38970.fb2 Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Los hijos de la libertad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Capítulo 16

Ya había amanecido, debía reunirme con mi hermano y llegaba tarde. La noche anterior, al despedirnos tras la explosión de las locomotoras, nos habíamos prometido tomar un café juntos. Nos echábamos de menos, ya que las ocasiones de vernos se volvían cada vez más escasas. Después de vestirme aprisa y corriendo, volé a encontrarme con él en la Place Esquirol.

– Dígame, ¿qué estudios está usted haciendo exactamente?

La voz de mi casera resonó en el pasillo cuando me disponía a salir. Por su entonación, comprendí que la pregunta no se debía a un repentino interés de la señora Dublanc por mi carrera universitaria. Me giré para mirarla de frente y me esforcé por ser lo más convincente posible. Si mi casera dudaba de mi identidad, tendría que mudarme lo más rápidamente posible, y, probablemente, salir de la ciudad ese mismo día.

– ¿Por qué lo pregunta, señora Dublanc?

– Porque si estuviera usted en la facultad de Medicina o, todavía mejor, en la escuela de Veterinaria, me vendría muy bien. Mi gato está enfermo, no quiere levantarse.

– Lo siento, señora Dublanc, me habría encantado poder ayudarla, bueno, ayudar a su gato, pero estudio contabilidad.

Pensaba que me había librado del apuro, pero la señora Dublanc ha añadido de inmediato que era una pena; parecía ensimismada y su comportamiento me preocupaba.

– ¿Puedo hacer alguna otra cosa por usted, señora Dublanc?

– ¿Le importaría venir a echar un vistazo a mi Gribouille, de todos modos?

La señora Dublanc me coge de inmediato por el brazo y me arrastra a su casa; como si quisiera tranquilizarme, me susurra al oído que sería mejor que habláramos dentro, porque las paredes de su casa no son muy gruesas. Pero, con esas palabras, consigue cualquier cosa menos tranquilizarme.

La vivienda de la señora Dublanc se parece a mi habitación, pero tiene más muebles y un lavabo, lo que, al fin y al cabo, tampoco constituye una gran diferencia. En el sofá duerme un gran gato gris que no parece tener mejor aspecto que yo, pero me abstengo de hacer comentario alguno.

– Escuche, amigo -dice tras cerrar la puerta-: Me da igual que estudie usted contabilidad o álgebra; he visto pasar por aquí a varios estudiantes como usted, y algunos han desaparecido sin venir ni siquiera a recoger sus cosas. Usted me cae bien, pero no quiero problemas con la policía y todavía menos con la Milicia.

Sentía retortijones en el estómago, parecía como si alguien estuviera jugando al mikado en mi vientre.

– ¿Por qué dice eso, señora Dublanc? -farfullé yo.

– Porque, a menos que sea usted un mal estudiante, no le veo estudiar mucho. Y luego está ese hermano pequeño suyo que viene de vez en cuando con otros amigos suyos que tienen pinta de terroristas; por tanto, se lo repito, no quiero problemas.

Me moría de ganas por preguntarle a la señora Dublanc cuál era su definición de terrorismo. La prudencia me aconsejaba callarme, ya que era evidente que tenía más que sospechas sobre mí; sin embargo, no pude reprimirme.

– Pues yo creo que los verdaderos terroristas son los nazis y los tipos de la Milicia. Porque, entre nosotros, señora Dublanc, mis compañeros y yo sólo somos estudiantes que sueñan con un mundo en paz.

– ¡Yo también quiero la paz, y en mi casa, para empezar! Así que, si no te importa, chico, evita decir cosas así bajo mi techo. Los milicianos no me han hecho nada. Cuando me cruzo con ellos en la calle, siempre van bien vestidos, son educados y perfectamente civilizados; muy al contrario que toda esa gente que anda por la ciudad, y a los que prefiero ver lejos, si te soy sincera. No quiero historias aquí, ¿está claro?

– Sí, señora Dublanc -respondí consternado.

