijo Julio a Antonio Sánchez-. Lo inteligente es ganar posiciones creándose el menor número posible de enemigos. A menos -añadió- que se disponga de una superioridad numérica o material aplastante, en cuyo caso lo mismo da. Pero a esto no ha llegado Cosme Vila.
Y por ello sospechaba Julio que Cosme Vila se había opuesto la creación de la Milicia Popular armada; porque comprendía que a local o posición ocupados correspondería una interminable lista de descontentos. Y, en realidad, éste era el aspecto que Julio consideraba más grave de las bases: la Milicia Popular. El jefe de Policía sabía que mientras los guardias, los caballos, los fusiles y las porras estuvieran a sus órdenes, en un momento podría restablecer la normalidad, como había ocurrido cuando las barricadas de los anarquistas.
También el general estaba furioso por lo de la Milicia. Cuando Julio le llamó por teléfono, contestó: «¡Es absolutamente intolerable, y lo que deberían hacer ustedes es meter inmediatamente en la cárcel a toda esa gentuza!»
Julio no compartía la opinión del general. Julio no perdía la cabeza, pero al advertirle al Comisario que la situación era difícil, habló sinceramente… Los acontecimientos tomaban una dirección que nunca hubiera previsto y haría falta un gran tacto. Un instante en que Antonio Sánchez salió del despacho, le pareció sentirse fatigado. Se puso a jugar con la llave del cajón del escritorio, introduciéndola en la cerradura y sacándola de ella. Pensó un momento en Carmen Elgazu: «El odio a la religión los ciega a ustedes». De pronto, al ver el retrato de José Antonio, que, aunque puesto de cara a la pared estaba allí, se levantó indignado consigo mismo. Dijo: «Manos a la obra». Y tomó el listín de Teléfonos y llamó a los Costa y a Casal. Su decisión de rechazar las bases en bloque -acaso con ligeras salvedades- estaba tomada.
Cosme Vila había concedido ocho días de plazo. En aquellos ocho días era preciso crear un dispositivo que pulverizara los efectos de la huelga en el momento en que ésta se produjera.
Los Costa contestaron a su llamada. Al reconocer la voz de Julio, lanzaron una exclamación de júbilo. ¡Por fin! Los Costa no le perdonarían jamás a Cosme Vila que los hubiera incluido en el Apéndice del Proletario fumando un puro. Los dos industriales entendían que si habían conseguido fumar puros ello lo debían a una vida entera de trabajo y, por otra parte, su ideal era que los fumara todo el mundo. «Por el contrario, ese idiota de Cosme Vila -les decían a sus mujeres- lo que pretenden es que todos fumemos almendra tostada.»
También a Casal le alegró la llamada telefónica, a pesar de que al jefe socialista las bases no le daban ningún miedo. Al oírlas en el Teatro ya tuvo la seguridad de que serían un fracaso. Y luego se había afincado en su opinión. Los militantes de la UGT y otras personas neutrales consideraban todo aquello una aberración. Su propia esposa le había dicho: «Francamente, cuando vea a la mujer de Cosme Vila le diré lo que pienso de esto». Sólo los camareros le habían indicado a Casal: «Pues desde luego seis horas de trabajo no está mal…»
No obstante, algo preocupaba a Casal: la lucha que adivinaba en el interior de David y Olga. Se daba cuenta de que David y Olga vivían unas horas de auténtica prueba. Casal los sabía demasiado enteros para renegar de sus ideas a cambio de imponer el Manual de Pedagogía. Sin embargo, antes que otra cosa eran maestros; la profesión los obsesionaba.
Antes de salir para Jefatura les preguntó:
– Supongo que, haga lo que haga, estaréis conmigo…
David y Olga se escandalizaron.
– ¡Naturalmente! -contestaron. Olga añadió-: La actitud de Cosme Vila es canallesca.
Ignacio no lograba comprender que su ex compañero de trabajo Cosme Vila hubiera llegado a tales extremos. Tampoco conseguía olvidar la ofensa que le infligió al ridiculizar a Marta en El Proletario. A veces, al contemplar a su novia, la veía con la boca enorme, de oreja a oreja; tenía que hacer un soberano esfuerzo para seguir el consejo de prudencia que le diera su padre.
En este estado de ánimo influyó mucho la actitud de los del Banco, que sin ser comunistas asistían divertidos al espectáculo. Y además… la pérdida de la calma que le había aconsejado mosén Francisco. Volvía a estar nervioso. Y ya llevaba tiempo sin confesar.
Ignacio había rechazado por absurdo el proyecto de subir al local del Partido Comunista y obsequiar a Cosme Vila con un puñetazo. Pero deseaba con toda el alma que la revolución de éste fuera un fracaso. Confiaba en que Julio en aquellos ocho días daría pruebas de eficiencia. Matías le decía: «Pues claro que sí, ya verás, ya verás».
Ocho días de espera. Cosme Vila había dicho: «Durante estos ocho días todo el mundo al trabajo y a cumplir con su deber». Era curioso que los hombres anduvieran constantemente perdonándose la vida, concediéndose plazos. Aquello permitía, claro está, muchas cosas. Por ejemplo, respirar y darse cuenta de que una vez más había estallado la primavera, de que crecían flores y la hierba estaba hermosa en el valle de San Daniel, aun cuando el arquitecto Ribas no se acordara de ir a pintarla con su caballete portátil. Permitía contemplar a Pilar dando pruebas de gran entereza, contando, a pesar de todo, anécdotas del taller de costura, en el que por lo visto el buen humor no había menguado. Permitía contemplar a Carmen Elgazu rezando el mes de María en el cuarto de Pilar con una mariposa encendida ante la Virgen. Y ver a Marta soplando graciosamente en dirección a su flequillo.
¡Bendita tregua, que permitía reflexionar! ¿Qué se proponía Mateo respecto del doctor Relken…? «Se enterará de que con España no se juega.» A Ignacio le parecía adivinar, y temía que las consecuencias fueran graves para su amigo. Por otra parte, faltaban quince días para los exámenes y Mateo se había retrasado mucho. Sin contar con que el muchacho tenía prohibido ausentarse de la localidad. ¿Cómo haría para examinarse en Barcelona? El profesor Civil sufría por ello, además de que la noticia de que su hijo Benito era de Falange le había acortado la vida.
Ocho días de espera. El sábado, Mateo le propuso a Ignacio ir precisamente al valle de San Daniel. Ignacio le acompañó. Anduvieron en silencio, contemplando la naturaleza. El Galligans, convertido en arroyo, el camino que lo bordeaba, la tapia del convento de clausura. Al otro lado de la tapia se erguían unos cipreses… y se oían risas. Las monjas. La media hora de recreo al día. Se decía que en aquella media hora podían reír y saltar y perseguirse por el jardín… entre cipreses. Mateo se detuvo para escuchar estas risas. ¿Estarían las monjas al corriente de lo que ocurría en la ciudad?
Mateo pensó en César. Arrancó un poco de hiedra de la tapia. Luego la tiró, porque no olía. Cantaban las ranas en el arroyo. Cruzaron un pequeño puente de madera. Con sólo volverse veían aún el campanario de la Catedral. Flores, flores silvestres entre los prados, en las orillas del camino. Margaritas, amapolas. Los perros se paraban para ver a los dos muchachos. Era la tregua, que permitía reflexionar, que permitía el despliegue dulce de la primavera.
Mateo dijo por fin:
– A veces uno tiene ganas de irse a vivir a una isla.
Ignacio no contestó. Mateo se le acercó y le asió del brazo un momento.
La reunión que Julio tuvo con los Costa y Casal, a la que asistió el doctor Relken en calidad de consejero, fue un fracaso. El plan de Julio era conceder a Cosme Vila algo de lo que pedía -para dar impresión de imparcialidad- y negarse a todo lo restante. Pero al precisar este «algo» fue cuando se produjeron las discrepancias.
Cuando Julio sugirió acceder a la clausura de los locales derechistas, los Costa se opusieron a ello en nombre de la libertad de asociación que preconizaba la República. Cuando sugirió la clausura de los conventos, se opuso Casal en nombre de la libertad de cultos. Las Cooperativas obreras, subvencionadas por los bienes del Obispado y los Bancos, a los Costa les parecieron una patochada. No hubo acuerdo.
Ni siquiera el doctor Relken, con su eterno sonsonete de «unidad», consiguió mejor resultado.
De modo que, después de prolijas discusiones, los reunidos se dispersaron. ¡Y, sin embargo, era preciso hacer algo en contra de Cosme Vila! Los Costa decidieron apelar a la Generalidad, Casal consultó con Barcelona y el Partido Socialista le contestó: «No es cosa de que por un puntillo de provincias echemos a perder las buenas relaciones que nos unen con el Partido Comunista». Por si fuera poco, la logia le ordenó: «Aténgase a las normas generales del Sindicato».
Y, no obstante, nada de ello alteró la decisión de Julio: las bases fueron denegadas. Julio, de acuerdo con el Inspector de Trabajo, publicó la nota oficial. Sólo se accedía a la número cinco: clausura de los locales de los partidos derechistas y del taller en que se imprimía El Tradicionalista. Lo demás era considerado un atentado, y las autoridades tomaban las medidas necesarias para sofocar cualquier intento de imponer las bases por la fuerza.
Apenas la radio y El Demócrata hicieron pública esta decisión, todo el mundo comprendió que la ciudad entraba en un momento decisivo.
Todo el mundo sabía que el Comité Ejecutivo del Partido Comunista estaba reunido en sesión permanente, en compañía de dos delegados de Barcelona que quedaron en Gerona en espera de la respuesta oficial; era de prever que la réplica de Cosme Vila sería fulminante.
Y, no obstante, Cosme Vila dio prueba, una vez más, de sangre fría. Recibió la nota escrita. Teo se levantó como una torre y preguntó: «¿Qué se hace?» Cosme Vila le miró y contestó: «De momento, ir a la Comisaría, agradecer la aceptación de la base número cinco y preguntar cuándo será puesta en práctica. Luego veremos».
Los dos delegados de Barcelona asintieron con la cabeza; y Cosme Vila, acompañado de Gorki, realizó la gestión.
Julio los recibió en su despacho. Cosme Vila llevaba la lista de los locales afectados por la orden de clausura: imprenta de El Tradicionalista; redacción de este periódico, que era a la vez el local de los monárquicos; CEDA, Liga Catalana, Acción Católica, Congregación Mariana. Cosme Vila preguntó:
– ¿Cuándo será cursada la orden?
Julio contestó:
– Ya está cursada, excepto Liga Catalana. Liga Catalana -añadió en tono enérgico- continuará abierta…
Cosme Vila le miró y no insistió. Luego, el jefe del Partido Comunista dijo:
– Nosotros deseamos alquilar la imprenta de El Tradicionalista. En cualquier caso, pagamos cinco pesetas más que el mejor postor.
Julio contestó:
– Se abrirá un concurso legal.
Cosme Vila y Gorki se retiraron. Hasta media tarde, pues, no informó Teo de que las órdenes habían sido efectivamente cursadas a don Pedro Oriol, a don Santiago Estrada, al Obispo en persona, y que los guardias de Asalto habían sellado los locales. Entonces el jefe del Partido Comunista decidió movilizar a sus afiliados. Se personó en la emisora y decretó la huelga general. Luego convocó a todo el mundo para el día siguiente, a las tres y media de la tarde, en el Puente de Piedra. Y mandó enlaces a las células de los pueblos, especialmente a los campesinos, para que acudieran en masa a la manifestación.
Mosén Alberto, que desde la muerte de la sirvienta parecía otro hombre, obsesionado por la idea de hacerse digno del trágico fin que tuvo la mujer, al oír la alocución de Cosme Vila se levantó, se dirigió a su cuarto y arrodillándose rezó con toda su alma para que Dios tuviera compasión de la ciudad. Mateo comprendió que el momento era propicio para actuar. Comprendió que ni el señor obispo ni don Pedro Oriol ni don Santiago Estrada estaban en condiciones de replicar de una manera eficaz. La independencia ideológica de Falange le abría las puertas, una vez más… Cuando el hijo de don Jorge fue a verle a la Tabacalera, cumpliendo el encargo que le había hecho Pilar, Mateo le puso al corriente de su conversación con Julio y le dijo:
– Mi despacho está sellado, y el Partido declarado ilegal. Y, sin embargo, tengo que hablaros. El Rubio ha accedido a que nos reunamos en su casa. Avisa, pues, a todos los camaradas para que vayan allí a las siete y media. A todos, excepto uno: Roca. Dile a Roca que le excluyo simplemente porque es indispensable que, por lo menos, uno de nosotros quede a salvo… En el puesto de Roca asistirán dos nuevos camaradas ingresados… dos guardias civiles: Padilla, muy eficaz, ya le conoceréis, y otro llamado Rodríguez. Avisa también a Marta.
Jorge cumplió. Y, entretanto, Cosme Vila hizo su declaración por radio. De modo que Mateo se dirigió a casa del Rubio consciente de la importancia capital de aquella reunión.
Se reunieron en la cocina, y el Rubio salió al balcón, con el casquete de la Pizarra Jazz, para distraer a los vecinos…
Mateo se dio cuenta en seguida de que un punto de desánimo había ganado a sus camaradas. Sólo la presencia de los dos guardias civiles operó benéficamente. Pero todos pensaban en el peligro, y en el calabozo en que se mordían los puños Octavio, Haro y Rosselló. Mateo les dijo:
– Camaradas, la huelga general ha sido decretada. La situación será caótica. Es el momento propicio para hacer oír nuestra voz, al modo como elegimos el de los incendios en las montañas para repartir nuestras primeras octavillas. Esta vez es preciso obrar. No temáis que nuestras acciones queden diluidas por el hecho de que Cosme Vila ocupe el primer plano de la actualidad; por fortuna, Falange tiene estilo propio y nada de cuanto hagamos, por insignificante que sea, pasa inadvertido. Yo propongo a vuestra aprobación dos acciones simultáneas. Una, que demuestre que estamos en contra de quienes, en nombre de la izquierda y de los avances sociales, desintegran a España; otra, que demuestre que estamos en contra de quienes, en nombre de la derecha y de la defensa de España, cometen barbaridades. Es decir, iremos de un lado, contra el teniente Martín; de otro, contra el doctor Relken.
Hubo un murmullo de curiosidad.
– Para darle una lección al teniente Martín, Falange irá al cementerio -dos camaradas- y reparará la ofensa que aquél infirió a Joaquín Santaló y a Jaime Arias. La tumba del diputado continúa llena de barro, y la cruz en el suelo. Se pondrá en pie la cruz, se limpiará la lápida, de forma que el nombre aparezca de nuevo, y se colocarán cinco rosas a sus pies. Y lo mismo ante la fosa de Jaime Arias. Se quitará la indigna placa de metal que hay y se colocará en su lugar una pequeña lápida que encargué a Pedro, en la que hemos borrado la palabra «Taxista». Dice simplemente: «Jaime Arias, cuarenta y dos años. Murió el 7 de octubre de 1934. Deseamos su descanso eterno». Y a sus pies, otras cinco rosas. -Mateo marcó una pausa. Luego añadió-: Y se rezará un padrenuestro en cada tumba.
Los asistentes estaban emocionados y Mateo continuó:
– Creo que los camaradas Jorge y Civil son los indicados para llevar a cabo este acto de servicio. Y sería de desear que, a pesar de las circunstancia, llevaran camisa azul.
Jorge fue el primero en reaccionar.
– ¿Crees que nuestro acto será bien interpretado? -preguntó.
Mateo repuso:
– Demostraremos que no nos gustan los ataques a quienes no pueden defenderse. Y si no somos bien interpretados, nosotros habremos cumplido. -Luego añadió-: Si alguien tiene algo que objetar, le ruego que lo diga.
Nadie decía nada. El mayor de los guardias civiles preguntó:
– ¿Y la segunda acción de que hablaste?
Mateo acercó un poco más la silla a los asistentes.
– Ya os lo he dicho: se trata del doctor Relken. Supongo estaréis de acuerdo conmigo en que lo que ocurre es una ignominia. Lleva ya muchos meses aquí dándonos la lata. Nos ha tratado de trogloditas, de analfabetos, de estadio intermedio entre el cafre y el hombre civilizado. No le gusta nuestro aceite, ni el horario de las comidas, ni que matemos toros jugándonos la vida. Nadie le dice nada, nos roba hasta nuestras Vírgenes. Conclusión: hay que pegarle una paliza fenomenal, que le impida ver la huelga desde fuera de la cama.
La reacción fue instantánea. Todo el mundo se ofreció voluntario; incluso Marta… Sobre todo, los guardias civiles parecían gozar de antemano el placer de saldar las cuentas pendientes con el doctor.
– ¡Calma, calma! -rogó Mateo-. A mí me parece… que hay que hacer esto mientras Benito y Jorge están en el cementerio; así que, la elección no es dudosa. -Se dirigió a los guardias civiles-. Vosotros dos, vestidos de paisano, y yo.
– ¿Tú también…? -preguntó Marta.
– Hija mía -repuso Mateo-, eso no me lo pierdo yo por nada.
El menor de los guardias civiles preguntó:
– ¿No es mucho tres contra uno? Su compañero, Padilla, respondió:
– ¿Por qué…? Bastante expuesto es el asunto.
Mateo asintió con la cabeza.
– Tenemos que ser varios, por diversas razones -explicó-. No se trata sólo de pegarle una paliza. Creo que, además, deberíamos pelarle al cero esa cabeza rubia tan mona que tiene.
Marta se retorció la muñeca izquierda con entusiasmo.
– ¡Cuando lo sepa Pilar! -exclamó.
– Luego -añadió Mateo-, ya que no le gusta el aceite corriente, se lo daremos de ricino.
Jorge hizo una mueca de repugnancia.
– Y sobre todo -continuó Mateo- hay que rescatar todas las imágenes y devolverlas al Museo.
Padilla, el mayor de los guardias civiles, parecía hombre experimentado y habló de los inconvenientes que presentaría la ejecución del acto.
– De eso hablaremos luego nosotros -dijo Mateo-. Pero no creo que sea demasiado difícil. Mañana es sábado y en los hoteles hay mucho jaleo.
Jorge y Benito Civil vivían un poco ajenos al proyecto del Hotel, No pensaban más que en lo suyo, en la cara que pondría el sepulturero al verlos entrar en el cementerio y dirigirse a las tumbas de Joaquín Santaló y Jaime Arias. «Creerá que las diez rosas que llevamos son diez cargas de trilita.»
Padilla continuaba rascándose la cabeza.
– Hay otro asunto -dijo- del que no hemos hablado. -Miró a todos-. ¿Qué pasará luego…?
Todo el mundo cayó en la cuenta de que existían autoridades.
– A vosotros… nada -dijo el guardia, señalando a Benito Civil y a Jorge-. Nadie podrá haceros nada por rezar un padrenuestro en el cementerio. A nosotros -continuó, señalándose a sí mismo y a su compañero, Rodríguez- tampoco. Vestidos de paisano no nos reconoce ni Dios en Gerona; y tanto mejor. Pero si pasamos a…
– Perdona -le interrumpió Mateo, al oír que nadie los reconocería-. Es preciso que se sepa que ha sido Falange.
– ¡Ya se sabrá, hombre de Dios, ya se sabrá! -exclamó Padilla-. Pero una cosa es que se sepa que ha sido Falange, y otra que se sepa que ha sido Padilla y Rodríguez, ¿no te parece? -El guardia añadió-: En resumen: aquí el único que peligra eres tú. -Se dirigió a Mateo-. ¿Qué harás luego?
Mateo hizo un gesto de impaciencia.
– ¡Huy, no preocuparse por mí! Ya hablaremos luego de lo mío. Ahora lo que interesa es eso. Explicar a la gente el porqué Falange ha llevado a cabo estas dos acciones. Naturalmente… el doctor dará mi nombre. -Reflexionó un momento-. Pero además creo sería preciso repartir unos folletos fijando nuestra posición.
Rodríguez guiñó el ojo a la manera andaluza.
– Echarlos desde las azoteas, como hacían en Sevilla.
Padilla dio su conformidad al plan. Luego preguntó, cortando:
– ¿Dónde se imprime eso?
Mateo exclamó:
– ¡Oh! Aún hay que redactarlo.
Marta se apartó el flequillo a uno y otro lado.
– Mi padre en el cuartel tiene ciclostyl -dijo-. Me lo prestará.
Mateo le preguntó:
– ¿Estás segura?…
– ¡Claro que sí!
Padilla la miró. Se veía que en tal clase de asuntos desconfiaba de las mujeres.
– Muchas veces voy a ver a mi padre allí -explicó Marta-. El ciclostyl lo tiene en su despacho. Además… se lo digo. Y me acompañará.
Mateo salió en defensa de Marta y dio la cosa por resuelta.
– De acuerdo -dijo-. Esta tarde tendrás el texto.
– ¿Cuántos imprimo? -preguntó la chica.
– Saca los que puedas.
Padilla insistió en saber qué pensaba hacer luego Mateo.
– Piensa que Julio, tocándole al doctor…
Mateo se pasó la mano por la frente.
– Sí, claro… -admitió-. No sé. -Luego añadió-: No tendré más remedio que permanecer escondido en algún sitio.
Marta le miró presa de repentina emoción.
– Claro, claro -añadió Mateo. Se sacó un pitillo y el mechero de yesca-. Adiós, luz del sol.
Hubo un momento de silencio.
– Vamos a ver -propuso Padilla-. Tal vez el Rubio te permita quedarte aquí.
Mateo movió la cabeza. Luego hizo un gesto de impaciencia.
– ¡Bueno! Dejemos eso ahora. Ya lo pensaré.
Terminada la sesión llamaron al Rubio. El muchacho apareció en la puerta de la cocina llevando en las manos el saxófono.
– ¿Qué pasa?
Al verlos a todos reunidos con tanta seriedad, revivió sus tiempos de conspirador anarquista.
– Menuda orquesta tengo yo aquí.
Mateo sonrió.
– Nos vamos -dijo.
El Rubio tomó asiento mientras algunos se levantaban.
– No vais a salir todos juntos, supongo.
– Nada de eso. -Mateo señaló a Benito Civil y a Jorge-. De momento saldrán ésos.
Jorge preguntó:
– ¿A qué hora lo del cementerio?
– Mañana, a las cuatro de la tarde.
Mientras los dos muchachos se despedían, Rodríguez dijo, dirigiéndose al jefe:
– Hay otro aspecto de la cuestión… Todo esto perjudicará a Octavio, Haro y Rosselló…
Mateo guardó un instante de silencio. Luego dijo:
– No hay otro remedio.
Cosme Vila había anunciado la concentración de militantes y adheridos al Partido Comunista para las tres y media de la tarde. La mañana transcurrió, pues, con extraña calma. Nada de barricadas, ninguna coacción. Los únicos huelguistas que se veían circular pertenecían a la hornada anterior, eran los hijos del Responsable. A las razones que éstos tenían de desear reintegrarse al trabajo -cansancio, falta de reservas- ahora se unían las ganas de llevar la contraria a Cosme Vila. No obstante, el Responsable había ordenado: «Aguantar firme. Todo el mundo sabe que fuimos nosotros los que abrimos brecha. Vamos a ver con quiénes desearán tratar las autoridades, si con ellos o con nosotros».
Y, sin embargo, el Responsable vivía amargado. Eran malos días para él. Tenía que resignarse a asistir al desarrollo de las maniobras comunistas. Lo mismo que en la noche de la Asamblea, aquella tarde él y Porvenir, instalados en un café, tuvieron que limitarse a contemplar las riadas de hombres con gorro de ferroviario y de mujeres que llevaban insignias del Partido de Cosme Vila, que iban agrupándose en la Rambla en medio del orden más perfecto.
El Responsable decía:
– No pasan de quinientos tíos.
Porvenir jugaba con una baraja entre las manos.
– ¡No seas optimista! A estas horas ya nos doblan.
Y faltaban todavía sesenta minutos para la hora fijada.
A las tres y media en punto, en la Rambla no cabía nadie más. Era una tarde bochornosa. Fue el momento en que aparecieron en el Puente de Piedra Cosme Vila, Víctor, Teo y la valenciana. Cosme Vila se había puesto por primera vez corbata roja, que llameaba al sol.
La multitud, al verlo, enmudeció. ¿Quién iba al lado de Cosme Vila? Los más próximos reconocieron al místico orador de Barcelona, al que le faltaba un brazo. Su presencia emocionó a todos. Apareció un taxi descubierto, en el cual se había instalado un altavoz. Gorki iba en él, de pie, y sería el encargado de transmitir las órdenes. Se veían muchos balcones cerrados, así como muchas tiendas.
Gorki leyó ante el micrófono una cuartilla escrita por Cosme Vila. Era preciso desfilar, en acto de protesta, primero ante la Inspección de Trabajo, por no haber sido aceptada la jornada de seis horas. Luego ante Comisaría, etc… Señaló el itinerario. Citó el local de la CEDA, cuya clausura al parecer había sido ficticia, ya que por la escalera de atrás iban retirando las cuatro mil prendas de abrigo con que por Navidad quisieron comprar el voto de los pobres.
Todo el mundo vestía ropa de trabajo. Se veían algunas alpargatas nuevas, relucientes. E inmediatamente comenzó el desfile.
El Inspector de Trabajo, al serle notificado que se acercaba la manifestación, adoptó una decisión espectacular: cerró balcón y ventanas, entornando incluso los postigos. Y lo mismo él que los funcionarios permanecieron en el interior, trabajando como si tal cosa.
Cuando el gentío se hubo situado enfrente del edificio, Cosme Vila llamó a Teo. Le entregó un papel que contenía la nota de protesta. Le dijo: «Sube y espera la respuesta». Teo cumplió; el Inspector rompió en pedazos la comunicación en las propias narices del carretero. Teo apretó los puños y bajó. Cosme Vila escuchó su relato. Luego miró a los balcones y dijo a Gorki: «Comunica esto a los camaradas». Gorki, de pie en el taxi y por medio del micrófono, describió a la multitud la entrevista.
Éste fue el sistema que empleó el jefe en cada uno de los jalones del itinerario. En la Comisaría fue Julio quien recibió a Teo y quien le dio una nota escrita: «La Jefatura de Policía no consentirá nunca que se implante en la ciudad una dictadura proletaria. Y se mostrará implacable contra cualquier ciudadano, grupo o masa que intente alterar el orden público o adueñarse de la calle».
Gorki comunicaba cada vez a la multitud, por medio del altavoz, la respuesta de las autoridades, añadiendo: «¡Camaradas! ¡Nuestra réplica es ésta: huelga general!»
Después de Comisaría se dirigieron, siguiendo la calle de Ciudadanos, hacia el Ayuntamiento. Al pasar ante el Banco Arús, Cosme Vila miró hacia los grandes ventanales opacos. Se entreveía una luz dentro. Reconoció la de la mesa del subdirector. El subdirector estaría allí, movilizando invisibles ejércitos contra la Masonería.
En el Ayuntamiento, el alcalde no estaba; el secretario, tampoco; ningún concejal.
– ¿Es que habéis abandonado esto? -preguntó Teo, agitando el papel de protesta en la mano.
Un hombre de edad avanzada salió de un cuartito donde se guardaban los objetos perdidos.
– ¿Qué pasa?
Vio la multitud afuera, a Cosme Vila con las manos en los bolsillos. Teo le entregó la nota.
El hombre se puso las gafas.
– Cooperativas, Servicios gratis… -Se quitó las gafas y miró a Teo-. Y el señor alcalde limpiándoos lo que yo me sé, ¿no es eso?
Era el conserje fiel: cincuenta años de servicio.
– ¡A callar! -ordenó Teo-. ¡Entrega esto al alcalde y que conteste por escrito!
Gorki gritó por el altavoz:
– ¡Camaradas, ya veis que el recorrido va siendo pródigo en resultados!
La multitud se impacientaba. En aquel momento aparecieron patrullas de guardias de Asalto que por lo visto iban siguiendo la cosa de cerca. Hubo un momento de silencio. Todo el mundo miró hacia Cosme Vila.
Por el lado del río se oyó, al mismo tiempo, un timbre de bicicleta. Alguien montado en bicicleta pedía abrirse paso. Llevaba un pañuelo rojo en el cuello y gritaba: «¡Dejadme pasar, dejadme pasar!»
Algunos querían echar el intruso al río, pero otros reconocieron en él al hijo del sepulturero.
– ¡Quiero hablar con Cosme Vila!
El hijo del sepulturero, bordeando los límites de la manifestación, consiguió llegar a presencia del jefe. Bajó de la bicicleta, saludó puño en alto y le comunicó que en aquellos momentos dos falangistas habían entrado en el cementerio llevando algo rojo en las manos.
Cosme Vila enrojeció, pero contestó: «Bueno, bueno, ahora no estamos para falangistas», Y dirigiéndose a la multitud ordenó:
– ¡Nada, nada! ¡Adelante, continuad hacia la CEDA!
La masa se puso en marcha de nuevo. Y al alcanzar el local de la CEDA comprobaron que, en efecto, todo había sido evacuado por una puerta trasera. Aquello puso furioso a todo el mundo, especialmente a la valenciana. De vez en cuando se apoderaba del micrófono el manco de Barcelona y, dirigiéndose a la ciudad en general, decía: «¡Ciudadanos, secundad nuestra huelga!» Huelga, huelga. Ésta era la consigna. Los militantes, enardecidos por el recorrido y por el sol que caía, iban invitando a los comerciantes a cerrar sus tiendas y ostentaban carteles. ¡Sobresalían los murcianos, que de pronto habían abandonado al Responsable y se habían unido a Cosme Vila, al igual que los camareros! Cosme Vila sabía que, a partir de aquel momento, empezaba lo importante: la manifestación ante los cuarteles. Probablemente los oficiales habrían sido avisados. ¿Qué ocurriría? Era preciso ser prudente.
Cruzaron el Puente de Piedra. Hubo una escena jocosa, pues abajo, en el río, había varios pescadores de caña, absortos en su cometido. A los murcianos les pareció aquello una traición. «¡Eh, eh -les gritaron-, que estamos en huelga!»
Y entonces ocurrió lo inesperado. Llegó otro mensajero, esta vez un hombre de edad avanzada, obeso, camarero del Hotel Peninsular. A codazos se abrió paso en dirección a Cosme Vila y le comunicó en voz alta:
– Camarada… el jefe de Falange y dos desconocidos han asaltado en el Hotel la habitación del doctor Relken y han dejado al doctor sangrando por todos lados.
Cosme Vila quedó inmóvil. Le pareció entender que Falange había elegido aquella tarde para dar un golpe decisivo. Cementerio, doctor Relken. ¿Qué más prepararían?
Cosme Vila recobró la calma. Se acercó a Gorki y le dio instrucciones. Gorki comunicó a la multitud el atentado falangista. «¡Han irrumpido en la habitación de un amigo del pueblo, el doctor Relken, y, atacándole tres contra uno, le han causado heridas graves!»
