38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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«Jamás de los jamases jugaré a las cambiaditas a mi edad», pensó don Rigoberto, sin abrir la boca. La asomante borrachera de hacía un momento se había disipado. ¡Caracoles! Narciso sí que era de armas tomar. Ya lo asía del brazo y lo regresaba de prisa al salón de las fieras disecadas, donde, en cordialísima chismografía, Ilse y Lucrecia despedazaban a una amiga común a la que un reciente lifting había dejado con los ojos abiertos hasta la eternidad (o, por lo menos, la fosa o incineración). Y ya estaba anunciando que había llegado el momento de abrir un Dom Perignon reserva especial que guardaba para ocasiones extraordinarias.

Minutos después oían el cañonazo espumante y los cuatro estaban brindando con esa pálida ambrosía. Las burbujas que bajaban por su esófago precipitaron en el espíritu de don Rigoberto una asociación con el tópico que había monopolizado su hermano corso toda la noche: ¿adobó Narciso el alegre champaña que bebían con uno de esos innumerables afrodisíacos de los que se decía contrabandista y experto? Porque, las risas y disfuerzos de Lucrecia e Ilse aumentaban, propiciando audacias, y, él mismo, que hacía cinco minutos se sentía paralizado, confuso, asustado y enojado con la propuesta —sin embargo, no se había atrevido a rechazarla— ahora la tomaba con menos indignación, como una de esas irresistibles tentaciones que, en su juventud católica, lo incitaban a cometer los pecadillos, que, luego, describía contrito en la penumbra del confesionario. Entre nubéculas de humo —¿era su hermano corso el que fumaba?— vio, cruzadas, entre los fieros colmillos de un león amazónico y resaltando sobre la alfombra atigrada de la sala–zoológico–funeraria, las largas, blancas y depiladas piernas de su cuñada. La excitación se manifestó con una discreta comezón en la boca del vientre. Le veía también las rodillas, redondas y satinadas, ésas que la galantería francesa llamaba polies, anunciando unas profundidades macizas, sin duda húmedas, bajo esa falda plisada color cucaracha. El deseo lo recorrió de arriba abajo. Asombrado de sí mismo, pensó: «¿Después de todo, por qué no?». Narciso había sacado a bailar a Lucrecia y, enlazados, comenzaban a mecerse, despacio, junto a la pared artillada con cornamentas de ciervos y testas de osos. Los celos acudieron a aderezar con un agridulce sabor (no a reemplazar ni a destruir) sus malos pensamientos. Sin vacilar, se inclinó, cogió la copa que Ilse tenía en su mano, se la retiró y la atrajo: «¿Bailamos, cuñadita?». Su hermano había puesto una sucesión de apretados boleros, por supuesto.

Sintió una punzada en el corazón cuando, por entre los cabellos de la walkiria, notó que su hermano corso y Lucrecia bailaban mejilla contra mejilla. Él ceñía su cintura y ella su cuello. ¿De cuándo acá esas confianzas? En diez años de matrimonio, no recordaba nada parecido. Sí, el maleficiero de Narciso tenía que haber amañado las bebidas. Mientras se perdía en conjeturas, su brazo derecho había ido acercando al suyo el cuerpo de su cuñada. Está, no se resistía. Cuando sintió el roce de sus muslos en los suyos y que los vientres se tocaban, don Rigoberto se dijo, no sin inquietud, que nada ni nadie podría ya evitar la erección que se venía. Y se vino, en efecto, en el momento mismo en que sintió en la suya la mejilla de Ilse. El fin de la música le hizo el efecto de la campana en un despiadado match de box. «Gracias, bellísima Brunegilda», besó la mano de su cuñada. Y, tropezando en cabezas carniceras rellenas de estuco o papier maché, avanzó hacia donde estaban desenlazándose —¿con disgusto? ¿con desgano?— Lucrecia y Narciso. Tomó en sus brazos a su mujer, murmurando, ácido, «¿Me concedes este baile, esposa?». La llevó hacia el rincón más oscuro de la sala. Vio por el rabillo del ojo que Narciso e Ilse se enlazaban también y que, en un movimiento concertado, comenzaban a besarse.

