38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

Doña Lucrecia se descolgó de la banqueta de la barra y adivinó la malintencionada miradita del barman al verla partir. Siguió al joven rubio, que avanzaba de prisa entre las mesas atestadas, hendiendo la atmósfera humosa, hacia la salida del Bar. Luego, cruzó el pasillo hacia los ascensores. Doña Lucrecia vio que pulsaba el piso 24 y su corazón dio un brinco con el vacío en el vientre por la velocidad con que subieron. Una puerta se abrió apenas salieron al pasillo. Estaban en la recepción de una enorme suite: tras el ventanal de cristales, se extendía a sus pies un mar de luces con manchas oscuras y bancos de neblina.

—Puedes quitarte la peluca y desvestirte en el baño —El muchacho le señaló una habitación, a un costado de la salita. Pero, doña Lucrecia no atinó a dar un paso, fascinada por esa faz juvenil, de mirada de acero y pelos alborotados —los había creído rubios y eran claros, tirando a oscuros— que tenía al frente, modelados por el cono de luz de una lámpara. ¿Cómo era posible? Parecía él, en persona.

—¿Cómo que Egon Schiele? —le salió al paso Justiniana—. ¿El pintor que tiene maniático a Fonchito? ¿El fresco que pintaba a sus modelos haciendo sinvergüenzuras?

—¿Por qué crees que me quedé pasmada, si no? Ése mismo.

—Ya sé que me le parezco —le explicó el muchacho, en el mismo tono serio, funcional y deshumanizado en que se había dirigido a ella desde el primer momento—. ¿Es eso lo que te tiene tan desconcertada? Bueno, me le parezco. ¿Y qué? ¿O crees que soy Egon Schiele resucitado? ¿No serás tan tonta, no?

—Es que, me ha dejado muda el parecido —reconoció doña Lucrecia, examinándolo—. No es sólo la cara. También, el cuerpecito largo, raquítico. Las manos, tan grandes. Y la manera como juegas con tus dedos, ocultando el pulgar. Igualito, idéntico a todas las fotografías de Egon Schiele. ¿Cómo es posible?

—No perdamos tiempo —dijo el muchacho, con frialdad y un ademán de fastidio—. Quítate esa peluca asquerosa y esos horribles aretes y collares. Te espero en el dormitorio. Ven desnuda.

Su cara tenía algo desafiante y vulnerable. Parecía, pensó doña Lucrecia, un muchachito malcriado y genial, al que, con todas sus travesuras y desplantes, audacias y temeridades, le hacía mucha falta su mamá. ¿Estaba pensando en Egon Schiele o en Fonchito? Doña Lucrecia estuvo totalmente segura de que el muchacho prefiguraba lo que sería el hijo de Rigoberto dentro de unos años.

«A partir de este momento, comienza lo más difícil», se dijo. Tenía la certeza de que el muchacho parecido a Fonchito y a Egon Schiele había echado doble llave a la puerta y que, aunque lo quisiera, no podría escapar ya de la suite. Tendría que permanecer allí el resto de la noche. Junto con el miedo que se había apoderado de ella, la devoraba la curiosidad, y hasta un amago de excitación. Entregarse a ese esbelto joven de expresión fría y algo cruel sería como hacer el amor con un Fonchito–joven–casi–hombre, o con un Rigoberto rejuvenecido y embellecido, un Rigoberto–joven–casi–niño. La ocurrencia la hizo sonreír. El espejo del cuarto de baño le mostró su expresión relajada, casi alegre. Le costaba trabajo quitarse la ropa. Sentía las manos agarrotadas, como si las hubiera tenido expuestas a la nieve. Sin la absurda peluca, libre de la minifalda que la cinchaba, respiró. Conservó el calzoncito y el mínimo sostén de encaje negro, y, antes de salir, se soltó y arregló los cabellos —los había sujetado con una redecilla—, deteniéndose un instante en la puerta. Otra vez, el pánico. «Puede que no salga viva de aquí.» Pero, ni siquiera ese temor hizo que se arrepintiera de haber venido y de estar interpretando esta truculenta farsa para dar gusto a Rigoberto (¿o a Fonchito?). Al salir a la salita, comprobó que el muchacho había apagado todas las luces de la habitación, salvo una lamparita, de un alejado rincón. Por el enorme ventanal, parpadeaban allá abajo miles de luciérnagas de un cielo invertido. Lima parecía disfrazada de gran ciudad; la oscuridad borraba sus harapos, su mugre y hasta su mal olor. Una música suave, de harpas, trinos, violines, bañaba la penumbra. Mientras avanzaba hacia la puerta que el muchacho le había señalado, siempre aprensiva, sintió una nueva ola de excitación, enderezándole los pezones («Lo que le gusta tanto a Rigoberto»). Se deslizaba silenciosamente por la moqueta. Tocó la puerta con los nudillos. Estaba junta y se abrió, sin un chirrido.

