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Llevábamos ya ocho meses en la brigada, y realizábamos acciones casi cada día. En tan sólo una semana, había llevado a cabo cuatro. Había perdido diez kilos desde principios de año, y mi moral se resentía tanto como mi cuerpo por el hambre y el agotamiento. Al final del día, fui a buscar a mi hermano a su casa y, sin decirle nada, me lo llevé a hacer una comida de verdad en un restaurante de la ciudad. Se le pusieron unos ojos como platos al leer el menú. Estofado de carne, verduras y tarta de manzana; los precios en la Reine Pédauque eran desorbitados, por lo que tuve que sacrificar todo el dinero que me quedaba, pero se me había metido en la cabeza que iba a morir antes de fin de año, y ya estábamos a principios de diciembre.
Al verme entrar en el establecimiento que sólo frecuentaban milicianos y alemanes, Claude creyó que lo llevaba a dar un golpe. Cuando comprendió que estábamos allí para disfrutar de una comida, vi revivir en su rostro las expresiones de su infancia. Vi renacer la sonrisa que ponía cuando mamá jugaba al escondite en el apartamento donde vivíamos, la alegría de sus ojos cuando pasaba por delante del armario y ella fingía que no había visto que él estaba allí.
– ¿Qué celebramos? -susurró él.
– ¡Lo que tú quieras! El invierno, nosotros, estar vivos, no sé.
– ¿Y cómo piensas pagar la cuenta?
– No te preocupes por eso y disfruta.
Claude devoraba con los ojos los trozos de pan crujiente de la cesta, tenía el apetito de un pirata que se hubiera encontrado piezas de oro en un cofre. Al acabar de comer, con un ánimo recuperado por ver a mi hermano tan feliz, pedí la cuenta mientras él estaba en el lavabo.
Lo vi volver con cara burlona. No quiso volver a sentarse, y me dijo que teníamos que irnos de inmediato. Debía de haber presentido algún peligro que yo todavía ignoraba. Pagué, me puse el abrigo y salimos los dos. En la calle, se agarró de mi brazo y me tiró hacia delante, obligándome a acelerar el paso.
– ¡Vamos, date prisa!
Eché una breve ojeada por encima de mi hombro, suponiendo que alguien nos seguía, pero la calle estaba desierta y veía a mi hermano luchar con dificultad contra la risa tonta que se le escapaba.
– Pero ¿qué diablos pasa? Vas a conseguir asustarme.
– ¡Vamos! -insiste él-. Te lo explicaré todo en la callejuela que hay más abajo.
Me llevó hasta un callejón sin salida y, con un gesto teatral, se abrió la gabardina. En el vestidor de la Reine Pédauque, había robado el cinturón de un oficial alemán y la pistola máuser guardada en el estuche que colgaba de él.
Caminamos juntos por la ciudad, más cómplices de lo que nunca habíamos sido. Era una bonita noche, y la comida nos había dado casi tantas fuerzas como esperanza. Cuando nos despedimos, le propuse que nos volviéramos a ver al día siguiente.
– No puedo, tengo una misión -murmuró Claude-. Ah, y a la mierda las consignas, eres mi hermano, si a ti no te puedo contar lo que hago, entonces, ¿qué sentido tiene todo?
Yo no dije nada, no quería forzarlo a hablar, ni empujarlo a que se confiase a mí.
– Mañana tengo que ir a robar la oficina de Correos. ¡Jan debe de pensar que sirvo para todo tipo de robos! ¡No puedes imaginarte la rabia que me da!
Comprendía su razonamiento, pero necesitábamos dinero desesperadamente. Los «estudiantes» de nuestras filas debían alimentarse un poco para poder seguir luchando.
– ¿Es muy arriesgado?
– ¡En absoluto! Más bien es humillante -masculló Claude.
