38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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—Si te miro, no me atrevo —susurró, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo apenas audible—. Esa boquita fruncida, rodeada de arruguitas, de tu carta, no es ésta ¿no, madrastra?

Doña Lucrecia sintió que la mejilla pegada a la suya se movía, que dos delgados labios bajaban por su cara y se adherían a los suyos. Fríos al principio, al instante se animaron. Sintió que hacían presión y la besaban. Cerró los ojos y abrió la boca: una culebrilla húmeda la visitó, paseó por sus encías, su paladar, y se enredó en su lengua. Estuvo un tiempo sin tiempo, ciega, convertida en sensación, anonadada, feliz, sin hacer nada ni pensar en nada. Pero, cuando alzó los brazos para estrechar a Fonchito, el niño, en uno de esos súbitos cambios de humor que eran su rasgo distintivo, se soltó y apartó de ella. Ahora, estaba alejándose, haciéndole adiós. Tenía la expresión muy natural.

—Si quieres, pasa tu anónimo en limpio y ponlo en un sobre —le dijo, desde la puerta—. Mañana me lo das y lo meteré al buzón de la casa sin que mi papá me vea. Chau, madrastra.

NI CABALLITO DE TOTORA NI TORITO DE PUCARÁ

Entiendo que el espectáculo de la bandera flameando al viento le produce palpitaciones, y, la música y la letra del himno nacional, ese cosquilleo en las venas y retracción y erizamiento de los vellos que llaman emoción. La palabra patria (que usted escribe siempre con mayúsculas) no la asocia con los versos irreverentes del joven Pablo Neruda

Patria,

palabra triste,

como termómetro o ascensor

ni con la mortífera sentencia del Doctor Johnson (Patriotism is the last refuge of a scoundrel) sino con heroicas cargas de caballería, espadas que se incrustan en pechos de uniformes enemigos, toques de clarín, disparos y cañonazos que no son los de las botellas de champaña. Usted pertenece, según todas las apariencias, al conglomerado de machos y hembras que miran con respeto las estatuas de esos prohombres que adornan las plazas públicas y deploran que las caguen las palomas, y es capaz de madrugar y esperar horas para no perderse un buen sitio en el Campo de Marte en el desfile de los soldados los días de efemérides, espectáculo que le suscita apreciaciones en las que chisporrotean las palabras marcial, patriótico y viril. Señor, señora: en usted hay agazapada una fiera rabiosa que constituye un peligro para la humanidad.

Usted es un lastre viviente que arrastra la civilización desde los tiempos del caníbal tatuado, perforado y de estuche fálico, el mágico prerracional que zapateaba para atraer la lluvia y manducaba el corazón de su adversario a fin de robarle la fuerza. En verdad, detrás de sus arengas y oriflamas en exaltación de ese pedazo de geografía mancillada por hitos y demarcaciones arbitrarias, en las que usted ve personificada una forma superior de la historia y de la metafísica social, no hay otra cosa que el astuto aggiornamiento del antiquísimo miedo primitivo a independizarse de la tribu, a dejar de ser masa, parte, y convertirse en individuo, añoranza de aquel antecesor para el que el mundo comenzaba y terminaba dentro de los confines de lo conocido, el claro del bosque, la caverna oscura, la meseta empinada, ese enclave pequeñito donde compartir la lengua, la magia, la confusión, los usos, y, sobre todo, la ignorancia y los miedos de su grupo, le daba valor y lo hacía sentirse protegido contra el trueno, el rayo, la fiera y las otras tribus del planeta. Aunque, desde aquellos remotos tiempos, hayan transcurrido siglos y se crea usted, porque lleva saco y corbata o falda tubo y se hace liftings en Miami, muy superior a ese ancestro de taparrabos de corteza de tronco y labio y nariz de colgantes prendedores, usted es él y ella es usted. El cordón umbilical que los enlaza a través de las centurias se llama pavor a lo desconocido, odio a lo distinto, rechazo a la aventura, pánico a la libertad y a la responsabilidad de inventarse cada día, vocación de servidumbre a la rutina, a lo gregario, rechazo a descolectivizarse para no tener que afrontar el desafío cotidiano que es la soberanía individual. En aquellos tiempos, el indefenso comedor de carne humana, sumido en una ignorancia metafísica y física ante lo que ocurría y lo rodeaba, tenía cierta justificación de negarse a ser independiente, creativo y libre; en éstos, en que se sabe ya todo lo que hace falta saber y algo más, no hay razón valedera para empeñarse en ser un esclavo y un irracional. Este juicio le parecerá severo, extremado, ante lo que para usted no es sino un virtuoso e idealista sentimiento de solidaridad y amor con el terruño y los recuerdos («la tierra y los muertos», según el antropoide francés señor Maurice Barrés), ese marco de referencias ambientales y culturales sin el cual un ser humano se siente vacío. Yo le aseguro que ésa es una cara de la moneda patriótica; la otra, el revés de la exaltación de lo propio, es la denigración de lo ajeno, la voluntad de humillar y derrotar a los demás, a los que son diferentes de usted porque tienen otro color de piel, otra lengua, otro dios y hasta otra indumentaria y otra dieta.

