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«Y curaríamos al papacito de la locura», pensó doña Lucrecia. Estaba irritada. Habían dejado de hacerle gracia las fantasías de Fonchito. Cólera sorda, amargura, rencor, la invadían, a medida que su memoria desempolvaba los malos recuerdos. Tomó al niño de los hombros y lo apartó algo de ella. Lo observó, cara con cara, indignada de que esos ojitos azules, hinchados y enrojecidos, resistieran con tanta limpieza su mirada cargada de reproches. ¿Era posible que fuera tan cínico? No había llegado aún a adolescente. ¿Cómo podía hablar de la ruptura de ella y Rigoberto como de algo ajeno, como si él no hubiera sido la causa de lo sucedido? ¿No se las había arreglado, acaso, para que Rigoberto descubriera todo el pastel? La carita arrasada por las lágrimas, los rasgos dibujados a pincel, los rosados labios, las curvas pestañas, el pequeño mentón firme, la encaraban con inocencia virginal.
—Tú sabes mejor que nadie lo que pasó —dijo la señora Lucrecia, entre dientes, tratando de que su indignación no desbordara en una explosión—. Sabes muy bien por qué nos separamos. No vengas a hacerte el niñito bueno, apenado por esa separación. Tú tuviste tanta culpa como yo, y, acaso, más que yo.
—Por eso mismo, madrastra —le cortó la palabra Fonchito—.Yo los hice pelear y por eso me toca a mí hacerlos amistarse. Pero, tienes que ayudarme. ¿Lo harás, no es cierto? A que sí, madrastra.
Doña Lucrecia no sabía qué responder; quería abofetearlo y besarlo. Se le habían caldeado las mejillas. Para colmo, el fresco de Fonchito, en un nuevo cambio brusco del ánimo, parecía ahora contento. Súbitamente, lanzó una carcajada.
—Te pusiste colorada —dijo, echándole otra vez los brazos al cuello—. Entonces, la respuesta es sí. ¡Te quiero mucho, madrastra!
—Primero llantos y ahora risas —dijo Justiniana, apareciendo en el pasillo—. ¿Se puede saber qué pasa aquí?
—Tenemos una gran noticia —le dio la bienvenida el niño—. ¿Se lo contamos, madrastra?
—No es a Rigoberto sino a ti al que se le están aflojando los tornillos —dijo doña Lucrecia, disimulando el sofocón.
—Será que Venus también me contagió la sífilis —se burló Fonchito, torciendo los ojos. Y, con el mismo tono, a la muchacha—: ¡Mi papá y mi madrastra van a amistarse, Justita! ¿Qué te parece el notición?
DIATRIBA CONTRA EL DEPORTISTA
Entiendo que usted corre tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterías), suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima versus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico). Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal. (Uso la primera y la tercera expresión como metáforas; la del medio, en sentido literal.)
Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachascanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping–pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre–masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.
Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su IQ. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.
El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre–erótica de unos movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que éstos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres —por lo demás, a una sola mujer—, totalmente inapetente para la pederastia activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco «ojo del culo» me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrienta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo ésta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de «tacto rectal». Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho o al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios colectivos (ajjjj), de que los hombres copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandías, plátanos o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como a un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match de básquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su libido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, Celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran.
Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el ma–chismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.
No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.
Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los arbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar arbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!
LOS HERMANOS CORSOS
En la muerma tarde de ese domingo de invierno, en su estudio frente al cielo nublado y el mar ratonil, don Rigoberto espigó anhelosamente sus cuadernos en pos de ideas que atizaran su imaginación. La primera con que se dio, del poeta Philip Larkin, Sex is too good to share with anyone else, le recordó muchas versiones plásticas del joven Narciso deleitándose con su imagen reflejada en el agua del pozo y al tendido hermafrodita del Louvre. Pero, inexplicablemente, lo deprimió. Otras veces había coincidido con esa filosofía que depositaba sobre sus exclusivos hombros la responsabilidad de su placer. ¿Era ella cierta? ¿Lo fue alguna vez? En verdad, aun en sus momentos más puros, su soledad había sido un desdoblamiento, una cita a la que Lucrecia nunca faltó. Un débil despertar del ánimo hizo que renaciera la esperanza: tampoco faltaría esta vez. La tesis de Larkin convenía como anillo al dedo al santo (otra página del cuaderno) del que hablaba Lytton Strachey en Eminent Victorians, San Cuberto, quien desconfiaba tanto de las mujeres que, cuando departía con ellas, incluso con la futura santa Ebba, pasaba «las siguientes horas de sombra, en oración, sumergido en el agua hasta el cuello». Cuántos resfríos y pulmonías por una fe que condenaba al creyente al larkiniano placer solitario.
