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— Porque se me dio la gana–replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.
No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable. Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución.
Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro, asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de
vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.
— Él me quiere, siempre me ha querido–declaró, cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.
Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando un apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.
Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble; pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado de aquel antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.
— Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina–le dijo al despedirse.
— Quiero hijos–dijo Hortensia. — Hijos no, pero tendrás muñecas. En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hace el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado. Una india hermética le sirvió para ese fin. Ella guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y raspar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.
— ¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? — le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.
No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se quejó de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo
invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos. Mientras su cuerpo permanecía encogido en un rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra. No sintió cómo le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho. De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de este modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrarla bajo su aspecto externo de enano prehistórico.
Entretanto Amadeo Peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones, sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo. A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas, de cuántos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a
una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.
Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras. Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente.
Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno.
El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus
hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos plieges, que arrastraba unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.
La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia.
Se reunió dinero Para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos.
Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las
autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír' los ruidos de la calle.
Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.
— Él casi nunca me dejó con hambre–le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposibles de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.
Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero enseguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa. No sabía por qué estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.
REGALO PARA UNA NOVIA
Horacio Fortunato había alcanzado los cuarenta y seis años cuando entró en su vida la judía escuálida que estuvo a punto de cambiarle sus hábitos de truhán y destrozarle la fanfarronería. Era de raza de gente de circo, de esos que nacen con huesos de goma y una habilidad natural para dar saltos mortales y a la edad en que otras criaturas se arrastran como gusanos, ellos se cuelgan del trapecio cabeza abajo y le cepillan la dentadura al león. Antes de que su padre lo convirtiera en una empresa seria, en vez de la humorada que hasta entonces había sido, el Circo Fortunato pasó por más penas que glorias. En algunas épocas de catástrofe o desorden, la compañía se reducía a dos o tres miembros del clan deambulando por los caminos en un destartalado carromato, con una carpa rotosa que levantaban en pueblos de lástima. El abuelo de Horacio cargó solo con el peso de todo el espectáculo durante años; caminaba en la cuerda floja, hacía malabarismos con antorchas encendidas, tragaba sables toledanos, extraía tanto naranjas como serpientes de un sombrero de copa y bailaba gracioso minué con su única compañera, una mona ataviada de miriñaque y sombrero emplumado. Pero el abuelo logró sobreponerse al infortunio y mientras muchos otros circos sucumbieron vencidos por otras diversiones modernas, él salvó el suyo y al final de su vida pudo retirarse al sur del continente a cultivar un huerto de espárragos y fresas, dejándole una empresa sin deudas a su hijo Fortunato. Este hombre carecía de la humildad de su padre y no era proclive a los equilibrios en la cuerda o a las piruetas con un chimpancé, pero en cambio estaba dotado de una firme prudencia de comerciante. Bajo su dirección el circo creció en tamaño y prestigio, hasta convertirse en el más grande del país. Tres carpas monumentales pintadas a rayas reemplazaban el modesto tenderete de los malos tiempos, jaulas diversas albergaban un zoológico ambulante de fieras amaestradas, y otros vehículos de fantasía transportaban a los artistas, incluyendo al único enano hermafrodita y ventrílocuo de la historia. Una réplica exacta de la carabela de Cristóbal Colón transportada sobre ruedas, completaba el Gran Circo Internacional Fortunato. Esta enorme caravana ya no navegaba a la deriva, como antes lo hiciera con el abuelo, sino que iba en línea recta por las carreteras principales desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, deteniéndose sólo en las grandes ciudades, donde entraba con tal escándalo de tambores, elefantes y payasos, con la carabela a la cabeza como un prodigioso recuerdo de la Conquista, que nadie se
quedaba sin saber que el circo había llegado.
