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El profesor Santos nunca ha visto a su hijo Nico con corbata. Van a ir juntos caminando hasta la ceremonia de graduación. Antes de salir del departamento revisa si tiene la cajetilla de tabaco negro en el bolsillo interior de la chaqueta y el encendedor metálico Ronson, que ha sobrevivido a las distracciones y a los años, y que carga todos los sábados con gas en un local de tabaco y confección de llaves del paseo Ahumada.
Luego palpa el nudo de la corbata verde con lunares azules que Nico ha conseguido prestada de su amigo el Che.
El acto tiene lugar en la tarde, pero ni el padre ni el hijo cambian la rutina de las mañanas. Salen del departamento, y antes de abandonar el ascensor, el profesor de filosofía enciende su tabaco, toma del brazo a Nico y se va fumando las dos cuadras que lo separan del portón de entrada del Instituto Nacional.
Una vez allí va a tener lugar un procedimiento que ejecutan de forma mecánica, pero que hoy cobra una alegre relevancia especial: Nico Santos regresa de la escuela secundaria con un promedio de notas más que aceptable.
Ha logrado sobrevivir a las turbulencias de la dictadura, se ha callado bien calladita la boca obedeciendo, más que los consejos del padre, sus órdenes tajantes. Sólo ha hablado unas pocas veces: a veces mal, a veces regular, y a veces bien, pero en este último caso ha tenido la prudencia de hacerlo en inglés: «To be or not to be.» El profesor Santos agradece a su difunta esposa que el chico haya optado por el «be». El «not to be» habría terminado por aniquilarlo.
Entonces, con un gesto histriónico, que a Nico le recuerda la ironía del profesor Paredes, arroja el canuto del tabaco sobre el empedrado y le hace una reverencia al joven diciéndole que el príncipe puede pulverizar el resto con la suela de su zapato.
Nico Santos obedece con un placer desbordante. Es una tontería que cumple jubiloso. Saca su propia cuenta:
Ganó el «No».
Su padre está vivo. Si un día se muere será por el maldito tabaco negro, pero no por el hielo de un calabozo.
Y además su esperma salió disparada hacia el vientre de la mujer amada con un big bang. Su experiencia personal le indica que el mundo que se creó fue para vivir el amor con Patricia Bettini.
Hoy está invitada a la ceremonia de graduación. Bettini ya ha conseguido clientes tras su triunfo con la campaña. La distribuidora de un coche francés le ha entregado la cartera. Al fin y al cabo Le Monde se inclinó ante su genio. Oh, la, la. Le compró a su hija un vestido de finísimo raso repujado, abierto como un tajo mineral entre los muslos, incrustaciones de mostacillas y la firma alborotada de Armani.
Pagó lo que no tiene, pero admite que el genio de Pinochet puso en circulación la tarjeta de crédito: la única manera de tener lo que no puedes tener. Después de él, el diluvio.
Aunque Adrián le ha puesto a Patricia una condición que la chica acepta con humildad: cuando sea su propia graduación dentro de tres días en la Scuola Italiana, debe usar el mismo traje. Que ni sueñe con dársela de vedette internacional cambiando lujuriosa de ajuar cada dos horas.
En el umbral del salón de actos hay una corona de rosas blancas, follaje de plantas verdes y algunos claveles rojos. Encima, una cartulina negra adherida al muro con cinta scotch donde alguien escribió con letras amarillas: «No olvidamos a nuestros mártires.»Hay cinco nombres: dos alumnos y tres maestros. Uno de ellos, don Rafael Paredes.
La gente que entra al acto hace como que no ve la cartulina. Desde que el «No» ganó, el teniente Bruna decidió no volver al colegio. Mandó a los soldados del jeep a retirar sus cosas.
El coro del colegio interpreta su himno. La mayoría de los alumnos y apoderados lo cantan de pie: «Que vibre, compañeros, el himno institutano, el canto del más grande colegio nacional.»Nico Santos es uno más de los cincuenta y cinco muchachos que egresan. El rector les irá entregando uno a uno un diploma y cincuenta y cinco veces el público aplaudirá y el rector se sacará una foto con cada alumno. Después los fotógrafos las venderán a los familiares a la salida del colegio.
Los chicos se ven raros con traje y corbata. Todos tienen demasiado pelo alborotado para esa formalidad. La mayoría se rasca el cuello con el dedo índice, otros se han aflojado el nudo de la corbata. Nico Santos y el Che parecen comentar en la segunda fila las alternativas de un partido de fútbol.
