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—No se preocupe, profesor. ¿Cómo le fue en su comida con la profesora Lucrecia? ¿Ya terminó?
La voz del venerable jurista y filósofo, Nepomuceno Riga, se quebró en jeroglífico tartamudeo. Rigoberto comprendió que algo serio ocurría a su antiguo maestro de Filosofía del Derecho, de la Universidad Católica de Lima, venido a asistir a un Simposio de la Universidad de Virginia, donde él hacía su posgrado (en legislación y seguros) y donde había tenido ocasión de servirle de cicerone y chofer: lo había llevado a Monticello, a visitar la casa–museo de Jefferson, y a los sitios históricos de la batalla de Manassas.
—Es que, Rigoberto, perdona que abuse, pero, eres la única persona aquí con la que tengo confianza. Como has sido mi alumno, conozco a tu familia y has tenido estos días tantas gentilezas…
—No faltaba más, don Nepomuceno —lo animó el joven Rigoberto—. ¿Le pasa algo?
Don Rigoberto se sentó en la cama, sacudido por una risita tendenciosa. Le pareció que en cualquier momento iba a abrirse la puerta del baño y aparecer dibujada en el umbral la silueta de doña Lucrecia, sorprendiéndolo con uno de esos primorosos calzoncitos de fantasía, negros, blancos, con bordados, orificios, filos de seda, pespuntados o lisos, que ceñían apenas para resaltarlo su respingado monte de Venus y por cuyos bordes se asomaban a tentarlo —díscolos, coquetos— algunos vellitos del pubis. Era un calzoncito como ésos el que yacía insólitamente, cual uno de esos objetos provocadores de los cuadros surrealistas del catalán Joan Ponç o del rumano Víctor Brauner, en la escalera por la que tenía que subir a su dormitorio esa ánima buena, ese espíritu inocente, don Nepomuceno Riga, quien, en sus memorables clases, las únicas dignas de recuerdo en sus siete años de áridos estudios de leyes, solía borrar el pizarrón con su corbata.
—Es que, no sé qué hacer, Rigoberto. Me encuentro en un apuro. Pese a mi edad, no tengo la menor experiencia en estas lides.
—En qué lides, profesor. Dígamelo, no tenga vergüenza.
¿Por qué, en vez de alojarlo en el Holiday Inn o en el Hilton, como a los demás asistentes al Simposio, habían instalado a don Nepomuceno en casa de la profesora de Derecho Internacional, II curso? Una deferencia a su prestigio, sin duda. ¿O, porque los unía una amistad surgida de coincidir en las Facultades de Derecho del vasto mundo, en congresos, conferencias, mesas redondas, y, acaso, haber pergeñado a cuatro manos una erudita ponencia, abundosa de latinazgos y publicada con profusión de notas y una sofocante bibliografía en una revista especializada de Buenos Aires, Tubingen o Helsinki? El hecho es que el ilustre don Nepomuceno, en vez de hospedarse en el impersonal cubo con ventanas del Holiday Inn, pasaba las noches en la cómoda, entre rústica y moderna, casita de la profesora Lucrecia, que Rigoberto conocía muy bien, porque este semestre tomaba con ella el seminario de Derecho Internacional, II curso, y había ido varias veces a tocarle la puerta, llevándole sus papers o a devolverle los densos tratados que ella, amablemente, le prestaba. Don Rigoberto cerró los ojos y se le escarapeló la piel, divisando, una vez más, las musicales caderas de la bien proporcionada, marcial figura de la jurista cuando se alejaba.
—¿Está usted bien, profesor?
—Sí, sí, Rigoberto. En realidad, se trata de una tontería. Te vas a reír de mí. Pero, ya te digo, no tengo ninguna experiencia. Estoy perplejo y atolondrado, muchacho.
No necesitaba decirlo; le temblaba la voz como si fuera a quedarse mudo y las palabras le salían con fórceps. Debía de estar sudando hielo. ¿Se atrevería a contarle qué le había pasado?
—Bueno, fíjate tú. Ahora, al regresar del coctel ese que nos dieron, la doctora Lucrecia preparó aquí, en su casa, una pequeña cena. Sólo para los dos, sí, fineza de su parte. Una cena muy simpática, en la que nos tomamos una botellita de vino. Yo no estoy acostumbrado al alcohol, así que, a lo mejor, toda mi confusión viene de esos vapores que se me subieron a la cabeza. Un vinito de California, por lo visto. Bueno, aunque algo fuerte.
—Déjese de tanto rodeo, profesor, y dígame qué le ha pasado.