—¿Y estaban ahí, los de antes? —exclamó Justiniana, todavía más incrédula— Cómo va a ser, pues. ¿Los dos de antes? ¿Adelita, la hija de la señora Esther?

—Y el tipo de los caballos, el narco o lo que fuera —confirmó doña Lucrecia—. Sí, ahí. Los dos. En la cama.

—Y, por supuesto, calatos —lanzó una risitada Justiniana, llevándose una mano a la boca y revolviendo los ojos con descaro—. Esperándola, señora.

La habitación parecía más grande de lo habitual en un hotel, incluso en una suite de lujo, pero doña Lucrecia no pudo darse cuenta exacta de sus dimensiones, porque sólo estaba encendida la lamparita de uno de los veladores y la luz circular, enrojecida por la gran pantalla color alacrán, sólo alumbraba con total claridad a la pareja tendida y entreverada sobre la bituminosa colcha, con manchas color lúcuma oscuro, que cubría la cama de dos plazas. El resto de la habitación se hallaba en penumbra.

—Pasa, amorcito —le dio la bienvenida el hombre, agitando una mano, sin cesar de besuquear a Adelita, sobre la que estaba semimontado—. Tómate un trago. Sobre la mesa, hay champagne. Y, coquita, en esa tabaquera de plata.

La sorpresa de encontrar allí a Adelita y al hombre de los caballos, no la hizo olvidar al delgado joven de boca cruel. ¿Había desaparecido? ¿Espiaba, desde la sombra?

—Hola, prima —la cara traviesa de Adelita surgió por sobre el hombro del tipo—. Qué bueno que te zafaras de tu cita. Apúrate, ven. ¿No tienes frío? Aquí esta calientito.

Se le quitó el miedo por completo. Fue hasta la mesa y se sirvió una copa de champagne de una botella metida en un balde de hielo. ¿Y si se pegaba un jalón de coca, también? Mientras bebía, a sorbitos, en la penumbra, pensó: «Es magia o brujería. Milagro, no puede ser». El hombre era más gordo de lo que parecía vestido; su cuerpo, blancón y con lunares, tenía rollos en la barriga, unas nalgas lampiñas y unas piernas muy cortas, con matitas de vellos oscuros. Adelita, en cambio, era aún más delgada de lo que creyó; un cuerpo alargado, morenito, una cintura muy estrecha en la que resaltaban los huesitos de las caderas. Se dejaba besar y abrazar y abrazaba también al narco caballista, pero, aunque sus gestos simulaban entusiasmo, doña Lucrecia advirtió que ella no lo besaba y que, más bien, evitaba su boca.

—Ven, ven, ya casi no aguanto —rogó el hombre, de pronto, con vehemencia—. Mi capricho, mi capricho. ¡Ahora o nunca, muchachas!

