38970.fb2 Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

Capítulo 15

Émile había conseguido que lo contrataran en los servicios ferroviarios. Todos intentábamos conseguir un trabajo. Necesitábamos un salario. Había que pagar el alquiler, alimentarse más o menos, y la Resistencia apenas conseguía darnos algo de vez en cuando. Un empleo tenía también la ventaja de representar un cambio respecto a nuestras actividades clandestinas. Llamábamos menos la atención de la policía o de nuestros vecinos si íbamos a trabajar todas las mañanas. Los que estaban en paro no tenían otra opción que la de hacerse pasar por estudiantes, pero llamaban mucho más la atención. Evidentemente, era genial si el trabajo podía servir también a la causa. Los puestos que Émile y Alonso ocupaban en la estación de clasificación de Toulouse eran preciosos para la brigada. Junto a algunos ferroviarios, habían constituido un pequeño equipo especializado en sabotajes de todo tipo. Una de sus especialidades consistía en despegar, en las narices de los soldados, las etiquetas que estaban a los lados de los vagones para volver a pegarlas, enseguida, encima de otras. Así, en el momento de ensamblar los convoyes, las piezas sueltas tan esperadas en Calais por los nazis se iban a Burdeos, los transformadores esperados en Nantes llegaban a Metz, los motores que debían ir a Alemania se entregaban en Lyon.

Los alemanes culpaban a la SNCF de ese desbarajuste, y se burlaban de la ineptitud francesa. Gracias a Émile, a François y a algunos de sus colaboradores ferroviarios, el abastecimiento necesario para las fuerzas de ocupación se dispersaba en todas direcciones, excepto en la buena, y se perdía por el camino. Antes de que las mercancías destinadas al enemigo se encontraran y llegaran a buen puerto, pasaban uno o dos meses, que nosotros ganábamos.

A menudo, cuando ya había caído la noche, nos uníamos a ellos para colarnos entre los convoyes parados. Estábamos atentos a cualquier ruido que surgiera a nuestro alrededor y aprovechábamos el menor chirrido de un cambio de aguja o el paso de una locomotora para avanzar hacia nuestro objetivo sin que nos sorprendieran las patrullas alemanas.

La semana anterior nos habíamos deslizado bajo un tren para volver a subir por sus ejes hasta alcanzar un vagón muy particular por el que nos volvíamos locos: el Tankwagen, que se traduce como «vagón-cisterna». Aunque era muy difícil llevarla a cabo sin hacerse notar, la maniobra de sabotaje pasaría totalmente desapercibida una vez realizada.

Mientras uno vigilaba, los otros se subieron a lo alto de la cisterna, levantaron la tapadera y echaron kilos de arena y melaza en el carburante. Algunos días más tarde, cuando llegó a su destino, el precioso líquido que había recibido nuestros cuidados se utilizaba para alimentar las reservas de los bombarderos o cazas alemanes. Nuestros conocimientos eran suficientes para saber que, justo después del despegue, el piloto del aparato sólo tendría una alternativa: intentar comprender por qué sus motores acababan de apagarse o saltar de inmediato en paracaídas antes de que el avión se estrellara; en el peor de los casos, los aviones quedarían inutilizados al final de la pista, lo que no estaba nada mal.

Con un poco de arena y otro tanto de descaro, mis compañeros habían conseguido idear uno de los sistemas de destrucción a distancia de la aviación enemiga más simples y de los más eficaces. Cuando volvía con ellos por la mañana, me decía a mí mismo que, con estas acciones, me estaban permitiendo realizar una pequeña parte de mi segundo sueño: formar parte de la Royal Air Force.

A veces, también nos colábamos entre las vías del tren de la estación de Toulouse-Raynal para quitar cubiertas de los vagones, y actuábamos en función de lo que encontráramos. Cuando descubríamos alas de Messerschmitt, fuselajes de Junkers o estabilizadores de Stuka construidos en los talleres Latécoère de la región, cortábamos los cables de control. Cuando nos topábamos con motores de aviones, arrancábamos los cables eléctricos o los tubos de la gasolina. No puedo recordar el número de aparatos que conseguimos clavar así al suelo. Por mi parte, he de admitir que era aconsejable que un compañero viniera conmigo cuando me tocaba destruir un avión enemigo a causa de mi natural distraído. Cuando debía agujerear los planos de sustentación de un ala con un punzón, me imaginaba en la carlinga de mi Spitfire, apretando el gatillo de la palanca, con el viento soplando en el fuselaje. Por suerte para mí, las benévolas manos de Émile o de Alonso me daban una palmadita en el hombro, y veía entonces sus caras disgustadas que me devolvían a la realidad, y me decían «Venga, Jeannot, es hora de volver».