—Espera, espera. Figúrate que, después de esa cena y esa botellita, la doctora se empeñó todavía en que tomáramos una copa de cognac. No pude negarme, claro, por educación. Pero, vi estrellas, muchacho. Era fuego líquido. Me vino una tos y hasta pensé que me podía quedar ciego. Más bien, me ocurrió algo ridículo. Caí dormido, hijo. Sí, sí, ahí, en el sillón, en la salita que también es biblioteca. Y, cuando desperté, no sé cuánto rato después, diez, quince minutos, la doctora no estaba. Se habrá retirado a dormir, pensé. Me dispuse a hacer lo mismo. Cuando, cuando, figúrate que al subir la escalera, zas, me di de bruces, a que no te imaginas con qué. ¡Un calzoncito! En mi camino, sí. No te rías, muchacho, porque, aunque sea para reírse, estoy la mar de turbado. No sé qué hacer, te repito.
—Por supuesto que no me río, don Nepomuceno. ¿Usted no cree que, esa prenda íntima, ahí, sea pura casualidad?
—Qué casualidad ni qué ocho cuartos, muchacho. No tendré experiencia, pero todavía no me he vuelto gagá. La doctora la dejó ahí ex–profeso, para que me topara con ella. Bajo este techo, no hay otra persona que la dueña de casa y yo. Ella lo puso ahí.
—Pero, entonces, profesor, le pasa lo mejor que puede pasarle a un huésped. Ha recibido usted una invitación de su anfitriona. Está clarísimo.
La voz del profesor se quebró tres veces antes de articular algo inteligible.
—¿Tú crees, Rigoberto? Bueno, eso me pareció a mí, cuando atiné a pensar, después de semejante sorpresa. Se diría una invitación ¿no es cierto? No puede ser casual, esta casita es el orden personificado, como la doctora. Esa prenda fue puesta ahí con intencionalidad. Además, la manera como está dispuesta en la escalera, no es casual, pues, la realza, la exhibe, te juro.
—Fue colocada ahí con alevosía, si me permite una pequeña broma, don Nepomuceno.
—Si yo también me río por dentro, Rigoberto. En medio de mi perplejidad, quiero decir. Por eso, necesito tu consejo. ¿Qué debería hacer? Nunca soñé encontrarme en una circunstancia semejante.
—Lo que tiene que hacer es clarísimo, profesor. ¿No le gusta la doctora Lucrecia? Ella es una mujer muy atractiva; lo pienso yo y también mis compañeros. Es la catedrática más guapa de Virginia.
—Sin duda lo es, quién lo pondría en duda. Es una dama muy bella.
—Entonces, no pierda tiempo. Vaya y tóquele la puerta. ¿No ve que está esperándolo? Antes de que se le duerma, pues.
—¿Puedo permitirme eso? ¿Tocarle la puerta, sin más?
—¿Dónde está usted ahora?
—Adonde va a ser. Aquí, en la salita, al pie de la escalera. Por qué crees que hablo tan bajito. ¿Voy y toco con los nudillos a su puerta? ¿Sin más ni más?
—No pierda un minuto. Le ha dejado una señal, no puede usted hacerse el desentendido. Sobre todo, si le gusta. Porque, la doctora le gusta ¿no, profesor?
—Claro que sí. Es lo que debo hacer, sí, tienes razón. Pero, me siento algo cohibido. Gracias, muchacho. No necesito encarecerte la mayor discreción ¿no? Por mí, y, sobre todo, por la reputación de la doctora.
—Seré una tumba, profesor. No dude más. Suba esas escaleras, recoja el calzoncito y lléveselo. Tóquele la puerta y comience haciéndole una broma, sobre la sorpresa que se encontró en su camino. Todo saldrá a las mil maravillas, ya verá. Recordará siempre esta noche, don Nepomuceno.
Antes de oír el clic del auricular clausurando la conversación, don Rigoberto alcanzó a percibir un ruido estomacal, un angustiado eructo que el anciano jurista no pudo reprimir. Qué nervioso y azorado estaría, en la oscuridad de esa salita llena de libros de Derecho, en la pujante noche primaveral virginiana, escindido entre la ilusión de esa aventura —¿la primera, en una vida de coitos matrimoniales y reproductores?— y su cobardía enmascarada tras el rigor de unos principios éticos, convicciones religiosas y prejuicios sociales. ¿Cuál de las fuerzas que batallaban en su espíritu vencería? ¿El deseo o el miedo?