Aunque la excitación de hacía un momento se le había eclipsado y sentía más bien algo de asco, luego de apurar la copa, doña Lucrecia le obedeció. Yendo hacia la cama, vio de nuevo por el ventanal, allá abajo, y también arriba, en los cerros donde comenzaba la lejana Cordillera, el archipiélago de luces. Se sentó en una esquina de la cama, sin miedo, pero confusa y cada momento más asqueada. Una mano la cogió del brazo, la atrajo y obligó a tenderse bajo un cuerpo pequeño y fofo. Se ablandó, se dejó hacer, anonadada, desmoralizada, decepcionada. Se repetía, como autómata: «No vas a llorar, Lucrecia, no vas a llorar». El hombre la abrazó a ella con su brazo izquierdo y a Adelita con el derecho y su cabeza pivota–ba de una a otra, besándolas en el cuello, en las orejas, y buscándoles la boca. Doña Lucrecia veía muy cerca la cara de Adelita, despeinada, congestionada, y, en sus ojos, un signo de complicidad, burlón y cínico, animándola. Los labios y dientes de él se apretaron contra los suyos, forzándola a abrir la boca. Su lengua entró en ella, como un áspid.

—A ti quiero empalarte —lo oyó implorar, mientras la mordisqueaba y acariciaba sus pechos—. Móntate, móntate. Rápido, que me voy.

Como vacilaba, Adelita la ayudó a subirse sobre él y se acuclilló también, pasando una de sus piernas sobre el hombre y acomodándose de modo que él tuviera su boca a la altura de su sexo depilado, en el que doña Lucrecia percibió apenas una línea ralita de vellosidad. En eso, se sintió corneada. ¿Había crecido tanto al entrar en ella esa cosita menuda, a medio atiesar, que segundos antes se frotaba contra sus piernas? Ahora, era un espolón, un ariete que la levantaba, perforaba y hería con fuerza cataclísmica.

—Bésense, bésense —gimoteaba el de los burros—. No las veo bien, maldita sea. ¡Nos faltó un espejo!

Mojada de sudor de los cabellos a los pies, atontada, adolorida, sin abrir los ojos, estiró los brazos y buscó la cara de Adelita, pero cuando encontró los labios delgaditos, la muchacha, aunque apretándolos contra los suyos, los mantuvo cerrados. No se abrieron cuando ella los presionó, con su lengua. Y, en eso, por entre sus pestañas y las gotitas de sudor que rodaban de su frente, vio al joven desaparecido de ojos acerados, allá arriba, cerca del techo, haciendo equilibrio en lo alto de una escalera. Semioculto por lo que parecía un biombo laqueado, con caligrafía chinesca, las orejitas medio paradas, sus ojos incendiados, la boquita cruel fruncida, la pintaba, los pintaba, furiosamente, con un largo carboncillo, en una cartulina blanquísima. En efecto, parecía un ave de presa, agazapado en lo alto de la escalera de tijeras, observandolos, midiéndolos, retocándolos con trazos largos, enérgicos, y esos ojillos feroces, vivísimos, que saltaban de la cartulina a la cama, de la cama a la cartulina, sin prestar atención a nada más, indiferentes a las luces de Lima desparramadas al pie de la ventana y a su propia verga, que se había abierto camino fuera del pantalón haciendo saltar los botones y se estiraba y crecía como un globo que llenan de aire. Ofidio volador, se balanceaba ahora sobre ella, contemplándola con su ojo de gran cíclope. No le sorprendió ni le importó. Cabalgaba, colmada, ebria, agradecida, embotellada, pensando, ora en Fonchito, ora en Rigoberto.

—Por qué sigues brincando, ¿no ves que me fui? —lloriqueó el hombre de los caballos. En la media oscuridad, su cara parecía de ceniza. Hacía pucheros de niño malcriado—. Maldita suerte, siempre me pasa. Cuando se pone rico, me voy. No puedo aguantarme. No hay manera, no hay. Fui donde el especialista y me recetó baños de fango. Una mierda. Me daba dolor de estómago y vómitos. Masajes. Otra mierda. Fui donde un curandero de la Victoria y me metió en una tina con hierbas, que olía a caca. ¿De qué me sirvió? De nada. Ahora me voy más rápido que antes. ¿Por qué esa suerte perra, maldita sea?

Se le escapó un gemido y sollozó.

