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Viajo en metro hasta el centro.
Laura Yáñez quiere verme. No puede decir nada por teléfono. Personalmente.
He hecho muchas veces este trayecto, mas hoy hay algo extraño en la atmósfera. Aunque hace calor y vamos apretados, nadie parece fastidiarse con la aglomeración. Se saludan. Se apartan para dejar un espacio y permitir entrar a un nuevo pasajero.
Se ven frescos. Hay algo pícaro en las miradas. Conversan. No veo a nadie que esté con la mirada clavada en sus zapatos. Un grupo de mujeres que visten el uniforme de un supermercado van sonriendo aunque no se hablan.
En la portada del diario más popular que lee ese caballero jubilado hay dos fotos inmensas.
En una aparece Pinochet sonriendo y en la otra Florcita Motuda con una franja presidencial sobre el pecho.
El título dice: duelo de titanes.
Faltan pocos días para el plebiscito y por lo que oigo mientras me desplazo en los vagones nadie habla de otra cosa. Como en un tictac sin pausa oigo sí-no, no-sí, sí-sí, no-no-no por todas partes.
Es raro este Santiago de hoy.
Todos se ven tan saludables. ¿Tomaron jugo de fruta? ¿Se han frotado en la ducha con algas de mar? ¡Y las carcajadas! Un liceano colorín de ojos verdes cuenta la escena de la noche anterior cuando el bombero con un vaso de agua imitaba la sirena de su carro bomba ululando «No, no, no, no, no, no, no, no, no, no». Y los adultos a su alrededor le dedican una mirada divertida. Y un anciano le palmotea el hombro. Y el pelirrojo le dice si quiere lo hago de nuevo. Y hay más carcajadas. Parece otro país. Dicen que los brasileros son así de alegres. «A pesar de você amanhä há de ser outro dia.» Estoy contento por el señor Bettini. Por Patricia Bettini. Por la señora Magdalena. Cuando volvió a casa el teléfono estuvo sonando hasta las tres de la mañana. Felicitaciones. Bettini les daba entrevistas a los diarios extranjeros. Llamó un señor Chierici del Corriere della Sera. Larga distancia. Y otro español de El País. Querían pronósticos y análisis para el día del plebiscito. Está que arde el calendario. ¿Cuánto falta hasta el 5 de octubre?
Cuando el tren llega a una estación, algunos pasajeros salen y los que entran parecen venir cargados con baterías frescas. Como cuando el entrenador saca en el segundo tiempo al centrodelantero fatigado y entra el reemplazante haciendo carreritas cortas para calentar el cuerpo. Me parece que hasta el metro va más rápido. Es lo que mi viejo detesta. Los subjetivismos que no dejan apreciar la realidad objetiva. Le cargan los sofistas. Buenos para hablar y dorar la perdiz. Pero en el fondo cháchara. Aristóteles, sin embargo…, ése sí va al grano. Nico Santos. Por Nicómaco.
Siento que soy el único en este vagón que me estoy yendo pa' dentro. Como que la tristeza de la ausencia de papá me tira para abajo. Estoy fuera del ritmo de la ciudad. Va a haber elecciones libres pero mi viejo está preso. Preso y desaparecido.
El tal Samuel sigue haciendo lo posible. Patricia Bettini insiste en que hay que hablar con la gente mala. Los buenos no pueden hacer nada. Quizá ahora sea un buen momento.
Ahora que la gente se ve más animosa.
«Claro -pienso-. Pero ¿cómo estará Pinochet?» Furia. Seguramente granate. Parece que le salió el tiro por la culata. La señora de verde que carga esa bolsa de verduras del supermercado está tarareando el Vals del No. A lo mejor esto es un sueño y ahora va a entrar un comando de milicos y nos van a disparar a todos.
No fui a la escuela. Me preocupa que el texto que dije en el cementerio me traiga consecuencias. El teniente Bruna no estaba, «por decencia», pero los soplones que había allí a lo mejor me están esperando en la puerta del instituto.
O sentados en mi misma aula.
Con el pelo corto.
Día de sol.
Tienen una chapa de Investigaciones que muestran abriéndose la solapa. Son detectives. Pero lo que me contaron es que los detectives después les entregan los presos a los de la policía política.
Y allí cuesta seguirles la pista.
La última vez que hablé con Samuel me dijo que no me descorazone. Que puede haber buenas noticias. «Pero también malas», le grité al teléfono. Se quedó callado medio minuto. «También malas, muchacho», me dijo. Le pedí perdón.