– No me haga repetírselo. Estoy de acuerdo en que, en los tiempos que corren, estudiar como hacen usted y sus amigos exige tener cierta fe en el futuro, incluso cierto valor; pero, de todos modos, preferiría que siguieran con sus estudios fuera de mi casa… ¿Entiende usted lo que le digo?

– ¿Quiere usted que me vaya, señora Dublanc?

– Mientras pague el alquiler, no tengo ninguna razón para echarlo, pero le ruego que no traiga usted más a sus amigos a revisar sus deberes a casa. Arréglese para parecer un tipo sin historia. Será mejor para mí y también para usted. ¡Eso es todo!

La señora Dublanc me guiñó un ojo, y al mismo tiempo me invitó a salir por la puerta de su estudio. Me despedí y salí corriendo para reunirme con mi hermano pequeño, que probablemente ya estaría refunfuñando y pensando que no iba a acudir a nuestra cita.

Lo encontré sentado cerca de la vitrina y tomando un café con Sophie. En realidad, no estaba tomando café, pero quien estaba frente a él era Sophie en persona. No vio que me había sonrojado conforme me iba acercando, o al menos eso creo, pero me pareció buena idea ir corriendo por mi retraso. A mi hermano pequeño parecía importarle un pimiento que yo llegara tarde. Sophie se levantó para dejarnos solos, pero Claude la invitó a quedarse con nosotros. Su iniciativa dejaba en el aire nuestra reunión, pero confieso que no se lo reprochaba en absoluto.

Sophie estaba contenta de compartir ese momento. Su vida de agente de contacto no era demasiado fácil. Como yo, se hacía pasar por estudiante con su casera. Por la mañana, muy pronto, salía de la habitación que ocupaba en una casa de la Côte Pavée y no volvía hasta bien entrada la tarde, para evitar así comprometer su tapadera. Cuando no estaba de vigilancia o transportando armas, recorría las calles esperando a que llegara la noche y poder, por fin, volver a su casa. En invierno, sus días eran todavía más penosos. Sus únicos momentos de respiro tenían lugar cuando se concedía una pausa en la barra de un bar para entrar en calor. Pero nunca podía quedarse mucho tiempo para no ponerse en peligro. Una chica joven, guapa y sola, llamaba fácilmente la atención.

El miércoles se regalaba una entrada de cine, y el domingo nos contaba la película. O bueno, los treinta primeros minutos, porque muy a menudo se dormía antes del intermedio arrullada por el calor.

Nunca supe si el valor de Sophie tenía algún límite; era guapa, tenía una sonrisa por la que condenarse, y una presencia increíble en todas las circunstancias. Si con todas estas circunstancias atenuantes no se entiende que enrojeciera en su presencia, entonces el mundo es verdaderamente injusto.

– La semana pasada me ocurrió una cosa increíble -dijo ella pasándose la mano por su larga cabellera.

Es innecesario precisar que ni mi hermano ni yo estábamos en condiciones de interrumpirla.

– ¿Qué os pasa, chicos? ¿Se os ha comido la lengua el gato?

– No, no, venga, continúa -responde mi hermano con una sonrisa tonta.

Sophie, perpleja, nos mira y continúa con su relato.

– Iba a Carmaux, a llevarle a Émile tres metralletas. Charles las había escondido en una maleta que pesaba bastante. Pues, imaginaos que me subo a mi tren en la estación de Toulouse, y cuando abro la puerta de mi compartimento, ¡me doy de bruces con ocho gendarmes! Vuelvo a salir en el acto de puntillas, rogando que no se hubieran fijado en mí, pero resulta que uno de ellos se levanta y se ofrece a hacerme sitio para que me pueda sentar. Otro se ofrece incluso a ayudarme con la maleta. ¿Qué habríais hecho en mi lugar?

– Bueno, yo habría rezado para que me fusilaran rápidamente -responde mi hermano pequeño. Y añade-: ¿Para qué esperar? Si se ha fastidiado, se ha fastidiado, ¿no?