—No llores, compadre, ¿no tuviste tu capricho acaso? —lo consoló Adelita, volviendo a pasar la pierna por sobre la cabeza del llorón y tumbándose a su lado.

Por lo visto, ninguno de los dos veía a Egon Schiele, o su doble, haciendo equilibrio a un metro encima de ellos, en lo alto de la escalera y ayudándose a no caer, a guardar el centro de gravedad, gracias a esa inmensa verga que se mecía suavemente sobre la cama, luciendo en la escasa luz sus delicados pliegues sonrosados y las alegres venitas del lomo. Y, sin duda, tampoco lo oían. Ella sí, clarísimo. Repetía entre dientes, como un mantra, chillón y beligerante: «Soy el más tímido de los tímidos. Soy divino».

—Descansa, prima, qué haces ahí, la función ya terminó —le dijo Adelita, con cariño.

—Que no se vayan, antes pégales. No las dejes irse. ¡Pégales, pégales fuerte a las dos!

Era Fonchito, naturalmente. No, no el pintor concentrado en su tarea de abocetarlos. Era el niño, su entenado, el hijo de Rigoberto. ¿Estaba ahí, él también? Sí. ¿Dónde? En alguna parte, segregado por las sombras del cuarto de las maravillas. Quieta, encogida, desexcitada, aterrada, cubriéndose los pechos con las manos, doña Lucrecia miró a la derecha, buscó a la izquierda. Y, por fin, los encontró, reflejados en un gran espejo de luna donde se vio ella también, repetida como una modelo de Egon Schiele. La medialuz no los disolvía; más bien, daba al padre y al hijo, sentados uno junto a otro —aquél observándolos con benevolencia afectuosa y, éste, sobreexcitado, la angelical carita congestionada de tanto gritar «Pégales, pégales» — en un sillón que parecía un palco encaramado sobre el proscenio de la cama.

—¿O sea que se aparecieron también el señor y Fonchito? —comentó Justiniana, con tono desabrido y franca decepción—. Esto sí que no hay quien se lo crea.

—Muy sentaditos y mirándonos —asintió doña Lucrecia—. Rigoberto, muy formal, comprensivo y tolerante. Y, el niñito, incontenible, haciendo las diabluras de costumbre.

—Yo no sé usted, señora —dijo Justiniana, de pronto, cortándole el relato de golpe y levantándose—. Pero, en este mismo momento, necesito una ducha de agua bien fría. Para no pasarme otra noche desvelada y con sofocón. Estas conversaciones con usted, a mí me encantan. Pero, me dejan medio turumba y cargada de electricidad. Si no me cree, póngame la mano aquí y verá qué sacudón recibe.

LA BABA DEL GUSANO

Aunque sé de sobra que es usted un mal necesario, sin el cual la vida en comunidad no sería vivible, debo decirle que usted representa todo lo que detesto, en la sociedad y en mí mismo. Pues, desde hace un cuarto de siglo por lo menos, de lunes a viernes y de ocho de la mañana a seis de la tarde, con algunas actividades ancilares (cocteles, seminarios, inauguraciones, congresos) a las que me es imposible sustraerme sin poner en peligro mi supervivencia, soy también una especie de burócrata, aunque no trabaje en el sector público sino en el privado. Pero, como usted y por culpa de usted, en estos veinticinco años mi energía, mi tiempo y mi talento (tuve alguno) se los han tragado, en gran parte, los trámites, las gestiones, las solicitudes, las instancias, los procedimientos inventados por usted para justificar el sueldo que gana y el escritorio donde engrasa sus posaderas, dejándome apenas unas migajas de libertad para tomar iniciativas y llevar a cabo un trabajo que merezca llamarse creativo. Ya sé que los seguros (mi ramo profesional) y la creatividad se hallan tan alejados como los planetas Saturno y Plutón en el universo sideral, pero esta distancia no sería tan vertiginosa si usted, hidra reglamentarista, oruga tramitadora, rey del papel sellado, no la hubiera hecho abismal. Porque, aun en el árido desierto de las aseguradoras y reaseguradoras podría volcarse la imaginación del ser humano y extraer de él estímulo intelectual y hasta placer, si usted, encarcelado en esa densa malla de regulaciones asfixiantes —destinadas a dar carácter de necesidad a la obesa burocracia que ha puesto a reventar las reparticiones públicas y a crear una miríada de coartadas y justificaciones a sus chantajes, coimas, tráficos y robos— no hubiera convertido la tarea de una compañía de seguros en una embrutecedora rutina parecida a la de esas complicadas y diligentes máquinas de Jean Tinguely, que, moviendo cadenas, poleas, carriles, palas, cucharas y émbolos terminan por parir una pelotita de ping pong. (Usted no sabe quién es Tinguely y tampoco le conviene saberlo, aunque, estoy seguro, si el azar las pusiera en su camino, usted ya habría tomado todas las precauciones para no entender, banalizándolos, los sarcasmos feroces que le disparan las obras de ese escultor, uno de los pocos artistas contemporáneos que me entiende.)

