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Como se atrepellaba al hablar y sus ojos relampagueaban, doña Lucrecia trató de apaciguarlo.
—Bueno, tendría tendencia a la esquizofrenia, como muchos artistas —le concedió— . Los pintores, los poetas, los músicos. Tienen muchas cosas dentro, tantas que, a veces, no caben en una sola persona. Pero, tú, eres el niño más normal del mundo.
—No me hables como si fuera un tarado, madrastra —se enojó Alfonso—. Yo soy como era él y lo sabes muy bien, porque acabas de decírmelo. Un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. O sea, esquizofrénico.
Ella le acariñó los cabellos. Los alborotados, suaves mechones rubios resbalaron entre sus dedos y doña Lucrecia resistió la tentación de tomarlo en sus brazos, sentarlo sobre sus faldas y arrullarlo.
—¿Te hace falta tu mamá? —se le escapó. Trató de componerlo—: Quiero decir, ¿piensas mucho en ella?
—Casi nunca —dijo Fonchito, muy tranquilo—. Apenas me acuerdo de su cara, salvo por las fotos. La que me hace falta eres tú, madrastra. Por eso, quiero que te amistes de una vez con mi papá.
—No va a ser tan fácil. ¿No te das cuenta? Hay heridas difíciles de cerrar. Lo ocurrido con Rigoberto fue una de ésas. Se sintió muy ofendido, y con toda razón. Yo cometí una locura que no tiene disculpa. No sé, nunca sabré qué me pasó. Mientras más pienso, más increíble me parece. Como si no hubiera sido yo, corno si otra hubiera actuado dentro de mí, suplantándome.
—Entonces, eres también esquizofrénica, madrastra —se rió el niño, poniendo otra vez la expresión de haberla pillado en falta.
—Un poco, no, bastante —asintió ella—. Mejor, no hablemos de cosas tristes. Cuéntame algo de ti. O de tu papá.
—A él también le haces falta —Fonchito se puso grave y algo solemne—: Por eso te escribió ese anónimo. A él se le cerró ya la herida y quiere amistarse.
No tuvo ánimos para discutirle. Ahora, se sentía ganada por la melancolía y algo tristona.
—¿Cómo está Rigoberto? ¿Haciendo su vida de siempre?
—De la oficina a la casa y de la casa a la oficina, todos los días —asintió Fonchito—. Metido en el escritorio, oyendo música, contemplando sus grabados. Pero, es un pretexto. No se encierra ahí para leer, ver pinturas ni oír sus discos. Sino, para pensar en ti.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque habla contigo —afirmó el niño, bajando la voz y echando una mirada al interior de la casa, por si aparecía Justiniana—. Lo he oído. Me acerco despacito y pego la oreja a su puerta. Nunca falla. Está hablando sólito. Y te nombra a cada rato. Te lo juro.
—No te creo, mentiroso.
—Sabes que no te inventaría una cosa así, madrastra. ¿Ves lo que te digo? Quiere que vuelvas.
Hablaba con tanta seguridad que era difícil no sentirse arrastrada hacia ese mundo suyo tan seductor y tan falso, de inocencia, bondad y maldad, pureza y suciedad, espontaneidad y cálculo. «Desde que ocurrió esta historia no he vuelto a sentirme angustiada por no haber tenido un hijo», pensó doña Lucrecia. Le pareció que entendía por qué. El niño, acuclillado, con el libro de reproducciones abierto a sus pies, la escudriñaba.
—¿Sabes una cosa, Fonchito? —dijo, casi sin reflexionar—. Yo te quiero mucho.
—Yo también a ti, madrastra.
—No me interrumpas. Y, porque te quiero, me apena que no seas como los otros niños. Siendo tan agrandado, pierdes algo que sólo se vive a la edad que tienes. Lo más maravilloso que puede ocurrirle a alguien es tener tus años. Tú, los estás desperdiciando.
—No te entiendo, madrastra —dijo Fonchito, impaciente—. Pero, si hace un ratito dijiste que era el niño más normal del mundo. ¿He hecho algo malo?