El patriotismo, que, en realidad, parece una forma benevolente del nacionalismo — pues la «patria» parece ser más antigua, congénita y respetable que la «nación», ridículo artilugio político–administrativo manufacturado por estadistas ávidos de poder e intelectuales en pos de un amo, es decir de mecenas, es decir de tetas prebendarias que succionar, es una peligrosa pero efectiva coartada para las guerras que han diezmado el planeta no sé cuántas veces, para las pulsiones despóticas que han consagrado el dominio del fuerte sobre el débil y una cortina de humo igualitarista cuyas deletéreas nubes indiferencian a los seres humanos y los clonizan, imponiéndoles, como esencial e irremediable, el más accidental de los denominadores comunes: el lugar de nacimiento. Detrás del patriotismo y del nacionalismo llamea siempre la maligna ficción colectivista de la identidad, alambrada ontológica que pretende aglutinar, en fraternidad irredimible e inconfundible, a los «peruanos», los «españoles», los «franceses», los «chinos», etc. Usted y yo sabemos que esas categorías son otras tantas abyectas mentiras que echan un manto de olvido sobre diversidades e incompatibilidades múltiples y pretenden abolir siglos de historia y retroceder a la civilización a esos bárbaros tiempos anteriores a la creación de la individualidad, vale decir de la racionalidad y la libertad: tres cosas inseparables, entérese.

Por eso, cuando alguien dice, a mi alrededor, «el chino», «el negro», «los peruanos», «los franceses», «las mujeres» o cualquier expresión equivalente con pretensiones de definir a un ser humano por su pertenencia a un colectivo de cualquier orden y no como una circunstancia desechable, tengo ganas de sacar el revólver y —pum pum— disparar. (Se trata de una figura poética, por supuesto; nunca he tenido un arma de fuego en la mano ni la tendré y no he efectuado otros disparos que los seminales, que, a ellos sí, reivindico con orgullo patriótico.) Mi individualismo no me lleva, claro está, a hacer el elogio del soliloquio sexual como la forma más perfecta del placer; en este campo, me inclino por los diálogos de a dos o, máximo, de a tres, y, por supuesto, me declaro encarnizado enemigo del promiscuo partouze, que es, en el espacio de la cama y el fornicio, el equivalente del colectivismo político y social. A menos de que el monólogo sexual se practique en compañía —en cuyo caso se vuelve barroquísimo diálogo—, como se ilustra en esa pequeña acuarela y carboncillo de Picasso (1902/1903) con la que usted puede recrearse en el Museo Picasso de Barcelona, en la que el Sr. D. Ángel Fernández de Soto, vestido y fumando la pipa, y su distinguida esposa, desnuda pero con medias y zapatos, tomando una copa de champaña y sentada en las rodillas de su cónyuge, se masturban recíprocamente, cuadro que, dicho sea de paso, sin ánimo de ofender a nadie (y, menos que nadie, a Picasso) considero superior al Guernica y Les demoiselles d'Avignon.

(Si le parece que esta carta empieza a dar muestras de incoherencia, recuerde al Monsieur Teste, de Valéry: «La incoherencia de un discurso depende del que escucha. El espíritu no me parece concebido de manera que pueda ser incoherente consigo mismo».)

