38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

—Lo que tú quieras, amorcito —le dijo Rosaura–Lucrecia, en el acto, acariciándole la barbilla y llamando a un mozo—. Pide, pide tú.

—Una botella de champagne —ordenó la mulata con una sonrisa de triunfo—. ¿De veras, te llamas Rigoberto? ¿O es tu nombre de guerra?

—Así me llamo. Un nombrecito algo raro ¿no?

—Rarísimo —asintió la mulata, mirándolo como si en vez de ojos tuviera dos tizones llameantes en la cara redonda—. Bueno, al menos, es original. Tú también eres bastante original, la verdad. ¿Quieres saber una cosa? Nunca he visto unas orejas y una nariz como las tuyas. ¡Qué enormes, madre mía! ¿Me dejas que te las toque? ¿Me permites?

A don Rigoberto, el pedido de la mulata —alta, ondulante, ojos incandescentes, cuello largo, hombros fuertes y una bruñida piel que destacaba con el vestido amarillo canario de amplio escote— lo dejó mudo, sin ánimos siquiera para responder con una broma a lo que parecía una demanda muy seria. Lucrecia–Rosaura vino a socorrerlo:

—Todavía no, amorcito —dijo a la mulata, pellizcándole la oreja—. Cuando estemos solos, en el cuarto, le tocarás todo lo que se te antoje.

—¿Vamos a estar solos los tres en un cuarto? —se rió la mulata, revolviendo los ojos de sedosas pestañas postizas—. Gracias por ponerme al tanto. ¿Y qué voy a hacer yo sola con ustedes dos, angelitos? No me gustan los números impares. Lo siento. Puedo llamar a una amiga y así seremos dos parejas. Yo sola con dos, ni muerta.

Pero, cuando el mozo trajo la botella de lo que él llamaba champagne y era un espumante dulzón con reminiscencias de trementina y alcanfor, la mulata (dijo que se llamaba Estrella) pareció autoanimarse con la idea de pasar el resto de la noche con la desigual pareja, e hizo bromas, lanzó risotadas y distribuyó amables manazos entre don Rigoberto y Rosaura–Lucrecia. De tanto en tanto, como un estribillo, volvía a burlarse de «las orejas y la nariz del caballero», a las que miraba con una fascinación impregnada de misteriosa codicia.

—Con unas orejas así, uno debe oír más que las personas normales —decía—Y, con semejante nariz, oler lo que no huele el común de los hombres.

«Probablemente», pensó don Rigoberto. ¿Y si fuera cierto? ¿Si él, gracias a la munificencia de esos dos órganos, viera más y oliera mejor que sus congéneres? No le gustaba el sesgo cómico que iba tomando la historia —su deseo, avivado hacía un momento, decaía, y no lograba reanimarlo, pues, por culpa de las burlas de Estrella, su atención se apartaba de Lucrecia–Rosaura y la mulata para concentrarse en sus desproporcionados adminículos auditivo y nasal. Trató de quemar etapas, saltando por encima de la negociación con Estrella que duró lo que aquella botella de supuesto champagne, de los trámites para que la mulata saliera de la boîte —hubo de canjear una ficha con un billete de cincuenta dólares—, del gargantoso taxi aquejado de temblores de terciana y del registro en el hediondo hotel —Cielito lindo decía el letrero luminoso en rojo y azul de su fachada— y de la negociación con el recepcionista bizco que se hurgaba las narices, para que los dejara ocupar un solo cuarto. Aplacar sus temores a que la policía hiciera una redada y multara al establecimiento por alquilar un dormitorio a un trío, costó a don Rigoberto otros cincuenta dólares.