Si le cuento que yo entré en esta compañía recién recibido de abogado, con un puestecito insignificante en el departamento legal, y que en estos cinco lustros he escalado la jerarquía hasta ocupar la gerencia, ser miembro del Directorio y dueño de un buen paquete de acciones de la empresa, usted me dirá que, en esas condiciones, de qué puedo quejarme, y que peco de ingratitud. ¿Acaso no vivo bien? ¿No formo parte del microscópico fragmento de la sociedad peruana que tiene casa propia, automóvil, la posibilidad de viajar una o dos veces por año a Europa o Estados Unidos de vacaciones y de vivir con unas comodidades y disfrutar de una seguridad impensables e insoñables para las cuatro quintas partes de nuestros compatriotas? Todo eso es cierto. También lo es, que, gracias a este éxito profesional (¿así lo llaman ustedes, no es cierto?) he podido llenar mi estudio de libros, grabados y cuadros que me amurallan contra la estupidez y la ramplonería reinantes (es decir, contra todo lo que usted representa) y formar un enclave de libertad y fantasía donde, cada día, mejor dicho cada noche, he podido desintoxicarme de la espesa costra de convencionalismos embrutecedores, viles rutinas, actividades castradoras y gregarizadas que usted fabrica y de las que se nutre, y vivir, vivir de verdad, ser yo mismo, abriendo a los ángeles y demonios que me habitan las puertas enrejadas detrás de las cuales —por culpa de usted, de usted— están obligados a esconderse el resto del día.

Usted me dirá, también: «Si odia tanto los horarios de oficina, las cartas y las pólizas, los informes legales y los protocolos, las reclamaciones, los permisos y los alegatos ¿por qué no tuvo el coraje de sacudirse todo eso de encima y vivir la vida verdadera, la de su fantasía y sus deseos, no sólo en las noches, también en las mañanas, mediodías y tardes? ¿Por qué cedió más de la mitad de su vida al animal burocrático que, junto con sus ángeles y demonios, también lo esclaviza?». La pregunta es pertinente —me la he formulado muchas veces—, pero también lo es mi respuesta: «Porque el mundo de fantasía, de placer, de deseos en libertad, mi única patria querida, no hubiera sobrevivido indemne a la escasez, la estrechez, las angustias económicas, el agobio de las deudas y la pobreza. Los sueños y los deseos son incomestibles. Mi existencia se hubiera empobrecido, vuelto caricatura de sí misma». No soy un héroe, no soy un gran artista, carezco de genio, de manera que no hubiera podido consolarme la esperanza de una «obra» que acaso me sobreviviría. Mi aspiración y mis aptitudes no van más allá de saber diferenciar —en eso soy superior a usted, a quien su condición adventicia ha mermado hasta la nada el sentido de discriminación ético y estético—, dentro de la maraña de posibilidades que me rodean, lo que amo y lo que detesto, lo que me embellece la vida y lo que me la afea y embadurna de estupidez, lo que me exalta y lo que me deprime, lo que me hace gozar y lo que me hace sufrir. Para estar simplemente en condiciones de discernir constantemente entre esas opciones contradictorias necesito la tranquilidad económica que me da este quehacer profesional maculado por la cultura del trámite, esa miasma deletérea que usted genera como el gusano la baba y que ha pasado a ser el aire que respira el mundo entero. Las fantasías y los deseos —al menos, los míos— requieren para manifestarse un mínimo de tranquilidad y de seguridad. De otro modo, enflaquecerían y morirían. Si quiere deducir de ello que mis ángeles y demonios son incombustiblemente burgueses, es una estricta verdad.

