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—¿De dos arañas? —se abrieron las narices de don Rigoberto y continuaron palpitando, feroces. Sus orejetas de Dumbo aleteaban también, sobreexcitadas.
—De este tamaño —mimó la escena Fito Cebolla, elevando, encogiendo los diez dedos y acercándolos con obscenidad—. Se vieron, se desearon y avanzaron la una hacia la otra, dispuestas a amarse o a morir. Mejor dicho: a amarse hasta morir. Al saltar una sobre otra, hubo una crepitación de terremoto. La ventana, el dormitory, se llenaron de olor seminal.
—¿Cómo sabes que estaban copulando? —lo banderilló don Rigoberto—. ¿Por qué no, peleando?
—Estaban peleando y fornicando a la vez, como tiene que ser, como tendría que ser siempre —bailoteó en el asiento Fito Cebolla; sus manos se habían entrecruzado y los diez dedos se restregaban con crujidos óseos—. Se sodomizaban la una a la otra con todas sus patas, anillos, pelos y ojos, con todo lo que tenían en el cuerpo. Nunca vi seres tan felices. Nunca nada tan excitante, lo juro por mi santa madre que está en el cielo, Rigo.
La excitación resultante del coito arácnido, según él, había resistido a una eyaculación aérea y a varias duchas de agua fría. Al cabo de cuatro décadas y sinfín de aventuras, la memoria de las velludas bestezuelas agarradas bajo el inclemente cielo azul de Baton Rouge venía a veces a turbarlo y, aun ahora, cuando los años aconsejaban moderación, aquella remota imagen, al emerger de pronto en su conciencia, lo empingorotaba más que un jalón de yobimbina.
—Cuéntanos qué hacías en el Folies Bergère, Fito —pidió Teté Barriga, sabiendo perfectamente a lo que se exponía—. Aunque sea mentira ¡es tan chistoso!
—Era invencionarlo, meter la mano al fuego —apuntó la señora Lucrecia, demorando el cuento—. Pero, a Teté le encanta chamuscarse.
Fito Cebolla se revolvió en el asiento donde yacía semiderribado por el whisky:
—¡Cómo, mentira! Fue el único trabajo agradable de mi vida. Pese a que me trataban tan mal como me trata tu marido en la oficina, Lucre. Ven, siéntate con nosotros, atiéndenos.
Tenía los ojos vidriosos y la voz escaldada. Los invitados comenzaban a mirar los relojes. Doña Lucrecia, haciendo de tripas corazón, fue a sentarse junto a los Barriga. Fito Cebolla empezó a evocar aquel verano. Se había quedado varado en París sin un centavo, y, gracias a una amiga, obtuvo un empleo de pezonero en el «histórico teatro de la rué Richer».
—Pezonero viene de pezón, no de pesas —explicó, mostrando una sicalíptica puntita de lengua rojiza y entornando los salaces ojos como para ver mejor lo que veía («y lo que veía era mi escote, amor». La soledad de don Rigoberto comenzaba a poblarse y afiebrarse)—. Aunque era el último pinche y el peor pagado, de mí dependía el éxito del show. ¡Una responsabilidad del carajo!
—¿Cuál, cuál? —lo urgió Teté Barriga.
—Poner tiesos, en el momento de salir a escena, los pezones de las coristas.
Para lo que, en su agujero de las bambalinas, disponía de un balde de hielo. Las muchachas, engalanadas con penachos de plumas, adornos de flores, exóticos peinados, largas pestañas, uñas postizas, mallas invisibles y colas de pavorreal, nalgas y pechos al aire, se inclinaban ante Fito Cebolla, quien frotaba cada pezón y la corola circundante con un cubito de hielo. Ellas, entonces, dando un gritito, saltaban a escena, los pechos como espadas.
—¿Funciona, funciona? —insistía Teté Barriga, ojeando su pecho alicaído, mientras su marido bostezaba—. ¿Frotándoles hielo se ponen…?
—Tiesos, duros, rectos, empinados, airosos, erguidos, soberbios, erizados, encolerizados —prodigaba su versación en materia de sinónimos Fito Cebolla—. Permanecen así quince minutos, cronometrados.
«Sí, funciona», se repitió don Rigoberto. En las persianas se insinuaba una rayita pálida. Otro amanecer lejos de Lucrecia. ¿Era hora de despertar a Fonchito para el colegio? Aún no. Pero ¿no estaba ella aquí? Como cuando habían verificado sobre sus hermosos pechos la receta del Folies Bergére. Él había visto enderezarse esos oscuros pezones en sus areolas doradas y ofrecerse a sus labios, fríos y duros como piedras. Aquella verificación había costado a Lucrecia un resfrío, que, por lo demás, le contagió.
—¿Dónde está el baño? —preguntó Fito Cebolla—. Para lavarme las manos, no piensen mal.
Lucrecia lo guió hasta el pasillo, guardando prudente distancia. Temía sentir de nuevo, en cualquier momento, aquella ventosa manual.
