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¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
«Mentira», dijo en voz alta, golpeando la mesa del escritorio. La vida no era un sueño, los sueños eran una endeble mentira, un embeleco fugaz que sólo servía para escapar transitoriamente de las frustraciones y la soledad, y para apreciar mejor, con más dolorosa amargura, lo hermosa y sustancial que era la vida verdadera, la que se comía, tocaba y bebía, tan superior y plena comparada al simulacro que mimaban, conjurados, los deseos y la fantasía. Abrumado por la angustia —era ya de día, la luz del amanecer revelaba los grises acantilados, el mar plomizo, las nubes panzudas, el sardinel desbaratado y la calzada leprosa —se aferró al cuerpo desnudo de Lucrecia–Rosaura, con desesperación, para aprovechar esos últimos segundos, en procura de un imposible placer, con el presentimiento grotesco de que en cualquier momento, acaso en el del éxtasis, sentiría aterrizar sobre sus orejas las súbitas manos de la mulata.
LA VÍBORA Y LA LAMPREA
Pensando en ti, he leído La perfecta casada, de Fray Luis de León, y entendido por qué, dada la idea del matrimonio que predicaba, prefirió aquel fino poeta, al tálamo nupcial, la abstinencia y los hábitos agustinos. Sin embargo, en esas páginas de buena prosa y pictóricas de involuntaria comicidad, encontré esta cita del bienaventurado San Basilio que calza como un guante ¿adivinas en qué marfileña mano de mujer excepcional, esposa modelo y amante afloradísima?:
La víbora, animal ferocísimo entre las sierpes, va diligente a casarse con la lamprea marina; llegada, silva, como dando señas de que está allí, para desta manera atraherla de la mar a que se abrace maridablemente con ella. Obedece la lamprea, y júntase con la ponzoñosa fiera sin miedo. ¿Qué digo en esto? ¿Qué? Que por más áspero y de más fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la muger le soporte, y que no consienta por ninguna ocasión que se divida la paz. ¡Oh! ¿Que es un verdugo? ¡Pero es tu marido! ¿Es un beodo? Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapazible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal. Y, porque el marido oiga lo que le conviene también: la víbora entonces, teniendo respeto al ayuntamiento que haze, aparta de sí su ponzoña, ¿y tú no dexarás la crueza inhumana de tu natural, por honra del matrimonio? Esto es de Basilio».
Fray Luis de León, La perfecta casada,
cap. III.
Abrázate maridablemente con esta víbora, lamprea amadísima.
EPÍLOGO
UNA FAMILIA FELIZ
—Después de todo, lo del picnic no resultó tan desastroso —dijo don Rigoberto, con una amplia sonrisa—. Nos ha servido para aprender una lección: en la casa se está mejor que en ninguna parte. Y, sobre todo, mejor que en el campo.
Doña Lucrecia y Fonchito celebraron la ocurrencia, y hasta Justiniana, que en ese momento traía los sandwiches de pollo y de palta con huevo y tomate a que había quedado reducido el almuerzo por culpa del frustrado picnic, también se echó a reír.
—Ahora ya sé lo que significa pensar en positivo, maridito —lo felicitó doña Lucrecia—. Y tener actitudes constructivas ante la adversidad.
—Poner al mal tiempo buena cara —remachó Fonchito—. ¡Bravo, papá!
—Es que, hoy, nadie ni nada puede empañar mi felicidad —asintió don Rigoberto, considerando los sandwiches—. No digo un miserable picnic. Ni una bomba atómica me haría mella. Bueno, salud.
Bebió un trago de cerveza fría con visible satisfacción y dio un mordisco al sandwich de pollo. El sol de Chaclacayo le había quemado la frente, la cara y los brazos, enrojecidos por la insolación. Se lo notaba muy contento, en efecto, disfrutando del improvisado almuerzo. De él había salido, la noche anterior, la ocurrencia de un picnic a Chaclacayo, ese domingo, para escapar de la neblina y la humedad de Lima y gozar de buen tiempo en contacto con la Naturaleza, a orillas del río y en familia. Doña Lucrecia se extrañó mucho con esa propuesta, pues recordaba el santo horror que todo lo campestre le había inspirado siempre, pero aceptó de buena gana. ¿No estaban estrenando una segunda luna de miel? Estrenarían, también, nuevas costumbres. Partieron esa mañana a la hora prevista —las nueve—, equipados con una buena provisión de bebidas y un almuerzo completo, preparado por la cocinera, que incluía manjarblanco con frituritas, el postre preferido de don Rigoberto.
