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Damira iba a recabar información sobre el militar Mas. Jan había pedido simultáneamente a Catherine y a Marianne que siguieran a Lespinasse. Por extraño que parezca, Jan había encontrado la dirección en la guía telefónica. El fiscal vivía en una mansión burguesa en el extrarradio de Toulouse. Había incluso una placa de cobre con su nombre, colocada en la puerta del jardín. Nuestras dos compañeras estaban estupefactas, el hombre no tomaba ninguna medida de seguridad. Entraba y salía sin escolta, conducía solo su coche, como si no desconfiase de nada. Sin embargo, los periódicos habían contado en diferentes artículos que, gracias a él, se había evitado que un odioso terrorista pudiera seguir causando daño. Incluso Radio Londres había informado de la responsabilidad de Lespinasse en la ejecución de Marcel. No había nadie, ni un cliente de un café, ni un obrero de las fábricas, que no conociera su nombre ahora. Había que ser tremendamente tonto para no pensar ni por un instante que la Resistencia iría tras él. A menos, como pensaban las dos chicas, tras varios días de seguimiento, que su vanidad, su arrogancia, fueran tan enormes que le pareciera inconcebible que alguien osara atentar contra su vida.
Ocultarse no era siempre fácil para nuestras dos camaradas. La calle estaba muy a menudo desierta, lo que sería una ventaja en el momento de pasar a la acción, pero una mujer sola llamaba mucho la atención. Escondidas, en ocasiones, detrás de un árbol, y caminando durante la mayor parte de la jornada, como todas las chicas encargadas de la información, Catherine y Marianne espiaron durante una semana.
El asunto se complicaba debido a que su presa no parecía tener ningún patrón en su empleo del tiempo. Sólo se desplazaba a bordo de un Peugeot 202 negro, lo que no permitía seguirlo más allá de la calle. Únicamente tenía una costumbre, que no pasó desapercibida a las dos chicas: todos los días salía de su domicilio a eso de las tres y media de la tarde.
Concluyeron en su informe que ése sería el momento del día en que habría que actuar. No serviría de nada continuar con la investigación. Era imposible seguirlo por el coche; en el palacio de justicia no se podía seguir su rastro y, si seguían insistiendo, se arriesgaban a llamar la atención.
Después de que Marius viniera un viernes por la mañana a efectuar una última localización y a decidir los itinerarios de retirada, la acción se programó para el lunes siguiente. Había que ir rápido. Jan suponía que Lespinasse vivía tan tranquilamente porque dispondría de una discreta protección policial. Catherine juró que nunca había notado nada semejante, y Marianne compartía su punto de vista, pero Jan desconfiaba de todo, con razón. Otro motivo para apresurarse era que, en ese periodo estival, nuestro hombre podía irse de vacaciones en cualquier momento.
Cansado por las misiones realizadas a lo largo de la semana y con el estómago más vacío que nunca, me imaginaba pasando el domingo tumbado en la cama, soñando. Con un poco de suerte, podría ver a mi hermano pequeño. Iríamos a dar una vuelta por el canal, como dos chavales de paseo que disfrutan del verano; como dos chavales sin hambre ni miedo, dos adolescentes con ganas de juerga que huelen el perfume de las chicas jóvenes en medio de los propios del verano. Y si el viento de la tarde era cómplice, tal vez nos concedería la gracia de levantar las ligeras faldas de las chicas, apenas lo justo para entrever una rodilla, pero lo suficiente para conmovernos y soñar un poco al volver por la noche a la humedad de nuestras siniestras habitaciones.