—No, no —lo tranquilizó—. Quiero decir, me gustaría verte jugar al fútbol, ir al estadio, salir con los chicos de tu barrio y de tu colegio. Tener amigos de tu edad. Organizar fiestas, bailar, enamorar a las colegialas. ¿No te provoca hacer nada de eso?
Fonchito se encogió de hombros, desdeñoso.
—Qué cosas tan aburridas —murmuró, sin dar importancia a lo que oía—. Juego al fútbol en los recreos y ya está. A veces, salgo con los chicos del barrio. Pero, me aburro con las tonterías que a ellos les gustan. Y, las chicas, todavía son más tontas. ¿Se te ocurre que podría hablarles de Egon Schiele? Cuando estoy con mis amigos, me parece que pierdo mi tiempo. Contigo, en cambio, lo gano. Prefiero mil veces estar conversando aquí, que fumando con los chicos en el Malecón de Barranco. Y, para qué necesito a las chicas si te tengo a ti, madrastra.
No supo qué decirle. La sonrisa que intentó no podía ser más falsa. El niño, estaba segura, era consciente del embarazo que ella sentía. Mirando su carita adelantada, con los rasgos alterados por la euforia, los ojos devorándola con una luz varonil, le pareció que iba a abalanzarse sobre ella a besarla en la boca. Y, en ese momento, advirtió, aliviada, la silueta de Justiniana. Pero, su alivio no duró mucho, pues, al ver el sobrecito blanco en las manos de la muchacha, adivinó.
—Han metido este sobre por debajo de la puerta, señora.
—Apuesto que es otro anónimo de mi papá —aplaudió Fonchito.
EXALTACIÓN Y DEFENSA DE LAS FOBIAS
Desde este apartado rincón del planeta, amigo Peter Simplon —si ése es su apellido y no fue aviesamente alterado para caricaturizarlo aún más por algún ofidio del serpentario periodístico—, le hago llegar mi solidaridad, acompañada de admiración. Desde que, esta mañana, rumbo a la oficina, oí en el Noticiero de Radio América que un Tribunal de Syracusa, Estado de Nueva York, lo había condenado a tres meses de cárcel por treparse repetidas veces al techo de su vecina, a fin de espiarla cuando se bañaba, he contado los minutos para, terminada la jornada, volver a mi casa y garabatearle estas líneas. Me apresuro a decirle que estos efusivos sentimientos hacia usted estallaron en mi pecho (no es metáfora, tuve la sensación de que una granada de amistad deflagraba entre mis costillas), no al conocer la sentencia sino al enterarme de su respuesta al Juez (respuesta que, el infeliz, consideró un agravante): «Lo hice porque el atractivo de esas matas de vello en las axilas de mi vecina me resultaba irresistible». (El crótalo de locutor, al leer esta parte de la noticia ponía una meliflua voz de cuchufleta para hacer saber a sus oyentes que era todavía más imbécil de lo que su profesión obliga a suponer.)
Amigo fetichista: no he estado nunca en Syracusa, ciudad de la que nada sé, salvo que la asolan tormentas de nieve y un frío polar en el invierno, pero, algo especial debe de tener en sus entrañas esa tierra para procrear a alguien de su sensibilidad y fantasía, y del coraje que usted ha mostrado, arrostrando el descrédito y, me imagino, su ganapán y la burla de amistades y relaciones en defensa de su pequeña excentricidad (digo pequeña para decir inofensiva, benigna, sanísima y bienhechora, claro está, pues usted y yo sabemos que no hay manía o fobia que carezca de grandeza, ya que ellas constituyen la originalidad de un ser humano, la mejor expresión de su soberanía).