Lo primero que salió mal fue la carretera del centro, atestada de tal modo que el avance era lentísimo, cuando avanzaban, entre camiones, autobuses y toda clase de vehículos destartalados que, además de embotellar la carretera y paralizar el tráfico por largos intervalos, echaban de los escapes abiertos un humo negruzco y un hedor a gasolina quemada que mareaban. Alcanzaron Chaclacayo pasado mediodía, exhaustos y congestionados.
Encontrar un lugar aparente, junto al río, resultó más arduo de lo que imaginaban. Antes de tomar el atajo que los aproximara a la orilla del Rímac —a esas alturas, a diferencia que en Lima, parecía un río de verdad, ancho, cargado de agua, decorado de espuma y olitas saltarinas en las zonas donde batía contra las piedras y roquedales— tuvieron que dar vueltas y vueltas que los regresaban siempre a la maldita carretera. Cuando, gracias a la ayuda de un compasivo vecino, descubrieron un desvío que los acercó hasta la orilla, en vez de mejorar, las cosas empeoraron. El Rímac, en ese lugar, servía de basural al vecindario (también de orinal y cagadero) que había arrojado allí todos los desperdicios imaginables —desde papeles, latas y pomos vacíos, hasta restos de comida, excrementos y animales muertos—, de modo que, además de la deprimente vista, maculaba el lugar una hediondez insoportable. Nubes de moscas agresivas los obligaron a taparse las bocas con las manos. Nada de esto parecía amoldarse a la eglógica expedición anticipada por don Rigoberto. Éste, sin embargo, armado de una paciencia incombustible y un optimismo de cruzado que maravillaban a su mujer y a su hijo, persuadió a su familia de que no se dejaran amilanar por las azarosas circunstancias. Siguieron buscando. Cuando, luego de un buen rato, pareció que llegaban a un lugar más hospitalario —es decir, desprovisto de hedores mefíticos y de basuras— ya estaba tomado por innumerables grupos familiares que, algunos bajo sombrillas playeras, comían tallarines embadurnados en salsas rojizas y escuchaban música tropical, a todo volumen, en radios y caseteras portátiles. El error que cometieron entonces, fue responsabilidad exclusiva de don Rigoberto, aunque inspirado en el más legítimo de los deseos: la búsqueda de un mínimo de privacidad, apartarse algo de la muchedumbre de comedores de pasta, para los que, por lo visto, era inconcebible salir de la ciudad por unas horas sin llevarse consigo ese producto urbano por antonomasia que es el ruido. Don Rigoberto creyó encontrar la solución. Como un boy scout, propuso que, descalzándose y arremangándose los pantalones, vadearan un pedazo de río hacia lo que semejaba una minúscula islita de arena, pedruscos y conatos de maleza, que, milagrosamente, no estaba ocupada por la numerosa colectividad dominguera. Así lo hicieron. O, mejor dicho, empezaron a hacerlo, cargando las bolsas de comida y bebida preparadas por la cocinera para la matiné campestre. Apenas a unos metros de la idílica islita, don Rigoberto —el agua le llegaba sólo a las rodillas y hasta allí el trayecto había transcurrido sin incidentes— resbaló en una forma cartilaginosa. Cayó sentado en las frescas aguas del río Rímac, lo que, en sí, no hubiera tenido importancia dado el calor que hacía y lo sudado que estaba, si no hubiera naufragado, al mismo tiempo que su humanidad, la canasta del picnic, que, para añadir un toque de burla al accidente, antes de ir a reposar en el lecho del río se desparramó toda, regando a diestra y siniestra de las alborotadas aguas que los arrastraba ya en dirección a Lima y el mar Pacífico, el picante cebiche, el arroz con pato y las frituritas con manjarblanco, así como el primoroso mantel y las servilletas a cuadraditos rojos y blancos que doña Lucrecia había seleccionado para el picnic.
—Ríanse, nomás, no se aguanten las ganas, no me voy a enojar —decía don Rigoberto a su esposa y a su hijo, que, ayudándolo a incorporarse, hacían grotescas morisquetas y trataban de sofrenar las carcajadas. También la gente de las orillas se reía, viéndolo ensopado de pies a cabeza.
Dispuesto al heroísmo (¿por primera vez en su vida?), don Rigoberto propuso perseverar y quedarse, alegando que el sol de Chaclacayo lo secaría en un dos por tres. Doña Lucrecia fue terminante. Eso sí que no, podía darle una pulmonía, se regresaban a Lima. Lo hicieron, derrotados, aunque sin ceder a la desesperación. Y, riéndose con cariño del pobre don Rigoberto, que se había quitado el pantalón y manejaba en calzoncillos. Llegaron a la casa de Barranco cerca de las cinco de la tarde. Mientras don Rigoberto se duchaba y cambiaba de ropa, doña Lucrecia, ayudada por Justiniana, que acababa de regresar de su salida de fin de semana —el mayordomo y la cocinera sólo volverían a la noche— prepararon los sandwiches de pollo y palta con tomate y huevo de ese tardío y accidentado almuerzo.