Pero no había contado con el fervor de Jan. Jacques acababa de arruinar mis esperanzas llamando a mi puerta. El sueño que había jurado echarme al día siguiente por la mañana se había estropeado a causa de… Jacques desplegó un mapa de la ciudad y me señaló con el dedo un cruce. A las cinco en punto, mañana por la tarde, debía unirme con Émile y entregarle un paquete que yo debería haber ido a buscar antes a casa de Charles. No necesitaba saber más. Al atardecer, partirían en misión con un nuevo recluta que aseguraría el repliegue, un tal Guy, que, a pesar de sus sólo diecisiete años, era un animal a los pedales. Mañana por la noche, ninguno de nosotros respiraría tranquilo hasta que nuestros compañeros volvieran sanos y salvos.
Es sábado por la mañana, el cielo está despejado, apenas hay algunas nubes algodonosas. Ya ves, si la vida estuviera bien hecha, notaría el olor del césped inglés, revisaría la goma de los neumáticos de mi avión y el mecánico me haría una señal para decirme que todo está en orden. Entonces, saltaría dentro del habitáculo, cerraría la cabina y emprendería el vuelo en patrulla. Sin embargo, oigo a la señora Dublanc que entra en su cocina, y el ruido de sus pasos me saca de mi ensoñación. Me pongo la chaqueta y miro el reloj, son las siete. Tengo que ir a casa de Charles y recoger el paquete que debo entregarle a Émile. Me encamino hacia el extrarradio. Cuando llego a Saint-Jean, empiezo a subir siguiendo la vía del tren, como de costumbre. Hace mucho tiempo que los trenes ya no circulan por los viejos raíles que llevan al barrio de Loubers. Una suave brisa sopla sobre mi nuca, me levanto el cuello y silbo la «Butte Rouge». A lo lejos veo la pequeña estación abandonada. Llamo a la puerta y Charles me invita a entrar.
– ¿Ti veux un cafei? -me pregunta con su mejor acento sabir.
Cada vez entiendo mejor al amigo Charles, basta con mezclar una palabra polaca, otra yidis, otra española y ponerle una pizca de melodía francesa. Charles ha aprendido su curiosa lengua a lo largo de los caminos del éxodo.
– Tu paquete est gardado sous l'escabera, uno non sabe james quien llama a la porte. Tu le dieras a Jacques que ya t'he dasto el paquette. Uno espererá l'acciun a dies kilometrás. Diles de ir aprisa, après la chaspa, sólo hay dousi minits, no mes, talbes un peu menos.
Después de hacer la traducción, hice los cálculos. Dos minutos, es decir, veinte milímetros de mecha que, para mis compañeros, separarían la vida de la muerte. Dos centímetros para encender los explosivos, colocarlos y emprender el camino de retirada.
Charles me mira y siente mi inquietud.
– Prendo siempre una petite margen de seguritas, per los compains y per me.
Es una sonrisa curiosa la del compañero Charles. Ha perdido casi todos sus dientes delanteros durante un bombardeo aéreo, lo que, debo añadir para su disculpa, no ayuda nada a su dicción. Aunque siempre va mal vestido y lo que dice resulta incomprensible para la mayoría, de todos es quien siempre logra tranquilizarme más. ¿Será por la sabiduría que parece ir siempre con él? ¿Por su determinación, su energía, su alegría de vivir? ¿Por cómo consigue, aun siendo tan joven, ser adulto? Ha vivido ya mucho el amigo Charles. En Polonia, lo detuvieron porque su padre era obrero y él, comunista. Pasó varios años en chirona. Una vez fue liberado, se fue, como algunos compañeros, a hacer la guerra en España con Marcel Langer. De Lodz a los Pirineos, el viaje no era fácil, sobre todo cuando no se tienen ni papeles, ni dinero. Me gusta escucharlo cuando evoca su travesía por la Alemania nazi. No era la primera vez que le pedía que me explicara su historia. Charles lo sabe bien, pero hablar un poco de su vida era una manera de practicar su francés y de darme un gusto, de manera que se sienta en una silla y se desatan bajo su lengua palabras de todos los colores.