¿Quiere usted saber de dónde viene toda la hepática descarga antipatriótica de esta carta? De una arenga del Presidente de la República, reseñada por la prensa esta mañana, según la cual, inaugurando la Feria de Artesanía, afirmó que los peruanos tenemos la obligación patriótica de admirar el trabajo de los anónimos artesanos que, hace siglos, modelaron los huacos de Chavín, tejían y pintaban las telas de Paracas o enhebraban los mantos de plumas de Nasca, los queros cusqueños, o los contemporáneos constructores de retablos ayacuchanos, de toritos de Pucará, niños Manuelitos, alfombras de San Pedro de Cajas, caballitos de totora del lago Titicaca y espejitos de Cajamarca, porque —cito al primer mandatario— «la artesanía es el arte popular por antonomasia, la exposición suprema de la creatividad y destreza artística de un pueblo y uno de los grandes símbolos y manifestaciones de la Patria y cada uno de sus objetos no lleva la firma individual de su artesano forjador porque todos ellos llevan la firma de la colectividad, de la nacionalidad».

Si es usted varón o hembra de buen gusto —es decir, amante de la precisión—, habrá sonreído ante esta diarrea artesano–patriótica de nuestro Jefe de Estado. En lo que a mí concierne, además de parecerme, como a usted, huera y cursi, me iluminó. Ahora ya sé por qué detesto todas las artesanías del mundo en general, y la de «mi país» (uso la fórmula para que podamos entendernos) en particular. Ahora ya sé por qué en mi casa no ha entrado ni entrará jamás un huaco peruano ni una máscara veneciana ni una matriuska rusa ni una muñequita con trenzas y zuecos holandesa ni un torerito de madera ni una gitanilla bailando flamenco ni un muñeco articulado indonesio, ni un samurai de juguete ni un retablo ayacuchano o un diablo boliviano ni ninguna figura u objeto de greda, madera, porcelana, piedra, tela o miga de pan manufacturado serial, genérica y anónimamente, que usurpe, aunque sea con la hipócrita modestia de autotitularse arte popular, la naturaleza de objeto artístico, algo que es predominio absoluto de la esfera privada, expresión de acérrima individualidad y por lo tanto refutación y rechazo de lo abstracto y lo genérico, de todo lo que, directa o indirectamente, aspire a justificarse en nombre de una pretendida estirpe «social». No hay arte impersonal, señor patriota (y no me hable, por favor, de las catedrales góticas). La artesanía es una manifestación primitiva, amorfa y fetal de lo que algún día —cuando individuos particulares desagregados del todo comiencen a imprimir un sello personal a esos objetos en los que volcarán una intimidad intransferible— podrá tal vez acceder a la categoría artística. Que ella truene, prospere y reine en una «nación» no debería ennorgullecer a nadie y menos a los pretendidos patriotas. Porque la prosperidad de la artesanía —esa manifestación de lo genérico— es signo de atraso o regresión, inconsciente voluntad de no avanzar en ese torbellino demoledor de fronteras, de costumbres pintorescas, de color local, de diferencias provinciales y espíritu campaneril, que es la civilización. Ya sé que usted, señora patriota, señor patriota, usted la odia, si no la palabra, el contenido de esa palabra demoledora. Es su derecho. También lo es, mío, amarla y defenderla contra viento y marea, aun a sabiendas de que el combate es difícil y de que puedo hallarme —los signos son múltiples— en el bando de los derrotados. No importa. Ésa es la única forma de heroísmo que nos está permitida a los enemigos del heroísmo obligatorio: morir firmando con nombre y apellido propios, tener una muerte personal.

Sépalo de una vez por todas y horrorícese: la única patria que reverencio es la cama que holla mi esposa, Lucrecia (Tu luz, alta señora / Venza esta ciega y triste noche mía, fray Luis de León dixit) y, su cuerpo soberbio, la única bandera o enseña patria capaz de arrastrarme a los más temerarios combates, y el único himno que me conturba hasta el sollozo son los ruidos que esa carne amada emite, su voz, su risa, su llanto, sus suspiros, y, por supuesto (tápese los oídos y la nariz) sus hipos, eructos, pedos y estornudos. ¿Puedo o no puedo ser considerado un verdadero patriota, a mi manera?

¡MALDITO ONETTI! ¡BENDITO ONETTI!