Se oyó un inmenso rugido. Y de pronto gritar: «¡Ar… mas, ar… mas!» Cosme Vila había supuesto que la masa pediría ir al piso de Mateo Santos, en la plaza de la Estación. Pero ocurrió lo contrario. El instinto les dictaba que antes que otra cosa era preciso pedir armas y ya los más avanzados habían doblado la esquina en dirección a los cuarteles de Artillería. Entretanto, el cielo se iba tiñendo de un rojo caliginoso, indescriptible. Nubes temblorosas, de tarde, cruzaban el horizonte por el lado de la Catedral, huyendo del sol.
De repente, este cielo grandioso pareció ensombrecerse. Como si algo se interpusiera entre la multitud y el sol. ¿Qué ocurría? Bandadas de pájaros surgían de los tejados. No eran pájaros, era algo más leve aún. Eran octavillas que descendían con lentitud por el espacio, remontando a veces a pesar de la falta de aire.
El desconcierto duró un segundo tan sólo. ¡Octavillas de propaganda! Todo el mundo, incluso el propio Gorki, imaginó que era una sorpresa que les había preparado Cosme Vila, y los brazos se levantaron esperando los papeles.
Por fin Gorki, desde un taxi, tomó, arrugándolo, el primero que se puso a su alcance. Lo desdobló y se dispuso a leerlo ante el micrófono. Pero en aquel momento Cosme Vila se lo arrancó de las manos.
«¡Españoles…! ¡Os habla Falange Española! ¡Hoy hemos puesto cinco rosas rojas en la tumba de Jaime Arias, porque entendemos…»
Cosme Vila apretó los dientes. Y al mismo tiempo oyó un rumor profundo, de mar bravía. Cada militante agarraba una octavilla pensando que era el Partido Comunista quien le hablaba. Al comprender que era Falange Española, barbotaba algo ininteligible. Los guardias de Asalto, con octavillas en la mano, miraban atónitos a los tejados.
Los cuarteles estaban a la vista. «¡Armas! ¡Armas!» Cosme Vila se puso en marcha, todo el mundo le siguió.
El centinela, al ver la muchedumbre que se acercaba, salió de la garita. «¡Cabo guardia…!» Éste salió. Llamó al oficial. Un alférez joven que se dispuso a esperar al emisario.
El emisario fue, como siempre, Teo. El alférez tomó la nota en sus manos. «Teniente Martín, Milicia Popular, entrega de armas…»
El alférez miró al gigante. Luego gritó:
– ¡Guardia, a formar!…
Salieron los soldados y la guardia formó. Algunos de los soldados habían asistido a la Asamblea del Partido Comunista y sonreían bajo el casco. El alférez, en cambio, era amigo del teniente Martín y, sobre todo, sentía gran respeto por el comandante Martínez de Soria.
El alférez dijo a Teo:
– Contesta a tus jefes que transmitiré esto. Son mis palabras como oficial de guardia. -Luego añadió-: Como simple oficial del Ejército, diles que siento no disponer de un bombardero para lanzar una tonelada de píldoras sobre todo vosotros. ¡Rompan filas…! ¡Mar…!
Teo se caló la gorra hasta los ojos. Transmitió el recado a Cosme Vila. Gorki lo comunicó a la multitud.
Era algo más de lo que podía pedirse. Una piedra salió zumbando y dio en un cristal del cuartel. Cosme Vila comprendió la gravedad de la situación y se apoderó personalmente del micrófono. «¡Camaradas, seguidme! ¡Seguid a vuestro jefe! ¡Ya volveremos aquí!» Su intención era alejar a la masa de la zona militar. Le costó lo suyo. Especialmente las mujeres insultaban al oficial, quien continuaba impertérrito en la puerta del cuartel.
Sólo la esperanza de que Cosme Vila los llevara hacia algún sitio concreto desde donde preparar el asalto consiguió vencer a la multitud. «¡Armas, armas!» Siguieron a Cosme Vila. Éste no llevaba dirección fija, reflexionaba solamente. De pronto apareció al otro extremo de la explanada que se extendía detrás de los cuarteles una nube de chicos, que visiblemente salían de la escuela. Con carteras a la espalda, con sus libros en la mano, jugando a los boliches.
Los pequeños, al ver la manifestación, se asustaron. Algunos echaron a correr, otros se refugiaron en los portales o en la reja del monumento militar de la plaza, altísima columna en cuya cima rugía un león.
Cosme Vila observó que algunos de estos últimos llevaban papeles en las manos. ¡Octavillas falangistas! Se les acercó y les preguntó:
– ¿De dónde habéis sacado esto? -Ninguno contestaba.
– ¿De dónde habéis sacado esto? -repitió, enfurecido.
Uno de ellos contestó.
– Han caído en el patio de los Hermanos.
– ¡De los Hermanos…! -Gorki oyó al chico. Miró a Cosme Vila. Cosme Vila asintió con la cabeza.
– ¡Camaradas, el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana está lleno de octavillas falangistas!
No hubo necesidad de añadir nada más. El cordón que formaba la Presidencia fue roto, el taxi de Gorki quedó detenido, envuelto por la multitud. Todo el mundo se dirigió corriendo hacia los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Vagas y oscuras acusaciones se abrían paso en los espíritus. Alguien entró en un garaje y salió con latas de gasolina. Teo y la valenciana fueron los primeros en llegar ante el edificio, que aparecía quieto y extático entre campos de legumbres, dorado por el sol que había empezado a desplomarse tras las montañas de Rocacorba.
Los comunistas irrumpieron en el patio, cuya verja estaba abierta. Las octavillas se esparcían aquí y allá, aunque en pequeño número. Cruzaron hacia el otro lado, donde aparecía una puerta interior abierta. Entraron y no vieron a nadie. Los pasillos, desiertos. Se hubiera dicho que el Colegio estaba abandonado. Unos se desparramaron por las clases. Teo y la valenciana, con mejor instinto, atacaron una espaciosa escalera que se ofrecía ante ellos. Al llegar al primer piso se detuvieron. Se oían murmullos. «¡Allí…!» Siguieron por un corredor y de pronto apareció ante sus ojos algo oscuro, recogido: la puerta de la capilla. Al fondo, cirios encendidos, un altar: dos hileras de cabezas y un canto monótono.
La capilla quedó abarrotada de militantes que se dirigieron al encuentro de la Comunidad reunida. Los Hermanos volvieron la cabeza y, estupefactos, se levantaron. El armonio había enmudecido. Destacaba algo dorado en el altar, con un círculo blanco en el centro. Las intenciones de Teo eran inconcretas. «¡Todos ahí…!», ordenó, señalando la pared. Uno a uno, los hermanos obedecieron. Entonces, inesperadamente, surgió de la sacristía, con una vela en la mano, un hombre raquítico, que al ver a toda aquella gente quedó paralizado. Teo lo reconoció en el acto. ¡El hermano Alfredo!
Teo se acercó a él en dos zancadas y, derribando la vela de un manotazo y asiéndole por entre las piernas, le levantó como si fuera de papel.
La visión del Hermano enardeció a todos. Abajo, otros comunistas iban entrando en el patio. Arriba, la Comunidad asistía con los ojos desorbitados a todo aquello y el director no dejaba de mirar la Custodia. Pequeños misales, otros libros, sillas, caían sobre el altar. Un cirio se dobló y brotaron pequeñas llamas.
Teo, llevando al hermano Alfredo, se había dirigido al armonio y le obligaba a pisar las teclas con los pies. No brotaba ningún ruido y aquello volvía a poner furiosa a la valenciana.
Alguien se acercó al altar y roció de gasolina las proximidades de las llamas. «¿Qué haces?», gritó una voz. Dos de los Hermanos que estaban en, la pared intentaron dirigirse allá, pero fueron detenidos por brazos vigorosos.
Una súbita llamarada se levantó, ocultando tras una cortina de humo la imagen de San Juan Bautista de la Salle.
Teo continuaba jugando con el hermano Alfredo. Pero al oler a quemado y a la vista del incendio se dirigió a los ventanales. Quería abrir uno de ellos, pero en un santiamén los murcianos rompieron los cristales de todos. Sin embargo, el humo y la sofocación iban haciendo la capilla irrespirable. Gritos por todas partes. El humo que salía y la aparición de Teo llevando en hombros al hermano Alfredo enardeció a los de abajo.
«¡Caramelos, caramelos…!», gritó alguien. El grito hizo fortuna. «¡Caramelos a los chiquillos!» Alguien tiró una piedra. «¡Animal!», gritó Teo.
La valenciana no pudo resistir la tentación. Se acercó por detrás a Teo y dio un empujón al raquítico cuerpo del hermano Alfredo para tirarlo abajo. Teo resistió. Sin embargo, los de abajo habían visto la operación y por otra parte el incendio de la capilla se extendía a los bancos.
– ¡Tíralo, tíralo!
Se formaban cordones de hombres como dispuestos a recibir el cuerpo del Hermano, pues el ventanal era bajo. El Hermano había perdido el conocimiento, vencido por el vértigo y los zarandeos de Teo.
En aquel momento entró en el patio el taxi de Gorki. Teo no supo lo que le ocurrió. Oyó algo de Jaime Arias. Izó al Hermano y lo lanzó al espacio, hacia la derecha, donde vio que había un claro y unos peldaños.
Al instante, la primera llamarada brotó del primer ventanal. Una suerte de pánico se apoderó de todos. Los Hermanos se asfixiaban con el humo. La valenciana se dirigió hacia la escalera dando gritos de entusiasmo. Todo el mundo la siguió. Abajo eran muchos los que habían dado media vuelta y salido del patio. Aparecieron unos guardias de Asalto.
Poco después, parte del convento ardía. Algunos chiquillos se habían ocultado en la huerta. No sabían si contemplar aquello o el incendio tras las montañas de Rocacorba.
Al día siguiente llegaba César en el autobús Bañolas-Gerona. Los criados del Collell, seminaristas, se habían visto obligados a marcharse a pesar de que faltaba un mes para finalizar el curso. Los campesinos de la comarca les hacían la vida imposible, negándose a suministrar víveres al Internado si ellos no se marchaban.
El muchacho bajó en la plaza de la Independencia, con su maletita en la mano. Se dirigió con lentitud a su casa, donde ignoraban su llegada. La gente iba y venía con agitación. Oyó que alguien hablaba de que «todavía ardían maderos» y de «caramelos a los chiquillos».
– ¿Dónde arden maderos?
– En el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.
Entró en el piso de la Rambla. «¡César…!» Todos acudieron a abrazarle. La maleta cayó al suelo. «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido en el Collell?» Carmen Elgazu tenía su cara entre las manos y le comía a besos.
César intentó tranquilizarlos. Lo suyo no era nada. Estaba bien, estaba muy bien. Había tenido que marcharse porque la gente de los pueblos protestaba. Pero aquello no tenía importancia. Ya sólo faltaba un mes para finalizar el curso y además, antes de marchar, le dieron los aprobados. ¡Por Dios, lo importante era lo que ocurría en Gerona! ¿Qué ocurría en Gerona que ardían maderos en los Hermanos, que la gente corría por las calles?
Carmen Elgazu exclamó:
– Hijo mío, todo lo que puedas pensar es poco.
César tenía excelente aspecto. De nuevo ocupó la presidencia de la mesa. En los rostros de los suyos leía inquietud, pero a la vez el contento de tenerle entre ellos.
Carmen Elgazu se vio obligada a relatarle la muerte de la sirvienta, la situación en que se encontraba Mateo -escondido en el piso del Rubio-, la situación de Marta, las bases que habían presentado los comunistas.
Había algo que preocupaba mayormente a César. Saber si en los Hermanos había ardido la capilla.
Ignacio informó:
– Fue donde prendieron fuego.
Carmen Elgazu añadió:
– ¡La Sagrada Forma ha sido quemada, sí! Ya ves hasta dónde hemos llegado.
Matías hubiera deseado celebrar la llegada de César de otra manera.
– ¡Bien, bien! -cortaba-. Ya me estaba yo preguntando: ¿cuándo veremos a César?
César sonreía.
– Ya lo ves. Ya estoy aquí.
Pilar le contó más tarde que habían asesinado al hermano Alfredo. César quedó inmóvil. Se tocó las gafas.
– ¿Por qué precisamente al hermano Alfredo?
Ignacio contestó con naturalidad:
– Querían una víctima. Uno u otro tenía que ser.
El seminarista se hallaba visiblemente afectado, pero conservaba una extraña calma.
– ¿Y qué pasará ahora? -preguntó.
Carmen Elgazu volvió a intervenir:
– Nada, hijo. ¡Absolutamente nada! ¿Qué quieres? Eran más de mil.
– Bueno, bueno. Dejemos eso -decía Matías.
César se hizo cargo de que con su actitud intensificaba la pena de los demás. Matías se había levantado y miraba al río. El muchacho se dirigió a Pilar, la cual estaba preocupadísima.
– Pilar… -dijo-. ¿Cuándo podré saludar a Mateo?
La muchacha se volvió hacia él como tocada por un resorte.
– ¡Imposible! Piensa que te seguirán dondequiera que vayas.
Era inútil eludir un obstáculo; salía otro.
César preguntó por mosén Alberto y por mosén Francisco.
– Mosén Alberto, deshecho por lo de la sirvienta. Mosén Francisco… trabajando como siempre.
Entonces sonó bruscamente el timbre de la puerta.
– ¿Quién será?
Por un momento la familia supuso que sería Julio. No, Julio no; tal vez Marta.
– Pilar, vete a abrir.
Era don Emilio Santos. Todos se levantaron para recibirle. Al ver a César, el padre de Mateo tuvo una gran sorpresa y algo así como un presentimiento de que traería aires benéficos. Le puso la mano en la rapada cabeza.
– Mejor hubieras hecho quedándote donde estabas -le dijo.
César negó, sonriendo.
– Me echaron.
Don Emilio Santos tomó asiento. Carmen Elgazu fue a prepararle café.
– Me sentía solo, y he venido… -dijo. Todos exclamaron:
– ¡Bien hecho! ¡No faltaba más!
– Todo esto es una locura, César -comentó, mirando de nuevo al seminarista.
Matías preguntó a don Emilio:
– ¿No le han molestado a usted…?
Don Emilio movió la cabeza.
– Pues… ayer tuve una nueva visita de los agentes. -Luego añadió-: Parece mentira que Julio suponga que yo he de delatar a mi hijo.
Ignacio le dijo:
– No sé. No me gusta que se quede usted solo en casa.
– ¿Por qué? Yo no temo nada…
Ignacio insistió:
– No diga eso. Todos sabemos que le asusta quedarse solo.
El hombre movió la cabeza.
– No es que me asuste, Ignacio -explicó-. Pero es natural. A mí me gusta la vida familiar, ¿comprendes?
Ignacio no sabía qué decir. Don Emilio suspiró:
– Parece que medio mundo se ha vuelto loco -dijo-. Y lo que asusta -añadió- es pensar que el otro medio se defenderá.
Carmen Elgazu, que acababa de servirle el café, le miró con curiosidad.
– ¿Cree usted que la otra mitad se defenderá?
Don Emilio tomó un sorbo.
– ¡Claro! -exclamó, sintiéndose reconfortado-. Miren ustedes. Puedo darle un detalle. En la Tabacalera, el cajero, que no es hombre bélico ni mucho menos, les aseguro, se presentó ayer con una de las octavillas de Falange y dijo: «Hay que reconocer que esto es algo».
Ignacio hizo un gesto de escepticismo.
– Sabe usted… -dijo- lo de Mateo es muy bonito, pero…
– ¿Pero qué…?
– Pues… que asaltar conventos es más fácil.
– No tan fácil -dijo Matías.
– ¡Bueno! Quiero decir que le es más fácil a Cosme Vila ganar adeptos.
Ignacio añadió, después de un silencio:
– Me avergüenzo de lo que está ocurriendo, en serio. Nunca hubiera creído que España pudiera ser así.
Carmen Elgazu asintió con energía.
– Tienes razón, hijo.
– La capacidad de odio que hay es terrible -prosiguió Ignacio-. Estoy verdaderamente avergonzado. Son miles de españoles capaces de cualquier barbaridad.
Don Emilio Santos dejó la taza sobre la mesa.
– ¡Ah, no simplifiquemos las cosas! -dijo-. También los hay a miles capaces de lo contrario. Y si no, al tiempo…
Ignacio no insistió. Don Emilio Santos se sentía consolado. En aquella casa se encontraba a sus anchas. Miró a César. Quería preguntarle algo y no sabía qué.
– ¿Qué se dice en el Collell? -habló por fin-. ¿A qué se atribuye todo esto?
César le miró con fijeza.
– A que la sociedad se aparta de Dios.
Por el momento, las medidas tomadas por la Jefatura de Policía eran dos: interrogatorio a Cosme Vila y detención de Teo; por otro lado se buscaba a Mateo y a los dos desconocidos que tomaron parte en el atentado contra el doctor Relken.
Ésta era la reacción práctica registrada en las alturas. Julio había dicho: «Se procederá severamente contra unos y contra otros».
Tocante a la población, la muerte del hermano Alfredo provocó indignación general, y salieron muchas personas afirmando que las acusaciones contra el sacristán carecían de fundamento. Por fortuna, parte del edificio pudo ser salvado, gracias a la eficaz intervención de los bomberos. Pero toda una ala del convento se derrumbó.
Los que con mayor vigor reaccionaron en contra del hecho fueron los innumerables ex alumnos de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. En el patio de aquel Colegio habían jugado al fútbol muchos ciudadanos gerundenses y, en algún rincón, fumado el primer pitillo. Por lo tanto, el convento era sagrado para ellos y consideraban que ni la miseria que pudieran pasar los seguidores de Cosme Vila ni la noticia de la paliza al doctor Relken justificaban que hubiera sido incendiado.
En resumen, «la otra mitad» de que hablaba don Emilio Santos sintió por primera vez, con fuerza inequívoca, que algo vital estaba en peligro, que estaba en peligro la propia vida de la sociedad, las creencias, la historia y tradiciones por las que el país había vivido siempre. El sentimiento era inequívoco en el fondo de cada ser, y cada ser lo manifestaba a su manera. Las viejas saliendo de la parroquia del Carmen, pegada a Comisaría, y persignándose al ver pasar a Julio. Los veteranos tradicionalistas coincidiendo en tomar el sol en parajes apartados donde pudieran hablar a sus anchas. Los educandos de los Hermanos yendo una y otra vez a contemplar los escombros de su Colegio, con la esperanza de encontrar el lápiz perdido, los libros. El sobresalto de las taquilleras en los cines al ver entrar por la ventanilla unas manos ennegrecidas. La ausencia en la Rambla de toda persona que no llevase en el bolsillo un carnet obrero con todos los sellos necesarios.
No obstante, esta protesta era en el ánimo de la mayoría un simple sentimiento miedoso. Al notario Noguer, que no se cansaba de repetir: «Hay que tomar una determinación», fueron infinidad los que le contestaron. «¿Qué quiere hacer? La batalla está perdida».
En realidad, en los únicos lugares donde se perfilaba claramente una voluntad de acción, y de acción común, era en el interior de algunos cerebros repartidos por la ciudad; el cerebro de «La Voz de Alerta», los cerebros de ciertos oficiales del Ejército, los cerebros de algunos jóvenes tradicionalistas y de la CEDA, cerebros de falangistas y, dominándolos a todos, el cerebro del comandante Martínez de Soria.
Un indicio claro lo suministraba la manera de tratar a los soldados. Algunos oficiales veían sin lugar a dudas que su autoridad disminuía y eran blanco de bromas y frases alusivas; por el contrario, otros habían adoptado de repente una actitud rígida, imponiendo la más estricta disciplina, como defendiendo en cada orden el amenazado prestigio del uniforme.
En cuanto a los jóvenes tradicionalistas y de la CEDA, tuvieron una curiosa reacción, parecida a la del cajero de la Tabacalera: leyeron con avidez y se pasaron de mano en mano las octavillas de Mateo.
«Es un error suponer que los militantes comunistas se han lanzado a la calle para tener una piscina como la de Novogorod. Nadie se juega la vida por una piscina. Sólo se combate por algo espiritual, aunque a veces los propios protagonistas no se dan cuenta.»
«Si Falange ha puesto rosas rojas en las tumbas de Jaime Arias y Joaquín Santaló, ha sido porque respeta a los que dan la vida por una idea.»
Los hijos de don Santiago Estrada no daban crédito a lo que leían sus ojos. Habían visto arder su Internado en Mataró y ante el incendio de los Hermanos revivieron la escena. Las palabras de Mateo penetraban en ellos certeramente. «Nadie combate por una piscina.» Nadie combate tampoco por unas prendas de abrigo.
Los dos muchachos se encontraban sin partido y con el local clausurado. Desde aquel momento no pensaron sino en la manera de entrar en contacto con Mateo. ¿Qué hacer? No querían comprometerle; por otra parte, querían oír de sus labios explicaciones concretas. Finalmente, fueron a ver a Marta…
En cuanto a «La Voz de Alerta», la entrada de Teo en la cárcel acabó de convencerle de que el dilema estaba claro: matar o morir. Verse obligado a compartir la celda con el gigante era una tortura superior a sus fuerzas. A través de las rejas del locutorio le dijo a Laura: «¡Vete a ver al comandante Martínez de Soria y dile que te de una pistola! En el momento señalado usaremos de ella, saldremos de aquí y nos uniremos a las fuerzas. Don Jorge está decidido, a pesar de la edad, y los demás lo mismo. Y el primero que desaparecerá será Teo».
Laura se había horrorizado viendo a su marido en aquel estado; el comandante Martínez de Soria, a quien los nervios de aquella mujer inspiraban escasa confianza, le dijo: «No sé de qué fuerzas está usted hablando».
En cuanto a Mateo, por primera vez se atrevió a confiar a sus camaradas que, en efecto, se preparaba un movimiento militar para el caso de que el Gobierno no se decidiera a poner orden en la nación. Después de la paliza al doctor Relken y de restituir la imagen al Museo, aprovechando el caos por la manifestación comunista, se había ido a casa del Rubio y allá se quedó, en la cocina. La madre del Rubio estaba convencida de que era un músico de la Pizarro-Jazz y de que también eran músicos Padilla y Rodríguez, los únicos camaradas que, vestidos de paisano, iban a verle.
Mateo, en ausencia de Octavio, Haro y Rosselló, y por ser los dos guardias civiles los únicos no conocidos como falangistas, los nombró jefes de escuadra. Serían los encargados de enlazar con Roca, Jorge y Benito Civil, a quienes, de momento Julio parecía dejar en paz a pesar de lo del cementerio, y con Marta; así como de dar instrucciones a los que ingresaran de nuevo.
Fue, pues, a Padilla y Rodríguez, a quienes Mateo comunicó que el comandante Martínez de Soria estaba en contacto con Barcelona y Madrid «para defender a España con la sangre.»
– Está claro que no hay otro remedio -dijo-. La pasividad de Julio y la de todos los Julios en el resto de nuestra pobre Patria resulta monstruosa. Hay una auténtica conspiración masónico-socialista-soviética contra España. Los movimientos de salvación que se inician son muchos, especialmente dentro del Ejército. Falange ha dado la orden de no obedecer sino al jefe militar que pronuncie la palabra «Covadonga»; y ésta es la palabra que pronunció el comandante Martínez de Soria al llamarme, por mediación de Marta. Así que ya lo sabéis. La cosa está prevista para octubre o noviembre, quizá más tarde. Cuando la red quede establecida con seguridades de éxito; en estos meses nos defenderemos como podamos, captando el mayor número posible de adeptos y sin perder nunca contacto.
Padilla y Rodríguez le preguntaron:
– ¿El capitán Roberto está al corriente…?
Mateo levantó los hombros.
– No sé… El problema de la guardia civil es muy delicado. No se sabe.
Padilla pareció preocupado. Luego añadió:
– ¿Qué generales dirigen el golpe?
Mateo sacó el pañuelo azul.
– Creo que Mola y Sanjurjo… Pero no sé. Hay otros.
Rodríguez preguntó qué impresión se tenía de Gerona, si podría contarse «con muchos fusiles».
Mateo hizo un gesto de duda.
– Depende más de ellos que de nosotros. Si continúan incendiando y matando, creo que podremos contar con… ¡qué sé yo!, con trescientos hombres.
Padilla estimó que la cifra era exagerada. Tenía pésima opinión de las posibilidades combativas de los catalanes, y estimaba que casi todos «estaban liados con la chusma».
– Te equivocas -dijo Mateo-. Aquí hay más reservas de lo que parece. La gente es cauta, desde luego, porque tiene mucho que perder; pero si se acierta con darles la palabra justa, responderán como en Castilla u otro lugar. Ya veis que hasta don Jorge pide un fusil.
Rodríguez se quitó de los labios la colilla.
– Don Jorge ha ido siempre de caza.
Mateo les recomendó en grado sumo que Marta se abstuviera de visitarle. «Si hay algo urgente, que le de el recado al Rubio.»
Luego les pidió que, al pasar bajo el balcón de los Alvear, saludaran con la mano.
En cuanto al comandante Martínez de Soria, no se tomaba ya la molestia de discutir el «porqué». Para él ya no existían más que la palabra «Covadonga», la obediencia a los jefes de Madrid y el número posible de «fusiles» con que podría contar en Gerona. Sentía como Mateo las heridas a la Patria, cada ¡Viva Rusia! en labios de mujer española le atravesaba el uniforme; pero quería que dominara en él el militar. Serían muchas vidas las que arrastraría consigo. La suerte de una plaza, quién sabe si la suerte del Movimiento. La provincia era importante, fronteriza, con puertos de mar. «Covadonga». No había dicho nada aún a su mujer; nada tampoco a Marta. Marta se reía de sus precauciones, pues siempre a través de Mateo, y ahora a través de Padilla y Rodríguez, iría sabiéndolo todo.
El comandante contaba con el apoyo de varios oficiales de la guarnición. Había notado en la mirada que le serían fieles. El que recibió en la puerta del cuartel a Teo le había dicho, al ver pasar unos guardias civiles acompañando a los Hermanos al Palacio Episcopal:
– Mi comandante…¿sabe usted que el general Franco ha escrito varias veces al Gobierno conminándole a que restablezca el orden?
El comandante se había atusado el blanquecino bigote.
– Conminación es mucho decir… Pero, en efecto, parece ser que ha advertido a varios ministros.
Julio estaba enfurecido contra los Costa y Casal, que no habían querido secundar su proyecto por estúpidos regateos.
– No se dan cuenta -le decía a Antonio Sánchez, volviendo a su primitivo pensamiento- que he de tener algo más que guardias que oponer a esa chusma. Hubiera podido ordenar que se disparara contra los asaltantes, ya lo sé. ¡Hubiéramos podido sacar incluso la artillería! Pero hubiera sido peor. Hay que darles algo que masticar. ¡Quién sabe lo que habría ocurrido de no acceder a clausurar los locales derechistas! Y si hubiésemos intervenido en la manifestación, en vez de incendiar el convento, habrían incendiado los cuarteles.
Y, no obstante, Julio no había perdido ni mucho menos la confianza. Creía en el desgaste de las explosiones revolucionarias. En consecuencia, estaba convencido de que, a pesar del caos del momento, el inmenso clamor de protesta que se levantaba en todas partes acabaría sepultando a los protagonistas de aquella revolución. A su entender, el miedo, los cuchicheos, las miradas de odio, el terriblemente solitario entierro del hermano Alfredo, y, sobre todo, la catástrofe económica y social que significaba la huelga y la absurdidad y despotismo de las bases que la motivaban serían el peor enemigo de Cosme Vila; mucho peor que la artillería. ¡Si los Costa y Casal le hubieran ayudado ya, todo aquello estaría agonizando! A la condena de la brutalidad comunista se añadiría la oferta de otro programa constructivo en que refugiarse. En vez de esto, Casal se limitaba a retirar el carnet de la UGT a los camareros, a ordenar a sus afiliados que el lunes se presentaran al trabajo, y los Costa cerraban sus fábricas y se decidían, ¡ahora!, a hacer una manifestación de Izquierda Republicana y a protestar ante la Generalidad.
La confianza de Julio y sus argumentos sobre el desgaste convencían a Antonio Sánchez; pero no al coronel Muñoz, ni al Comisario y mucho menos al general.
– Mi general -le había dicho Julio a éste-, ustedes los militares pecan muchas veces de falta de perspectiva, y perdone que le hable así. A usted, ver un incendio o la ciudad paralizada le pone tan nervioso que ya le parece que ello ha de durar siempre y que lo que hay que hacer es exterminar a éste o a aquél. ¡Permita que le hable como Jefe de Policía! Todo esto está mal, muy mal. Esa gente intenta asaltar el poder, lo sé. Pero… he de hacerle una pregunta: ¿Qué prefiere usted? ¿Tener un poco de paciencia, utilizar a las personas de orden como las de Izquierda Republicana, como Casal y los que le son fieles, esforzarse con el Inspector de Trabajo para encontrar un punto de coincidencia, estudiar un procedimiento para desgastar a Cosme Vila por la astucia, o ponerse declaradamente en contra del pueblo y favorecer con ello la rebelión militar que se prepara…? ¡Un momento! -exclamó, al ver que el general pegaba un brinco en su sillón-. ¿Qué prefiere usted, oír que el pueblo pide Cooperativas, o ver al comandante Martínez de Soria entrar en su despacho con una pistola y un bando declarando el estado de guerra?
El general casi insultó a Julio.
– ¡Qué se ha creído usted! ¡Si sabré o no sabré, ¡puah!, lo que pasa en el Ejército! ¡Qué me va usted a decir lo que puede el comandante Martínez de Soria! ¡Nada! ¡Nada!, ¿me oye usted? ¡Todo eso son cuentos! Un comandante es un comandante, ¿no es eso? ¡Y un general es un general!, ¿no es así?
Julio le interrumpió. Y le dijo que no había sólo comandantes complicados en el asunto. Que había generales, y no de poca monta. Sanjurjo, Mo…
No había nada que hacer. El general no creía que Sanjurjo, con la experiencia de 1932, intentara nada ahora.
– ¡Usted no se preocupe de eso y meta a todos esos salvajes en la cárcel! -repitió por centésima vez.
El Comisario estaba de su parte, el alcalde lo mismo y muchos más. En realidad, Julio no contaba sino con un aliado: el comandante Campos, veterano del Ejército. El comandante Campos creía con él que sería insensato indisponerse con el pueblo, cuando acaso a no tardar tendrían que recurrir a él para defender la República.
¿Y el coronel Muñoz?