– Ya, pues como ya estaba enfangada, de perdidos al río, como dices tú, así que les dejé hacer. Cogieron la maleta y la colocaron a mis pies, bajo el asiento. El tren arrancó y estuvimos charlando hasta Carmaux. Pero, esperad, ¡no acaba ahí la cosa!

Creo que si en ese momento, Sophie me hubiera dicho: «Jeannot, te besaré si te cambias ese horrible color de pelo», no sólo hubiera aceptado, sino que me lo habría teñido al momento. Pero bueno, como la cuestión no se plantea, sigo siendo pelirrojo, y Sophie sigue con su historia más bella todavía.

– El tren llega a la estación de Carmaux, y, ¡puñetas, un control! Por la ventana, veo a los alemanes abrir todas las maletas en el andén;¡ahora sí que, de todas todas, estoy perdida!

– ¡Pero estás aquí! -dice Claude, mojando el dedo, a falta de un terrón de azúcar, en el café que queda en el fondo de la taza.

– Los gendarmes se ríen al ver la cara que pongo, me dan una palmadita en el hombro y dicen que me acompañarán hasta la salida. Y para mi asombro, su cabo añade que prefiere que una chica como yo disfrute de los jamones y salchichones que llevo escondidos en la maleta a que se los queden los soldados de la Wehrmacht. ¿No os parece una historia genial? -concluye Sophie echándose a reír.

A nosotros, su historia nos hiela la sangre, pero si nuestra compañera está feliz, nosotros también estamos felices, simplemente, por estar junto a ella. Como si todo eso, al final, no fuera más que un juego de niños, un juego de niños en el que habría podido acabar fusilada diez veces… de verdad.

Sophie ha cumplido diecisiete años ese mismo año. Al principio, a su padre, que era minero en Carmaux, no le hacía mucha gracia que su hija se uniera a la brigada. Cuando Jan la admitió en nuestras filas, fue incluso a echarle la bronca. Pero el padre de Sophie es miembro de la Resistencia desde el primer momento, por lo que le resulta difícil encontrar un argumento válido para prohibirle a su hija seguir su mismo camino. Su bronca a Jan es más bien para cubrir las apariencias.

– Esperad, lo mejor está por llegar -sigue Sophie, cada vez más animada.

Claude y yo escuchamos el final de su relato de buena gana.

– En la estación, Émile me espera al final del andén; me ve llegar rodeada de ocho gendarmes, uno de los cuales llevaba la bolsa con las metralletas. ¡Tendríais que haber visto la cara de Émile!

– ¿Cómo reaccionó? -pregunta Claude.

– Hice muchos aspavientos, le grité «cariño», y literalmente me lancé a su cuello para que no se largara. Los gendarmes le entregaron mi equipaje y se fueron después de desearnos un buen día. Creo que Émile está temblando todavía.

– Pues tendré que dejar de comer kosher si el jamón da tanta suerte -dice bromeando mi hermano pequeño.

– Eran metralletas, imbécil -replica Sophie-, y además, los gendarmes, simplemente, estaban de buen humor.

Claude no se refería a la suerte que Sophie había tenido con los gendarmes… sino a la de Émile…

Nuestra compañera miró su reloj y se levantó de un salto diciendo «tengo que irme»; después, nos besó a los dos, y se fue. Mi hermano y yo nos quedamos sentados, uno junto a otro, sin decir nada, durante un buen rato. Nos separamos a primera hora de la tarde, y ambos sabíamos lo que el otro estaba pensando.

Le propuse volver a quedar a solas a la noche siguiente para que pudiéramos hablar un poco.

– ¿Mañana por la noche? No puedo -dijo Claude.

No le hice preguntas, pero, por su silencio, supe que tenía una misión; y él, por mi cara, veía que la inquietud empezaba a carcomerme desde que se había callado.

– Pasaré por tu casa después -añadió él-. Pero no antes de las diez.

Era muy generoso de su parte, porque tras cumplir con su misión, tendría que pedalear un buen rato para venir a verme. Pero Claude sabía que, si no lo hacía, yo no pegaría ojo en toda la noche.

– Hasta mañana, entonces, hermanito.

