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—Encontré en la escalera algo que le pertenece, doctora, vine a traérselo —musitó el profesor. Seguía arrodillado y, ahora, advertía un dolor vivísimo en los huesos de las rodillas—. Toqué, pero usted no me respondió. Y, como la puerta sólo estaba junta, me atreví a entrar. No quería despertarla. Le ruego que no lo tome a mal.
Ella movió la cabeza, asintiendo, disculpándolo, displicente, compadecida de su atontamiento.
—¿Por qué está usted llorando, buen amigo? ¿Qué le ocurre?
Don Nepomuceno, sin defensas contra esa afectuosa deferencia, la acariciante cadencia de esas palabras, el cariño de esa mirada que destellaba en la sombra, se quebró. Lo que hasta entonces habían sido sólo unos mudos lagrimones bajando por sus mejillas, mudaron en sollozos resonantes, desgarrados suspiros, catarata de babas y mocos que trataba de contener con las dos manos —en su desorden mental no encontraba el pañuelo, ni el bolsillo donde estaba el pañuelo— mientras, ahogándose, se explayaba en esta confesión:
—Ay, Lucrecia, Lucrecia, perdóneme, no puedo contenerme. No vea en esto una ofensa, todo lo contrario. Yo no había imaginado nunca nada así, tan hermoso, quiero decir, tan perfecto, como el cuerpo que usted tiene. Sabe cuánto la respeto y la admiro.
Intelectual, académica, jurídicamente. Pero, esta noche, esto, verla así, es lo mejor que me ha pasado en la vida. Se lo juro, Lucrecia. Por este instante, echaría a la basura todos mis títulos, los doctorados honoris causa con que me han honrado, las condecoraciones, los diplomas. («Si no tuviera la edad que tengo, quemaría todos mis libros e iría a sentarme como un mendigo a la puerta de tu casa —leyó en su cuaderno al poeta Enrique Peña don Rigoberto—. Sí, criatura mía, óyelo bien: como un mendigo, a la puerta de tu casa.») Nunca he sentido una felicidad tan grande, Lucrecia. Haberla visto, así, sin ropas, como Ulises a Nausicaa, es el premio mayor, una gloria que no creo merecer. Me ha emocionado, traspasado. Lloro por lo conmovido, por lo agradecido que le estoy. No me desprecie, Lucrecia.
En vez de desahogarlo, su discurso lo había ido conmoviendo más y ahora lo atragantaban los sollozos. Dejó la cabeza en la orilla de la cama y siguió llorando, siempre arrodillado, suspirando, sintiéndose triste y alegre, acongojado y dichoso. «Perdóneme, perdóneme», balbuceaba. Hasta que, segundos u horas después —su cuerpo se erizó como el de un gato— sintió la mano de Lucrecia en su cabeza. Sus dedos revolvieron sus canosos cabellos, consolándolo, acompañándolo. Su voz vino a aliviar también con una fresca caricia la llaga viva de su alma:
—Cálmate, Rigoberto. No llores más, amor mío, alma mía. Ya está, ya pasó, nada ha cambiado. ¿No has hecho lo que querías? Entraste, me viste, te acercaste, lloraste, te perdoné. ¿Me puedo enojar yo, contigo? Sécate las lágrimas, estornuda, duérmete. Arrorró, mi niño, arrorró.
El mar golpeaba allá abajo, contra los acantilados de Barranco y Miraflores y la espesa capa de nubes no dejaba ver las estrellas ni la luna en el cielo de Lima. Pero, la noche estaba acabando. En cualquier momento amanecería. Un día menos. Un día más.
PROHIBICIONES A LA BELLEZA
Nunca verás un cuadro de Andy Warhol ni de Frida Kahlo, ni aplaudirás un discurso político, ni dejarás que se te resquebraje la piel de los codos ni de las rodillas, ni que se te endurezcan las plantas de los pies.
Nunca oirás una composición de Luigi Nono ni una canción protesta de Mercedes Sosa ni verás una película de Oliver Stone ni comerás directamente de las hojas de la alcachofa.
Nunca te rasparás las rodillas ni te cortarás los cabellos ni tendrás espinillas, caries, conjuntivitis ni (mucho menos) almorranas.
Nunca andarás descalza sobre el asfalto, la piedra, la grava, la loseta, el hule, la calamina, la pizarra y el metal, ni te arrodillarás sobre una superficie que no ceda como la miga del chancay (antes de tostar).
Nunca usarás en tu vocabulario las palabras telúrico, cholito, concientizar, visualizar, estatalista, pepas, hollejos o societal.