Dicho esto, me siento obligado, para evitar malentendidos, a hacerle saber que lo que para usted es manjar es para mí bazofia, y que, en el riquísimo universo de los deseos y los sueños, esas floraciones de vellos en las axilas femeninas cuya visión (y, supongo, sabor, tacto y olor) a usted lo sublima de felicidad, a mí me desmoralizan, asquean y reducen a la inapetencia sexual. (La contemplación de La mujer barbuda de Ribera me produjo una impotencia de tres semanas.) Por eso, mi amada Lucrecia siempre se las arregló para que en sus templadas axilas nunca asomara ni la premonición de un vello y su piel pareciera siempre a mis ojos, lengua y labios, el pulido culito de un querube. En materia de vello femenino, sólo el púbico me resulta deleitoso, a condición de estar bien trasquilado y no excederse en densas vedejas, crenchas o madejas lanares que dificulten el acto del amor y tornen el cunnilingus una empresa con riesgo de asfixia y atoro.
Puesto, emulándolo a usted, en plan de confesar la intimidad, añado que no sólo las axilas ennegrecidas por el vello (pelos es palabra que empeora la realidad añadiéndole una materia seborreica y casposa) me provocan ese espanto antisexual, sólo comparable al que me producen el bochornoso espectáculo de una mujer que masca chicle o luce bozo, o un bípedo de cualquier sexo que se hurga la dentadura en busca de excrecencias con ese innoble objeto llamado escarbadientes, o se roe las uñas, o come, a ojos y vista del mundo, sin escrúpulo y sin vergüenza, un mango, una naranja, una granadilla, un durazno, uvas, chirimoyas, o cualquier fruta dotada de esas durezas horribles cuya sola mención (no digo visión) me pone la carne de gallina e infecta mi alma de furores y urgencias homicidas: gajos, fibras, pepas, cascaras u hollejos. No exagero nada, compañero en el orgullo de nuestros fantasmas, si le digo que cada vez que observo a alguien comiendo una fruta y sacándose de la boca o escupiendo incomestibles excrecencias, me vienen náuseas y hasta deseos de que el culpable muera. De otro lado, siempre he tenido a cualquier comensal que, a la hora de llevarse el tenedor a la boca levanta el codo al mismo tiempo que la mano, por un caníbal.
Así somos, no nos avergonzamos, y nada admiro tanto como que alguien sea capaz de ir a la cárcel y exponerse a la infamia por sus manías. Yo, no soy de ésos. He organizado mi vida secretamente y en familia para llegar a las alturas morales que usted ha alcanzado en público. En mi caso, todo se lleva a cabo en la discreción y el recato, sin ánimo misionero ni exhibicionista, de una manera sinuosa para no provocar a mi alrededor, entre las gentes con las que estoy obligado a convivir por razones de trabajo, parentesco o servidumbre social, las ironías y la hostilidad. Si usted está pensando que hay en mí mucha cobardía —sobre todo, en comparación con su desparpajo para plantarse ante el mundo como lo que es— da en el blanco. Ahora, soy menos cobarde que cuando joven respecto a mis fobias y manías —no me gusta ninguna de estas fórmulas por su carga peyorativa y sus asociaciones a psicólogos o divanes psicoanalíticos, pero, cómo llamarlas sin lesionarlas: ¿excentricidades?, ¿deseos privados? Por el momento, digamos que la última es la menos mala. Entonces, yo era muy católico, militante y luego dirigente de Acción Católica, influido por pensadores como Jacques Maritain; es decir, un cultor de utopías sociales, convencido de que, mediante un enérgico apostolado inspirado en la palabra evangélica, se podía arrebatar al espíritu del mal —lo llamábamos pecado— el dominio de la historia humana y construir una sociedad homogénea, sustentada en los valores del espíritu. Para hacer realidad la República Cristiana, esa utopía espiritual colectivista, trabajé los mejores años de mi juventud, resistiendo, con celo de converso, los brutales desmentidos que a mí y a mis compañeros nos infligía sin tregua una realidad humana írrita a esos desvarios que son todos los empeños orientados a arquitecturar de manera coherente e igualitaria ese vórtice de especificidades incompatibles que es el conglomerado humano. Fue en esos años, amigo Peter Simplon, de Syracusa, cuando descubrí, al principio con cierta simpatía, luego con rubor y vergüenza, las manías que me diferenciaban de los demás y hacían de mí un espécimen. (Tendrían que pasar años e incontables experiencias para que llegara a comprender que todos los seres humanos somos casos aparte y que ello nos hace creativos y da sentido a nuestra libertad.) Cuánta extrañeza sentía al notar que, bastaba que viera, a quien había sido hasta entonces un buen amigo, pelando una naranja con las manos y metiéndose a la boca los pedazos de pulpa, sin importarle que las repelentes hilachas de gajos colgaran de sus labios, y escupiendo a diestra y siniestra las blancuzcas pepitas intragables, para que la simpatía se trocara en invencible desagrado y poco después, con cualquier pretexto, rompiera con él mi amistad.
