38962.fb2 LOS CUENTOS DE EVA LUNA - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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— Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que cuidar–sentenció la señora de la casa.

No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de su muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre

si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la piel, hasta acabar oscura como el chocolate.

Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd. Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos, entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad, que conservó intactas hasta su último día.

El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa su suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la carga de esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le marchitara la belleza, y escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada y mal dispuesto para el matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo negarse cuando le sugirieron el

enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como correspondía a una novia lunática y a un novio varias décadas mayor.

María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para separar a los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo esponja las plumas y cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró uso adecuado para esos datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un vejete tembloroso con una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el ombligo. La sorpresa le produjo un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando empezó a hincharse como un globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita–remedio antiescrufuloso y reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga–a causa de lo cual pasó veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo abotonar sus vestidos y a su debido tiempo dio a luz un niño rubio. Después de un mes en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su estado de sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa elegante; sin embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor Guevara sufrió un ataque fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de sopa en la mano. María se resignó a usar trajes de luto y sombreros con velo, enterrada en una tumba de trapos. Así pasó dos años de negro, tejiendo chalecos para los pobres, entretenida con sus perros falderos y con su hijo, a quien peinaba con rizos y vestía de niña, tal como aparece en uno de los retratos encontrados en la caja de galletas, donde se lo puede ver sentado sobre una piel de oso e iluminado por un rayo sobrenatural.

Para la viuda el tiempo se detuvo en un instante perpetuo, el aire de los cuartos permaneció inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su marido. Siguió viviendo en la misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada de cerca por sus padres y hermanos, que se turnaban para visitarla a diario, supervisar sus gastos y tomar hasta las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las hojas de los árboles en el

jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin cambios en su rutina. A veces se preguntaba la causa de sus vestidos negros, porque había olvidado al decrépito esposo que en un par de ocasiones la abrazara débilmente entre las sábanas de lino, para luego, arrepentido de su lujuria, arrojarse a los pies de la Madona y azotarse con una fusta de caballo. De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los guantes de cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa mujer ataviada para un baile en la cual le costaba mucho reconocerse.

A los dos años de soledad el rumor de la sangre bullendo en su cuerpo se le hizo intolerable. Los domingos en la puerta de la iglesia se retrasaba para ver pasar a los hombres, atraída por el ronco sonido de sus voces, sus mejillas afeitadas y el aroma del tabaco. Con disimulo levantaba el velo del sombrero y les sonreía. Su padre y sus hermanos no tardaron en advertirlo y, convencidos de que esa tierra americana corrompía hasta la decencia de las viudas, decidieron en consejo de familia enviarla donde unos tíos en España, donde sin duda estaría a salvo de las tentaciones frívolas, protegida por las sólidas tradiciones y el poder de la Iglesia. Así empezó el viaje que cambiaría el destino de María, la boba.

Sus padres la embarcaron en un transatlántico acompañada por su hijo, una sirvienta y los perros falderos. El complicado equipaje incluía, además de los muebles de la habitación de María y su piano, una vaca que iba en la cala del barco, para proveer de leche fresca al niño. Entre muchas maletas y cajas de sombrero, también llevaba un enorme baúl con cantos y remaches de bronce, que contenía los vestidos de fiesta rescatados de la naftalina. La familia no pensaba que en casa de los tíos María tuviera oportunidad alguna de usarlos, pero no quisieron contrariarla. Los tres primeros días la viajera no pudo abandonar su litera, vencida por el mareo, pero finalmente se acostumbró al bamboleo del barco y consiguió levantarse. Entonces llamó a la sirvienta para que le ayudara a desempacar la ropa para la larga travesía.

La existencia de María estuvo marcada por desgracias súbitas, como ese tren que le

arrebató el espíritu y la lanzó de vuelta a una infancia irreversible. Estaba ordenando los vestidos en el armario de su cabina, cuando el niño se asomó al baúl abierto. En ese instante un sacudón de la nave cerró de golpe la pesada tapa y el filo metálico le dio a la criatura en el cuello, desnucándola. Se necesitaron tres marineros para desprender a la madre del baúl maldito y una dosis de láudano capaz de tumbar a un atleta para impedir que se arrancara el pelo a mechones y se destrozara la cara con las uñas. Pasó horas aullando y luego entró en un estado crepuscular, meciéndose de lado a lado, como en los tiempos en que ganó fama de idiota. El capitán del buque anunció la infausta nueva por un altoparlante, leyó un breve responso y luego ordenó envolver el pequeño cadáver con una bandera y lanzarlo por la borda, porque ya estaban en medio del océano y no tenía cómo preservarlo hasta el próximo puerto.

