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Patricia Bettini es medio hippy pero no quiere acostarse conmigo antes que terminemos la secundaria. Ella ve el fin del colegio como una liberación. Se imagina todas las cosas buenas de la vida juntas: la universidad, el sexo y, por supuesto, el fin de Pinochet.
Es como cuando los católicos hacen una manda. Se le ha puesto en la cabeza que, si se aguanta estos seis meses, tendrá un gran puntaje en la prueba de aptitud, entrará a Arquitectura y Pinochet será derrocado.
El martes quedamos de vernos y no apareció. En la tarde del mismo día llamo por teléfono y la voz me dice: «Lo siento, muchacho, no tenemos noticias de tu padre.» El miércoles a primera hora, igual que la semana pasada, hay llovizna. Por la Alameda pasan los buses hacia el Barrio Alto, donde van los obreros, las empleadas domésticas, los jardineros, a trabajar en las casas de los ricos. Los tubos de escape levantan el humo de la combustión hacia arriba y se mezclan con el gris del aire estancado.
Nadie parece estar haciendo algo para cambiar las cosas. Igual que yo, están paralizados.
En verdad, obedezco a papá. El es profesor de filosofía y, si él ha dicho que estamos en el silogismo «Baroco», le creo. Tengo un breve sueño mientras miro la acera en la puerta del colegio a ver si encuentro un pucho encendido que apagar. Sueño despierto que entro a la sala, que llego levemente atrasado, que el profesor Santos está pasando lista, y que cuando pronuncia mi apellido le digo «Presente».
Estoy un poco tarde pero alcanzo a recibir la hoja con las preguntas que reparte el profesor Valdivieso. Quiere que le expliquemos partiendo del Mito de la Caverna de Platón cómo se asciende desde el mundo de las sombras hasta la claridad de las ideas.
Mis compañeros trabajan en silencio y llenan rápidamente la primera página.
Oigo cada vez el chasquido del papel cuando dan vuelta la hoja del examen para escribir por el reverso. Conozco el Mito de la Caverna al revés y al derecho y con papá hemos leído a veces los diálogos de Platón, donde él hace de Sócrates y yo de su interlocutor, pero en vez de contestar me quedo pensando en Patricia Bettini, en el impermeable de papá que recogió de la silla el día que se lo llevaron, y en la letra de la canción de Billy Joel, Just the way you are.
Cuando faltan cinco minutos para que termine la hora, creo que he logrado recordar completa la primera estrofa de la canción de Billy Joel y la escribo en español sobre la hoja de examen mientras la voy cantando en inglés:
Mira, no cambies
por complacerme,
no creas que por serme tan familiar
ya no me gusta mirarte.
No te abandonaría
en tiempos difíciles,
jamás lo haría,
me diste los años buenos,
tomo también los años perros
porque me gustas tal cual como eres.
No contesto absolutamente nada del Mito de la Caverna.
– ¿Qué tal, Santos? -me pregunta Valdivieso cuando le entrego la prueba.
– Aquí estamos -digo, y salgo al patio entre los otros compañeros.