Don Rigoberto se despertó llorando (le ocurría con bastante frecuencia últimamente). Había pasado del sueño a la vigilia ya; su conciencia reconocía en las sombras los objetos de su dormitorio; sus oídos, el monótono mar; sus narices y los poros de su cuerpo, la corrosiva humedad. Pero, la horrible imagen estaba todavía allí, sobrenadando en su imaginación, salida de algún remoto escondrijo, angustiándolo igual que hacía unos momentos, en la inconsciencia de la pesadilla. «Deja de llorar, estúpido.» Pero las lágrimas corrían por sus mejillas y sollozaba, sobrecogido de espanto. ¿Y, si fuera telepatía? ¿Si hubiera recibido un mensaje? ¿Si, en efecto, ayer, esa tarde, gusanito en el corazón de la manzana, le hubieran descubierto el bulto en el pecho anunciador de la catástrofe y Lucrecia inmediatamente hubiera pensado en él, confiado en él, acudido a él a compartir su pesadumbre, su zozobra? Había sido una llamada in extremis. El día de la operación estaba decidido. «Estamos todavía a tiempo, sentenció el doctor, a condición de extirpar ese pecho, tal vez los dos pechos, de inmediato. Casi, casi, puedo meter mis manos al fuego: aún no se ha producido metástasis. A condición de operar dentro de pocas horas, se salvará.» El miserable habría comenzado a afilar el bisturí, con celajes de placer sádico en los ojos. Entonces, en ese instante, Lucrecia pensó en él, deseó ardientemente hablar con él, contarle, ser escuchada, consolada, acompañada por él. «Dios mío, iré a arrastrarme a sus pies como una lombriz y a pedirle perdón», se estremeció don Rigoberto.

La imagen de Lucrecia, tendida en una mesa de operaciones, sometida a esa monstruosa mutilación, le acarreó un nuevo ramalazo de angustia. Cerrando los ojos, aguantando la respiración, recordó sus pechos firmes, robustos, idénticos, las corolas oscuras y la piel granulada, los botones que, arrullados y humedecidos por sus labios, se enderezaban con gallardía, desafiantes, a la hora del amor. ¿Cuántos minutos, horas, había pasado contemplándolos, sopesándolos, besándolos, lamiéndolos, jugando con ellos, acariciándolos, fantaseándose convertido en ciudadano de Liliputh que escalaba esas sonrosadas colinas en pos del alto torreón de la cumbre, o en un recién nacido que, mamando de allí la blanca savia de la vida, recibía de esos pechos, apenas salido del claustro materno, sus primeras lecciones de placer? Recordó cómo solía, ciertos domingos, sentarse en el banquito de madera del cuarto de baño, a contemplar a Lucrecia en la bañera, arrebosada de espuma. Ella se ponía una toalla en forma de turbante y proseguía su toilette, muy concienzuda, concediéndolé de tanto en tanto una sonrisa benevolente, mientras se restregaba el cuerpo con las grandes esponjas amarillas que embebía en agua espumosa, y pasaba por sus hombros, su espalda o las hermosas piernas que sacaba para ello unos segundos de las profundidades cremosas. En esos momentos, eran sus pechos los que imantaban toda la atención, el fervor religioso de don Rigoberto. Asomaban a flor de agua, su copa blanca y sus pezones azulados brillando entre las burbujas de espuma, y, de rato en rato, para halagarlo y premiarlo («caricia distraída que hace el ama al perro dócil tendido a sus pies», pensó, más calmado) doña Lucrecia se los cogía y, con el pretexto de enjabonarlos y enjuagarlos algo más, los acariciaba con la esponja. Eran bellos, eran perfectos. Tenían la redondez, la consistencia y la temperatura para colmar los deseos de un dios lujurioso. «Ahora, pásame la toalla, sé mi valet, decía, incorporándose, mientras se enjuagaba con la ducha de mano. Si te portas bien, tal vez te permita que me seques la espalda.» Sus pechos estaban ahí, destellando en la oscuridad del cuarto y como iluminando su soledad. ¿Podía ser posible que el inicuo cáncer se encarnizara contra esas criaturas que enaltecían la condición femenina, que justificaban la divinización trovadoresca de la mujer, el culto mariano? Don Rigoberto sintió que a la desesperación de hacía un momento sucedía la cólera, un sentimiento salvaje de rebeldía contra la enfermedad.

