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—¿Como ésa que mi papá te pide que te pongas ante el espejo, madrastra?
A doña Lucrecia se le congeló la sonrisa. De golpe, comprendió la razón del difuso malestar que la había invadido desde que el niño le mostró Schiele pintando una modelo demuda frente al espejo.
—¿Qué le pasa, señora? —la atendió Justiniana—. Qué pálida se ha puesto.
—Entonces, eres tú —balbuceó ella, mirando incrédula a Fonchito—. Los anónimos me los mandas tú, pedazo de farsante.
Era él, claro que sí. Estaba en el penúltimo o el antepenúltimo. No necesitaba ir a buscarlo, la frase revivía con puntos y comas en su memoria: «Te desnudarás ante el espejo de luna, conservando las medias, y ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia tigresa o leona. Quebrarás la cadera derecha, flexionarás la pierna izquierda, apoyarás tu mano en la cadera opuesta, en la pose más provocativa. Yo te estaré mirando, sentadito en mi silla, con la reverencia acostumbrada». ¿No era lo que estaba viendo? ¡El maldito mocoso jugaba con ella a su gusto! Cogió el libro de reproducciones y, ciega de rabia, se lo lanzó a Fonchito. El niño no alcanzó a esquivarlo. Recibió el libro en plena cara, con un grito, al que siguió otro, de la asustada Justiniana. Por efecto del impacto, cayó de espaldas sobre la alfombra, cogiéndose la cara y desde el suelo se quedó mirándola, desorbitado. Doña Lucrecia no pensó que había hecho mal dejándose ganar por la cólera. Esta la dominaba demasiado para arrepentirse. Mientras la muchacha lo ayudaba a incorporarse, fuera de sí, siguió gritando:
—Mentiroso, hipócrita, mosquita muerta. ¿Crees que tienes derecho a jugar así conmigo, siendo yo una vieja y tú un mocoso que no acaba de salir del cascarón?
—Qué te pasa, qué te he hecho —balbuceaba Fonchito, tratando de zafarse de los brazos de Justita.
—Cálmese, señora, le ha hecho daño, mire, está sangrando de la nariz —decía Justiniana—. Tú, estáte quieto, Foncho, déjame ver.
—Cómo que qué me has hecho, comediante —lo reñía doña Lucrecia, más furiosa—. ¿Te parece poco? ¿Escribirme anónimos? ¿Hacerme la pantomima de que eran de tu papá?
—Pero, si yo no te he mandado ningún anónimo —protestaba el niño, mientras la empleada, de rodillas, le limpiaba la sangre de la nariz con una servilleta de papel: «No te muevas, no te muevas, te estás manchando todito».
—Te ha delatado tu maldito espejo, tu maldito Egon Schiele —gritó todavía doña Lucrecia—. ¿Te creías muy vivo, no? No lo eres, tonto. ¿Cómo sabes que me pedía eso, que me pusiera una máscara de fiera?
—Tú me lo contaste, madrastra —comenzó a tartamudear Fonchito, pero calló al ver que doña Lucrecia se ponía de pie. Se protegió la cara con las dos manos, como si ella fuera a pegarle.
—Nunca te hablé de esa máscara, mentiroso —estalló la madrastra, iracunda—. Te voy a traer ese anónimo, te lo voy a leer. Te lo vas a tragar y me vas a pedir perdón. No te dejaré poner nunca más los pies en esta casa. ¿Lo oyes? ¡Nunca más!
Pasó como una exhalación delante de Justiniana y Fonchito, arrebatada de indignación. Pero, antes de ir al tocador donde guardaba los anónimos, fue al cuarto de baño a echarse agua fría en la cara y frotarse las sienes con agua de colonia. No conseguía serenarse. Este mocoso, este mocoso. Jugando con ella, sí, el gatito con una gran ratona. Mandándole cartas atrevidas y rebuscadas para hacerle creer que eran de Rigoberto, alentando en ella la esperanza de una reconciliación. ¿Qué quería? ¿Qué intriga tramaba? ¿Por qué esa farsa? ¿Divertirse, divertirse disponiendo de sus emociones, de su vida? Era perverso, sádico. Gozaba ilusionándola y viéndola luego desmoronarse, desengañada.