Fortunato II se casó con una trapecista y con ella tuvo un hijo a quien llamaron Horacio. La mujer se quedó en un lugar de paso, decidida a independizarse del marido y mantenerse mediante su incierto oficio, dejando al niño con su padre. De ella prevaleció un recuerdo difuso en la mente de su hijo, quien no lograba separar la imagen de su madre de las numerosas acróbatas que conoció en su vida. Cuando él tenía diez años, su padre se casó con otra artista del circo, esta vez con una equitadora capaz de equilibrarse de cabeza sobre un animal al galope o saltar de una grupa a otra con los ojos vendados. Era muy bella. Por mucha agua, jabón y perfumes que usara, no podía quitarse un rastro de olor a caballo, un seco aroma de sudor y esfuerzo. En su regazo magnífico el pequeño Horacio, envuelto en ese olor único, encontraba consuelo por la ausencia de su madre. Pero con el tiempo la equitadora también partió sin despedirse. En la madurez Fortunato se casó en terceras nupcias con una suiza que andaba conociendo América en un bus de turistas. Estaba cansado de su existencia de beduino y se sentía viejo para nuevos sobresaltos, de modo que cuando ella se lo pidió no tuvo ni el menor inconveniente en cambiar el circo por un destino sedentario y acabó instalado en una finca de los Alpes, entre cerros y bosques bucólicos. Su hijo Horacio, que ya tenía veintitantos años, quedó a cargo de la empresa.
Horacio se había criado en la incertidumbre de cambiar de lugar cada día, dormir siempre sobre ruedas y vivir bajo una carpa, pero se sentía muy a gusto con su suerte. No envidiaba en absoluto a otras criaturas que iban de uniforme gris a la escuela y tenían trazados sus destinos desde antes de nacer. Por contraste, él se sentía poderoso y libre. Conocía todos los secretos del circo y con la misma actitud desenfadada limpiaba los excrementos de las fieras o se balanceaba a cincuenta metros de altura vestido de húsar, seduciendo al público con su sonrisa de delfín. Si en algún momento añoró algo de estabilidad, no lo admitió ni dormido. La experiencia de haber sido abandonado, primero por la madre y luego por la madrastra, lo hizo desconfiado, sobre todo de las mujeres, pero no llegó a convertirse en un cinico, porque del abuelo había heredado un corazón sentimental. Tenía un inmenso talento circense, pero más que el arte le interesaba el aspecto comercial del negocio. Desde
pequeño se propuso ser rico, con la ingenua intención de conseguir con dinero la seguridad que no obtuvo en su familia. Multiplicó los tentáculos de la empresa comprando una cadena de estadios de boxeo en varias capitales. Del boxeo pasó naturalmente a la lucha libre y como era hombre de imaginación juguetona, transformó ese grosero deporte en un espectáculo dramático. Fueron iniciativas suyas la Momia, que se presentaba en el ring dentro de un sarcófago egipcio; Tarzán, cubriendo sus impudicias con una piel de tigre tan pequeña que a cada salto del luchador el público retenía el aliento a la espera de alguna revelación; el Ángel, que apostaba su cabellera de oro y cada noche la perdía bajo las tijeras del feroz Kuramoto–un indio mapuche disfrazado de samurai–para reaparecer al día siguiente con sus rizos intactos, prueba irrefutable de su condición divina. Éstas y otras aventuras comerciales, así como sus apariciones públicas con un par de guardaespaldas, cuyo papel consistía en intimidar a sus competidores y picar la curiosidad de las mujeres, le dieron un prestigio de hombre malo, que él celebraba con enorme regocijo. Llevaba una buena vida, viajaba por el mundo cerrando tratos y buscando monstruos, aparecía en clubes y casinos, poseía una mansión de cristal en California y un rancho en Yucatán, pero vivía la mayor parte del año en hoteles de ricos. Disfrutaba de la compañía de rubias de alquiler. Las escogía suaves y de senos frutales, como homenaje al recuerdo de su madrastra, pero no se afligía demasiado por asuntos amorosos y cuando su abuelo le reclamaba que se casara y echara hijos al mundo para que el apellido de los Fortunato no se desintegrara sin heredero, él replicaba que ni demente subiría al patíbulo matrimonial. Era un hombronazo moreno con una melena peinada a la cachetada, ojos traviesos y una voz autoritaria, que acentuaba su alegre vulgaridad. Le preocupaba la elegancia y se compraba ropa de duque, pero sus trajes resultaban un poco brillantes, las corbatas algo audaces, el rubí de su anillo demasiado ostentoso, su fragancia muy penetrante. Tenía el corazón de un domador de leones y ningún sastre inglés lograba disimularlo.