Pasó como sobre ascuas por una página en la que Azorín recordaba que «capricho viene de cabra». Se detuvo, fascinado, en la descripción, hecha por el diplomático Alfonso de la Serna, de La Sinfonía de los adioses de Haydn, «en la que cada músico, cuando acaba su partitura, apaga la vela que ilumina su atril y se va, hasta que queda sólo un violín, tocando su final melodía solitaria». ¿No era una coincidencia? ¿No casaba de manera misteriosa, como plegándose a un orden secreto, el violín monologante de Haydn con el egoísta placentero, Philip Larkin, quien creía que el sexo era demasiado importante para compartirlo?
Sin embargo, él, pese a poner el sexo en el más alto sitial, lo había compartido siempre, aun en su período de más acida soledad: éste. La memoria le trajo a colación, sin ton ni son, al actor Douglas Fairbanks, duplicado en una película que desasosegó su infancia: «Los hermanos corsos». Por supuesto, nunca había compartido el sexo con nadie de la manera esencial que con Lucrecia. Lo había compartido, también, de niño, adolescente y adulto con su propio hermano corso, ¿Narciso?, con quien se había llevado siempre bien, pese a ser tan diferentes en espíritu. Aunque, esos juegos y burlas picantes tramados y disfrutados por los hermanos no correspondían al sentido irónico en que el poeta–bibliotecario utilizaba el verbo compartir. Hojeando, hojeando, cayó en El mercader de Venecia:
The man that hath no music in himself
Nor is not moved with concord of sweet sounds,
Is fit for treasons, stratagems, and spoils
(Acto V, Escena I)
«El hombre que no lleva música en sí mismo / Ni se emociona con la trenza de dulces sonidos / Es propenso a la intriga, el fraude y la traición», tradujo libremente. Narciso no llevaba música alguna, era cerrado en cuerpo y alma a los hechizos de Melpómene, incapaz de distinguir La Sinfonía de los adioses de Haydn del Mambo número 5 de Pérez Prado. ¿Tenía razón Shakespeare cuando legislaba que esa sordera para la más abstracta de las artes hacía de él un potencial enredador, truquero y fraudulento bípedo? Bueno, tal vez fuera cierto. El simpático Narciso no había sido un dechado de virtudes cívicas, privadas ni teologales, y llegaría a la edad provecta jactándose, como el
obispo Haroldo (¿de quién era la cita? La referencia había sido devorada por la sibilina humedad limeña o los afanes de una polilla), en su lecho de muerte, de haber practicado todos los vicios capitales con tanta asiduidad como su pulso latía y las campanas de su obispado repicaban. Si no hubiera sido de esa catadura moral, jamás hubiera osado proponer, aquella noche, a su hermano corso —don Rigoberto sintió que en su fuero recóndito despertaba esa música shakespearianaque él sí creía portar consigo— el temerario intercambio.Ante sus ojos se dibujaron, sentadas una junto a la otra, en aquella salita monumento al kitsch y blasfema provocación a las sociedades protectoras de animales, erizada de tigres, búfalos, rinocerontes y ciervos embalsamados de la casa de La Planicie, a Lucrecia e Ilse, la rubia esposa de Narciso, la noche de la aventura. El bardo tenía razón: la sordera para la música era síntoma (¿causa, a lo mejor?) de vileza del alma. No, no podía generalizarse; pues, hubiera habido que concluir que Jorge Luis Borges y André Breton, por su insensibilidad musical, fueron Judas y Caín, cuando era sabido que ambos habían sido, para escritores, buenísimas personas.
