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Manipulando acordes, llenando ceniceros con cigarros a medio consumir, sorbiendo whiskeys a veces straight y otras on the rocks, Bettini se desparramó sobre el teclado -mitad ebrio, mitad exhausto- y le sobrevino un sueño. Las imágenes tenían la grandiosidad y precisión de una pantalla de cinemascope.
Sobre el escenario del Teatro Municipal un coro de alrededor de cien hombres y mujeres vestidos de gala -ellos, smokings, ellas, trajes largos de seda- espera la llegada del director mientras la orquesta afina cuerdas y bronces siguiendo las instrucciones del primer violín. A este inquieto bullicio se agregan las animadas conversaciones del público ubicado en los sillones de felpa roja, y el campanilleo de las pulseras de las damas que miran hacia los palcos, donde posan con indiferencia algunas figuras de la socialité chilena.
Bettini se ve a sí mismo en el sueño entre los bastidores y cree entender que su función allí es dar la señal de entrada para que el director de la orquesta y coro suban al escenario a ocupar su podio. Nota el nerviosismo de la audiencia en las toses y chasquidos de abanico con que las damas evitan que la transpiración les desconfigure sus maquillajes.
La afinación de los instrumentos llega poco a poco a su fin hasta que todo desemboca en un expectante silencio. El primer violín se ha sentado y dirige la vista hacia los bastidores asintiendo con su barbilla. Un funcionario del Municipal, provisto de una tablilla donde hay anotaciones técnicas, se acerca a Bettini y, tocándolo en el codo, le dice:
– Su turno, maestro.
En una ráfaga de fatal iluminación, Bettini entiende que está vestido con un impecable traje de levita, pechera inmaculadamente blanca y almidonada, y que eso que sostiene en la mano es una batuta. Recuerda entonces que desde que tuviera su diálogo con el ministro del Interior no había sentido su garganta tan seca. Los pies le parecen esculpidos en plomo y no atina a moverse hasta que el ujier le sonríe amable pero también compulsivamente profesional.
El hombre a su lado comete una impertinencia: empuja suavemente a Bettini hacia el proscenio y al verlo entrar los músicos se ponen de pie y el público le tributa una ovación.
Con la plena certidumbre de que la batuta que aprieta en su mano derecha es un puñal que no sabrá usar, siente cierto alivio al dilatar su inminente cataclismo haciéndole exageradas reverencias al público que lo aplaude. La ovación se diluye hasta extenuarse, pero no tarda en irrumpir un aplauso total y masivo de esos miles de espectadores que han vuelto simultáneamente sus caras hacia el costado izquierdo del escenario. La mirada de Bettini también acata ese rumbo, y cree estar soñando una pesadilla dentro de su pesadilla cuando descubre que el personaje que entra a ocupar el puesto de solista a los pies de su tarima es el señor Raúl Alarcón, es decir, el Chiquitito, o sea, Florcita Motuda.
El pequeñísimo sujeto no parece ser víctima de los terrores de Bettini y le tiende alegremente la mano. El maestro se la estrecha y, sin saber quién, cuándo, cómo ni por qué escribió este guión para él, levanta ambos brazos y con un enérgico golpe de su muñeca arranca de la orquesta los compases iniciales del Vals del No, opus 1 de Strauss y Motuda.
Ignora todo de todo pero agita la batuta como si se tratara de la Quinta de Beethoven. Y, tras un largo suspenso, con un gesto de la barbilla le indica a Raúl Alarcón que asuma su rol de solista, y el señor Alarcón, pecho henchido, orgulloso, autosatisfecho, acomete los primeros versos de su coautoría con Strauss:
Se empieza a escuchar el «No», el «No»
en todo el país, «No, no, no, no»…
Y en menos tiempo del esperado una marejada de sopranos, contraltos, barítonos, bajos, tenores abundan estruendosos en el delicado estribillo:
No, no, no, no, no, no.