Iba en un tren sin billete y, con su descaro característico, se la había jugado instalándose en primera clase, en un compartimento atiborrado de hombres de uniforme y oficiales. Se había pasado el viaje charlando con ellos. A los militares les había parecido más bien simpático y el revisor se había guardado muy bien de pedir la identificación a nadie allí. Al llegar a Berlín, incluso le indicaron cómo cruzar la ciudad y llegar a la estación de la que salían los trenes que iban a Aixla-Chapelle. Había ido a París después, luego hasta Perpignan en coche y, por último, había cruzado las montañas a pie. Al otro lado de la frontera, otros autocares conducían a los combatientes hasta Albacete, para llevarlos a la batalla de Madrid con la brigada de los polacos. Después de la derrota, junto a miles de refugiados, cruzó los Pirineos en dirección contraria y llegó a la frontera donde lo recibieron los gendarmes, quienes lo llevaron al campo de internamiento de Vernet.
– Allá dedicaba a cocinar para prissioners, ¡et tout le monde había su racción diaria! -decía no sin cierto orgullo.
En total, pasó tres años detenido, hasta que huyó. Recorrió a pie doscientos kilómetros hasta llegar a Toulouse.
No es la voz de Charles lo que me tranquiliza, es lo que me cuenta. En su historia hay un ápice de esperanza que da sentido a mi vida. Yo también quiero tener conmigo esa suerte en la que quiero creer. ¿Cuántos otros habrán renunciado? Charles no se declararía prisionero ni siquiera de espaldas contra la pared. Se tomaría el tiempo necesario para encontrar el modo de rodearlo.
– Tou deberes irte -dice Charles-, a la hora del dejeuner, las calles están mes calms.
Charles se dirige hacia el altillo de la escalera, coge el paquete y lo deja en la mesa. Es curioso, ha envuelto las bombas en hojas de periódico, en las que se puede leer la crónica de una acción realizada por Boris: el diario lo tacha de terrorista y nos acusa a todos de perturbar el orden público. El militar es la víctima, nosotros sus verdugos; una extraña manera de considerar la historia que se escribe cada día en la calles de nuestras vidas ocupadas.
Llaman a la puerta, Charles no se inquieta, yo aguanto la respiración. Una niña pequeña entra en la habitación y el rostro de mi compañero se ilumina.
– Es mi profesora de francés -dice jovial.
La chica le salta a los brazos y lo besa. Se llama Camille. Michèle, su mamá, aloja a Charles en esa estación abandonada. El papá de Camille está prisionero en Alemania desde el inicio de la guerra y Camille no hace nunca preguntas. Michèle finge ignorar que Charles es un miembro de la Resistencia. Para ella, igual que para todas las personas del barrio, es un jardinero que cultiva el huerto más bonito de los alrededores. En ocasiones, el sábado, Charles sacrifica uno de sus conejos para preparar una buena comida. Me apetecería probar ese guiso, pero tengo que irme. Charles me hace una señal; entonces, saludo a la pequeña Camille y a su mamá y me voy, con mi paquete bajo el brazo. No sólo hay militares y colaboracionistas, sino también gente como Michèle, personas que saben que lo que hacemos nosotros está bien, y corren riesgos para ayudarnos, cada uno a su manera. Tras la puerta de madera, oigo todavía a Charles que articula las palabras que una niña pequeña de cinco años le hace repetir concienzudamente, «vache, poulet, tomate», y mi vientre gruñe conforme me alejo.
Son las cinco en punto. Me encuentro con Émile en el lugar señalado por Jacques en el mapa de la ciudad y le entrego el paquete. Charles ha añadido dos granadas a las bombas. Émile no dice nada, yo tengo ganas de decirle «hasta esta noche», pero, por superstición tal vez, me callo.
– ¿Tienes un cigarrillo? -me pregunta.
– ¿Fumas?
– Es para encender las mechas.
Busco en el bolsillo de mi pantalón y le entrego un paquete de cigarrillos arrugado, quedan dos. Mi compañero se despide y desaparece al doblar la esquina.