Y, entonces, recordó. «¡Maldito Onetti!» Se echó a reír a carcajadas. «¡Maldita novela! ¡Maldita Santa María! ¡Maldita Gertrudis!» (¿Así se llamaba su personaje? ¿Gertrudis? Sí, así.) De ahí le vino la pesadilla, nada de telepatía. Seguía riéndose, liberado, sobreexcitado, dichoso. Decidió, por unos momentos, creer en Dios (en alguno de sus cuadernos había transcrito la frase de Quevedo, en el Buscón: «Era de esos que creen en Dios por cortesía») para poder agradecer a alguien que los amados pechos de Lucrecia estuvieran intactos, indemnes a las acechanzas del cáncer, y que esa pesadilla hubiera sido sólo la reminiscencia de esa novela cuyo terrible comienzo lo había sobresaltado de horror, los primeros meses de su matrimonio con Lucrecia, inoculándole la aprensión de que algún día, los deliciosos, dulces pechos de su nueva esposa, pudieran ser víctimas de una afrenta quirúrgica (la frase compareció en su memoria con su obscena eufonía: «Ablación de mama») semejante a la que describía, o, aún mejor, inventaba, en las primeras páginas, Brausen, el narrador de esa novela desasosegadora del maldito Onetti. «Gracias, Dios mío, de que no sea cierto, de que sus tetas estén enteritas», rezó. Y, sin calzarse las zapatillas ni ponerse la bata fue a oscuras, tropezando, a revisar los cuadernos de su escritorio. Estaba seguro de haber dejado testimonio de esa perturbadora lectura, que, ¿por qué?, había sobreflotado esta noche de su subconsciencia para estropearle el sueño.

¡El maldito Onetti! ¿Uruguayo? ¿Argentino? Rioplatense, en todo caso. Qué mal rato le hizo pasar. Curioso encaminamiento el de la memoria, caprichosas curvas, barrocos zigzags, incomprensibles hiatos. ¿Por qué, ahora, esta noche, reaparecía en su conciencia esa ficción, luego de diez años en que probablemente ni un solo día, ni una sola vez, pensó en ella? Con la luz de la lamparita del escritorio proyectando sobre el tablero su luz dorada, revisaba apresurado el alto de cuadernos que, calculó, correspondía a la época en que leyó La vida breve. A la vez, seguía viendo, cada vez más nítidos, níveos, levantados, cálidos, en la cama nocturna, en la bañera matutina, asomando entre los pliegues del camisón o la bata de seda o la abertura del escote, los pechos de Lucrecia. Y, volvía, regresaba, con el recuerdo de la tremenda impresión que le había causado la imagen inicial, la historia que refería La vida breve, con una creciente lucidez, como si aquella lectura fuese fresca, recientísima. ¿Por qué La vida breve! ¿Por qué, esta noche?

Por fin, encontró. Encabezando la página y subrayado: La vida breve. Y, a continuación: «Soberbia arquitectura, delicadísima y astuta construcción: una prosa y una técnica muy por encima de sus pobres personajes y anodinas historias». No era una frase muy entusiasta. ¿Por qué, pues, esa conmoción al recordarla? ¿Sólo porque su subconsciente había asociado aquel pecho cercenado por el bisturí de la Gertrudis de la novela con los añorados pechos de Lucrecia? Tenía clarísima la escena inicial, la imagen que había vuelto a remecerlo. El mediocre empleadito de una agencia publicitaria de Buenos Aires, Juan María Brausen, narrador de la historia, se tortura en su sórdido departamento con la idea de la mutilación de teta que ha sufrido la víspera o esa mañana su mujer, Gertrudis, mientras oye, al otro lado del tabique, el estúpido parloteo de una nueva vecina, una ex o todavía puta, Queca, y vagamente fantasea un argumento para cine que le ha pedido su amigo y jefe, Julio Stein. Ahí estaban las transcripciones estremecedoras: «…pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua». Y ésta, aún más lacerante, en que Brausen, agarrando al toro por los cuernos, anticipa la única manera real en que podría convencer a su mujer de que aquella teta cercenada no importaba: «Porque la única prueba convincente, la única fuente de dicha y confianza que puede proporcionarle será levantar y abatir a plena luz, sobre el pecho mutilado, una cara rejuvenecida por la lujuria, besar y enloquecerme allí».