Regresó a su dormitorio, sin calmarse del todo, y no tuvo que buscar mucho en el cajón del tocador para encontrar la carta. Era el séptimo anónimo. Ahí estaba la frase que la había puesto sobre aviso, más o menos como en su recuerdo: «…ocultarás tu hermosa cabeza bajo la máscara de una fiera feroz, de preferencia la tigre en celo del Rubén Darío de Azul… o una leona sudanesa. Quebrarás la cadera…», etcétera, etcétera. La tahitiana Moa en el dibujo de Schiele, ni más ni menos. El precoz enredador, el intrigantillo. Había tenido la desfachatez de hacerle todo un teatro con el espejo de Schiele y hasta mostrarle el cuadro que lo delató. No lamentaba haberle lanzado el libro, aunque le sacara sangre de la nariz. ¡Muy bien hecho! ¿No había destrozado su vida, ese pequeño demonio? Porque, no había sido ella la corruptora, aunque la diferencia de edad la condenara; había sido él, él, el corruptor. Con sus pocos añitos, con su carita de querubín, era un Mefistófeles, Luzbel en persona. Pero, esto se había acabado. Le haría tragar este anónimo, sí, y lo echaría de la casa. Que no volviera más, que no se entrometiera en su vida nunca más.
Pero, en la salita comedor sólo encontró a Justiniana. Cariacontecida, le mostró la servilleta con manchitas de sangre.
—Se fue llorando, señora. No por el golpe en la nariz. Sino porque, al aventárselo, le rompió usted el libro de ese pintor que le gusta tanto. Se ha quedado muy dolido, le digo.
—Vaya, ahora resulta que te da pena —La señora Lucrecia se dejó caer en el sillón, exhausta—. ¿No te das cuenta de lo que me hizo? Esos anónimos me los mandó él, él.
—Me ha jurado que no, señora. Que por lo más santo, que es el señor quien se los manda.
—Mentira —Doña Lucrecia sentía un cansancio de siglos. ¿Se iba a desmayar? Qué ganas de irse a la cama, de cerrar los ojos, de dormir una semana seguida—. Se vendió solo, con lo de la máscara y la gracia del espejito.
Justiniana se acercó y le habló casi en secreto.
—¿Está segura que no le leyó ese anónimo? ¿Que no le contó lo de la máscara? Fonchito es una ardilla de sabido, señora. ¿Cree que se habría dejado chapar tan tontamente?
—Nunca le leí esa carta, nunca le hablé de la máscara —afirmó doña Lucrecia. Pero, en ese mismo instante, dudó.
¿No lo había hecho? ¿Ayer, anteayer? Tenía la cabeza tan revuelta estos días; desde esa cascada de anónimos andaba extraviada en un bosque de conjeturas, divagaciones, sospechas, fantasías. ¿No podía ser que sí? ¿Que le hubiera contado, mencionado, incluso leído, esa peregrina instrucción de que posara desnuda, con medias y una máscara de fiera, ante un espejo? Si lo hubiera hecho, habría cometido una gran injusticia, insultándolo y golpeándolo.
—Estoy harta —murmuró, haciendo esfuerzos por contener las lágrimas—. Harta, Justita, harta. A lo mejor se lo conté y se me olvidó. Ya no sé dónde tengo la cabeza. Tal vez. Quisiera irme de esta ciudad, de este país. Donde nadie me conozca. Lejos de Rigoberto y de Fonchito. Por culpa de ese par he caído en un pozo y nunca podré salir al aire libre.
—No se ponga triste, señora —Justiniana le puso la mano en el hombro, le acarició la frente—. No se amargue. Además, no se preocupe. Hay una manera, facilísima, de saber si es Fonchito o don Rigoberto el que le escribe esas huachaferías.
Doña Lucrecia levantó la vista. La empleada tenía los ojos llenos de chispas.
