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En la tarde, Adrián Bettini fue a dar al centro de Santiago. En esa mescolanza que fundía a empleados de banco, personal de tiendas, ejecutivos bancarios, secretarias sobremaquilladas, minifaldas cortas que provocaban en los hombres miradas largas, creía sentir la verdad de una comunidad destruida por la violencia.
Del centro, cada vino volvía a su barrio, rico, de clase media, o a una población de construcciones precarias. En el contacto físico que les daba el centro se disolvía ese país tajantemente dividido. No habría otra entretención para todos ellos en la noche que ver televisión. Allí, si el dictador no cambiaba de juicio, en poco tiempo debería aparecer su programa de quince minutos convocando a esa masa derrotada, envuelta en abrigos gastados y chalinas hilachudas, para que votaran contra Pinochet. El silencio con que bebían sus cafés express en el Haití y la mirada perdida con que resbalaban por las caderas de las mozas eran un buen indicio de apatía.
En la portada del diario de La Segunda destacaba el titular: «Plebiscito el 5 de octubre.» Debajo de las letras verdes con el logo del diario saltaban las letras rojas. Pero nadie compraba el periódico. Sólo él, que se detuvo en un subtítulo marcado con negritas: «Autorizada campaña del "No" en TV.»Antes solía encontrar amigos del campo publicitario en ese café. O periodistas. Ahora la mayoría había abandonado el país y los amenos contertulios de otro tiempo discutían sólo asuntos de fútbol o los vaivenes del tipo de cambio. Estos serían algunos de los destinatarios de su campaña. Más que inescrutables, sus rostros parecían tallados en la anonimia. No era miedo, sino la simple vida cotidiana exhausta de esperanzas. Se tomaban el café en un ritual lento sólo para demorar la vuelta a la oficina, donde enfrentarían las pantallas de los ordenadores con cifras y productos ajenos. Eso. Eran ajenos. Ya no les concernía su propia vida.
Volvió a casa muy tarde y sobre la mesa del escritorio estaba el mensaje de Magdalena: «Calienta el guiso en el microondas», una botella de vino tinto sin abrir y una marraqueta algo dura. Se sirvió un vaso de vino y sin golpear entró a la pieza de Patricia.
En la penumbra percibió a su hija durmiendo con un brazo rodeando la almohada. Encendió la tenue luz del velador y estuvo un minuto contemplándola. ¿Quién le podría enseñar cómo hacerla feliz? Lamentó los años tan arduos en que tratando de sobrevivir sin trabajo había tenido que aceptar labores ocasionales que no le permitían darle ni tiempo ni dinero a su pequeña. Apenas con trabajosos créditos pagaba las mensualidades de la Scuola Italiana.
Le habló con voz suave:
– Patricia, despierta.
La muchacha se sentó abruptamente en el lecho.
– ¿Pasa algo, papá?
– Perdona, hija. Pero tengo que preguntarte algo importante.
– Dime.
– ¿Qué vas a votar en el plebiscito?
– ¿Y para esta tontería me despierta, papá?
– Por favor, contéstame. ¿Qué vas a votar en el plebiscito?
– ¡No!
– ¡Qué alivio! Al menos una persona que va a votar «No».
– No me has comprendido, papá. No es que vaya a votar «No». Lo que pasa es que no voy a votar.
Bettini tragó saliva. Deseó tener a mano un vaso de agua.
– ¿Por qué no?
– Eso ya lo hemos discutido mil veces en el colegio. Ahora quiero dormir.
– Es muy importante que me lo digas ahora.
– ¿Por qué?
– Porque acabo de aceptar hacer la campaña de publicidad del «No».
– ¡Estás loco, papá!
– En eso estamos de acuerdo. Ahora dime por qué no vas a votar. Necesito profesionalmente esa información.
– Porque Pinochet va a cometer…fraude. Ningún dictador organiza un plebiscito para perderlo. Porque los políticos que están detrás del «No» son una bolsa de gatos sin un concepto claro de cómo conducir el país en caso de que ganaran. Porque estoy convencida de que este país no tiene salida. No creo que poniendo papelitos en una urna se derroque a un dictador que tomó el poder disparando balas.
– ¿Qué piensan los otros estudiantes?
– Los de los cursos inferiores que aún no cumplen dieciocho no votan. En mi curso, lo mismo que yo.
– ¿Todos piensan lo mismo?
– No. Hay los loquitos de siempre que piensan que tiene sentido votar «No».
– Como yo.
– Como tú, papá.
– ¿Qué vas a hacer, entonces?
– ¿Cómo que qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer para qué?
– Para que termine la dictadura. Para acabar con Pinochet.
– Nada.
– ¡Patricia!
– ¿Por qué se escandaliza, papá? En vez de perder el tiempo haciendo politiquería, voy a sacarme buenas notas, postularé a una beca, y me voy a ir lo más lejos posible de este país. Que se queden con él Pinochet y sus lameculos.
Bettini acercó su rostro a la luz del velador y Patricia pudo ver su expresión atónita.
– ¿De modo que no tienes ánimo para luchar?
– ¿Por qué? ¿Para qué, papá? Toma tu mismo caso. Estás sin trabajo desde hace años. Todo el mundo habla maravillas de ti, pero como se habla maravillas de alguien que ya está muerto. ¡De Napoleón, por ejemplo! Los tiempos cambiaron, papá. Hay nuevas reglas del juego. Tu actitud moralista me parece muy simpática pero la encuentro totalmente ingenua.
La chica alzó una mano y acarició un pómulo del hombre.
– Comprendo.
– ¿Te hiero con lo que digo, papá?
– No, no.
Bettini se despegó lento del borde de la cama.
El techo parecía haberle caído sobre los hombros.
– No se vaya triste, papá. Yo a usted lo quiero.
– Lo sé, mi amor.
– Y a las personas que uno quiere hay que decirles la verdad.
– Estoy de acuerdo.
En el momento en que Bettini se aprestaba para abrir la puerta y salir, la muchacha saltó de la cama y lo abrazó muy estrecho.
– ¿Papá?
– ¿Patricia?
– Si tú diriges la campaña del «No», entonces voy a votar «No».