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Esta noche se emitirá el primer capítulo de la campaña del «No».
Esta mañana son los funerales del profesor Paredes.
Camino al cementerio algunas personas se acercan a poner flores sobre el ataúd. Una delegación de la Scuola Italiana llega en un bus amarillo. Las chicas y jóvenes visten uniformes.
Atrás del grupo, cargando una corona de crisantemos, va Patricia Bettini.
La prensa ha informado en la mañana del asesinato en los titulares.
Por primera vez este mes hay sol.
El profesor de filosofía Valdivieso hace una semblanza del profesor Paredes. Evoca sus logros pedagógicos y teatrales.
Hizo Fuenteovejuna, Peribáñez, La vida es sueño, Madre Coraje y Macbeth. Dirigió La muerte de un vendedor y El cuidador de Pinter.
No cuenta que iba a presentar El señor Galíndez de Pavlovsky.
Dice que don Rafael Paredes ha muerto en trágicas circunstancias.
No dice que lo han degollado los agentes de la CNI.
Justo hoy teníamos la prueba de Shakespeare.
Tengo las Obras completas subrayada por todas partes.
El coro del colegio canta Duerme en paz.
Que la tierra te cubra con amor.
Patricia mantiene la cabeza gacha. No debiera haber venido. Me duele todo lo que a ella le duele. Todo me duele dos veces. También veo a la viuda del profesor. Doña María está muy pálida. Se ve que el maquillaje que le pusieron se ha embadurnado con las lágrimas. Mira hacia el sol mientras Valdivieso habla.
Tengo que ser duro y no puedo.
Miro al sol junto con doña María. Eligieron a Valdivieso para el responso porque todos los maestros viejos están pulverizados. Hechos mierda.
Extraño a papá. La señora María tiene el cuerpo del profesor Paredes y yo lo único que tengo es la ausencia de mi padre. No es lo único. También tengo esperanza.
¿Lo volveré a ver con su tabaco negro y la ceniza cayéndole en las solapas?
Me sorbo las narices. Mi padre no es un detenido desaparecido.
No puede haberse equivocado. El silogismo «Baroco». Había testigos. Más de treinta chicos en el curso.
Lógica. Mi papi es un astro para la lógica. No pueden negar que lo detuvieron. Tienen que devolvérmelo.
Mis llamadas de teléfono no han servido de nada. Los hombres al otro lado de la línea me dicen que tenga paciencia. Que están haciendo gestiones. Hay uno que se llama Samuel, aunque me explica que no es su nombre real. Samuel dice que el caso de mi papá es prioridad número uno. Que está haciendo todo lo que se puede. El teniente Bruna también hizo todo lo posible por el profesor Paredes.
Estoy autorizado para hablar en nombre de los alumnos. De los actores de La cueva de Salamanca.
Los cuatro protagonistas de El señor Galíndez abandonaron sus casas.
No vamos a volver a dar el entremés de Cervantes. No hay ambiente. Cuando estrenamos teníamos esperanza de que don Rafael apareciera. Ahora tenemos certezas. Y rabia. Y desgano.
Esta noche es la campaña del «No» en la tele. Iré a verla a la casa del señor Bettini. Van a cocinar spaghetti alla puttanesca. Al modo florentino. Es decir, con harta aceituna y aceite de oliva. Ahora no puedo llorar. No debo ser más débil que la viuda. No puedo quebrarme delante de Patricia Bettini, que sostiene la corona de crisantemos sin alzar la vista.
Valdivieso termina su discurso. Dobla las páginas. Las mete en la chaqueta y me hace un gesto con la mano izquierda para que me acerque al podio. Llevo Shakespeare en una mano y en la otra una goma de borrar que aprieto y suelto, que aprieto y suelto. Miro al público. Hay más de cien personas. Son casi todos adultos. Cinco profesores.