Mencioné antes la palabra parásito y usted se habrá preguntado si tengo yo derecho, siendo un abogado que, aplicando desde hace veinticinco años la ciencia jurídica —el más nutritivo alimento de la burocracia y la primera engendradora de burócratas— a la especialidad de los seguros, a usarla despectivamente contra nadie. Sí, lo tengo, pero sólo porque también me la aplico a mí mismo, a mi mitad burocrática. En efecto, y para colmo de males, el parasitismo legal fue mi primera especialización, la llave que me abrió las puertas de la compañía La Perricholi —sí, ése es el ridículo nombre que la acriolla— y me consiguió las primeras promociones. ¿Cómo no iba a ser el más ingenioso enredador o desenredador de argumentos jurídicos quien descubrió desde su primera clase de derecho, que la llamada legalidad es, en gran medida, una intrincada selva donde los técnicos en enredos, intrigas, formalismos, casuismos, harán siempre su agosto? Que esa profesión no tiene nada que ver con la verdad y la justicia sino, exclusivamente, con la fabricación de apariencias incontrovertibles, con sofismas y embrollos imposibles de desenmadejar. Es verdad, se trata de una actividad esencialmente parasitaria, que he llevado a cabo con la eficiencia debida para ascender hasta la cima, pero, sin engañarme jamás, consciente de ser un forúnculo que se nutre de la indefensión, vulnerabilidad e impotencia de los demás. A diferencia de usted, yo no pretendo ser un «pilar de la sociedad» (inútil remitirlo al cuadro de Georges Grosz de ese título: usted no conoce a este pintor, o, peor todavía, sólo lo conoce por los espléndidos culos expresionistas que pintó y no por sus letales caricaturas de los colegas de usted en la Alemania de Weimar): sé lo que soy y lo que hago y desprecio esa parte de mí mismo tanto o más que lo que desprecio en usted. Mi éxito como legalista ha derivado de esa comprobación —que el derecho es una técnica amoral que sirve al cínico que mejor la domina— y de mi descubrimiento, también precoz, de que en nuestro país (¿en todos los países?) el sistema legal es una telaraña de contradicciones en la que a cada ley o disposición con fuerza de ley se puede oponer otra u otras que la rectifican y anulan. Por eso, todos estamos aquí siempre vulnerando alguna ley y delinquiendo de algún modo contra el orden (en realidad, el caos) legal. Gracias a ese dédalo usted se subdivide, multiplica, reproduce y reengendra, vertiginosamente. Y, gracias a ello, vivimos los abogados y algunos —mea culpa— prosperamos.

Ahora bien, pese a que mi vida ha sido un suplicio de Tántalo, una lucha diaria y moral entre el lastre burocrático de mi existencia y los ángeles y demonios secretos de mi ser, usted no me ha vencido. Siempre conseguí mantener ante lo que hacía de lunes a viernes y de ocho a seis de la tarde, la ironía suficiente para despreciar ese quehacer y despreciarme por hacerlo, de modo que las horas restantes pudieran desagraviarme y redimirme, compensarme y humanizarme (lo que, en mi caso, siempre quiere decir separarme del hato o la manada). Imagino la comezón que lo recorre, esa curiosidad biliosa con que se pregunta: «¿Y qué es lo que hace en esas noches que lo inmuniza contra mí, que lo salva de ser lo que yo soy?». ¿Quiere saberlo? Ahora que estoy solo — separado de mi mujer, quiero decir— leo, contemplo mis grabados, reviso y alimento mis cuadernos con cartas como ésta, pero, sobre todo, fantaseo, sueño, construyo una realidad mejor, depurada de todas las escorias y excrecencias —usted y su baba— que hacen a la existente tan siniestra y sórdida como para inducirnos a desear una distinta. (Hablo en plural y me arrepiento; no se repetirá.) En esa otra realidad, usted no existe. Existen sólo la mujer que amo y amaré siempre —la ausente Lucrecia— mi hijo Alfonso y algunos movibles y transitorios figurantes que aparecen como fuegos fatuos, el tiempo de serme útiles. Sólo cuando estoy en ese mundo, en esa compañía, existo, pues gozo y soy feliz.