Apretando mucho el cuerpo sospechosamente lánguido de su mujer, la erección renació; se aplastaba ahora sin remilgos contra esa forma conocida. Labios contra labios, le susurró:

—¿Sabes qué me propuso Narciso?

—Me lo puedo figurar —repuso Lucrecia, con una naturalidad que, a don Rigoberto, lo descolocó tanto como oírla usar un verbo que jamás habían proferido él ni ella en la intimidad conyugal—. ¿Que te tires a Ilse, mientras él me tira a mí?

Tuvo ganas de hacerle daño; pero, en vez de eso, la besó, asaltado por una de esas apasionadas efusiones a las que solía rendirse. Traspasado, sintiendo que podía ponerse a llorar, le susurró que la amaba, que la deseaba, que nunca podría agradecerle la felicidad que le debía. «Sí, sí, te amo», dijo en alta voz. «Con todos mis sueños, Lucrecia.» La grisura del domingo barranquino se aligeró, la soledad de su estudio se amortiguó. Don Rigoberto advirtió que una lágrima se había desprendido de sus mejillas y maculado una cita oportunísima del valeryano (valeriana y Valéry, qué matrimonio feliz) Monsieur Teste, que definía su propia relación con el amor: Tout ce qui m'était facile m'était indifférent et presque ennemi.

Antes de que la tristeza se apoderara de él y el cálido sentimiento de hace un momento naufragara del todo en la corrosiva melancolía, hizo un esfuerzo y, entrecerrando los ojos, forzando su atención, volvió a aquella sala de las fieras, a aquella noche adensada por el humo —¿fumaba Narciso, Ilse?—, las peligrosas mezclas, el champagne, el cognac, el whisky, la música y el relajado clima que los envolvía, ya no divididos en dos parejas estables, precisas, como al principio de la noche, antes de ir a cenar al restaurante de la Costa Verde, sino entreveradas, parejas precarias que se deshacían y rehacían con una ligereza que correspondía a esa atmósfera amorfa, cambiante como figura de calidoscopio. ¿Habían apagado la luz? Hacía rato. Narciso, quién si no. La salita de las fieras muertas estaba tenuemente iluminada por la luz de la piscina, que dejaba divisar sólo sombras, siluetas, contornos sin identidad. Su hermano corso preparaba bien las emboscadas. Cuerpo y espíritu de don Rigoberto habían terminado por disociarse; mientras éste divagaba, tratando de averiguar si llegaría hasta las últimas consecuencias en el juego propuesto por Narciso, su cuerpo jugaba ya, con desparpajo, emancipado de escrúpulos. ¿A quién acariciaba en este momento, mientras, simulando bailar, permanecía meciéndose en el sitio, con la vaga sensación de que la música callaba y se renovaba cada cierto tiempo? ¿Lucrecia o IIse? No quería saberlo. Qué sensación placentera, esa forma femenina soldada a él, cuyos pechos sentía deliciosamente a través de la camisa y ese cuello terso que sus labios mordisqueaban despacito, avanzando hacia una oreja cuya cavidad el ápice de su lengua exploró con avidez. No, ese cartílago o huesecillo no era de Lucrecia. Alzó la cabeza y trató de perforar la semitiniebla del rincón donde recordaba haber visto hacía un momento a Narciso bailando.

—Hace rato que han subido —La voz de Ilse resonó en su oído imprecisa y aburrida. Hasta pudo detectar un dejo burlón.

—¿Dónde? —preguntó, estúpidamente, avergonzándose en el acto de su estupidez.

—¿Adonde crees? —repuso Ilse, con risita malvada y humor alemán—. ¿A ver la luna? ¿A hacer pipí? ¿Adonde se te ocurre, cuñadito?

