38963.fb2 Los d?as del arco iris - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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Capítulo 32

Sintió familiaridad con el repertorio de los «retenidos». Un borracho a lo largo del banco de madera, un estudiante sangrando producto de un lumazo, la vendedora callejera de mercaderías sin licencia, el dirigente sindical esposado.

Dos horas sin que ningún funcionario iniciara algún procedimiento. De vez en cuando algún oficial se asomaba, le echaba una mirada al grupo y desaparecía en algún cuarto trasero. Siempre la prisión era así. La sensación de un tiempo infinito, improductivo. Una antesala a lo incierto. Ese intermedio que se hincha con la desolación. La humillante espera. Tiempo para imaginarse a los seres queridos inquietos por tu ausencia. El uniformado de guardia tecleando en una vieja máquina Remington algún informe que meses más tarde acaso leería un juez local.

La última vez que lo habían apresado querían darle un buen escarmiento. Había intervenido en una protesta callejera contra el alza de las tarifas de la locomoción para rescatar a una joven arrastrada hacia el furgón policial por unos agentes de civil. Sin estar orgánicamente ligado a ese acto, siguió el impulso de su corazón, y en el interrogatorio no supo dar nombres de contactos, ni la dirección de los revoltosos del movimiento porque simplemente los ignoraba.

A veces su maldito corazón le hacía ir imprudentemente más rápido que la cabeza.

En otra ocasión se le disparaba la lengua con las verdades ardiendo en la punta. Las decía aun sabiendo que tendría consecuencias. En todas esas ocasiones había sido él, solamente su propio cuerpo el que estaba en juego. Pero ahora todo podía desembocar en una catástrofe que implicaría a mucha gente: si las imágenes de la campaña del «No» llegaran a las manos del ministro del Interior, no sólo pondría en riesgo a las personas que habían prestado sus rostros para cantar y reñir contra el dictador, sino que denunciaría el carácter de su campaña a sus rivales del «Sí a Pinochet»: les daría tiempo para diseñar un antídoto y crear una estrategia que anulara las improbables virtudes comunicacionales que su ingenua obra pudiera tener.

Se sintió un traidor por haber bebido alcohol en la embajada sabiendo que portaba la cinta U-Matic en el auto.

Explicable, porque estaba nervioso, irritado, inseguro. Por primera vez iba a mostrar su obra magna a los dirigentes políticos del «No» y temía su veredicto. Tan brutalmente fuera de training. ¿En qué maldita hora había sucumbido contra todo análisis o lógica a la vanidad de asumir la tentación de… ¡salvar a Chile! Corrigió ese pensamiento patético. A Chile no lo habían salvado los mártires de los movimientos de resistencia, ni los militantes disciplinados, ni los cientos de miles de amantes de la libertad que aquí y allá se enfrentaban a la represión, y él, el sumo pontífice de los necios, había aceptado dirigir esa campaña que en vez de llevarlo a la gloria lo conduciría al infierno.

Carente de ideas se había entregado a los delirios de un microente: el tal Raúl Alarcón, con su Vals del No.

Ahora su desastroso video podía caer en manos del enemigo.

Y el factor mala suerte. Chocó. ¡Pero chocó contra un furgón de carabineros! Con un poquito de mala voluntad, revisando su ficha de arrestos e invocando su incendiario Vals del No en el video, los carabineros lo podrían entregar a los agentes de inteligencia, que le aplicarían la Ley Antiterrorista.

La otra clavícula.

Acaso el fémur.

Y eso, con suerte.

Desde la calle entró un oficial de rango superior que hizo sonar las llaves de su auto como castañuelas.

– ¡Bettini! -llamó.

El publicista se levantó con el corazón encogido. Esas llaves, el ruido de esas malditas llaves unidas en un llavero artesanal que le había regalado su hija Patricia hacía algunas Navidades era probablemente la campanilla en el ring que preludiaba el asalto y el knock out que le sobrevendría.

– Soy yo, capitán -se oyó decir entre ronco y servil.

El uniformado se dio vuelta hacia un carabinero raso, tan joven que podría haber sido de la misma edad de Nico Santos, el pololo de su hija.

– Revísalo.

El carabinero se acercó, lo fue hurgueteando y puso en una bandeja de plástico negra todo el contenido de los bolsillos de la chaqueta y pantalones de Bettini. Con los brazos en alto, el publicista fue viendo uno a uno los objetos: la billetera, su adorado Montblanc, un pañuelo sin uso, monedas de cien pesos, una peineta a la que le faltaban varios dientes, algunos caramelos de menta, otros de limón y unas hojas dobladas en cuatro.

Bettini no supo identificar esos papeles. ¿Qué era?

Cuando el policía puso la bandeja delante del capitán, fueron justamente esas hojas las que le llamaron la atención. Las desplegó, leyó la primera al parecer saltándose las líneas, y tras alisar el resto contra la sarga de su uniforme dirigió a Bettini una mirada cargada de intenciones.

– Así que nos cayó un pez gordo.

– ¿Perdón, capitán?

El uniformado marcó con lentitud y deleite un número en el teléfono y mientras esperaba la respuesta apartó el auricular de su oído para compartir la espera con todos los presentes. Cuando le respondieron, sin dejar de observar a su detenido, dijo con expresión satisfecha:

– Aquí el capitán Carrasco. Necesito hablar urgente con el ministro Fernández. Mi clave es «R-S-C-H Carrasco Santiago».

Amplió la sonrisa mientras ojeaba la segunda hoja del manojo de papeles.

– Doctor Fernández, perdone la hora pero creo que tengo algo entre manos que le puede interesar.

– ¿De qué se trata, Carrasco?

