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En nuestra opinión, había un enemigo todavía más odioso que los nazis. Estábamos en guerra con los alemanes, pero la Milicia era la peor calaña que el fascismo y el arribismo podían producir, era odio ambulante.
Los milicianos violaban, torturaban, robaban los bienes de las personas a las que deportaban y sacaban su poder de la población. ¿Cuántas mujeres se habrán abierto de piernas, con los ojos cerrados, las mandíbulas apretadas, por la falsa promesa de que no arrestarían a sus hijos? ¿Cuántos de los ancianos esperando en largas filas frente a los colmados vacíos habrán pagado a los milicianos para que los dejaran en paz, y cuántos que no pudieron saldar sus deudas fueron enviados a los campos para que esas sanguijuelas pudieran vaciar tranquilamente sus viviendas? Sin esos cerdos, los nazis nunca habrían podido deportar a tanta gente, no se habrían llevado ni a un diez por ciento de esos que ya no volverían.
Tenía veinte años, tenía miedo, tenía hambre, hambre todo el tiempo, y esos tipos de camisa negra comían en los restaurantes que estaban reservados para ellos. ¿A cuántos habré observado tras las cristaleras empañadas por el frío del invierno, chupándose los dedos, cebándose con una comida por la que, sólo al pensar en ella, me rugía el estómago? Miedo y hambre, un cóctel terrible para el vientre.
Pero nos vengaremos, ya ves, sólo al decirlo siento que mi corazón vuelve a latir. La venganza es una idea horrible, no debería haberlo dicho; las acciones que llevábamos a cabo no tenían nada que ver con la venganza, eran un deber del corazón, y buscábamos salvar a los que no habían podido participar en la guerra de liberación.
¡Hambre y miedo, un cóctel explosivo para el vientre! «Es terrible el ruidito que se hace al cascar un huevo contra un mostrador», diría un día Prévert, libre para escribirlo; yo, prisionero para vivir, lo sabía ya entonces.
El 14 del pasado agosto, al volver a casa de Charles un poco más entrada la noche, desafiando el toque de queda con algunos compañeros, Boris se encontró cara a cara con un grupo de milicianos.
Boris, que ya se había ocupado personalmente de algunos miembros de ese rebaño, conocía su organigrama mejor que nadie. Le había bastado con la benévola luz de una farola para reconocer enseguida el siniestro rostro del infame Costes. ¿Por qué él? Porque el buen hombre en cuestión no era otro que el secretario general de los «francs-gardes», las unidades permanentes de la Milicia francesa, un ejército armado de perros salvajes y sanguinarios.
Cuando los milicianos caminaban hacia ellos, con la arrogancia de quienes creen que la calle les pertenece, Boris desenvainó el arma. Los compañeros hicieron lo mismo y Costes se hundió en un baño de sangre, de la suya, para ser preciso.
Pero esa noche, Boris había pasado a un nivel superior; iba a matar a Mas, el jefe de la Milicia.
La acción era casi suicida. Mas estaba en su domicilio, en compañía de muchos de sus guardias. Boris había empezado por encargarse del cancerbero que guardaba la puerta de entrada de la villa, en la Rue Pharaon. En el rellano del primer piso, otro había recibido un golpe de culata fatal. Boris lo había hecho burdamente: había entrado en el salón, con el arma en la mano, y había disparado. Todos cayeron, la mayoría heridos, pero Mas había recibido su bala en el lugar correcto. Enroscado bajo su mesa, con la cabeza entre los pies del sillón, la posición del cuerpo permitía entender que el jefe Mas ya no podría volver a violar, ni a matar ni a aterrorizar nunca más a nadie.
La prensa nos trataba regularmente de terroristas, una palabra que habían inventado los alemanes y que servía para nombrar en sus carteles a los miembros de la Resistencia a los que habían fusilado. Pero nosotros sólo aterrorizábamos a los colaboracionistas y a los fascistas. Volviendo a Boris, las cosas se complicaron después de la acción. Mientras hacía lo suyo en el piso superior, los dos compañeros que aseguraban su retirada abajo habían tenido que enfrentarse a los milicianos que habían venido como refuerzo. Un tiroteo llenó de humo la escalera. Boris había vuelto a recargar su revólver y se había quedado bloqueado en el rellano. Por desgracia, los compañeros, en minoría, se vieron obligados a replegarse. Boris estaba atrapado entre dos fuegos, entre los que disparaban contra sus amigos y los que disparaban contra él.
Mientras intentaba salir del edificio, un nuevo escuadrón de camisas negras, llegado en esta ocasión de los pisos superiores, había acabado con su resistencia. Apaleado y sin salida, Boris cayó. Después de haber perforado el tórax de su jefe y de haber herido gravemente a varios de sus colegas, podía apostar a que esos tipos se iban a ensañar con él. Los otros dos compañeros habían conseguido librarse, uno había recibido una bala en la cadera, pero Boris ya no podría curarlo.
Ésa fue una de aquellas tristes jornadas del mes de agosto de 1943, que ya se acababa. Habían detenido a un amigo, un joven estudiante de tercer año de Medicina, que durante toda su infancia había soñado con salvar vidas y fue enviado a un calabozo de la prisión de Saint-Michel. Y ninguno de nosotros dudaba de que el fiscal Lespinasse, para congraciarse todavía más con el gobierno, para asentar mejor su autoridad, querría vengar él mismo a su amigo Mas, el difunto jefe de la Milicia.