38963.fb2 Los d?as del arco iris - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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Capítulo 37

Raúl Alarcón, Florcita Motuda, llamó por teléfono a Adrián Bettini agradeciéndole efusivamente haberlo puesto en la campaña. «Soy el hombre más popular de Chile -le dijo-. La gente me besa en las calles. El chofer del taxi no me quiso cobrar: "Si usted tiene el valor de enfrentar a Pinochet, ¿por qué yo no? Voy a votar 'No'. Y a todos los que suban a mi taxi los voy a convencer de que voten 'No'. Grande, Florcita."»

«Gracias, don Adrián.»

«Nada que agradecer», repuso Bettini mirando a través de la ventana un auto gris sin patente estacionándose frente a su casa. El chofer bajó la ventanilla, y su acompañante -cuyo rostro no alcanzaba a ver- le encendió un cigarrillo. El conductor entreabrió la puerta y accionó el mecanismo del asiento hacia atrás. Se puso cómodo y expulsó una bocada de humo por la ventana.

– Nada que agradecer, señor Alarcón. Soy yo quien tengo que agradecerle a usted.

– ¡A mí! Si yo soy una insignificancia. Una pobre florcita motuda.

– La gente piensa que usted es un héroe. Le espera un gran futuro, amigo.

El acompañante del hombre del coche gris descendió y cruzando la calle fue hacia la puerta de la casa de Bettini y miró el número. Luego lo comparó con el que tenía escrito en una libreta y levantó el pulgar indicándole al chofer que estaba okey.

– Un gran futuro, amigo -repitió.

Le hizo señas a Magdalena que se asomara al balconcito y mirara el coche.

Tapó la bocina del teléfono al susurrarle: «Anda a comprar algo al almacén y échale una buena mirada a la cara del que maneja.»

– ¿Usted cree, don Adrián, que vamos a ganar el plebiscito?

– El plebiscito, sí -dijo Bettini, tirándole a su esposa un beso-. Otra cosa es que acepten el resultado.

– No les queda otra. Toda la prensa extranjera está aquí y los corresponsales me dijeron que se van a quedar hasta el día de la votación.

El acompañante del conductor miraba ahora a Magdalena atravesar la calle camino al almacén. Le indicó al otro que estuviera atento llevándose un dedo a la parte inferior del ojo.

– Dígame, señor Alarcón…

– A sus órdenes, don Adrián.

– ¿Usted no tiene por casualidad algún amigo con una casita fuera de Santiago? ¿En el campo, en la costa?

– Fernández, en Papudo. ¿Por qué?

– Está tan bonito el tiempo y lo he visto un poco paliducho. ¿Por qué no se va algunos días a la playa a tomar sol?

Al otro lado de la línea hubo un largo silencio. Después Alarcón carraspeó.

– ¿Le pasa algo, señor Bettini?

– No, nada. Nada.

– Perdone que le pregunte pero ¿usted tiene miedo?

– No, hombre, no -contestó buscando en su agenda el número del cónsul de Italia.

– Porque lo que es yo…

– ¿Cagado de miedo?

– Tanto como cagado, cagado, no. Pero su resto. No quería molestarlo. Era sólo para agradecerle… haber creído en mí…

Bettini sonrió con amargura. Omitió lo que realmente tenía que informarle: «No creí en usted. Dudé todo el tiempo de usted. Hasta anoche estuve convencido de que usted era un completo desatino.»-¡Grande su vals, Florcita!

– Yo hice muy poco. El grande es Strauss.

– Cuídese. ¿Está todo bien por su casa?

– Perfecto. ¿Sabe?… La gente me ama.

– Se lo merece.

Bettini cortó y de inmediato llamó a la embajada italiana:

Florcita Motuda cortó y volvió a mirar con preocupación ese auto negro que se había estacionado un poco más arriba de su departamento, cerca de la plaza.