Ahora bien, esas briznas de felicidad no serán posibles sin la inmensa frustración, el árido aburrimiento y la agobiadora rutina de mi vida real. En otras palabras, sin una vida deshumanizada por usted y lo que usted teje y desteje contra mí desde todos los engranajes del poder que detenta. ¿Entiende, ahora, por qué lo llamé al principio un mal necesario? Usted se creía, señor del estereotipo y el lugar común, que lo califiqué así porque pensaba que una sociedad debe funcionar, disponer de un orden, una legalidad, unos servicios, una autoridad, para no naufragar en la behetría. Y se creía que ese regulador, ese nudo gordiano, ese mecanismo salvador y organizador del hormiguero, era usted, el necesario. No, horrible amigo. Sin usted, la sociedad funcionaría bastante mejor de como funciona ahora. Pero, sin usted aquí, emputeciendo, envenenando y recortando la libertad humana, ésta no sería tan apreciada por mí, ni volaría tan alto mi imaginación, ni mis deseos serían tan pujantes, pues todo eso nace como rebeldía contra usted, como la reacción de un ser libre y sensible contra quien es la negación de la sensibilidad y el libre albedrío. De modo que, fíjese por dónde, a través de qué vericuetos, resulta que, sin usted, yo sería menos libre y sensible, mis deseos más pedestres y mi vida más hueca.

Ya sé que tampoco lo entenderá, pero, qué importa, si sobre esta carta jamás se posarán sus abotargados ojos de batracio.

Lo maldigo y le doy las gracias, burócrata.

EL SUEÑO ES VIDA

Bañada en sudor, sin salir del todo aún de esa delgada frontera en que el sueño y la vigilia se mezclaban, don Rigoberto siguió viendo a Rosaura, vestida con saco y corbata, cumplir sus instrucciones: se acercó a la barra y se inclinó sobre las espaldas desnudas de la llamativa mulata que le había estado haciendo avances desde que los vio entrar a esa boíte de enganche.

¿Estaban en la ciudad de México, no es cierto? Sí, luego de una semana en Acapulco, haciendo una escala en su regreso a Lima, al término de esas cortas vacaciones. Don Rigoberto había tenido el capricho de disfrazar a doña Lucrecia de varón e ir con ella así vestida a un cabaret de fulanas. Rosaura–Lucrecia cuchicheó algo con ella entre sonrisas —don Rigoberto vio cómo apretaba con autoridad el brazo desnudo de la mulata, que la miraba con unos ojos despercudidos y aviesos— y finalmente la sacó a bailar. Tocaban un mambo de Pérez Prado, por supuesto —El ruletero—, y en la estrecha pista de baile, humosa, atestada y cuyas sombras violentaba por rachas un reflector de colorines, don Rigoberto aprobó: Rosaura–Lucrecia interpretaba su papel bastante bien. No parecía una advenediza en esas ropas de varón, ni distinta con ese corte de pelo a lo garçón, ni incómoda llevando a su pareja los ratos que, cansadas de hacer figuras, se enlazaban. En estado crecientemente febril, don Rigoberto, lleno de admiración y gratitud hacia su mujer, tenía que desafiar la tortícolis para no perderlas de vista entre tantas cabezas y hombros adventicios. Cuando la desafinada —pero miedosa— orquestita pasó del mambo al bolero —Dos almas, que le recordó a Leo Marini— sintió que los dioses estaban con él. Interpretando su secreto deseo, vio que Rosaura estrechaba de inmediato a la mulata pasándole los dos brazos por la cintura y obligándola a pasarle los suyos sobre los hombros. Aunque en la media luz no podía llegar a esas precisiones, estuvo seguro de que su mujercita adorada, el falso varón, había comenzado a besar y mordisquear despacito el cuello de la mulata, contra cuyo vientre y tetas se frotaba como un verdadero caballero espoleado por la excitación.