Nunca tendrás un hámster ni harás gárgaras ni usarás postizos ni jugarás al bridge ni llevarás sombrero, boina o rodete.
Nunca almacenarás gases ni dirás palabrotas ni bailarás el rock and roll. Nunca morirás.
VII. EL DEDO GORDO DE EGON SCHIELE
—Todas las chicas de Egon Schiele son flaquitas y huesudas y me parecen muy bonitas —dijo Fonchito—. Tú, en cambio, eres llenita, pero también me pareces muy bonita. ¿Cómo explicar esta contradicción, madrastra?
—¿Me estás diciendo gorda? —se puso lívida doña Lucrecia.
Había estado distraída, oyendo la voz del niño como un rumor de fondo, concentrada en los anónimos —siete, en apenas diez días— y en la carta que había escrito a Rigoberto la noche anterior y que tenía ahora en el bolsillo de la bata. Sólo recordaba que Fonchito se había puesto a hablar y hablar, de Egon Schiele como siempre, hasta que lo de «llenita» le hizo parar la oreja.
—Gorda, no. Dije llenita, madrastra —Se disculpaba, accionando.
—Tu papá tiene la culpa de que sea así —se quejó, examinándose—. Yo era delgadita, cuando nos casamos. Pero a Rigoberto se le metió que la moda filiforme destruye el cuerpo femenino, que la gran tradición de la belleza es la ubérrima. Eso decía: «la forma ubérrima». Por darle gusto, engordé. Y ya no he vuelto a enflaquecer.
—Así estás regia, te juro, madrastra —seguía excusándose Fonchito—. Te decía lo de las flauitas de Egon Schiele porque ¿no te parece raro que a mí me gusten, y también tú me gustes, siendo por lo menos el doble que ellas?
No, el autor no podía ser él. Porque los anónimos alababan su cuerpo, e, incluso, en uno, titulado «Blasón del cuerpo de la amada», cada uno de sus miembros —cabeza, hombros, cintura, pechos, vientre, muslos, piernas, tobillos, pies— venía acompañado de una referencia a un poema o un cuadro emblemático. El invisible enamorado de sus formas ubérrimas sólo podía ser Rigoberto. («Ese hombre sí que está templado de usted», proclamó Justiniana, después de leer el Blasón. «¡Cómo le conoce el cuerpo, señora! Tiene que ser don Rigoberto. De dónde va a sacar Fonchito esas palabras, por agrandado que sea. Aunque, él también la conoce todita ¿no?»)
—¿Por qué te quedas callada todo el rato, sin hablarme? Me miras como si no me vieras. Hoy estás muy rara, madrastra.
—Es por esos anónimos. No puedo sacármelos de la cabeza, Fonchito. Así como tú tienes la obsesión de Egon Schiele, yo tengo ahora la de esas malditas cartas. Me paso el día esperándolas, leyéndolas, recordándolas.
—¿Pero, por qué malditas, madrastra? ¿Acaso te insultan o dicen cosas feas?
—Porque vienen sin firma. Y, porque, a ratos, me parece que me las manda un fantasma, no tu papá.
—Sabes muy bien que son de él. Todo está saliendo como se pide, madrastra. No te hagas mala sangre. Muy pronto vendrá la amistada, verás.
La reconciliación de doña Lucrecia y don Rigoberto se había convertido en la segunda obsesión del niño. Hablaba de ella con tanta seguridad, que la madrastra ya no tenía ánimos para rebatirlo y decirle que eran puras fantasías de ese fantaseador empedernido que se había vuelto. ¿Había hecho bien en mostrarle los anónimos? Algunos eran tan osados en sus referencias a su intimidad, que, después de leerlos, se prometía: «Este sí que no se lo enseño». Y cada vez terminaba por hacerlo, espiando su reacción, a ver si lo traicionaba algún gesto. Pero, no. Cada vez, había reaccionado con la misma actitud sorprendida y excitada, y sacado siempre la misma conclusión: era su papá, era otra prueba de que ya no le guardaba rencor. Advirtió que Fonchito parecía ahora abstraído también, alejado de la salita comedor y del bosque de los Olivos, atrapado por algún recuerdo. Se miraba las manos, acercándolas mucho a sus ojos; las juntaba, las alargaba, abría los dedos, ocultaba el pulgar, las cruzaba y descruzaba, en extrañas poses, como las de quienes proyectan siluetas en la pared con la sombra de sus manos. Pero, Fonchito no trataba de fabricar figuras chinescas en la tarde primaveral; escrutaba sus dedos como un entomólogo examina a la lupa una especie desconocida.