«Quien escribe frases así, que diez años después siguen erizándole a uno la piel, llenándole el cuerpo de estalactitas, es un creador», pensó don Rigoberto. Se imaginó desnudo con su mujer, en la cama, contemplando la cicatriz casi invisible en el lugar donde había reinado y tronado aquella copa de carne tibia, aquella sedosa comba, besuqueándola con exagerada avidez, mintiendo una excitación, un frenesí que no sentía ni volvería a sentir, y reconoció en sus cabellos la mano —¿agradecida, compadecida?— de su amada, haciéndole saber que ya bastaba. No era necesario fingir. ¿Por qué, ellos que habían vivido cada noche la verdad de sus deseos y sus sueños hasta los tuétanos, iban ahora a mentir, diciéndose que no importaba, cuando ambos sabían que importaba muchísimo, que aquella teta ausente seguiría gravitando sobre todas las noches restantes? ¡Maldito Onetti!

—Te llevarías la sorpresa de tu vida —se rió doña Lucrecia, haciendo un gorgorito de cantante de ópera que se prepara a salir a escena—. Como yo, cuando me lo dijo. Y, más todavía, cuando se los vi. ¡La sorpresa de tu vida!

—¿Los gallardos pechos de la embajadora de Argelia? —se sorprendió don Rigoberto—. ¿Reconstituidos?

—De la esposa del embajador de Argelia —lo perfeccionó doña Lucrecia—. No te hagas el tonto, sabes muy bien de quién se trata. Los estuviste mirando toda la noche, en la comida de la embajada de Francia.

—Es verdad, eran lindísimos —admitió don Rigoberto, ruborizándose. Y, al tiempo que acariciaba, besaba y miraba con devoción los pechos de doña Lucrecia, matizó su entusiasmo con una galantería—: Pero, no tanto como los tuyos.

—Si no me importa —dijo ella, despeinándolo—. Son mejores que los míos, qué le voy a hacer. Más pequeñitos, pero más perfectos. Y, más duros.

—¿Más duros? —Don Rigoberto había comenzado a tragar saliva—. Ni que la hubieras visto desnuda. Ni que se los hubieses tocado.

Hubo un silencio auspicioso, que, sin embargo, coexistía con el estruendo de las olas rompiendo en el acantilado, allá abajo, al pie del escritorio.

—La he visto desnuda y se los he tocado —deletreó, demorándose mucho, su mujer—. ¿No te importa, no es cierto? Pero, no iba a eso, sino a que son reconstruidos. De verdad.

Ahora, don Rigoberto recordó que las mujeres de La vida breve —Queca, Gertrudis, Elena Sala— usaban fajas de seda, además de calzones, para sujetarse el talle y tener silueta. ¿De qué fecha sería aquella novela de Onetti? Ninguna mujer usaba ya fajas. Nunca había visto a Lucrecia con una faja de seda. Tampoco vestida de pirata, ni de monja, ni de jockey, ni de payaso, ni de mariposa, ni de flor. Aunque sí de gitana, con pañuelo en la cabeza, grandes aros en las orejas, blusa de bobos, una falda de amplio ruedo de muchos colores, y, en garganta y en brazos, sartas de abalorios. Recordó que estaba solo, en el amanecer húmedo de Barranco, separado hacía cerca de un año de Lucrecia, y lo impregnó el atroz pesimismo novelesco de Juan María Brausen. Sintió, también, lo que leía en el cuaderno: «la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que puedan hacerme feliz». Era esa soledad atroz, no la escena del pecho canceroso de Gertrudis, lo que había desenterrado de su subconsciencia aquella novela; él estaba ahora sumido en una soledad tan ácida y un pesimismo tan negro como los de Brausen.

—¿Qué quiere decir, reconstruidos? —se atrevió a preguntar, luego de un largo paréntesis de desconcierto.

—Que tuvo cáncer y que se los sacaron —lo informó doña Lucrecia, con brutalidad quirúrgica—. Luego, poco a poco, se los reconstruyeron, en la Clínica Mayo de Nueva York. Seis intervenciones. ¿Te das cuenta? Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. A lo largo de tres años. Pero, se los dejaron más perfectos que antes. Hasta le rehicieron los pezones, con arruguitas y todo. Idénticos. Te lo puedo decir, porque se los vi. Porque se los toqué. ¿No te importa, no, amor mío?

