38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

— Cuando iba a visitarla a su casita del Olivar–repuso el niño, con su cristalina franqueza habitual-. ¿No te ha contado?

Don Rigoberto sintió que el aire del comedor se electrizaba. Para no tener que hablar ni mirar a su esposa, tomó un heroico trago de la ardiente yerbaluisa que le quemó la garganta y el esófago. El infierno se instaló en sus entrañas.

— No tuve tiempo todavía–oyó que musitaba doña Lucrecia. La miró y -¡ay, ay! — estaba lívida-. Pero, por supuesto, iba a contárselo. ¿Acaso tenían algo de malo esas visitas?

— Qué de malo iban a tener–afirmó don Rigoberto, tragando otro sorbo del infierno líquido y perfumado-. Me parece muy bien que fueras donde tu madrastra a llevarle noticias mías. ¿Y esa historia de Schiele y su amante? Te has quedado a la mitad y yo quiero saber cómo termina.

— ¿Puedo seguir? — se alegró Fonchito.

Don Rigoberto sentía su garganta como una pura llaga y adivinaba que a su esposa, muda y petrificada a su lado, el corazón se le había desbocado. Igual que a él.

Bueno, pues… Al día siguiente, Egon y Wally llevaron a la chica, en el tren, a Viena, donde vivía su abuelita. Les había prometido que se quedaría donde esa señora. Pero, en la ciudad, se arrepintió y más bien pasó la noche con Wally, en un hotel. Egon y su amante, a la mañana siguiente, regresaron con la muchacha a Neulengbach, donde ésta se quedó con ellos dos días más. Al tercer día, se apareció el padre. Enfrentó a Egon en el exterior, donde estaba pintando. Muy alterado, le advirtió que lo había denunciado a la policía, acusándolo de seducción, pues su hija era menor. Mientras Schiele trataba de calmarlo, explicándole que no había pasado nada, en el interior de la casa, la muchacha, al descubrir a su padre, cogió unas tijeras y trató de cortarse las venas. Pero, entre Wally, Egon y su padre la atajaron, la auxiliaron y ella y el señor tuvieron una explicación y una amistada. Partieron juntos y Wally y Egon se creyeron que todo se había arreglado. Por supuesto, no fue así. Pocos días después, vino la policía a arrestarlo.

¿Escuchaban su relato? En apariencia, sí, pues tanto don Rigoberto como doña Lucrecia se hallaban inmóviles y parecían haber perdido no sólo el movimiento, también la respiración. Tenían los ojos clavados en el niño, y a lo largo de su historia, recitada sin vacilaciones, con pausas y énfasis de buen contador, ninguno pestañó. Pero ¿y la palidez que lucían? ¿Y esas miradas reconcentradas y absortas? ¿Los conmovía tanto aquella antigua anécdota, de ese lejano pintor? Ésas eran las preguntas que creía leer don Rigoberto en los grandes ojos vivarachos de Fonchito, que, ahora, examinaban a uno y a otro, con calma, como esperando un comentario. ¿Se reía de ellos? ¿Se reía de él? Don Rigoberto fijó la vista en los ojos claros y translúcidos de su hijo, buscando el brillo malévolo, ese guiño o inflexión de luminosidad que delatara su maquiavelismo, su estrategia, su doblez. No descubrió nada: sólo la sana, clara, pulcra mirada de la conciencia inocente.

—¿Sigo, o ya te aburriste, papá?

Negó con la cabeza y haciendo un gran esfuerzo —su garganta estaba seca y áspera como una lija—, murmuró: «¿Y qué le pasó en la prisión?».

Lo habían tenido veinticuatro días entre rejas, acusado de inmoralidad y seducción. Seducción, por el episodio de la chica, e, inmoralidad, por unos cuadros y dibujos de desnudos que la policía encontró en la casa. Como se demostró que no había tocado a la muchacha, fue absuelto de la primera acusación. Pero, no de inmoralidad. El juez consideró que, ya que visitaban la casa niñas y niños menores de edad que habían podido ver los desnudos, Schiele merecía un castigo. ¿Cuál? Quemar el más inmoral de sus dibujos.