El profesor Santos y sus invitados especiales, Adrián, Magdalena y Patricia Bettini, han sido ubicados en la tercera fila. Al borde de los bancos hay un cartelito impreso que reza: «Cuerpo docente.»El profesor Santos es un cuerpo docente.
El profesor Paredes era un cuerpo docente.
Hay una tarjeta en un espacio de la segunda fila fácil de leer porque nadie lo ocupa. Sobre el respaldo dice: «Señora María, viuda de Paredes.»«Pues cupo al instituto la espléndida fortuna de ser el primer foco de luz de la nación», canta el profesor Santos sin quitar la mirada de Nico, que se seca la transpiración con el dorso de una mano sobre las tarimas del escenario donde hace unas semanas, virgen aún, actuó en La cueva de Salamanca.
En cambio Bettini ignora la letra del himno. Más aún, su atención ahora es capturada por ese hombre que dificultosamente se abre paso entre las rodillas que obstaculizan su marcha por la fila y con decisión avanza hacia su lado, indicándole que se corra un poco para dejarle espacio. Cuando llega junto a él, se sienta con un suspiro satisfecho y sin mirarlo le extiende la mano.
Es el ministro Fernández.
– ¿Qué tal, Bettini? -pregunta, subiéndose un trecho la tela de los pantalones a la altura de las rodillas.
– Ministro, ¿qué hace aquí?
El hombre apunta a un chico de tez oscura y pómulos afilados que le hace señas desde la tarima.
Fernández le responde moviendo con simpatía los dedos de la derecha, sin alzar la mano más arriba del cuello.
– Se gradúa mi nieto, Luis Federico Fernández. Mi regalón. Quiere ser ingeniero. ¿Y usted? ¿Qué hace aquí?
Bettini no sabe qué responder. De repente acierta con una imprecisión:
– Mi yerno, es decir…
– Comprendo, el pololo de su hija…, es decir, exactamente el pololo de su hija. Es decir, Nicolás Santos…
– No, Nico Santos, ¿cómo sabe el apellido?
– ¿No recuerda, Bettini? El profesor de filosofía: Rodrigo Santos. ¿Anduvo todo bien?
– Bien, ministro.
– ¡Ex ministro, no se olvide! ¿Y cómo va la vida?
– Bueno, estoy vivo. Me imagino que gracias a usted.
– ¡Hombre! Cómo le gustan las exageraciones.
– Mandé a sus hombres a la misma mierda.
– ¡Uy, Dios! ¡Qué heroico!
– Ni tanto así, doctor Fernández. Los obreros de la construcción frente a mi casa estaban mirándonos.
– No deja de ser, de todos modos.
Ambos aplaudieron el final del himno y redoblaron la ovación cuando el rector avanzó a la palestra para su discurso de bienvenida.
– ¿Y en qué anda, ministro?
– Se viene la democracia, hombre. Estoy pensando en un puesto donde pueda ejercer mi vocación de servicio público.
– ¿Senador?
– Me encantaría. Soy muy bueno gestando proyectos, leyes, todo eso. ¿Cuál de esos chicos allá arriba es su yerno?
– El pelucón de la izquierda con una corbata verde y azul.
– Sí, ya lo veo. ¿Qué va a estudiar?
– Si no es para actor, escritor. ¿Y su nieto?
– Ingeniero. Igual que su padre. ¿Sabe que mi hijo Basti votó que no en el plebiscito?
– ¿Su propio hijo?
El doctor Fernández se golpeó alegre las rodillas con los puños.
– Mi propio hijo. La democracia es una maravilla, ¿no cree?
– ¿A pesar de ser «una exageración de las estadísticas»?
– A pesar de eso. Es una cosa tan tierna. Imagínese: aquí estamos usted y yo, felices de la vida, juntos viendo el futuro de la patria. Yo al lado de mi nieto regalón y usted acompañando al joven Santos. Entre paréntesis, no puedo creer que nos haya ganado con un vals tan huevón.
– ¿Un vals tan huevón, ministro?
– ¡Un vals requeterrecontra huevón, Bettini! ¡Para qué vamos a decir una cosa por otra!
– ¿Usted conoce la revista Actuel de Francia, doctor Fernández?
– ¿Cómo se le ocurre? Je ne parle pas français.
– Acaban de hacer una edición con las canciones que cambiaron el curso de la historia en los últimos cincuenta años.
– ¡No me diga que pusieron su huevonísimo Vals del No!
– Efectivamente, es la canción de 1988, ministro.