Su hermano Narciso no era un diablo; aventurero, nomás. Dotado de una endiablada habilidad para sacar a su vocación trashumante y su curiosidad por lo prohibido, lo secreto y lo exótico, un gran partido crematístico. Pero, como era mitómano, no resultaba fácil saber qué era cierto y qué fantasía en las correrías con que solía mantener hechizado a su auditorio, a la hora (siniestra) de la cena de gala, la fiesta de matrimonio o el coctel, escenarios de sus grandes performances relatoras. Por ejemplo, don Rigoberto nunca se había creído del todo que buena parte de su fortuna la amasara contrabandeando a los países prósperos de Asia, cuernos de rinoceronte, testículos de tigre y penes de morsas y focas (los dos primeros procedentes de África, los dos últimos de Alaska, groenlandia y Canadá). Esos indumentos se pagaban a precio de oro en Tailandia, Hong Kong, Taiwán, Corea, Singapur, Japón, Malasia y hasta la China comunista, pues los conocedores los teían por poderosos afrodisíacos y remedios infalibles contra la impotencia. Justamente, la noche aquélla, mientras los hermanos corsos y las dos cuñadas, Ilse y Lucrecia, tomaban el aperitivo, antes de la cena, en aquel restaurante de la Costa Verde, Narciso los había tenido entretenidos contándoles una disparatada historia de afrodisíacos de la cual él fue héroe y víctima, en Arabia Saudita, donde, juraba —detalles geográficos e irretenibles nombres árabes llenos de jotas al apoyo— que estuvo a punto de ser decapitado en la plaza pública de Riad al descubrirse que contrabandeaba un maletín de tabletas de Captagon (fenicilina hidroclorídrica) para mantener la potencia sexual del lujurioso jeque Abdelaziz Abu Amid a quien sus cuatro esposas legítimas y las ochenta y dos concubinas de su harén tenían algo fatigado. Aquél le pagaba en oro el cargamento de anfetaminas.
—¿Y la yobimbina?— preguntó Ilse, cortándole la historia a su marido, en el mismo momento en que comparecía ante un tribunal de enturbantados ulemas—. ¿Produce ese efecto que dicen, en todas las personas?
Sin pérdida de tiempo, su apuesto hermano —sin pizca de envidia don Rigoberto rememoró cómo, después de haber sido indiferenciables de niños y jóvenes, la edad adulta los había ido distinguiendo, y, ahora, las orejas de Narciso parecían normales comparadas con las espectaculares aletas que a él lo adornaban, y su nariz recta y modesta si se cotejaba con el tirabuzón o trompa de oso hormiguero con que él olfateaba la vida— se lanzó en una erudita perorata sobre la yohimbina (llamada yobimbina en el Perú por la perezosa tendencia fonética de los nativos, a quienes una hache aspirada costaba mayor trabajo bucal que una pe). El discurso de Narciso duró el aperitivo —pisco sauers los señores y vino blanco helado las damas—, el arroz con mariscos y los panqueques con manjarblanco de la comida, y tuvo, en lo que a él concernía, el efecto de una cosquilleante ansiedad presexual. En ese momento, caprichos del azar, el cuaderno le deparó la indicación shakespeariana de que las piedras turquesas cambian de color para alertar a quien las lleva de un peligro inminente (El Mercader de Venecia, otra vez). ¿Hablaba en serio, sabía o se inventaba esa ciencia con la intención de crear el ambiente psicológico y la amoralidad propicia para su propuesta de más tarde? No se lo había preguntado ni lo haría, pues, a estas alturas ¿qué importaba?