– Hasta mañana.

***

Seguía dándole vueltas a mi pequeña conversación con la señora Dublanc. Si se lo decía a Jan, me obligaría a dejar la ciudad. Pero yo no quería ni alejarme de mi hermano… ni de Sophie. Por otro lado, si no se lo decía a nadie y me apresaban, habría cometido un error imperdonable. Así que me subí a la bici y me puse en camino hacia la pequeña estación de Loubers. Charles siempre daba buenos consejos.

Me recibió en su casa con su buen humor habitual, y me invitó a echarle una mano en el jardón. Yo había pasado algunos meses cuidando el huerto del Manoir antes de unirme a la Resistencia y había adquirido cierta maña en materia de bina y de escarda. Charles apreciaba mi ayuda. Empezamos a charlar de inmediato. Le repetí las palabras de la señora Dublanc y Charles me tranquilizó enseguida.

Según él, si mi casera no quería problemas, no me denunciaría para ahorrarse molestias; y además, sus palabras sobre el mérito que les concedía a los «estudiantes» permitían creer que no era tan mala. Charles añadió incluso que no había que juzgar mal a la gente enseguida. Muchos no hacen nada sólo por miedo, pero tampoco eso los convierte en chivatos. La señora Dublanc es así. La ocupación no cambia su vida hasta el punto de que le compense correr el riesgo de perderla, sin más. Para darse cuenta de que uno está vivo, se requiere un alto nivel de conciencia, me explica él mientras arranca un manojo de rábanos.

Charles tiene razón, la mayoría de los hombres se contentan con un trabajo, con un techo, con unas horas de descanso el domingo y así se consideran felices; ¡felices por estar tranquilos, no por estar vivos! Les da igual que sus vecinos sufran; mientras la pena no entre en su casa, prefieren no ver nada y actuar como si las cosas malas no existieran. Eso no siempre es cobardía. Para algunos, vivir exige ya mucho valor.

– Evita llevar a amigos a tu casa durante algunos días. Nunca se sabe -añadió Charles.

Seguimos binando la tierra en silencio. Él se ocupaba de los rábanos, yo de las lechugas.

– No estás sólo preocupado por tu casera, ¿verdad? -me preguntó Charles, a la vez que me acercaba un escardillo.

Tardé en responderle, así que él continuó:

– Una vez, una mujer vino aquí. Robert me pidió que le diera cobijo. Ella era diez años mayor que yo, estaba enferma y venía a descansar. Dije que no era médico, pero acepté. Arriba sólo hay una habitación, así que no nos quedó otra opción que compartir cama; ella estaba a un lado, yo al otro, y la almohada en medio. Se pasó dos semanas en casa; nos pasábamos el tiempo bromeando y contándonos cosas, hasta que acabé acostumbrándome a su presencia. Un día, como ya estaba recuperada, tuvo que irse. No le dije nada, pero tuve que volver a acostumbrarme a vivir en el silencio. De noche, escuchábamos juntos aullar el viento. A solas, no tiene la misma música.

– ¿La has vuelto a ver alguna vez?

– Se presentó en mi casa dos semanas después y me dijo que quería quedarse conmigo.

– ¿Y qué pasó?

– Le dije que era mejor para los dos que volviera junto a su marido.

– ¿Por qué me explicas esto, Charles?

– ¿De qué chica de la brigada te has enamorado?

No respondí.

– Jeannot, sé muy bien cuánto nos pesa la soledad, pero es el precio que hay que pagar al estar en la clandestinidad.

Y como me quedé en silencio, Charles dejó de binar.

Volvimos a la casa y Charles me regaló un manojo de rábanos para agradecerme la ayuda.

– ¿Sabes, Jeannot?, esa amiga de la que te he hablado me concedió una gran oportunidad: me dejó amarla. Sólo fue durante unos cuantos días, pero con la cara que tengo, ya es un buen regalo. Ahora, me basta con pensar en ella para sentir un poco de felicidad. Deberías volver a casa, en esta época anochece pronto.

Charles me acompañó hasta la puerta.