En el mismo momento en que cruzaron el umbral de la habitación, y, bajo la endeble luz del mismo foco, apareció la cama de dos plazas cubierta con una colcha azulada junto a la cual había un lavador, una palangana con agua, una toalla, un rollo de papel higiénico y una desportillada bacinica —el bizco acababa de irse, entregándoles la llave y cerrando tras él la puerta—, don Rigoberto recordó: ¡Por supuesto! ¡Rosaura! ¡Estrella! Se dio un golpe en la frente, aliviado. ¡Naturalmente! Esos nombres venían de aquella función madrileña de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Y una vez más sintió en el fondo de su corazón brotar, como un surtidor de agua clara, un tierno sentimiento de gratitud hacia esas profundidades de la memoria de las que inagotablemente estaban manando sorpresas, imágenes, fantasmas, sugerencias, para dar cuerpo, escenario y anécdota a los sueños con que se defendía de la soledad, de la ausencia de Lucrecia.

—Desnudémonos, Estrella —decía Rosaura, levantándose, sentándose—. Te vas a llevar la sorpresa de tu vida, así que prepárate.

—No me quito el vestido si no le toco antes la nariz y las orejas a tu amigo — repuso Estrella, esta vez muy seria—. No sé por qué, pero las ganas de tocárselas me comen vivita.

Esta vez, en lugar de encolerizarse, don Rigoberto se sintió halagado.

Había sido una función que doña Lucrecia y él vieron en un teatro de Madrid, en su primer viaje a Europa a los pocos meses de casados, una representación tan anticuada de La vida es sueño que hasta risas desembozadas se oyeron en la oscuridad de la platea durante la obra. El flaco y espigado actor que encarnaba al príncipe Segismundo era tan malo, su voz tan engolada y se lo veía tan abrumado por el papel, que el espectador — «bueno, este espectador», matizó don Rigoberto— se sentía inclinado a ser benevolente con su cruel y supersticioso padre, el rey Basilio, por haberlo tenido encadenado toda su niñez y juventud, como fiera feroz, en esa solitaria torre, temeroso de que se cumplieran con ese hijo, si subía al trono, los cataclismos que los astros y su ciencia matemática habían predicho. Todo había sido pobre, tremebundo y torpe en aquella función. Y, sin embargo, don Rigoberto recordó clarísimamente que la aparición de la joven Rosaura, vestida de hombre, en la primera escena, y, más tarde, con espada al cinto, lista para entrar en la batalla, le llegó al alma. Ahora sí, estaba seguro de haber sido visitado desde entonces, varias veces, por la tentación de ver alguna vez a Lucrecia ataviada con botas, sombrero emplumado, casaca de guerrero, a la hora del amor. ¡La vida es sueño! Pese a ser espantosa aquella función, execrable su director, peores los actores, no sólo esa actricilla había perdurado en su memoria e inflamado muchas veces sus sentidos. Además, algo en la obra lo había intrigado, porque —el recuerdo era inequívoco— lo indujo a leerla, algún tiempo después. Algunas notas deberían quedar de esa lectura. A cuatro patas sobre la alfombra del estudio, don Rigoberto revisó y descartó cuaderno tras cuaderno. Éste no, éste no. Tenía que ser éste. Este era el año.

—Ya estoy desnuda, papito —dijo la mulata Estrella—. Deja que te coja las orejas y la nariz, de una vez. No te hagas de rogar. No me hagas sufrir, no seas castigador. ¿No ves que me muero de ganas? Dame ese gusto, amorcito, y te haré feliz.

Tenía un cuerpo lleno y abundante, bien formado, aunque algo blando en el vientre, unos pechos espléndidos apenas caídos y, en las caderas, rollitos renacentistas. Ni siquiera parecía percatarse de que Rosaura–Lucrecia, quien acababa de desnudarse también y se había tumbado en la cama, no era un hombre sino una bella mujer de delineados contornos. La mulata sólo tenía ojos para él, o más bien, para sus orejas y su nariz, que, ahora —don Rigoberto se había sentado a la orilla de la cama para facilitarle la operación— acariciaba con avidez, con furia. Sus dedos ardientes sobaban, apretaban y pellizcaban con desesperación, sus orejas primero, luego su nariz. El cerró los ojos, angustiado, porque adivinó que muy pronto esos dedos en su nariz le provocarían uno de esos accesos de alergia que no se detenían antes de —lujuriosa cifra— sesentainueve estornudos. Aquella aventura mexicana, inspirada en Calderón de la Barca, terminaría en una grotesca sesión de desafuero nasal.