Este hombre, que había pasado buena parte de su existencia alborotando el aire con sus despilfarros, se cruzó un martes de marzo con Patricia Zimmerman y se le terminaron la inconsecuencia del espíritu y la claridad del pensamiento. Se hallaba en el único restaurante de esta ciudad donde todavía no dejan entrar negros, con cuatro compinches y una diva a quien pensaba llevar por una semana a las Bahamas, cuando Patricia entró al salón del brazo de su marido, vestida de seda y adornada con algunos
de esos diamantes que hicieron célebre a la firma Zimmerman y Cía. Nada más diferente a su inolvidable madrastra olorosa a sudor de caballos o a las rubias complacientes, que esa mujer. La vio avanzar, pequeña, fina, los huesos del escote a la vista y el cabello castaño recogido en un moño severo, y sintió las rodillas pesadas y un ardor insoportable en el pecho. Él prefería a las hembras simples y bien dispuestas para la parranda y a esa mujer había que mirarla de cerca para valorar sus virtudes, y aun así sólo serían visibles para un ojo entrenado en apreciar sutilezas, lo cual no era el caso de Horacio Fortunato. Si la vidente de su circo hubiera consultado su bola de cristal para profetizarle que se enamoraría al primer vistazo de una aristócrata cuarentona y altanera, se habría reído de buena gana, pero eso mismo le ocurrió al verla avanzar en su dirección como la sombra de alguna antigua emperatriz viuda, en su atavío oscuro y con las luces de todos esos diamantes refulgiendo en su cuello. Patricia pasó por su lado y durante un instante se detuvo ante ese gigante con la servilleta colgada del chaleco y un rastro de salsa en la comisura de la boca. Horacio Fortunato alcanzó a percibir su perfume y apreciar su perfil aguileño y se olvidó por completo de la diva, los guardaespaldas, los negocios y todos los propósitos de su vida, y decidió con toda seriedad arrebatarle esa mujer al joyero para amarla de la mejor manera posible. Colocó su silla de medio lado y haciendo caso omiso de sus invitados se dedicó a medir la distancia que le separaba de ella, mientras Patricia Zimmerman se preguntaba si ese desconocido estaría examinando sus joyas con algún designio torcido.
Esa misma noche llegó a la residencia de los Zimmerman un ramo descomunal de orquídeas. Patricia miró la tarjeta, un rectángulo color sepia con un nombre de novela escrito en arabescos dorados. De pésimo gusto, masculló, adivinando al punto que se trataba del tipo engominado del restaurante y ordenó poner el regalo en la calle en la esperanza de que el remitente anduviera rondando la casa y se enterara del paradero de sus flores. Al día siguiente trajeron una caja de cristal con una sola rosa perfecta, sin tarjeta. El mayordomo también la colocó en la basura. El resto de la semana despacharon ramos diversos: un canasto con flores silvestres en un lecho de lavanda, una pirámide de claveles blancos en copa de plata, una docena de tulipanes negros importados de Holanda y otras variedades imposibles de encontrar en esta tierra caliente. Todos tuvieron el mismo destino del primero, pero eso no desanimó al galán, cuyo acecho se tornó tan insoportable que Patricia Zimmerman no se atrevía a
responder al teléfono por temor a escuchar su voz susurrándole indecencias, como le ocurrió el mismo martes a las dos de la madrugada. Devolvía sus cartas cerradas. Dejó de salir porque encontraba a Fortunato en lugares inesperados: observándola desde el palco vecino en la ópera, en la calle dispuesto a abrirle la puerta del coche antes de que su chófer alcanzara a esbozar el gesto, materializándose como una ilusión en un ascensor o en alguna escalera. Estaba prisionera en su casa, asustada. Ya se le pasará, ya se le pasará, se repetía, pero Fortunato no se disipó como un mal sueño, seguía allí, al otro lado de las paredes, resoplando. La mujer pensó llamar a la policía o recurrir a su marido, pero su horror al escándalo se lo impidió. Una mañana estaba atendiendo su correspondencia, cuando el mayordomo le anunció la visita del presidente de la empresa Fortunato e Hijos.
— ¿En mi propia casa, cómo se atreve? — murmuró Patricia con el corazón al galope. Necesitó echar mano de la implacable disciplina adquirida en tantos años de actuar en salones, para disimular el temblor de sus manos y su voz. Por un instante tuvo la tentación de enfrentarse con ese demente de una vez para siempre, pero comprendió que le fallarían las fuerzas, se sentía derrotada antes de verlo.