Cuando me subía a la bici, me giré y le pregunté si creía que tenía alguna posibilidad con Sophie, en caso de que la volviera a ver después de la guerra, cuando ya no estuviéramos en la clandestinidad. Charles parecía afligido, vi que dudaba sobre qué responderme, y finalmente me dijo con una sonrisa triste:

– Si Sophie y Robert dejan de estar juntos cuando acabe la guerra, ¿quién sabe? Buen viaje, amigo, ten cuidado con las patrullas apostadas a la salida del pueblo.

***

Por la noche, mientras intentaba conciliar el sueño, volvía a pensar en mi conversación con Charles. Tenía razón, Sophie sería una gran amiga y sería mejor así. De todas formas, habría detestado tener que teñirme el pelo.

***

Habíamos decidido continuar la lucha de Boris contra la Milicia. De ahora en adelante, los perros callejeros vestidos de negro, los que nos espiaban para arrestarnos, los que torturaban y vendían la miseria humana al mejor postor serían atacados sin piedad. Esa noche, iríamos a la Rue Alexandre para volar una de sus guaridas.

Mientras espera tumbado en su cama, con las manos debajo de la cabeza, Claude mira al techo de su habitación y piensa en lo que se le viene encima.

– Esta noche no volveré -dice él.

Jacques entra. Se sienta a su lado, pero Claude no dice nada; con el dedo, mide la mecha de la bomba, sólo quince milímetros, y murmura:

– Da igual, voy de todos modos.

Entonces, Jacques sonríe con tristeza, él no ha ordenado nada, Claude se ha ofrecido.

– ¿Estás seguro? -pregunta él.

Claude no está seguro de nada, pero sigue resonando en su mente la pregunta de mi padre en el Café des Tourneurs… ¿Para qué se lo contaría? Entonces dice:

– Sí. Esta noche no volveré -murmura mi hermano pequeño de apenas diecisiete años.

Quince milímetros de mecha es muy poco; cuando escuche el chisporroteo de la mecha le quedarán minuto y medio de vida; noventa segundos para huir.

– Esta noche no volveré -repite él sin cesar-, pero esta noche los milicianos tampoco volverán a su casa. Así, montones de personas a las que no conocemos ganarán unos meses de vida, unos meses de esperanza, el tiempo que tarden en llegar otros perros a repoblar las tierras del odio.

Un minuto y medio para nosotros y unos cuantos meses para ellos, vale la pena, ¿no?

Boris había empezado nuestra guerra contra la Milicia el mismo día en que Marcel Langer había sido condenado a muerte. Así que, sólo por él, que se pudría en un calabozo de la prisión de Saint-Michel, había que ir. Habíamos matado al fiscal Lespinasse también para salvarlo a él, y nuestra táctica había funcionado: en el juicio de Boris, los jueces se habían recusado uno tras otro, los abogados tenían tanto miedo que se contentaron con veinte años de prisión. Esa noche, Claude piensa en Boris y también en Ernest. De él sacará valor. Ernest tenía dieciséis años cuando murió, ¿te das cuenta? Al parecer, cuando los milicianos lo arrestaron, empezó a hacerse pis encima en medio de la calle; los cerdos le dieron permiso para abrirse la bragueta y le concedieron tiempo para que se aliviara allí, delante de ellos, para humillarlo; en realidad, aprovechó ese tiempo para accionar la granada que llevaba escondida en el pantalón y envió a esos cerdos al infierno. Claude no olvida los ojos grises del chico desaparecido en medio de la calle, y que sólo tenía dieciséis años.

Estamos a 5 de noviembre, ha pasado casi un mes desde que matamos a Lespinasse.

– No volveré, pero no importa, otros vivirán en mi lugar -dice mi hermano.

La noche ha llegado y la lluvia con ella.

– Es la hora -murmura Jacques, y Claude levanta la cabeza y suelta los brazos.