El coronel Muñoz era el más ecuánime. Sentado bajo el triángulo de la Logia, en la reunión del primero de junio expuso su opinión. No compartía los temores de Julio y del comandante Campos respecto a la rebelión militar y, por lo tanto, no era partidario de ceder demasiado ante el partido comunista; tampoco compartía los del general respecto al peligro que significaba realmente Cosme Vila y así no veía la necesidad de meter en la cárcel a todos los dirigentes obreros exaltados. A su entender, el justo medio se imponía una vez más. ¿Qué podía ocurrir? La huelga, muy bien. Todo parado. Duraría una semana, dos. A los quince días, ¿qué comerían los obreros? Ya los anarquistas sabían algo de ello… ¿Se decidirían a saltar tiendas y almacenes antes que considerarse fracasados? Entonces entraría en acción la astucia de que hablaba Julio… El H… Casal irrumpiría en el primer plano de la actualidad. Presentaría sus bases socialistas, compactas, estudiadas, razonables. Ello respaldado por la fuerza pública. Un estudio a fondo de lo que a cada oficio le hacía falta. «Y conjuntamente a las bases, se comunicaría al pueblo que éstas merecían la aprobación del Inspector de Trabajo y de las autoridades. Con aplicación inmediata, además, en beneficio de aquellos que mostraran su adhesión a ellas.» ¿Consecuencias de todo ello…? Los industriales y comerciantes verían, por fin, una posibilidad de acuerdo moderado. Se reabrirían algunos locales. En cuanto a los obreros, excepto algunos románticos la mayoría empezaría a reflexionar. Sus mujeres les dirían: «¿Te das cuenta? Fulano de tal cobrará tanto, y tú aquí parado». Todo esto -repetía- respaldado por la fuerza pública. Las patrullas debían circular continuamente por la ciudad.
– Amigos, yo creo que no hay que perder la cabeza. El Frente Popular ha resultado ficticio, de acuerdo. En España pactar con gente como Gorki o el anarquista ese de las botas resulta peligroso para los que amamos el orden y el progreso; y por ello la República se ha preocupado desde el primer momento de la instrucción pública. Sin embargo, no hay que olvidar lo que teníamos antes de la victoria del Frente Popular. En las elecciones compramos la libertad de conseguir avances sociales, la posibilidad de que las grandes potencias no nos consideraran un país de inquisidores y esclavos; es justo que ahora tengamos que pagar un tributo. No hay que perder la cabeza por ello. Que cada uno se mantenga en su puesto. En Madrid saben adonde van, y lo que se tiene ante los ojos no debe perjudicar la visión del conjunto ni de lo futuro. Yo pido, de un lado, que el jefe de Policía se muestre enérgico y, de otro, moderación a los que quisieran tomar medidas draconianas. La Historia no se hace en un día y creo que desde 1931 hemos dado un gran paso en la civilización. Soportemos los contratiempos en homenaje a los ideales que nos unen.
Pocos fueron los que salieron convencidos. El general comprendió una vez más que el coronel era un ingenuo y recordó lo que sus tres hijas solteras decían siempre de él: «¡Qué excelente marido haría!» Julio estaba desesperado viendo que nadie tomaba en serio, ¡ni siquiera los militares!, el peligro del levantamiento. Ni siquiera viendo lo que ocurría con el asunto del teniente Martín, con el traslado del comandante. En cuanto a Casal, al llegar a su casa dejó los guantes blancos sobre la mesa y fue a dar el consabido beso a sus tres hijos. Su protuberante nariz los despertaba a veces. Su esposa no le aconsejó, como antaño, «que obedeciera a los que eran más altos que él». Por el contrario, de un tiempo a esta parte, se había puesto a la defensiva y le contó lo que la mujer de Cosme Vila le había dicho: «Cosme cree que ha llegado la hora».
– ¿Qué significa eso? -dijo-. Anda con cuidado. Ya sabes que el instinto no me engaña.
De pronto vio los guantes del tipógrafo sobre la mesa. Los tomó y exclamó: «¡Jesús, qué sucios están! He de lavarlos en seguida».
Cosme Vila había mandado una nota a Julio hablándole del peligro militar, y ofreciéndole todos sus afiliados de la ciudad y provincia para cuando lo considerase oportuno. Julio había pegado un puñetazo en la mesa. El primer puñetazo nervioso que Antonio Sánchez observaba en su jefe.
Cosme Vila había reunido luego el Comité Ejecutivo, en el cual el catedrático del Instituto, señor o camarada Morales, según el interlocutor, ocupaba el lugar de Murillo. Cosme Vila entendía que a los intelectuales debía hacérseles poco caso, pero que, en cambio, daban gran prestigio al Partido.
En la reunión faltaba Teo, y la valenciana estaba nerviosa por ello. A Víctor le había parecido excesivo lo ocurrido en los Hermanos y temía por la opinión pública y aun por la de los propios afiliados en cuanto reflexionaran en frío.
Cosme Vila cortó las lamentaciones del viejo.
– No vamos a hacer marcha atrás, ¿verdad?
En opinión de Cosme Vila, la confabulación de autoridades, falangistas y otras fuerzas de la ciudad contra el Partido Comunista era tan notoria que ella sola bastaba para unir en bloque a los militantes.
– No cesan de tener reuniones, de discutir para acabar con nosotros. Todo esto es del dominio público y no hay mejor argumento para justificar nuestra conducta. Obramos en defensa propia.
Gorki asintió a las palabras de Cosme Vila.
– Por lo demás -prosiguió éste-, ¿qué puede ocurrir? Nada. Dispondremos de la imprenta de El Tradicionalista para explicarnos. Y, sobre todo, de la huelga, para acaparar la atención.
Miró a Gorki.
– Gorki… -le dijo-, vas a tener mucho que hacer. Es preciso convertir El Proletario en diario. El camarada Morales nos ayudará, puesto que es profesor de literatura. -Dirigiéndose a Víctor añadió-: Mañana hay que sacar el primer número. -¿Mañana…? -Desde luego.
A todos les pareció imposible.
– Y tened eso en cuenta: lo importante para nosotros es la huelga, es decir, las bases. La gente las aplaudió, pero en realidad no sabe lo que significan. Hay que explicárselo con detalle, una por una, machacar hasta que las entiendan. -Luego añadió-: También hay que protestar contra el atentado al doctor Relken.
El catedrático del Instituto intervino:
– ¿Hay que aludir al levantamiento militar?
Cosme Vila arrugó el entrecejo.
– Sobre eso… de momento mutis.
Cosme Vila entendía que el periódico debía mantener el espíritu revolucionario en un sentido positivo.
– Ésta es nuestra misión. Lo que nos proponemos con la huelga es muy grande; es definitivo. Nada, pues, de presentarla como una merienda en el campo. Al contrario… Hay que hacer comprender a los camaradas que no será cosa fácil; pero que, con tenacidad, a las autoridades no les quedará más remedio que ceder. Tampoco era fácil lo que se consiguió en Rusia en 1917.
Víctor dijo:
– Convendría presentar en seguida puntos positivos.
Cosme Vila asintió con la cabeza.
– Naturalmente, naturalmente… -Reflexionó-. Habría que presentar en seguida puntos positivos… -Continuó hablando, concentrado-. Habría que decirles… eso: que, aunque poco a poco, las autoridades cederán. Mejor dicho, que ya han empezado a ceder… ¿Por qué no, si es lo cierto? De momento, hemos clausurado cinco locales enemigos. Y además, tenemos imprenta. Alquilada, pero a nuestra disposición. Eso antes de empezar.
– ¿Y ahora…?
– Ahora… vamos por la jornada de seis horas. Y por la entrega al pueblo de varios edificios. Eso caerá, eso caerá sin ninguna duda. Luego a la reelección de alcalde.
Miró a todos.
– Mientras se progrese, la gente aguantará. Lo peligroso para una huelga es la situación estacionaria. Gorki habló del hambre, de las tiendas cerradas. Esta vez Cosme Vila no vaciló un instante. Se sintió a sus anchas.
– No creerás que somos tan memos como el Responsable, ¿verdad?
– ¿Qué quieres decir?
Morales pidió también una aclaración.
– Desde el primer momento -explicó Cosme Vila- pensé en el problema del hambre, de la falta de reservas. Hablé de ello largamente con los camaradas de Barcelona; y, como siempre, encontramos la solución.
– ¿Solución…? -repitió Gorki como un eco.
– Sí. ¿Por qué no? No sé si conocéis esta frase: «En las huelgas, quien tenga el campo resistirá mucho tiempo». -Ante la actitud expectante de sus camaradas, prosiguió-: Pues bien, nosotros, en la provincia, tenemos el campo.
Entonces Cosme Vila expuso su plan. Desde febrero no había hecho más que recibir visitas de campesinos que no confiaban sino en él para liberarse por fin del yugo del propietario. «En la manifestación había más de doscientos campesinos, entre ellos cinco colonos de don Jorge.»
– De modo que conseguir víveres será un simple problema de transporte -dijo-. Cada célula en el campo recogerá los donativos de los campesinos.
Después de una pausa prosiguió:
– Hay que recorrer la provincia con camiones y carteles que digan: «Víveres para los huelguistas de Gerona». O mucho me equivoco, o el resultado será sorprendente. Se trata de encontrar aquí un local, donde almacenarlo todo. Vamos a ver si podemos utilizar el de las Congregaciones Marianas, que está en planta baja. -Cosme Vila añadió-: Estos víveres serán entregados gratuitamente a los huelguistas, y barrerán de paso a los que hayan imaginado rendirnos por hambre.
La idea entusiasmó a todos. La valenciana gozaba de lo lindo imaginándose junto a una báscula entregando víveres a los camaradas.
El camarada Morales intervino:
– Tal vez fuera un medio para captar otros afiliados…
Cosme Vila asintió con la cabeza.
– ¡Desde luego! Si la cantidad de víveres recogidos es la que yo pienso, el reparto podrá beneficiar a todo ciudadano que esté en huelga, sin distinción de partido. No excluiremos ni siquiera a los anarquistas.
Gorki se tocó la barriga.
– ¡Menudo rato pasará el Responsable!
El camarada Morales miraba fijamente a Cosme Vila.
– Será una anticipación dada al pueblo de lo que serían las Cooperativas… -sugirió.
Cosme Vila le miró. Todo aquello le gustaba.
– Exacto.
Faltaba organizar y poner en práctica la recogida de víveres. El partido pagaría una parte mínima de su importe, y este mínimo sería lo único que percibirían los campesinos. De momento, se aconsejaría a éstos que entregaran el lote anual de especies que correspondiera al propietario; si esto no parecía suficiente, entregarían algo de su parte.
¿Cómo estimularlos? Cosme Vila creía que la confianza que muchos campesinos tenían en el partido ya en aquel instante, bastaría; sin embargo, era preciso anunciar la presentación de las Bases Agrícolas para un plazo muy próximo, y hacer observar que todo aquello serviría de experiencia.
– Hay que emplear la palabra «Colectivización» -dijo-. Esto estimula la generosidad, pues el campesino sabe que será correspondido a su vez, y que lo que entrega no se pierde.
Gorki intervino. Preguntó si se levantarían barricadas y si se ocuparían el Gas, el Agua y la Electricidad.
– Nada de eso, nada de eso -opinó Cosme Vila-. Hay que procurar beneficiar al pueblo y no perjudicarle. Si le damos víveres y por el otro lado le quitamos el gas y el agua, la hemos fastidiado.
Morales dijo:
– Una huelga pacífica…
– De momento, lo más pacífica posible.
Morales había quedado pensativo. Le parecía imposible que las cosas no fueran más complicadas y estaba seguro de que debía de haber puntos débiles. Dijo:
– No obstante… son muchas las horas que se pasará la gente sin hacer nada. Sin barricadas que defender, sin trabajo… Habría que ocuparles el pensamiento. De otro modo, tal vez sea difícil controlarlos…
Cosme Vila le agradeció la comprensión.
– Ocuparles el pensamiento… De momento, a muchos los emplearemos en la recogida de víveres por la provincia. Otros trabajarán en la Cooperativa. Hay que darles la impresión de que lo dejamos en sus manos; sin dejar de recordarles que al primero que se propase se le caerá el pelo como a Murillo.
Gorki intervino:
– A mí me parece que Morales tiene razón. Esto no basta. Los días son largos.
Cosme Vila se mordió los labios. Le gustaba que le pusieran objeciones razonables.
Víctor dijo:
– Con El Proletario tendrán que leer.
Morales cortó:
– Eso ocupa una hora lo máximo.
Cosme Vila dudaba. Reconocía que aquello no lo había previsto. Era preciso hallar una solución, y la solución debía buscarse siempre en el centro. Abrió el cajón del escritorio. Sacó un ejemplar de las Bases y se puso a leerlas detenidamente. Dobló la hoja. Al final de la segunda página, se pasó la mano por la cabeza.
– ¿Por qué no ponemos en práctica -propuso, bruscamente- la base número nueve?
– ¿Cuál es?
– La de la Milicia Popular. La valenciana hizo un gesto displicente.
– ¡Bah! Con las armas que te dieron.
– ¡Sin armas, sin armas! -interrumpió Cosme Vila-. Hacer la instrucción sin armas, en la Dehesa.
Morales sugirió: -O hacerla con algo simbólico. Una azada o un simple bastón.
La idea fue bien acogida.
– Un bastón, un bastón -opinó Gorki.
– Eso ya lo veremos -cortó Cosme Vila-. Lo importante es que la instrucción se haga. Ya llevaba días pensando en ello. Hay que formar las secciones, las escuadras; hay que darles mando. Estamos aquí sin organizar, como si no tuviésemos nada que hacer.
Guardó silencio y construyó algo más su teoría.
– Escuadras de seis hombres. Cinco bastones excepto un miliciano, que tendrá su fusil. Y este fusil servirá para enseñar su manejo a todos.
Víctor supuso que no se obtendría permiso para el fusil.
– Hay un procedimiento sencillo -opinó Cosme Vila-. No pedirlo.
Nadie se atrevió a replicar.
Morales asintió. Al catedrático le sugestionaba aquello.
– Que vayan a la Dehesa a quitárnoslo, eso es -repitió Cosme Vila.
La valenciana preguntó:
– ¿Y de dónde sacamos los pum pum?
Gorki la miró con desdén.
– Algo hay almacenado. ¿O es que crees que estamos dormidos?
La valenciana alzó los hombros.
– Perdona, guapo.
Cosme Vila estaba entusiasmado. «Ocupar el pensamiento…» Se movilizaría el campo, las carreteras plagadas de camiones con carteles, víveres al pueblo, los demás cayéndose de envidia. Julio vería que podían resistir un año. En la Dehesa, instrucción. Esto Julio no lo permitiría jamás. Esto no lo permitiría ni él ni el Comisario. Y mucho menos el general. La caballería… La caballería irrumpiría en la Dehesa exigiendo la entrega de los fusiles. «Sobrará para mantener el espíritu revolucionario…»
Ante el Comité, de momento quería quitar importancia a lo de la Milicia.
– Eso de los pum pum se arreglará -dijo-. Ahora lo que interesa es el local. El local -repitió-. Para almacenar los víveres.
Gorki miró a Morales. Y le preguntó si no podría utilizarse parte del edificio del Instituto.
El catedrático sonrió.
– En primer lugar, yo no soy el director -dijo-. Y luego no me parecería prudente expulsar a los alumnos y substituirlos por coles.
La valenciana le miró con desconfianza.
– ¿Por qué? Serían víveres para el pueblo.
Cosme Vila zanjó la cuestión.
– Dejar eso. Hay que hacer una gestión para el local de las Congregaciones Marianas.
A la valenciana le preocupaba otro asunto.
– ¿Y el transporte…? -preguntó.
Consideraba que nadie como Teo sería capaz de organizar el transporte de aquello…
Cosme Vila le miró con intención.
– Unos días en la cárcel no sientan mal a nadie -dijo.
Morales preguntó:
– ¿Estás seguro de que los campesinos se desprenderán de algo…?
Cosme Vila se encogió de hombros.
– Supongo que sí…
Gorki también tenía confianza. Había recorrido la provincia con su muestrario de perfumes y estaba hecha un jardín.
– Es el momento, ¿comprendéis? Si esto hubiera caído en enero…
– ¿Buena cosecha…? -preguntó Víctor.
– ¡Uf…! Hay de todo. Frutas, verduras, legumbres…
Morales asintió con la cabeza.
– Claro. Estamos en junio.
Cosme Vila dio por terminada la sesión.
Se levantaron. Cada uno recibió instrucciones. Gorki, Víctor y Morales fueron a la imprenta de El Tradicionalista. Cosme Vila se dirigió a la radio. Consideraba que hablar por radio era eficaz. El día de su alocución habían conectado el aparato en muchos cafés.
Quería informar a los afiliados de cuanto habían acordado. Era preciso dar a entender que el Partido Comunista actuaba con un poco más de sentido común que la CNT. «De momento, no hablaré de la Milicia. Víveres para todos, y salida del primer número de El Proletario para mañana.» También pensaba hablar de Murillo, el cual se había constituido jefe de la célula trotskista, amenazando con no sé qué.
El doctor Relken quedó muy satisfecho al oír a Cosme Vila hablar de él por radio. Y más aún al día siguiente, al desplegar El Proletario y ver su nombre cruzar la página, y noticias sobre el curso de su curación.
A decir verdad, no podía quejarse de nadie. Desde el primer instante había recibido las mayores pruebas de solidaridad que recordaba; desde el dueño del hotel hasta el doctor Rosselló, que le examinó una a una las heridas con una paciencia extraordinaria, pasando por una representación de Izquierda Republicana que fue a manifestarle su adhesión, otra de Estat Català, otra de la UGT, etc.
Su azoramiento al ver entrar en su habitación a Mateo y a dos desconocidos había sido indescriptible. Al ver que se dirigían a él, que le mostraban un papel que decía: «¡Arriba España!», que le abrían la boca y se lo introducían, obligándole a tragárselo, supuso que le iban a matar. Y los primeros puñetazos le confirmaron en ello. Sin embargo, la ola de furor que al recobrar el conocimiento se apoderó de él desapareció ante las primeras muestras de atención. El Comisario en persona había acudido a verle en el acto, y, unos minutos después, Julio.
Y ambos le habían prometido desde el primer momento: «Doctor, no cejaremos hasta dar con los culpables. Va en ello el honor de la ciudad y del pueblo español». Naturalmente, no era cosa fácil, pues Mateo parecía haberse escondido en el infierno y las señas de los dos camaradas que le ayudaron no coincidían con las de nadie sospechoso; pero Julio acababa de telefonearle dándole dos noticias satisfactorias. Primera, que tenían una pista. Segunda, que habían hecho pública su intención de guardar como rehenes a los tres falangistas detenidos, mientras no apareciesen los culpables.
Lo que más molestaba al doctor era el pelado al rape. Las heridas fueron más aparatosas que profundas; los efectos del ricino perdieron en duración lo que ganaron en rapidez; pero contra el pelado al rape era imposible luchar como no fuera poniéndose salacot. En realidad, «el mayor de los tres agresores» le había dejado prácticamente como una bola de billar; bola que relucía escandalosamente al sol cuando el doctor salía a la terraza del Hospital o a dar una vuelta. El doctor tenía la sensación de que «la otra mitad de la ciudad», la que no leía El Proletario, ni había ido a verle, se reía de él y se alegraba del percance.
En Gerona no existía sino otra cabeza al rape que pudiera competir con la del doctor: la de César. Eran las dos cabezas más redondas de la ciudad, y el barbero Raimundo hubiera contemplado una y otra con orgullo. La primera vez que se encontraron frente a frente, el doctor Relken maldijo más que nunca a los autores de la agresión. Reconoció al seminarista, a quien recordaba del Museo; pero no dijo nada y se volvió despacio al Hospital.
César había vencido su azoramiento de antaño. En su casa habían imaginado que ante aquellos acontecimientos abriría las manos diciendo: «No comprendo, no comprendo». Y no era así. Miraba las cosas cara a cara y reaccionaba en forma enérgica. Tal vez porque de noche dormía, porque de momento sus pies no se despegaban del suelo ni en las palmas habían brotado aún los estigmas.
Confesó que se alegraba de que el doctor Relken hubiese recibido unos coscorrones y cuando, en el Museo, la sirvienta al verle le preguntó: «¿Quiere usted una taza de chocolate, César?», él contestó: «Sí, tráigala. Me sentará bien».
La teoría de César era idéntica a la de don Emilio Santos: él odio había ganado a la ciudad, era preciso derramar amor por todos lados. Subir a los pisos, a las murallas, a la Catedral y derramar amor sobre la ciudad.
Encontró un aliado en mosén Francisco. El vicario le decía: «Nuestra misión es actuar como si tal cosa. Si nos prohíben esto, hacer lo otro o procurar hacerlo de otra manera. Si prohíben a la gente venir a misa, iremos a celebrar misa en los pisos. Hay algo que no nos pueden arrancar.» Y se tocó la cintura, que un cilicio más penetrante que el de César rodeaba.
¡Mosén Francisco había obtenido permiso de Julio para entrar en la cárcel! Don Jorge, «La Voz de Alerta» y los demás detenidos por la misma causa que éstos habían solicitado confesar. Mosén Francisco fue allá, y al salir le contó a César lo que vio: unos hombres que acaso un día volvieran a sus egoísmos, pero que en los momentos que estuvieron arrodillados ante él habían conseguido despojarse incluso del odio. Todos se arrepentían de no haber sido mejores, de haber contribuido por sus actos o por sus omisiones a aquel estado de cosas. «Si no existiera el secreto de confesión, te contaría detalles edificantes -decía mosén Francisco-. Verías qué pronto cambia a veces el corazón de los hombres, por qué caminos les llega el amor.»
Ésta era la esperanza de mosén Francisco, que César compartía con poco entusiasmo, obsesionado por las frases de su profesor de latín: «La sociedad se aparta de Dios». «El pecado se ha adueñado de nuestra Patria.»
Ésta era la esperanza de mosén Francisco, a pesar de que al marcharse y pasar delante de Teo, éste escupió al suelo. Y a pesar de que las paredes de los pasillos de la cárcel estaban llenas de insultos, que se prolongaban, siguiendo la historia. Los detenidos de octubre habían iniciado los mueras, «La Voz de Alerta» al entrar les había impreso dirección opuesta. Ahora Teo escribía por su cuenta y su letra insegura, pero de tamaño colosal, vencía de nuevo y arrancaba carcajadas del gitano, el cual se había convertido en su perro fiel.
Una cosa había afectado al seminarista: que hubiera sido precisamente Murillo quien colocara la bomba en el Museo y robara la imagen. Ahora oía decir de él: «Espera órdenes del POUM, de Barcelona. Tal vez sea éste el peor grano que le salga a Cosme Vila». A César, a pesar de sus teorías amorosas, le sería difícil perdonar a Murillo. Tan difícil como creer que «La Voz de Alerta» se había despojado del «?dio efectivamente.
A César le ocurría un poco lo que a Marta: había cosas que eran más fuertes que él. Por eso en seguida el seminarista y la chica se llevaron bien, aun cuando ésta en sus actos le desconcertase un poco. Marta le desconcertaba porque, a pesar de las circunstancias -por la situación de Mateo tenía prohibido ir con Ignacio por la calle-, su energía y su alegría eran totales. No que hiciera de sí misma lo que quisiera, sino que cuando un sentimiento se manifestaba potente en su interior se entregaba a él por entero. Ésta era la verdad. Daba la impresión de hallarse en su ambiente, combatiendo, y Matías Alvear quedaba anonadado. «Es hija de militar, es hija de militar…», decía. Había impreso las octavillas en las propias narices del comandante Campos. Veía todos los días al Rubio y le daba los recados precisos para Mateo. Veía con harta imprudente frecuencia a Padilla y Rodríguez, y los instruía sobre Falange, pues la adhesión de los dos guardias civiles era puramente instintiva. «El error de los sistemas capitalistas y marxistas es considerar que los intereses de patrono y obrero son opuestos -leía la chica en una Circular, mientras los dos guardias civiles torcían la boca, con una colilla en los labios-. En el orden sindical que…» Padilla y Rodríguez se rascaban el cogote. «Está bien -decían-. Está muy bien. Pero… -Acercaban sus sillas a la de Marta-. Oye una cosa. Ya volveremos a eso luego. ¿Por qué esperar a noviembre? ¿Qué dice tu padre? ¿No comprende que se nos van a merendar?» Marta contaba todo eso a los Alvear y decía que ella personalmente no le temía en absoluto a Julio. «Se cuidará muy mucho de meterse conmigo.» ¡Se permitía incluso el lujo, al menor descuido de su padre, de saltar sobre su jaca e ir a dar una o dos vueltas al circuito de la Dehesa! Un día, los anarquistas la vieron y le tiraron piedras. Ella tan fresca. Ahora se proponía volver allí, aun cuando la Dehesa estuviera plagada de huelguistas de Cosme Vila. Ignacio entendió que era una provocación sin gracia, y lo mismo opinó César. Marta reconoció que tenían razón. «No lo he dicho para dármelas de valiente, creedme -explicó-. Pero es que me molesta, la verdad, que por esos palurdos no podamos seguir nuestras costumbres.»
Marta contó que los dos hijos de don Santiago Estrada habían ido a verla, acompañados de dos muchachos más de la CEDA. «¡Habríais tenido que oírme! Brazo en alto y diciendo: Depende de vuestra capacidad de sacrificio.» Y volver a empezar con las Circulares.
César no sabía si admirarla o no. La quería, pero no sabía si aquél era el papel que correspondía a una mujer. En todo caso, Carmen Elgazu no había leído nunca Circulares ni siquiera vascas; y en cuanto a Pilar, se contentaba con repasar los cuadernos atrasados de su Diario íntimo, de los tiempos en que Mateo la esperaba mañana y tarde a la salida del taller de costura. ¡Pilar estaba menos en su ambiente que Marta! Soportaba la separación con entereza, pero adelgazaba a ojos vistas. Su amor por Mateo se revelaba algo absoluto, conmovedor. ¡Le habían prohibido incluso pasar por la calle de las Ballesterías, por debajo del balcón en que el Rubio montaba guardia hablando con los vecinos! Una fotografía. Nada más que una fotografía de Mateo en la mesilla de noche, a los pies de San Francisco de Asís y Santa Clara. Si Pilar miraba hacia arriba, era para rezar por el de abajo, y éste era su egoísmo. Un retrato de Mateo, su imagen en la mente… y un sobresalto cada dos por tres. En la manera de sonar el timbre le parecía que llegaban malas noticias. Al desplegar el periódico, temía a los titulares. «¡El Jefe de Falange ha sido hallado en…!» El Demócrata publicaba a diario el Parte de guerra, «Hay una pista.» «Los culpables del atentado al doctor Relken, a punto de ser detenidos…» Pilar se arrodillaba en su cuarto y rezaba: «Señor, ¿por qué le persiguen como a un criminal? ¿Qué ha hecho, qué ha hecho Mateo?» Al ver al doctor con la cabeza al rape, le miró como si éste fuera un oso. El doctor le correspondió con expresión muy distinta y más compleja que la que mostró al encontrarse con César. Pilar le decía a César: «Reza por Mateo, César. Anda tú, que eres un santo». Y por las noches soñaba con que se subía a los tejados, que tropezaba con una chimenea en forma de saxófono y que se introducía por ella descendiendo hasta la cocina del Rubio, donde se encontraba a Mateo pasándose por la frente el pañuelo azul, con un pie sobre la calavera y el otro sobre la tortuga del jefe de Policía.
César sentía todo aquello más próximo a su alma que el año anterior, cuando se notaba extraño entre los mortales. A gusto hubiera ido a ver a Julio y le hubiera contado cuatro verdades. Su preocupación eran los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que habían quedado sin techo. Consiguió de mosén Alberto que los instalaran como se merecían, en casas particulares. ¡También quería conseguir la destitución de David y de Olga como inspectores del Magisterio! Por desgracia mosén Alberto le desanimaba. «No hay nada que hacer, ya lo ves -le decía-. Ni destituciones, ni taller de imágenes, ni catacumbas, ni nada. Y si se intenta un levantamiento militar, perderemos. ¡Vete, vete a la calle de la Barca y verás cómo te recibirán! Pero te aconsejo que dejes la navaja de afeitar en casa…»
César no compartía su opinión. Mosén Francisco iba a la calle de la Barca y no le ocurría nada. Mosén Alberto estaba demasiado afectado por la muerte de la sirvienta y no creía que aún existieran personas como el patrón del Cocodrilo.
¡El patrón del Cocodrilo! ¿Por qué no visitarle y a través de él conseguir un buen escondite para Mateo…? ¡Porque el piso del Rubio, siendo éste asistente del comandante Martínez de Soria, era un polvorín!
Actuar, actuar… como decía mosén Francisco. En la tarde del lunes, al encenderse las montañas de Rocacorba como todas las tardes desde el cambio de luna, se fue a la calle de la Barca, bamboleándose sobre sus pies. Y nada más entrar en el Cocodrilo, quedó estupefacto, reclinada en el mostrador vio a Canela, rodeada de soldados. Todos bebían y ellos echaban al aire los gorros de militar. Canela estaba borracha y al reconocerle le dijo: «¿Qué…ya se curó tu hermanito?» César no comprendió. Vio levantarse de un rincón una mujer guapetona. «¡Eh, éste es el que engatusaba a los críos con cuentas y catecismos!»
César salió. La calle estaba abarrotada. Le pareció reconocer antiguos alumnos, chicos y chicas a los que había lavado las piernas en el río. Habían perdido su compostura. Los recordaba sentados en el suelo honestamente, con las piernas cruzadas. Ahora se habían subido a las rejas de las ventanas, silbaban, se daban empujones al hablarse, miraban las bombillas y se reían. ¡Y cuántas blasfemias!
Nadie le saludó. El silencio era peor. Había pasado por sus vidas como agua sobre mármol. «Tío César.» Todo inútil.
César permaneció un rato más, esperando al ser solitario, al ser único que sin duda existía y que saldría a su encuentro exclamando: «¿Qué tal estás, 4x4, 16?»
Pero el patrón del Cocodrilo apareció en el umbral. «Es mejor que te largues», le dijo. Había gitanos en torno a un organillo donde se pregonaba «El crimen de Cuenca». Un hombre con blusa de matarife pisoteaba un montón de basura y gritaba: «¡Huelga, huelga de barrenderos!»
César miró al patrón y, dando media vuelta, inició el regreso. «¡Eh, eh, peque…!» Él no se volvió. En una barraca de tiro los monigotes eran Alfonso XIII, un moro, un obispo y un militar lleno de condecoraciones. «¡Siempre toca, siempre toca!»
En cada esquina había hombres con papelitos en la gorra. «Proletarios del mundo, uníos.» Al pasar, le miraban con curiosidad recelosa. «¿Dónde hemos visto esa cara?», parecían preguntarse.
Un perro famélico le seguía lamiéndole los pantalones. César se agachó y le acarició el lomo. «Cuco, cuco…», susurró, en el tono justo para que le oyera. En la puerta trasera de la iglesia de San Félix alguien había escrito: «Viva yo».
La huelga se extendió en forma implacable. Izquierda Republicana abrió cuantas fábricas y talleres pudo. Sin resultado. La buena voluntad de los Costa quedaba anegada en la oleada popular.
La huelga trastornaba implacablemente los puntos vitales de la industria y el comercio y servicios tan importantes -¡el matarife tenía razón!- como el de recogida de basuras. Por lo demás, las calles estaban ocupadas por los huelguistas. Cosme Vila hubiera podido suspender el reparto del correo, pues varios funcionarios eran afiliados y se le habían ofrecido; pero no se atrevió.
Los economistas de la ciudad consideraban todo aquello una catástrofe sin precedentes. Los viajantes que llegaban a la estación con los muestrarios se volvían en el primer tren. Muchos patronos, con su fiel contable al lado, repasaban los libros y se llevaban las manos a la cabeza. Las ratas habían hecho su aparición en varios almacenes de la ciudad. Se paseaban al acecho, por encima de las cajas, haciendo tintinear botellas vacías.