—Por supuesto que no —se apresuró a responder don Rigoberto. Pero, su prisa lo traicionó, y, también, el cambio de coloratura, resonancias e implicaciones de su voz—. ¿Podrías decirme cuándo? ¿Dónde?

—¿Cuándo se los vi? —lo atascó, con sabiduría profesional, doña Lucrecia—. ¿Dónde se los toqué?

—Sí, sí —imploró él, ya sin guardar las formas—. Siempre que quieras. Sólo lo que te parezca que puedes contarme, por supuesto.

«¡Por supuesto!», dio un respingo don Rigoberto. Lo entendía. No era ese pecho emblemático, ni la negrura esencial del narrador de La vida breve; era la astuta manera que Juan María Brausen había encontrado de salvarse, lo que provocó la súbita resurrección, el regreso del Zorro, Tarzán o d'Artagnan, después de diez años. ¡Por supuesto! ¡Bendito Onetti! Sonrió, aliviado, casi contento. El recuerdo no comparecía para hundirlo, más bien para ayudarlo, o, como decía Brausen calificando a su afiebrada imaginación, para salvarlo. ¿No lo decía así, cuando se trasponía él mismo del Buenos Aires real a la Santa María inventada, fantaseado en el médico corrupto, Díaz Grey, que por dinero inyectaba morfina a la misteriosa Elena Sala? ¿No decía que esa transposición, esa muda, esa elucubración, ese recurso a lo ficticio, lo salvaba? Aquí estaba, anotado en su cuaderno: «Una caja china. En la ficción de Onetti, su personaje inventado, Brausen, inventa una ficción en la que hay un médico calcado de él, Díaz Grey, y una mujer calcada de Gertrudis (aunque con sus pechos enteros todavía), Elena Sala, y esa ficción es más que el argumento de cine que le ha pedido Julio Stein: es su manera de defenderse de la realidad enfrentándole el sueño, de aniquilar la horrible verdad de la vida con la hermosa mentira de la ficción». Estaba gozoso y exaltado con su descubrimiento. Se sentía Brausen, se sentía redimido, a salvo, cuando, otra cita de su cuaderno, al pie de las de La vida breve, lo preocupó. Era un verso de If, el poema de Kipling:

Ifyou can dream and not

make dreams your master

Una oportuna advertencia. ¿Seguía siendo dueño de sus sueños, o éstos lo gobernaban ya, por abusar tanto de ellos desde su separación de Lucrecia?

—Nos hicimos amigas desde aquella comida en la embajada francesa —le contaba su mujer—. Me invitó a su casa, a tomar un baño de vapor. Una costumbre muy extendida en los países árabes, parece. Los baños de vapor. No son lo mismo que el sauna, que es baño seco. Se han hecho construir un hammam al fondo del jardín, en la residencia de Orrantia.

Don Rigoberto seguía hojeando, atolondrado, las páginas de su cuaderno, pero ya no estaba totalmente allí; ya estaba, también, en aquel tupido jardín de floripondios, laureles de flores blancas y rosadas y un intenso perfume de la madreselva que se enredaba en las columnas que sostenían el techo de una terraza. Espiaba, encandilado, a las dos mujeres —Lucrecia, con un floreado vestido de primavera y unas sandalias que dejaban al descubierto sus entalcados pies, y la embajadora de Argelia en una túnica de seda de delicados colores que la luminosa mañana tornasolaba— avanzando entre matas de geranios rojos, crotos verdes y amarillos y un césped cuidadosamente recortado, hacia la construcción de madera medio cubierta por las ramas frondosas de un ficus. «El hamman, el baño de vapor», se dijo, sintiendo su corazón. Veía a las dos mujeres de espaldas y admiraba lo parecido de sus formas, las anchas, desacomplejadas nalgas moviéndose a compás, las airosas espaldas, el quiebre de las caderas al andar que dibujaba pliegues en sus ropas. Iban del brazo, amigas cordialísimas, llevaban toallas en las manos. «Estoy allí, salvándome, y estoy en mi escritorio, pensó, como Juan María Brausen en su departamentito de Buenos Aires, desdoblándose en el cafiche Arce que explota a su vecina Queca y que se salva desdoblándose en el doctor Díaz Grey, de la inexistente Santa María.» Pero, se distrajo de las dos mujeres porque, al volver una página de su cuaderno, se dio con otra cita robada de La vida breve: «Usted nombró plenipotenciarios a sus pechos».

