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Días antes de la votación los sociólogos publicaron sus encuestas.
El sesenta y cinco por ciento de los indecisos habían ahora optado por votar «No».
Sumado a la gran mayoría que votaría «No» a como diera lugar, las encuestas aseguraban que la opción contra Pinochet ganaría el plebiscito.
El equipo comandado por el ministro del Interior no mostró ninguna reacción ni flexibilidad frente a la ola de popularidad del «No». En los abundantes programas que emitieron aprovechando el monopolio de la televisión que tenía el gobierno nunca les hablaron a los indecisos, sino a sus más fervientes partidarios.
Pinochet siguió creyéndoles al ministro Fernández y sus asesores, que le extendían sólo encuestas favorables. La campaña del «No» era inofensiva, y los sociólogos, que daban por ganadores a sus enemigos, mi general, son una banda de delincuentes cesantes.
Uno de esos delincuentes cesantes escribió: «Los dioses ciegan a aquellos a quienes quieren perder.»
En la casa de Bettini el ánimo comenzó a subir casi tanto como en todas las provincias chilenas. En un país donde la entretención principal era ver TV, la aparición del «No» en los medios rompió la soledad que marcaba la vida de cada persona o grupo familiar. Se matizó la rutina de desesperanza.
Por primera vez -le explicaron los sociólogos a Bettini- la gente sintió que la televisión les estaba hablando a ellos, no pasando por sobre ellos. Esos quince minutos eran un big bang de imágenes estelares que no se extinguieron tras la emisión: seguían generando nuevos astros, choques de energía por todas partes, la mueca grave se había distendido, el rictus amargo había dado paso a sonrisas.
Hasta ese momento lo que no aparecía en la pantalla parecía no ser real. La gente sentía que los seres ficticios y banales de las teleseries eran más reales que ellos mismos. Ellos tenían sólo silencios. No tenían autorización para vivir, sólo para ser testigos de vidas irreales.
La pincelada de democracia que arriesgó Pinochet había roto el dique. Aquello que parecía un simple e inofensivo jueguito había detonado en su sencilla eficacia las ansias de futuro y de alegría. Bettini comenzaba a creerlo lentamente. Sólo que su éxito se hacía más y más peligroso. De los films norteamericanos había heredado una expresión que repetía cuando estaba entre amigos de confianza: fucking. Ahora hablaba con una semisonrisa de su fucking success. Los días que faltaban para la votación apenas dormía entre pestañeada y pestañeada. Había una sobrecarga de adrenalina alrededor que no permitía un solo suspiro de calma.
Los rumores de que los militares tenían conocimiento de un eventual desenlace desfavorable a Pinochet despertaron temores de que mandaran al diablo la comedia democrática y que desconocieran el resultado. O que a través de fabricados actos de terrorismo suspendieran el plebiscito.
Los partidos del «No» llamaban a marcar «No», sin odio, sin violencia, sin miedo.
El día 5 de octubre, Bettini llegó acompañado de Magdalena y Patricia hasta su local de votación cerca de plaza Egaña. Hizo la larga fila de votantes bajo un alegre sol comprándoles botellitas de agua mineral a los vendedores ambulantes. A medida que se acercaba a su mesa sintió que su corazón se aceleraba. Lo hacía feliz esta apariencia de rutina. Se había imaginado todo más solemne y complejo. Y nada. Allí estaba él. Uno entre cientos en su Ñuñoa. Uno entre cientos de miles en Santiago. Uno entre millones en Chile. ¿Dónde estaría votando Florcita Motuda? Así como el cantante estaba feliz con el reconocimiento popular, él estaba agradecido de su anonimato.
Si el «No» ganara, en verdad ya no le pediría nada más a la vida. Acaso arrendar una casa en la playa, llevar sus casetes favoritas, sus libros de historia griega (Hum, «los dioses ciegan a los que quieren perder»).
Si el «No» ganara…
No, en verdad no podía ni siquiera concebir un más allá del «No». Raro que éste fuera sólo una etapa para algo mayor. Esta insignificancia, su arcoíris, su puñado de imágenes, el vals de Alarcón, eran en el fondo… todo.