Don Rigoberto se echó a reír y la grisura de la tarde amainó. El Monsieur Teste de Valéry se jactaba al pie de esa página: «La estupidez no va conmigo» (La betise n'est pas mon fort). Dichoso él; don Rigoberto, en la compañía de seguros, había pasado ya un cuarto de siglo rodeado, sumergido, asfixiado por la estupidez, hasta convertirse en un especialista. ¿Era Narciso un mero imbécil? ¿Uno más de ese protoplasma limeño autodenominado gente decente? Sí. Lo que no le impedía ser ameno cuando se lo proponía. Esa noche, por ejemplo. Ahí estaba el gran latero, su rostro bien rasurado y la tez bronceada por el ocio, explicando el alcaloide de un arbusto, también llamado yohimbina, de ilustre progenie en la tradición herborista y la medicina natural. Aumentaba la vasodilatación y estimulaba los ganglios que controlan el tejido eréctil, e inhibía la serotonina, cuyo exceso bloquea el apetito sexual. Su cálida voz de seductor veterano, sus ademanes, congeniaban con su blazer azul, la camisa gris y el pañuelo de seda oscuro y motas blancas enroscado en el cuello. Su exposición, intercalada de sonrisas, se mantenía en el astuto límite entre la información y la insinuación, la anécdota y la fantasía, la sabiduría y el chisme, la diversión y la excitación. Don Rigoberto advirtió, de pronto, que los ojos verde marino de Ilse y los oscuros topacios de Lucrecia centellaban. ¿Había, su sabihondo hermano corso, inquietado a las señoras? A juzgar por sus risitas, sus chistes, sus preguntas, el cruce y descruce de piernas, y la alegría con que vaciaban los vasos de vino chileno Concha y Toro, sí, las había. ¿Por qué no iban ellas a experimentar el mismo desliz del ánimo que él? ¿Tenía Narciso ya, a estas alturas de la noche, su plan armado? Por supuesto, decretó don Rigoberto.
Por eso, diestramente, no les daba respiro ni permitía que la conversación se apartara del maquiavélico rumbo trazado por él. De la yobimbina pasó al fugu japonés, fluido testicular de un pececillo que, además de tónico seminal poderosísimo, puede producir una muerte atroz, por envenenamiento —así perecen cada año centenares de rijosos japoneses— y a referir los sudores fríos con que lo probó, aquella noche tornasolada de Kyoto, de manos de una geisha en kimono volátil, sin saber si al término de esos bocados anodinos lo esperaban los estertores y el rigor mortis o cien estallidos de placer (fue lo segundo, rebajado de un cero). Ilse, rubia escultural, exazafata de Lufthansa, acriollada walkiria, festejaba a su marido sin celos retrospectivos. Fue ella quien propuso (¿estaba también en la colada?), luego del harinoso postre, que terminaran la noche tomando un trago en su casa de La Planicie. Don Rigoberto dijo «buena idea», sin sopesar la propuesta, contagiado por el entusiasmo visual con que Lucrecia la acogió.
Media hora después, estaban instalados en los cómodos sillones del espantoso salón kitsch de Narciso e Ilse —huachafería peruana y orden prusiano— rodeados de bestias disecadas que los observaban, impertérritas, con helados ojos de vidrio, tomar whisky, bañados por una indirecta luz, oyendo melodías de Nat King Cole y Frank Sinatra, y contemplando, por la vidriera al jardín, los azulejos de la piscina iluminada. Narciso seguía desplegando su cultura afrodisíaca con la facilidad con que el Gran Richardi —don Rigoberto suspiró recordando el circo de la infancia— sacaba pañuelos de su sombrero de copa. Cabeceando la omnisciencia con el exotismo, aseguró que en el sur de Italia cada varón consumía una tonelada de albahaca en el curso de su vida pues la tradición asegura que de aquella hierba aromática depende, además del buen sabor de los tallarines, el tamaño del pene, y que, en la India, se vendía en los mercados un ungüento —él lo regalaba a sus amigos que cumplían cincuenta años— a base de ajo y légañas de mono que, frotado donde correspondía, provocaba erecciones en serie, como estornudos de alérgico. Abrumándolos, ponderó las virtudes de las ostras, el apio, el coreano ginseng, la zarzaparrilla, el regaliz, el polen, las trufas y el caviar, haciendo sospechar a don Rigoberto, después de escucharlo más de tres horas, que, probablemente, todos los productos animales y vegetales del mundo estaban diseñados para propiciar ese entrevero de los cuerpos llamado amor físico, cópula, pecado, al que los humanos (él no se excluía) concedían tanta importancia.