«Esta es la noche de los pechos», se enterneció. «¿Seremos Brausen y yo nada más que un par de esquizofrénicos?» No le importaba en absoluto. Había cerrado los ojos y veía a las dos amigas desnudándose sin remilgos, con desenvoltura, como si hubieran celebrado este ritual muchas veces, en la pequeña antesala enmaderada de la cámara de vapor. Colocaban las ropas en unos ganchos y se envolvían en las amplias toallas, conversando animadamente sobre algo que don Rigoberto no entendía ni quería entender. Ahora, empujando una puertita de madera sin cerradura, pasaban a la pequeña cámara saturada de nubéculas de vapor. Sintió una bocanada de calor húmedo en la cara, que se le mojaba el pijama y se le pegaba al cuerpo en la espalda, el pecho y las piernas. El vapor se le metía dentro del cuerpo por las narices, la boca, los ojos, con un perfume que se parecía al pino, al sándalo, a la menta. Temblaba, atemorizado de que las amigas lo descubrieran. Pero, ellas no le prestaban la menor atención, como si no estuviera allí o fuera invisible.

—No creas que usaron nada artificial, silicona o alguna de esas porquerías —le aclaró doña Lucrecia—. Nada de eso. Se los reconstruyeron con piel y carne de su propio cuerpo. Sacándole un pedacito de estómago, otro de nalga, otro de muslo. Sin dejarle la menor huella de nada. Quedó regia, regia, te lo juro.

Era cierto, lo estaba comprobando. Se habían quitado las toallas y sentado muy juntas por la falta de espacio, en una tarima de barras de madera adosada a la pared. Don Rigoberto contempló los dos cuerpos desnudos a través de los ondulantes movimientos de las nubéculas calientes de vapor. Era mejor que El baño turco de Ingres, pues, en ese cuadro, el amontonamiento de desnudos descontrolaba la atención —«la maldición colectivista», blasfemó— en tanto que, aquí, su percepción podía focalizarse, abarcar de una mirada a las dos amigas, escrutarlas sin perder el más mínimo de sus gestos, poseerlas en una visión integral. Además, en El baño turco, los cuerpos estaban secos y aquí, en pocos segundos, doña Lucrecia y la embajadora tenían ya las pieles cubiertas de gotitas brillantes de transpiración. «Qué bellas son», pensó, emocionado. «Juntas, más todavía, como si la belleza de una potenciara la de la otra.»

—No le dejaron ni la sombra de una cicatriz —insistía doña Lucrecia—. Ni en la barriga, ni en la nalga, ni en el muslo. Y, mucho menos, en los pechos que le fabricaron. De no creérselo, amor.

Don Rigoberto lo creía a pie juntillas. ¿Cómo no, si estaba viendo a esas dos perfecciones tan de cerca que, si estiraba su mano, las tocaba? («Ay, ay», se compadeció). El cuerpo de su mujer era más blanco y el de la embajadora más moreno, como crecido y formado a la intemperie; la cabellera de Lucrecia lacia y negra en tanto que la de su amiga crespa y rojiza, pero, pese a aquellas diferencias, se parecían en su desprecio a la moda moderna de la delgadez y el estilo lanceolado, en su renacentista suntuosidad, en su espléndida abundancia de tetas, muslos, nalgas y brazos, en esas magníficas redondeces que —no necesitaba acariciarlas para saberlo— eran firmes, duras y tirantes, prensadas como si las modelaran invisibles corpiños, fajas, ligas, sujetadores. «El modelo clásico, la gran tradición», lo celebró.

—Sufrió mucho con tanta operación, con tanta convalecencia —se apiadaba doña Lucrecia—. Pero, su coquetería, su voluntad de no dejarse vencer, de derrotar a la Naturaleza, de seguir siendo bella, la ayudó. Y, al fin, ganó la guerra. ¿No te parece bellísima?

—Tú también me lo pareces —oró don Rigoberto.