Sí, ahí estaba —don Rigoberto acercó el cuaderno a la luz de la lamparilla: una paginita de citas y anotaciones, hechas a medida que iba leyendo, bajo el título: La vida es sueño (1638).

Las dos primeras citas, sacadas de parlamentos de Segismundo, le hicieron el efecto de dos latigazos: «Nada me parece justo / en siendo contra mi gusto». Y la otra:

«Y sé que soy / un compuesto de hombre y fiera». ¿Había una relación de causa–efecto entre las dos citas que había transcrito aquella vez? ¿Era un compuesto de hombre y fiera porque nada que fuera contra su gusto le parecía justo? Tal vez. Pero, cuando leyó aquella obra, luego de aquel viaje, no era el hombre viejo, cansado, solitario y abatido que buscaba desesperadamente refugio en las fantasías para no volverse loco o suicidarse en que se había convertido; era un cincuentón feliz, pictórico de vida, que en los brazos de su segunda y flamante mujer, estaba descubriendo que la dicha existía, que era posible construir, junto a la amada, una ciudadela singular, amurallada contra la estupidez, la fealdad, la mediocridad y la rutina de aquella donde pasaba el resto del día. ¿Por qué había sentido la necesidad de tomar esas notas leyendo una obra, que, en ese entonces, no incidía para nada en su situación personal? ¿O, acaso sí?

—Yo, con un hombre armado de unas orejas y una nariz así, perdería la cabeza y me convertiría en su esclava —exclamó la mulata, dándose un respiro—. Le daría gusto en todos sus caprichos. Barrería el suelo con mi lengua, para él.

Estaba sentada sobre sus talones y tenía la cara congestionada, sudorosa, como si la hubiera tenido inclinada sobre una sopa en ebullición. Toda ella parecía vibrar. Hablaba pasándose golosamente la lengua por esos labios húmedos con los que acababa de besuquear, mordisquear y lamer interminablemente los órganos auditivos y olfativos de don Rigoberto. Éste, aprovechando ese respiro, tomó aire y sacando su pañuelo se secó las orejas. Luego, haciendo mucho ruido, se sonó.

—Este hombre es mío y sólo te lo presto por esta noche —dijo Rosaura–Lucrecia, con firmeza.

—Pero ¿tú eres el propietario de estas maravillas? —preguntó Estrella, sin dar la más mínima importancia al diálogo. Sus manos se apoderaron de la cara ya alarmada de don Rigoberto y su gruesa boca avanzó de nuevo, resuelta, hacia sus presas.

—¿Ni siquiera te has dado cuenta? No soy hombre, soy una mujer —protestó, exasperada, Rosaura–Lucrecia—. Al menos, mírame.

Pero la mulata, con un ligero movimiento de hombros, la desdeñó y prosiguió enardecida su tarea. Tenía dentro de su gran bocaza caliente la oreja izquierda de don Rigoberto y éste, incapaz de contenerse, lanzó una carcajada histérica. Estaba muy nervioso, en verdad. Presentía que, en cualquier momento, Estrella pasaría del amor al odio y le arrancaría la oreja de un mordisco. «Desorejado, Lucrecia ya no me querrá», se entristeció. Lanzó un suspiro profundo, cavernoso, tétrico, parecido a aquellos que, en su torre secreta, barbón y encadenado, lanzaba el príncipe Segismundo mientras inquiría a los cielos, a gritos destemplados, qué delito había cometido contra vosotros naciendo.