Habíamos pasado los quince primeros días de octubre trabajando de ese modo. Pero esa noche, el golpe sería mucho más importante de lo habitual. Émile se había enterado de que iban a transportar doce locomotoras a Alemania el día siguiente. La misión era de envergadura, y participaríamos seis de nosotros. Era raro que actuáramos tantos a la vez; si nos cogían, la brigada perdería cerca de un tercio de sus efectivos. Pero la apuesta justificaba que corriéramos un riesgo semejante. Era lo mismo hablar de doce locomotoras que de doce bombas, pero, como no podíamos ir en procesión a casa del bueno de Charles, por una vez, debería servir a domicilio.

A primera hora de la mañana, nuestro amigo había colocado sus preciosos paquetes en el fondo de una pequeña carreta atada a su bici, los había cubierto con lechugas frescas cogidas de su jardín y, por último, con una manta. Había salido de la pequeña estación de Loubers pedaleando y cantando por la campiña francesa. La bicicleta de Charles montada con piezas reutilizadas de nuestras bicis era única en su género. Con un manillar de casi un metro de envergadura, una silla levantada, un cuadro medio azul y medio naranja, pedales diferentes y dos bolsos de mujer colgados a los lados de la rueda trasera, la bicicleta de Charles tenía realmente un aspecto extraño.

El propio Charles también tenía una pinta extraña. No estaba nervioso mientras se dirigía a la ciudad, pues los policías no solían prestarle ninguna atención, ya que estaban convencidos de que era algún vagabundo; desde luego, alguien desagradable para la sociedad, pero no un peligro propiamente hablando. Pero aunque la policía solía ignorarlo por su pinta extraña, ese día, por desgracia, no fue así.

Charles cruza la Place du Capitole, llevando en el remolque su carga más que peculiar, cuando dos gendarmes lo detienen para hacer un control rutinario. Charles les da su documento de identidad, en el que se lee que nació en Lens. Como si no pudiera leer lo que, sin embargo, estaba claramente escrito, el cabo le pregunta a Charles su lugar de nacimiento. Charles, que no tiene espíritu de contradicción, responde sin dudar.

– ¡Lountz!

– ¿Lountz? -pregunta, perplejo, el brigadier.

– ¡Lountz! -insiste Charles, con los brazos cruzados.

– Dice usted que nació en Lountz y yo, en sus papeles, estoy leyendo que su madre lo trajo al mundo en Lens, así que, ¿miente usted o este documento es falso?

– Pero nu -acierta a decir Charles con su particular acento-. Lountz, es exactumente lo que disía.

El policía lo mira, y se pregunta si el tipo al que está interrogando le está tomando el pelo.

– ¿Está usted diciendo que es francés? -replica él.

– ¡Si, dusdo lugo! -afirma Charles (tradúzcase por: «sí, desde luego»).

Entonces, el policía se convence de que se está riendo de él en su cara.

– ¿Dónde vive usted? -pregunta él en tono autoritario. Charles, que se sabía la lección de cabo a rabo, responde de inmediato.

– ¡En Brist!

– ¿En Brist? Y eso de Brist ¿dónde está? A mí no me suena -dice el policía volviéndose a su colega.

– ¡Brist, en la Britaña! -responde Charles un poco irritado.

– ¡Creo que quiere decir Brest, en Bretaña, jefe! -interviene impasible el colega.

Y Charles, encantado, asiente con la cabeza. El cabo, humillado, lo mira de arriba abajo. Hay que decir que entre su bicicleta multicolor, su chaquetón de vagabundo y su cargamento de lechugas, Charles no tiene pinta de pescador bretón. No obstante, el gendarme está harto y le ordena que lo siga para comprobar su identidad.

En esta ocasión, es Charles el que lo mira fijamente. Al parecer, las lecciones de vocabulario de la pequeña Camille han dado sus frutos, porque el bueno de Charles se acerca a la oreja del agente y le murmura:

– Llevo unas bombas en mi carrito; si me llevas a tu comisaría, me fusilarán. Y, al día siguiente, serás tú el fusilado, porque mis compañeros de la Resistencia sabrán quién me arrestó.

¡Así se demostraba que, cuando Charles ponía de su parte, hablaba bastante bien francés!

El policía tenía la mano sobre su arma reglamentaria. Dudó, y después soltó la culata del revólver; tras un breve cruce de miradas con su colega, le dijo a Charles:

– ¡Vamos, largo de aquí, bretón!

A mediodía, recibimos las doce bombas, Charles nos contó su aventura, y lo peor de todo era que aquello parecía divertirle.