En la prisión, sufrió lo indecible. En los autorretratos que pintó en su calabozo, se lo veía flaquísimo, con barba, los ojos hundidos, la expresión cadavérica. Llevó un diario donde escribió («Espera, espera, la frase me la sé de memoria»): «Yo, que soy, por naturaleza, uno de los seres más libres, me hallo atado por una ley que no es la de las masas». Pintó trece acuarelas y eso lo salvó de volverse loco o matarse: el camastro, la puerta, la ventana y una luminosa manzana, una de las que le llevaba Wally todos los días. Ella, iba a colocarse cada mañana en un lugar estratégico, en los alrededores de la prisión, y Egon podía verla a través de los barrotes de su calabozo. Porque, Wally lo quería muchísimo y se había portado maravillosa con él, ese mes terrible, dándole todo su apoyo. En cambio, él no debía de quererla tanto. La pintaba, sí; la usaba como modelo, sí; pero, no sólo a ella, a muchas otras, sobre todo a esas niñitas que recogía en las calles y tenía ahí, medio desvestidas, mientras las pintaba en todas las poses imaginables trepado en su escalera. Las niñitas y los niñitos eran su obsesión. Se moría por ellos y, bueno, parecía que no sólo para pintarlos, que le gustaban de verdad, en el sentido bueno y en el malo de la palabra. Eso decían sus biógrafos. Que, al mismo tiempo que un artista, era un poco perverso, porque tenía predilección por los niños y las niñas…

—Bueno, bueno, creo que me he enfriado un poco, en efecto —lo interrumpió don Rigoberto, poniéndose de pie tan bruscamente que la servilleta que tenía sobre las piernas rodó al suelo—. Mejor sigo tu consejo, Lucrecia, y me acuesto. No vaya a pescar uno de esos resfríos de caballo que me dan.

Habló sin mirar a su mujer, sólo a su hijo, quien, cuando lo vio de pie, calló y adoptó una expresión alarmada, como ansioso de echar una mano. Don Rigoberto tampoco miró a Lucrecia al pasar junto a ella rumbo a la escalera, pese a la curiosidad que lo devoraba por saber si aún estaba lívida, o más bien granate, de indignación, de sorpresa, de incertidumbre, de desasosiego, preguntándose como él si eso que el chico había dicho, hecho, obedecía a una maquinación, o era obra del azar intrigante, rocambolesco, frustrador y mezquino, enemigo de la felicidad.

Se dio cuenta de que arrastraba los pies como un anciano ruinoso y se enderezó. Subió las escaleras a un ritmo vivo, como para demostrar (¿a quién?) que era todavía un hombre enérgico y en plena forma.

Quitándose sólo los zapatos, se echó de espaldas en la cama y cerró los ojos. Su cuerpo ardía, afiebrado. Vio una sinfonía de puntos azules en la oscuridad de sus párpados y le pareció oír el beligerante zumbido de las avispas que había escuchado esa mañana, durante el frustrado picnic. Poco después, como bajo el efecto de un fuerte somnífero, cayó dormido. ¿O, desmayado? Soñó que tenía paperas y que Fonchito, niño de voz revejida y aires de especialista, le advertía: «¡Cuidado, papá! Se trata de un virus filrtrante y si baja hasta los compañones, te los pondrá igual que dos pelotas de tenis y tendrían que arrancártelos. ¡Como las muelas del juicio final!». Despertó acezando, bañado en sudor —doña Lucrecia le haría echado encima una frazada— y advirtió que había caído la noche. Estaba oscuro, el cielo no tenía estrellas, la neblina apagaba las lucecitas del malecón de Miraflores. La puerta del baño se abrió y, en medio del chorro de luz que entró a la habitación en penumbra, apareció doña Lucrecia, en bata, lista para acostarse.

—¿Es un monstruo? —le preguntó don Rigoberto, angustiado—. ¿Se da cuenta de lo que hace, de lo que dice? ¿Hace lo que hace sabiéndolo, midiendo las consecuencias? ¿O, es posible que no? ¿Que sea, simplemente, un niño travieso, cuyas travesuras resultan nonstruosas, sin que él lo quiera?

Su mujer se dejó caer a los pies de la cama.

—Me lo pregunto todos los días, muchas veres al día —dijo, muy abatida, suspirando—. Creo que él tampoco lo sabe. ¿Te sientes mejor? Has dormido un par de horas. Te he preparado una limonada bien caliente, ahí en el termo. ¿Te sirvo un vasito? Oye, a propósito. Jamás pensé ocultarte que Fonchito iba a visitarme al Olivar. Se me fue pasando, en estos dos días tan atareados.

—Por supuesto —se atropello don Rigoberto, manoteando—. No hablemos de eso, por favor.