Algunos compañeros de estudio. Los pocos que fueron autorizados por sus padres a venir. La delegación de la Scuola Italiana son siete jóvenes. Traen a un hombre flaco y alto que ya he visto antes en la casa de Patricia. Es el cónsul. El señor cónsul Magliochetti.
Todos ahora tienen un amigo diplomático.
Por si acaso.
El resto, no tengo idea. Parientes, me imagino.
Debí haber traído una botellita de agua. Hace rato que estoy carraspeando.
Patricia levanta la cabeza. Sus ojos café. Su pelo castaño. Imagine de John Lennon. Mataron a John Lennon. El chico que lo mató andaba con El cazador oculto de Salinger. Hay sólo una foto de Salinger. No quería ver a nadie.
El profesor Paredes me enseñó una técnica de oratoria. Antes que nada «plantarse» delante del público. Con autoridad. Aunque seas un pendejo chico tienes que verte gigantesco.
Respira hondo, retén el aire y lárgalo lentamente. Trata de mantener aire en el abdomen. Que no te falte en la mitad de una palabra. Y, antes de decir cualquier cosa, tómate todo el tiempo del mundo para mirar a tu público. No una mirada como el aleteo rápido de un pajarraco asustado. Mira al público como un todo, pero también a cada uno. Míralos a los ojos. No te apures ni te dilates. Ahórrate prólogos y lugares comunes. Si dices «seré breve» ya estás alargando innecesariamente tu texto. Un discurso está hecho de palabras y de silencios. Esos silencios -dijo el profesor Paredes- son elocuentes. A veces hay que decir palabras sólo para oír el silencio. Hay maneras y maneras de callar.
– A veces hay que decir palabras sólo para oír el silencio -digo ahora en voz alta-. Hay maneras y maneras de callar. Hay maneras de decir callando. A veces la única manera de decirlo es callar lo que todos entendemos que debió haberse dicho.
»Querido profesor Paredes: hoy nos tocaba la prueba sobre Shakespeare. Hamlet, Julio Césary Macbeth. Yo subrayé todos los parlamentos del «tío Bill» que más me llamaron la atención. Podría haberme sacado un siete. Les leeré sólo uno:
» «I have neither wit, nor words, nor worth, action, nor utterance, nor the power of speech, to stir men's blood: I only speak right on; I tell you that which you yourselves do know. Show you sweet Caesar's wounds, poor poor dumb mouths, and bid them speak for me: but were, I Brutus, and Brutus Antony, there luere an Antony would ruffle, up your spirits and put a tongue in very wound of Caesar that should move the stones of Rome to rise and mutiny.»
Perdonen que no lo traduzca, pero no quiero ir preso.
No puedo creer lo que he dicho.
No tenía pensado el final.
Me aceleré leyendo el discurso de Marco Antonio: «Pondría una lengua en cada herida de César que llamaría hasta a las piedras de Roma al motín y a la insurrección.»El teniente Bruna no vino, ¿pero cuántos de los que están ahí con cara de deudos son agentes? Mirar al público. A todos y uno a uno. No saben que estoy temblando. Pendejo. Gigante.
Cierro el libro y me alejo del micrófono. Silencios y silencios. Distintas clases de silencio. Una última mirada. A Patricia Bettini. Al cónsul de Italia. Hacia el fondo.
Un anciano levanta con las dos manos una bandera roja sobre la cabeza. El Che saca otra atada a una vara y la mueve. La profesora de dibujo alza la suya. Cinco o seis adultos desconocidos levantan banderas y las hacen flamear en la brisa. El rector no se da cuenta. El rector hace como que no se da cuenta. El teniente Bruna se excusó de venir «por decencia». Ahora hay otro tipo de silencio. El silencio que permite sentir el golpeteo de las banderas rojas contra el aire.
Sólo una bandera es distinta a todas las otras: la que eleva ahora Patricia Bettini. Una bandera blanca con el dibujo de un arcoíris.