«Esa pregunta es estúpida», se dijo don Rigoberto. Siempre había despreciado el deporte sudamericano de la autocompasión y, desde ese punto de vista, ese príncipe lloriqueador de Calderón de la Barca (un jesuita, por lo demás) que se presentaba al público gimiendo «Ay mísero de mí, ay infelice» no tenía nada para atraerlo ni para que se identificara con él. ¿Por qué, entonces, en su sueño, sus fantasmas habían estructurado esa historia prestándose los nombres de Rosaura y de Estrella y el disfraz masculino de aquel personaje de La vida es sueño? Tal vez, porque su vida se había vuelto puro sueño desde la partida de Lucrecia. ¿Acaso vivía esas sombrías, opacas horas que pasaba en la oficina discutiendo balances, pólizas, reaseguros, juicios, inversiones? El único rincón de vida se lo deparaba la noche, cuando se adormilaba y en su conciencia se abría la puerta de los sueños, como debía de ocurrirle en su desolada torre de piedra, en ese bosque extraviado, a Segismundo. Él también había encontrado allá que la vida verdadera, la rica, la espléndida vida que se plegaba y hacía a sus caprichos, era la vida de a mentiras, la que su mente y sus deseos secretaban —despierto o dormido—, para sacarlo de su celda y escapar a la asfixiante monotonía de su encierro. Después de todo, no era gratuito el inesperado sueño: había un parentesco, una afinidad entre los dos miserables soñadores.

Don Rigoberto recordó un chiste en diminutivos que, de puro estúpido, los había hecho reírse como un par de chiquillos a él y a Lucrecia: «Un elefantito se acercó a beber agua a la orilla de un laguito y un cocodrilito lo mordió y le arrancó la trompita. Lloriqueando, el elefantito ñatito protestaba: «Chistocito de mierdita».

—Suéltame la nariz y te daré lo que quieras —imploró, aterrado, con voz gangosa, cantinflesca, porque los dientecillos carniceros de Estrella le obturaban la respiración—. La plata que quieras. ¡Suéltame, por favor!

—Calla, me estoy corriendo —balbuceó la mulata, soltando un segundo y volviendo a capturar la nariz de don Rigoberto con su doble hilera de dientes carniceros.

Hipogrifo violento, ella sí que corría pareja con el viento, estremeciéndose toda, mientras don Rigoberto, hundido en el pánico, veía por el rabillo del ojo que Rosaura–Lucrecia, afligida, desconcertada, incorporada a medias en la cama, había cogido a la mulata de la cintura y trataba de apartarla, con suavidad, sin forcejeos, seguramente temiendo que si la jaloneaba, Estrella, en represalias, se llevara entre sus dientes la nariz de su esposo. Así estuvieron un buen rato, dóciles, enganchados, mientras la mulata se encabritaba y gemía, lengüeteando con desenfreno el adminículo nasal de don Rigoberto y éste, entre brumas ansiosas, recordaba el monstruo de Bacon, Cabeza de hombre, óleo estremecedor que durante mucho tiempo lo había obsesionado, ahora sabía por qué: así lo iban a dejar las fauces de Estrella, luego del mordisco. No era su faz mutilada lo que lo espantaba, sino una pregunta: ¿seguiría queriendo Lucrecia a un marido desorejado y desnarigado? ¿Lo abandonaría?

Don Rigoberto leyó en su cuaderno este fragmento:

¿quépudo ser esto que a mi fantasía sucedió mientras dormía que aquí me he llegado a ver?

Segismundo lo recitaba al despertar de ese sueño artificial en que (con un compuesto de opio, adormidero y beleño) lo sumían el rey Basilio y el viejo Clotaldo, y le montaban esa innoble farsa, trasladándolo de su torre prisión a la corte, para hacerlo reinar por un breve lapso, haciéndole creer que esa transición era también un sueño. «Lo que sucedió a tu fantasía mientras dormías, pobre príncipe, pensó, es que te adormecieron con drogas y mataron. Te devolvieron por un ratito a tu verdadera condición, haciéndote creer que soñabas. Entonces, te tomaste las libertades que uno se toma cuando goza de la impunidad de los sueños. Diste rienda suelta a tus deseos, desbarrancaste por el balcón a un hombre, casi matas al viejo Clotaldo y al mismísimo rey Basilio. Así, tuvieron el pretexto necesario —eras violento, eras irascible, eras indigno— para devolverte a las cadenas y a la soledad de tu prisión.» Pese a ello, envidió a Segismundo. Él también, como el desdichado príncipe condenado por la matemática y las estrellas a vivir soñando para no morir de encierro y soledad, era lo que había anotado en el cuaderno: «un esqueleto vivo», «un animado muerto». Pero, a diferencia de aquel príncipe, ningún rey Basilio, ningún noble Clotaldo, vendrían a sacarlo de su abandono y soledad, para, luego de adormecerlo con opio, adormidera y beleño, despertarlo en brazos de Lucrecia. «Lucrecia, Lucrecia mía», suspiró, dándose cuenta de que estaba llorando. ¡Qué llorón se había vuelto este último año!