Se puso de pie, y murmurando «Es la primera vez que me quedo dormido fuera de horas», fue a su vestidor. Se desnudó; en bata y zapatillas, se encerró en el baño a hacer sus minuciosas abluciones de antes de dormir. Se sentía apesadumbrado, confuso, con un zumbido en la cabeza que parecía presagiar una fuerte gripe. Puso a llenar la bañera con agua tibia y desparramó en ella medio frasco de sales. Mientras se llenaba, se limpió los dientes con el hilo dental, luego se los escobilló y con una delgada pinza depuró sus orejas de los vellitos recientes. ¿Cuánto tiempo hacía que abandonó la costumbre de dedicar un día de la semana, además del baño cotidiano, a la higiene especializada de cada uno de sus órganos? Desde la separación de Lucrecia. Un año, más o menos. Restablecería aquella saludable rutina semanal: lunes, orejas; martes, nariz; miércoles, pies; jueves, manos; viernes, boca y dientes. Etcétera. Hundido en la bañera, se sintió menos desmoralizado. Trató de adivinar si Lucrecia se habría metido ya bajo las sábanas, qué camisón llevaba puesto, ¿estaría desnuda?, y consiguió que por momentos se eclipsara de su cabeza la ominosa presencia: la casita del Olivar de San Isidro, una figurita infantil de pie junto a la puerta, un dedito tocando el timbre. Había que tomar una decisión respecto al niño, de una vez. Pero ¿cuál? Todas parecían ineptas o imposibles. Luego de salir de la bañera y secarse, se friccionó con agua de colonia de la tienda Floris, de Londres, de donde un colega y amigo del Lloyd's le hacía periódicos envíos de jabones, cremas de afeitar, desodorantes, talcos y perfumes. Se puso un pijama de seda limpio y dejó su bata colgada en el vestidor.

Doña Lucrecia estaba ya en la cama. Había apagado las luces de la habitación, salvo la de su velador. Afuera, el mar rompía con fuerza contra los acantilados de Barranco y el viento lanzaba lamentos lúgubres. Sentía su corazón latiendo con fuerza mientras se deslizaba bajo las sábanas, junto a su esposa. Un suave aroma a hierbas frescas, a flores húmedas de rocío, a primavera, penetró por sus narices y llegó hasta su cerebro. En estado casi de levitación de lo tenso que se hallaba, podía percibir a milímetros de su pierna izquierda el muslo de su mujer. En la escasa, indirecta luz vio que ella llevaba un camisón de seda rosa, sujeto a los hombros por dos delgados tirantes, con una orla de encaje por el que divisaba sus pechos. Suspiró, transformado. El deseo, impetuoso, liberador, colmaba ahora su cuerpo, se desbordaba por sus poros. Se sentía mareado y embriagado con el perfume de su mujer.

Y, en eso, adivinándolo, Lucrecia estiró la manoo, apagó la luz de la lamparita y con el mismo movimiento giró hacia él y lo abrazó. Se le escapó un gemido al sentir el cuerpo de doña Lucrecia, al que ansioso abrazó, apretó, enredando a él brazos, piernas. A la vez, la besaba en el cuello, en los cabellos, murmurando palabras de amor. Pero, cuando había comenzado a desnudarse y a despojar a su mujer del camisón, doña Lucrecia deslizó en su oído una frase que le hizo el efecto de una ducha helada:

—Fue a verme hace seis meses. Se apareció una tarde, de repente, en la casita del Olivar. Y, desde entonces, me visitó sin parar, al salir del colegio, escapándose de la academia de pintura. Tres y hasta cuatro veces por semana. Tomaba el té conmigo, se quedaba una hora, dos. No sé por qué no te lo conté ayer, anteayer. Lo iba a hacer. Te juro que lo iba a hacer.

—Te suplico, Lucrecia —imploró don Rigoberto—. No tienes que contarme nada. Por lo que más quieras. Yo te amo.

—Quiero contarte. Ahora, ahora.

Seguía abrazada a él, y, cuando su marido le buscó la boca, abrió la suya y lo besó también, ávidamente. Lo ayudó a quitarse el pijama y a sacarle el camisón. Pero, luego, mientras él la iba acariciando con sus manos, pasándole los labios por los cabellos, las orejas, las mejillas y el cuello, siguió hablando:

—No me acosté con él.

—No quiero saber nada, amor mío. ¿Tenemos que hablar de eso, ahora?

—Sí, ahora. No me acosté con él, pero, espera. No por mérito mío, por culpa suya. Si me lo hubiera pedido, si me hubiera hecho la menor insinuación, me hubiera acostado con él. De mil amores, Rigoberto. Muchas tardes me quedé enferma, por no haberlo hecho. ¿No me vas a odiar? Tengo que decirte la verdad.

—Yo no te voy a odiar nunca. Yo te amo. Vida mía, mujercita mía.

Pero, ella volvió a atajarlo, con otra confesión:

—Y, la verdad es que, si no sale de esta casa, si sigue viviendo con nosotros, volverá a pasar. Lo siento, Rigoberto. Es mejor que lo sepas. No tengo defensas contra ese niño. No quiero que pase, no quiero hacerte sufrir, como la vez pasada. Ya sé que sufriste, amor mío. Pero, para qué voy a mentirte. Tiene poder, tiene algo, no sé qué. Si se le mete en la cabeza otra vez, lo haré. No podré impedirlo. Aunque destruya el matrimonio, esta vez para siempre. Lo siento, lo siento, pero, es la verdad, Rigoberto. La cruda verdad.