Cuenta los minutos, hermanito, memoriza cada instante y deja que te invada el valor; deja que esa fuerza te llene el vientre, tan vacío de todo lo demás. Jamás olvidarás la mirada de mamá, su ternura cuando venía a dormirte hasta hace unos pocos meses. Parece que ha pasado mucho tiempo; así que, aunque no vuelvas esta noche, aún te queda algo por vivir. Llénate el pecho de olor a lluvia, déjate llevar por los gestos tantas veces repetidos. Me gustaría estar a tu lado, pero estoy en otro sitio, y tú estás ahí, junto a Jacques.

Claude aprieta contra sí el paquete que lleva bajo el brazo, un golpe de efecto, del que sobresalen las mechas de la yesca. Intenta no pensar en su piel húmeda ni en la llovizna que cae en la noche. No está solo, ni siquiera en otro lugar, yo estoy allí.

Al llegar a la Place Saint-Paul, siente los latidos de su corazón en las sienes e intenta acoplar el ritmo de sus pasos al de los que lo conducen a la gloria. Continúa con la marcha. Si la suerte le sonríe, más tarde huirá por la Rue des Créneaux. Pero ahora no es momento de pensar en la retirada… posible sólo si la suerte sonríe.

Υ

Mi hermano pequeño entra en la Rue Alexandre, la cita exige valor. El miliciano que vigila la guarida se dice que, a juzgar por el paso tan decidido que lleváis, Jacques y tú tenéis que formar parte de su jauría. La puerta cochera se vuelve a cerrar tras vosotros. Enciendes la cerilla, las puntas incandescentes chisporrotean, y el tictac mortal tintinea en vuestras cabezas. Al fondo del patio hay una bicicleta apoyada contra una ventana; una bicicleta con una cesta donde colocar la primera bomba fabricada por Charles. Una puerta. Entra en el pasillo, el tictac continúa, ¿cuántos segundos quedan? Dos pasos para cada una de ellas, treinta pasos en total, no lo calcules, hermanito, sigue tu camino, la salvación está detrás de ti, pero tú tienes que seguir avanzando.

En el pasillo, dos milicianos hablan sin prestarle atención, Claude entra en la sala, deja su paquete cerca del radiador y finge rebuscar en su bolsillo, como si hubiera olvidado algo. Se encoge de hombros, ¿cómo se puede ser tan despistado? El miliciano se pega a la pared para dejarlo volver a salir.

Tictac, hay que seguir caminando con normalidad, y conseguir que no se note la humedad oculta bajo la ropa. Tictac, ya ha vuelto al patio, Jacques le señala la bici y Claude ve la mecha incandescente desaparecer bajo el papel de periódico. Tictac, ¿cuánto tiempo queda? Jacques ha adivinado la pregunta y sus labios murmuran «¿treinta segundos, tal vez menos?». Tictac, los vigilantes los dejan pasar, se les ha dicho que vigilen a los que entren, no a los que salgan.

La calle está ahí y Claude tirita cuando el sudor se mezcla con el frío. Todavía no sonríe por su audacia, como el otro día después de lo de las locomotoras. Si sus cálculos son correctos, hay que pasar el control de la policía antes de que la explosión golpee la noche. En ese momento, habrá tanta luz como si fuera de día, así que el enemigo podrá verlo.

– ¡Ahora! -dice Jacques agarrándolo por el brazo. Jacques le aprieta más fuerte con la primera explosión. El aliento ardiente de las bombas descarna las paredes de las casas, los vidrios estallan, una mujer grita de terror y los policías demuestran el suyo corriendo en todas direcciones. En el cruce, Jacques y Claude se separan; con el cuello del abrigo subido, y la cabeza hundida en él, mi hermano vuelve a ser alguien que regresa de la fábrica, uno entre miles que vuelven del trabajo.

Jacques ya está lejos, en el Boulevard Carnot, su silueta se hace invisible, y Claude, sin saber por qué, se lo imagina muerto, el miedo vuelve a apoderarse de él. Piensa en el día en que uno de los dos dirá «aquella noche, tenía un amigo», y se avergüenza de pensar que él sería el superviviente.