Los Bancos parecían establecimientos mortuorios. Montañas de impagados. Al subdirector todo aquello le dolía en su carne y, desolado, se contemplaba las uñas. Algún cliente despistado llegaba de fuera.
– ¿Qué ocurre?
– Huelga. Hay huelga.
Y no obstante, la primera impresión que daba la ciudad era más bien de fiesta, impresión que el propio cierre de establecimientos corroboraba, así como la profusión de banderas. Todo ello tenía una causa concreta: la puesta en práctica de la recogida de víveres que ideó Cosme Vila, y la apertura en el local del Centro Tradicionalista -el de las Congregaciones Marianas no pudo ser conseguido- de la Primera Cooperativa Proletaria Gerundense.
En efecto, aunque no sin vencer dudas y resistencias, el plan de abastecimiento campesino iba siendo una realidad. Las dudas se habían manifestado principalmente entre las mujeres de los huelguistas, las cuales, ante el decreto de huelga ilimitada, habían previsto el hambre para al cabo de una semana. «¡Os ocurrirá lo que al Responsable!», habían advertido a sus maridos. La alocución radiofónica de Cosme Vila anunciando que se establecería una cadena de camiones entre la provincia y la ciudad no había disipado su escepticismo.
Al ver que la primera caravana de vehículos se disponía efectivamente, a salir al campo por los cuatro puntos cardinales de la ciudad se acercaron a los militantes montados en la parte de atrás diciéndoles: «¡A ver, a ver!… Os traeréis un par de calabazas y gracias! ¡Unos cuantos nabos!» Su argumento era simple: los payeses eran unos avaros; era ingenuo pensar que darían algo.
Y, sin embargo, todo ocurrió de otro modo. Cuando, a la caída de la tarde, los mismos camiones hicieron su aparición cargados de toneladas de productos de la tierra, la estupefacción y el júbilo no tuvieron límites. Y de ahí el aspecto festivo de la ciudad. Todo el mundo andaba de un lado para otro preguntando: «¿Y dónde repartirán eso, dónde repartirán eso?»
– En lo que fue Centro Tradicionalista.
Las más impacientes acudieron allá en seguida con sacos, capazos y toda suerte de enseres en los que cupiera algo. Otras les decían: «¡Pero no tanta prisa!… ¡Ya darán instrucciones!» – «¿Qué instrucciones ni que tonterías? El estómago no espera». Y allá se fueron, a la Primera Cooperativa Proletaria Gerundense, haciéndose acompañar de sus hijos, por si la carga resultaba demasiado pesada.
Entonces comenzaron las decepciones. En primer lugar, las mujeres imaginaban que todo aquello funcionaría al buen tuntún. En vez de esto se encontraron con una organización estricta y severísima, que haría imposible el escamoteo. Se habían improvisado unos mostradores detrás de los cuales un equipo de militantes, capitaneados por la valenciana, haría la distribución.
– Pero ¿qué diablos esperáis aquí? ¡Fuera, fuera!
Las mujeres quedaron estupefactas.
– ¿Y todo eso qué? ¿Para vosotros?
– ¡Sal de ahí!
La valenciana estuvo a punto de arrancar el moño a una militante de los barrios extremos.
Por fin se supo algo. El reparto empezaría el jueves, a las ocho en punto de la mañana. Era preciso llevar en papel de la alcaldía certificados del número de familiares, y el carnet del Partido a la vista.
Aquello fue el origen de una de las mayores concentraciones femeninas que se recordaban en la Plaza Municipal. En las veinticuatro horas que había de plazo, el Ayuntamiento fue asaltado. El conserje volvió a salir enfurecido de su cuartucho de objetos perdidos. ¡Atrás, malas brujas, atrás! Le molieron materialmente. Dos andaluzas le encerraron con llave en su chiscón. El conserje armó un ruido infernal y los urbanos le liberaron. Entretanto, las mujeres habían subido hacia la oficina del Censo. ¡Un certificado, un certificado! Apenas, si, teóricamente, existían familias de menos de seis miembros. Las discusiones eran interminables. El arquitecto Massana, desde su despacho de alcalde provisional, oyó la algarabía y salió hecho un basilisco. Ordenó a los urbanos que utilizaran las porras. «¡Fascistas! -gritaban las mujeres-. ¡No queréis ni certificar cuántos somos! ¡Fascistas, querríais que estuviéramos muertos!»
Todo pasó y los certificados se extendieron, no sin ser valorados en un real por el municipio.
Y el jueves, a la hora convenida, se abrieron las puertas de lo que había sido Centro Tradicionalista. A las ocho y cinco minutos la primera mujer -la esposa del sepulturero- cruzó el umbral llevando un cesto enorme repleto. Un murmullo de admiración se levantó de la cola interminable que se había formado. Inmediatamente salió otra mujer -una pariente lejana de Teo- izando con entusiasmo un monumental melón sobre su cabeza. Los «huirás» a Cosme Vila y a la Cooperativa Proletaria empezaron y llevaban trazas de prolongarse quién sabe hasta cuándo. «¡Viva el Partido Comunista!» «¡Viva Cosme Vila!» «¡Viva Rusia!» Otras mujeres iban saliendo con sus cestos rebosantes.
Muchos maridos se habían instalado en la acera, esperando.
– ¿Qué te han dado? ¿Qué te han dado?
– ¡Mira, ya lo ves! Patatas, arroz, harina, ciruelas. ¡Huele, huele esta sandía!
– ¿Y de eso qué…? -preguntó uno, cerrando la mano y frotando pulgar e índice.
– Nada, ni una perra.
La resistencia había sido vencida. La huelga podía durar semanas. En el interior del almacén, Víctor revisaba los certificados y los carnets, Gorki se encaramaba por unos sacos tratando de alcanzar algo, y la valenciana se cuidaba de las balanzas que ella hubiera deseado básculas.
– ¡Abre el saco, abre el saco!
– ¿Qué…? ¿Pensabas que iba en broma?
Algunas mujeres se quejaban de la ración. Les parecía que las primeras beneficiarías habían obtenido mejor lote.
– ¡A ver si te arranco lo que yo me sé! -gritaba la valenciana. Y entre carcajadas iba sirviendo patatas, harina, cerezas… Muchas veces las cerezas las colgaba, riendo, de las orejas de los militantes.
Las mujeres desfilaban hacia sus casas. Jamás habrían cocinado con tanto entusiasmo. ¡Menudo arroz…! Los maridos, a medida que la mañana avanzaba, se alejaban de allá y se sentaban en las aceras y en la barandilla a lo largo del río. Poco a poco fueron liando un cigarrillo y desdoblando El Proletario, por el que se enteraron de que el Ampurdán era la comarca que de momento iba a la cabeza en la entrega de víveres; que el ojo del doctor Relken tenía un color morado menos intenso que en la víspera; que en la provincia de Madrid el Partido avanzaba con ímpetu incontenible, y que en Rusia, en el primer trimestre del año, el nivel de vida de los obreros había aumentado en un treinta y cinco por ciento.
Las autoridades, que no habían tomado del todo en serio ni la alocución radiofónica ni lo de los certificados familiares, arrugaron el entrecejo. A mediodía, doña Amparo Campo le dijo a Julio:
– ¿Te das cuenta? ¿Sabes lo que ocurre con eso? Que las pocas tiendas que hay abiertas prevén que pronto todo escaseará y aumentan los precios que da gusto.
Julio no la oyó siquiera. La dirección que todo aquello imprimía a la huelga era insospechada. ¡Diablo de Cosme Vila! Pensó en el coronel Muñoz: «Dentro de quince días, ¿qué?» Se fue a Comisaría y convocó a los de siempre: Comisario, Alcalde, Fiscal, los Costa, doctor Relken…
Entretanto, Cosme Vila, sentado ante su escritorio, recibía informes sobre la marcha de los acontecimientos. Su consigna era no dormirse sobre los laureles. El catedrático Morales le dijo: «¡Vamos a la imprenta!… ¡El Proletario es tan importante como los víveres!» Morales le demostró la imposibilidad material de sacar El Proletario todos los días. «Haría falta un cuerpo de redacción.» Cosme Vila contestó: «Bien, de acuerdo. Pero prefiero que salga una hoja sola todos los días a que salgan cuatro páginas un día sí y otro no».
Cosme Vila le despidió. Quería quedarse a solas. A solas podía permitirse saborear su triunfo. No tanto el de la Cooperativa -conseguir vivas regalando arroz es fácil- como el del campo. Las noticias que traían los militantes que llegaban con los camiones eran eufóricas. Nunca hubieran supuesto una tal predisposición en los camaradas de la provincia. Varios conductores le contaron detalles tan magníficos del desinterés y entusiasmo con que eran recibidos y con que los payeses les regalaban los víveres que Cosme Vila, por primera vez después de mucho tiempo, sintió que se le humedecían los ojos.
– ¿Os reciben bien, sí…?
– ¡Cómo! ¡Tendrías que verlo!
Verlo, verlo… Era la invitación que faltaba. Cosme Vila lo abandonó todo y decidió participar en uno de los viajes. Eligió una caravana de seis camiones que se dirigían a la comarca de La Bisbal. Subió en el primero.
– ¿Cuándo salimos?
– En seguida.
Todo aquello era un brusco cambio de decoración. Los carteles «Ayudad a los huelguistas de Gerona», tremolaban al aire. Por las carreteras se veían niños y niñas saludando a su paso. De pronto, a unos diez kilómetros escasos, el primer camión vio alguien en la cuneta agitando una bandera.
– ¡Ahí, ahí tienen algo preparado!
Frenaron. Un campesino dijo:
– ¡Camaradas! Tenemos algo para vosotros.
Mes de junio. Las faenas de la siega estaban en su apogeo. El camión se internó por el campo. En toda la provincia las hoces cortaban espigas. Los militantes saltaron al suelo. Cosme Vila los imitó. Los militantes saludaron con el puño. Los payeses contestaron cruzando con él la hoz. Detrás, a su espalda, se extendían las doradas mieses. La provincia debía de ser, en efecto, un jardín, como decía Gorki.
Los acompañaron a un cobertizo abarrotado de sacos. «Para los camaradas de Gerona.» Etiquetas con letra parecida a la de Teo.
Se acercaron mujeres que lavaban en una acequia.
– ¡Eh…! ¡Dadles aquellos higos que hay en el cesto!
La enorme cabeza de Cosme Vila asistía inmóvil a la escena. El jefe llevaba alpargatas nuevas. Uno de los militantes era bajo y jorobado, y los sacos tenían dónde apoyarse. Cosme Vila no revelaba su identidad a los payeses. Los miraba a los rostros, duros, duros, de nariz enorme, parecida a la de Casal. Se les leía el fanatismo en los ojos pequeños, inquietos, puntos negros titilando. Un camión se llenó. «¡A ver, las cuerdas!» Todo acontecía con extrema simplicidad. Poco ruido. Escaso número de personas, ancho paisaje. Parecían contrabandistas. Algo de rito religioso. «¡Dentro de quince días, volved!» Cuando la caravana arrancó, un payés gritó: «¡Decid a Gerona que esperamos las bases!»
Cosme Vila oyó el grito. Salía de entre las espigas. Las bases agrícolas. Las mujeres se volvieron a las acequias a lavar. Las bases. Era evidente que en todo aquel rito latía la esperanza de las bases. Los donantes eran colonos; llevaban generaciones encorvados inútilmente.
La peregrinación continuó. Llegaron hasta cerca del mar. El viento del camión en marcha despejó los pensamientos de Cosme Vila. Paralelo a la carretera asomó el tren pequeño, lento, que iba a la costa, con los primeros veraneantes acodados en las ventanillas. Ni uno solo contestó a sus puños levantados. «¡Fascistas!», les gritó el conductor. Pero no le oyeron.
A Cosme Vila, los donantes espontáneos -las banderas agitándose de pronto en la cuneta- le llenaban de gozo. Y sin embargo, prefirió en mucho las citas prefijadas, las colectas en las células comunistas. «Campesinos del mundo, uníos.» En ellas todo se ejecutaba con un sentido instintivo de la organización. El jefe local presentaba al conductor una lista de lo preparado. En el papel, el sello del partido garantizaba que no faltaría un kilo y que la calidad era la mejor. «Hubiéramos querido llegar a setecientos quilos, pero ha sido imposible.» En muchos portales se veían aún carteles anunciando la manifestación en Gerona. El secretario preguntaba: «¿Cuántos sois los que hacéis la revolución?» Se les informaba del número aproximado: «Un millar». Jefe y secretario se miraban. Sería preciso intensificar la ayuda. Se dirigía al conductor. «Vamos a ver si el viernes os mandamos algo por ferrocarril.» Luego pedían órdenes. «¿No traéis ninguna orden?» Levantaban el puño. «¡Salud, y a mandar!»
El regreso a Gerona fue triunfal. El paisaje era hermoso, pero sería preciso aprovechar mejor el terreno ¡y canalizar el río! Cosme Vila comprendía que la unión entre la ciudad y el campo se estaba realizando, las dos tenazas de que hablaban los comunistas alemanes. Magnífica idea la huelga, su nutrición. ¡Las tapias de las grandes propiedades amurallaban de trecho en trecho la carretera! Con los vidrios sembrados como uñas de señores medievales.
Al llegar al paso a nivel, Cosme Vila oyó: ¡Cosme! Pero el tren se interpuso. Luego, la barrera se levantó. Sus suegros le saludaron con la mano, emocionados al verle sentado, coronando la inmensa pila de sacos del primer camión.
En los arrabales había mujeres esperando el paso de los camiones. Clima de euforia. Por todas partes señales de agradecimiento. La caravana frenó al entrar en el casco urbano. Cosme Vila pasaba a la altura de los balcones. Algunos habían cerrado, agresivos, como el de la Inspección de Trabajo; en otros, por el contrario, las familias palmeteaban.
Cuando la caravana se detuvo frente al Centro Tradicionalista para descargar, la valenciana apareció en el umbral de la puerta. Estaba agotada. Sin embargo, tuvo ánimo para decir: «Hoy hemos hecho más adeptos que en un año de discursos».
Frente al Centro Tradicionalista vivía don Pedro Oriol. Vio la llegada de Cosme Vila. Entornó los postigos meditabundo. Don Pedro-Oriol sufría, era de los seres que más sufrían en la ciudad. En aquel Centro había pasado muchos años de su vida; su destino actual le llenaba de congoja. Y echaba de menos El Tradicionalista.
Por otra parte, le habían anunciado que cerca de la ermita de los Ángeles, uno de los camiones había dejado una mancha de gasolina en el camino, y que se veía humo, humo en la montaña.
– ¡Peor para él, mucho peor para él! -le había dicho el coronel Muñoz a Julio al ponerle éste al corriente de la situación-. ¡Los que dan son los colonos, y dan lo del propietario! ¡Cuando les muerdan a ellos, dirán que nones! ¡Y entonces va usted a ver a los de aquí, acostumbrados como estarán…!
A los ocho días de Cooperativa Proletaria y de huelga, el resto de la población estaba asustado. Los suegros de los Costa habían telefoneado a éstos: «¡Nos están robando el arroz, nos están robando el arroz!»
El Partido Comunista daba la impresión de haber decidido jugarse su existencia a cara o cruz. Era el tema de las conversaciones. Y, sin embargo, un detalle escapaba a la comprensión. Se justificaba que Cosme Vila, por su origen y por las meditaciones a que podía dar motivo su antiguo empleo, fuera comunista. Parecía lógico que lo fueran Teo, Gorki y la valenciana; pero nadie se explicaba la súbita revelación del catedrático Morales. «¿Qué tiene que ver ese hombre con la chusma?» Todo el mundo sabía que formaba parte del Comité Ejecutivo. ¡Al salir del Instituto de comentar el Quijote o una tragedia de Racine, se iba a la Cooperativa a repartir ciruelas! Y después al periódico.
Era gran amigo de David y Olga. En tiempos fue simple maestro como ellos. David y Olga tuvieron esperanzas de ganarle para el socialismo: él les había dicho siempre: «Dejadme reflexionar, dejadme reflexionar». El resultado de las reflexiones había sido su adhesión al Partido Comunista. «Todos los defectos y crueldades las sé -confesó a los dos maestros-. Pero considero que es una etapa que hay que franquear, desgraciadamente inevitable. Luego se verá que no ha sido inútil.» Era un gran admirador de Rusia y consideraba que aquella nación había dado un paso gigantesco desde 1917, adaptándose a la vida moderna y multiplicando sus posibilidades. «Una nueva revalorización del hombre, que hay que poner en práctica en el mundo entero.» Otros que le conocían atribuían todo aquello a un problema sexual. Le consideraban un profesor resentido por su fealdad, al que las mujeres no hacían caso; y que por ello odiaba la sociedad y se sentía a sus anchas al lado de la valenciana o colgando ciruelas en las orejas de otras horribles militantes.
Su actitud había producido estupor y nerviosismo entre la población. Desde el punto de vista práctico, David y Olga eran de las pocas personas que no podían lamentar la decisión del catedrático. ¡Gracias a su intervención consiguieron que -¡por fin!-, aunque un mes antes de finalizar el curso, en un par de docenas de escuelas los alumnos construyeran cometas, cultivasen un campo, se lavaran la cabeza, se turnasen democráticamente en la vigilancia, diesen una explicación científica del cosmos y escucharan con atención las peroratas higiénico sexuales de sus profesores!
Morales les decía, sonriendo: «En pago, los productos que saquen del campo servirán para la Cooperativa…»
Casal asistía confuso a todo aquello. Preguntó a David y Olga qué se proponían.
– ¿Qué pretendéis con todo esto?
Los maestros le miraron con fijeza, como si por fin se decidieran a darle una explicación franca. Por último le dijeron: «Amigo Casal, vamos a hablar claro. No creas que todo esto tenga nada que ver con el Manual… Lo que pasa es que tenemos pruebas de que lo del levantamiento militar es cierto».
– ¿Cómo…?
– Como lo oyes -David prosiguió-. Y en consecuencia creemos que deberíamos unirnos todos y no alimentar discrepancias.
Casal les miró a los ojos. Se le hacía difícil dudar de ellos.
– ¿Habláis en serio…? -preguntó.
Olga le contestó:
– Nos consta que es cierto.
Tanto, que de Barcelona habían salido para Francia varios representantes de la República, con la misión de asegurarse la ayuda del Frente Popular francés para cuando el momento llegara…
Casal no sabía qué decir. Olvidó la Cooperativa Obrera, los malabarismo de Cosme Vila y las dificultades con que tropezaba para redactar unas bases que satisficieran a todos.
– Así que Julio tenía razón… -masculló. Luego volvió a dudar-. ¡Imposible, imposible! ¿Qué pueden esperar? Serán cuatro jefes aislados. La mayoría de los militares están por la República.
– No seas iluso -añadió David-. Lo que pasa es que estamos olvidando dónde radica el verdadero peligro.
Casal se dejó ganar por el nerviosismo. Consultó inmediatamente con los jefes de la UGT de Barcelona. De Barcelona le contestaron: «Es cierto. Cuidado con los militares, los carlistas y Falange».
La mujer de Casal le dijo: «¿A ti te extraña que se subleven? ¿Qué van a hacer, si no? Cosme Vila los iría matando poco a poco a todos».
A Casal le entró un furor incontenible. Comandante, carlista, Falange. ¿Qué pasaba con Mateo que no daban con él?
Tal vez Cosme Vila estuviera en lo cierto… ¿Iba a verle o no iba a verle? Estimó que ya se había rebajado demasiado. ¡Y además aquel piso destartalado! ¡Qué desnudez! Casal pensó que la confortable cama en que dormía con su mujer le impedía cometer ciertas barbaridades. Pero era evidente que el peligro era grave. El tono de convicción de David y Olga no mentía. A Casal le pareció comprender por qué el Partido Socialista le aconsejaba no indisponerse demasiado con Cosme Vila.
David y Olga le informaron sobre la actitud de los suegros de los Costa. «La mitad del pueblo de País es suyo y se quejan porque les han escamoteado quinientos quilos de arroz.»
Ignacio no perdía detalle de cuanto acontecía. Y recordaba que en una conversación con el profesor Civil le dijo a éste: «Cuando vea claro, lucharé…»
¡Santo Dios! ¿No veía claro aún? ¿No quedaba suficientemente claro que para detener las toneladas de veneno que caían a diario sobre la ciudad proponían aumentar el sueldo a la gente? Su padre advertía que la violencia de los preparativos que veía a su alrededor contagiaban a Ignacio. «No seas estúpido -le dijo-. Para ser valiente no es necesario tomar un fusil. Yo, en tu lugar, estudiaría más que nunca y me vendría de Barcelona con media docena de sobresalientes.»
Estas palabras, en vez de inquietar a Ignacio, intensificaron su malestar. No por lo que le concernía, sino por la situación de Mateo. Ya no era posible. ¡Media docena de sobresalientes! Exámenes convocados y Mateo no podría presentarse. El profesor Civil se había lamentado de ello a diario. «¡Decidme dónde está, decidme dónde está, iré a darle clase aunque tenga que pasar por la chimenea!» El profesor Civil también soñaba. Pero Ignacio no le dio nunca la dirección.
Ignacio comprobaba hasta qué punto quería a su amigo. Se sobresaltaba tanto o más que Pilar. Al igual que a César, le preocupaba su escondite. Cualquier día subirían a casa del Rubio a hacer un registro. Era preciso que Mateo cambiara, que buscara otro sitio. ¿Dónde? Marta compartía su opinión. «Hay que hablar con el Rubio, él acaso indique un lugar.»
Antes de marcharse a Barcelona quería dejar aquello resuelto. Por la calle se había encontrado con Julio quien le dijo: «¡Hombre, Ignacio! Tal vez tú puedas indicarme dónde se encuentra Mateo…» Luego el policía había sonreído dando a entender que bromeaba y había intentado darle una palmada amistosa en la espalda. Ignacio le había detenido la mano. «Con nosotros ha terminado», le había dicho.
Mateo había hecho saber que los exámenes le tenían absolutamente sin cuidado. En cambio, la idea del traslado le pareció acertada e inmediatamente propuso la casa de Pedro. «Me aceptará -dijo-. Me aceptará, estoy seguro. ¡Y por lo menos allá tendré una radio!» Pilar había caído casi desmayada. «¡En casa de un comunista!» Por el contrario Ignacio aprobó el plan. «¿Dónde mejor? ¿A quién se le ocurrirá buscarle allá?» Ignacio estaba seguro de que Pedro no delataría nunca a Mateo… menos que se lo ordenaran directamente de Moscú.
Quedaron en que el Rubio hablaría con Pedro. El Rubio le conocía de antiguo y también estaba seguro de él. «¿Cómo lo va a delatar si es un chico que no dice nunca una palabra?» Por lo demás, sabía que Pedro odiaba a Cosme Vila, a Teo, a Vasiliev, a todos. A todos los consideraba traidores a Rusia y, al repasar el Boletín, había exclamado: «¡Trucos de fotografía! Lo que hay allá es mucho mejor».
Marta había propuesto un plan, al margen de lo de Mateo: proponía que Pilar acompañara a Ignacio a Barcelona. «¡Te conviene distraerte! Aquí te consumirás.» Pilar se negó rotundamente. «Imagínate que mientras estoy allá ocurre algo…»
A Ignacio no le quedó otro remedio que hacer las maletas solo. Permanecería tres días lo menos fuera. Muchas personas, entre ellas el subdirector, le dieron toda clase de consejos. «Vete con cuidado en la Universidad. Hay muchos estudiantes que son de las Juventudes Libertarias. Y, sobre todo, cuidado en la pensión… No hables con nadie, ni una palabra sobre política y sobre tus ideas.»
El profesor Civil fue a despedirle a la estación. «¡Repasa la lección cuarenta y tres!» Marta le dio un beso en la frente. En el momento de arrancar el tren se acercó a la ventanilla, le puso un sobre en las manos. «Deberías entregarlo a la persona misma.» El sobre decía: «J. Campistol, Balmes, 110, Barcelona». Luego sacó el pañuelo para despedirle; e Ignacio vio que era un pañuelo azul.
J. Campistol era el jefe de Falange en Barcelona. ¡Válgame Dios! La cosa estaba clara. La chica quiso situarle ante el hecho consumado.
¿Y por qué llevaba pañuelo azul? Le había advertido mil veces de que no provocara a nadie.
Ignacio barbotaba mil juramentos desde la ventanilla. La chica gritó: «¡Que Dios te proteja…!»
En cuanto el tren desapareció, Marta se metió el pañuelo en la manga. Y al instante experimentó una clara sensación de soledad. Miró al profesor Civil. Luego se dijo que las circunstancias no permitían lloriqueos. Al contrario. En aquellos días lo que debía hacer era redoblar su actividad. La gente, en la estación, tenía los periódicos desdoblados y los leía con avidez. ¿Qué ocurría? Las noticias eran alarmantes. En el Parlamento, las discusiones entre diputados eran violentísimas. Calvo Sotelo había sido amenazado claramente, sin rodeos. José Antonio continuaba en la cárcel; y Calvo Sotelo era precisamente el jefe político del comandante Martínez de Soria.
Marta se fue a su casa y desde aquel instante no cejó. Procuraba imitar de su padre la energía que éste demostraba en determinadas circunstancias. Muchos de sus consejos de estrategia los llevaba impresos en la memoria. Ahora le parecía que debía ponerlos en práctica. Marta pensó en uno de ellos: «Es preciso conocer lo mejor posible los colaboradores de que uno dispone».
Marta pensó en el acto en sus camaradas. ¿Eran buenos o malos? Un poco de todo. En conjunto, no podía quejarse.
La encantaban, desde luego, Jorge y Roca. El hijo de don Jorge, a pesar de su aspecto engomado, se mostraba valiente. En la manifestación comunista había descubierto la presencia de los dos principales colonos de su padre. Los esperó en la Rambla y les dijo: «Mi padre está en la cárcel y a mí me ha desheredado. Pero como intentéis nada contra él o contra otro miembro de la familia, os las entenderéis conmigo. Y ya sabéis que yerro difícilmente una perdiz…»
Roca también le gustaba a Marta. Era algo ingenuo. Estaba seguro de que triunfarían «porque Hitler también había empezado así y había triunfado». A él le hubiera gustado reunirse con los camaradas en una cervecería, como el jefe alemán; pero en Gerona no las había y tenían que coincidir en la barbería de Raimundo, o ver a Marta en casa de ésta, que en el fondo continuaba siendo el lugar más seguro. Pero Marta le quería. Podía contar con él. A su padre le habían despedido de guardia urbano. «Porque yo marchaba contra dirección», había bromeado el muchacho.
En cambio, Marta quería menos a Benito Civil. El hijo del profesor le parecía un pobre hombre. Sus chalecos eran de por sí algo inadmisible. Tal vez tuviera la culpa su mujer, que no cesaba de lamentarse. Cuando Benito fue al cementerio a poner las rosas rojas, su mujer le dijo: «A lo mejor ya no vuelves». Y se le había echado al cuello. Marta tampoco quería mucho a Octavio, a éste menos que a ninguno, y no comprendía que Mateo le apreciara tanto. «Hipócrita y presuntuoso.» Se alegraba de que estuviera él en la cárcel, y no Jorge o Roca, por ejemplo. A Rosselló le echaba de menos por su impetuosidad y porque le plantaba cara a su padre; a Haro le conocía muy poco.
Padilla le decía a Marta: «Es curioso. En conjunto sois unos críos A veces me pregunto si no me he metido en un lío». Marta le contestaba: «Siéntate y calla». Y le soltaba otra circular.
El comandante Martínez de Soria espiaba, por su parte, los manejos de su hija. Ahora le parecía que Falange le sería de utilidad el día del Alzamiento, a pesar de que eran tan pocos. «Lástima que no sean doscientos.» Con todo, tenía más confianza aún en los tradicionalistas. «Los tradicionalistas tienen una ventaja -pensaba-. Casi todos son cazadores; en cambio, de esos chicos posiblemente sólo Jorge sabe manejar un fusil.» Además, entre los tradicionalistas había muchos mayores de edad. Gente como don Pedro Oriol que, al dirigirse al cuartel, lo haría a conciencia. El comandante estaba satisfecho porque después de muchas dudas se había entrevistado con el notario Noguer, y el notario le había contestado: «Cuente conmigo». El notario Noguer le dijo luego que no podía calcular el número de afiliados que se pondrían a sus órdenes en cuanto los avisara. «Ya sabe usted. Esto es muy grave… Y está por medio el asunto Cataluña. Sin embargo…me parece que muchos responderán. -Luego añadió, poniendo la mano sobre la mesa como si ésta fuera un acta-: De todos modos, cuente por lo menos con treinta hombres».
¡Treinta hombres! ¿Quiénes eran, más o menos? Un abogado, un médico, tres industriales, dos agentes comerciales… «Basta, basta», interrumpió el comandante. Aquello le satisfizo. Se sintió optimista. De Renovación podía contar con diez. Don Santiago Estrada le había prometido cincuenta. Tal vez exagerara, pero tal vez no.
«Lo que siento -pensaba a veces el comandante, mientras su esposa rezaba el Rosario en voz alta y él se perdía por los pasillos de la casa- es que el chico no esté aquí. En Valladolid se ganará seguro; en cambio, aquí me prestaría un gran servicio.» También le dolía que no pudiera hablar de todo aquello con el hombre que acompañaba a su hija; aunque no dudaba que Ignacio acabaría siendo de Falange un día u otro.
El comandante echaba de menos a «La Voz de Alerta». «Éste sería el personaje clave.» Pero ya no confiaba en que saliera de la cárcel. La quincena había transcurrido y no le sacaban. También echaba de menos al teniente Martín, «ese majadero que insulta a los muertos»; aunque había encontrado un sustituto eficaz en el alférez que recibió a Teo, el alférez Roma, de pudiente familia barcelonesa.
El comandante ignoraba que el Rubio alojara a Mateo. Le había admitido de asistente sabiendo que había sido anarquista, por creer que ello desconcertaría a determinados oficiales. Le mandaba hacer recados, que sacara brillo a las polainas, que cuidara del caballo; pero tenía buen cuidado de que no husmeara en sus papeles.
Marta se reía una vez más de estas precauciones y se complacía en demostrar ante su padre la amistad que la unía con el Rubio.
– Pero… ¿qué te pasa con ese bromista? -le preguntaba el comandante-. Deberías tener más cuidado con él.
Marta le contestaba:
– ¡Ah…! ¿no tienes tú secretos? Yo también… -Y acercándose a su padre le pellizcaba en las rojas mejillas.
Cosme Vila no se dormía sobre los laureles. Desde el primer momento había previsto la dificultad de que habló el coronel Muñoz. La cantidad de víveres que se necesitaba era fabulosa. ¿Hasta cuándo resistirían los campesinos? Por otra parte, había varios productos básicos carne, leche, aceite- que no entraban en la distribución.