Ha caído la noche, y la lluvia ha llegado con ella. El pavimento está reluciente y pastoso. Émile está tranquilo, nunca ha fallado ninguna bomba de Charles. El aparato es simple, treinta centímetros de tubo de hierro, un trozo de canalón robado deprisa y corriendo, un corcho empernado a cada lado, un agujero y una mecha que se hunde en el explosivo. Pondrán las bombas frente a la puerta del restaurante, después lanzarán las granadas por la ventana, y los que consigan salir se encontrarán con los fuegos artificiales de Charles.
En la acción de esta noche participan tres personas: Jacques, Émile y el joven nuevo que se ocupará de cubrir la huida con un revólver en el bolsillo, dispuesto a disparar al aire si algún peatón se acerca, y a matar si los nazis intentan perseguirlos. Por fin, llegan a la calle en la que tendrá lugar la operación; las ventanas del restaurante en el que se celebra el banquete de los oficiales enemigos brillan por la luz. El golpe es serio: dentro hay unos treinta hombres.
Treinta oficiales suponen un buen número de pasadores en las chaquetas verdes de la Wehrmacht, que están colgadas en el guardarropa. Émile remonta la calle y pasa una primera vez por delante de la puerta de cristal. Apenas gira la cabeza, no puede arriesgarse a que noten su presencia. En ese momento, se fija en la camarera. Habrá que encontrar algún medio de protegerla, pero, antes de eso, hay que neutralizar a los dos policías que hacen guardia. Jacques agarra a uno con brusquedad y le aprieta el cuello; lo lleva a la callejuela vecina y le da la orden de largarse; el poli, tembloroso, obedece. El policía del que se ocupa Émile opone resistencia. De un codazo, Émile le tira el quepis y le asesta un golpe con la culata. Se llevan al policía inconsciente también a cubierto. Se despertará con sangre en la frente y un tremendo dolor de cabeza. Queda la camarera que trabaja en la sala. Jacques está perplejo. Émile propone hacerle una señal desde la ventana, pero eso entraña riesgos. Puede dar la voz de alarma. Desde luego, las consecuencias serían desastrosas, pero ¿no te lo he dicho?, jamás matamos a un inocente, ni siquiera a un imbécil, por tanto hay que encontrar una solución, aunque esa persona sirva a los oficiales nazis el alimento que tanto nos falta.
Jacques se acerca al cristal; desde la sala, debe de parecer un pobre tipo hambriento que se alimenta simplemente mirando. Un capitán lo ve, sonríe y levanta su copa. Jacques le devuelve su sonrisa y mira a la camarera. La joven es regordeta, no cabe lugar a dudas de que las vituallas del restaurante le sientan bien, igual que a su familia, tal vez. Al fin y al cabo, ¿cómo juzgarlos? Hay que sobrevivir en tiempos difíciles; y cada uno lo hace a su manera.
Émile se impacienta; al final de la oscura calle, el chaval aguanta las bicicletas con las manos húmedas. Por fin, la mirada de la camarera se cruza con la de Jacques, le hace una señal y ella asiente con la cabeza, vacila y da media vuelta. La camarera regordeta ha comprendido el mensaje. Como prueba, cuando el patrón entra en la sala, ella lo agarra por el brazo y se lo lleva, autoritaria, hacia las cocinas. Ahora, todo pasa muy rápido. Jacques da la señal a Émile; las mechas se encienden, las clavijas caen rodando por el arroyo de la calle, los adoquines se rompen y las granadas ruedan ya por el suelo del restaurante. Émile no puede aguantar las ganas de levantarse y ver un poco la desbandada.
– ¡Granadas! ¡A cubierto! -grita Jacques.