Mi confesor, el Padre Dorante, un bonachón ignaciano de la vieja escuela, tomaba sin inquietud mis alarmas y escrúpulos, considerando que esas «pequeñas manías» eran pecadillos veniales, caprichos inevitables en todo hijo de familia acomodada, excesivamente consentido por sus padres. «Qué vas a ser tú un fenómeno, Rigoberto, se reía. Salvo por tus orejas monumentales y tu nariz de oso hormiguero, nunca se ha visto a nadie más normal que tú. Así que, cuando veas comer fruta con gajos o pepitas, mira a otro lado y duerme en paz.» Pero, no dormía en paz, sino sobresaltado e inquieto. Sobre todo, después de haber roto, mediante un pretexto fútil, con Otilia, la Otilia de las trenzas, los patines y la naricita respingona, de la que estaba tan enamorado y a la que tanto asedié para que me hiciera caso. ¿Por qué peleé con ella? ¿Qué crimen cometió la linda Otilia, de uniforme blanco del Colegio Villa María? Comer uvas delante de mí. Se las metía a la boca una por una, con manifestaciones de deleite, volteando los ojos y suspirando para burlarse más a su gusto de mis muecas de horror —pues yo la había hecho partícipe de mi fobia. Abría la boca y completaba la asquerosidad sacándose con las manos las repulsivas pepitas y los inmundos hollejos, que arrojaba al jardín de su casa —allí estábamos, sentados en la verja— con gesto de desafío. ¡La detesté! ¡La odié! Mi largo amor se derritió como bola de helado expuesta al sol, y, durante muchos días, le deseé atropellos de auto, revolcones de olas y la escarlatina. «Eso no es pecado, muchacho, creía que me tranquilizaba el Padre Dorante. Eso es locura furiosa. No necesitas un confesor, sino un loquero.»
Pero, a mí, amigo y émulo de Syracusa, todo eso me hacía sentir un anormal. Esa idea me abrumaba entonces, pues, como tantos homínidos todavía —la mayoría, temo— no asociaba la idea de ser diferente a una reivindicación de mi independencia, sólo a la sanción social que recae siempre sobre la oveja negra del rebaño. Ser un apestado, la excepción a la norma, me parecía la peor de las calamidades. Hasta que descubrí que en eso de las manías no todas eran fobias; también, algunas, misteriosa fuente de goce. Las rodillas y los codos de las muchachas, por ejemplo. A mis compañeros les gustaban los ojos bonitos, el cuerpo espigado o rellenito, la cintura delgada, y, a los más audaces, el potito parado o las piernas curvilíneas. Sólo a mí se me ocurría privilegiar esas junturas óseas, que, ahora lo confieso sin rubor en la intimidad tumbal de mis cuadernos, valían más que todo el resto de atributos físicos de una muchacha. Lo digo y no me desdigo. Unas rodillas bien almohadilladas, sin protuberancias, curvas, satinadas, y unos codos tersos, no surcados, no amotinados, lisos, suaves al tacto, dotados de la cualidad esponjosa del bizcocho, me desasosiegan y encabritan. Soy feliz viéndolos y tocándolos; besándolos, asciendo a arcángel. Usted no tendrá la oportunidad de hacerlo, pero, si requiriese el testimonio de Lucrecia, mi amada le diría las muchas horas que he pasado —tantas como de niño al pie del crucifijo— contemplando, en arrobada plegaria, la perfección de sus geométricas rodillas y sus gentiles codos de lisura sin par, besándolos, mordisqueándolos como un cachorrito juguetón su hueso, sumido en la embriaguez, hasta sentir que se me dormía la lengua o un calambre labial me regresaba a la pedestre realidad. ¡Cara Lucrecia! Entre todas las gracias que la adornan, ninguna agradezco tanto como su comprensión de mis debilidades, su sabiduría para ayudarme a cuajar mis fantasías.