El jefe consideraba que sería un error exprimir demasiado el jugo de la provincia, especialmente teniendo en cuenta que de momento la ciudad no podía corresponder. El sentido común aconsejaba evitar que a los campesinos pudiera ocurrírseles siquiera que se abusaba de su generosidad. Quince días más exigiendo el mismo ritmo en las entregas y los primeros toques de alarma se harían sentir. Una mujer que al advertir el bajón dado en la pila de garbanzos miraría a su hombre conteniendo el mal humor. Otra que al ver partir, eufóricos, a los militantes de los camiones comentaría con recelo: «¿Sabes que esa gente ha encontrado el sistema?»
Cosme Vila era el único en anticiparse a este peligro. Los demás vivían absolutamente confiados. ¿Quién dijo que los campesinos sólo darían lo del propietario? Ahora ya se mordía en su carne y no por ello habían cambiado de actitud.
Entre los militantes de la ciudad se comentaba mucho esta prueba de fraternidad. Algunos obreros confesaban que los campesinos eran más fanáticos que ellos. «Desengañaos, lo son, lo son. No les llegamos a media pierna.»
El catedrático Morales, en sus conversaciones con David y Olga, y sobre todo con Víctor, a quien pretendía deslumbrar sin conseguirlo, daba una explicación del fenómeno.
– Los campesinos ven en el comunismo una solución más fulminante aún que los industriales -decía-. Los obreros industriales saben que la fábrica produce lo accesorio, y que esta condición no se alterará aunque un día su riqueza les pertenezca en común; en cambio, a los campesinos les consta que en cuanto se les reparta la tierra, ésta les suministrará lo necesario para vivir.
A ello atribuía que las células en los pueblos agrícolas fueran menos espectaculares que las de la ciudad, pero más conscientes y aún más violentas. Lo mismo que Cosme Vila, había hecho un viaje por la provincia regresando edificado. Asistió a las reuniones cotidianas de los militantes. Contaba y no acababa de lo que vio. «Los payeses se reúnen en los cobertizos o en la era, porque en la taberna o en el estanco siempre está el sargento de la guardia civil. Palabras, pocas; rondas de vino, muchas, y muchas miradas fuera, a los campos, y mucho prestar oído al mugido de las vacas.» Cosme Vila era considerado como un padre por aquellos que le conocían; un ser mitológico por los que no. Los primeros les describían y hablaban de la anchura de su frente, para medir la cual se veían obligados a levantar la visera de la gorra. Algunos le preguntaron al catedrático: «Y a letra te gana incluso a ti, ¿no es eso?»
Siempre había un labrador que explicaba la doctrina comunista. Sí lo hacía en términos elementales, los ojos brillaban; si empleaba palabras raras los oyentes se pasaban la lengua por las encías. «Sí, claro, claro -comentaban-. Debe de ser eso.»
Entendían que para ser felices era preciso matar al cura. Y luego al sargento de la guardia civil. Hecho esto, se podría colectivizar. La colectividad la concebían como un haz de esfuerzos en común en el momento de las faenas duras: tractores que servirían para todos, abonos que llegarían a placer, avionetas con líquidos para matar los escarabajos, para desinfectar los olivos; en el momento del reparto darían lo que tocara dar, pero cada uno sabría que era el amo. «Darán lo que tengan que dar -le contaba el catedrático a Víctor-. Pero cada uno quiere poseer un pedazo de tierra y unos cuantos animales.»
Por ello llenaban los camiones, contentándose con recibir a cambio ejemplares de El Proletario.
– ¿Y de las bases qué…?
– Cosme Vila las está redactando. Los fascistas le ponen dificultades, pero caerán.
– Bueno, bueno, dile que sabemos esperar.
Y, sin embargo, y a pesar del entusiasmo de Morales, Cosme Vila sabía que no podrían esperar. ¡La tierra se cansaría de ser nodriza! Por otra parte, el número de beneficiarios aumentaba a diario en la Cooperativa. Algunos anarquistas se habían presentado con la cabeza gacha, por el plato de lentejas. Cosme Vila comprendió que tenía que conseguir dinero para que los huelguistas pudieran comprar carne, leche y aceite y para pagar a los campesinos.
Dinero, dinero. No debía decir nada a nadie, pero necesitaba dinero. La situación era eufórica en la ciudad. Prácticamente lo dominaba todo, y las autoridades se tambaleaban. Faltaba un tirón más. Un tirón y el alcalde dimitiría, y el Comisario. ¡Si el Municipio fuera suyo! Con los recursos que había en él. Todo llegaría. En cambio, parecían fallarle los pescadores; los pescadores le habían contestado: «El comunismo ya nos lo hacemos nosotros, y si queréis pescado traednos billetes».
Billetes, para comprar también pescado para los huelguistas.
No quedaba más remedio que hablar con Barcelona. El manco le había hecho promesas, el camarada Vasiliev también. El camarada Vasiliev le había dicho: «Si hace falta, se abrirá una suscripción en Rusia»; Cosme Vila entendió que era la ocasión, y por ello el jefe decidió el viaje a Barcelona, o tal vez enviar como delegados a Morales y a Gorki.
Un hecho resultaba evidente: Cosme Vila no era el único personaje que tomaba decisiones. Simultáneamente a sus monólogos interiores, se desarrollaban interminables diálogos en la Jefatura de Policía. El Comisario entendía que las cosas habían llegado al extremo. Su decisión consistió en encararse con Julio con energía insospechada, poco habitual en él. «¡Hay que mandar un ultimátum a ese imbécil!», había dicho. Julio no se dejó impresionar; sin embargo, consideraba que el Comisario tenía razón y que era preciso hacer algo.
La población no conseguía víveres pagando, mientras los comunistas llenaban sus cestos cada mañana en el Centro Tradicionalista. En la estación se negaban a descargar bultos, según el destinatario. «¿Eso para quién es? ¿Costa, Corbera…? ¡Ahí se queda!»
Por otra parte, los propietarios se habían levantado en bloque para protestar. Los colonos les decían: «¡Se acabó de ordeñar la vaca! ¡Lo hemos entregado a los camaradas de Gerona!» Algunos propietarios se dejaron amedrentar por las amenazas, que por regla general salían de boca de las mujeres; otros, a imitación de los suegros de los Costa, habían levantado acta notarial y presentado pleito al juzgado.
Todo esto tenía suma importancia, pues los abogados veían una ocasión para tomar la palabra, y además el juez, que no olvidaba que Cosme Vila había querido substituirle sin contemplaciones, parecía predispuesto a fallar en favor de los propietarios.
Las consecuencias de la situación podían ser gravísimas. Ya El Proletario escribía en letras de molde: «¡Los propietarios intentan impedir el suministro de víveres al pueblo! ¡El juez se entrevista con los propietarios! ¡Defenderemos a los colonos con todos los medios de que dispongamos!»
Ahí estaba. Julio advertía claramente cuál era el plan de Cosme Vila: conseguir que los propietarios, por cansancio, renunciaran a sus derechos. En este caso, los campesinos habrían conquistado posiciones definitivas, gracias al Partido Comunista.
– ¡Naturalmente que es eso! -rubricaba el Comisario, al ver que Julio iba más allá que él mismo en sus acusaciones-. ¡A ver, pues, si terminamos el asunto de una vez!
Cosme Vila oyó rumores de lo que se estaba tramando en contra suya. Entonces decidió no ausentarse personalmente de la localidad y mandar a Barcelona a Gorki y a Morales. «Yo me quedaré aquí a parar el golpe», dijo.
La masa de afiliados vivía ajena a estas preocupaciones. ¡Y era preciso ocuparse de ella! Cosme Vila no olvidaba ni un momento la observación del catedrático: hay que ocuparles el pensamiento… Porque, en efecto, se veía que los afiliados, inactivos a causa de la huelga, se aburrían. Algunos habían empezado a beber. Otros hablaban de formar una Compañía teatral y un Orfeón.
Era el momento, no cabía duda. Era el momento de poner en práctica el proyecto de la Milicia Popular. Mientras las autoridades se preparaban a lanzar la ofensiva contra el Partido Comunista, éste se prepararía para defenderse. Base número nueve. ¿No se acordó así? Con bastones, con algunos fusiles. ¡Convenía no perder minuto! El jefe echaba mucho de menos a Teo. No obstante, pensó que, dadas las características del asunto, debía cuidarse personalmente de todo. Constituir la Milicia y además -otra cuña esencial- fundar células en los cuarteles, entre la tropa.
Por lo demás, todo estaba preparado. Para los cuarteles contaba con un alférez de Artillería, chusquero. Y tocante a la organización de la Milicia, al día siguiente de haber sido acordada por el Comité Ejecutivo había hablado con dos veteranos del Partido. Militares retirados -brigadas en la guerra de África- y ambos aceptaron con entusiasmo encargarse de su formación. «Cuando quieras, camarada.» Uniformes, el Partido los tenía. Gorros también; y los bastones los habían suministrado, de madera de roble, las células agrícolas de los Pirineos.
¿De cuántos hombres se compondría la Milicia? Cosme Vila consultó el fichero del despacho. Veía desfilar los rostros en las cartulinas como Julio los ojos de los suicidas. Eligió un total de doscientos cincuenta varones de dieciocho a cuarenta y cinco años. No quiso citarlos por medio de El Proletario para evitar la publicidad; les mandó aviso personal a domicilio, acompañado de un paquete que contenía un mono azul y un gorro también azul.
– A la Dehesa, a las seis de la tarde, con este uniforme y alpargatas.
Los doscientos cincuenta hombres recibieron el aviso sin saber de qué se trataba. «¿Sabes algo?» «¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¿Por qué nos habrán dado ese mono?»
La curiosidad los llevó a ser puntuales. Cosme Vila los esperaba en compañía de los dos brigadas. A medida que los seleccionados llegaban, los iba saludando uno por uno. «¿A qué viene eso?» «La Milicia. La Milicia Popular.» ¡La Milicia Popular…! Los hombres se miraban unos a otros. ¡Por fin! «¿Y armas?» «¡Todo se andará!» Sin querer adoptaban aires marciales.
Cosme Vila los arengó con léxico parecido al de los cuarteles. Los rostros no se parecían a los de las fotografías. Eran menos cerrados, más débiles. Sería preciso imponer severa disciplina.
– ¡Manos a la obra!
Los dos brigadas dieron un paso al frente. Una lista por orden alfabético dividió la Compañía en secciones y escuadras. Se oían peticiones: «A nosotros nos gustaría ir juntos». Cosme Vila contestaba:
– ¡Esto no es un convento de monjas!
De pronto, una voz ordenó: «¡Nombramiento de sargentos y cabos!»
Los militantes se mordieron las uñas; hubo gran expectación.
Cosme Vila dio los nombres. «He tenido en cuenta los servicios prestados al Partido, la mayor o menor experiencia -algunos de vosotros han hecho ya el servicio militar- y las facultades físicas.»
Los dos brigadas de África, a uno de los cuales no le faltaban siquiera los bigotes afilados, revivían días históricos. A los sargentos y cabos que resultaron elegidos les entregaron un fusil; a los simples números un recio bastón. El brigada de los bigotes, Molina de apellido, le dijo a Cosme Vila: «Esto nos gusta porque aquí, por lo menos, sabemos que todos son voluntarios».
Surgió una dificultad: el altavoz de la Piscina. Vomitaba bailables tan estentóreamente que su ritmo era obsesionante. Segunda dificultad: los curiosos. Surgían de todas partes, sobre todo de la Piscina. -La mayoría de estos últimos eran anarquistas e iban con slip-. Destacaban Porvenir y la hija menor del Responsable, la cual exhibía este verano maillot blanco.
Pero los dos brigadas superaron aquello. «¡Alinearse… Mar!» Los doscientos cincuenta hombres obedecieron, distanciándose con el brazo. Las secciones formadas, impecables. Cosme Vila contemplaba todo aquello reclinado en un plátano milenario.
Pronto, bajo el follaje, y aprovechando los intermitentes silencios del altavoz, se oyeron los gritos marciales: «¡Un, dos, un, dos!» Por el momento la uniformidad era dudosa, y las alpargatas se revelaban demasiado ligeras para hacer crujir la arena como los brigadas hubieran deseado. «¡Media vuelta… Mar…!» Algunos continuaban en línea recta, como atraídos por el maillot blanco de la hija del Responsable. Otros se dirigían hacia Cosme Vila; los dos brigadas, que también exhibían mono azul, tan nuevo que se les abombaba en el pecho, se miraban con aire desesperado.
Vuelta a empezar, otra vez agrupados, cada uno en su puesto. «¡Un, dos, un, dos!»
De pronto, todo salió a la perfección. «¡Izquierda, mar!» Todos a la izquierda. «¡Derecha, mar!» Todos a la derecha. «¡Media vuelta…!» Los milicianos obedecieron como un solo hombre. Y entonces, ante la estupefacción de todos, se encontraron frente a frente de una formación idéntica a la suya, pero compuesta de caballos.
Los brigadas enmudecieron. Nadie acertó a explicarse qué había ocurrido. ¿De dónde salieron? ¿Cómo? ¿Quiénes eran los jinetes? El sol y el sudor emborrachaban y nadie acertaba a distinguirlo.
Cosme Vila permanecía impasible. Había visto aparecer los caballos a la entrada de la Dehesa, a trote más agresivo aún que el del comandante Martínez de Soria cuando daba vueltas al circuito. «Ahí va el regalito de Julio García…», se dijo. Y, en efecto, a no tardar reconoció los gorros de los guardias de Asalto.
La caballería. La prometida y esperada caballería. El teléfono de la Piscina había comunicado con Jefatura y ante la escalofriante noticia de la Milicia Popular, las autoridades exclamaron: «¡Es el momento! No hace falta ni siquiera el ultimátum». Allí estaban ahora los animales relinchando, mirando a los milicianos con ojos acuosos, siendo mirados por éstos con una expresión que iba transformándose de sorpresa en cólera y deseo de que un rayo cayera sobre sus crines, a medida que descubrían de qué se trataba.
El momento fue de intenso desconcierto. Dos secciones de guardias a pie habían hecho su aparición envolviendo a la Milicia. Los milicianos se sentían ridículos, formados de aquella manera, con el bastón en el hombro; los que llevaban fusil sabían que estaba descargado; y algunos se alegraban de ello dada la expresión del oficial de Asalto que se había apeado de su caballo.
Este oficial era un gigante parecido a Teo, con menos ángulos en la cara. Parecía llegar dispuesto a no perder tiempo. Se dirigió a Cosme Vila: «De orden del Comisario va usted a entregarme los fusiles y venirse conmigo. Y disuelva en el acto la formación».
Cosme Vila le escuchó. El altavoz de la Piscina había parado. «¡Camaradas, no entregar nada! ¡Corriendo a vuestras casas!»
Los milicianos no esperaban aquello. Sin embargo, como tocados por un resorte se quitaron el gorro y echaron a correr en todas direcciones. Por otra parte, los guardias de a pie desplegaron y a cincuenta metros escasos les obstruyeron el paso. Los del bastón se rindieron sin resistencia apenas, aunque ninguno cedió el arma sin acompañar el gesto de una sonrisa irónica. Los del fusil forcejearon con dureza, pero a la postre quedaron indefensos.
El oficial ordenó a todos: «¡Andando! ¡Y poco ruido!» Algunos obedecieron. Otros miraron a Cosme Vila y se hacían los remolones. Varios, con franca insolencia, sacaron las tabaqueras del bolsillo. «¡Andando, o habrá jaleo!» E indicó las porras de sus agentes. La prudencia se apoderó de los milicianos. Lentamente empezaron a dispersarse. «¡Andando!» Los agentes los persiguieron porras en alto y los milicianos, por último, pusieron pies en polvorosa.
Cosme Vila había quedado allá, escoltado por un grupo de guardias.
– Usted se viene conmigo a Comisaría -repitió el oficial.
Cosme Vila no se inmutó.
– ¿Me llevarán a caballo o a pie?
– A pie. -El oficial enfundó su pistola-. ¡En marcha!
Ordenó a los jinetes que se volvieran al trote y a la casi totalidad de los de a pie los mandó regresar por el otro lado. Sólo cinco agentes quedaron escoltando a Cosme Vila.
Echaron a andar. Cosme Vila dio unos pasos más adelante. Alguien entre los curiosos gritó: «¡A la cárcel!»
Cosme Vila meditaba su situación. La avenida central de la Dehesa era larga. Las botas de los guardias resonaban con más contundencia que el calzado de la Milicia Popular. El jefe consideraba que Julio cometía un error llevándole a pie. Según el itinerario que siguieran al entrar en el casco urbano la masa de afiliados se daría cuenta de lo que ocurría y organizaría lo que hiciera falta en su defensa. ¡En línea recta sería preciso pasar ante el local del Partido!
Por el momento, sin embargo, se había quedado sin defensores. Los curiosos que se iban agrupando más bien le eran hostiles. «¡A la cárcel!», se oyó otra vez.
En la Catedral dieron las siete de la tarde. Ya los caballos habían desaparecido. Cosme Vila irrumpió en la calzada que conducía a la Plaza de Telégrafos. En todo lo que alcanzaba su vista no se veía concentración alguna de militantes.
– Tal vez más adelante. Los milicianos habrán avisado a alguien. Todavía no da tiempo.
De pronto, el panorama cambió. Al llegar al Puente, en el que convergían varias carreteras de entrada a la población, oyeron a su espalda una algarabía infernal. Gritos, ruidos de motores y bocinazos.
Cosme Vila volvió la cabeza, y los guardias lo mismo. ¿Qué ocurría? Un camión, y luego otro y luego otro. Cosme Vila comprendió: entraba en Gerona la caravana de víveres procedente de Bañolas. «Víveres para los huelguistas de Gerona.» Pedían paso a través de los transeúntes. Iban cargados de ajos y en las cúspides aparecían sentados felices militantes.
Cosme Vila no perdió un momento. Se irguió sobre sus pies, miró en dirección a los camiones y luego levantó el puño con energía estremecedora.
Los militantes, desde sus torreones de ajos, le reconocieron en seguida. Vieron a los guardias. ¡Detenido! Llevaban al jefe detenido. El grito se escapó de sus gargantas. Las bocinas sonaron al unísono en colosal estruendo. Los militantes saltaron desde los camiones al suelo y en actitud suicida se dirigieron de frente hacia los guardias. Algunos, faltos de otra cosa, llevaban manojos de ajos en las manos.
La circulación se interrumpió. Algunas mujeres se mezclaron entre los militantes. Los balcones se abrieron.
Dos guardias quedaron escoltando a Cosme Vila y los tres restantes, con las porras en alto, esperaron la acometida de los militantes. El oficial tocó el pito, pero ningún otro agente apareció por los alrededores.
A la vista de las porras los militantes no se decidían a avanzar. De pronto de la parte trasera de uno de los camiones salió una piedra que dio de lleno en el hombro de uno de los guardias. Éste cayó al suelo.
– ¡Animales! -gritó el oficial. Y sacó su pistola.
Los demás guardias le imitaron. Se oyeron tres disparos.
El pánico fue indescriptible. Algunos militantes se refugiaron detrás de los camiones, otros se dispersaron. En las ventanas no había quedado nadie.
Súbitamente, el primero de los camiones puso el motor en marcha y arrancó, de prisa, sorteando a los guardias. Se arrimó a Cosme Vila. El conductor gritó, dirigiéndose a éste: «¡Sube, sube!» Y había abierto la portezuela.
Cosme Vila dudó un momento.
– ¡No! -rehusó-. ¡Pero concentraos en Comisaría!
Los guardias, al advertir la inclinación de Cosme Vila, supusieron que iba a subir y dispararon contra los neumáticos.
Cosme Vila se volvió furioso.
– ¡Ya está bien, ya está bien!
El camión huía a toda velocidad. En la puerta de Telégrafos había aparecido Matías Alvear con bata gris y lápiz en la oreja. Pero, al oír los disparos, volvió a entrar.
Cosme Vila prefería ser llevado a pie, ahora que todo el mundo estaba alerta. La valenciana asomaba a lo lejos, seguida de una patrulla de militantes. Se veía su inmenso escote. El guardia herido se había incorporado por sí solo. Era preferible que fuera así.
– ¡Andando!
El trayecto fue lento, pues era preciso sortear continuamente montones de basura. La huelga de barrenderos y de los encargados de la recogida continuaba. La ciudad hedía, y algunos parajes iban resultando inaccesibles. Se hablaba de que la tropa se encargaría del servicio. Perros famélicos iban por aquí y por allá, parecidos al que siguió a César en la calle de la Barca.
No existía periódico derechista para poner al corriente a la opinión. No obstante, las noticias se filtraban por misteriosos conductos. El intento de Cosme Vila de constituir la Milicia Popular llenó aún más de zozobra a todo el mundo. ¿Qué pasará ahora? ¿En qué parará la intervención de las autoridades?
Todo ocurría con lógica implacable. Cosme Vila argumentó ante Julio y el Comisario que no pretendía sino entrenar a sus afiliados para desfilar. Dio pruebas nada triviales: casi todo eran bastones, los fusiles estaban descargados. ¿Qué puede intentarse con fusiles descargados?
Julio llamó al oficial de Asalto. «Enséñenos esos fusiles.» Eran viejos, inservibles. Cosme Vila sonrió.
Afuera se había estacionado la masa gritando: «¡Viva Cosme Vila!»
Julio consultó con el Comisario. Decidieron soltarle.
– Pero renuncie usted a la Milicia -dijo Julio en tono categórico-. Si intenta usted concentrar de nuevo a los milicianos, dormirá usted en la cárcel al lado de don Jorge y procederemos a la clausura del local.
Luego el Comisario añadió:
– Y prepárese a recibir otras noticias.
Cosme Vila salió, pero había dejado de sonreír. Estaba preocupado y cansado. Ordenó a los que le esperaban que se dispersasen. Se fue a su casa, quería dormir. «Mañana hablaremos, mañana hablaremos.»
A los muchos que entendían que Julio se mostró débil éste les contestaba: «¡Ya está bien, ya está bien! Esto, para Cosme, era básico. Además, ya veis que no avanza un paso. Se desgastará, se desgastará inútilmente».
Al día siguiente, El Proletario atacaba duramente a Julio. Publicaba un clisé en el que se veía a dos agentes disparando sus pistolas contra el camión, que huyó a toda velocidad. Los ánimos de los militantes se habían exaltado lo indecible con todo aquello, pues la posibilidad de disponer de armas y de encuadrarse de una manera orgánica les había entusiasmado.
Cosme Vila acudió al despacho temprano. No sabía si había enfocado bien o mal la Milicia. Tal vez cometiera algún error. Al parecer la voz popular aseguraba que disponía incluso de morteros. Su mujer le había dicho: «Hagas lo que hagas, en seguida te calumniarán, diciendo que pretendes esto o lo otro.»
Estaba preocupado y los que le rodeaban se dieron cuenta de ello. Sin embargo, era imposible detener la marcha de los acontecimientos. Víctor se le acercó.
– Oye una cosa. Perdona que escoja este momento…pero la gente se queja.
– ¿Qué gente?
– La que va a la Cooperativa.
– ¿Y pues…?
– Se les reparte siempre lo mismo. Querrían un poco de carne.
Cosme Vila le miró.
– Ya hablaremos de eso luego.
Víctor salió y entró en el despacho el conductor del primer camión de la víspera.
– Oye. Ayer, con todo aquel jaleo, no pude decírtelo. En el campo piden las bases.
Cosme Vila acabó enfureciéndose: «¡Dejadme solo! ¡Hasta que regresen de Barcelona Gorki y Morales no puedo tomar ninguna determinación!»
Ésta era su preocupación principal. Según las noticias que trajeran los dos delegados, todo estaba resuelto, y los fusiles, aunque descargados, se volverían contra Julio. ¡Sobre todo, el dinero era lo que más falta le hacía!
– Id a la estación a esperarlos y que vengan en seguida.
Gorki y Morales llegaron en el tren de la mañana, en el mismo tren que Ignacio. Nada más verlos aparecer en el umbral de la puerta del despacho, Cosme Vila comprendió que traían noticias medianas.
– Sentaos. ¿Qué hay?
Los dos delegados se pusieron a hablar atropelladamente.
– Nos han recibido como si fuésemos ministros.
– Que insistamos, sobre todo, en la formación de células en los cuarteles…
– Nos han dicho que…
Cosme Vila les interrumpió.
– ¡Resultados prácticos, resultados prácticos! -clamó-. ¿Qué hay del dinero?
Gorki contestó:
– Dinero… algo darán, pero peco.
Los ojos de Cosme Vila perdieron el color.
– El Partido tiene poco dinero -justificó el perfumista-. Y naturalmente, todas las provincias lo necesitan.
Cosme Vila se quedó de una pieza. Visiblemente comprendía que el golpe era duro y sus consecuencias graves.
– ¿Y Vasiliev? -interrogó-. ¿Qué ha dicho Vasiliev?
Al verle en aquel estado, Morales intentó dar argumentos.
– Vasiliev… habló con mucha lógica. «Puedo pedir la suscripción a Rusia -ha dicho-. Pero tendré que hacer el informe, mandarlo, allá tendrán que preparar la opinión… y ustedes lo que necesitan es ayuda inmediata.» A mí me ha parecido…
Cosme Vila pegó un puñetazo en la mesa.
– ¿Pero dan algo o no dan algo?
Gorki tomó asiento frente a él.
– Vasiliev vendrá el sábado, él en persona, y algo traerá. Pero desde luego será poco.
El jefe no se hacía a la idea de que aquello era una realidad. ¿Cómo luchar contra la ofensiva que se desencadenaba desde todas partes contra la huelga? Pensó que debía de haber ido a Barcelona él personalmente. Imposible que no se hubieran hecho cargo de la situación. ¡La partida estaba ganada a condición de resistir dos meses más! En vez de esto, se perdían en excusas casi burocráticas. Cosme Vila tomó asiento pensando en el fanatismo de la masa que le seguía, en el esfuerzo de los campesinos. ¡Imposible defraudarlos! Él era el jefe, los llevaba por el camino de la revolución proletaria. Si claudicaba y los obreros, sin protección, se veían obligados a presentarse uno por uno al patrón en demanda de ser readmitidos, le maldecirían hasta la muerte.
Morales leía cólera en su semblante, no desánimo.
– Si me permites, te hablaré de una sugestión que nos han hecho…
Cosme Vila le miró.
– ¿Qué sugestión…?
– Tal vez pudiera ser una solución…
Cosme Vila alzó los hombros.
– He de advertiros que la solución se encontrará de todas maneras.
Morales prosiguió, mirándole con fijeza y como dudando de la acogida de sus palabras:
– Se trata de los anarquistas.
Cosme Vila arrugó el entrecejo.
– ¿Cómo de los anarquistas?
– Déjame hablar -cortó Morales-. En Barcelona opinan que podríamos sacar partido de dos cosas: del estado en que se encuentra el Responsable y del hecho de que los campesinos de Barcelona sean anarquistas. ¿Por qué no conseguimos que el Responsable pida ayuda a éstos, les pida víveres? Vasiliev cree que probablemente los obtendría. Entonces podríamos hacer algo común en la Cooperativa. Nosotros prestar al Responsable los camiones… ¡En fin! Sin necesidad de que los afiliados se enteraran. O informándolos, lo mismo da.
Cosme Vila oyó aquello en silencio. Al pronto la sugestión le pareció absolutamente grotesca. ¡Unirse al Responsable! ¡Se quedaría con los víveres y, si pudiera, hasta con los camiones!
No obstante, su sentido realista se imponía. Algo quedaba claro, gustara o no gustara: el apoyo anarquista, dadas las circunstancias, podía ser verdaderamente eficaz… ¿Por qué no pensar en el asunto? ¡Y por otra parte algo debía hacerse!
No dijo nada. Sería preciso estudiar aquello.
Vio a Morales y Gorki pendientes de la expresión de su rostro.
– Ésta u otra, mañana os daré una solución -dijo. Abrió un cajón del escritorio y sacó de él un bocadillo.
Cosme Vila cambió de humor. Temía que su reacción contra Barcelona hubiera quebrantado en los delegados el sentimiento de unidad.
– ¡Bien, bien! -exclamó, mordiendo el panecillo-. De modo que habéis visto al camarada Vasiliev en persona…
Gorki dijo:
– Hora y media hablando. Ni más ni menos.
Cosme Vila añadió:
– Le dolería no poder ayudarnos…
– Estaba desolado, desde luego.
Cosme Vila asintió con la cabeza.
– Explicadme cómo andan las cosas en Barcelona.
Morales se sintió a sus anchas.
– Andan bien -dijo-. El POUM es duro de roer, pero el Partido conserva una disciplina de hierro. Los socialistas ceden, hasta en Izquierda Republicana tenemos militantes. En fin, lo sabes mejor que nosotros.
Cosme Vila se interesó por los dirigentes de Barcelona que habían asistido a la Asamblea en el Albéniz.
– ¿Y el camarada Hernández…?
– Ha mandado su mujer a Rusia. Quiere aprender el ruso para traducir a Gorki.
Cosme Vila asintió complacido.
– ¿Y el manco…?
– El manco… de momento se queda en Barcelona. Dice que nuestra revolución campesina es ejemplar y que deberá tenerse en cuenta en su día. En fin, nos ha rogado que te felicitáramos.
Cosme Vila formuló aún una pregunta:
– ¿Y armas?
– Vasiliev te hablará de ello.
El jefe no quiso prolongar más la entrevista. Hablaba, pero su pensamiento continuaba fijo en la negativa del dinero. ¡Algo debía hacerse! Veía desfilar ante él los irónicos ojos del Responsable y la ondulada cabellera de Porvenir.
Se levantó bruscamente, como era su costumbre.
– Bueno, de acuerdo. Esta tarde tendremos reunión del Comité en pleno. Ahora hay que ir a trabajar.
– ¿Qué hay que hacer?
– Pues… vosotros al periódico. Reseñad vuestro viaje a Barcelona. Dad impresiones sobre aquello. Que salgan en el número de mañana.
– ¿Y lo de la Dehesa, qué…? -preguntaron Gorki y Morales, antes de salir del despacho.
– Nada. Unos cuantos tiros sin intención.
Ignacio llegó de Barcelona contento, por las notas que llevaba en el bolsillo. ¡Segundo curso! Ante la familia y Marta, reunidos en torno a la mesa, habló de las facilidades que había encontrado en los exámenes.
– Temía que surgieran tropiezos y no ha sido así. Los catedráticos muy correctos, todo muy bien. Contesté y me aprobaron. -Miró a su padre-. ¡Ya soy medio abogado! -Matías contestó:
– Neumáticos Michelín.
Las palabras de Ignacio alegraron el corazón de todos.
– ¿En la pensión, qué…? -preguntó Carmen Elgazu.
– Pues… todo muy bien. Cama de dos colchones y vista a un jardín. -Luego añadió-: Y una sirvienta estupenda.
Marta hizo un mohín coqueto.
– Me alegro mucho.
Carmen Elgazu estaba segura de que su hijo ocultaba todo lo malo. Se lo agradecía, pero en el fondo estaba inquieta. Le preguntó si todo lo que había visto en Barcelona era tan agradable como la sirvienta.
Ignacio cambió de expresión.