—En Lima no se ve nunca la luna —balbuceó don Rigoberto, soltando a Ilse y apartándose de ella—. Y, el sol, apenas en los veranos. Por la maldita neblina.

—Hace mucho tiempo que Narciso le tiene ganas a la Lucre —lo devolvió Ilse al potro de los suplicios, sin darle respiro; hablaba como si el asunto no fuera con ella—. No me digas que no te has dado cuenta, porque no eres tan huevón.

La embriaguez se le disipó, y, también, la excitación. Se puso a transpirar. Mudo, alelado, se preguntaba cómo era posible que Lucrecia hubiera consentido con tanta facilidad a la maquinación de su hermano corso, cuando, otra vez, la insidiosa vocecita de Ilse lo sacudió:

—¿Te da un poquito de celos, Rigo?

—Bueno, sí —reconoció. Y, con más franqueza—: En realidad, muchos celos.

—A mí también me daban, al principio —dijo ella, como una banalidad más, a la hora del bridge—. Te acostumbras y es como si vieras llover.

—Bueno, bueno —dijo él, desconcertado—. ¿O sea, tú y Narciso juegan mucho a las cambiaditas?

—Cada tres meses —repuso Ilse, con precisión prusiana—. No es mucho. Narciso dice que estas aventuras, para que no pierdan su gracia, deben hacerse de cuando en cuando. Siempre con gente seleccionada. Que, si se trivializan, ya no hay diversión.

«Ya la habrá desnudado», pensó. «Ya la tendrá en sus brazos.» ¿Lo estaría besando y acariciando Lucrecia también, con la misma codicia que a ella su hermano corso? Temblaba como un poseso de San Vito cuando volvió a recibir, como descarga eléctrica, la pregunta de Ilse:

—¿Te gustaría verlos?

Para hablarle, le había acercado la cara. Los rubios y largos cabellos de su cuñada se le metían a la boca y a los ojos.

—¿En serio? —murmuró, atónito.

—¿Te gustaría? —insistió ella, rozándole la oreja con los labios.

—Sí, sí —asintió él. Tenía la sensación de estarse deshuesando y evaporando.

Ella lo atrapó de la mano derecha. «Despacito, calladito», lo instruía. Lo hizo flotar hacia la escalera de volutas de fierro que subía a los dormitorios. Estaba a oscuras y también el pasillo central, aunque a éste alcanzaba el resplandor de los reflectores del jardín. La moqueta absorbía sus pisadas; avanzaban en puntas de pie. Don Rigoberto sentía su corazón acelerado. ¿Qué le esperaba? ¿Qué iba a ver? Su cuñada se detuvo y le dio otra orden al oído, «Quítate los zapatos», a la vez que se inclinaba para descalzarse. Don Rigoberto obedeció. Se sintió ridículo, ladronesco, sin zapatos y en medias, en ese sombrío pasillo, llevado de la mano por Ilse como si fuera Fonchito. «No hagas ruido, arruinarías todo», dijo ella, quedo. El asintió, como un autómata. Ilse volvió a avanzar, abrió una puerta, lo hizo adelantarse. Estaban en el dormitorio, separados del lecho por una media pared de ladrillo, que, por sus intersticios en forma de rombo, dejaba ver la cama. Era anchísima y teatral. En la cónica luz que descendía de una bombilla empotrada en el cielorraso, vio a su hermano corso y Lucrecia, fundidos, moviéndose a compás. Hasta él llegó su suave, dialogante jadeo.

—Puedes sentarte —le indicó Ilse—. Aquí, en el sillón.

Él se dejó hacer. Retrocedió un paso, se dejó caer junto a su cuñada en lo que debía ser un largo sofá lleno de cojines, dispuesto de tal modo que la persona sentada allí no perdiera detalle del espectáculo. ¿Qué significaba esto? A don Rigoberto se le escapó una risita: «Mi hermano corso es más churrigueresco de lo que imaginé». Se le había resecado la boca.