Fue en razón de esta manía que me vi obligado a un examen de conciencia. Un compañero de Acción Católica que me conocía muy bien, percatado de lo que me atraía antes que nada en las chicas —las rodillas y los codos—, me previno que algo iba mal dentro de mí. Era un aficionado a la psicología, lo que empeoró las cosas, pues, ortodoxo, quería que sintonizaran las conductas y motivaciones humanas con la moral y las enseñanzas de la Iglesia. Habló de desviaciones y pronunció las palabras fetichismo y fetichista. Ahora me parecen dos de las más aceptables del diccionario (eso es lo que somos usted, yo y todos los seres sensibles) pero, en aquella época, me sonaron a depravación, vicio nefando.
Usted y yo sabemos, amigo siracuso, que el fetichismo no es el «culto de los fetiches» como dice mezquinamente el Diccionario de la Academia, sino una forma privilegiada de expresión de la particularidad humana, una vía que tienen el hombre y la mujer de trazar su espacio, de marcar su diferencia con los otros, de ejercitar su imaginación y su espíritu antirebaño, de ser libres. Me gustaría contarle, sentados en alguna casita de campo de las afueras de su ciudad, que imagino lleno de lagos, pinares y colinas blanqueadas por la nieve, tomando una copa de whisky y oyendo crepitar los leños en la chimenea, cómo descubrir el rol central del fetichismo en la vida del individuo, fue decisivo en mi desencanto con las utopías sociales —la idea de que se podía construir colectivamente la felicidad, la bondad o encarnar cualquier valor ético o estético—, en mi tránsito de la fe al agnosticismo, y en la convicción que ahora me anima, según la cual, ya que el hombre y la mujer no pueden vivir sin utopías, la única manera realista de materializarlas es trasladándolas de lo social a lo individual. Un colectivo no puede organizarse para alcanzar ninguna forma de perfección sin destruir la libertad de muchos, sin arrollar las hermosas diferencias individuales en nombre de los espantosos denominadores comunes. En cambio, el individuo solitario puede —en función de sus apetitos, manías, fetichismos, fobias o gustos— erigirse un mundo propio que se acerque (o llegue a encarnarlo, como les ocurre a los santos y los campeones olímpicos) a ese ideal supremo donde lo vivido y lo deseado coinciden. Naturalmente, en algunos casos privilegiados, una coincidencia feliz —la del espermatozoide y el óvulo que produce la fecundación, digamos— permite a dos personas realizar complementariamente su sueño. Es el caso (acabo de leerlo en la biografía escrita por su comprensiva viuda) del periodista, comediógrafo, crítico, animador y frivolo profesional, Kenneth Tynan, masoquista encubierto a quien el azar deparó el conocer a una muchacha que casualmente era sádica, también vergonzante, lo que les permitió a ambos ser felices, dos o tres veces por semana, en un sótano de Kensington, él recibiendo azotes y ella impartiéndolos, en un juego enronchado que los transportaba al cielo. Respeto, pero no practico, esos juegos que tienen, como corolario, el mercurio cromo y el árnica.