—Tu zambita me ha gustado, en serio —iba balbuciendo Fito, entre tropezones—. Yo soy democrático, vengan negras, blancas o amarillas, si están bien despachadas. ¿Me la regalas? O, si prefieres, traspásamela. Te pago un juanillo.
—Ahí tienes el baño —lo frenó doña Lucrecia—. Lávate también la lengua, Fito.
—Tus deseos son órdenes —babeó él y, antes de que ella pudiera apartarse, la maldita mano fue directa a sus pechos. La retiró en el acto y se metió en el baño—: Perdón, perdón, me equivoqué de puerta.
Doña Lucrecia regresó a la sala. Los invitados comenzaban a irse. Temblaba de cólera. Esta vez, lo echaría de la casa. Cambiaba las últimas banalidades y los despedía en el jardín. «Es el colmo, es el colmo.» Se pasaban los minutos y Fito Cebolla no aparecía.
—¿Quieres decir que se había ido?
—Eso es lo que creí. Que, al salir del baño, se habría largado, discretamente, por la puerta de servicio. Pero no, no. El maldito se quedó.
Se fueron las visitas, el mozo contratado, y, luego de ayudar a Justiniana a recoger vasos y platos, cerrar ventanas, apagar las luces del jardín y poner la alarma, el mayordomo y la cocinera dieron a Lucrecia las buenas noches y se retiraron a sus alejados dormitorios, en un pabellón aparte, detrás de la piscina. Justiniana, que dormía en los altos, junto al estudio de don Rigoberto, estaba en la cocina metiendo el servicio en la lavadora.
—¿Fito Cebolla se quedó adentro, escondido?
—En el cuartito del sauna, tal vez, o entre las plantas del jardín. Esperando que los demás se fueran, que la cocinera y el mayordomo se acostaran, para meterse a la cocina. ¡Como un ladrón!
Doña Lucrecia estaba en un sofá de la sala, cansada, todavía sin recuperarse del mal rato. El forajido de Fito Cebolla no volvería a poner los pies en esta casa. Se preguntaba si le contaría a Rigoberto lo ocurrido, cuando estalló el grito. Venía de la cocina. Se levantó, corrió. En la puerta del blanco repostero —las paredes de azulejos destellando bajo la farmacéutica luz— el espectáculo la paralizó. Don Rigoberto pestañó varias veces antes de fijar la vista en la rayita pálida de la persiana que anunciaba el día. Los veía: Justiniana, de espaldas en la mesa de pino a la que había sido arrastrada, forcejeando con manos y piernas contra la fofa corpulencia que la aplastaba, besuqueaba y gargarizaba unos ruidos que eran, que tenían que ser groserías. En el umbral, desfigurada, desorbitada, doña Lucrecia. Su parálisis no duró mucho. Ahí estaba —el corazón de don Rigoberto batió impetuoso, lleno de admiración por la belleza delacroixiana de esa furia que cogía lo primero que encontraba, el rollo de amasar, y arremetía contra Fito Cebolla, insultándolo. «Abusivo, maldito, inmundicia, crápula». Lo golpeaba sin misericordia, donde cayera el rollo, en la espalda, el cuello regordete, la cabeza frailuna, las nalgas, hasta obligarlo a soltar su presa para defenderse. Don Rigoberto podía oír los mazazos que tundían los huesos y músculos del interrumpido violador, quien, finalmente, vencido por la paliza y la borrachera que estorbaba sus movimientos, giró, las manos hacia su agresora, trastabilló, resbaló y se derramó por el suelo como una gelatina.
—Pégale, pégale tú también, véngate —gritaba doña Lucrecia, descargando el incansable rollo de amasar sobre el bulto de sucio terno azul que, tratando de enderezarse, alzaba los brazos para amortiguar los golpes.
—¿Justiniana le reventó el banquito en la cabeza? —preguntó el regocijado don Rigoberto.
Se lo hizo trizas y volaron astillas hasta el techo. Lo alzó con las dos manos, se lo descargó con todo el peso de su cuerpo. Don Rigoberto vio la silueta espigada, el uniforme azul, el mandil blanco, empinándose para descerrajar el bólido. El estentóreo «¡Ayyyy!» del despatarrado Fito Cebolla le sacudió los tímpanos. (¿Pero no a la cocinera, ni al mayordomo, ni a Fonchito?) Se tapaba la cara, en sus manos había manchas de sangre. Estuvo desmayado unos segundos. Acaso, lo volvieron en sí los gritos de las dos mujeres, que lo seguían insultando: «Degenerado, borracho, abusivo, maricón».
—Qué dulce es la venganza —se rió doña Lucrecia—. Abrimos la puerta falsa y él se escapó, gateando. A cuatro patas, te lo juro. Lloriqueando: «Ay, mi cabecita, ay, me la han partido».
En eso, se soltó la alarma. Vaya susto. Pero, ni por ésas se habían despertado Fonchito, el mayordomo ni la cocinera. ¿Era verosímil? No. Pero, sí muy conveniente, pensó don Rigoberto.