—Claro, pues, señora —hablaba con las manos, los ojos, los labios, los dientes—. ¿No le da esa cita, en la última? Ya está. Vaya donde le dice, haga lo que le pide.
—¿Se te ocurre que voy a hacer esas payasadas de peliculón mexicano? —fingió que se escandalizaba doña Lucrecia.
—Y así sabrá quién es el autor de los anónimos —concluyó Justiniana—. Yo la acompaño, si quiere. Para que no se sienta sola. Y porque también me muero de curiosidad, señora. ¿El hijito o el papito? ¿Cuál será?
Se rió con el descaro y la gracia con que solía hacerlo y doña Lucrecia terminó sonriendo también. Después de todo, tal vez esta loca tuviera razón. Si iba a la truculenta cita, se sacaría el clavo, por fin.
—No se presentará, me meterá el dedo a la boca una vez más —argumentó, sin mucha fuerza, sabiendo en su fuero íntimo que estaba decidida. Iría, haría todas las payasadas que el papito o el hijito le pedían. Seguiría jugando el juego que, queriendo o no queriendo, jugaba también desde hacía tiempo.
—¿Quiere que le prepare un bañito de agua tibia, con sales, para que se le pase el colerón? —Justiniana estaba animadísima.
Doña Lucrecia asintió. Maldita sea, ahora tenía la sensación de haberse apresurado, de haber cometido una tremenda injusticia con el pobre Fonchito.
CARTA AL LECTOR DE «PLAYBOY» O TRATADO MÍNIMO DE ESTÉTICA
Siendo el erotismo la humanización inteligente y sensible del amor físico, y, la pornografía, su abaratamiento y degradación, yo lo acuso a usted, lector de Playboy o Penthouse, frecuentador de antros que exhiben films porno duro y de sex shops donde se adquieren vibradores eléctricos, consoladores de caucho y condones con crestas de gallo o mitras arzobispales, de contribuir al regreso veloz hacia la mera cópula animal del atributo más eficaz concedido al hombre y a la mujer para asemejarse a los dioses (paganos, por supuesto, que no eran castos ni remilgados en cuestiones sexuales como el que sabemos).
Usted delinque abiertamente, cada mes, renunciando a ejercer su propia imaginación, atizada por el fuego de sus deseos, cediendo a la tara municipal de permitir que sus pulsiones más sutiles, las del apetito carnal, sean embridadas por productos manufacturados de manera clónica, que, aparentando satisfacer las urgencias sexuales, las subyugan, aguándolas, señalizándolas y constriñéndolas dentro de caricaturas que vulgarizan el sexo, lo despojan de originalidad, misterio y belleza, y lo tornan mascarada, cuando no innoble afrenta al buen gusto. Para que sepa con quién tiene que vérselas, quizás le aclare mi pensamiento saber que (monógamo como soy, aunque benevolente con el adulterio) tengo por mentes más apetecibles de codicias eróticas a la difunta y respetabilísima estadista de Israel doña Golda Meier o a la austera señora Margaret Thatcher del Reino Unido, a quien nunca se le movió un cabello mientras fue Primera Ministra, que a cualquiera de esas muñecas alcanforadas, de tetas infladas por la silicona, pubis escarmenados y teñidos que parecen canjeables, una misma impostura multiplicada por una horma única, que, para que el ridículo complemente a la estupidez, aparecen en esa enemiga de Eros que es Playboy, a página desplegada y con orejas y cola de peluche ostentando el cetro de «La conejita del mes».