—Desde que te amistaste con mi madrastra te has vuelto bueno, papá.
Don Rigoberto apartó la boca del sandwich a medio comer. Recapacitó.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio —replicó el niño, volviéndose hacia doña Lucrecia—. ¿No es cierto, madrastra? Hace dos días que no reniega ni se queja por nada, está de buen humor y diciendo cosas bonitas todo el tiempo. ¿No es eso ser bueno?
—Sólo llevamos dos días de amistados —se rió doña Lucrecia. Pero, poniéndose seria y mirando con ternura a su marido, añadió—: En realidad, siempre fue buenísimo. Has tardado un poco en darte cuenta, Fonchito.
—No sé si me gusta que me llamen bueno —reaccionó al fin don Rigoberto, adoptando una expresión cavilosa—. Todas las personas buenas que he conocido eran un poco imbéciles. Como si hubieran sido buenas por falta de imaginación y de apetitos. Espero que, por sentirme contento, no me esté volviendo más imbécil de lo que soy.
—No hay peligro —La señora Lucrecia acercó la cara a su marido y lo besó en la frente—. Eres todas las cosas del mundo, salvo eso.
Estaba muy bella, con las mejillas arrebatadas por el sol de Chaclacayo, los hombros y los brazos al aire, en ese ligero vestido floreado de percala que le daba un aire fresco y saludable. «Qué bella, qué rejuvenecida», pensó don Rigoberto, deleitándose en el espigado cuello de su mujer y la graciosa curva de una de sus orejas, en la que se enroscaba una mecha suelta de sus cabellos, sujetados en la nuca con una cinta amarilla del mismo color de las alpargatas del paseo. Habían pasado once años y estaba más joven y atractiva que el día que la conoció. ¿Y, dónde se reflejaba más esa salud y esa belleza física que desafiaban la cronología? «En los ojos», se respondió. Esos ojos que cambiaban de color, de un pálido pardo a un verde oscuro, a un suave negro. Ahora, se veían muy claros bajo las largas pestañas oscuras y animados de una luz alegre, casi chispeante. Inadvertida de la contemplación de que era objeto, su mujer daba cuenta con apetito del segundo sandwich de palta con tomate y huevo, y bebía, de rato en rato, traguitos de cerveza fría que dejaban sus labios húmedos. ¿Era la felicidad, esta sensación que lo embargaba? ¿Esta admiración, gratitud y deseo que sentía por Lucrecia? Sí. Don Rigoberto deseó con todas sus fuerzas que volaran las horas que faltaban para el anochecer. Una vez más estarían solos y tendría entre sus brazos a su mujercita adorable, al fin, aquí, de carne y hueso.
—Por lo único que a ratos no me siento tan parecido a Egon Schiele es que a él le gustaba mucho el campo y a mí nada —dijo Fonchito, continuando en alta voz una reflexión comenzada en silencio hacía rato—. En eso, he salido a ti, papá. Tampoco me gusta nada eso de ver árboles y vacas.
—Por eso el picnic nos salió patas arriba —filosofó don Rigoberto—. Una venganza de la Naturaleza contra dos enemigos. ¿Qué dices de Egon Schiele?
—Que en lo único que no me parezco a él es en lo del campo, a él le gustaba y a mí no —explicó Fonchito—. Ese amor a la Naturaleza lo pagó caro. Lo metieron preso y lo tuvieron un mes en una prisión, donde casi se vuelve loco. Si se quedaba en Viena, eso no le hubiera pasado jamás.
—Qué bien informado estás sobre la vida de Egon Schiele, Fonchito —se sorprendió don Rigoberto.
—No te imaginas hasta qué extremo —lo interrumpió doña Lucrecia—. Se sabe de memoria todo lo que hizo, dijo, escribió y le pasó en sus veintiocho años de vida. Se conoce todos los cuadros, dibujos y grabados de memoria, con títulos y fechas. Y, hasta se cree Egon Schiele reencarnado. A mí me asusta, te juro.