Varios días después de la tragedia, María salió con paso incierto a tomar aire por primera vez en la cubierta. Era una noche tibia y del fondo del mar subía un olor inquietante de algas, de mariscos, de buques sumergidos, que le entró por las narices y le recorrió las venas con el efecto de una sacudida telúrica. Se encontraba mirando el horizonte, con la mente en blanco y la piel erizada desde los talones hasta la nuca, cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta descubrió dos pisos más abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas. Bajó las escalerillas en trance, se aproximó al hombre moreno que la llamaba, sumisa se dejó quitar los velos y los ropones de luto y lo acompañó detrás de un rollo de cuerdas. Vapuleada por un impacto similar al del tren, aprendió en menos de tres minutos la diferencia entre un marido anciano, acabado por el temor a Dios, y un insaciable marinero griego ardiendo por la penuria de varias semanas de castidad oceánica. Deslumbrada, la mujer descubrió sus propias posibilidades, se secó el llanto y le pidió más. Pasaron parte de la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la sirena de emergencia, un terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los peces. Pensando que la inconsolable madre se había arrojado al mar, la sirvienta había dado la voz de alarma y toda la tripulación, menos el griego, la buscaba.

María se reunió con su amante detrás de las cuerdas cada noche, hasta que el buque se aproximó a las costas del Caribe y el perfume dulzón de flores y frutos que arrastraba la brisa acabó de perturbarle los sentidos. Aceptó entonces la proposición

de su compañero de abandonar la nave, donde penaba el fantasma del niño muerto y donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del viaje en los refajos y se despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un bote y desaparecieron al amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la vaca y el baúl asesino. El hombre remó con sus gruesos brazos de navegante hacia un puerto estupendo, que surgió ante sus ojos a la luz del alba como una aparición de otro mundo, con sus ranchos, sus palmeras y sus pájaros variopintos. Allí se instalaron los dos fugitivos mientras les duró la reserva de dinero.

El marinero resultó pendenciero y bebedor. Hablaba una jerizonga incomprensible para María y para los habitantes de ese lugar, pero conseguía comunicarse con morisquetas y sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para practicar con ella las maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur hasta Valparaíso, y el resto del tiempo permanecía atontada por una languidez mortal. Bañada por los sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero, aventurándose sola en territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce los riesgos. El griego carecía de intuición para adivinar que había abierto una compuerta, que él mismo no era sino el instrumento de una revelación, y fue incapaz de valorar el regalo ofrecido por esa mujer. Tenía a su lado a una criatura preservada en el limbo de una inocencia invulnerable, decidida a explorar sus propios sentidos con la juguetona disposición de un cachorro, pero él no supo seguirla. Hasta entonces ella no había conocido el desenfado del placer, ni siquiera lo había imaginado, aunque siempre estuvo en su sangre como el germen de una fiebre calcinante. Al descubrirlo supuso que se trataba de la dicha celestial que las monjas del colegio le prometían a las niñas buenas en el Más Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en el planeta, pero al ver los hibiscus y los loros creyó encontrarse en el paraíso y se dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por primera vez, lejos de su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos, de las presiones sociales y de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente de emociones que nacía en su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz.

La falta de malicia de María, su impermeabilidad al pecado o la humillación, acabaron

por aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se hicieron más largas, las ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio entre los dos. El griego trató de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba sin cesar, húmeda, turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien sedujo en alta mar se había transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo como a una mosca en el tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad apabullada retozando con las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con los chulos y apostando en peleas de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando se encontró con los bolsillo vacíos, se aferró a esa excusa para desaparecer del todo. María lo esperó con paciencia durante varias semanas. Por la radio se enteraba a veces de que algún marinero f rancés, desertor de un barco británico, o un holandés escapado de una nave portuguesa, había sido asesinado a navajazos en los barrios bravos del puerto, pero ella escuchaba la noticia sin alterarse, porque aguardaba a un griego fugado de un transatlántico italiano. Cuando ya no pudo seguir soportando la calentura de los huesos y la ansiedad del alma, salió a pedir consuelo al primer hombre que pasaba. Lo cogió de la mano y le pidió de la forma más gentil y educada, que le hiciera el favor de desnudarse para ella. El desconocido vaciló un poco ante esa joven que en nada se parecía a las profesionales del vecindario, pero cuya proposición era muy clara, a pesar del lenguaje desusado. Calculó que podía distraer diez minutos de su tiempo con ella y la siguió, sin sospechar que se vería sumergido en el torbellino de una pasión sincera. Asombrado y conmovido, se fue a contárselo a todo el mundo, dejándole a María un billete sobre la mesa. Pronto llegaron otros, atraídos por la murmuración de que había una mujer capaz de vender por un rato la ilusión del amor. Todos los clientes se fueron satisfechos. Así se convirtió María en la prostituta más célebre del puerto, cuyo nombre los marineros se llevaron tatuado en los brazos para darlo a conocer en otros mares, hasta que la leyenda le dio la vuelta al planeta.

El tiempo, la pobreza y el esfuerzo de burlar al desencanto destruyeron la frescura de María. La piel se le volvió pardusca, adelgazó hasta los huesos y para mayor comodidad se cortó el pelo como un preso, pero mantuvo sus modales elegantes y el mismo entusiasmo por cada encuentro con un hombre, porque no veía en ellos a sujetos anónimos, sino el reflejo de sí misma en brazos de su amante imaginario. Confrontada con la realidad, no era capaz de percibir la sórdida urgencia del compañero de turno, porque cada vez se entregaba con el mismo irrevocable amor,

adelantándose, como una novia atrevida, a los deseos del otro. Con la edad se le desordenó la memoria, hablaba cosas disparatadas y para la época en que se trasladó a la capital y se instaló en la calle República, no se acordaba de que alguna vez fue la musa inspiradora de tantos versos improvisados por navegantes de todas las razas y se quedaba perpleja cuando alguno viajaba desde el puerto hasta la ciudad, sólo para comprobar si aún existía aquella de quien había oído en un lugar de Asia. Al hallarse frente a ese mísero saltamontes, ese montón de huesos patéticos, esa mujercita de nada, y ver la leyenda reducida a escombros, muchos daban media vuelta y se marchaban desconcertados, pero otros se quedaban por lástima. Éstos recibían un premio inesperado. María cerraba su cortina de hule y al punto cambiaba la calidad del aire en la pieza. Más tarde el hombre partía maravillado, llevándose la imagen de una muchacha mitológica y no la de la anciana lastimosa que creyó ver en un principio.

A María se le fue borrando el pasado–su único recuerdo nítido era el terror de trenes y baúles–y si no hubiera sido por la tenacidad de sus compañeras de oficio, nadie habría conocido su historia. Vivió esperando el instante en que se abriera la cortina de su habitación para dar paso al marinero griego, o a cualquier otro fantasma nacido de su fantasía, quien la recogería en el círculo preciso de sus brazos para devolverle el deleite compartido en la cubierta de un buque en alta mar, buscando siempre la antigua ilusión en cada hombre de paso, iluminada por un amor imaginario, engañando a las sombras con abrazos fugaces, con chispazos que se consumían antes de arder, y cuando se aburrió de aguardar en vano y sintió que también el alma se le cubría de escamas, decidió que era mejor dejar este mundo. Y con la misma delicadeza y consideración de todos sus actos, recurrió entonces a la jarra de chocolate.

LO MÁS OLVIDADO DEL OLVIDO

Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso, comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente.

Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la

vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos. En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos. Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho. Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile

en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio.

¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte. ¡Nada, abrázame … ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas sobre la cama y se acostó crucificada sobre él.

Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello. Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia

traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto.

EL PEQUEÑO HEIDELBERG

Tantos años bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación de un pie. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra.

El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso, ofrecen un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda suerte de especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero después que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible y el recuerdo de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas bucólicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas, fornidos mocetones y vacas impolutas. Los músicos–vestidos con pantalones cortos, calcalcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas–se sitúan sobre una plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal,

por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada. Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin.