Su mujer se había puesto a llorar. Se eclipsaron los últimos residuos de excitación que le quedaban. La abrazó, consternado.

—Todo lo que me dices, lo sé de sobra —murmuró, acariñándola—. ¿Qué puedo hacer? ¿No es mi hijo, acaso? ¿Adonde lo voy a mandar? ¿Donde quién? Es muy chico aún. ¿Crees que no he pensado mucho en esto? Cuando sea más grande, por supuesto. Que termine el colegio, por lo menos. ¿No dice que quiere ser pintor? Pues, muy bien. Que vaya a estudiar Bellas Artes. A Estados Unidos. A Europa. Que vaya a Viena. ¿No le gusta tanto el expresionismo? Que vaya a la academia donde estudió Schiele, a la ciudad donde vio y murió Schiele. Pero, ¿cómo puedo sacarlo de la casa, ahora, a su edad?

Doña Lucrecia se apretó a él, entreveró sus piernas con las suyas, buscó apoyar sus pies sobre los de su marido.

—No quiero que lo saques de la casa —susurró—. Me doy cuenta muy bien de que es un niño. Nunca he conseguido adivinar si sabe lo peligroso que es, las catástrofes que puede provocar, con esa belleza que tiene, con esa inteligencia mañosa, medio terrible. Te lo digo sólo porque, porque es verdad. Con él, viremos siempre en peligro, Rigoberto. Si no quieres que pase otra vez, vigílame, célame, acósame. No quiero acostarme nunca con nadie más, sólo contigo, maridito querido. Te amo tanto, Rigoberto. No sabes cuánta falta me has hecho, cómo te he extrañado.

—Lo sé, lo sé, amor mío.

Don Rigoberto la hizo ladearse, ponerse de espaldas y se colocó encima de ella. A doña Lucrecia también parecía haberla ganado el deseo —ya no había lágrimas en sus mejillas, su cuerpo estaba caldeado, su respiración agitada—, y, apenas lo sintió encima, abrió las piernas y se dejó penetrar. Don Rigoberto la besó larga, profundamente, con los ojos cerrados, inmerso en una total entrega, de nuevo feliz. Perfectamente encajados uno en otro, tocándose y rozándose de pies a cabeza, contagiándose sus sudores, se mecían despacio, acompasadamente, prolongando su placer.

—En realidad, te has acostado con muchas personas todo este año —dijo él.

—¿Ah, sí? —ronroneó ella, como hablando con el vientre, desde alguna secreta glándula—. ¿Cuántas? ¿Quiénes? ¿Dónde?

—Un amante zoológico, que te acostaba con gatos —«qué asco, qué asco», protestó su mujer, débilmente—. Un amor de juventud, un científico que te llevó a París y a Venecia y que se iba cantando….

—Los detalles —acezó doña Lucrecia, hablando con dificultad—. Todos, hasta los más chiquitos. Lo que hice, lo que comí, lo que me hicieron.

—Estuvo a punto de violarte el cacaseno de Fito Cebolla y, también, a Justiniana. Tú la salvaste de su furia rijosa. Y terminaste haciendo el amor con ella, en esta misma cama.

—¿Con Justiniana? ¿En esta misma cama? —soltó una risita doña Lucrecia—. Lo que son las cosas. Pues, por culpa de Fonchito casi hice el amor con Justiniana, una tarde, en el Olivar. La única vez que mi cuerpo te engañó, Rigoberto. Mi imaginación, en cambio, un montón de veces. Como tú a mí.

—Mi imaginación no te ha engañado nunca. Pero, cuéntame, cuéntame —aceleró su marido el mecerse, el columpiarse.

—Yo, después, tú primero. ¿Con quién más? Cómo, dónde?

—Con un hermano gemelo que me inventé, un hermano corso, en una orgía. Con un motociclista castrado. Fuiste una profesora de leyes, en Virginia, y corrompiste a un jurista santo. Hiciste el amor con la embajadora de Argelia, tomando un baño de vapor, tus pies enloquecieron a un fetichista francés del siglo XVIII. La víspera de nuestra reconciliación, estuvimos en un prostíbulo de México, con una mulata que me arrancó una oreja de un mordisco.

—No me hagas reír, tonto, no ahora —protestó doña Lucrecia—. Te mato, te mato, si me cortas.

—Yo también me estoy yendo. Vamonos juntos, te amo.