– Pues en realidad yo iba a lo mío. -Luego añadió-: ¡Bueno! Ocurren cosas inexplicables, desde luego.
– ¿Por ejemplo? -interesó Marta.
– Por ejemplo… en el tren de regreso -dijo Ignacio-. Un soldado quería saltar por la ventanilla y el cristal no obedecía. Creo que era en el Empalme. Con toda tranquilidad se echó hacia atrás y lo rompió de una patada. Luego, claro está, tampoco pudo bajarse a causa de los trozos de vidrio que habían quedado. Entonces volvió a sentarse sin decir nada, y sin que ocurriera nada.
La familia guardó silencio. Ignacio también. Se había colocado al lado de Marta y de vez en cuando le estrechaba la mano bajo la mesa.
El detalle había puesto sombrío a Matías.
– ¿Qué consideras más peligroso? -preguntó a su hijo-. ¿Barcelona o esto?
Ignacio contestó con decisión:
– Barcelona, desde luego.
Marta intervino.
– ¿Por qué? Más que esto no puede ser.
Ignacio miró a todos.
– Barcelona es más peligroso -explicó- por la sencilla razón de que es mayor. Todavía hay más mezcla de todo, de toda clase de gente. Aquí es imposible matar a alguien y pasar inadvertido. Esto es aún una ventaja.
Luego explicó que tuvo que ir a llevar una carta… a un tal J. Campistol, y que le pilló en mitad de la calle un tiroteo espantoso. Tuvo que refugiarse en un café, detrás de un mostrador.
Carmen Elgazu se santiguó. «¡Jesús, hijo, con qué tranquilidad hablas de tiros!»
A Matías le pareció recordar que J. Campistol era el Jefe de Falange de Barcelona y le pidió a Ignacio explicaciones sobre la carta.
– Es bastante imprudente llevar cartitas a estas alturas, ¿no te parece?
Había olvidado que Pilar estaba presente. La muchacha al oír aquello enrojeció. Todos miraron hacia ella. Se le habían humedecido los ojos y el pensamiento de todos voló hacia Mateo.
Matías dijo:
– Vamos, vamos, Pilar, no te pongas así.
Ignacio intervino.
– Estamos hablando de los falangistas de Barcelona.
Pilar había sacado el pañuelo. Agradeció la ternura de todas las miradas.
Marta le dijo a Pilar:
– No te preocupes, mujer. Esta noche, Mateo se trasladará a casa de Pedro. Allí estará seguro, de veras. Y además tal vez todo esto dure poco. -Luego añadió, mirando a Ignacio-: Somos muchos los que luchamos para que esto dure poco.
Ignacio se había puesto nervioso.
– Si lo dices por Falange… -contestó.
– ¿Qué ocurre?
Ignacio se vio obligado a continuar. -¡Nada! He conocido unos cuantos en la Universidad.
– ¿Y qué…? -insistió Marta.
– Pues… ¡qué sé yo! Vanidosos. Provocando… En fin, unos chulos de marca mayor. Marta se puso seria.
– Bueno -dijo-. ¿Y cómo conociste que eran de Falange?
– Por la camisa azul.
– Es raro que la llevaran. Lo tenemos prohibido, excepto en ocasiones excepcionales.
– Pues se ve que allá hay ocasiones excepcionales todos los días.
Marta no quedó convencida.
– Te daré otro detalle -añadió Ignacio-. Continuamente se miraban, decían CAFE y se reían.
Al oír aquello Marta quedó roja como la grana. Los demás se miraron perplejos.
– ¿Qué significa eso? -preguntó César, tocándose las gafas de montura de plata.
Ignacio levantó los hombros.
– No sé… Yo cuento lo que oí, nada más.
Marta se separó el flequillo a uno y otro lado.
– Muy sencillo -explicó-. Son nuestras iniciales, CAFE. «Camaradas, Arriba Falange Española.»
El subdirector del Banco había sido el encargado de proponer a los Costa el traslado de su fortuna al extranjero. «Nuestro Banco puede hacerlo. Hemos servido ya a tres clientes. Les puedo explicar el procedimiento. Podrán elegir entre Suiza, Inglaterra, Estados Unidos…»
El subdirector llevaba a cabo estas gestiones doliéndole el corazón. Le dolía que salieran divisas de España. Pero lo prefería a que sirvieran para comprar armas con destino a Cosme Vila.
Los Costa le contestaron con dureza poco habitual en ellos. «Mientras haya República, nosotros no sacaremos ni un céntimo.»
Estaban desesperados por la huelga, por la milicia, por los asesinatos, por todo; pero querían defender la República.
Era su idea. En su último viaje a Madrid, les habían dicho que el Partido Comunista preparaba una revolución para agosto y los militares el levantamiento para noviembre. «La única posibilidad de hacer fracasar a unos y otros es unirnos en bloque los republicanos de buena fe, que todavía somos unos cuantos.»
Los Costa creían que el súbito crecimiento de la tendencia revolucionaria de muchos Partidos, Sindicatos y personas se debía al peligro militar. Su suegro se enfurecía al oír aquello.
– Estáis ciegos -les decía-. Completamente ciegos. Ésta es la excusa que dan. Se van hacia la revolución porque éste es su plan desde el primer momento. ¡Sí, sí, no sonriáis de esa manera! Éste es el plan de todos ellos desde 1931. Y no digamos desde vuestro famoso Frente Popular.
Los Costa se veían obligados a discutir con mucha gente. Algunos viejos de Izquierda Republicana atacaban a Casal en forma que ellos estimaban injusta.
Las esposas da los dos industriales, poco acostumbradas a discutir, habían tomado una determinación: marcharse a País, llevándose a sus respectivos hijos.
Los Costa las habían dejado partir. Sin ellas, el piso les parecía vacío. «Cuando uno se ha acostumbrado a la familia…» Pero consideraban que su puesto estaba en Gerona, ayudando a las personas de sentido común.
¡Válgame Dios, cuan escasas eran esas personas, al parecer!: de pronto El Demócrata anunció que Casal iba a presentar con carácter conminatorio las bases de su Sindicato. «¡Era el único que faltaba!»
Los Costa querían dimitir. «¡Que se vayan todos a freír espárragos!»
La opinión de los Costa no conseguiría enfriar el entusiasmo que Casal, David y Olga sentían por las bases, pues no sólo habían sido redactadas de acuerdo con las últimas experiencias socialistas en el mundo, sino que tenían algo verdaderamente original: nacían aprobadas por la Inspección del Trabajo. ¡Y contaban con el apoyo de las autoridades para ser llevadas a la práctica! Espléndida transformación de la provincia: aprovechamiento de los arrozales, exportación masiva de ajos, nuevos mercados para la industria del corcho, intercambios con Méjico… Las necesidades de cada oficio habían sido estudiadas al microscopio, desde las de los matarifes hasta las de los camareros que habían desertado.
Cien folios, escritos a máquina por Olga. El trabajo había sido duro. Y lo único que los maestros no comprendían era que el catedrático Morales -a quien veían con frecuencia- no hiciera el menor caso de las bases y que El Proletario no se dignase siquiera mencionarlas.
El catedrático Morales se reía de ellos.
– ¿Por qué os extraña? Vuestro socialismo es ingenuo -decía-. Todas las inteligencias del mundo están abriendo los ojos…ven que os perdéis en tierra de nadie e ingresan en nuestras filas. No contamos solamente con Teos y similares, no creáis. ¿Por qué no escucháis Radio Moscú? Estos días ha ido allá vuestro escritor favorito, Gide, y ha hablado desde el balcón de la Plaza Roja. Mañana daremos en El Proletario el texto de sus discursos. Ha dicho que el Occidente confía en Rusia para que ésta acuda a salvarle. ¿Qué pretendéis con esos papelitos? ¿Aumentarles el sueldo a los maestros?
Casal barbotaba:
– ¡Pues tendrán que tragárselas! Vamos a ver quién habrá sido el táctico esta vez.
Por desgracia, estaba escrito que el tipógrafo no iba a salirse con la suya. Apenas el Inspector del Trabajo había estampado su firma al pie de los cien folios que le presentó Olga, cuando empezó a circular una noticia de la que al pronto no hicieron caso, pero que luego se reveló como cierta: la de que Cosme Vila y el Responsable habían llegado a un acuerdo y que a partir de aquel momento se ayudarían mutuamente en el mantenimiento de sus huelgas respectivas.
– ¡Imposible! -clamó Casal-. ¿Cómo puede ser eso?
– Muy sencillo -le contó un afiliado-. El campo gerundense aportara víveres como hasta ahora, víveres al Partido Comunista; por su parte, el campo de Barcelona aportará los que pueda al Responsable. Todo ingresará en la Cooperativa Proletaria de Cosme Vila, pero se beneficiarán en común.
La noticia se confirmó oficialmente. El acuerdo estaba hecho, «sin que implicara aproximación ideológica. CNT-FAI y el Partido Comunista continuarían exigiendo cada cual lo suyo, en forma irreconciliable».
Casal quedó estupefacto. «¡Esto será un aborto! ¡Se echarán unos encima de otros como lobos!» Se equivocó. A los comunistas los ganó la disciplina y a los anarquistas la posibilidad de saciar el hambre y la enigmática sonrisa del Responsable, que decía: «Dejadme hacer, dejadlo de mi cuenta».
Casal pensó luego que todo ello, en el fondo, no cambiaba nada, tal vez lo contrario. Sus bases serían la nota cristalina del sentido común. También esta vez se vio obligado a rectificar. En cuanto Julio lo recibió, tomó el inmenso «Informe» de sus manos, lo hojeó y dijo: «Muy bonito, muy bonito… Arroz, tratados con Méjico… Pero, de momento, ¿qué, amigo? Todos parados, y quién sabe hasta cuándo. Esa gente puede resistir un año…»
Casal se sulfuró.
– Pero ¡publicar las bases, y todo el mundo se pondrá de nuestra parte!
– Se publicarán, amigo Casal, se publicarán. Pero que todo el mundo se ponga de nuestra parte, ya no es tan seguro.
David y Olga, con su natural pesimismo, estaban convencidos de que habían perdido la batalla. CNT-FAI y el Partido Comunista del brazo constituían una fuerza incontenible. El propio general había telefoneado a la Comisaría: «¡A la cárcel toda esa gentuza, a la cárcel!»
El Demócrata publicó íntegras las bases.
– Pero ¿qué están hablando de ajos si ya no queda uno solo en la provincia?
Los militantes de la UGT defendían aquello con tesón.
– Es magnífico, es lo que nos hace falta. Pero ¿cómo ponerlo en práctica?
Los camiones iban y venían. Al pasar bajo el balcón del Centro Tradicionalista, se oía: «Un, dos, un, dos». Hacían la instrucción arriba, a puerta cerrada. Se decía que incluso mujeres aprendían a manejar el fusil. Todas las tardes, bajo el tupido follaje de la Dehesa, Víctor y el catedrático Morales, que ya había terminado el curso en el Instituto, dirigían, pincel en ristre, a los muchachos del Partido que demostraban afición y aptitudes.
La exaltación de los anarquistas por haber reconquistado un puesto de honor en la ciudad fue tan espectacular, que los bares y cafés que continuaban abiertos vieron vaciarse sus botellas en un santiamén. Incluso los que llevaban días olfateando por la orilla del río y por los campos cercanos en busca de algo comestible, hallaron en el fondo de sus bolsillos con qué festejar aquello. ¡Ahí era nada montar en un camión con carteles y banderas, zumbar carretera adelante y regresar al atardecer con montañas de alimentos! Su alegría era tan grande como lo fue su miseria. Era preciso seguir paso a paso la vida del Cojo desde su orfandad para comprender los gritos que daba. Era preciso saber que la novia de Ideal le había dicho a éste: «Chico, ¿para qué voy contigo si no tienes qué comer ni puedes llevarme al cine?», para no sonreír ante la importancia que se daba ahora el muchacho.
Sólo algunos veteranos temían que Cosme Vila les preparara una jugarreta. Los demás, nada. «¿Qué jugada ni qué ocho cuartos? No hay trampa posible. Sus camiones llegan, ¿no es eso? Pues ya está.»
El Responsable se sintió capaz de hipnotizar al mismísimo Comisario. «¡Por algo os decía yo: resistir!» Muchos le daban palmadas en el hombro. La gestión en Barcelona la había llevado a cabo con arte consumado. Sus hijas no habían perdido nunca la confianza en él. Ahora le decían: «Nos parece que es el momento de hacer algo grande».
Porvenir, con su pelo ondulado y un traje nuevo, azul marino, volvía a pasear por la Rambla como en los felices días de su llegada a Gerona. Volvió a sacar la calavera, volvió a ejecutar juegos de manos, echaba monedas al aire al ver un grupo de badulaques.
– El anarquismo tiene eso -contaba en el café Gran Vía-. Hoy abajo, mañana arriba. En Barcelona me lo decía el librero: Bakunin pasó malos ratos, pero los pasó muy buenos. Ahora ¿qué? UGT, izquierdas y demás estrechándose el cinturón. Nosotros aquí con tortillas de seis huevos. ¿Eh…Santi, se te apetece una tortilla de seis huevos?
Pero no precipitarse. No para todo ahí. Ahora vendrá todo, hasta la confiscación. No hay que olvidar el programa porque estemos en el paraíso.
El Responsable y Cosme Vila no se hablaban. Su entrevista había sido escueta y brevísima, en terreno neutral: la barbería de Raimundo. La conveniencia mutua los hizo llegar a un acuerdo pero se despidieron sin darse la mano ni desearse salud. Para los asuntos de trámite. Porvenir llamaba por teléfono a Gorki, o Gorki a Porvenir. Su última frase era siempre: «Ahora, cada uno a lo suyo».
El Responsable sentía nacer en su pecho sentimientos contrapuestos. A medida que crecía en entusiasmo, crecía en envidia. Envidia de Cosme Vila. ¡Lo que éste había hecho en poco tiempo! Había suprimido a la sirvienta y al hermano Alfredo. Había pegado fuego a un convento y paralizado la ciudad. Editaba un periódico y estaba organizando una Milicia Popular que podía competir con el Tercio.
El Responsable comprendía que la CNT llevaba leguas de retraso en cuanto a resultados. «¡Pero nosotros cortamos el gas, el agua y la electricidad!», replicaba Ideal. El Cojo citaba la explosión del Polvorín, el miedo que pasó el Inspector de Trabajo al oír en su despacho el petardo. El Responsable no se dejaba impresionar. Sabía que todo aquello había sido bien organizado, pero que duró poco y que la desgracia les impidió hacer más.
Y, no obstante, el hecho de que a la postre Cosme Vila hubiera tenido que recurrir a él le demostró que, en el fondo, el Partido Comunista se andaba por las ramas. «A mí me parece que nosotros atacamos siempre más al centro», dijo el día en que por primera vez," después de la resurrección, reunió en pleno su Comité Ejecutivo.
Porvenir le miró retadoramente, como exigiendo pruebas. Y entonces el Responsable dijo, con naturalidad:
– Os voy a dar una a todos. -Paró un momento-. ¡Nada de suprimir sirvientas ni sacristanes! -Hizo otra pausa-. ¡Nada de volar esta piedra o la otra! Tal como están las cosas, hay que llevar a cabo algo decisivo y CNT-FAI se encargará de efectuarlo: hay que suprimir al comandante Martínez de Soria.
El silencio que siguió estas palabras constituía la prueba del efecto que produjeron. Una sensación de escalofrío recorrió el gimnasio. ¡Suprimir al…!
Pero pronto la tensión cedió. En el fondo de su cerebro, uno a uno fueron preguntándose los anarquistas: «¿Por qué no?»
Ideal fue el primero que abrió la boca.
– Con lo que le importaría a él convertirme en fiambre -dijo.
El Cojo se había sentado en el alféizar de la ventana.
– Debimos hacerlo cuando lo de octubre.
– No es que yo crea por ahora en un levantamiento fascista -argumentó el Responsable-. Pero si dejamos sueltos a los militares, algún día nos la dan, desde luego. A mí me parece que suprimiendo esa estrella se aclararía un poco el panorama.
Porvenir intervino:
– Es el número uno de la ciudad. El otro día me lo encontré y me creí que estaba borracho. ¡Ja, ja! Silbaba. Es más monárquico que Romanones. Tiene una nariz como la del ex rey, que en paz descanse.
– ¿Cómo que en paz descanse?
– Para mí, siendo ex, es como si hubiera muerto. El ambiente se había desatado.
– ¿Y la hija qué? -preguntó súbitamente el Cojo-. Presume mucho de vestido negro.
A las dos hijas del Responsable les dio un vuelco el corazón. La de Porvenir se escandalizó.
– ¡No seas idiota! La chica no tiene nada que ver.
– ¿Que no tiene nada que ver? ¿Y montar a caballo?
– Anda, no seas pelmazo. Habla del padre, de acuerdo; pero deja tranquila a la familia.
El Responsable se esforzaba en dominar la situación.
– ¿Por qué he propuesto esto…? Por una razón sencilla -explicó-. Porque entiendo que el peligro viene siempre del Ejército. Guardan miles de hombres secuestrados, comiendo rancho y perdiendo oportunidades. Muchas veces he pensado que no habrá progreso hasta acabar con eso. -Luego añadió-: A mí me gusta menos que a cualquiera matar un hombre. Pero, que me zurzan si hay otro remedio.
El Cojo se había bajado súbitamente de la ventana.
– Pienso una cosa -dijo por fin-. ¿Estamos seguros de que el comandante es el número uno de la ciudad?
– ¿Quién va a ser, sino?
Se veía que el Cojo tenía una idea fija.
– Total, un comandante… ¿qué? -dijo-. Quedan hasta generales. Yo preferiría asaltar la cárcel y saldarles las cuentas a «La Voz de Alerta» y al don Jorge ese de la madre que…
La novia de Porvenir pareció hallar acertado el plan. Desde un día en que, al salir ella de la Piscina, «La Voz de Alerta» la miró de determinada manera, no podía pensar en el dentista sin sentir ganas de cometer una barbaridad.
– Es una idea que no hay que olvidar -dijo.
Blasco votó en contra.
– Ésos ya están en el garlito -opinó-. Si hay que zumbar, se zumba a los de fuera. Y si no encaja el comandante, se le da pa el pelo al notario Noguer o a uno de esos. Material no falta.
Porvenir reflexionaba. A veces sentía celos del Responsable. Comprendía que tenía más experiencia que él. En Barcelona consiguió que la CNT le escuchara y movilizara los campesinos. Porvenir se preguntaba: «No sé si yo hubiera conseguido otro tanto».
– El Cojo tiene razón -dijo-. ¿Quién asegura que el comandante es el cogollo del asunto, que no es un simple criado? ¿Del obispo, por ejemplo, o de ese curita del Museo, que le confiesa todos los días? ¡El curita, sobre todo, a mí…!
El Cojo negaba, negaba enérgicamente con la cabeza.
– Copiar, siempre copiar -decía-. Copiar lo que hacen los demás. ¿No se soltó ya una bomba en el Museo? Mantengo lo de la cárcel. ¡Hay que zumbar a «La Voz de Alerta» y al propietario ese de las cuatrocientas masías!
– Cuarenta.
– Pues cuarenta.
Santi vivía los momentos más intensos de su vida. ¡Andaba pensando que lo mejor sería contentar a todos! Pero no intervenía. El Responsable le tenía prohibido intervenir en las reuniones oficiales hasta haber cumplido los diecisiete años.
El Responsable escuchaba a todos con los ojos bajos, puestos en dos bolas de hierro del gimnasio. Apretaba de tal modo los labios, que su hija mayor temía que de un momento a otro tomaría las dos bolas y las tiraría contra la cabeza de sus colaboradores.
– ¡Basta ya! -exclamó por fin, levantando la cabeza y vertiendo acero por la mirada. Se caló la gorra hasta las cejas-. ¿A qué tanto plan y tanta monserga? -Impuso el silencio-. Aquí el número uno es el Ejército. Curas, dentistas, propietarios… ¿Y quién tiene las armas? -Se dirigió al Cojo-. ¿Qué prefieres; que te apunte una ametralladora o un sacamuelas? -Miró alrededor-. Parecéis idiotas. Aquí el número uno es el comandante Martínez de Soria.
Nadie replicó.
– Eso no significa… -añadió el Responsable, cortando el silencio- que no hay más días que longanizas…
El sargento, novio de la hija mayor del Responsable, apenas había dicho nada. Pero era quien más hincha le tenía al comandante. Se alegró del acuerdo tomado, pero conocía a sus camaradas y temía que todo quedara en simple proyecto.
– Ahora viene lo principal -dijo-. ¿Cómo se cumple este servicio?
Aquel léxico cuartelero ponía nervioso a Porvenir. Ideal hizo una observación.
– Hay una pega. El comandante nunca sale solo.
Era cierto. Blasco lo corroboró. Blasco continuaba recorriendo las mesas del café de los militares y dijo: «Siempre anda rodeado de tres o cuatro oficiales jóvenes».
– Y si no, va con su mujer y su hija -informó el Cojo.
La hija del Responsable intervino.
– Antes que hablar de esto quizá debiéramos discutir otro aspecto del asunto: las autoridades.
El Responsable hizo un gesto de gran convicción.
– Nada -cortó. Repitió su gesto-. Nada. Encantados.
– ¿Encantados…?
Se quitó la gorra.
– Vista gorda.
Su tono no dejaba lugar a dudas.
– Vamos a ver si por una vez hacemos las cosas con la cabeza -añadió-. Lo primero que hay que hacer es seguirle la pista. A qué hora sale de su casa, cuál es su itinerario para ir al cuartel, etc…
Los demás daban por sentado que el momento más a propósito era cuando el comandante montaba a caballo en la Dehesa. ¿Para qué discutir más? Lo que hacía falta era elegir el arma. Porvenir era partidario de la pistola, el Cojo de la bomba de mano.
– ¡A callarse! Esto ya se verá. -El Responsable volvía a estar furioso. Se dirigió a Blasco, Ideal y Santi.
– De momento, vosotros le vigilaréis -ordenó.
El Cojo advirtió con indignación que él quedaba excluido.
– ¿Y yo qué…? ¿Bailando la rumba…?
El Responsable le miró con fijeza.
– Tú te plantas ante el Museo y observas los horarios del reverendo en cuestión.
Mateo, durante su encerrona en casa del Rubio había intimado poco más que antes con el muchacho. Cuantas veces había intentado hablarle del «Sindicato Vertical y de las rutas del mar», el Rubio se había tocado el casquete militar o, en su defecto, el de la «Pizarro Jazz» y le había contestado:
– Yo te digo una cosa. Con la novia que tienes no comprendo que te metas en esos líos.
Mateo se sentía decepcionado. Y dando vueltas por el piso, alrededor de la madre del Rubio, casi ciega, se preguntaba cómo podían vivir los reclusos en cuyo pecho no latieran grandes ideales. «Deben de morir de aburrimiento y de asco.»
Mateo llevaba la camisa azul. Le gustaba permanecer escondido porque podía llevar la camisa azul. A veces se sentía un personaje importantísimo, voluntariamente en la sombra, dirigiendo desde ella el destino de millones de seres. Otras veces pensaba que, en realidad, había echado al combate media docena tan sólo, pero aquello bastaba para detenerle el corazón. Le parecía que en «Las Confesiones» de San Agustín, que Pilar le había mandado, aprendía a aquilatar el valor real de una sola alma, de un alma simplemente, los abismos y las cumbres a que puede llegar. Y cuanto más le leía, más convencido estaba de que, de haber vivido en aquel momento y en España, San Agustín hubiera sido falangista.
Cuando el Rubio le dijo: «Puedes trasladarte a casa de Pedro», no supo si alegrarse o no. Empezaba a acostumbrarse a los objetos de la casa, a los programas de la orquesta en las paredes, a la luz. Sin embargo, por otro lado también le atraía el piso del comunista disidente y solitario.
Rodríguez subió y le prestó el uniforme. Al ponerse el tricornio, Mateo se miró al espejo. Ni él mismo se reconocía. El Rubio se rió.
Los correajes le molestaban. Era ya de noche, y en el momento de salir a la calle se encomendó a la patrona del Cuerpo.
Todo fue como una seda. Nadie sospechó de él. Entró en la calle de la Barca y advirtió que la basura de que hablaba Rubio había sido recogida. Subió al piso de Pedro. Llamó en la forma convenida y la puerta se abrió.
Pedro le recibió con su seriedad de siempre. Mateo quería agradecerle el rasgo y, además, tener la seguridad de que no ocultaba intenciones peligrosas de ningún género. Por ello le tendió la mano y le miró profundamente a los ojos. Pedro pareció sentirse intimidado. Le estrechó la mano y luego se reclinó en el esqueleto de la máquina de coser que había en un rincón.
Mateo le dijo:
– Oye una cosa. No querría pecar de insolente ni nada parecido. No veas ninguna mala intención en lo que voy a decirte. Pero querría preguntarte por qué has accedido a esconderme.
Pedro contestó con naturalidad:
– Pues… ¿Por qué no iba a hacerlo…? -Mateo se sintió tranquilo.
Pedro había adelgazado con la huelga. Ahora volvía a trabajar en las canteras como siempre, y el sol implacable que caía todo el día, había teñido de negro su rostro.
Mateo le dijo:
– Bien, ya estoy aquí… Pero no te preocupes; haz tu vida como siempre. Yo permaneceré donde tú me digas, sin hacer ruido.
– He pensado en eso -contestó Pedro-. Ya ves cómo está esto -señaló el balcón-. Se ve todo desde fuera. Me parece que no deberías salir de la cocina.
– Pues muy bien, me quedaré en la cocina.
Pedro añadió:
– Si quieres, llévate la radio allí.
Mateo sonrió:
– Te lo agradezco mucho.
Se veía que Pedro tenía hecha la lista de cuanto debía decirle.
– En caso de apuro, la llave de la azotea está ahí -señaló detrás de la puerta-. Siguiendo los tejados alcanzarías la iglesia de San Félix.
Aquella invitación devolvió a Mateo a la realidad. En un momento, ¡zas!, Julio podía dar con él.
Pidió permiso para entrar en la cocina.
– Cuando quieras.
Mateo entró. Lo primero que vio fue un papel matamoscas colgando. Luego un cordel que cruzaba la estancia de uno a otro lado. Un grifo goteando. Una ventana pequeña y roñosa.
Junto a la puerta, reclinada en la pared, una silla de mimbre, de patas cortas.
– ¿Era la silla de tu padre?
– Sí.
En el muro, una mancha grasienta de los cabellos, de una cabeza humana que se había apoyado allí.
Mateo, instintivamente, se acercó a la ventana. ¡La Catedral! Aquello le alegró el corazón. Pequeña ventana, pero suficiente para que desde ella se viera la Catedral. El campanario parecía estar al alcance de la mano, gigantesco.
– Se oirán bien las horas.
– Tú dirás.
Todo quedó decidido. Mateo le dio dinero para la manutención. Cocinaría para los dos. Al regresar Pedro del trabajo, encontraría la comida hecha.
– Ya me dirás qué es lo que te gusta.
– Me gusta todo.
Mateo quedó un instante pensativo. Faltaba ponerse de acuerdo sobre un punto delicado.
– Tendré que estar en contacto con alguno de mis camaradas… – dijo.
Pedro le miró. Reflexionó a su vez.
– ¿Hay alguno que no esté fichado?
– Sí, varios…
– Pues que venga uno de esos. Uno solo.
– Bueno, de acuerdo. Vendrá uno… a ver, déjame pensar. Uno de mí estatura. También vestido de guardia civil.
No había más que hablar. Un colchón en la cocina y una manta; Pedro, un camastro en el comedor. A las siete de la mañana, Mateo hirvió la leche para Pedro, y éste se fue a trabajar al sol, a las canteras.
Al quedar solo en el piso, Mateo pensó inmediatamente en Pilar. ¡Si pudiera verla! Dura separación. ¿Por qué el taller de costura no estaría situado en la casa de enfrente? Hubiera podido verla, asomando un solo ojo por el postigo del balcón.
Antes del mediodía llamaron a la puerta. ¡Pam, pam, pam! Un cuarto golpe. Era Rodríguez. ¡Válgame Dios! Mateo le esperaba con impaciencia.
– ¿Qué hay, qué hay?
Rodríguez no podía estar mucho rato.
– Volveré mañana. He de ir a ver a Marta. Dame el uniforme.
– Pero ¿qué pasa?
– Nada. Todo marcha bien. -Le dejó un ejemplar de El Proletario para que se enterara de las últimas novedades.
Mateo le pidió que al día siguiente le llevara una Historia Universal.
– Pídesela a Marta o a Ignacio. ¿A qué hora vendrás?
– Lo mismo que hoy. A las once.
Aquello le salvó. La Historia Universal. Al día siguiente Rodríguez se la llevó y a Mateo le pareció reconocer en seguida el ejemplar. ¡Exacto! Era el que Pilar estudiaba cuando iba a las monjas.
Mateo lo tomó con emoción. En la cubierta, guerreros a caballo. «Compendio de Historia Universal.» Lo abrió por la primera página; y en letra infantil leyó:
Virgen santa, Virgen pura, haced que me aprueben de esta asignatura.
¡Gran consuelo para Mateo! En los momentos en que por la pequeña ventana de la cocina penetraran el calor o el desaliento, la letra infantil de Pilar le devolvería el ánimo. Mateo lanzó una especie de grito de júbilo. Rodríguez le dijo: «¿Qué te pasa? ¿Te vuelves loco?» Mateo quiso guardar la emoción para sí.
Rodríguez vivía un mundo más real. Y le costó muy poco hacer que Mateo entrara en él.
– Perdona, Rodríguez, perdona. Hablemos de lo que importa.
Rodríguez le enteró de pe a pa de la marcha de la Cooperativa, de la Milicia, de la unión de Cosme Vila con los anarquistas; le entregó un ejemplar de El Demócrata con las bases de Casal. Mateo las leyó atentamente. «¡Ni una palabra sobre el hombre, portador de valores eternos!»
El guardia iba a verle todos los días a horas distintas. El uno de julio, por la manera de llamar a la puerta, Mateo comprendió que ocurría algo extraordinario. Y, en efecto, fue así: tres obreros, con mono de trabajo…se habían presentado a Benito Civil, al salir éste del despacho de los arquitectos Massana y Ribas.
Mateo se levantó.
– En serio -explicó el guardia-. Quieren ingresar en Falange.
Los ojos de Mateo se humedecieron.
– Pero… ¿Quiénes son? ¡Explícate!
– Dos albañiles y un electricista.
La cosa iba en serio. Rodríguez se lo contó con detalle. Los tres pertenecían a la UGT. Las bases de Casal los habían decepcionado. «Nadie combate por una piscina.» Una de aquellas octavillas caídas de los tejados se habían detenido en la mano de uno de ellos. Discutieron. El electricista era un chico romántico, que «escribía versos y tal». Los dos albañiles estaban cansados de tanto desorden y de oír tantas blasfemias.
Mateo sacó el mechero de yesca. ¡Si pudiera ver a Ignacio y agarrarle de la solapa! Tenía una apuesta hecha con él. Ignacio le había dicho: «Obrero, ninguno». Ya tenía tres. Dos cansados de oír blasfemias y uno que escribía versos y tal.