Reúnete conmigo en casa de la señora Dublanc, hermanito. Jacques estará mañana en el final de la línea 12 del tranvía, y, cuando lo veas, te tranquilizarás por fin. Esa noche, acurrucado bajo tu sábana, con la cara hundida en la almohada, la memoria te traerá como regalo el perfume de mamá, un pequeño retazo de la infancia que guardas en tu interior. Duerme, hermanito, Jacques ha vuelto del trabajo. Y ni tú ni yo sabemos que una noche de agosto de 1944, en un tren que nos deportará a Alemania, lo veremos, tumbado, con un agujero de bala en la espalda.

***

Había invitado a mi casera a la ópera, no para agradecerle su relativa benevolencia, tampoco para tener una coartada, sino porque, según las recomendaciones de Charles, era preferible que no se cruzara con mi hermano cuando viniera a mi casa tras la misión. Sólo Dios sabía en qué estado llegaría.

El telón se levantaba y yo, rodeado de aquella oscuridad, sentado en el palco del gran teatro, no dejaba de pensar en él. Había escondido la llave debajo del felpudo, él sabía dónde encontrarla. Sin embargo, aunque la preocupación me corroía y no atendía en absoluto al espectáculo, me sentía extrañamente bien por estar, simplemente, en alguna parte.

Puede parecer sorprendente, pero cuando uno es un fugitivo, es un alivio estar a cubierto. Saber que durante las dos horas siguientes no tendría ni que esconderme ni huir me hacía sumirme en una inaudita parsimonia. Por supuesto, presentía que cuando acabara el descanso el miedo al regreso arruinaría ese espacio de libertad; tan sólo una hora después de que empezara el espectáculo, un silencio era suficiente para devolverme a la realidad, a mi soledad en medio de aquella sala inundada del mundo maravilloso de la escena. Lo que no podía imaginar era que la irrupción de un puñado de gendarmes alemanes y de milicianos haría que mi casera se posicionase, repentinamente, del lado de la Resistencia. Las puertas se habían abierto estrepitosamente, y los ladridos de los Feldgendarmes habían acabado con la ópera. Y precisamente, para la señora Dublanc la ópera era algo sagrado. Ni tres años de despropósitos, de privación de libertad, de asesinatos sumariales, ni toda la crueldad y la violencia de la ocupación nazi habían conseguido provocar la indignación de mi casera. ¡Pero interrumpir el estreno de Peleas y Melisande era demasiado! Entonces, la señora Dublanc murmuró: «¡qué salvajes!».

Volviendo a pensar en mi conversación de la víspera con Charles, aquella noche comprendí que el momento en que una persona toma conciencia de su propia vida sería siempre un misterio para mí.

Desde el palco, miramos cómo los bulldogs evacuaban la sala con una prisa sólo sobrepasada por su violencia. Es cierto que tenían pinta de bulldogs, ladrando y con su placa colgada de una gran cadena al cuello. Los milicianos vestidos de negro que los acompañaban parecían perros callejeros, de esos que se ven por las calles de ciudades abandonadas, con los belfos chorreando saliva, mirada torva y ganas de morder, más por odio que por hambre. Si Debussy era maltratado así, y los milicianos estaban tan encolerizados, quería decir que Claude había tenido éxito en su golpe.

– Vámonos -dijo la señora Dublanc, envuelta en su abrigo rojo con el que afirmaba su dignidad.

Para levantarme, todavía tenía que calmar mi corazón, que latía tan fuerte en mi pecho que hacía que me fallaran las piernas. ¿Y si habían pillado a Claude? ¿Y si estaba encerrado en un agujero húmedo cara a cara con sus torturadores?

– Vamos, ¿no? -volvió a decir la señora Dublanc-. No vamos a esperar a que esos animales vengan a echarnos.

– Entonces, ¿ya está, por fin? -dije con una media sonrisa.

– ¿Ya está el qué? -pregunta mi casera, más encolerizada de lo que había estado nunca.

– ¿Va usted a ponerse manos a la obra también con sus «estudios»? -dije tras conseguir levantarme al fin.