Me bajo en la Alameda con el cerro Santa Lucía y voy caminando hacia el Parque Forestal. Allí vive Laura Yáñez. Me cita porque quiere decirme algo. No sé de qué se trata.
Pero me dijo que era urgente.
Me viene bien desaparecer de mi departamento y ausentarme del colegio.
La Laura Yáñez es tremenda de guapa. En el colegio les dicen a ese tipo de mujeres «morenazas». Ella misma me dijo una vez: quiero ser la morenaza de Chile. Su amistad con Patricia proviene de su gusto por el teatro. Mi polola siempre busca obritas intelectuales, con filo político. Se muere de la risa con Beckett o Ionesco. El teatro del absurdo. Laura se vuelve loquita por John Travolta. Se sabe todos los pasos de baile de Saturday night fever, pero nunca ha encontrado un muchacho de su edad que le pueda hacer el peso. A ella y a Travolta. Por eso anda con fulanos mayores.
Desde la Scuola Italiana algunas veces Laura y Patricia van juntas al cine. Son tan diferentes. Mi adorada Bettini quiere irse a Italia para visitar los museos de Florencia y tratar de conocer personalmente a Fellini. Raya la papa por Amarcord. La Laura, no. Ella quiere salir algún día en la portada de Vanidades o Fotogramas.
Le gustaría hacer de mujer fatal en una teleserie. Pero lo curioso es que es más buena que el pan. Si fuera millonaria repartiría todo entre los amigos.
Es la superamiga, pero con ese cuerpo todos quieren tirársela.
Los locos no quieren ser solamente amigos de ella. Por eso vino a mí. Porque sabe que estoy neutralizado por mi amor a Patricia Bettini. Sabe que no le puedo hacer una mariconada a su mejor amiga.
Finalmente le presté el departamento para que se cambiara de ropa. No le pregunté más. Ya bastante jodido estoy yo para ponerme a joder a los otros.
Y ahora toda misteriosa me dice que quiere verme. Dice que me agradece el departamento pero que ya no lo necesita. Va a devolverme las llaves. Que ahora tiene uno propio en Mosqueto, cerca del palacio de Bellas Artes. «Ven un día con Patricia. A ella le gustan los cuadros.» Sus padres no deben enterarse. Que la Patricia Bettini se calle. Porque en una de ésas lo cuenta en el colegio y sus apoderados se enteran y literalmente la matan. Pero ya en diciembre va a tener que contarles la verdad. Hace un mes que no va a clase.
Toco el timbre. Departamento 3A. Tercer piso. Ascensor pequeñito. Edificio moderno. Caben dos personas. Schindler. Carga no debe exceder los 150 kilos.
Si…
No quiero ni pensarlo.
Es que… Si me buscan para meterme preso por el discurso en el cementerio, podría esconderme en el departamento de Laura Yáñez.
Por reciprocidad.
¿Querrá ella?
No, no va a pasar nada.
Dije todo lo del «tío Bill» en inglés.
Inglés, mi único siete, la nota máxima.
Porque me gusta el rock y don Rafael me tenía buena barra. Le gustaba que estuviera en el grupo de teatro. Me lo mataron. Así 110 más. El teniente Bruna hizo todo lo posible.
¿Qué crestas es entonces hacer todo lo posible?
Traigo en la mochila el último número de Caras. Es el tipo de revista que le gusta a Laura. Satinada, con hartos avisos comerciales, mucha vida social y páginas de moda a todo color.
– ¡Viniste, loco! -me dice, dándome un besote en la mejilla izquierda y tirándome hacia dentro.
– ¿Por qué tanto misterio?
– Ya te cuento. ¿Cómo está Patricia?
Digo: «Bien. Patricia está bien.»Aunque no sé cómo está. No se lo he preguntado a ella. Mataron a su profesor Paredes y su padre ha tenido un éxito de locos con la campaña del «No». Debe de estar pésimo de mal y a lo mejor un poquito bien. Todo el mundo comenta la campaña del «No». Telefonazos de felicitaciones hasta las tres de la mañana. Recalentamos la tallarinata puttanesca y abrimos otro vino tinto. Don Adrián me pasó plata para un taxi. El metro ya no corría.
– ¿Y tú?
– No sé, loco. Pero te llamé porque amor con amor se paga.
– ¿De dónde sacaste eso?
– Qué sé yo. Lo decía mi abuela.