Mateo le dijo a Rodríguez:
– Hay que comunicar al comandante que contamos con tres fusiles más a su disposición.
Rodríguez dijo:
– Ya lo sabe. Con los de la CEDA que se alistaron, sumamos quince.
– ¡Dieciséis! -rectificó Mateo.
– Claro, contándote a ti, sí. -El guardia civil añadió-: Y si cuentas a Marta, diecisiete.
Mateo negó con la cabeza.
– Nada de armas para Marta. En todo caso, cuidará del botiquín.
Mateo le preguntó por las últimas novedades sobre el alzamiento.
– Es curioso. Yo soy el jefe y ahora el que recibe instrucciones.
Rodríguez le dio la última lista.
– La CEDA llega a cincuenta hombres, Renovación a doce, Liga Catalana a treinta y cinco. Los tradicionalistas, muchos; no sé exactamente.
– ¡Treinta y cinco Liga Catalana! -Aquello era un triunfo para Mateo-. Ya veis que los catalanistas, si se les habla como es debido, también entienden.
Rodríguez no dio su brazo a torcer.
– Sí, pero ya veremos el día de los tiros.
Mateo preguntó:
– ¿Se sabe algo más sobre los generales?
– De la Península, no; pero sí de Baleares y Canarias.
– ¿Quienes tienen el mando?
– En Baleares, el general Goded; en Canarias, Franco.
A Mateo le había exaltado la noticia de los obreros. Aquel día, su curiosidad era insaciable.
– ¿Por qué crees que el Gobierno ha dejado a Mola en Navarra? Precisamente los requetés…
– Nada, un despiste. Mejor para nosotros.
– ¿Cuándo viste al comandante?
– Ayer.
– ¿Y qué dice?
– Pues… hablamos de las plazas que se consideran seguras, que responderán.
– ¿Cuáles son?
– El comandante considera ganadas Alicante, San Sebastián, Oviedo y Santander.
¡Alicante! Mateo se entusiasmó pensando en que José Antonio estaba allí.
– ¿Y Barcelona y Madrid?
– Dudoso. En Barcelona, tal vez dependa de nosotros, de la guardia civil.
A Mateo se le antojaba estar ya en vísperas del día señalado. La soledad y las ganas de salir a la calle, a respirar aire puro, tenían la culpa de ello.
– ¿Dónde tenemos que presentarnos nosotros? ¿En el cuartel de Artillería o en el de Infantería?
– ¡Uy, qué prisa tienes! Nadie sabe eso, ni siquiera el comandante.
– Bueno, bueno, de acuerdo. -Mateo añadió-: Oye una cosa. ¿Y los oficiales?
Rodríguez dijo:
– Como siempre; mitad y mitad. Pero el comandante opina que con los que hay basta para ganar.
Mateo se movió en la silla.
– Una última pregunta. ¿Qué piensa hacer con el general…?
– Pues… si se opone… -El guardia civil hizo ademán de cortarse el cuello en redondo.
Entonces entró Pedro, con polvo amarillo en las pestañas. Llevaba siempre El Demócrata, nunca El Proletario. Rodríguez se levantó. Mateo preguntó a aquél:
– ¿Por qué no llevas nunca El Proletario?
Pedro conectó la radio.
– No quiero dar ni una perra a esos traidores.
Mosén Alberto se dio cuenta de que un hombre le vigilaba. No podía salir sin tropezar con él. Y cuantas veces, desde el interior del Museo, miraba afuera, le veía pasar, cojeando, bajo los arcos, hablando con los taxistas o con los limpiabotas, mirando de vez en cuando a los balcones.
– ¿Quién es? -le preguntó a César-. ¿Le conoces?
César asintió con la cabeza.
– Le llaman el Cojo. Es el sobrino del Responsable.
– ¿De la FAI…?
– Sí.
El error del Cojo consistió en no ocultarse debidamente, en querer hacerlo a plena luz, airearlo, como entendía que debía obrar un anarquista.
Los partes que iba dando al Responsable se parecían terriblemente unos a otros.
– Sale a las ocho y se va a la cabila de los jesuitas. Allá se mete en la sacristía y sale disfrazado. Siempre le ayuda a misa el calvo ese del Banco Arús. A las nueve, a casa. Supongo que se desayuna como Dios, porque sale más pimpante que tú y que yo. Se va a Palacio. A las once, directo a ver al notario Noguer. Allí conspira hasta la una. A la una, comida. Por la tarde, casi no sale del Museo. A veces, hacia las siete, se vuelve a casa del notario. A las nueve entra. Algún día visita a los fascistas más fascistas de la Rambla, los parientes del compañero de Madrid que estuvo aquí.
– ¿Los Alvear…?
– Eso, el de Telégrafos.
El Responsable asentía con la cabeza.
– Y… ¿quiénes le visitan a él?
– Poca gente. Se ve que ese Museo no interesa ni a la de tres.
– Pero ¿quiénes le visitan te digo?
– Pues…la que más, la hermana de los Costa. ¡Menudo pájaro! Luego, claro está, la sirvienta entra y sale. Luego monjas. Y desde luego, por la tarde, no falla nunca el seminarista pelado, el de las orejas.
El Responsable se limitaba a asentir con la cabeza sin dar nunca la orden de acabar con mosén Alberto.
– ¿Y el comandante, no va nunca?
– Nunca. Bueno, ya lo sabes todo -insistía el Cojo-. ¿Cuándo entramos en acción? A mí me parece que lo mejor es cuando sale de Palacio. Allá arriba no hay nunca nadie, está aquello desierto.
La prudencia del Responsable permitía a mosén Alberto continuar viviendo. Viviendo con el miedo en el cuerpo, pero viviendo. Aquella persecución le tenía fuera de sí. Soñaba con el Cojo, con su pañuelo rojo. Varias veces estuvo a punto de detenerle en la calle y preguntarle: «¿Qué le pasa a usted, qué quiere?» Pero César le había aconsejado que tuviera paciencia, que no los enojara más aún. «Tal vez acabe pronto todo esto.»
Mosén Alberto había cambiado. Hablaba con menos seguridad y celebraba la misa con más fervor. ¡Incluso admitía que el día de la polémica con Ignacio, éste le cantó unas cuantas verdades! Por eso iba ahora con frecuencia a ver a los Alvear. Por lo demás, aparte la fidelidad de Carmen Elgazu, sabía que con sólo citar a Marta tenía tema agradable asegurado para toda la sesión.
Un hecho le molestaba: que ni siquiera Carmen Elgazu le hablara nunca del movimiento que se preparaba, a pesar de lo enterados respecto de él que sin duda estaban todos en la casa. Matías Alvear se hacía siempre el tonto, como si los militares no existieran o no hicieran más que leer revistas en el cuartel o jugar al dominó. Pilar había pasado unos días encogida como un caracol, pero ahora apretaba los labios para comunicarse energía. ¡Ni siquiera César soltaba la lengua! El seminarista se limitaba a repetir de vez en cuando su: «Tal vez acabe pronto todo esto».
De modo que a mosén Alberto, para seguir paso a paso el curso de los preparativos, no le quedaba más remedio que hacer lo que contaba el Cojo: visitar diariamente al notario Noguer. Porque ni Laura ni las demás mujeres que iban a verle al Museo sabían nunca nada preciso. Laura le decía: «¿Cómo voy a saberlo? Nadie tiene confianza en mí. El propio comandante me ha puesto bonitamente de patitas en la calle». Sus hermanos, según ella, andaban despistados y siempre tardaban veinticuatro horas más que los demás en enterarse de las cosas.
No obstante, en punto a información, al sacerdote le bastaba con el notario Noguer. El ex alcalde conocía al dedillo el curso de todos los acontecimientos. Se había ganado por completo la confianza del comandante Martínez de Soria. «Como siempre -decía sonriendo- en los momentos difíciles la Liga Catalana da consejos.»
El sacerdote deseaba con toda su alma que el levantamiento llegara cuanto antes. Todos los días, en el Palacio Episcopal, era esperado como el portavoz digno de crédito por antonomasia. El Cabildo estaba dividido en opiniones. A unos, la cosa les infundía esperanza, a otros no. Muchos consideraban que, en caso de triunfo, los militares los salvarían del peligro de los incendios, pero que por otro lado presentarían factura y tratarían a la Iglesia en forma despótica. Los viejos aseguraban que la mayoría de los jefes del Ejército eran pésimos cristianos, aficionados a la bebida, de costumbres dudosas. La fama que tenía el comandante Martínez de Soria los confirmaba en esta opinión.
Mosén Alberto les decía:
– De momento, que defiendan la posibilidad de continuar ejerciendo nuestro ministerio. Luego veremos. Supongo que en el Ejército hay de todo, como en todas partes.
Pero los canónigos no se dejaban convencer, y al cantar en el coro de la Catedral miraban temerosamente hacia la puerta de entrada.
Mosén Alberto continuaba siendo el consejero de toda la familia religiosa femenina de la ciudad. Las Superioras de todos los conventos le visitaban. Mosén Alberto les aconsejaba que pusieran a salvo cuanto de valor tuvieran en los conventos. «Saquen los pianos, mándenlos a alguna casa particular…» «Toda la ropa de valor tendrían que esconderla.» Algunas Madres Superioras le hacían caso; pero la mayor parte de ellas decían: «Pero ¡por Dios! ¿Por qué van a molestarnos a nosotras? ¿Qué hemos hecho?»
El notario Noguer atendía a mosén Alberto con más afecto que de ordinario porque consideraba que, después del señor obispo, quien más peligraba era él. La noticia de que el Cojo le vigilaba le tenía preocupadísimo. No sabía qué hacer. «Porque prevenir a las autoridades sería perder el tiempo», decía. Mosén Alberto le pedía por todos los santos que no se preocupara de él. «Será lo que Dios quiera, no se preocupe. Cuénteme las últimas novedades.»
El notario Noguer había hecho a su vez un gran cambio. De natural pacífico, ahora manejaba con auténtica fruición pelotones de hombres armados. Todos los objetos de su mesa de notario se convertían en simbólicos instrumentos de agresión. «Se ocupará toda la ciudad en un momento. Frente a Correos, un cañón. Ahí, frente al Ayuntamiento, otro. Frente a la Emisora… no recuerdo. El comandante cree que en Teléfonos bastará con una escuadra. En Comisaría tres por lo menos. Intendencia quedará instalada donde Cosme Vila tiene ahora la Cooperativa.»
Pretendía saber que Falange había pedido ocupar el lugar de más peligro. «De todos modos, el comandante los considera demasiado jóvenes. Además de que su idea es mezclarnos a todos, los paisanos y la tropa.»
Mosén Alberto callaba al oír hablar de los falangistas. Continuaba teniéndolos por irresponsables y paganos; pero reconocía que eran valientes. Y la paliza al doctor Relken le había llegado al corazón.
Luego hablaban de la situación general. El notario decía: «los enemigos de la sociedad»; mosén Alberto «los enemigos de la Iglesia». El notario había presenciado en Barcelona un desfile socialista y se le puso la carne de gallina. «Con cabos gastadores, con banderines rojos, ¡Vivas al Ejército Popular! Al pasar delante de los cuarteles levantaron el puño.» «El subdirector del Banco tiene razón -decía-. La Masonería lleva las riendas de todo eso. Ahora Barcia se ha ido a la reunión del Gran Oriente en Ginebra. ¡Dios sabe las consignas que traerá!»
Con frecuencia hablaba de Julio y de Olga. El notario los consideraba los dos personajes más responsables de la ciudad. «¿No ve lo que hace Julio? Espera a ver por dónde se inclinará la cosa. En cuanto a Olga, es una inteligencia de primer orden, por desgracia mal empleada. Asiste impávida a todo cuanto ocurre.»
Mosén Alberto le oía sin pestañear. Compartía la opinión del notario, añadiendo, sin embargo, que existía otro personaje tan nefasto como los dos citados: el coronel Muñoz. «Es un elegante de cubierta de barco. Vería arrasar la ciudad y no perdería la compostura.»
El notario Noguer decía:
– El comandante le teme más al coronel Muñoz que al propio general. Dice que la primera medida a tomar ha de ser…
El notario había llegado varias veces a este punto de la frase y nunca la había terminado, al extremo que a mosén Alberto el hecho le llamó la atención. ¿Qué le ocurría? ¿Qué medida era la que cortaba en seco su facultad de hablar?
La situación era curiosa y mosén Alberto suponía que el propio notario acabaría dando una explicación un día u otro. Finalmente, éste pareció decidirse. Una mañana particularmente cargada de noticias dijo:
– Mosén…muchas veces he pensado hablarle de algo. -Se quitó las gafas y continuó-: Ya sabe usted que me he comprometido a salir a la calle, el día que se me ordene, con un fusil. El problema es el siguiente: ¿Qué pasa si tengo que hacer uso de él…?
Mosén Alberto trasladó su manteo de uno a otro brazo. La esposa del notario no estaba presente, lo cual facilitaba el diálogo.
– En resumen -replicó el sacerdote, después de reflexionar-, me pregunta usted si, dadas las circunstancias, es lícito matar.
– Exacto.
El sacerdote permaneció unos instantes con la cabeza baja. Luego contestó:
– A mí me parece que, por las razones que usted y yo analizamos a diario, el alzamiento militar está justificado desde el punto de vista moral. De forma que tomar parte en él es, en sí, lícito. Ahora bien -añadió-, existe el alma de cada individuo. Más claro, depende de la intención personal. Si el día señalado sale usted a la calle y mata por odio, pecará… Si lo hace en defensa propia, no pecará.
El notario Noguer se quedó pensativo.
– Sabe usted… -dijo-. Esa distinción es válida hecha aquí, en frío, tomándose unos bizcochos. Ahora bien…en el momento de apretar el gatillo…
El sacerdote entendió que aquello llevaría lejos.
– Lo que vale es el acto primero, el acto consciente de salir a la calle en defensa propia o creyendo cumplir un deber. La borrachera del combate… ¡qué quiere usted!
El notario Noguer le miró con fijeza.
– Conclusión… que puedo salir tranquilo.
Mosén Alberto se mordió los labios.
– Yo creo que sí.
Luego se pasó la mano por la cara.
– De todos modos… -añadió-, me gustaría que planteara usted el problema a otro sacerdote. A mosén Francisco, por ejemplo…
El notario Noguer le contestó:
– ¡Uy, puedo hacerlo! Pero ya sé lo que va a contestarme mosén Francisco.
– ¿Cómo que lo sabe?
– Mirará a los bancos del catecismo y dirá: «Puede usted salir… no tenga miedo».
Aquel día mosén Alberto se despidió del notario con preocupación. Consideraba que dar un consejo semejante no era casi «obra de hombres…» Menos mal que el notario le había dicho: «Le voy a hablar de hombre a sacerdote…»
¡Sacerdote! Mosén Alberto pensó en la palabra matar. A medida que andaba hacia el Museo, evocaba en su memoria «los motivos por los cuales…» En la calle veía por todas partes señales de violencia y peligro. Grupos en las esquinas, una bandera de la FAI inesperadamente clavada en un quiosco de periódicos.
Sacerdote… Todo aquello le situaba ante un problema moral hondo: el de que muchas personas como el notario Noguer se lanzarían a la calle más que nada para defenderlos a ellos; en resumen, para defender a la Iglesia.
Mosén Alberto sintió que unos meses antes ello le hubiera situado al borde de la vanidad. Se hubiera dicho que no era cosa despreciable ser ministro de una institución por la que tantos seres humanos ofrecerían gustosos su vida.
Ahora pensaba en la responsabilidad. Había mejorado. Lo notaba con sólo cruzar la puerta del Palacio Episcopal. Ante aquellos tapices dorados que colgaban del techo recordaba la visita a Roma, en compañía del notario Noguer, con motivo del Jubileo.
«¿Por qué tanta riqueza?», había preguntado éste al salir del Vaticano. La sombra de los primeros cristianos, pobres y descalzos, flotaba sobre la frente del notario. Mosén Alberto, entonces, le contestó: «¿Cómo querría usted que la Iglesia se defendiera si continuara en unas catacumbas, si el Papa viviera en un garaje? La Iglesia cuenta ahora con millones de prosélitos, tiene que recibirlos, hacer frente a las persecuciones, ayudarla en los países en que sufre. Nazareth era lógico cuando sólo había doce pescadores que creían en Cristo. Ahora esos doce pescadores han triunfado y el Vaticano simboliza este triunfo».
A mosén Alberto continuaba pareciéndole acertado todo eso. Sin embargo, aquel día en que había dado a un hombre licencia de armas pensaba que era preciso añadir algo: que el ministro simple y escueto de esta Iglesia triunfante debía de continuar viviendo en su intimidad como los doce pescadores. Que debía pisar las alfombras de Palacio, por mullidas que éstas fueran, con ausencia absoluta de soberbia o voluptuosidad. ¡Que, a ser posible, debía ponerse granos de arena en los zapatos!
Mosén Alberto quería ser bueno, despojarse de lo superfluo. Muchas veces, paseando solo por las salas del Museo, se detenía pensando en la bomba que estalló. ¡Qué aviso del Señor! Un ser como Murillo, con sus bigotes y su gabardina sucia, podía dar fin en un segundo a su facultad de juzgar a los demás, y situarle a él frente al Juez Supremo, frente al que le preguntaría: «¿Qué hiciste del talento que te di?» «Señor -tendría que contestarle-, lo empleé en vanagloriarme de ser perito en retablos antiguos, en deslumbrar con citas bíblicas a almas sencillas como Carmen Elgazu.» Hasta que un día, en la rueda eterna de los tiempos, vería a Carmen Elgazu ocupando en el cielo una de las sillas doradas de que ahora él gozaba en el Palacio Episcopal.
¡Arena en los zapatos, bomba en el Museo! Ahí estaban los dos hilos mediante los cuales el remordimiento tiraba de su alma para arriba. En resumen, César y la sirvienta…
Especialmente César. El muchacho, desde que había vuelto del Collell, le tenía obsesionado. ¿Qué había en aquel muchacho, cuyo lenguaje era superior al de los canónigos? Le tenía obsesionado porque había descubierto en él algo más importante que su labor en la calle de la Barca: había descubierto que César deseaba morir.
La cosa era evidente, se le notaba en los ojos y en cada palabra. César ahora decía siempre: «El pecado se ha adueñado de la ciudad». No eran las banderas las que se habían adueñado de la ciudad, ni los milicianos: era el pecado. El pecado de unos y otros, los pecados del propio César. Sintiéndose impotente para expiar todo ello con actos diminutos, quedándose sin postre o llevando cilicio, César quería realizar el acto supremo: el de dar su vida. En realidad, mosén Alberto comprendió por fin el verdadero significado de la frase que el seminarista repetía a menudo: «Tal vez dure poco todo esto». ¡Santo Dios! Era evidente que con ello no pudo referirse jamás a la unión CNT-Partido Comunista, ni al coche que llevaba a doña Amparo Campo a comprar cosas aquí y allá. Era evidente que, sin saberlo, se refería a sí mismo, a su carne flaca y estirada, como queriéndose ir al cielo. César quería ofrecer su ser insignificante por la salud espiritual de Gerona, y, sobre todo, por la salvación «de los enemigos». En realidad, César no pedía a Dios permiso para matar sino para morir. Mosén Alberto lo veía claro. ¡Sobre todo quería salvar a Teo! Siempre hablaba de él. Quería ir a la cárcel a verle, a llevarle tabaco. Le parecía que Teo, con su estatura, representaba la aparatosidad de lo que un día u otro ha de empequeñecerse para presentarse ante el Tribunal de Dios. Mosén Alberto pensaba en todo ello. Y se sentía mejor hombre y mejor sacerdote. Sólo al ver bajo los arcos al Cojo, espiándole, sentía que su corazón pertenecía aún a este mundo, que no le era fácil transformar, como hacía César, el odio en amor.
Don Emilio Santos, don Pedro Oriol, el profesor Civil, Matías Alvear y, en general, todas las personas de su edad y mayores no conseguían dormir. Pasaban la mitad de las noches prácticamente en vela. Matías Alvear oía dar las tres en la Catedral, las cuatro, las cinco. Hacia el alba conciliaba el sueño, lo mismo que Carmen Elgazu.
Los diálogos entre esposos, en la misma almohada, daban la medida de lo que ocurría, de la angustia reinante. Algo amenazante, suspendido a ras de los tejados, podía describir la parábola de un momento a otro.
Cada persona pensaba en la manera de defender lo que le fuera más querido; si las monjas trasladaban pianos y Pilar se había cosido el retrato de Mateo en el interior de los vestidos, el arquitecto Ribas, jefe de Estat Català presentía pruebas terribles para Cataluña y, por encima de todo, procuraba mantener el fuego sagrado. Temía que las demás preocupaciones alejaran de las mentes la que a su entender era la principal: el bienestar y la prosperidad de Cataluña. Si se quemaba una iglesia, pensaba: un monumento que Cataluña pierde. Si saltaba hecho pedazos un trozo de vía férrea, decía a sus colaboradores: un trozo de vía que perdemos. El arquitecto Ribas estaba seguro de que el principal objetivo del comandante Martínez de Soria era cerrar con llave las cuatro provincias catalanas. De modo que se mantenía al acecho para salvar de unos y otros cuanto pudiera; y le había dicho al arquitecto Massana: «Deberíamos conseguir permiso del Departamento de Cultura de la Generalidad para incautarnos de lo que estimáramos de valor, si vemos que la cosa huele a quemado». El arquitecto Massana estimó acertado el proyecto y consiguieron el permiso sin dificultad, con ayuda de Julio.
Cosme Vila también defendía lo que le era más querido: el prestigio del Partido. Temió que el acuerdo con los anarquistas sentara mal a la opinión y buscó la manera de distraerla, como había ocurrido cuando el incendio de los Hermanos; esta vez le pareció oportuno hablar de la célula trotskista y así lo hizo. El Proletario inició una campaña violentísima contra Murillo, Salvio y sus secuaces. La acusación que éstos formulaban a Cosme Vila y al Partido Comunista era concreta y opuesta a la de Pedro: había traicionado al proletario mundial, supeditando sus intereses a los de Moscú. «¡Vasiliev es el amo absoluto! ¡Si ordena darle el pico al Responsable, se hace; si ordena agotar los recursos de la provincia, se le obedece!» Murillo aportaba datos de los tiempos en que él, «ofuscado», había formado parte del Comité Ejecutivo.
Cosme Vila aseguró en El Proletario que Murillo, resentido por su expulsión, planeaba repartir a los suyos por las carreteras y atentar contra los camiones de víveres que continuaban asegurando el suministro. «¡Vigilad las carreteras!» En los pueblos, los propios campesinos establecieron turnos de vigilancia.
No sólo podía temerse la acción de Murillo y los suyos. «¿Dónde estaban Mateo y los demás que atacaron al doctor Relken? Imposible dar con ellos, a pesar de los registros domiciliarios. Sin duda se escondían por los campos y el hambre y el odio los llevaría a cometer cualquier barbaridad.»
El período de vigilancia se inició. Se vigilaban las carreteras y los pasos a nivel, se vigilaban las imprentas y la Cooperativa; la guadaña suspendida en los tejados; y unos a otros, los hombres. Guardias de Asalto recorrían la ciudad: «¡Documentación!» Se buscaban pistolas y revólveres. Por ello la gente de la edad de Matías Alvear no podía dormir. Por ello Cosme Vila cuidaba más que nunca de su seguridad y de su prestigio.
Algunos patronos de poca monta habían acudido a verle y le habían dicho: «Oye. Concretamente, ¿qué es lo que querrías…?» Cosme Vila se había mostrado implacable. «Las bases están claras. Que el taller sea de la comunidad.»
En la visita que Vasiliev hizo a Gerona llevó el cheque prometido, exiguo, pero en compensación recorrió las calles escoltado por el Comité en pleno; se personó en la Cooperativa, donde fue aclamado por las mujeres; subió a uno de los camiones y recorrió la provincia; la cual era, en efecto, un jardín. «Tal vez la provincia más hermosa y variada de España.»
Ya en la estación, sin embargo, al despedirse le había dicho a Cosme Vila: «Todo eso está muy bien; lleváis las cosas como es debido, en todas partes nos dais gran satisfacción. Ahora bien, he echado de menos algo… fundamental, que un jefe de partido no debe olvidar jamás». Cosme Vila había abierto los ojos con curiosidad infinita, contento de que se lo dijera a él a solas, sin que los demás le oyeran: «¡Entre los milicianos que aprenden la instrucción -prosiguió Vasiliev-, he visto que tu mujer no estaba!»
El tren partió y Cosme Vila permaneció un minuto clavado en el andén. ¡Su mujer! Vasiliev tenía razón. Se apoderó de su pecho un entusiasmo sin límites por la sagacidad de aquel hombre y de la revolución que representaba. Se sintió pequeño, un simple aprendiz…
Su mujer quedó estupefacta. «¿Yo un fusil? Pero ¿por qué? ¿No comprendes que el crío…?» Cosme Vila hundió en los suyos sus ojos, esperando, esperando, sin añadir una palabra más. Y aquel silencio dio a entender a la mujer del jefe que Cosme Vila debía de tener razón, que si él estimaba que debía ir a aprender la instrucción, por algo sería. Y dejó el biberón y se fue al primer piso del Centro Tradicionalista, donde su presencia paralizó de emoción a los dos brigadas de la guerra de África, a todos los milicianos, a la valenciana y a las demás mujeres que marcaban el paso y aprendían a desmontar y montar el cerrojo a gran velocidad.
¡Y Cosme Vila no paró ahí! Le obligó a su suegro a hacer otro tanto. «Ya cuidará del paso a nivel tu mujer.» Su suegro le miró perplejo, pero poniéndose el chaleco, dijo: «Andando».
Entonces Cosme Vila en persona se puso a vigilar a los que hacían la instrucción. La inhabilidad de su mujer le ponía nervioso y al llegar a casa le decía: «No quiero cenar». Era el castigo que le imponía. No cenar y prohibirle que le diera un beso a su hijo. El crío ya no se comía el pie; ahora señalaba con el índice los caballos, las vacas, las jirafas de un libro en colores que el suegro le trajo. A veces el niño alcanzaba con su rechoncha mano un ejemplar de El Proletario y lo desmenuzaba, babeándolo luego. Cosme Vila se le plantaba entonces delante y no sabía qué hacer. Le parecía raro que aquel minúsculo ser sentado en el suelo, con aquella cabeza pequeña y chata, fuera hijo suyo. No quería dejarse conmover. ¡Tampoco podía llevarle a hacer la instrucción! Pero podía mandarle a Rusia en cuanto tuviera edad de soportar las inclemencias del viaje.
La vigilancia había ganado la ciudad. Padres a hijos, vecinos a vecinos. La huelga continuaba. El doctor Relken se ofreció a los arquitectos Massana y Ribas: «Si para vigilar los monumentos y las obras de arte puedo serles útil, cuenten conmigo».
El catedrático Morales les decía a David y Olga: «¿Qué os parece el cambio dado en poco tiempo? Mi abuelo era rico. Murió sin haber empleado un cuarto de hora de vida en pensar que existía una palabra llamada pueblo. Ahora esta palabra ha pasado a primer término. Es la principal preocupación de todo el mundo. Me parece que conseguir esto bien vale mantener unas cuantas fábricas cerradas».
David y Olga le preguntaban:
– Pero, en definitiva, ¿qué os proponéis?
El catedrático Morales les contestaba:
– Aquí, obligar al alcalde a dimitir, y que el Teatro Municipal se llame «Teatro del Pueblo». Luego seguir escalando las bases, una a una. En toda España nos proponemos hacer lo que se hizo en Rusia. Con permiso de la UGT…
En el Banco, a Ignacio le habían dicho que podía tomarse las vacaciones anuales cuando quisiera. «¿Vacaciones…? ¿Para qué?» No podría salir de la ciudad, ni a Puigcerdá ni a la costa. No podía salir ni siquiera de su casa a partir de las ocho de la noche. Su padre se lo tenía prohibido. No hacía otro trayecto que el necesario para llegar a casa de Marta, adonde subía diariamente. «Ya me tomaré las vacaciones más tarde… Por Navidad o ya veremos.»
En casa de Marta parecía no ocurrir nada. El hecho de que padre e hija disimularan sus respectivas actividades los obligaba a hablar en la mesa de temas generales y a afectar aire tranquilo; y, sin embargo, se vigilaban más que nunca entre sí, y la esposa del comandante los vigilaba a los dos.
Ignacio le había dicho a Marta:
– Lo que no comprendo es una cosa. Con la mezcla que estáis haciendo -Renovación, CEDA, Falange, etc…-, ¿qué pasará si triunfáis? Supongo, desde luego, que se acabó la República…
Marta reflexionó.
– Ya ves -dijo-. Te juro que no había pensado en ello. Nunca se me había ocurrido pensar concretamente en lo que vendría después. No sé por qué me figuraba que pondríamos en práctica el programa que predica Falange.
Ignacio movió la cabeza.
– Eso demuestra muchas cosas, pero, en fin… Supongo que los de «arriba» saben perfectamente lo que quieren.
Marta reflexionó.
– Pues… te diré -replicó-. No sé si sabrán más que yo.
Ignacio hizo un gesto de asombro.
– ¡Sí, hombre, no te extrañe! Supongo que de momento lo que quieren es restablecer el orden en la nación. Luego… no sé -prosiguió-. Por ejemplo, mi padre querría restaurar la Monarquía; pero tengo entendido que muchos de los generales que intervienen son republicanos y que quieren mantener la República.
Ignacio la oyó pensativo. Finalmente, dijo:
– Claro, claro… Seguramente todo depende de como vaya la cosa. De si resulta fácil o difícil.
Por primera vez, Marta, al oír aquello, le asió las muñecas y le miró profundamente a los ojos.
– Dime, Ignacio -preguntó, con voz dulce-. ¿Tú qué deseas, que resulte fácil o difícil…?
Ignacio le sostuvo la mirada.
– Siento decepcionarte… -contestó por fin-. Pero no puedo contestar como desearías.
– ¿Cómo que no?
– No. Comprenderás… -añadió el muchacho- que no me hace ninguna gracia ver a la valenciana con un fusil apuntando a tu padre, a ti y a todo aquel que no vista mono azul. En fin, que no me hace gracia nada de esto. Ahora bien… tampoco veo claro lo que vendría después. De manera -concluyó- que mi papel es exactamente el de un imbécil.
Marta le soltó las muñecas. Bajó la vista y dijo:
– ¿Continúas pensando que España no tiene salvación…? ¿Que no hay nada que pueda elevar los sentimientos de la gente, despertarla?
Ignacio se encogió de hombros.