Parecía que esa pareja hubiera hecho el amor toda la vida, por la diestra superposición y su encaje perfecto. Los cuerpos nunca se desajustaban; en cada nueva postura, la pierna, el codo, el hombro, la cadera, parecían ceñirse todavía mejor y, en todo momento, exprimir cada uno más recónditamente su placer del otro. Ahí estaban las bellas formas llenas, la ondulada cabellera color azabache de su amada, las levantadas nalgas que hacían pensar en un gallardo promontorio desafiando el asalto de un mar bravo. «No», se dijo. Más bien, en el espléndido trasero de la bellísima fotografía La Prière, de Man Ray (1930). Buscó en sus cuadernos y, en pocos minutos, contemplaba la imagen. Su corazón se encogió, recordando las veces que Lucrecia había posado así para él en la nocturna intimidad, sentada sobre los talones, las dos manos sosteniendo las medias esferas de sus nalgas. Tampoco desentonaba la comparación con la otra imagen de Man Ray que el cuaderno le ofreció, contigua a la anterior, pues la espalda musical de Kikí de Montparnasse (1925) era, ni más ni menos, la que en ese momento mostraba Lucrecia al ladearse y revolverse. Las inflexiones profundas de sus caderas lo tuvieron unos segundos suspenso, ido. Pero, los brazos velludos que cercaban ese cuerpo, las piernas que atenazaban esos muslos y los abrían no eran los suyos, ni tampoco esa cara —no llegaba a distinguir las facciones de Narciso— que, ahora, recorría la espalda de Lucrecia, escrutándola milímetro a milímetro, la entreabierta boca indecisa sobre dónde posarse, qué besar. Por la aturdida cabeza de don Rigoberto cruzó la imagen de la pareja de trapecistas del circo «Las águilas humanas» que volaban y se encontraban en el aire —hacían su número sin red— después de dar volatines a diez metros del suelo. Así de diestros, de perfectos, de adecuados el uno para el otro, eran Lucrecia y Narciso. Lo colmaba un sentimiento tripartito (admiración, envidia y celos) y las sentimentales lágrimas rodaban de nuevo por sus mejillas. Notó que la mano de Ilse exploraba profesionalmente su bragueta.

—Vaya, no te excita nada —oyó que sentenciaba, sin apagar la voz.

Don Rigoberto percibió un movimiento de sorpresa, allá en la cama. La habían oído, por supuesto; ya no podrían continuar fingiendo que no se sabían espiados. Quedaron inmóviles; el perfil de doña Lucrecia se volvió hacia el muro calado que los resguardaba, pero Narciso volvió a besarla y envolverla en la lucha amorosa.

—Perdóname, Ilse —susurró—. Te estoy defraudando, qué pena. Es que, yo, yo, cómo decírtelo, soy monógamo. Sólo puedo hacer el amor con mi mujer.

—Claro que lo eres —se rió Ilse, con afecto, y tan fuerte que, ahora sí, allá, en la luz, la cara despeinada de doña Lucrecia escapó al abrazo de su hermano corso y don Rigoberto vio sus grandes ojos muy abiertos, mirando asustados hacia donde se encontraban él y Ilse—. Igual que tu hermanito corso, pues. A Narciso sólo le gusta hacer el amor conmigo. Pero, necesita bocaditos, aperitivos, prolegómenos. No es tan sencillo como tú.