– Y en otros años, ¿quiénes fueron los ganadores?
– Jim Morrison, The Beatles, The Rolling Stones.
– ¿Y qué está componiendo ahora?
– Se acabaron las canciones, ministro. El próximo paso es ganar las elecciones con Olwyn y luego meter preso a Pinochet.
Fernández soltó una risa tan estentórea que llamó la atención de la gente alrededor y hasta el rector le destinó una mirada cargada de reproche.
– Hum. La cagué, parece. ¿Meter preso a Pinochet? -dijo en voz baja-. Eso no lo van a lograr, Bettini.
– Lo vamos a lograr, doctor Fernández.
– No, no, no. «Es tan rico decir que no…»
– Sí, sí, sí. Lo vamos a lograr.
– No, no, no. A mi general no me lo tocan ni con el pétalo de una dama.
Vino el turno de Nico Santos para recibir el diploma de graduación. Patricia Bettini se levantó a aplaudir y el público alrededor tuvo ocasión de admirar su vestido Armani. Adrián Bettini se puso de pie y gritó «Bravo», y el profesor Santos se rascó la cabeza con un cigarro sin encender entre los labios.
El ex ministro Fernández se levantó también y aplaudió a Nico junto a Bettini.
– Vamos a volver al poder, Bettini -le susurró al oído-. Esta vez paso a paso, pasito a pasito, votito a votito.
– Son las veleidades de la democracia. Lo que a nosotros nos costó sangre, sudor y lágrimas conseguir ustedes lo van a poder disfrutar sin que se les mueva un pelo de la cabeza. Algún día la exageración de las estadísticas hablará a favor de ustedes. Es la regla del juego. Aplausos, ministro. Lo que importa es que no anden matando gente.
– No se quede en el pasado, hombre. La emergencia ya fue largamente superada. ¿Se acuerda cuando el pueblo le pidió al ejército que interviniera para imponer el orden? ¿Cuándo pidieron a gritos un Pinochet?
– ¿Usted estudió en el Instituto, doctor Fernández?
– A mucha honra. Pertenezco a la directiva del centro de alumnos.
– ¿Quién fue su profesor de castellano?
– Don Clemente Canales Toro.
– Entonces tiene que haber estudiado con él al Arcipreste de Hita.
– Algo recuerdo.
– Un autor medieval. ¿Se acuerda? Don Clemente Canales versificó él mismo El libro de buen amor en español moderno.
– Claro que sí. Muy entretenido. El «Elogio a la mujer chiquita», ¿cierto?
– Bravo. ¿Y no se acuerda por casualidad de la fábula de las ranas que estaban insatisfechas y querían que el dios Júpiter les mandara otro rey?
– No me acuerdo.
– Y Júpiter les manda de rey a una cigüeña que se come las ranas de a dos con un solo picotazo.
– Hum. ¿Adónde va con este cuento?
– A lo siguiente. Las ranas que sobreviven vuelven donde Júpiter y se quejan: «El rey que vos nos diste por nuestras voces vanas danos malas noches y muy malas mañanas.» ¿Quiere que le explique la fábula?
El doctor Fernández se limpió con la palma de la mano derecha unas pelusas adheridas a la solapa de su chaqueta.
– No hace falta, Bettini. Como usted dice, la democracia es una exageración de las estadísticas.
– Es usted quien dice eso.
– Cierto. Es que la vida es como el juego de la viroca: al que le toca le toca. Ahora es el turno de ustedes. Lo importante es que si ustedes ganan el gobierno hagan algo para superar esto tan antipático de que la gente quede estigmatizada entre los que votaron «Sí» y los que votaron «No». Hay que ser moderno y sentarse en las diferencias.
– Usted siéntese en lo que quiera y donde quiera. Yo, no. La pugna entre el «Sí» y el «No» va a permanecer mucho tiempo, porque es un asunto de vida o muerte. Se deja vivir a los que piensan distinto o se los mata. Yo no me voy a olvidar nunca de lo que pasó.
– Qué curioso; en cambio, yo ya me olvidé.
– Es usted muy moderno, ex ministro.
El hombre comenzó a aplaudir con energía. Unas bellas azafatas convocaban ahora a su nieto a recibir el diploma de manos del rector.
Bettini se limpió las palmas de las manos en los muslos, luego las subió y se unió al ex ministro en sus aplausos.
– Así que la fábula de las ranas, Bettini.
– La fábula de las ranas -repitió Adrián Bettini aplaudiendo cariñosamente.