No, no, no, no, no, no…
La lujuriosa lámpara de lágrimas del Municipal tintinea con las vibraciones y devuelve en un carrousel mágico el destello de las joyas de las damas en la platea.
Y Bettini siente que la batuta empieza a naufragar en el sudor de sus manos, en la caldera de transpiración que le empapa el cuello almidonado, en las gruesas gotas que le nublan la vista.
Pero ya falta tan poco.
Apenas un impulso. Nada más que ese vibrato de los barítonos cerrando solemne ese «No» que originará el estallido de agudos de las sopranos, y ya es por fin -finalmente, por fin- el final, y los aplausos arrecian, y Bettini sabe que debe darse vuelta y saludar, pero se lo impide ahora un efecto arrebatador: las potentes voces del coro han logrado perforar el techo del Municipal, y por allí, desde un cielo impecablemente turquesa, desciende un arcoíris de infinitos colores que lo obliga a arrodillarse en éxtasis para orar a ese Dios instantáneamente creado allí mismo.
Siente que lo abrazan, que lo sacuden.
Abre los ojos, y tras la cortina multicolor de la última escena de su sueño, surge su esposa acompañada de Olwyn, quien lo apunta con un dedo compulsivo:
– ¡Bettini! Aquí están conmigo el sastre que va a fabricar las camisetas del «No», el artista que va a confeccionar las banderas del «No», el gráfico que va a imprimir el afiche del «No», y el cineasta que va a filmar la imagen del «No» para nuestro espacio en televisión. ¡Bettini! ¿Me tiene el símbolo de la campaña?
El publicista estira el brazo hasta la tecla negra más aguda del teclado, la aprieta y con el pedal mantiene su vibración en el aire.
– Un arcoíris -susurra.
– ¿Bettini?
– Un arcoíris. El símbolo de la campaña del «No» es un arcoíris.
Olwyn extiende su muda perplejidad al equipo de realizadores y culmina su angustia clavando la vista en Magdalena. La mujer levanta los hombros y Olwyn apunta demostrativamente al vaso de whiskey a medio vaciar en el borde del piano.
– ¿Un arcoíris, Bettini?
– Un arcoíris, senador.
– Don Adrián, esto es una campaña política y no un carnaval. Es cierto que la bandera norteamericana tiene unas estrellitas muy cómicas, pero… ¡un arcoíris! Jamás visto.
– Pues bien, ahora lo va a ver.
– Me lo recomendaron como el mejor publicista del país. No me deje en la estacada.
De pronto Adrián parece salir de su trance. Lo siente en el ritmo de su nueva respuesta. Ese staccato con el que acostumbraba a deslumbrar en sus años de gloria a los clientes cuyas cuentas apetecía.
– Escuche, senador. El arcoíris reúne las condiciones que queremos. Tiene todos los colores y es una sola cosa. Representa a todos los partidos del «No» y ninguno pierde su individualidad. Es algo hermoso que surge tras la tempestad, y con todos esos colores tiene lo que usted quería, señor Olwyn: ¡alegría!
El dirigente político tiene un intenso momento de duda en que no sabe si entregarse al desmayo que lo amenaza o a esa tímida esperanza que le empieza a dibujar una sonrisa en los labios. Chasquea los dedos y se dirige a su equipo:
– ¡Señores: el símbolo de la campaña del «No» es el arcoíris! ¡Pónganlo en las camisetas, en los sombreros, en las banderas, en los afiches, en las avenidas, en los muros, en el cielo!
Luego, con más voluntarismo que fe, se abalanza sobre el publicista envolviéndolo en un abrazo.
– ¿Le costó mucho llegar a esa idea genial, Bettini?
El hombre mira con cierta melancolía el vaso de whiskey y acercando sus labios al rostro del ex senador le susurra en el oído:
– Nocte dieque incubando.
– ¿Qué es eso, hombre?
– Latín. Colegio de curas, senador.
– ¿Y qué significa?
– «Pensando en ello noche y día.»