Mi odio a Playboy, Penthouse y congéneres no es gratuito. Ese espécimen de revista es un símbolo del encanallamiento del sexo, de la desaparición de los hermosos tabúes que solían rodearlo y gracias a los cuales el espíritu humano podía rebelarse, ejercitando la libertad individual, afirmando la personalidad singular de cada cual, y crearse poco a poco el individuo soberano en la elaboración, secreta y discreta, de rituales, conductas, imágenes, cultos, fantasías, ceremonias, que, ennobleciendo éticamente y confiriendo categoría estética al acto del amor, lo desanimalizaran progresivamente hasta convertirlo en acto creativo. Un acto gracias al cual, en la reservada intimidad de las alcobas, un hombre y una mujer (cito la fórmula ortodoxa, pero, claro, podría tratarse de un caballero y una palmípeda, de dos mujeres, de dos o tres hombres, y de todas las combinaciones imaginables siempre que el elenco no supere el trío o, concesión máxima, los dos pares) podían emular por unas horas a Hornero, Fidias, Botticelli o Beethoven. Sé que usted no me entiende, pero no importa; si me entendiera, no sería tan imbécil de sincronizar sus erecciones y orgasmos con el reloj (¿de oro macizo e impermeabilizado, seguramente?) de un señor llamado Hugh Heffner.
El problema es estético antes que ético, filosófico, sexual, psicológico o político, aunque, para mí, demás está decírselo, esa separación no es aceptable, porque todo lo que importa es, a la corta o a la larga, estético. La pornografía despoja al erotismo de contenido artístico, privilegia lo orgánico sobre lo espiritual y lo mental, como si el deseo y el placer tuvieran de protagonistas a falos y vulvas y estos adminículos no fueran meros sirvientes de los fantasmas que gobiernan nuestras almas, y segrega el amor físico del resto de experiencias humanas. El erotismo, en cambio, lo integra con todo lo que somos y tenemos. En tanto que, para usted, pornógrafo, lo único que cuenta a la hora de hacer el amor es, como para un perro, un mono o un caballo, eyacular, Lucrecia y yo, envídienos, hacemos el amor también desayunando, vistiéndonos, oyendo a Mahler, conversando con amigos y contemplando las nubes o el mar.
Cuando digo estético usted puede, tal vez, pensar —si la pornografía y el pensamiento son compatibles— que, por ese atajo, caigo en la trampa de lo gregario y que, como los valores son generalmente compartidos, en este dominio yo soy menos yo y un poco más ellos, es decir, una parte de la tribu. Reconozco que el peligro existe; pero, lo combato sin tregua, día y noche, defendiendo mi independencia contra viento y marea mediante el uso constante de mi libertad.
Entérese y juzgue, si no, por esta pequeña muestra de mi tratado de estética particular (que espero no compartir con mucha gente y que es flexible y se deshace y rehace como la greda en manos de un diestro ceramista).
Todo lo que brilla es feo. Hay ciudades brillantes, como Viena, Buenos Aires y París; escritores brillantes, como Umberto Eco, Carlos Fuentes, Milán Kundera y John Updike, y pintores brillantes como Andy Warhol, Matta y Tàpies. Aunque todo eso destella, para mí es prescindible. Sin excepción, todos los arquitectos modernos son brillantes, por lo cual la arquitectura se ha marginado del arte y convertido en una rama de la publicidad y las relaciones públicas, por lo que es conveniente descartar a aquéllos en bloque y recurrir únicamente a albañiles y maestros de obras y a la inspiración de los profanos. No hay músicos brillantes, aunque lucharon por serlo y casi lo consiguieron compositores como Maurice Ravel y Erik Satie. El cine, divertido como el ludo o la lucha libre, es postartístico y no merece ser incluido dentro de consideraciones sobre estética, pese a algunas anomalías occidentales (esta noche salvaría a Visconti, Orson Welles, Buñuel, Berlanga y John Ford) y una japonesa (Kurosawa).
Toda persona que escribe «nuclearse», «planteo», «concientizar», «visualizar», «societal» y sobre todo «telúrico» es un hijo (una hija) de puta. También lo son quienes usan escarbadientes en público, infligiendo al prójimo ese repelente espectáculo que afea los paisajes. Y, lo mismo, esos asquerosos que sacan la miga del pan, la amasan y la dejan hecha bolitas sobre la mesa. No me pregunte usted por qué los autores de estas fealdades son unos hijos (unas hijas) de puta; esos conocimientos se intuyen y asimilan por inspiración; son infusos, no se estudian. La misma consigna vale, por supuesto, para el mortal de cualquier sexo que, pretendiendo castellanizar el whisky, escribe güisqui, yinyerel o jaibol. Estos últimos, estas últimas, deberían incluso morir, pues sospecho que sus vidas son superfluas.
La obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndolo me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película. Ejemplos conspicuos: El hombre sin cualidades, de Musil, y todas las películas de esos embauques llamados Oliver Stone o Quentin Tarantino.
En lo relativo a pintura y escultura, mi criterio de valoración artístico es muy simple: todo lo que yo podría hacer en materia plástica o escultural es una mierda. Sólo califican, pues, los artistas cuyas obras están fuera del alcance de mi mediocridad creativa, aquellos que yo no podría reproducir. Este criterio me ha permitido determinar, al primer golpe de vista, que toda la obra de «artistas» como Andy Warhol o Frida Kahlo es una bazofia, y, por el contrario, que hasta el más somero diseño de Georg Grosz, de Chillida o de Balthus son geniales. Además de esta regla general, la obligación de un cuadro también es excitarme (expresión que no me gusta, pero la uso porque aún me gusta menos, ya que introduce un elemento risueño en lo que es serísimo, la criolla alegoría: «ponerme a punto de caramelo»). Si me gusta, pero me deja frío, sin la imaginación invadida por deseos teatral–copulatorios y ese cosquilleo rumoroso en los testículos que precede a las tiernas erecciones, es, aunque se trate de la Mona Lisa, El Hombre de la Mano en el Pecho, el Guernica o la Ronda Nocturna, un cuadro sin interés. Así, le sorprenderá saber que de Goya, otro monstruo sagrado, sólo me placen los zapatitos de hebillas doradas, tacón en punta y adornos de raso, acompañados de medias blancas de punto con que calzaba en sus óleos a sus marquesas, y que en los cuadros de Renoir sólo miro con benevolencia (placer, a veces) los rosados traseros de sus campesinas y evito el resto de sus cuerpos, sobre todo esas caritas de miriñaque y los ojos–luciérnaga, que anticipan —¡vade retro!— a las conejitas de Playboy. De Courbet, me interesan las lesbianas y aquel gigantesco trasero que hizo ruborizar a la fruncida Emperatriz Eugenia.
La obligación de la música para conmigo es zambullirme en un vértigo de puras sensaciones, que me haga olvidar la parte más aburrida de mí mismo, la civil y municipal, me desatore de preocupaciones, me aisle en un enclave sin contacto con la sórdida realidad circundante, y, de este modo, me permita pensar con claridad en las fantasías (generalmente eróticas y siempre con mi esposa en el papel estelar) que me hacen llevadera la existencia. Ergo, si la música se hace demasiado presente, y, porque comienza a gustarme demasiado o porque hace mucho ruido, me distrae de mis propios pensamientos y reclama mi atención y la consigue —citaré a la carrera a Gardel, Pérez Prado, Mahler, todos los merengues y cuatro quintas partes de las óperas— es mala música y queda desterrada de mi estudio. Este principio hace, claro está, que ame a Wagner, a pesar de las trompetas y los molestos cornos, y que respete a Schoenberg.
Espero que estos rápidos ejemplos que, desde luego, no aspiro a que comparta conmigo (y menos aún lo deseo) lo ilustren sobre lo que quiero decir cuando afirmo que el erotismo es un juego (en la alta acepción que daba el gran Johan Huizinga a la palabra) privado, en el que sólo el yo y los fantasmas y los jugadores pueden participar, y cuyo éxito depende de su carácter secreto, impermeable a la curiosidad pública, pues de esta última sólo puede derivarse su reglamentación y manipulación desnaturalizadora por agentes írritos al juego erótico. Aunque me repelen las velludas axilas femeninas, respeto al amateur que persuade a su compañero o compañera que se las riegue y fomente para jugar con ellas con labios y dientes hasta llegar al éxtasis con aullidos en do mayor. Pero, no puede tenerlo, en absoluto, y sí, más bien, conmiseración, por el pobre cacaseno que bastardea ese antojo de su fantasma, comprando —por ejemplo, en los almacenes de artefactos porno con los que ha sembrado Alemania la ex–aviadora Beate Uhse— esas velludas matas de axilas y pubis artificiales (de «pelo natural», se jactan las más costosas) que se venden allí en diferentes formas, tamaños, sabores y colores.