En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel de frutas tropicales y ese guiso af rodisíaco capaz de devolverle el vigor al más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas, pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de sus motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito de burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el músico de la batería y el saxofonista están siempre dispuestos a arremangarse e imponer orden.

Los sábados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado

su ración del guiso afrodisíaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La Mexicana y se sienta sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón — quilla alta, barrigona, amplia de popa, rostro de mascarón de proa–que luce un escote maduro, pero aún turgente, y una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora flamenca, por supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de pelo blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana bailando la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals parece deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán provenía de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de esta región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto y seco, un árbol sin hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello todavía firmes, vestido con su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura trágica de los marinos retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o en algún otro idioma conocido. Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era seguramente finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás, en el Pequeño Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va allí a conversar.

Algunas reglas del comportamiento han sido modificadas, para comodidad y conveniencia de todos. Cualquiera puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres también toman la iniciativa de aproximarse a los hombres, si así lo desean. Es una solución justa para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque se entiende que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben aguardar, temblorosos de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en el cenicero, descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño, avanza hasta el escogido y se le planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en cada baile, pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la cogía por la cintura con su firme mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir que sus muchos años le cortaran la inspiración.

La más antigua parroquiana del salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al Pequeño Heidelberg, era la Niña Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz y una corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la vida fabricando bombones en su cocina, que el aroma del chocolate la impregnó totalmente y olía a fiesta de cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos gestos de la primera juventud y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile sin descalabrarse los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había llegado al país a comienzos del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño Heidelberg cada fin de semana. Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola. Don Rupert la recibía en la puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su mesa, mientras la orquesta le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En algunas mesas se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona más anciana y sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar a un hombre a bailar, pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque para cualquiera constituía un privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con delicadeza para no descomponerle algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una bailarina graciosa y tenía esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera los mejores recuerdos de su infancia.

El Capitán se sentaba solo, siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no demostró jamás ningún entusiasmo por el guiso afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el ritmo de la música con un pie y cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba, cuadrándosele al frente con un discreto chocar de talones y una leve inclinación. No hablaban nunca, sólo se miraban y sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de alguna añeja danza.

Un sábado de diciembre, menos húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par de turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino unos escandinavos altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una mesa a observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los

jarros de cerveza, se reían con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron al Capitán en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le llegó el sonido de su propia lengua, entero y fresco, como recién inventado, palabras que no había oído desde hacía varias décadas, pero que permanecían intactas en su memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo navegante, haciéndolo vacilar por algunos minutos entre la reserva absoluta donde se sentía cómodo y el deleite casi olvidado de abandonarse en una conversación. Por último se puso de pie y se acercó a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert observó al Capitán, que estaba diciendo algo a los recién llegados, ligeramente inclinado, con las manos en la espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los músicos se dieron cuenta de que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo conocían y también se quedaron quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de bisabuelo, cascada y lenta, pero ponía una gran determinación en cada frase. Cuando terminó de sacar todo el contenido de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña Burgel salió de la cocina para enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de una pausa larga, uno de los turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para decirle en un inglés primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los nórdicos siguieron al viejo marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don Rupert se aproximó también, quitándose por el camino el delantal, con la intuición de un acontecimiento solemne. El Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los extranjeros lo interpretó en inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque, lo repitió en su español torcido.

— Niña Eloísa, preguna El Capitán si quiere casarse con él. La frágil anciana se quedó sentada con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista, y todos esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz.

— ¿No le parece que esto es un poco precipitado? — musitó. Sus palabras pasaron por el tabernero y los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.

— El Capitán dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que por favor le

conteste ahora.

— Está bien–susurró apenas la Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta, porque todos la entendieron.

Don Rupert, eufórico, levantó ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó las mejillas de su novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los músicos batieron sus instrumentos en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes hicieron una rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los hombres brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza entre los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas destapaban botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio Azul y todos despejaron la pista.

El Capitán tomó de la mano a esa suave mujer que había amado sin palabras por tanto tiempo y la llevó hasta el centro del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas en su danza de bodas. El Capitán la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que en su juventud atrapaba el viento en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola por la pista como si se mecieran en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía en su idioma de ventiscas y bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese momento. Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la música más vibrantes, los pies más, rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate.

El tenor le indicó a los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque comprendió que con la última nota El Capitán despertaría de su