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Septiembre acababa, las hojas rojizas de los castaños anunciaban la llegada del otoño.
Estábamos agotados, más hambrientos que nunca, pero las acciones se multiplicaban y la Resistencia se extendía cada día un poco más. A lo largo del mes, habíamos destruido un garaje alemán en el Boulevard de Strasbourg, después nos ocupamos de la caserna Caffarelli, ocupada por un regimiento de la Wehrmacht; un poco más tarde, atacamos un convoy militar que circulaba por la vía que unía Toulouse con Carcasona. La suerte nos había sonreído esos días; habíamos colocado nuestras cargas bajo el vagón que transportaba un cañón, pero los obuses dispuestos de lado se habían unido a nuestro fuego, y el tren entero saltó por los aires. A mediados de mes, habíamos festejado la batalla de Valmy con un poco de anticipación atacando la fábrica de cartuchos y haciendo imposible la fabricación de casquillos durante mucho tiempo; Émile, incluso, entró en la biblioteca municipal para encontrar otras fechas de batallas que celebrar del mismo modo.
Pero esa noche no habría acción alguna. Aunque hubiéramos podido matar al general Schmoutz en persona, nos lo habríamos pensado dos veces; la razón era simple, los pollos que Charles criaba en su jardín habían tenido una semana «espalante», como decía él: estábamos invitados a ir a comer una tortilla a su casa.
Nos encontramos al caer la noche en la pequeña estación abandonada de Loubers. La mesa estaba puesta y todo el mundo sentado en torno a ella. Visto el número de comensales, Charles, pensando que le faltarían huevos, decidió alargar su tortilla con grasa de oca. Siempre tenía un bote guardado en el taller que utilizaba, en ocasiones, para mejorar la impermeabilidad de sus bombas y para lubricar los resortes de nuestros revólveres.
Estábamos de fiesta, las chicas de información estaban allí y nos sentíamos felices por estar juntos. Desde luego, esa comida quebrantaba las reglas de seguridad más elementales, pero Jan sabía cuánto bien nos hacían esos momentos que aliviaban la soledad que sentíamos todos. Aunque las balas alemanas o milicianas todavía no nos habían alcanzado, la soledad nos iba matando suavemente. No todos habíamos alcanzado la veintena, y los de más edad apenas si pasaban de ella; por tanto, a falta de tener el estómago lleno, la presencia de nuestros compañeros nos llenaba el corazón.
Por las miradas tiernas que Damira y Marc intercambiaban, era indudable que estaban enamorados. Por mi parte, yo no le quitaba a Sophie los ojos de encima. Cuando Charles volvía del taller con su bote de grasa de oca bajo el brazo, Sophie me regaló una de sus sonrisas, cuyo secreto sólo conocía ella, una de las más bellas que he visto en mi vida. Movido por la euforia del momento, me prometí encontrar el valor para invitarla a salir conmigo; tal vez, incluso, la invitaría a desayunar a la mañana siguiente. Después de todo, ¿por qué esperar? Entonces, mientras Charles batía los huevos, me convencí de que debía plantearle mi petición antes del final de la velada. Por supuesto, tendría que encontrar un momento discreto en el que Jan no me oyera, aunque desde que lo habíamos pillado en L'Assiette aux Vesces acompañado de Catherine, las consignas sobre la seguridad amorosa se habían relajado un poco en la brigada. Si Sophie no podía quedar al día siguiente, tampoco pasaría nada, se lo propondría para el otro. Con la decisión tomada, iba a pasar a la acción cuando Jan anunció que iba a destinar a Sophie al equipo de vigilancia del fiscal Lespinasse.
Como era valiente, Sophie aceptó enseguida. Jan precisó que ella se ocuparía de la franja comprendida entre las once y las quince horas. Ese estúpido fiscal me fastidiaría hasta el final.
La velada no se había perdido del todo, todavía quedaba la tortilla, pero, de todos modos, qué guapa era Sophie, siempre sonriente. En cualquier caso, Catherine y Marianne, que velaban como dos madres por las chicas de información, no nos habrían dejado en paz. Por tanto, después de todo, era mejor verla sonreír en silencio.
Charles vació un bote de grasa en la sartén de freír, removió un poco y vino a sentarse con nosotros diciéndonos:
– Ahora tiene ques cuser.
Mientras intentábamos traducir esa frase, se produjo el incidente. Se oyeron disparos por todos lados y nos tiramos al suelo. Jan, que empuñaba el arma, estaba fuera de sí. Debían de habernos seguido y los alemanes nos atacaban. Dos compañeros que llevaban un revólver reunieron valor para esquivar las balas y llegar a las ventanas. Hice como ellos, lo que era una idiotez, porque no tenía arma, pero si uno de ellos caía, cogería su revólver y asumiría el relevo. Había algo que nos parecía demasiado extraño: la lluvia de balas en la habitación continuaba, pero, aunque las astillas de madera saltaban del suelo y las paredes estaban llenas de agujeros, el campo estaba desierto. Y después, las explosiones pararon. No se oía ni un ruido, sólo silencio. Nos mirábamos los unos a los otros, todos muy intrigados; a continuación, vi a Charles levantarse, estaba rojo y farfullaba más que nunca. Con lágrimas en los ojos, no dejaba de repetir:
– Pardón, pardón.
De hecho, no había ningún enemigo fuera; Charles, simplemente, se había olvidado de que había metido las balas de 7,65 milímetros en su bote de grasa de oca… ¡para evitar que se oxidaran! ¡Las municiones se habían calentado al estar en contacto con la sartén!
Como ninguno de nosotros estaba herido, aparte, tal vez, de en su amor propio, nos acabamos lo que quedaba de tortilla, tras verificar que no contenía nada extraño, y volvimos a la mesa como si nada hubiera pasado.
En fin, los talentos como artificiero del amigo Charles eran más fiables que su cocina, pero, después de todo, en los tiempos que corrían era mejor así.
Al día siguiente, octubre empezaba, la guerra continuaba, y la nuestra también.