Estrella lagrimeaba también, pero de alegría y felicidad. Luego del estertor final, durante el que don Rigoberto sintió un sacudón simultáneo en todas las madejas de nervios de su cuerpo, abrió la boca, soltó la nariz y se dejó caer de espaldas sobre la cama encolchada de azul, con una desarmante y beata exclamación: «¡Qué rico me corrí, Virgen santa!». Y, agradecida, se persignó, sin el menor ánimo sacrilego.

—Muy rico para ti, sí, pero a mí casi me dejaste sin nariz y sin orejas, forajida —se quejó don Rigoberto.

Estaba segurísimo de que las caricias de Estrella le habían puesto la cara como la de ese personaje vegetal del Arcimboldo que tenía una tuberosa zanahoria por nariz. Con un creciente sentimiento de humillación, advirtió, por entre los dedos de la mano con los que se frotaba su magullada nariz, que Rosaura–Lucrecia, sin pizca de compasión ni preocupación por él, miraba a la mulata (desperezándose, aplacada, sobre la cama) con curiosidad, una sonrisita complacida flotando por su cara.

—¿Y eso es lo que te gusta de los hombres, Estrella? —le preguntó.

La mulata asintió.

—Lo único que me gusta —precisó, acezando y lanzando un vaho denso, vegetal—. Lo demás, que se lo metan donde el sol no les alumbre. Generalmente, me contengo y lo oculto, por el qué dirán. Pero, esta noche, me solté. Porque, nunca he visto unas orejas y una nariz como las de tu hombre. Ustedes me hicieron sentir en confianza, mamita.

Examinó de arriba abajo a Lucrecia con una mirada de conocedora y pareció aprobarla. Estiró una de sus manos y colocó el dedo índice en el pezón izquierdo —don Rigoberto creyó ver cómo el pequeño botón craquelado de su mujer se enderezaba— de Rosaura–Lucrecia y dijo, con una risita:

—Descubrí que eras mujer cuando estábamos bailando, en la boîte. Te sentí las tetitas y me di cuenta que no sabías llevar a tu pareja. Te llevaba yo a ti, no tú a mí.

—Lo disimulaste muy bien, yo creí que te había engañado —la felicitó doña Lucrecia.

Siempre frotándose la acariciada nariz y las resentidas orejas, don Rigoberto sintió una nueva vaharada de admiración por su mujer. ¡Qué versátil y adaptable podía ser! Era la primera vez en su vida que Lucrecia hacía cosas así —vestirse de hombre, ir a un cabaretucho de fulanas en un país extranjero, meterse a un hotel de mala muerte con una puta—, y, sin embargo, no denotaba la menor incomodidad, turbación ni fastidio. Ahí estaba, conversando de tú y voz con la mulata otorrinolaringóloga, como si fuera igual a ella, de su ambiente y profesión. Parecían dos buenas compañeras, intercambiando experiencias en un momento de asueto en su ajetreada jornada. ¡Y qué bella, qué deseable la veía! Para saborear ese espectáculo de su mujer desnuda junto a Estrella, en ese chusco camastro de cubrecama azulado, en la aceitosa medialuz, don Rigoberto cerró los ojos. Estaba echada de costado, la cara apoyada en su mano izquierda, en un abandono que realzaba la deliciosa espontaneidad de su postura. Su piel parecía mucho más blanca en esa pobre luz y sus cabellos cortos más negros y la matita de vellos del pubis azulada de retinta. Mientras, amorosamente, seguía los suaves meandros de sus muslos y espalda, escalaba sus nalgas, pechos y hombros, don Rigoberto se fue olvidando de sus adoloridadas orejas, de su maltratada nariz, y también de Estrella y del hotelito de mala muerte en el que se habían refugiado, y de la ciudad de México: el cuerpo de Lucrecia fue colonizando su conciencia, desplazando, eliminando toda otra imagen, consideración, preocupación.