La legalización y reconocimiento público del erotismo, lo municipaliza, cancela y encanalla, volviéndolo pornografía, triste quehacer al que defino como erotismo para pobres de bolsillo y de espíritu. La pornografía es pasiva y colectivista, el erotismo creador e individual, aun cuando se ejercite de a dos o de a tres (le repito que soy adversario de elevar el número de participantes para que estas funciones no pierdan su sesgo de fiestas individualistas, ejercicios de soberanía, y no se manchen con la apariencia de mítines, deportes o circos). Por eso, me merecen carcajadas de hiena los argumentos del poeta beatnik Alien Ginsberg (véase su entrevista con Alien Young en Cónsules de Sodoma) defendiendo los acoplamientos colectivos en la oscuridad de las piscinas, con el cuento de que esta promiscuidad es democrática y justiciera, pues permite, gracias a la tiniebla igualitaria, que la fea y la bonita, la flaca y la gorda, la joven y la vieja, tengan las mismas oportunidades de placer. ¡Qué razonamiento absurdo, de comisario constructivista! La democracia sólo tiene que ver con la dimensión civil de la persona, en tanto que el amor —el deseo y el placer— pertenece, como la religión, al ámbito privado, en el que importan sobre todo las diferencias, no las coincidencias con los demás. El sexo no puede ser democrático; es elitista y aristocrático y una cierta dosis de despotismo (recíprocamente pactado) suele serle indispensable. Los ayuntamientos colectivos en los baños oscuros que el poeta beatnik recomienda como modelos eróticos se parecen demasiado a los amancebamientos de potros y yeguas en las dehesas o los pisotones indiscriminados de gallos a gallinas en los alborotados gallineros, para confundirlos con esa hermosa creación de ficciones animadas, de carnales fantasías, en que participan por igual el cuerpo y el espíritu, la imaginación y las hormonas, lo sublime y lo abyecto de la condición humana, que es el erotismo para este modesto epicúreo y anarquista escondido en el cuerpo ciudadano de un asegurador de propiedades.
El sexo practicado a la manera de Playboy (vuelvo y volveré sobre este tema hasta que mi muerte o la suya me lo impida) elimina dos ingredientes esenciales a Eros, a mi entender: el riesgo y el pudor. Entendámonos. El aterrado hombrecillo que, en el autobús, venciendo su vergüenza y su miedo, se abre el abrigo y, por cuatro segundos, ofrece a la desaprensiva comadrona a la que el destino deparó viajar frente a él, el espectáculo de su enhiesta verga, es un temerario impúdico. Hace lo que hace a sabiendas de que el precio de su fugaz capricho puede ser una paliza, un linchamiento, el calabozo y un escándalo que divulgaría ante la opinión pública un secreto con el que quisiera irse a la tumba y lo condenaría a la condición de reprobo, psicópata y peligro social. Pero, se arriesga a ello porque el placer que le produce ese mínimo exhibicionismo es inseparable del miedo y de la transgresión de ese pudor. Qué distancia astral la que lo separa —la distancia que hay entre el erotismo y la pornografía, precisamente— del ejecutivo arrebosado de colonias francesas y de muñecas esposadas por un reloj Rolex (¿qué otro iba a ser?), que, en un bar de moda amenizado por música de blues, abre el último número de Playboy y se exhibe con él y lo exhibe convencido de que está exhibiendo su verga ante el mundo, mostrándose hombre mundano, desprejuiciado, moderno, gozador, in. ¡El pobre imbécil! No sospecha que aquello que exhibe es el santo y seña de su servidumbre al lugar común, a la publicidad, a la moda desindividualizadora, su abdicación de la libertad, su renuncia a emanciparse, gracias sus fantasmas personales, de la esclavitud atávica de la señalización.