38961.fb2 Los cuadernos De don Rigoberto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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Momentos después, ya sosegados, él de espaldas, ella acurrucada a su lado y con la cabeza en su hombro, reanudaron la conversación. Afuera, junto al ruido del mar, rompían la noche estentóreos maullidos de gatos peleándose o en celo y, espaciados, bocinazos y rugidos de motores.

—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo don Rigoberto.

Ella se restregó contra él, modosa.

—¿Va a durar? ¿Vamos a hacerla durar, la felicidad?

—No puede durar —dijo él, con suavidad—. Toda felicidad es fugaz. Una excepción, un contraste. Pero, tenemos que reavivarla, de tiempo en tiempo, no permitir que se apague. Soplando, soplando la llamita.

—Empiezo a ejercitar mis pulmones desde ahora —exclamó doña Lucrecia—. Los pondré como fuelles. Y, cuando comience a apagarse, lanzaré un ventarrón que la levante, que la infle. ¡Fffffuuu! ¡Fffffuuu!

Permanecieron en silencio, abrazados. Don Rigoberto creyó, por la quietud de su mujer, que se había dormido. Pero, tenía los ojos abiertos.

—Siempre supe que nos íbamos a reconciliar —le dijo, al oído—. Lo quería, lo buscaba, hace meses. Pero, no sabía por dónde empezar. Y, en eso, me empezaron a llegar tus cartas. Me adivinaste el pensamiento, amor mío. Eres mejor que yo.

El cuerpo de su mujer se endureció. Pero, inmediatamente, volvió a relajarse.

—Una idea genial, lo de las cartas —continuó él—. Los anónimos, quiero decir. Una carambola barroca, una estrategia coruscante. Inventarte que yo te mandaba anónimos para tener un pretexto y así poder escribirme. Siempre me estarás sorprendiendo, Lucrecia. Creí que te conocía, pero no. Nunca me hubiera imaginado tu cabecita maquinando esas carambolas, esos enredos. Qué buen resultado dieron ¿no? En buena hora para mí.

Hubo otro largo silencio, en el que don Rigoberto contó los latidos del corazón de su mujer, que hacían contrapunto y a ratos se confundían con los suyos.

—Me gustaría que hiciéramos un viaje —divagó, un poco después, sintiendo que comenzaba a vencerlo el sueño—. A un sitio lejanísimo, totalmente exótico. Donde no conociéramos a nadie y nadie nos conociera. Por ejemplo, Islandia. Tal vez, a fin de año. Puedo tomarme una semana, diez días. ¿Te gustaría?

—Me gustaría ir más bien a Viena —dijo ella, con la lengua un poco trabada ¿por el sueño?, ¿por la pereza en que la dejaba siempre el amor?—. Ver la obra de Egon Schiele, visitar los lugares donde trabajó. Estos meses, no he hecho más que oír hablar de su vida, de sus cuadros y dibujos. Me ha picado la curiosidad, al final. ¿No te sorprende la fascinación de Fonchito con ese pintor? A ti, Schiele nunca te ha gustado mucho, que yo sepa. ¿De dónde le vino, entonces?

El se encogió de hombros. No tenía la menor idea de dónde podía haberle brotado esa afición.

—Bueno, en diciembre iremos a Viena, enentonces —dijo—. A ver los Schieles y oír a Mozart. lunca me gustó, es cierto; pero, quizás ahora empiece a gustarme. Si te gusta a ti, me gustará. No sé de donde le nacería ese entusiasmo a Fonchito. ¿Te estás durmiendo? Y yo no te dejo, metiéndote conversación. Buenas noches, amor.

Ella murmuró «buenas noches». Se dio media vuelta y pegó su espalda al pecho de su marido, que se había ladeado también y flexionado sus piernas, para que ella estuviera como sentada en sus rodillas. Así habían dormido los diez años anteriores a la separación. Y así lo hacían, también, desde anteayer. Don Rigoberto pasó uno de sus brazos sobre el hombro de Lucrecia y dejó descansar su mano en uno de sus pechos, en tanto que con la otra la asía de la cintura.