A Jan no le pareció divertido en absoluto. Sermoneó a Charles, le dijo que había corrido demasiados riesgos, pero éste seguía bromeando y replicó que, muy pronto, habría doce locomotoras menos para arrastrar convoyes de deportados. Nos deseó buena suerte y volvió a subirse a la bici. A veces, de noche, antes de dormirme, todavía puedo oírlo pedalear hacia la estación de Loubers, encaramado a su gran bicicleta multicolor, con sus inmensas carcajadas igualmente coloristas.

***

Son las diez, la noche es lo suficientemente oscura para que podamos actuar. Émile da la señal y saltamos el muro que bordea la vía. Hay que tener cuidado con el momento de la recepción, cada uno de nosotros lleva dos bombas en sus bolsas. Hace frío, la humedad nos hiela los huesos. François abre la marcha, Alonso, Émile, mi hermano Claude, Jacques y yo andamos en fila, y nos colamos entre un tren inmóvil. La brigada está casi al completo.

Ante nosotros, un soldado vigila y nos impide avanzar. El tiempo vuela, debemos avanzar hasta las locomotoras aparcadas más lejos. Ese mediodía habíamos ensayado la misión. Gracias a Émile, sabemos que todas las máquinas están alineadas en las vías de clasificación. Cada uno tendrá que ocuparse de dos locomotoras. Primero había que saltar sobre el motor, seguir la pasarela que recorre uno de los lados y subir por la escalerilla hasta lo alto de la caldera; tras esto, había que encender el cigarrillo, después la mecha y bajar lentamente la bomba por la chimenea con ayuda del hilo de hierro que la sujeta a un gancho; acercar el gancho al borde de la chimenea, de manera que la bomba quede suspendida a unos pocos centímetros del fondo de la caldera. Después, volver a bajar, cruzar la vía y empezar de nuevo en la locomotora siguiente. Una vez estuvieran colocadas las bombas, había que ir hacia un murete unos metros más adelante, y había que llegar rápido antes de que todo explotara. En la medida de lo posible, había que intentar ir sincronizado con los compañeros para evitar que uno estuviera trabajando todavía cuando las locomotoras del otro saltaran por los aires. Y en el momento en que treinta toneladas de metal explotaran, más valía estar lo más lejos posible.

Alonso mira a Émile, debe desembarazarse del tipo que nos barra el paso. Émile saca su revólver. El soldado se acerca un cigarrillo a los labios. Enciende una cerilla y la llama ilumina su rostro. A pesar de su uniforme impecable, el enemigo parece más un pobre chico disfrazado de soldado que un nazi feroz. Émile guarda su arma y con señas nos da a entender que nos limitaremos a pegarle. Todo el mundo se alegra de la noticia, yo un poco menos que los demás porque me toca encargarme del trabajo. Es terrible tener que pegar a alguien, golpearle el cráneo con miedo a matarlo.

Llevamos al soldado inconsciente a un vagón y Alonso cierra la puerta lo más suavemente posible. Volvemos a ponernos en marcha, y, por fin, llegamos. Émile levanta el brazo para dar la señal, todos aguantamos la respiración, listos para actuar. Yo levanto la cabeza y miro al cielo, mientras me digo que luchar en el aire debe de ser más elegante que arrastrarse por la grava y por el carbón, pero un detalle llama mi atención: a menos que mi miopía haya empeorado brutalmente, me parece ver salir humo de la chimenea de todas nuestras locomotoras. Que la chimenea de una locomotora humee implica que su caldera está encendida. Gracias a la experiencia adquirida en el comedor de Charles durante una party-tortilla (como dirían los ingleses de la Royal Air Force en el comedor de oficiales), sé que todo lo que contiene pólvora es extremadamente sensible a una fuente de calor. A menos que alguna particularidad de nuestras bombas escape a mis conocimientos de química, que se quedaron a las puertas del bachillerato, Charles habría pensado como yo que «teneríamos ouno serio probleme».

Todo tenía su razón de ser, como repetía sin cesar mi profesor de matemáticas en el instituto, y supongo que los ferroviarios, a los que habíamos olvidado avisar de nuestra acción, dejaron las máquinas en marcha, alimentándolas con carbón, para mantener un nivel constante de vapor y asegurar la puntualidad matutina de sus convoyes.