Puestos a contar anécdotas —en este dominio las hay oceánicas— no resisto referirle la fantasía que solivianta hasta el mal de San Vito la libido de Cachito Arnilla, as en la verbosa profesión de colocar seguros, y que consiste —me la confesó en uno de esos abominables cocteles de Fiestas Patrias o Navidades a los que no puedo no asistir— en ver a una mujer desnuda pero calzada con zapatos de tacón de aguja, fumando y jugando al billar. Esa imagen, que cree haber visto de niño en alguna revista, estuvo asociada a sus primeras erecciones y desde entonces ha sido el Norte de su vida sexual. ¡Simpático Cachito! Cuando se casó, con una pizpireta morenita de Contabilidad, capaz, estoy seguro, de secundarlo, cometí la picardía de regalarle, en nombre de la Compañía de Seguros La Perricholi —soy su gerente— un juego de billar reglamentario, que un camión de mudanzas descargó en su casa el día de la boda. A todo el mundo pareció un regalo disparatado; pero, por la mirada de Cachito y la salivita anticipatoria con que me agradeció, supe que había dado en el clavo.
Queridísimo amigo de Syracusa, amante de las escobas axilares, la exaltación de las manías y fobias no puede ser ilimitada. Hay que reconocerle restricciones sin las cuales se desatarían el crimen, el retorno a la bestialidad selvática. Pero, en el dominio privado que es el de estos fantasmas, todo debe estar permitido entre adultos que consienten en el juego y en las reglas del juego, para su mutua diversión. Que, a mí, muchos de estos juegos me produzcan una repugnancia desmesurada (por ejemplo, las pastillitas de provocar cuescos a las que era tan afecto el siglo galante francés, y, en particular, el Marqués de Sade, quien, no contento con maltratar a las mujeres les exigía que lo marearan con descargas artilleras de ventosidades) es tan cierto como que en este universo todas son diferencias que merecen consideración y respeto, pues nada representa mejor la complejidad inapresable de la persona humana.
¿Infringía usted los derechos humanos y la libertad de su pelosa vecina trepándose a su tejado para rendir homenaje de admiración a los moños de sus axilias? Sin duda. ¿Merecía usted ser sancionado en nombre de la coexistencia social? Ay, ay, por supuesto que sí. Pero, eso, usted lo sabía y se arriesgó, presto a pagar el precio de ser mirón de las axilas capilosas del vecindario. Ya le dije que no puedo imitarlo en esos extremos heroicos. Mi sentido del ridículo y mi desprecio del heroísmo son demasiado grandes, además de mi torpeza física, para atreverme a escalar un techo ajeno, a fin de divisar, en un cuerpo sin veladuras, las rodillas más redondas y los codos más esféricos de la especie femenina. Mi cobardía natural, que, acaso, sólo sea enfermizo instinto de legalidad, me induce a encontrar para mis manías, fobias y fetichismos una hornacina propicia dentro de lo comúnmente conocido como lícito. ¿Me priva eso de un suculento tesoro de lubricidades? Desde luego. Pero, lo que tengo, es bastante, a condición de sacarle el provecho debido, algo que trato de hacer.
Que los tres meses le sean leves y alivien sus enrejadas noches sueños de bosques de vellos, avenidas de pelos sedosos, renegridos, blondos, pelirrojos, entre los que usted galopa, nada, corre, frenético de dicha.
Adiós, congénere.
EL CALZONCITO DE LA PROFESORA
Don Rigoberto abrió los ojos: ahí, derramado entre el tercer y cuarto peldaño de la escalera, azuloso, brillante, con filo de encaje, provocador y poético, estaba el calzoncito de la profesora. Tembló como un poseso. No dormía, aunque llevaba ya buen rato a oscuras, en la cama, oyendo el murmullo del mar, sumido en escurridizas fantasías. Hasta que, de pronto, había vuelto a sonar el teléfono aquel, la noche aquella, sacándolo violentamente del sueño.
—¿Aló, aló?
—¿Rigoberto? ¿Es usted?
Reconoció la voz del viejo profesor, aunque hablaba muy bajito, tapando el auricular con su mano y sofocando su dicción. ¿En dónde estaban? En una ciudad universitaria de prosapia. ¿De qué país? De Estados Unidos. ¿En cuál Estado? El de Virginia. ¿Cuál Universidad? La del Estado, la bella Universidad de estilo neoclásico, de blancas columnatas, diseñada por Thomas Jefferson.
—¿Es usted, profesor?