– Detuvimos por una infracción de tránsito a cierto ciudadanillo -miró a Bettini, que se secaba la transpiración con la manga de la chaqueta- que está aquí frente a mí muy nerviosito. Fíjese que al hacer el control de rutina descubrimos unas hojitas que pueden ser muy interesantes para usted, por eso me tomé la libertad de llamarlo.

– Bien hecho. ¿Es algo que concierne al Ministerio del Interior?

– ¿Le leo lo que tengo aquí, señor ministro?

– Por favor.

El capitán carraspeó y sin especial énfasis despachó monótono las líneas del documento:

Es tan rico decir que no

cuando todo el pueblo te lo pidió,

es tan rico decir que no

cuando lo tienes en tu corazón.

Con el arcoíris en los confines

hasta los delfines van a bailar.

El «No» tiene emoción,

le pone color

a la insurrección.

Por eso, mi amor, sin vacilación,

vamos a decir que no, oh, oh.

Tantas veces que busqué en la vida

una palabra sentida para la libertad,

tantas veces vi la herida

de mi gente hundida en la adversidad.

Nunca creí que el destino

tendría el ritmo de una canción,

pero hoy no tengo dudas,

es agua pura de mi convicción.

Por eso, mi amor, sin vacilación,

vamos a decir que no.

No, preciosa joya,

ola de mi mar,

nube de mi cielo,

fuego que canta,

no, mi bello amante

de ojos encendidos,

nieve de mi sueño,

cordillera de mi vino,

no me digas nada más,

que sobran los vocablos.

Sólo di la palabra «No»

y estamos juntos al otro lado.

El capitán Carrasco se quedó moviendo rítmicamente la quijada como contagiado por la rima del texto. Bettini supo que la palidez de su rostro era reemplazada ahora por un hachazo de rubor. Oír su escrito para esa canción que se emitiría justo el último día de la campaña fue lo mismo que escuchar una sentencia de fusilamiento. Le pareció horrorosa cada imagen de esas estrofas que no más unas horas antes -antes de todos los desastres- le parecían luminosas, líneas que interpretarían a los chilenos de todas las edades, a los amantes del mar y de las montañas, a los apolíticos y a los indecisos. ¿Por qué había sucumbido a ese descriterio adolescente de su hija cuando intentó convencerlo de que había que cantar «es tan rico decir que no», a él, que nunca en su vida había usado como todos los jóvenes chilenos ni siquiera la infaltable muletilla «¿cachái?» para preguntar si los habían comprendido?

¿Cachái?

No, Adrián Bettini, santo padre de los ingenuos, se dijo. ¡No había cachado nada! Si oír la letra de su canción en boca de un policía diestro en dar órdenes pero lerdo en la pronunciación de metáforas lo había sepultado ya en la más profunda humillación, no imaginó que el infierno tiene siempre otro subsuelo, otro circulito, compañero Dante, bajo el cual se puede seguir descendiendo infinitamente.

Carrasco era ahora tan amable de subir aún más el volumen del amplificador para que pudiera oír «en vivo y en directo» el comentario a sus versitos del propio ministro del Interior. El que vino precedido por una risa despreocupada.

– Eh verdad, muy interesante el material, Carrasco.

– ¿Desde el punto de vista policial o poético, ministro?

– Desde ambos. Dígame, capitán, ¿cómo se llama el Neruda que me tiene entre rejas?

El uniformado tapó la bocina de su teléfono y levantando la barbilla se dirigió al publicista.

– ¿Cómo es que te llamabai, huevón?

– Bettini, Adrián Bettini.

– Dice que se llama Adrián Bettini.

Al otro lado de la línea hubo un silencio y luego explotó una alegre carcajada.

– ¡No me diga que me tiene al mismísimo Adrián Bettini!

– ¿Quién es, señor ministro?

– El jefe de la campaña del «No a Pinochet».

– ¿Es peligroso?

– ¡Qué va! Con esos versitos no calienta a nadie.

– Aunque aquí en el panfleto habla de la insurrección. ¿Lo apuro un poco?

– No, hombre. Por ningún motivo. No me lo toque ni con el pétalo de una rosa. Estamos en democracia. Bettini puede escribir las tonterías que quiera.

– ¡Pero contra mi general!

– Aunque sea contra nuestro general. ¡La democracia, capitán! Una simple exageración de las estadísticas. Los votos de los pelotudos valen igual que los votos nuestros.

– ¿Y entonces?

– Devuélvale sus papelitos y que se vaya.

– ¿Y qué hacemos con su auto? Le pegó tremendo topón al furgón de la comisaría.

– Mándelo a arreglar al taller del grupo móvil en la calle Carmen. Tienen un desabollador que hace maravillas.

– ¿Y la cuenta?

– Envíela al ministerio, Carrasco. Dígale a Bettini que es una atención de la casa.

– ¿En serio, ministro?

– En serio, hombre.

– ¡Así que dejo que se vaya! ¿Así como así?

– Así como así. Ahora, si le nace, dese un gusto y péguele una patada en el culo.

Cuando colgó, Carrasco se rascó pensativo la sien izquierda. Hizo sonar una vez más las llaves del coche y se las tiró a Bettini, quien las cogió de un zarpazo.

– Podi' irte, poeta.

– ¿Me puedo llevar el auto?

– Llévate tu cagada de auto, huevón.

– Gracias, capitán.

Avanzó hasta la puerta y el carabinero joven lo saludó llevándose un par de dedos al quepis.

– ¡Oiga! -le gritó de pronto Carrasco-. Esa cuestión que escribió de que el «No» es su bello amante…, usted es marica, ¿cierto?

Bettini bajó el cuello y lo hundió entre los hombros. No contestó nada. Por un segundo pensó que no hubiera sido tan malo que el capitán Carrasco realmente le pegara una patada en el culo.

Se la merecía con creces.