Don Rigoberto, casi sin darse cuenta, sumido en esa imagen ya totémica, el calzoncito abandonado en la escalera de la profesora, se levantó de la cama y trasladó al estudio, sin prender la luz. Su cuerpo evitaba los obstáculos —el banquito, la escultura nubia, los cojines, el aparato de televisión— con una desenvoltura adquirida por asidua práctica, pues, desde la partida de su mujer, no había noche en que el desvelo no lo impulsara a incorporarse todavía a oscuras, a buscar entre los papeles y garabatos de su escritorio bálsamo para su nostalgia y soledad. La cabeza todavía fija en la silueta del venerable jurista aventado por las circunstancias (encarnadas en un perfumado y voluptuoso calzón de mujer acostado a su paso entre dos gradas de una escalera jurisprudente) a una incertidumbre hamletiana, pero ya sentado ante la larga mesa de madera de su escritorio y hojeando sus cuadernos, don Rigoberto dio un respingo cuando el cono dorado de la lamparilla le reveló el proverbio alemán que encabezaba esa página: Wer die Wahl hat, hat die Qual («Quien tiene elección, tiene tormento»). ¡Extraordinario! ¿No retrataba ese refrán, copiado vaya usted a saber de dónde, el estado de ánimo del pobre y dichoso don Nepomuceno Riga, tentado por la abundante catedrática, la doctoral Lucrecia?
Sus manos, que pasaban las hojas de otro cuaderno provocando al azar, a ver si por segunda vez acertaba o establecía una relación entre lo encontrado y lo soñado que sirviera de combustible a su fantasía, se detuvieron de pronto («como las del croupier que lanza la bolita sobre la ruleta en movimiento») y se inclinó, ávido. Borroneaba la página una reflexión sobre El diario de Edith, de Patricia Highsmith.
Alzó la cabeza, desconcertado. Oyó las enfurecidas olas del mar, al pie del acantilado. ¿Patricia Highsmith? Esa novelista de aburridos crímenes, cometidos por el apático e inmotivado criminal Mr. Ripley, no le interesaba lo más mínimo. Siempre había respondido con bostezos (comparables a los que le había producido el popular Libro tibetano de los vivos y los muertos) a la moda por esa criminalista que (películas de Alfred Hitchcock de por medio) enfervorizó hacía algunos años al centenar de lectores que constituían el público limeño. ¿Qué hacía esa subescritora para cinéfilos, entrometida en sus cuadernos? Ni siquiera recordaba cuándo y por qué había escrito aquel comentario sobre El diario de Edith, libro que tampoco recordaba:
«Excelente novela, para saber que la ficción es una fuga a lo imaginario que enmienda la vida. Las frustraciones familiares, políticas y personales de Edith no son gratuitas; se enraizan en aquella realidad que más la hace sufrir: su hijo Cliffie. En vez de proyectarse en el Diario tal como es —un muchacho flojo y fracasado, que no fue admitido a la Universidad y que no sabe trabajar— Cliffie, en las páginas que escribe su madre, se desdobla del original y aparece viviendo la vida que Edith deseaba para él: periodista de punta, desposado con una muchacha de buena familia, con hijos, un buen empleo, vastago que llena de satisfacción a su progenitora.
«Pero, la ficción es sólo un momentáneo remedio, pues, aunque sirve de consuelo a Edith y la distrae de los reveses, la va inhibiendo para la lucha por la vida, aislándola en un mundo mental. Las relaciones con sus amigos se debilitan y estropean; pierde su trabajo y termina desamparada. Aunque su muerte resulta una exageración, desde un punto de vista simbólico es coherente; Edith pasa, físicamente, a donde ya se había mudado en vida: la irrealidad.
»La novela está construida con simplicidad engañosa, bajo la cual se perfila un contexto dramático, de lucha sin cuartel entre las hermanas enemigas, la realidad y el deseo, y las infranqueables distancias que las separan, salvo en el recinto milagroso del espíritu humano.»
Don Rigoberto sintió que le castañeteaban los dientes y le sudaban las manos. Ahora recordaba esa pasajera novela y el porqué de su reflexión. ¿Terminaría como Edith, deslizándose hacia la ruina por abusar de la fantasía? Pero, pese a ello, debajo de esa lúgubre hipótesis, el calzoncito, fragante rosa, seguía en el corazón de su conciencia. ¿Qué ocurría con don Nepomuceno? ¿Cuáles eran sus movimientos, sus dilemas, luego de la conversación telefónica con el joven Rigoberto? ¿Había seguido el consejo de su discípulo?