Estaba despierto ya, sin la menor duda, pero, a pesar de tener todos sus sentidos alertas, la mulata y Lucrecia–Rosaura estaban todavía allí, apretadas en medio de esa nocturna humanidad prostibularia, en ese local estridente y truculento de mujeres pintarrajeadas como pericas, ancas tropicales y una clientela masculina de tipos con bigotes lacios, mofletudos, de miradas marihuanas ¿preparados para sacar las pistolas y entrematarse al menor descuido? «Por esta excursión a los bajos fondos de la noche mexicana, Rosaura y yo podemos perder la vida», pensó, con un escalofrío feliz. Y anticipó los titulares de la abyecta prensa: «Doble asesinato: hombre de negocios y esposa trasvestista degollados en casa de citas mexicana», «El anzuelo fue una mulata», «El vicio los perdió», «Degollada en bajos fondos de México pareja de la sociedad limeña», «Lacra blanca: pagan en sangre sus excesos». Regurgitó una risita como un eructo: «Si nos han matado, qué le importará el escándalo a nuestros gusanos».

Volvió al local de marras y ahí seguían bailando la mulata y Rosaura, el falso varón. Ahora, para su dicha, se manoseaban descaradamente y también se besaban en la boca. Pero, cómo: ¿no eran reacias las profesionales a ofrecer los labios a sus clientes? Sí, pero ¿acaso había obstáculo que Rosaura–Lucrecia no pudiera vencer? ¿Cómo había conseguido que la gran mulata abriera esa bocaza de gruesos labios bermejos y recibiera la visita sutil de su lengua serpentina? ¿Le habría ofrecido dinero? ¿La habría excitado? No importaba cómo, lo importante era que esa lengua dulce y blanda, casi líquida, estaba ahí, en la boca de la mulata, ensalivándola y absorbiendo la saliva —que imaginó espesa y olorosa— de esa exuberante mujer.

Y, entonces, lo distrajo la pregunta: ¿por qué Rosaura? Rosaura era también un nombre de mujer. Si se trataba de camuflarla por completo, como había hecho con su cuerpo abrigándolo con ropas de varón, preferible llamarla Carlos, Juan, Pedro, Nicanor. ¿Por qué, Rosaura? Casi inconscientemente se había levantado de la cama, puesto bata y zapatillas y mudado a su estudio. No necesitaba ver el reloj para saber que pronto asomarían en las tinieblas, como saliendo del mar, las lucecitas del amanecer. ¿Conocía él alguna Rosaura de carne y hueso? Buscó y fue categórico: ninguna. Era, pues, una Rosaura imaginaria, venida a aposentarse en su sueño sobre Lucrecia y a fundirse con ella, esta noche, desde la página olvidada de una novela o desde algún dibujo, óleo, grabado, que tampoco recordó. En todo caso, el nombre postizo seguía allí, adherido a Lucrecia, como ese traje de varón que habían comprado esa misma tarde en una tienda de la Zona Rosa, entre risas y cuchicheos, una vez que él preguntó a Lucrecia si accedería a materializar su fantasía y ella —«como siempre, como siempre»— dijo sí. Ahora, Rosaura era un nombre tan real como esa parejita que, cogida del brazo —la mulata y Lucrecia eran casi de la misma altura— había dejado de bailar y se acercaba a la mesa. Se levantó a recibirlas y, ceremonioso, extendió la mano a la mulata.

—Hola, hola, mucho gusto, asiento.

—Me muero de sed —dijo la mulata, abanicándose con las dos manos—. ¿Pedimos algo?