Era su coronación de la vida.
Que otro haga futuro. El -levantó un puño y lo sostuvo en alto cuando lo saludó un conocido desde la fila del frente-, él sólo quería ahora disfrutar del presente.
De la eternidad de ese momento actual.
Sólo faltaba que el «No» ganara.
A la medianoche se asomó a la ventana antes de que el subsecretario del Interior diera a conocer los resultados. Los comandantes de las Fuerzas Armadas habían palpado el clima en el país y ya no podían desconocer ni adulterar los votos.
«Hay tal cantidad de gente celebrando en las calles que sería una barbaridad correrles bala», comunicó el ministro del Interior a palacio.
El subsecretario Cardemil anunció que había ganado el «No». Cincuenta y tres por ciento de los votos.
Los periodistas, oscilando entre el éxtasis y la incredulidad, buscaron al ministro del Interior y no lo encontraron.
Finalmente Pinochet accedió a conversar con ellos. Vestido de civil y maquillado en tonos rozagantes emitió su veredicto ante decenas de camarógrafos nacionales y de la prensa mundial: «Los judíos también hicieron un día un plebiscito. Tuvieron que elegir entre Cristo y Barrabás. Y eligieron a Barrabás.»
Se retiró sonriendo: «No more questions.»
En la casa de Bettini, a las copas de vino tinto y blanco sucedió una botella de champagne, y a la botella de champagne y los llamados telefónicos, un cambio de turno en el equipo de hombres del auto gris, que seguía en la misma posición desde el día que lo habían estacionado.
Era una presencia puntual y permanente. De una quietud maciza. A veces estaba vacío. A ratos entraban en él dos hombres, a veces los mismos del primer día, a veces otros, prendían la radio, oían música rock, cambiaban a cumbias, incluso un día pusieron fuerte a Mozart: la Pequeña serenata nocturna.
El auto no se movía. El auto seguía ahí. Siempre ahí. Sin patente.
Los dos hombres traían bolsas de papel desde el mercado de Irarrázabal, pelaban naranjas y tiraban las cáscaras sobre el empedrado.
Uno fumaba, el otro no.
En los turnos de noche no fumaba ninguno de los dos.
En la mañana iba un motorista a llevarles un termo de café con leche y sándwiches.
A las cinco de la mañana, Patricia Bettini les llevó los cables de la prensa extranjera. Se los había conseguido el cónsul italiano, que apareció junto a ella, los dientes cincelados en pasta dental, el pelo aún húmedo por la ducha tempranera, una condecoración en la solapa, queso parmesano y jamón de Parma.
Le cedió el «honor» a Patricia Bettini de que leyera el cable de Le Monde. La muchacha captó el texto de un par de pestañadas y lo tradujo mentalmente al español.
La familia y los amigos se habían tirado sobre la alfombra y sillones como guerreros exhaustos.
– Le Monde: «Hay pocos antecedentes para juzgar lo que ocurrió y lo que sigue pasando en Chile. El más autoritario y represivo régimen de toda la historia de la nación se ha transformado en un magma de indecisión, impotencia y shock.»
Patricia miró al padre y, echándose para atrás el pelo castaño que le caía sobre un ojo, le dijo solemne:
– Papi, quiero que ahora te pongas de pie.
Adrián obedeció con un manotazo en el aire, suponiendo alguna broma. Pero Patricia estaba seria. Nunca la había visto tan grave. Así de digna. Parecía que hubiera crecido en pocas horas. Como si la trasnochada, los vinos, el cansancio, la excitación, la hubieran hecho más mujer, proyectándola muy por encima de sus dieciocho años.
– Esto es El País, de España, viejo: «Quince minutos bastaron para acabar con quince años.»
Bettini calculó que en las últimas semanas no había noche en que no se autopronosticara un infarto. No ahora, please, le ordenó a su fucking corazón. Tragó saliva y sin sonreír le dijo al público:
– ¡El País, de España! Se non è vero, è ben trovato.