Había comenzado a subir la escalera en puntas de pie, en una oscuridad relativa, en la que distinguía los anaqueles de libros y los filos de los muebles. En el segundo peldaño se detuvo, se inclinó, sus agarrotados dedos asieron el precioso objeto —¿de seda?, ¿de hilo?—, se lo llevó a la cara y lo husmeó, como un animalito averiguando si ese objeto desconocido es comestible. Entrecerrando los ojos, lo besó, sintiendo un comienzo de vértigo que lo hizo tambalearse, cogido del pasamanos. Estaba decidido, lo haría. Siguió subiendo la escalera, con el calzoncito en las manos, siempre en puntas de pie, temiendo ser sorprendido o como si el ruido —los peldaños crujían ligeramente— pudiera romper el hechizo. Su corazón latía tan fuerte que le cruzó la idea de lo importuno, además de estúpido, que sería caer derribado por un ataque cardíaco en este preciso momento. No, no era un síncope; eran la curiosidad y la sensación (inédita en su vida) de estar degustando un fruto prohibido lo que atrepellaba de ese modo la sangre en sus venas. Había llegado al pasillo, estaba ante la puerta de la jurista. Se apretó la mandíbula con las dos manos porque ese grotesco castañeteo causaría pésima impresión a su anfitriona. Armándose de valor («haciendo de tripas corazón», murmuró don Rigoberto, que sudaba a chorros y temblaba a la par) tocó con los nudillos, muy despacio. La puerta, sólo junta, se abrió con un hospitalario crujido.
Lo que el venerable maestro de Filosofía del Derecho vio desde aquel umbral alfombrado, cambió sus ideas sobre el mundo, el hombre —seguramente el Derecho— y arrancó un gemido de desesperado placer a don Rigoberto. Una luz oro y azul añil (¿Van Gogh? ¿Botticelli? ¿Algún expresionista tipo Emil Nolde?) que enviaba desde el estrellado cielo de Virginia una luna redonda y amarilla, caía en pleno, dispuesta por un exigente escenógrafo o diestro iluminista, sobre la cama, con la única intención de destacar el cuerpo desnudo de la doctora. ¿Quién hubiera imaginado que aquellas severas ropas que lucía en el pupitre de su cátedra, esos trajes sastre con que exponía sus argumentos y mociones en los congresos, esas capas pluviales con que solía abrigarse en los inviernos, ocultaban unas formas que se hubieran disputado Praxíteles por la armonía y Renoir por lo carnosamente modeladas? Estaba bocabajo, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, de manera que la postura la alargaba, pero no eran sus hombros, ni sus mórbidos brazos («mórbidos, en el sentido italiano», se precisó don Rigoberto, que no tenía ninguna afición por lo macabro y sí en cambio por lo blando) ni esa curvada espalda, lo que imantó la mirada del aturdido don Nepomuceno. Ni siquiera los anchos, lechosos muslos y los piececillos de plantas rosadas. Eran esas esferas macizas que con alegre desvergüenza se empinaban y lucían como las cumbres de una montaña bicéfala («Esos vértices de las cordilleras enroscadas de nubéculas en los grabados japoneses del período Meiji», asoció, satisfecho, don Rigoberto). Pero, también Rubens, el Tiziano, Courbet e Ingres, Úrculo y media docena más de maestros forjadores de traseros femeninos parecían haberse apandillado para dar realidad, consistencia, abundancia y, a la vez, finura, suavidad, espíritu y vibración sensual a ese trasero cuya blancura fosforecía en la penumbra. Incapaz de contenerse, sin saber lo que hacía, el deslumbrado («¿corrompido para siempre?») don Nepomuceno, dio dos pasos y al llegar junto a la cama cayó de rodillas. Las añosas maderas del suelo se quejaron.
—Disculpe, doctora, encontré algo que le pertenece en la escalera —balbuceó, sintiendo que le corrían ríos de saliva por las comisuras de los labios.
Hablaba tan bajito que ni él mismo se oía, o, acaso, movía los labios sin emitir sonido alguno. Ni su voz ni su presencia habían recordado a la jurista. Respiraba sosegada, simétricamente, en inocente sueño. Pero, esa postura, que estuviera desnuda, que hubiera dejado sólo junta la puerta de su recámara, que se hubiera soltado los cabellos y que éstos —negros, lacios, largos— le barrieran los hombros y la espalda, contrastando su azulada oscuridad con la blancura de su piel ¿podía ser inocente? «No, no», sentenció don Rigoberto. «No, no», coreó el transido profesor, paseando la mirada por esa ondulante superficie que, en los flancos, se hundía y levantaba como un bravio mar de carne femenina, ensalzada por la claridad de la luna («más bien, por la aceitosa luz en penumbra de los cuerpos del Tiziano», rectificó don Rigoberto), a pocos centímetros de su alelada faz: «No es inocente, nada lo es. Estoy aquí porque ella lo quiso y tramó».