En ese momento, Narciso lo apartó de las damas, tomándolo del brazo, con el pretexto de mostrarle la última pieza de su colección de bastones (¿qué otra cosa hubiera podido coleccionar, además de fieras embalsamadas, esa bestia priápica, ese ambulante falo, que bastones?). El pisco sauer, el vino y el cognac habían hecho su efecto. En vez de caminar, don Rigoberto navegó hasta el escritorio de Narciso, en cuyos estantes, por supuesto, montaban guardia, intonsos, los encuerados volúmenes de la Británica, las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma y la Historia de la Civilización de los esposos Durant, además de una novela de bolsillo de Stephen King. Sin más, bajando la voz, le preguntó al oído si recordaba esas lejanas picardías con las muchachas, en la platea del cine Leuro. ¿Cuáles? Pero, antes de que su hermano respondiera, cayó en cuenta. ¡Las cambiaditas! El abogado de la compañía las llamaría: suplantación de identidad. Aprovechando el parecido y aumentándolo con idénticos trajes y peinados, se hacían pasar el uno por el otro. Así, besaban y acariciaban —«tirar plancito», se llamaba eso en el barrio— a la enamorada ajena, mientras duraba la película.
—Qué tiempos, hermano —sonrió don Rigoberto, entregado a la nostalgia.
—Tú creías que no se daban cuenta y que nos confundían —recordó Narciso—. Nunca te convencí de que se hacían, porque les divertía el jueguecito.
—No, no se daban cuenta —afirmó Rigoberto—. Nunca se hubieran dejado. La moral de los tiempos no lo permitía. ¿Lucerito y Chinchilla? Tan formalitas, tan de misa y comunión. ¡Jamás! Nos hubieran acusado a sus padres.
—Tienes un concepto demasiado angelical de las mujeres —lo amonestó Narciso.
—Eso crees. Lo que pasa es que yo soy discreto, no como tú. Pero, cada minuto que no dedico a las obligaciones que me dan de comer, lo invierto en el placer.
(El cuaderno, en ese momento le regaló una cita propicia, de Borges: «El deber de todas las cosas es ser una felicidad; si no son una felicidad son inútiles o perjudiciales». A don Rigoberto se le ocurrió una apostilla machista: «¿Y si en vez de cosas pusiéramos mujeres, qué?».)
—Vida hay una sola, hermano. No tendrás una segunda oportunidad.
—Después de esas matinées, corríamos al jirón Huatica, a la cuadra de las francesas —soñó don Rigoberto—. Tiempos sin sida, de inofensivas ladillas y alguna que otra simpática purgación.
—No se han ido. Están aquí —afirmó Narciso—. No nos hemos muerto ni vamos a morir. Es una decisión irrevocable.
Sus ojos llameaban y tenía la voz pastosa. Don Rigoberto comprendió que nada de lo que oía era improvisado; que, detrás de esas astutas evocaciones, había una conspiración.
—¿Me quieres decir qué te traes entre manos? —preguntó, curioso.
—Lo sabes de sobra, hermanito corso —acercó el lobo feroz su boca a la oreja aleteante de don Rigoberto. Y, sin más trámite, formuló su propuesta—: La cambiadita. Una vez más. Hoy mismo, ahora mismo, aquí mismo. ¿No te gusta Ilse? A mí, Lucre, muchísimo. Como con Lucerito y Chinchilla. ¿Acaso podría haber celos, entre tú y yo? ¡A rejuvenecer, hermano!
En su soledad dominical, el corazón de don Rigoberto se aceleró. ¿De sorpresa, de emoción, de curiosidad, de excitación? Y, como aquella noche, sintió la urgencia de matar a Narciso.
—Ya estamos viejos y somos muy distintos para que nuestras mujeres nos confundan —articuló, borracho de confusión.
—No es necesario que nos confundan —repuso Narciso, muy seguro de sí mismo—. Son mujeres modernas, no necesitan coartadas. Yo me ocupo de todo, cachafaz.