—No sé cómo la apagamos, nos metimos, cerramos la puerta, y volvimos a poner la alarma —se reía doña Lucrecia, desbocada—. Hasta que, poquito a poco, nos fuimos calmando.
Entonces, ella pudo darse cuenta de lo que ese bruto había hecho a la pobre Justiniana. Le había destrozado el vestido. La muchacha, todavía aterrada, soltó el llanto. Pobrecita. Si doña Lucrecia hubiera subido antes al dormitorio, no hubiera oído su grito, ya que ni el mayordomo ni la cocinera ni el niño oyeron nada. El canalla la hubiera violado y tan contento. La consoló, la abrazó: «Ya pasó, ya se fue, no llores». Contra el suyo, el cuerpo de la muchacha —parecía más jovencita así, tan próxima— temblaba de pies a cabeza. Sentía su corazón y veía sus esfuerzos por contener los sollozos.
—Me dio una pena —susurró doña Lucrecia—. Además de destrozarle el uniforme, le había pegado.
—Tuvo su merecido —gesticuló don Rigoberto—. Se fue humillado y sangrando. ¡Muy bien hecho!
«Mira cómo te ha puesto, el desgraciado.» Doña Lucrecia apartó a Justiniana. Examinó su uniforme en jirones, la acariñó en la cara, ahora sin rastro del buen humor exuberante que siempre lucía; unos lagrimones le corrían por las mejillas, un rictus crispaba sus labios. Los ojos se le habían apagado.
—¿Pasó algo? —insinuó, con mucha discreción, don Rigoberto.
—Todavía —repuso, igual de discreta, doña Lucrecia—. En todo caso, no me di cuenta.
No se daba cuenta. Creía que aquel desasosiego, nerviosismo, exaltación, eran obra del susto y, sin duda, también lo eran; se sentía desbordada por un sentimiento de cariño y compasión, ansiosa de hacer algo, cualquier cosa, para sacar a Justiniana del estado en que la veía. La cogió de la mano, la llevó hacia la escalera: «Ven a quitarte esa ropa, lo mejor será llamar a un médico». Al salir de la cocina, apagó la luz de la planta baja. Subieron a oscuras, de la mano, peldaño a peldaño, la escalerita en tirabuzón hacia el estudio y el dormitorio. A media escalera, la señora Lucrecia pasó su otro brazo por la cintura de la muchacha. «Qué susto has tenido.» «Creí que me moría, señora, pero, ya se me está yendo.» No era cierto; su mano estrujaba la de su patrona y sus dientes chocaban, como de frío. Cogidas de las manos y de la cintura contornearon los estantes cargados de libros de arte y en el dormitorio las recibieron, desplegadas en el ventanal, las luces de Miraflores, los faroles del Malecón y las crestas blancas de las olas avanzando hacia el acantilado. Doña Lucrecia encendió la lámpara de pie, que iluminó el amplio chaise longue granate con patas de halcón y la mesita con revistas, las porcelanas chinas, las almohadillas y los poufs regados sobre la alfombra. Quedaron en penumbra la ancha cama, los veladores, las paredes consteladas de grabados persas, tántricos y japoneses. Doña Lucrecia fue al vestidor. Alcanzó una bata a Justiniana, que permanecía de pie, cubriéndose con los brazos, un poco cortada.
—Esa ropa hay que botarla a la basura, quemarla. Sí, mejor quemarla, como hace Rigoberto con los libros y grabados que ya no le gustan. Ponte esto, voy a ver qué puedo darte.
En el baño, mientras estaba empapando una toallita en agua de colonia, se vio en el espejo («Bellísima», la premió don Rigoberto). Ella también se había llevado un susto de padre y señor mío. Estaba pálida y ojerosa; la pintura se le había corrido y, sin que se diera cuenta, el cierre relámpago de su vestido había saltado.
—Si yo también soy una herida de guerra, Justiniana —le habló a través de la puerta—. Por culpa del asqueroso de Fito se me rompió el vestido. Voy a ponerme una bata. Ven, aquí hay más luz.
Cuando Justiniana entró al cuarto de baño, doña Lucrecia, que estaba liberándose del vestido por los pies —no llevaba sostén, sólo un calzoncito triangular de seda negra— la vio en el espejo del lavador y, repetida, en el de la bañera. Arrebujada en la bata blanca que la cubría hasta los muslos, parecía más delgada y más morena. Como no tenía cinturón, sujetaba la bata con sus manos. Doña Lucrecia descolgó su salida de baño china —«la de seda roja, con dos dragones amarillos unidos por las colas en la espalda», exigió don Rigoberto—, se la puso y la llamó:
—Acércate un poquito. ¿Tienes alguna herida?
—No, creo que no, dos cositas de nada —Justiniana sacó una pierna por los pliegues de la bata—. Estos moretones, de golpearme contra la mesa.
Doña Lucrecia se inclinó, apoyó una de sus manos en el terso muslo y delicadamente frotó la piel amoratada con la toallita embebida en agua de colonia.