Sin embargo, no extraía de esa conclusión teórica fuerzas suficientes para hacer lo que ardientemente le exigían unos reaparecidos instintos: pasar la yema de los dedos sobre la satinada piel, posar sus labios matrimoniales sobre esas colinas y hondonadas que anticipaba tibias, olorosas y de un sabor en que lo dulce y lo salado coexistían sin mezclarse. Pero, no atinaba a hacer nada, petrificado por la felicidad, salvo mirar, mirar. Después de ir y venir muchas veces de la cabeza a los pies de ese milagro, de recorrerlo una y otra vez, sus ojos se inmovilizaron, como el exquisito catador que no necesita seguir degustando pues identificó el non plus ultra de la bodega, en el espectáculo que por sí solo constituía el esférico trasero. Descollaba sobre el resto de ese cuerpo como un Emperador ante sus vasallos, Zeus frente a los diosecillos del Olimpo. («Alianza feliz del decimonónico Courbet y el moderno Úrculo», lo ennobleció con referencias don Rigoberto.) El noble maestro, desorbitado, observaba y adoraba en silencio ese prodigio. ¿Qué se decía? Repetía una máxima de Keats («Beauty is truth, truth is beauty») ¿Qué pensaba? «De modo que estas cosas existen. No sólo en los malos pensamientos, en el arte o las fantasías de los poetas; también, en la vida real. De modo que un culo así es posible en la realidad de carne y hueso, en las mujeres que pueblan el mundo de los vivos.» ¿Había ya polucionado? ¿Estaba a punto de macular sus calzoncillos? Todavía no, aunque, allí, en el bajo vientre, el jurista advertía novedosos síntomas, un despertar, una desdormida oruga desperezándose. ¿Pensaba algo más? Esto: «Y nada menos que entre las piernas y el torso de mi antigua y respetada colega, de esta buena amiga con quien tanto correspondí sobre abstrusas materias filosófico–jurídicas, ético–legales, histórico–metodológicas?». ¿Cómo era posible que nunca, hasta esa noche, en ninguno de los foros, conferencias, simposios, seminarios, en que habían coincidido, charlado, discutido, departido, hubiera siquiera sospechado que, bajo esos trajes cuadrados, abrigos velludos, capas forradas, impermeables color hormiga, se escondía una esplendidez semejante?
¿Quién hubiera podido imaginar que esa mente tan lúcida, esa inteligencia justiniana, esa enciclopedia legal, poseía también un cuerpo tan deslumbrante en su organización y desmesura? Imaginó por un instante —¿acaso lo vio?— que, indiferente a su presencia, libres en su mórfico abandono, aquellas quietas montañas de carne soltaban un alegre, asordinado vientecilio que reventó frente a sus narices, llenándolas de un aroma acre. No le dio risa, no lo incomodó («Tampoco lo excitó», pensó don Rigoberto). Se sintió reconocido, como si, de algún modo y por una razón intrincada y difícil de explicar («como las teorías de Kelsen, que él nos explicaba tan bien», comparó) ese pedito fuera una suerte de aquiescencia que ese soberbio cuerpo le participaba, luciendo ante él esa intimidad tan íntima, los gases inútiles expectorados por una sierpe intestinal de cavidades que imaginó rosadas, húmedas, limpias de escorias, tan delicadas y modélicas como esas nalgas emancipadas que tenía a milímetros de su nariz.
Y, entonces, con espanto, supo que doña Lucrecia estaba despierta, pues, aunque ella no se había movido, la escuchó:
—¿Usted aquí, doctor?
No parecía enojada, menos asustada. Era su voz, por supuesto, pero cargada de una suplementaria calidez. Había en ella algo demorado, insinuante, una sensualidad musical. En su embarazo, el jurista alcanzó a preguntarse cómo era posible que, esta noche, su vieja colega experimentara tantas transformaciones mágicas.
—Discúlpeme, discúlpeme, doctora. No malinterprete mi presencia aquí, se lo suplico. Puedo explicárselo.
—¿Le sentó mal la comida? —lo tranquilizó ella. Le hablaba sin alterarse lo más mínimo—. ¿Un vasito de agua con bicarbonato?