Los gatos dejaron de pelear o de amarse en la vecindad. El último bocinazo o ronquido de motores se había extinguido hacía buen rato. Tibio y entibiado por la cercanía de esas formas amadas soldadas a la suya, don Rigoberto tenía la sensación de navegar, de deslizarse, movido por una afable inercia, en unas aguas tranquilas y delgadas, o, acaso, por el espacio astral, despoblado, rumbo a las gélidas estrellas. ¿Cuántos días, horas más duraría sin quebrantarse, esta sensación de plenitud, de armoniosa calma, de sintonía con la vida? Como respondiendo a su muda interrogación, escuchó a doña Lucrecia:

—¿Cuántos anónimos míos recibiste, Rigoberto?

—Diez —repuso él, dando un respingo—. Creí que estabas dormida. ¿Por qué me lo preguntas?

—Yo también recibí diez anónimos tuyos —replicó ella, sin moverse—. Eso se llama amor por la simetría, supongo.

Ahora fue él quien se puso rígido.

—¿Diez anónimos míos? Yo no te escribí nunca, ni uno solo. Ni anónimos ni cartas firmadas.

—Ya lo sé —dijo ella, suspirando hondo—. Tú eres el que no sabe. Tú eres el que anda en la luna. ¿Vas entendiendo? Yo tampoco te mandé anónimos. Sólo una carta. Pero, apuesto que, ésa, la única auténtica, nunca te llegó.

Pasaron dos, tres, cinco segundos, sin hablar ni moverse. Aunque sólo se oía el ruido del mar, a don Rigoberto le parecía que la noche se había llenado de gatos enfurecidos y gatas en celo.

—¿No estás bromeando, no? —murmuró al fin, sabiendo muy bien que doña Lucrecia le había hablado muy en serio.

Ella no contestó. Permaneció tan quieta y silenciosa como él, otro buen rato. Qué poco había durado, que cortísima esa abrumadora felicidad. Ahí estaba, de nuevo, cruda y dura, Rigoberto, la vida real.

—Si se te ha quitado el sueño, como a mí–propuso, por fin—, quizá, como otros cuentan ovejas para poder dormirse, podríamos tratar de aclararlo. Mejor ahora, de una vez. Si te parece, si quieres. Porque, si prefieres que nos olvidemos, nos olvidamos. No hablaremos más de esos anónimos.

—Sabes de sobra que nunca podremos olvidarnos de ellos, Rigoberto —afirmó su esposa, con un dejo de cansancio—. Hagamos de una vez lo que tu y yo sabemos muy bien que acabaremos haciendo de todas maneras.

—Vamos, pues —dijo él, incorporándose—. Vamos a leerlos.

Había enfriado y, antes de pasar al estudio, se pusieron las batas. Doña Lucrecia llevó consigo el termo con la limonada caliente para el supuesto resfrío de su marido.

Antes de mostrarse las cartas respectivas, tomaron traguitos de limonada tibia, del mismo vaso. Don Rigoberto tenía guardados sus anónimos en el último de sus cuadernos, aún con páginas sin anotaciones ni pegotes; doña Lucrecia, los suyos, en ua cartera de mano, atados con una cintita morada. Comprobaron que los sobres eran idénticos y también el papel; unos sobres y papeles de esos que se venden por cuatro reales en las bodeguitas de los chinos. Pero, la letra era distinta. Y, por supuesto, la carta de doña Lucrecia, la única verdadera, no estaba entre las otras.

—Es mi letra —murmuró don Rigoberto, superando lo que él creía era el límite de su capacidad de asombro y asombrándose todavía un poquito más. Había revisado la primera carta con mucho cuidado, casi sin atender a lo que decía, concentrándose sólo en la caligrafía—. Bueno, es verdad, mi letra es lo más convencional que existe. Cualquiera puede imitarla.

—Sobre todo, un jovencito aficionado a la pintura, un niño–artista —concluyó doña Lucrecia, blandiendo los anónimos supuestamente escritos por ella, que acababa de hojear—. Ésta, en cambio, no es mi letra. Por eso no te entregó la única carta que te escribí. Para que no la compararas con éstas y descubrieras el fraude.