Ni Rosaura–Lucrecia ni Estrella parecían advertir —o, tal vez, no le daban importancia— que él, maquinalmente, se había ido quitando la corbata, el saco, la camisa, los zapatos, las medias, el pantalón y el calzoncillo, que fue arrojando al averiado suelo de linóleo verdoso. Y, ni siquiera cuando, de rodillas al pie de la cama, comenzó a acariciar con sus manos y a besar respetuosamente las piernas de su mujer, le prestaron atención. Siguieron enfrascadas en sus confidencias y chismografías, indiferentes, como si no lo vieran, como si él fuera el fantasma.

«Lo soy», pensó, abriendo los ojos. La excitación estaba allí siempre, golpeándole las piernas, sin mucha convicción ya, como un aherrumbrado badajo que golpea la vieja campana desafinada por el tiempo y la rutina, de la iglesita sin parroquianos, sin la menor alegría ni decisión.

Y, entonces, la memoria le devolvió el profundo desagrado —el mal sabor en la boca, en verdad— que le había dejado el final cortesano, abyectamente servil al principio de autoridad y a la inmoral razón de Estado, de aquella obra de Calderón de la Barca, cuando, al soldado que inició la rebelión contra el rey Basilio gracias a la cual el príncipe Segismundo llega a ocupar el trono de Polonia, el desagradecillo y canallesco flamante Rey condena a pudrirse de por vida en la torre donde él mismo padeció, con el argumento —su cuaderno reproducía los espantosos versos: «el traidor no es menester/ siendo la traición pasada».

«Horrenda filosofía, repugnante moral», reflexionó, olvidando transitoriamente a su bella mujer desnuda a la que, sin embargo, seguía acariciando de modo maquinal. «El príncipe perdona a Basilio y Clotaldo, sus opresores y torturadores, y castiga al valiente soldado anónimo que soliviantó a la tropa contra el injusto rey, y sacó a Segismundo de su cueva y lo hizo monarca, porque había que defender, por encima de todo, la obediencia a la autoridad constituida, condenar el principio y la idea misma de rebeldía contra el Rey. ¡Qué asco!»

¿Acaso merecía una obra envenenada con esa inhumana doctrina enemiga de la libertad ocupar y alimentar sus sueños, amueblar sus deseos? Y, sin embargo, alguna razón habría de haber para que, esa noche, sus fantasmas hubieran tomado posesión tan rotunda y exclusiva de su sueño. Volvió a revisar sus cuadernos, en pos de una explicación.

El viejo Clodoaldo llamaba a la pistola «áspid de metal» y la disfrazada Rosaura se preguntaba «si la vista no padece engaños / que hace la fantasía, / a la medrosa luz que aún tiene el día». Don Rigoberto miró hacia el mar. Allá, a lo lejos, en la raya del horizonte, una medrosa luz anunciaba el nuevo día, esa luz que destruía violentamente, cada mañana, su pequeño mundo de ensueño y sombras donde era feliz (¿feliz? No, donde era apenas algo menos desdichado) y lo regresaba a la rutina carcelaria de cinco días por semana (ducha, desayuno, oficina, almuerzo, oficina, comida) en la que apenas le quedaba resquicio para filtrar sus invenciones. Había unos pequeños versos acotados con una indicación al margen que decía «Lucrecia» y una flechita señalándolos: «…mezclando / entre las galas costosas de Diana los arneses / de Palas». La cazadora y la guerrera, confundidas en su amada Lucrecia. Por qué no. Pero, evidentemente, no era eso lo que había incrustado la historia del príncipe Segismundo en el fondo de su subconsciencia ni lo que lo había actualizado en sus fantasías de esta noche. ¿Qué, entonces?