– ¿De qué se trata? Toma. Te traje la última Caras.
– ¡Con la Michelle Pfeiffer en la portada! Super woman. ¿Cierto?
– Es rica.
– Tu tipo, ¿te caché?
– No sé, Laura. No sé cuál es mi tipo. Acabo de cumplir los dieciocho. No sé cuál es mi tipo y no entiendo nada de nada.
– Pero como la Patricia Bettini…
– ¿Qué? ¿Qué pasa con Patricia?
– Es que ella es tan…
– ¿Tan qué?
– Elegante. En cambio, yo…
– Eres diferente, Laura. Ninguna es mejor que la otra. Son nada más que diferentes.
– ¿Te gusto?
– Te encuentro la raja.
– Tengo Coca-Cola, Bilz, Pap y cerveza. Cerveza Escudo, no más.
– Coca.
– ¿Con hielo?
– Tres cubitos.
Va a la cocina y trae una Coca familiar. Ya tiene listo un platillo con dados de queso y aceitunas verdes. Es mediodía, pero parece un cocktail vespertino.
– Siéntate, que te vai a caer muerto.
– Dime -le digo, obedeciéndole.
Ella se acomoda en la punta de un sofá de mimbre con respaldos acolchonados de color café. Muy señorita, junta las rodillas evitando exponer sus muslos mates y tersos.
– Se trata de tu papi, Nico.
Ajá, por eso quería que viniera. Nada de teléfono. No quiero oírlo. Quiero morirme de antemano. Morirme ya.
– ¿Sabes algo?
Laura mira las paredes de su living y la puerta que conduce al dormitorio y la otra hacia el pequeño balcón. Hay una reproducción de un cuadro con bailarinas de Degas y una foto enorme de Travolta con un traje de raso blanco muy ajustado y el chaleco de mangas cortas abierto en el pecho.
– Nico… Sé cómo llegar a él.
– ¿Está vivo? Al profesor Paredes…
– Ya sé.
Hay algo que la retiene. Quiere y no quiere decírmelo. ¿Para qué me trajo?
– Por favor.
Sacude la brillante mata de pelo azabache rizado y me mira fijo, contundente, a los ojos.
– Lo que te voy a contar ahora habla pésimo de mí. Te lo cuento solamente a ti porque me echaste una mano.
– Está bien. Dime.
– Te encuentro muy pendejo, pero siempre me has llamado la atención. Lo hago por ti. Y por el profesor Paredes. Me puso un cinco. Por la primera estrofa de Annabel Lee. Poe. ¿Te acuerdas? Su cinquito, me dijo.
– No cacho.
Se pasa las manos por las narices y aspira como si tuviera un resfrío.
– Este departamento me lo puso un gallo. ¿Cachai?
– Ya.
– Un gallo casado.
– Ya.
– Un tira.
– ¿De la CNI?
– No eri' na tan aturdió… ¿Me vai a echar un discursito moralista?
No sé. No sé qué hacer ni qué decir. No esperaba esto. Bebo medio vaso de Coca-Cola. Me queda un cubo de hielo en la boca y lo tiro de un lado a otro con la lengua.
– No.
– Creo que a través de él podemos llegar a tu papi.
– ¿Por qué?
– Lo sé no más, Nico.
Me gustaría ser adulto. Entender más de la vida. Leído más libros. Conocer la psicología de la gente.
– ¿Qué tengo que hacer?
Laura se inclina hacia mí y me toma las manos. Las levanta y las lleva a su boca. No las besa. Simplemente apoya sus labios en mis dedos.
– ¿Tenis algo de plata?
La miro. La miro con mi alma entera volcada en mi estupor.
– ¿De dónde, Laura? Ni siquiera he ido a cobrar el sueldo de septiembre de mi papi porque tengo terror de que me agarren.
– ¿Tenis de dónde sacar algunos pesos? ¿Vender algo?
– ¿Qué?
– No sé. Un auto.
– No tenemos auto. Caminamos. O el metro.
– Un televisor.
– Todos tienen televisor. ¿Qué me van a dar por un televisor?
Laura aparta mis dedos. Los besa uno a uno. Después pestañea tres, cuatro veces. No me mira.
– Te comprendo, Nico, te comprendo.
Luego va hasta un armario de madera y saca una botella de ron Bacardi blanco. Le echa un chorro a mi Coca-Cola y se pone un poquito en su propio vaso.
– Entonces no me queda más que ver cuánto me quiere este detective concha e'su madre.