— Dígale que no estoy. Muéstrele la puerta y avísele a los empleados que ese caballero no es bienvenido en esta casa–ordenó.
Al día siguiente no hubo flores exóticas al desayuno y Patricia pensó, con un suspiro de alivio o de despecho, que el hombre había entendido por fin su mensaje. Esa mañana se sintió libre por primera vez en la semana y partió a jugar tenis y al salón de belleza. Regresó a las dos de la tarde con un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza. Al entrar vio sobre la mesa del vestíbulo un estuche de terciopelo morado con la marca de Zimmerman impresa en letras de oro. Lo abrió algo distraída, imaginando que su marido lo había dejado allí, y encontró un collar de esmeraldas acompañado de una de esas rebuscadas tarjetas de color sepia, que había aprendido a conocer y a detestar. El dolor de cabeza se le transformó en pánico. Ese aventurero parecía dispuesto a arruinarle la existencia, no sólo le compraba a su propio marido una joya imposible de disimular, sino que además se la enviaba con todo desparpajo a su casa. Esta vez no
era posible echar el regalo a la basura como las rumas de flores recibidas hasta entonces. Con el estuche apretado contra el pecho se encerró en su escritorio. Media hora más tarde llamó al chófer y lo mandó a entregar un paquete a la misma dirección donde había devuelto varias cartas. Al desprenderse de la joya no sintió alivio alguno, por el contrario, tenía la impresión de hundirse en un pantano.
Pero para esa fecha también Horacio Fortunato caminaba por un lodazal, sin avanzar ni un paso, dando vueltas a tientas. Nunca había necesitado tanto tiempo y dinero para cortejar a una mujer, aunque también era cierto, admitía, que hasta entonces todas eran diferentes a ésta. Se sentía ridículo por primera vez en su vida de saltimbanqui, no podía continuar así por mucho tiempo, su salud de toro empezaba a resentirse, dormía a sacudones, se le acababa el aire en el pecho, el corazón se le atolondraba, sentía fuego en el estómago y campanas en las sienes. Sus negocios también sufrían el impacto de su mal de amor, tomaba decisiones precipitadas y perdía dinero. Carajo, ya no sé quién soy ni dónde estoy parado, maldita sea, refunfuñaba sudando, pero ni por un momento consideró la posibilidad de abandonar la cacería.
Con el estuche morado de nuevo en sus manos, abatido en un sillón del hotel donde se hospedaba, Fortunato se acordó de su abuelo. Rara vez pensaba en su padre, pero a menudo volvía a su memoria ese abuelo formidable que a los noventa y tantos años todavía cultivaba sus hortalizas. Tomó el teléfono y pidió una comunicación de larga distancia.
El viejo Fortunato estaba casi sordo y tampoco podía asimilar el mecanismo de ese aparato endemoniado que le traía voces desde el otro extremo del planeta, pero la mucha edad no le había quitado la lucidez. Escuchó lo mejor que pudo el triste relato de su nieto, sin interrumpirlo hasta el final.
— De modo que esa zorra se está dando el lujo de burlarse de mi muchacho, ¿eh? — Ni siquiera me mira, Nono. Es rica, bella, noble, tiene todo.
— Ajá… y también tiene marido. — También, pero eso es lo de menos. iSi al menos me dejara hablarle! — ¿Hablarle? ¿Y para qué? No hay nada que decirle a una mujer como ésa, hijo.
— Le regalé un collar de reina y me lo devolvió sin una sola palabra.
— Dale algo que no tenga.
— ¿Qué, por ejemplo? — Un buen motivo para reírse, eso nunca falla con las mujeres–y el abuelo se quedó dormido con el auricular en la mano, soñando con las doncellas que lo amaron cuando realizaba acrobacias mortales en el trapecio y bailaba con su mona.
Al día siguiente el joyero Zimmerman recibió en su oficina a una espléndida joven, manicurista de profesión, según explicó, que venía a ofrecerle por la mitad de precio el mismo collar de esmeraldas que él había vendido cuarenta y ocho horas antes. El joyero recordaba muy bien al comprador, imposible olvidarlo, un patán presumido.
— Necesito una joya capaz de tumbarle las defensas a una dama arrogante–había dicho.