– Lo veo difícil, la verdad… «La Voz de Alerta», el notario Noguer. ¿Qué es lo que los hará cambiar? Si ganan, volverán a las de siempre. Más duros que antes porque la conciencia les remorderá menos, puesto que han sufrido. Pero, en fin, no quiero hablar por los demás; quiero hablar por mí. No sé qué nos ocurre, Marta, en este país. Pero somos… yo creo que somos locos. Tú crees que yo vivo tranquilo, ¿verdad? Que pienso con la cabeza, que he mejorado mucho… ¡Cómo no! Aprobé segundo curso, ya no subo nunca a la UGT… Pues bien, te aseguro que estoy más excitado que nunca y que soy el mismo de antes o peor. Influible, según el clima me da. A ti misma te respeto…pero creo que por ti, no por mí, ¿comprendes? Creo que por miedo a perderte. Y en casa me domino los nervios porque mi madre lo merece. En fin, que si hubiera nacido en una esquina, a estas horas montaría en esos camiones o tal vez los volara en la carretera. ¿Qué esperanzas hay, Marta? Somos… ¡qué sé yo! El profesor Civil venga a hablar de la cultura mediterránea. ¿Por qué vemos gigantes en todas partes? Sí, claro, dicen que somos más sensibles que los demás, que nos anticipamos… Me gustaría que me convencieras de que lo vuestro es una cruzada, ¿comprendes? ¿Cómo puede ser una cruzada si la mayoría de los que la llevan a cabo…? ¡Sí, ya veo! La idea, superior al hombre, etcétera. Con medios mínimos se pueden obtener grandes resultados.
No sé, no sé. «Por sus obras los conoceréis…» Y te juro que las obras de don Jorge…
Marta le escuchaba emocionada. Miraba al muchacho que tenía enfrente, moreno, de rostro enérgico y trabajado, de expresión muy parecida a la de Matías Alvear, excepto en los ojos, que eran de su madre, de aire ligeramente madrileño a pesar de no haber vivido allí, y sentía que le admiraba. Admiraba su lucha, su franqueza. No le faltaba más que un empujón… Comprender que estaba precisamente en sus manos, en las manos de la gente como él y su padre, de la clase media eterna y sana, dar categoría y elevar el tono de la misión emprendida de reconquistar a España.
– Tu error tal vez consista en no ver más que «La Voz de Alerta» y que el notario Noguer… y que las personas como mi padre -le dijo-. Pero has de saber que hay otras muchas. Hay muchachos como Roca y Haro, como Padilla y Rodríguez, y personas como el subdirector de tu Banco. Habrá dos albañiles y un electricista… Mucha clase media, mucha. Será la base de la nación. Te comprendo muy bien, y no pretendo convencerte ahora. Ya lo verás por tus propios ojos. Mira… ¿Por qué insistir? ¿Quieres un detalle? Supongo que va a servirte de punto de referencia. ¿Sabes quién fue a ofrecerse para salir con arma? Adivina.
– No sé.
– Pues vas a saberlo: el profesor Civil.
Encabezando la lista de los vigilados figuraba el comandante Martínez de Soria. El Rubio fue quien se dio cuenta de ello. El comandante creía que su asistente se limitaba a sacarle brillo a las polainas, a cuidar de su caballo; en realidad, el Rubio le había tomado afecto, principalmente por ser el padre de Marta.
Y, además, conocía las maneras de sus antiguos camaradas. Le bastó ver a Ideal mirar al balcón ocultando el rostro para comprender que algo ocurría. Luego, ante el cuartel, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo cara a la pared; más tarde a Santi sentado en la acera con aire aburrido.
Comprendió de qué se trataba. ¡Qué poco sabían disimular! De no ser la cosa trágica, pues soltar un tiro era a la vez lo más difícil y lo más fácil del mundo, el Rubio se hubiera reído. Sin embargo, sintió como un cosquilleo en el corazón. Y después de reflexionar con la nariz pegada a los cristales, le dijo a Marta:
– Marta, siento decírselo a usted, pero… creo que es mi deber, mire quién está allí.
Marta miró y vio a Ideal, detenido ante una tienda de plumas estilográficas.
– ¿Y pues…?
– Quieren matar a su padre de usted.
Marta enrojeció y se volvió hacia el Rubio con actitud de pánico. Pensó en su hermano, caído en Valladolid. No sabía qué decir.
– ¿Usted cree que…?
– Los conozco. Por eso se lo digo.
El Rubio le contó lo que venía observando de una semana a esta parte. Y concluyó:
– Avise a su padre sin tardar. Y mi consejo es que salga lo menos posible… y nunca solo. Y, desde luego -añadió-, que se busque otro asistente.
– Si yo le acompañara sería peor. No les importaría darme también a mí.
– Pero ¿por qué?
Marta conocía la historia. Comprendió que la razón era aceptable. Entonces sintió una ola de agradecimiento hacia aquel muchacho que Mateo consideraba demasiado frívolo. Pensó que Ignacio tenía razón cuando decía de él: «¡Bah! ¡Es más serio de lo que él mismo cree y de lo que su saxófono podría dar a entender!»
Marta no perdió ni un minuto y se dirigió al cuartel. En el camino, cerca, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo… Pasó sin dificultad, los centinelas la conocían; y llegada al despacho de su padre le comunicó la advertencia que el Rubio acababa de hacerle.
El comandante Martínez de Soria se quedó de una pieza. Se pasó la mano por la cabeza.
Marta quería echársele al cuello, pero se contuvo. El comandante dijo mirando afuera:
– Claro, claro, he de ir con cuidado.
Y de pronto enrojeció. Le entró una rabia incontenible. Barbotó una retahíla de juramentos que por su incoherencia se parecían a los del general. Marta le escuchaba muerta de pánico. Nunca había visto a su padre en aquel estado, lo que le dio idea más clara aún del peligro que todo aquello significaba. En el patio del cuartel, unos pocos soldados se paseaban con aire provocadoramente aburrido. «¡Todo esto acabará, todo esto acabará!»
A decir verdad, la noticia sorprendió al comandante. Esperaba un ataque por el lado comunista, pero nunca por el lado del Responsable. De momento acusó al coronel Muñoz y a Julio de instigadores; luego murmuró, bajando el tono de voz para tranquilizar un poco a Marta: «No, no, nada de eso. Son ellos mismos, esa pandilla de cretinos».
Todo aquello reveló a Marta algo importante: que su padre no estaba exento de miedo. Durante varios minutos le notó en los hombros una inclinación inequívoca, que denotaba miedo. Luego dio la impresión de que intentaba dominarse, y de que por fin lo conseguía. La cólera se adueñó de su espíritu, o tal vez efectuara una autocura de pensamientos nobles.
Porque, si era cierto que fue el temor de un balazo en la sien el que al pronto paralizó al comandante, también lo era que, acto seguido, el hombre sintió con más fuerza aún la responsabilidad de lo que llevaba entre manos. Nadie más que él dirigía el movimiento en Gerona; si le ocurría algo, el enlace quedaría roto, otros tendrían que volver a empezar.
Pensó que el hecho de que sus atacantes fueran unos irresponsables tenía dos facetas opuestas. De una parte, parecía más fácil escapar a ellos, puesto que sus planes no habrían sido científicamente meditados; de otro parecía más difícil, puesto que cualquiera de ellos era capaz de dar la vida para acabar con la suya.
Reflexionó. Lo más urgente era conseguir que saliera Marta. Llamó a dos soldados y les ordenó que la acompañaran. Él quedó reunido con el alférez Roma y dos tenientes que con éste formaban su escolta de confianza.
Los oficiales se enfurecieron al conocer la noticia. Su juventud los movía a concebir planes de gran espectacularidad. El comandante disimulaba su estado de ánimo:
– ¡Cuidado, cuidado, mucho cuidado!
Cuando calculó que Marta habría llegado a casa se hizo acompañar por todos ellos y salieron. Bajaron por las escaleras del Seminario. Andaban con naturalidad, pero entre todos vigilaban de continuo puertas, balcones y esquinas. No vieron a nadie sospechoso y alcanzaron con tranquilidad el piso. Sólo al entrar en él Marta les dijo:
– Mirad, allí hay uno de los centinelas.
Ideal continuaba absorto en la contemplación de las plumas estilográficas.
El alférez Roma le miró con infinito desprecio.
– ¿Ese escarabajo?
El comandante, a la vista de Ideal, enrojeció de nuevo.
– ¡Y pensar que esos tipejos tienen en jaque al Ejército!
El comandante Martínez de Soria seguía como todo el mundo el curso de los acontecimientos. Lo que más le indignaba eran «los ultrajes al Ejército». Según él, el Ministerio de la Guerra asistía impasiblemente a una serie de traslados y combinaciones, que afectaba siempre a los oficiales de más pundonor. Muchos ascensos y lugares de responsabilidad, en la mayoría de los casos eran concedidos a aquellos que eran considerados por sus compañeros como más ineptos. «Es más importante ser adicto al Frente Popular que haber defendido a España y tener una hoja de servicios impecable.»
¡Él se había salvado…! Por puro milagro. Su amistad con Goicoechea le había valido. «Personas como él -decía- mientras no les pegan un tiro no dejan de tener sus recursos…»
Por ello no admitía de ningún modo que un crío como Ideal pudiera tumbarle de un balazo. Después de muchos proyectos, que iban desde encerrar a todos los anarquistas en un calabozo en compañía de serpientes boas, hasta permanecer él recluido en casa, sin salir, decidieron algo que les pareció más decisivo: informar a Julio de lo que ocurría, advirtiéndole que respondía con su cabeza de la del comandante.
La idea fue del propio padre de Marta. Encargó de la misión al alférez Roma y al mayor de los dos tenientes, el teniente Delgado.
– Ya lo sabéis. Id a la Jefatura… y que la cosa no deje lugar a dudas.
Los oficiales continuaban pensativos. Les gustaba el proyecto, pero… todo lo que no fuera la supresión de los del complot lo estimaban insuficiente.
– Tranquilizaos, tranquilizaos -les dijo el comandante-. Eso no significa que me vaya a la Dehesa a exhibir el tipo. -Sonrió-. Oficialmente, hoy empiezo a estar acatarrado. -Les dio una palmada en el hombro y los acompañó a la puerta.
Marta moría de curiosidad por saber lo que se había decidido. Su padre le dijo, al verla salir precipitadamente de su cuarto: «Ya te informaré, pequeña, ya te informaré».
Los oficiales se dirigieron a Jefatura. Ninguno de los dos había hablado nunca con Julio. Le conocían porque su sombrero ladeado era inconfundible, así como su boquilla y su tez morena. Además ¿quién no sabía de él? Era el personaje más importante de la ciudad; tal vez seguido de cerca por Cosme Vila y por doña Amparo Campo. En efecto, ésta no le iba en zaga. El coche de que Julio disponía como Jefe de Policía raras veces estaba a su disposición. Doña Amparo Campo recordaba sus caminatas por los campos de la Mancha cuando niña y quería resarcirse. Apenas si saludaba a sus amigas como Carmen Elgazu. Vivía una vida de puro ensueño, limitada a deslumbrar a la criada, a contemplarse los quimonos y coleccionar chismes. Y le decía a Julio: «No comprendo que mantengas al Comisario en su puesto. Tan burro como es. ¿Por qué no ocupas tú también ese cargo? En realidad sólo admitía como personas dignas de codearse con ellas al coronel Muñoz y al doctor Relken. «Doctor, véngase a comer con nosotros.» El doctor aceptaba casi siempre. «Pero, doña Amparo… poco aceite, poco aceite…»
La entrada de los dos oficiales en el despacho de Julio dejó boquiabierto al agente Antonio Sánchez. El alférez Roma no pudo dejar de mirar a la puerta de la izquierda, tras la cual sabía que continuaban cantando himnos subversivos Octavio, Haro y Rosselló. Luego dijo a Julio que querían hablarle a solas. Antonio Sánchez se retiró. Julio guardó consigo a Berta y el pisapapeles nevado. La conversación fue rápida, fulminante.
– Señor García, los anarquistas proyectan un atentado contra el comandante Martínez de Soria. El Responsable, su sobrino, Porvenir, el limpia, etcétera… Nosotros y unos cuantos oficiales más a los que en estos momentos representamos, tenemos el máximo interés en que eso no se lleve a cabo. Nuestra propuesta es la siguiente: cuide usted de atajar la cosa. Es usted el Jefe de Policía y está en sus manos. Si no ocurre nada, nada y todos contentos. Si le ocurre algo al comandante -aunque sea por otro conducto que el anarquista…-, sentimos no poder responder de lo que suceda luego.
– ¿A quién?
– Exactamente a usted. ¡Viva España! -Y salieron del despacho.
Julio permaneció inmóvil tras su mesa de escritorio. Un hecho le pareció que quedaba fuera de dudas: aquellos oficiales, llegado el caso, cumplirían su palabra. Por lo tanto, era preciso reflexionar. Julio había alcanzado un momento de plenitud en su carrera y no era cosa de perderlo todo alegremente. Ahora mismo, la sala de espera estaba llena de personas que deseaban verle. ¡El arquitecto Massana, alcalde, guardaba turno! Iba a pedir autorización para que los camiones de víveres pagaran arbitrio al entrar en el término municipal. La correspondencia de Barcelona y Madrid llevaba en gran parte la advertencia: «Para el jefe en persona». La vida se le daba generosamente y los tiempos en que en Madrid recorría anónimamente y sin un céntimo los puestos de churros, habían terminado. Como le decía al doctor Rosselló: «En casa conviene mejor Wagner que el folklore andaluz».
Imposible, pues, admitir por un momento tan sólo que dos apuestos oficiales cortaran en seco todo aquello. Curiosa situación. De pronto la vida del comandante Martínez de Soria se convertía en preciosa para él. Casi tan preciosa como la de doña Amparo Campo. Porque, detrás de aquellos oficiales, debía de haber otros, y luego otros…
Era preciso respetar la vida del comandante… Y, sin embargo, los oficiales debían comprender que no podría vivir siempre pendiente del pulso de su jefe. De momento, sí. ¡Que estuvieran tranquilos! No sólo llamaría al Responsable y a todos sus colaboradores, sino que les daría órdenes draconianas. Él sabía cómo hacerlo: acompañándolas de alguna promesa o concesión.
Ahora bien, esto no bastaría. El alferecillo había dicho: «Aunque el atentado llegue por otro conducto…» ¿Insinuó que no eran sólo los anarquistas los que habían sentenciado al comandante?
Julio, echándose el sombrero para atrás, se preguntaba cómo habrían llegado a conocimiento de ello. Porque el hecho era cierto. Personalmente lo supo gracias a Murillo, quien, muerto de miedo por las amenazas de Cosme Vila, era ahora escudero y esclavo del policía. Murillo le había comunicado que el Partido Comunista preparaba la supresión de varias personas de la localidad, entre las que se contaban el comandante Martínez de Soria y algunos médicos. «¿Por qué algunos médicos…?», le había preguntado Julio al jefe trotskista. «Es la táctica rusa -contestó Murillo-. Suprimir médicos. No sé por qué.» En todo caso, lo importante era que el comandante encabezaba también la lista negra de Cosme Vila.
Julio acarició a Berta. La voz del alférez Roma volvía a su cerebro. ¡Cuánto odio delató! «Después de todo -pensó- yo les pago en la misma moneda.»
Mosén Alberto, vigilado; el comandante Martínez de Soria, vigilado; Julio, respondiendo con su cabeza. El Proletario repetía: «Murillo y Falange intentan hacer volar a pedazos los camiones de víveres».
Un hecho extrañaba a la ciudad: la insistencia con que Cosme Vila pedía la destitución del alcalde. El arquitecto Massana decía a unos y otros. «¿Eso os extraña? Quiere entregar la vara el catedrático Morales».
Tal vez fuera cierto. El catedrático se estaba convirtiendo en el hombre del día, empujado por las alabanzas del periódico y por la convicción que tenían los huelguistas de que un hombre como él realzaba el prestigio del Partido.
Cosme Vila hacía cuanto podía para aumentar la popularidad del futuro alcalde. Ocasiones no le faltaban para ello. Le encargó de un viaje de propaganda entre los campesinos, preludio de las Bases Agrícolas. Su voz se derramó por las comarcas anunciando a los colonos que la canalización del río Ter estaba en estudio, así como la creación de unos embalses que convertirían toda la provincia en tierra de regadío. Al parecer, la única dificultad estribaba en las expropiaciones. Los propietarios se negaban rotundamente a ceder un palmo de terreno, al modo como en las fábricas los patronos se negaban a ceder una sola de sus acciones. «Esto retrasará las Bases, ¡pero llegarán! Unidos todos, y venceremos.»
El catedrático Morales cumplía cuanto le ordenaban, con la felicidad retratada en el semblante. La valenciana, a veces, le tiraba de la chaqueta y le decía: «Anda, Lope de Vega. Que te estás haciendo el amo, ¿eh?» El catedrático se reía pues nunca hubiera imaginado que la valenciana conociera el nombre de Lope de Vega.
El estado de pánico en que vivía la ciudad, la profusión de banderas revolucionarias, la ausencia de la risa, los súbitos silencios que se producían en las calles, a veces constituían para el hombre motivos de reflexión. «La etapa necesaria», se repetía. Se miraba al espejo. ¿Qué tenía que ver su fealdad con todo aquello, con la obediencia ciega a Cosme Vila, aun cuando éste fuera a su lado un ser primario, o en todo caso mucho menos refinado? Nada. Absolutamente nada. La única causa de que prestara juramento fue su convicción de que la hora había sonado, la hora de la rebelión de las masas en el mundo. Hasta el presente dichas masas habían tardado siempre uno o dos siglos en captar las ideas que elaboraban para sí las élites. De suerte que cuando las muchas valencianas del mundo empezaban a hacerlas suyas, ya las élites habían dado un viraje o vuelto a antiguos moldes. Ahora, por primera vez, masas y élites se fundirían, constituirían un mismo organismo. Por todo ello valía la pena prometer canalizaciones a los campesinos, ver la invasión de perros famélicos en la ciudad. Los patronos se arruinaban con la huelga, las ratas les roían el negro color de los cabellos. Un rumor de protesta crecía, crecía, se formaban grupos en las esquinas, ¡en la Cámara de Comercio se hablaba de ametralladoras!, por primera vez hombres que hasta entonces sólo se habían preocupado de vender telas o latas de conserva al precio más alto posible, se iban a las murallas de Montjuich y apretaban los puños sin levantarlos, en dirección a donde suponían que podían hallarse la mongólica cabeza de Cosme Vila, la gorra del Responsable, el ladeado sombrero de Julio.
Ahora hablaban del catedrático Morales. Especialmente la élite, que se anticipaba en uno o dos siglos. Morales leía en los ojos de antiguas amistades suyas -otros catedráticos, abogados, el propio doctor Rosselló- un miedo cerval. Como si estos hombres supusieran que el catedrático Morales les señalaba con el dedo, daba sus nombres y descubría sus bajezas, el desequilibrio entre sus creencias y sus actos, en la indiferencia con que escuchaban a los clientes pobres, en su horror por Marx no porque habiendo éste localizado el cáncer propusiera remedios antihumanos, sino porque sus profecías se cumplieran de manera implacable.
El catedrático tenía unos ojos que parecían comprados, de quitapón, separados de su alma por una hoja metálica. Con ellos observaba la reacción de sus grandes enemigas las mujeres. Las mujeres, entré las que hubiera deseado brillar. A su entender, eran las que alarmaban a sus maridos para permitirse el lujo de infundirles coraje luego. Aseguraba que los grandes sentenciados de la ciudad vivían acoquinados a causa de sus mujeres. Era la sirvienta de mosén Alberto la que le decía a éste: «Cuidado, mosén, que todavía le están vigilando». Era la esposa de don Santiago Estrada la que le decía de continuo al jefe de la CEDA: «¿Quiénes son esos que nos siguen? ¿Has visto la insignia que llevan en la solapa?» Era la esposa del comandante Martínez de Soria la que entraba y salía de la iglesia con una gravedad de viuda de guerrero que ponía los pelos de punta al comandante. Era Laura la que levantaba en vilo la cárcel, eran las mujeres de los comerciantes las que protestaban: «¡Pronto tendremos que ir a pedir limosna!» Y, por su parte, ellas mismas lloraban y pataleaban en su intimidad, maldiciendo el hondo rumor del pueblo en marcha.
El catedrático Morales fue quien sugirió la exterminación de varios médicos. Excepto el doctor Rosselló, los demás de la localidad tenían más fe en la moral que en la ciencia. Médicos de cabecera, medio curas, ponían el termómetro en las axilas con la sonrisa en los labios. Vertían en las familias extemporáneas dosis de resignación. Eran libres para obrar de aquel modo, y acaso no fuera malo. Ahora bien, en las revoluciones actuaban de silenciador, eran los grandes mitigadores del dolor humano y lo mismo curaban a un hombre del pueblo que a un explotador. El propio Cosme Vila había quedado pasmado al escuchar de boca del catedrático: «El grito de un hombre al que nadie sepa cortar la pierna, tiene más eficacia revolucionaria que la acción de gracias a la Virgen por haber sido operado satisfactoriamente».
La ciudad correspondía a Morales apretando los puños en las murallas y en los hogares. A diario pasaban trenes procedentes de Francia, abarrotados de viajeros que se dirigían a Barcelona con motivo de la anunciada Olimpiada Popular. Estos viajeros, mejor que amantes del deporte parecían, por su aspecto e indumentaria, combatientes de algún ejército fantasma. Levantaban el puño en las ventanillas, llevaban alrededor del cuello pañuelos idénticos a los del Cojo o Ideal. El catedrático Morales fue varias veces a desplegar banderas a su paso. La gente aseguraba que los trenes que se detenían descargaban misteriosas cajas para el Partido Comunista.
Todos los días la gente desplegaba el periódico esperando la gota decisiva, la cerilla que prende fuego. Ni siquiera los ríos de Gerona estaban de acuerdo. El Oñar bajaba seco; sus charcos olían como siempre. La valenciana hubiera chapoteado a gusto en ellos… si hubiese podido hacerlo al lado de Teo. En cambio el Ter, como si temiera su próxima canalización, bajaba crecido, arrastrando aguas turbias. El mes de julio caía con fuerza astral sobre las cabezas, calentándolas. Sol que no se daba descanso desde el alba hasta el anochecer. A mediodía había un momento, el momento en que caía vertical, en que la gente quedaba inmóvil en las calles, como reseca, como chupada por los rayos. Las almas temblaban entre los huesos.
Muchas personas acudían a diario a la estación a esperar la llegada de la Prensa. Entre estas personas se contaba Matías Alvear, quien tomaba La Vanguardia, el único periódico que le inspiraba confianza.
Un día, el tren se retrasó. Matías Alvear fumó varios cigarrillos paseando por la acera. La Vanguardia no llegó hasta el mediodía, en el momento del sol vertical. La gente se precipitó sobre los vendedores. Matías Alvear vio que los titulares eran mucho mayores que los de El Proletario. Consiguió un ejemplar. Vio una patrulla de Asalto y decidió irse a casa sin leer nada. Lo leería en el comedor tranquilamente.
Subió las escaleras con lentitud, abrió la puerta y se instaló en el sillón. Carmen Elgazu notó algo raro y le pasaba con frecuencia por detrás mirando por encima del hombro para enterarse de lo que ocurría.
Matías comprendió en seguida que la cerilla había sido echada a los leños. Sucesos de gravedad sin precedentes ocurrían en la capital de España, a juzgar por lo que acontecía en los escaños del Parlamento. Matías no sonrió como antaño al leer: «Tumultos en la sala»; por el contrario, su rostro expresó desde el primer momento la mayor preocupación.
Calvo Sotelo había descrito la situación de España en tono patético. Al parecer, no era sólo el río Ter el que bajaba crecido. Calvo Sotelo dio las cifras oficiales de lo ocurrido desde el 16 de febrero: 400 bombas habían estallado aquí y allá, 330 asesinatos, 1.511 heridos, 170 iglesias destruidas totalmente, 295 destruidas parcialmente, 485 huelgas; en cárceles y calabozos se hallaban unos doce mil ciudadanos pertenecientes a partidos derechistas…
Las palabras de Calvo Sotelo habían causado una impresión profunda en las Cortes, y el Presidente del Consejo, señor Casares Quiroga, le amenazó por cuarta vez. Entonces Calvo Sotelo alzó los hombros. «¡Bien, señor Casares Quiroga! Me doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Y le algo ante el mundo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: «Señor, la vida podréis quitarme, pero más no podréis». ¡Pues no faltaba más! Tengo anchas las espaldas.»
A la salida, en los pasillos, «La Pasionaria» había dicho en voz alta: «Este hombre ha hablado por última vez».
Matías Alvear arrugó el entrecejo. Carmen Elgazu, al pasar, no había leído más que «Santo Domingo de Silos». «¿Por qué no dejarán a los santos en paz?» -había exclamado.
Matías Alvear sufría porque desde el primer instante intuyó que aquello no quedaría en meras palabras, que se llevaría a cabo conduciendo a una situación irremediable.
El hermano de la Doctrina Cristiana refugiado en casa del subdirector le pregunté a éste: «Pero… ¿son ciertas estas cifras?» -El subdirector le contestó: «¡Ni siquiera se atreven a desmentirlas!»
Cuando Ignacio leyó: «La vida podréis quitarme, pero más no podréis» recordó que su madre, el día en que Julio subió a verlos, pronunció casi las mismas palabras con relación a la muerte de la sirvienta. Cosme Vila pensó: «Es la etapa necesaria». El comandante Martínez de Soria admitía que Ideal fuera capaz de pegarle un tiro, pero no que el Gobierno de la República ordenara hacer lo propio con Calvo Sotelo.
Matías Alvear en el Neutral, encontró a la gente muy excitada. Don Emilio Santos era el que estaba de mejor humor, pues había recibido noticias de Cartagena: «¡Mi hijo vive todavía!»
Eran horas lentas. El catedrático Morales anotó en sus cuadernos: «Élite y masa empiezan a fundirse: el Presidente del Consejo y el Cojo sentencian a las personas por los mismos motivos».
No hubo descanso porque no podía haberlo. Y no podía haberlo porque la gente cumplía su palabra. Cuando Santi prometía comerse una tortilla de seis huevos, se la comía.
Por ello, al llegar el 13 de julio todo el mundo comprendió. A Matías Alvear no le sorprendió; al comandante Martínez de Soria tampoco… Cuando la radio, La Vanguardia y El Proletario dieron la noticia de que el Presidente del Consejo había cumplido su palabra, todo el mundo comprendió que tenía que ser así, que no había acaso descanso porque no podía haberlo.
«La Dirección del cementerio del Este, de Madrid, ha comunicado al Ayuntamiento que, sobre las cinco de la madrugada, ha sido dejado allá un cadáver que ha resultado ser el del señor Calvo Sotelo.»
La sorpresa se la llevó la esposa del comandante, al ver que las manchas del rostro de éste adquirían un tono violáceo. Y Carmen Elgazu, al ver que Matías se sentía incapaz de continuar con el periódico en las manos y se levantaba y salía a la calle.
La sorpresa se la llevó el alférez Roma al ver llegar al comandante al cuartel, en contra de su decisión de no salir sin escolta.
– ¿Qué ocurre?
El comandante no le contestó:
– ¿A qué día estamos hoy? -preguntó.
– 13 de julio.
13 de julio. Las radios dieron los consabidos detalles. Guardias de Asalto se habían presentado en el domicilio de Calvo Sotelo invitándole a que los siguiera. En la camioneta le atravesaron la nuca de un balazo. David y Olga lamentaban el hecho. Casal lo atribuía a un acto de venganza de los guardias. «Falange había asesinado al teniente Castillo, de su compañía, y han querido vengarle.»
El comandante no se avenía a razones. Por primera vez había gritado: «¡Asesinos!» Los periódicos publicaban fotografías del incesante desfile, en Madrid, por la casa mortuoria. El comandante Martínez de Soria fue el primero en patentizar desde Gerona su adhesión. Mandó un telegrama de pésame. Don Pedro Oriol le imitó y don Santiago Estrada. Pronto se formó la caravana. Matías Alvear, con el lápiz en la oreja, le dijo a Jaime: «Esto me recuerda aquellos días de octubre».
Carmen Elgazu vivía un poco ajena a los datos concretos y desconocía la real importancia que podía tener Calvo Sotelo. Cada día desconfiaba más de las mujeres que para defenderse o defender a sus maridos decían: «¿No ha leído usted…?» A ella le parecía que lo bueno y lo malo estaban perfectamente delimitados en el fondo de cada uno; y cuando existían dudas, no cabía sino mirar las Tablas de la Ley.
Así que en aquel momento no preveía la dirección precisa de los cambios políticos que podía haber, y entendía que, en realidad, el hecho de ser presidente de un Consejo no alteraba las bases por las cuales un hombre no debía amenazar a otro. Había preguntado a Ignacio: «¿Calvo Sotelo era católico…?» E Ignacio le había contestado: «Sí».
Aquello le bastó. Creyó comprenderlo todo. Por un momento imaginó una desgracia que abarcaba a la Patria entera. Pero, de pronto, el espacio le dio vértigo. Algo instintivo la obligó a ceñir el problema a lo que pertenecía de forma inmediata a sus entrañas. Como si su corazón le dijera: «¿Qué entiendes tú de los demás?»
Tuvo el presentimiento de que se avecinaba una catástrofe no en el cementerio del Este de Madrid, sino en el seno de su familia. Tal vez ello ocurriera porque se encontraba sola en el piso, porque ninguno de sus hijos estaba allí y Matías se había marchado de aquella manera.
No sabía qué hacer. Podía leer el periódico para enterarse mejor; pero no quiso. Miró afuera. Un maravilloso cruce de sombras iba envolviendo los tejados. En las casas de enfrente se encendían luces. Se veían mujeres preparando la mesa.
La mesa. La mesa eterna. Hubiera querido ver a todos los suyos en la mesa. ¿Qué hora era? Entró en el cuarto de Ignacio y encendió una mariposa ante la imagen de la mesilla de noche.
Sonó el timbre. Era Pilar. Carmen Elgazu sonrió al verla. Le dio un beso con fuerza desacostumbrada «¿Qué te ocurre?» -le preguntó la chica-. «Nada, hija, nada. No me pasa nada.»
Llamó Ignacio. Carmen Elgazu le dio un beso como siempre.
– ¿Ha venido Marta? -preguntó el muchacho.
– No, hijo.
Regresó Matías. Habría ido al Neutral. Miró afuera, al río. Carmen Elgazu pensó: «Todos van llegando». Quitó el periódico de la mesa y puso el mantel. Un mantel amarillo, con flores en cada esquina.
Faltaba César. Probablemente andaría por la parroquia. Reunía a los chicos y jugaba con ellos. A veces interrumpía los juegos y les daba una explicación plástica de la muerte de Cristo. Arrimaba sus espaldas a la pared, pegado su cuerpo a ella desde los tacones y extendía los brazos en cruz. Su actitud era tan dramática, que los chicos perdían la respiración.
El timbre sonó. Pilar fue a abrir deslizándose por el mosaico del pasillo. Carmen Elgazu, al ver a César, suspiró. Se le acercó y le dio un beso, que el seminarista le devolvió.
– ¡Fuerte, fuerte! -reclamó Carmen Elgazu.
César la miró con aire extrañado.
– ¿No te lo he dado fuerte? -preguntó.
Matías se puso los auriculares de la galena. Ignacio vio sombras en los muros.
– ¿Qué es eso?
– He encendido la mariposa en tu cuarto.
– Es poco divertido.