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Según Teté, cuyo marido estaba allí y se lo había referido entre regocijado y furioso, era una reunión de esas que cada dos o tres meses tenía lugar en el estudio de don Rigoberto. Hombres solos, cinco o seis amigos de juventud, compañeros de colegio, universidad o barrio, mantenían esos encuentros por simple rutina, ya sin entusiasmo, pero no se atrevían a romper el rito, acaso por la supersticiosa sospecha de que, si alguien faltaba a la cita, la mala suerte caería sobre el desertor o todo el grupo. Y seguían viéndose, aunque, sin duda, a ellos tampoco, igual que a Rigoberto, les hiciera gracia ya esa reunión bimestral o trimestral, en que tomaban cognac, comían empanaditas de queso y pasaban revista a los muertos y a la actualidad política. Doña Lucrecia recordaba que, luego, a don Rigoberto le dolía la cabeza del aburrimiento y debía tomar unas gotitas de valeriana. Había sucedido en la última reunión, la semana anterior. Los amigos —cincuentones o sesentones, en los umbrales de la jubilación alguno de ellos— vieron llegar a Fonchito, los claros cabellos alborotados. Sus grandes ojos azules se sorprendieron de encontrarlos allí. El desorden con que llevaba el uniforme de colegio añadía un toque de libertad a su bella personita. Los caballeros le sonrieron, buenas tardes Fonchito, qué grande estás, cuánto has crecido.
—¿No saludas? —lo había amonestado don Rigoberto, carraspeando.
—Sí, claro —respondió la cristalina voz de su entenado—. Pero, papi, por favor, que tus amigos, si me hacen cariños, no me los hagan en el potito.
La señora Lucrecia estalló en la quinta carcajada de la tarde.
—¿Les dijiste esa barbaridad, Fonchito?
—Es que, con el cuento de hacerme cariños, siempre me lo están tocando —encogió el niño los hombros, sin dar mayor importancia al asunto—. No me gusta que me toquen ahí ni jugando, después me pica. Y, cuando me viene cualquier picazón, me rasco hasta sacarme ronchas.
—Entonces, era cierto, se lo dijiste —La señora Lucrecia pasaba de la risa al asombro y de nuevo a la risa—. Por supuesto, la Teté no podía inventarse una cosa así. ¿Y Rigoberto? ¿Cómo reaccionó?
—Me fulminó con los ojos y me mandó a hacer las tareas a mi cuarto —dijo Fonchito—. Después, cuando se fueron, me riñó a su gusto. Y me ha quitado la propina del domingo.
—Esos viejos manos largas —exclamó la señora Lucrecia, súbitamente indignada—. Qué desvergüenza. Si yo los hubiera visto alguna vez, de patitas a la calle. ¿Y tu papá se quedó tan fresco al enterarse? Pero, antes, júramelo. ¿Era verdad? ¿Te tocaban el pompis? ¿No es una de esas cosas torcidas que se te ocurren?
—Claro que me tocaban. Aquí—le mostró el niño, dándose un palmazo en las nalgas—. Igualito que los curas del colegio. ¿Por qué, madrastra? ¿Qué tengo en el potito que todos quieren tocármelo?
La señora Lucrecia lo examinaba, tratando de adivinar si no mentía.
—Si es verdad, son unos desvergonzados, unos abusivos —exclamó, por fin, todavía dudando—. ¿En el colegio, también? ¿No se lo has dicho a Rigoberto, para que haga un escándalo?
El niño puso una expresión seráfica:
—No quiero darle más preocupaciones a mi papá. Menos ahora, que lo veo tan triste.
Doña Lucrecia bajó la cabeza, confusa. Este niñito era un maestro en decir cosas que la hacían sentirse mal. Bueno, si era verdad, bien hecho que les hiciera pasar un mal rato a esos frescos. Su marido le había contado a Teté Barriga que él y sus amigos se quedaron de una pieza, sin atreverse a mirar a Rigoberto, un rato largo. Después, habían hecho bromas, aunque con caras agestadas. Ya estaba bien de ese tema, en todo caso. Pasó a otra cosa. Preguntó a Fonchito cómo le iba en el colegio, si no se perjudicaba en la academia saliéndose antes de terminar las clases, si había ido al cine, al fútbol, a alguna fiesta. Pero, Justiniana, que entró trayendo el té con bizcochos, lo reactualizó. Había oído todo y se puso a opinar, de lo más lenguaraz. Estaba segura que era falso: «No le crea, señora. Fue otra diablura de este bandido, para que esos señores se comieran un pavo delante de don Rigoberto. ¿No lo conoce?». «Si tus chancays no estuvieran tan ricos, me enojaría contigo, Justita.» Doña Lucrecia sintió que había cometido una imprudencia; dejándose vencer por la morbosa curiosidad —con Fonchito nunca se sabía— había despertado tal vez a la fiera. En efecto, cuando Justiniana recogía las tazas y platos, la pregunta del niño cayó sobre ella como una estocada:
—¿Por qué será que a las personas mayores les gustan tanto los niños, madrastra?