La onda expansiva lanza a Émile al suelo. Está un poco atontado, pero no es el momento de dejarse llevar por el aturdimiento. El humo le hace toser. Escupe; tiene la mano cubierta de una sangre espesa. Mientras no le fallen las piernas, tiene una oportunidad de sobrevivir. Jacques lo coge por el brazo y los dos corren hacia el chaval con las tres bicis. Émile pedalea, Jacques se mantiene a su lado. Hay que tener cuidado, el suelo está resbaladizo. Tras ellos se ha montado un gran alboroto. Jacques se vuelve, ¿los sigue el chico todavía? Si ha contado bien, apenas quedan diez segundos para la gran explosión. Por fin, el cielo se ilumina, las dos bombas acaban de explotar. El chico se ha caído de la bici, empujado por la fuerza de la explosión. Jacques da media vuelta, pero aparecen soldados por todas partes, y dos de ellos ya han apresado al chico que se debate.
– ¡Mierda, Jacques, mira al frente! -grita Émile.
Al final de la calle, la policía les barra el paso, el poli al que habían dejado irse antes debía de haber ido a buscar refuerzos. Jacques coge su revólver, aprieta el gatillo, pero no oye más que un pequeño clic. Tras una breve ojeada a su arma, sin perder el equilibrio, quita el seguro y el cargador se queda colgando; es un milagro que no se haya caído. Jacques golpea el revólver contra el manillar y vuelve a meter el cargador en la culata; dispara tres veces, los polis huyen y les dejan el paso libre; su bici vuelve a la altura de la de Émile.
– Estás sangrando, amigo mío.
– La cabeza me va a explotar -farfulla Émile.
– El pequeño ha caído -confiesa Jacques.
– ¿Volvemos? -pregunta Émile a punto de poner un pie en el suelo.
– ¡Pedalea! -le ordena Jacques -, ya lo han cogido y sólo me quedan dos balas.
Llegan coches de policía de todas partes. Émile baja la cabeza y avanza tan rápido como puede. Si no contara con la noche para protegerlo con su oscuridad, la sangre que le corre por la cara lo traicionaría de inmediato. Émile está mal, el dolor de su cara es terrible, pero está decidido a ignorarlo. El compañero que se ha quedado en el suelo va a sufrir mucho más que él; lo torturarán. Cuando acaben con él, sus sienes estarán peor que las suyas.
Con la punta de la lengua, Émile siente el pedazo de metal que atraviesa su mejilla. Una esquirla de su propia granada, ¡menuda tontería! Había que estar lo más cerca posible, era el único modo de hacer diana.
«La misión se ha cumplido, así que da igual que deba morir», piensa Émile. Le da vueltas la cabeza, un velo rojo invade su campo de visión. Jacques ve vacilar la bicicleta, se acerca, se pone a su altura y coge a su amigo por el hombro.
– ¡Aguanta, ya casi estamos!
Se cruzan con policías que corren hacia la nube de humo. Nadie les presta ninguna atención. Toman un atajo. El camino de la salvación ya no está lejos, y en pocos minutos podrán disminuir la velocidad.
Unos golpes, alguien llama a la puerta y abro. El rostro de Émile está cubierto de sangre. Jacques lo aguanta por el brazo.
– ¿Tienes una silla? -pregunta él-. Émile está un poco cansado.
Y cuando Jacques vuelve a cerrar la puerta tras ellos, me doy cuenta de que falta un compañero.
– Hay que quitarle el trozo de granada que tiene en la cara -dice.
Jacques calienta la hoja de su cuchillo con la llama de su mechero y hace una incisión en la mejilla de Émile. En ocasiones, cuando el dolor es demasiado fuerte, puede dañar el corazón; por tanto, cuando Émile está a punto de desvanecerse yo me encargo de aguantarlo. Émile lucha, se niega a desmayarse, piensa en todos los días que le quedan por vivir, en todas las noches de palos que el compañero caído tendrá que aguantar; no, Émile no quiere perder la conciencia. Y mientras Jacques arranca el trozo de metal, Émile vuelve a pensar en ese soldado alemán, tumbado en medio de la calle, con el cuerpo destrozado por su bomba.