Se volvió a reír y don Rigoberto sintió que se apartaba de él haciéndole en los ralos cabellos uno de esos cariños que hacen las maestras a los niños que se portan bien. No daba crédito a sus ojos: ¿en qué momento se había desnudado Ilse? Ahí estaban sus ropas sobre el sofá, y, ahí, ella, gimnástica, desnuda de pies a cabeza, hendiendo la penumbra hacia la cama como sus remotas ancestras, las walkirias, hendían los bosques, con cascos bicornes, a la caza del oso, el tigre y el hombre. En ese preciso instante, Narciso se apartó de Lucrecia, se corrió hacia el centro para dejar un espacio —su cara denotaba contento indescriptible— y abría los brazos para recibirla con un rugido bestial de aprobación. Y, ahí estaba, ahora, la desairada, la retráctil Lucrecia, retirándose hacia el otro extremo de la cama, con plena conciencia de que, a partir de ahora, allí sobraba, y mirando a derecha e izquierda, en busca de alguien que le explicara qué debía hacer. Don Rigoberto se sintió apiadado. Sin pronunciar palabra, la llamó. La vio levantarse de la cama en puntas de pie, para no perturbar a los alegres esposos; buscar en el suelo sus ropas; cubrirse a medias y avanzar hacia donde él la esperaba con los brazos abiertos. Se apelotonó contra su pecho, palpitante.

—¿Tú entiendes algo, Rigoberto? —la oyó decir.

—Sólo que te amo —le contestó, abrigándola—. Nunca te he visto tan bella. Ven, ven.

—Vaya hermanitos corsos —oyó reírse a la walkiria, allá lejos, con un fondo de bufidos salvajes de jabalí y trompetas wagnerianas.

ARPIA LEONADA Y ALADA

¿Dónde estás? En el Salón de los Grutescos, del Museo de Arte Barroco Austríaco, en el Bajo Belvedere de Viena.

¿Qué haces ahí? Estudias cuidadosamente una de las criaturas hembras de Jonas Drentwett que dan fantasía y gloria a sus paredes.

¿Cuál de ellas? La que alarga el altísimo cuello a fin de sacar mejor el pecho y mostrar la bellísima, pungente teta de rojizo botón que todos los seres animados vendrían a libar si tú no lo tuvieras reservado.

¿Para quién? Para tu enamorado a la distancia, el reconstructor de tu identidad, el pintor que te deshace y te rehace a su capricho, tu desvelado soñador.

¿Qué debes hacer? Aprender a esa criatura de memoria y emularla en la discreción de tu dormitorio, en espera de la noche en que vendré. No te desaliente saber que no tienes cola, ni garras de ave de rapiña, ni costumbre de andar a cuatro patas. Si de veras me amas, tendrás cola, garras, a cuatro patas andarás y, poco a poco, merced a la constancia y tesón que exigen las hazañas del amor, dejarás de ser Lucrecia la del Olivar y serás la Mitológica, Lucrecia la Arpía Leonada y Alada, Lucrecia la venida a mi corazón y mi deseo desde las leyendas y mitos de Grecia (con una escala en los frescos romanos de donde Jonas Drentwett te copió).

¿Estás ya como ella? ¿Retraída la grupa, el pecho altivo, la cabeza enhiesta? ¿Sientes ya que asoma la felina cola y que te crecen alas lanceoladas color de arrebol? Lo que aún te falta, la diadema para la frente, el collar de topacio, el ceñidor de oro y piedras preciosas donde descansará tu tierno busto, te los llevará en prenda de adoración y reverencia, quien te ama sobre todas las cosas reales o inexistentes

El caprichoso de las arpías.

V. FONCHITO Y LAS NIÑAS

La señora Lucrecia se secó los ojos risueños una vez más, ganando tiempo. No se atrevía a preguntar a Fonchito si era cierto lo que le contó Teté Barriga. Dos veces había estado por hacerlo y las dos se acobardó.

—¿De qué te ríes así, madrastra? —quiso saber el niño, intrigado. Porque, desde que llegó a la casita del Olivar de San Isidro la señora Lucrecia no hacía más que lanzar esas intempestivas carcajadas, comiéndoselo con los ojos.

—De algo que una amiga me contó —se ruborizó doña Lucrecia—. Me muero de vergüenza de preguntarte. Pero, también, de ganas de saber si es cierto.

—Algún chisme de mi papá, seguro.