Justiniana se escabulló haciendo un ruido con la garganta o el estómago que sólo podía ser una risa censurada. Doña Lucrecia buscó los ojos de Fonchito. Los escrutó con calma, en pos de una chispa de maledicencia, de intenciones aviesas. No. Más bien, la luminosidad de un cielo diáfano.
—A todo el mundo le gustan los niños —dijo, hipócrita—. Es normal que uno se enternezca con ellos. Son pequeñitos, frágiles, a veces muy ricos.
Se sintió estúpida, impaciente por escapar a los ojazos quietos y límpidos posados en ella.
—A Egon Schiele le gustaban mucho —dijo Fonchito, asintiendo—. En Viena, a principios de siglo, había muchas niñas abandonadas, viviendo en las calles. Pedían limosna en las iglesias, en los cafés.
—Como en Lima —dijo ella, sin saber lo que decía. Otra vez la colmaba la sensación de ser una mosquita atraída, pese a sus esfuerzos, a las fauces de la araña.
—Y él salía al Parque Schonbrunn, donde había montones. Las llevaba a su estudio. Les daba de comer y les regalaba plata —prosiguió Fonchito, inexorable—. El señor Paris von Güterlash, un amigo a quien Schiele pintó, ahora te muestro el retrato, dice que siempre encontraba en su estudio dos o tres niñas de la calle. Se estaban ahí, de su cuenta. Se echaban a dormir o jugaban mientras Schiele pintaba. ¿Crees que había algo de malo en eso?
—Si les daba de comer y las ayudaba, qué de malo iba a haber.
—Pero, es que las hacía desnudarse y las pintaba haciendo poses —añadió el niño. Doña Lucrecia pensó: «Ya no tengo escapatoria»—. ¿Era malo que Egon Schiele hiciera eso?
—Bueno, me figuro que no —tragó saliva la madrastra—. Un artista necesita modelos. ¿Por qué tener la mente podrida? ¿No le gustaba a Degas pintar a las ratitas, las pequeñas bailarinas de la Ópera de París? Bueno, también a Egon Schiele las niñitas lo inspiraban.
¿Y, entonces, por qué lo habían metido preso, acusándolo de haber secuestrado a una menor? ¿Por qué, condenado a la prisión por difundir pinturas inmorales? ¿Por qué, obligado a quemar un dibujo con el cuento de que los niños veían en su estudio cosas escabrosas?
—No sé por qué —lo calmó ella, al ver que se iba excitando—. Yo no sé nada de Schiele, Fonchito. Tú eres el que sabe todo sobre él. Los artistas son personas complicadas, que te lo explique tu papá. No tienen que ser unos santos. No hay que idealizarlos, ni satanizarlos. Importan sus obras, no sus vidas. Lo que ha quedado de Schiele es cómo pintó a esas niñas, no lo que hacía con ellas en su estudio.
—Las hacía ponerse esas medias de colores que le gustaban tanto —remató el relato Fonchito—. Echarse en el sofá, en el suelo. Solas o de dos en dos. Entonces, se subía a una escalera, para mirarlas desde arriba. Trepado ahí, en lo alto, hacía un boceto, en unos cuadernos que se han publicado. Mi papá tiene el libro. Pero, en alemán. Sólo pude ver los dibujos, no leerlo.
—¿Subido en una escalera? ¿Así las pintaba?
Ya estabas en la telaraña, Lucrecia. Siempre lo conseguía, el mocoso. Ahora, no intentaba apartarlo del tema; lo seguía, atrapada. La pura verdad, madrastra. Decía que su sueño era ser un ave de presa. Pintar el mundo desde arriba, verlo como lo vería un cóndor o un gallinazo. Y, fijándose bien, era la pura verdad. Se lo demostraría ahora mismo. Saltó a rebuscar su maletín de la academia y un momento después se acuclillaba a sus pies —ella estaba como siempre en el sofá y él en el suelo— pasando las páginas de un nuevo y voluminoso libro de reproducciones de Egon Schiele, que apoyó sobre las rodillas de la madrastra. ¿Sabía Fonchito de verdad todas esas cosas sobre el pintor? ¿Cuántas eran ciertas? ¿Y, por qué le había venido esa manía por Schiele? ¿Cosas que le oía a Rigoberto? ¿Era este pintor la última obsesión de su ex–marido? En todo caso, no le faltaba razón. Esas muchachas tendidas, esos amantes enlazados, esas ciudades fantasmales, sin personas, animales ni coches, de casas apelotonadas y como congeladas a orillas de ríos desiertos, parecían divisados desde lo alto, por un ave rampante, que planeaba sobre ellas con una mirada envolvente y sin piedad. Sí, la perspectiva de un ave de presa. La carita de ángel le sonrió: «¿No te lo dije, madrastra?». Ella asintió, desagradada. Detrás de esos rasgos de querube, de esa inocencia de cuadro milagrero, anidaba una inteligencia sutil, precozmente madura, una psicología tan enrevesada como la de Rigoberto. Y, en ese momento, tomó conciencia de lo que exhibía la página. Se encendió como una antorcha. Fonchito había dejado el libro abierto en una acuarela de tonos rojos y espacios cremas, con una franja malva, al que sólo ahora doña Lucrecia prestaba atención: el propio artista de espigada silueta, sentado, y, entre sus piernas abiertas, una muchacha, desnuda y de espaldas, sosteniendo en alto, como el asta de una bandera, su gigantesca extremidad viril.