Don Rigoberto no se rió. Asintió, como ponderando esa información con el mayor cuidado, pero, en verdad, disimulando la súbita aparición en su conciencia de un gusanito, una estúpida curiosidad, esa madre de todos los vicios. ¿Cómo se había enterado Lucrecia de que Fonchito sabía tantas cosas sobre Egon Schiele? «¡Schiele!, pensó. Variante aviesa del expresionismo al que Oscar Kokoshka llamaba, con toda justicia, un pornógrafo.» Se descubrió poseído de un odio visceral, ácido, bilioso, a Egon Schiele. Bendita la gripe española que se lo cargó. ¿De dónde sabía Lucrecia que Fonchito se creía ese garabateador abortado por los últimos vagidos del imperio austro–húngaro al que, también en buena hora, se había cargado la trampa? Lo peor era que, inconsciente de estar hundiéndose en las aguas pútridas de la autodelación, doña Lucrecia seguía torturándolo:
—Me alegro de que toquemos este tema, Rigoberto. Hace tiempo quería hablarte de eso, hasta pensé escribirte. Me tiene muy preocupada la manía de este niño con ese pintor. Sí, Fonchito. ¿Por qué no lo conversamos, entre los tres? ¿Quién mejor que tu padre para aconsejarte? Ya te lo he dicho varias veces. No es que me parezca mal esa pasión tuya por Egon Schiele. Pero, te estás obsesionando. No te importa que cambiemos ideas entre los tres ¿no es cierto?
—Creo que mi papá no se siente bien, madrastra —se limitó a decir Fonchito, con un candor que don Rigoberto tomó como una suplementaria afrenta.
—Dios mío, qué pálido estás. ¿No ves? Te lo dije, esa remojada en el río te ha hecho daño.
—No es nada, no es nada —tranquilizó don Rigoberto a su mujer, con una vocecita difusa—. Un bocado demasiado grande y me atoré. Un huesecito, creo. Ya está, ya me lo pasé. Estoy bien, no te preocupes.
—Pero, si estás temblando —se alarmó doña Lucrecia, tocándole la frente—. Te has resfriado, por supuesto. Ahora mismo un matecito de yerbaluisa bien caliente y un par de aspirinas. Yo te lo preparo. No, no protestes. Y, a la cama, sin chistar.
Ni siquiera la palabra cama levantó algo el ánimo de don Rigoberto, que, en pocos minutos, había pasado de la alegría y el entusiasmo vitales a una desmoralización confusa. Vio que doña Lucrecia se alejaba de prisa rumbo a la cocina. Como la nirada transparente de Fonchito le producía incomodidad, dijo, para romper el silencio:
—¿Schiele estuvo preso por ir al campo?
—No por ir al campo, cómo se te ocurre —lanzó una risa su hijo—. Lo acusaron de inmoralidad y seducción. En un pueblecito que se llama Neulengbach. Nunca le hubiera pasado eso si se quedaba en Viena.
—¿Ah, sí? Cuéntame —lo invitó don Rigoberto, consciente de que trataba de ganar tiempo, sólo que no sabía para qué. En vez del glorioso y soleado esplendor de estos dos días, su estado de ánimo era en este momento una calamidad con aguaceros, rayos y truenos. Apelando a un recurso que había funcionado otras veces, trató de calmarse enumerando mentalmente figuras mitológicas. Cíclopes, sirenas, letrigones, lotófagos, circes, calipsos. Ahí se quedó.
Había ocurrido en la primavera de 1912; en el mes de abril, exactamente, explicaba el niño con locuacidad. Egon y su amante Wally (un apodo, se llamaba Valeria Neuzil) estaban en pleno campo, en una casita alquilada, en las afueras de esa aldea difícil de pronunciar. Neulengbach. Egon solía pintar al aire libre, aprovechando el buen tiempo. Y, una tarde, se apareció una muchacha a buscarle conversación. Conversaron y no pasó nada. La chica volvió varias veces. Hasta que, una noche de tormenta, llegó empapada y anunció a Wally y a Egon que se había escapado de casa de sus padres. Trataron de convencerla, has hecho mal, vuelve a tu casa, pero, ella, no, no, déjenme al menos pasar la noche con ustedes. Aceptaron. La chica durmió con Wally; Egon Schiele, en un cuarto aparte. Al día siguiente… pero, el regreso de doña Lucrecia, con una humeante infusión de yerbaluisa y dos aspirinas en las manos, interrumpió la narración de Fonchito, que, por lo demás, don Rigoberto apenas escuchaba.
—Tómatela todita, así, bien caliente —lo mimó doña Lucrecia—. Con las dos aspirinas. Y, después , a la cama, a hacer rorró. No quiero que te me resfríes, viejito.
Don Rigoberto sintió–sus grandes narices aspiraban la fragancia jardinera de la yerbaluisa–que los labios de su esposa se posaban unos segundos sobre los ralos cabellos de su cráneo.
— Le estoy contando la prisión de Egon, madrastra–aclaró Fonchito-. Te la he contado tantas veces que te aburrirá oírla de nuevo.
— No, no, qué va, sigue nomás–lo animó ella-. Aunque, es cierto que ya me la sé de memoria.
— ¿Cuándo le contaste esa historia a tu madrastra? — se le escapó entre los dientes a don Rigoberto, mientras soplaba el mate de yerbaluisa-. Si hace apenas dos días que está en la casa y yo la he monopolizado día y noche.