—¿Se puede saber qué haces?
El niño no se inmutó y continuó con sus ademanes, a la vez que le respondía con otra pregunta:
—¿Te parece que tengo manos deformes, madrastra?
¿Qué se traía hoy este diablito?
—A ver, déjame verlas —jugó al médico especialista—. Ponías aquí.
Fonchito no jugaba. Muy serio, se incorporó, se le acercó y puso sus dos manos sobre las palmas que ella le ofrecía. Al contacto de esa suavidad lisa y la delicadeza de los huesecillos de esos dedos, doña Lucrecia sintió un estremecimiento. Tenía unas manos frágiles, deditos afilados, uñas ligeramente sonrosadas, recortadas con esmero. Pero, en las yemas había manchitas de tinta o carboncillo. Fingió someterlas a un examen clínico, mientras las acariciaba.
—No tienen nada de deformes —concluyó—. Aunque, un poquito de agua y jabón no les vendría mal.
—Qué lástima —dijo el niño, sin asomo de humor, retirando sus manos de las de doña Lucrecia—. Porque, entonces, en eso no me parezco nada a él.
«Ya está. Tenía que venir.» El juego de toda las tardes.
—Explícame eso.
El niño se apresuró a hacerlo. ¿No se había fijado que las manos eran la manía de Egon Schiele? De él, y, también, de las muchachas y señores que pintaba. Si no se había, que lo hiciera ahora. En un dos por tres, doña Lucrecia tuvo en sus rodillas el libro de reproducciones. ¿Veía el asco que Egon Schiele había tenido siempre al dedo gordo?
—¿Al dedo gordo? —se echó a reír doña Lucrecia.
—Fíjate en sus retratos. El de Arthur Roessler, por ejemplo —insistió el niño, con pasión—. O, éste: el Doble retrato del inspector general Heinrich Benesch y su hijo Otto; el de Enrich Lederer; y sus autorretratos. Sólo muestra cuatro dedos. Al dedo gordo, siempre lo desaparece.
¿Por qué sería? ¿Por qué lo ocultaba? ¿Porque el dedo gordo es el más feo de la mano? ¿Le gustarían los números pares y creería que los impares traían mala suerte? ¿Tendría el dedo gordo desfigurado y se avergonzaría de él? Algo le pasaba con las manos, pues, si no ¿por qué se hacía tomar fotos escondiéndolas en los bolsillos, o haciendo con ellas unas poses tan ridiculas, torciendo los dedos como una bruja, metiéndolas delante de la cámara o poniéndoselas encima de la cabeza como para que se le escaparan, volando? Las manos suyas, las de los hombres, las de las muchachas. ¿No lo había notado? Esas chicas desnudas, de cuerpo tan bien formadito, ¿no era incomprensible que tuvieran esos dedos varoniles, de nudillos huesudos y toscos? Por ejemplo, en este grabado de 1910, Muchacha desnuda de cabellos negros, de pie, ¿no desentonaban esas manos hombrunas, de uñas cuadradas, idénticas a las que se pintaba el mismo Egon en sus autorretratos? ¿No había hecho también eso con casi todas las mujeres que pintó? Por ejemplo, el Desnudo, de pie, de 1913. Fonchito tomó aire:
—O sea, era un Narciso, como tú dijiste. Pintaba siempre sus propias manos, aunque el personaje del cuadro fuera otro, hombre o mujer.
—¿Eso, lo descubriste tú? ¿O lo has leído en alguna parte? —Doña Lucrecia estaba desconcertada. Hojeaba el libro y, lo que veía, daba la razón a Fonchito.
—Cualquiera que mire mucho sus cuadros, lo nota —se encogió de hombros el niño, sin dar importancia al asunto—. ¿No dice mi papá que si no es un temático, un artista no llega a ser genial? Por eso, yo me fijo siempre en las manías de los pintores que se reflejan en sus cuadros. Egon Schiele tenía tres: ponerles las mismas manos desproporcionadas a todas sus figuras, quitándoles el dedo gordo. Que las chicas y los señores mostraran sus cositas, levantándose la falda y abriendo las piernas. Y, la tercera, retratarse él mismo, poniendo las manos en posturas forzadas, que llaman la atención.
—Bueno, bueno, si querías dejarme con la boca abierta, lo conseguiste. ¿Sabes una cosa, Fonchito? Tú sí que eres un gran temático. Si la teoría de tu papá es cierta, ya tienes uno de los requisitos para ser genial.