Sin pretender quebrar el arrebato patriótico de mis camaradas justo antes de pasar a la acción, me parece útil informar a Émile y a Alonso de mi descubrimiento. Desde luego, lo hago susurrando para no atraer inútilmente la atención de los otros guardias, y más después de lo desagradable que había sido tener que pegar a un guardia momentos antes. Susurrando o no, Alonso parece preocupado y se queda mirando las chimeneas humeantes. Como yo, analiza perfectamente el dilema al que nos enfrentamos. Lo que está previsto en el plan es hacer bajar nuestros explosivos por las chimeneas para dejarlos suspendidos en las calderas de las locomotoras; sin embargo, si las calderas están incandescentes, es difícil, incluso prácticamente imposible, calcular al cabo de cuánto tiempo explotarán las bombas a esa temperatura ambiente; a partir de ese momento, su mecha se convirtió en un accesorio relativamente superfluo.

Después de una consulta general, queda comprobado que la carrera de Émile como ferroviario no es lo bastante larga para permitirnos afinar en nuestras consideraciones, y nadie puede reprochárselo.

Alonso piensa que las bombas nos explotarán a mitad de la chimenea, Émile es más confiado, pues piensa que, como la dinamita está en cilindros de hierro colado, la conducción del calor llevaría un cierto tiempo. A la pregunta de Alonso de cuánto exactamente, Émile responde que no tiene ni la menor idea. Mi hermano pequeño concluye la discusión añadiendo que como ya estábamos allí, había que intentar el golpe.

Ya te lo he dicho, no renunciaremos. Mañana por la mañana, las locomotoras, humeantes o no, estarán fuera de servicio. Finalmente, se decide actuar por mayoría absoluta y sin abstenciones. Émile levanta de nuevo el brazo para dar la señal de salida, pero en esta ocasión, soy yo el que plantea una pregunta que acaba haciéndose todo el mundo:

– ¿Encendemos las mechas de todos modos?

Émile, exasperado, responde afirmativamente. Lo siguiente ocurre muy rápido. Cada uno corre hacia su objetivo. Saltamos todos sobre nuestra primera locomotora, unos rezando para que todo vaya lo mejor posible, y los demás, menos creyentes, esperando que no pase lo peor. El chisquero chisporrotea, tengo cuatro minutos -sin contar el parámetro calórico, del que ya he hablado bastante- para poner mi primera carga y dirigirme a la locomotora siguiente, repetir la acción y llegar al murete salvador. Mi bomba se balancea al final de su cable de hierro y desciende hacia el objetivo. Entiendo lo importante que es la estiba; igual que con la brasa en el hogar, hay que evitar todo contacto.

Si no me falla la memoria, a pesar de los escalofríos que me estremecen, pasaron tres minutos enteros desde que Charles había echado su grasa de oca en la sartén hasta que habíamos tenido que echarnos al suelo. Por tanto, si la suerte me sonreía, tal vez no acabaría mi vida despedazado encima de una caldera de locomotora, o, al menos, no antes de haber colocado mi segunda carga.

Momentos después, estoy corriendo ya entre los raíles y salto hacia mi segundo objetivo. A unos pocos metros, Alonso me hace una señal para indicarme que todo va bien. Me tranquiliza un poco ver que él tampoco las tiene todas consigo. Sé que hay quienes se mantienen a distancia cuando encienden una cerilla ante su cocina de gas por miedo a la llama; me gustaría verlos metiendo una bomba de tres kilos en la caldera ardiente de una locomotora. Pero lo único que me tranquilizaría de verdad sería saber que mi hermano ha acabado su trabajo y que ya estaba en el punto de huida.

Alonso va rezagado; mientras bajaba, ha tropezado y se le ha quedado el pie atrapado entre el raíl y la rueda de su locomotora. Estiramos como podemos para liberarlo y oigo el péndulo de la muerte que hace tictac en mi oído.

Aunque herido, conseguimos liberarle el pie a Alonso, corremos hacia nuestra salvación y la onda expansiva de la primera explosión que se eleva causando un terrible desastre nos ayuda un poco, ya que nos lanza a los tres hacia el murete.

Mi hermano acude a ayudarme a levantarme, y al ver su cara, a pesar de mi aturdimiento, vuelvo a respirar de nuevo y lo llevo hacia las bicicletas.

– ¡Ves cómo lo hemos conseguido! -dijo él, casi burlándose.

– Vaya, ¿ahora sonríes?

– ¡En noches como ésta, sí! -responde él sin dejar de pedalear.

A lo lejos, se suceden las explosiones, una lluvia de hierro cae del cielo. Hasta donde estamos sentimos el calor. De noche y en bici, paramos un momento y nos volvemos.

Mi hermano sonríe con razón. No es la noche del Catorce de Julio, ni la de San Juan. Es el 10 de octubre de 1943, pero al día siguiente, a los alemanes les faltarán doce locomotoras: son los fuegos artificiales más bonitos que podíamos ver.