—Esta pareja también ha sido pintada desde lo alto —la alertó la cristalina voz— .¿Pero, cómo haría el boceto? No pudo desde la escalera, porque quien está sentado en el suelo es él mismo. ¿Te das cuenta, no, madrastra?
—Me doy cuenta de que es un autorretrato muy obsceno —dijo doña Lucrecia—. Mejor, sigue pasando, Foncho.
—A mí, me parece triste —le discutió el niño, con mucha convicción—. Fíjate en la cara de Schiele. Está caída, como si no pudiera más de la pena que siente. Parece que va a llorar. Tenía solamente veintiún años, madrastra. ¿Por qué crees que a este cuadro le puso La hostia roja?
—Mejor no averiguarlo, sabidito —comenzó a enojarse la señora Lucrecia—. ¿Así se llama? Además de obsceno, es sacrilego, entonces. Pasa la página o la rompo.
—Pero, madrastra —la recriminó Fonchito—. Tú no serás como ese juez que condenó a Egon Schiele a romper su cuadro. Tú no puedes ser tan injusta ni prejuiciosa.
Su indignación parecía genuina. Le brillaban las pupilas, las finas aletas de su nariz vibraban y hasta las orejas se le habían afilado. Doña Lucrecia lamentó lo que acababa de decir.
—Bueno, tienes razón, con la pintura, con el arte, hay que tener manga ancha —Se frotó las manos, nerviosa—. Es que tú me sacas de mis casillas, Fonchito. Nunca sé si haces lo que haces y dices lo que dices de manera espontánea, o con segunda intención. Nunca sé si estoy con un niño o con un viejo vicioso y perverso, escondido detrás de una carita de Niño Jesús.
El niño la miraba desconcertado; la sorpresa parecía brotarle de lo más profundo. Pestañeaba, sin comprender. ¿Era ella la que, con su desconfianza, estaba escandalizando a esta criatura? Por supuesto que no. Sin embargo, al ver que a Fonchito los ojos se le aguaban, se sintió culpable.
—Ni siquiera sé lo que estoy diciendo —murmuró—. Olvídate, no he dicho nada. Ven, dame un beso, nos amistamos.
El niño se incorporó y le echó los brazos al cuello. Doña Lucrecia sintió, palpitando, la frágil estructura, los huesecillos, ese cuerpecito en la frontera de la adolescencia, esa edad en que los niños se confundían todavía con las niñas.
—No te enojes conmigo, madrastra —oyó que le decía, al oído—. Corrígeme si hago algo mal, dame consejos. Yo quiero ser como tú quieres que sea. Pero, no te enojes.
—Bueno, ya se me pasó —dijo ella—. Nos olvidarnos.
La tenía encarcelada por el cuello con sus bracitos y le hablaba tan lento y bajo que no entendió lo que decía. Pero registró con todos sus nervios la puntita de la lengua del niño cuando, como un delicado estilete, entró en la cavidad de su oreja y la ensalivó. Resistió el impulso de apartarlo. Un momento después, sintió que los labios delgaditos recorrían el lóbulo, con besos espaciados, menuditos. Ahora sí, lo apartó con suavidad — le corrían culebritas por todas partes— y se encontró con su cara traviesa.
—¿Te hice cosquillas? —Parecía jactándose de una proeza—. Te pusiste a temblar todita. ¿Te pasó electricidad, madrastra?
No supo qué decirle. Le sonrió, forzada.
—Me olvidaba de contarte —vino a sacarla de apuros Fonchito, retornando a su lugar acostumbrado, al pie del sofá—. Ya comencé a hacerle el trabajo, a mi papá.
—¿Qué trabajo?
—La amistada de ustedes, pues —explicó el niño, accionando—. ¿Sabes qué hice? Decirle que te había visto saliendo de la Virgen del Pilar, elegantísima, del brazo de un señor. Que parecían una parejita en su luna de miel.
—¿Y por qué le mentiste así?