—Se parece algo —la corrigió don Rigoberto; había cogido una lupa y la examinaba, como un filatelista un sello raro—. Es, en todo caso, una letra redonda, muy dibujada. Una letra de mujer que estudió en un colegio de monjas, probablemente el Sophianum.

—¿Y tú, no conocías mi letra?

—No, no la conocía —admitió él. Era la tercera sorpresa, en esta noche de grandes sorpresas—. Ahora me doy cuenta que no. Que yo recuerde, nunca antes me escribiste una carta.

—Éstas, tampoco te las escribí yo.

Luego, durante una buena media hora, estuvieron en silencio, leyendo sus respectivas cartas, o, mejor dicho, cada uno, la otra mitad desconocida de esa correspondencia. Se habían sentado juntos, en el gran sofá de cuero, con cojines, bajo esa alta lámpara de pie cuya mampara tenía dibujos de una tribu australiana. La amplia redondela de luz los alcanzaba a ambos. A ratos, bebían traguitos de limonada tibia. A ratos, a uno de ellos se le escapaba una risita, pero, el otro, no se volvía a preguntarle nada: a ratos, a uno se le alteraba la expresión, debido al pasmo, la cólera o a una debilidad sentimental, ternura, indulgencia, vaga tristeza. Acabaron la lectura al mismo tiempo. Se miraban de soslayo, exhaustos, perplejos, indecisos. ¿Por dónde comenzar?

—Se ha metido aquí —dijo, por fin, don Rigoberto, señalando su escritorio, sus estantes—. Ha buscado, leído, mis cosas. Lo más sagrado, lo más sereto que tengo, estos cuadernos. Que ni siquiera conoces. Mis supuestas cartas a ti, en realidad, son mías. Aunque, no las escribiera yo. Porque, estoy seguro, todas las frases, las ha transcrito de mis cuadernos. Haciendo una ensalada rusa. Mezclando pensamientos, citas, bromas, juegos, reflexiones propias y ajenas.

—Por eso, esos juegos, esas órdenes me parecieron de ti —dijo doña Lucrecia—. En cambio, estas cartas, no sé cómo pudieron parecerte mías.

—Estaba loco por saber de ti, por recibir juna señal de ti —se excusó don Rigoberto—. Los náufragos se agarran de lo que se les pone delante sin hacer ascos.

—Pero ¿esas huachaferías? ¿Esas cursilerías? No parecen de Corín Tellado, más bien?

—Son de Corín Tellado, algunas —dijo don Rigoberto, recordando, asociando—. Hace unas semas comenzaron a aparecer sus novelitas, por la casa. Creí que eran de la muchacha, de la cocinera, ahora sé de quién eran y para qué servían.

—A ese chiquito yo lo mato —exclamó doña Lucrecia—. ¡Corín Tellado! Te juro que lo mato.

—¿Te ríes? —se maravilló él—. ¿Te parece a gracia? ¿Debemos festejarlo, premiarlo?

Ella se rió ahora de verdad, más largo, con más franqueza que antes.

—La verdad, no sé qué me parece, Rigoberto. Seguramente no es para reírse. ¿Es para llorar? ¿Para enojarse? Bueno, enojémonos, si es lo que hay que hacer. ¿Eso harás mañana, con él? ¿Reñirlo? ¿Castigarlo?

Don Rigoberto se encogió de hombros. Tenía ganas de reírse, también. Y se sentía estúpido.

—Nunca lo he castigado y menos pegado, no sabría cómo hacerlo —confesó, con algo de vergüenza—. Por eso habrá salido como es. La verdad, no sé qué hacer con él. Tengo la sospecha de que, haga lo que haga, siempre ganará.

—Bueno, en este caso, también hemos ganado algo nosotros —Doña Lucrecia se dejó ir contra su marido, que le pasó el brazo por los hombros—. ¿Nos amistamos, no? Tú, nunca te hubieras atrevido a llamarme por teléfono, a invitarme a tomar té a la Tiendecita Blanca, sin esos anónimos previos. ¿No es cierto? Y, yo, no hubiera ido a la cita sin esos anónimos, tampoco. Seguramente, no. Ellos prepararon el camino. No podemos quejarnos; nos ayudó, nos amistó. Porque, no te arrepientes de que nos hayamos amistado ¿no, Rigoberto?