Me explicó el plan de su misión. Todas las mañanas, una encargada de Correos llegaba sola a la oficina de la Rue Balzac. La mujer transportaba unas bolsas llenas de suficiente dinero para que pudiéramos subsistir durante algunos meses más. Claude debía abordarla para quitarle el saco, Émile lo cubriría.
– ¡He rechazado llevar una porra! -exclama Claude casi colérico.
– ¿Y cómo piensas arreglártelas?
– ¡No voy a pegar a una mujer! La asustaré y como mucho la empujaré un poco, le arranco la bolsa y listos.
No sabía muy bien qué decir. Jan debería haber pensado que Claude no pegaría a una mujer. Pero tenía miedo de que las cosas no salieran como Claude esperaba.
– Tengo que llevar el dinero hasta Albi. Tardaré dos días en volver.
Lo abracé, y antes de irme, le hice prometerme que sería prudente. Nos miramos una última vez y nos volvimos a despedir con la mano. Yo también tenía una misión que cumplir dos días después y tenía que ir a casa de Charles a buscar municiones.
Según lo previsto, a las siete de la mañana, Claude se escondió detrás de unos matorrales en el pequeño jardín que rodea la oficina de Correos. Según lo previsto, a las ocho y diez, oyó que aparcaban la camioneta, la grava que crujía bajo los pasos de la empleada. Según lo previsto, Claude se levantó de un salto, con el puño levantado en un gesto amenazador. Como no estaba previsto en absoluto, ¡la encargada pesaba cien kilos y llevaba gafas!
Lo demás pasó muy rápido. Claude intentó empujarla echándose sobre ella; el efecto fue el mismo que si se hubiera dado contra un muro. Se cayó al suelo un poco aturdido. No había más solución que la de volver al plan de Jan y pegar a la encargada. Pero al ver sus gafas, Claude piensa en mi terrible miopía; la idea de romper los cristales en los ojos de su víctima le hace renunciar definitivamente.
– ¡Al ladrón! -grita la encargada. Claude reúne todas sus fuerzas e intenta arrancarle la bolsa, que ella aprieta contra su pecho de dimensiones desmedidas. ¿Se debe a una conmoción pasajera? ¿A una relación de fuerzas desiguales? La lucha cuerpo a cuerpo se complica y Claude se ve en el suelo, con cien kilos de feminidad sobre el tórax. Se debate como puede, se libera, agarra la bolsa y, bajo la mirada aterrada de Émile, se monta en la bici. Huye sin que nadie lo siga. Émile se asegura de que sea así y parte en la dirección opuesta. Algunos peatones se aglomeran en la zona, la empleada se levanta e intentan calmarla.
Un policía en moto aparece por una calle transversal y lo entiende todo; ve a Claude a lo lejos, aprieta el acelerador y empieza a perseguirlo de inmediato. Unos segundos más tarde, mi hermano siente el golpe de la porra que lo tira al suelo. El policía se baja de su máquina y se precipita sobre él. Le cae encima un aluvión de patadas de una violencia inusitada. Con el revólver apuntándole a la sien, Claude ya está esposado, le da igual, ha perdido el conocimiento.
Cuando vuelve en sí, está atado a una silla con las manos a la espalda.
No tarda mucho en despertarse; la primera tunda del comisario que lo interroga lo hace caer. Su cráneo golpea el suelo y se hace de nuevo la oscuridad. ¿Cuánto tiempo ha pasado cuando reabre los ojos? Su visión se tiñe de rojo. Sus párpados están pegados por la sangre, su boca cruje y se deforma con los golpes. Claude no dice nada, ni un quejido, ni siquiera un susurro. Tan sólo algunos desvanecimientos lo sustraen de esa brutalidad, y en cuanto levanta la cabeza, los bastones de los inspectores se ensañan con él.
– Así que eres un pequeño judío, ¿eh? -pregunta el comisario Fourna-. Y la pasta ¿para quién era?
Claude se inventa una historia, una historia en la que no hay jóvenes que luchen por la libertad, una historia sin compañeros ni nadie a quien delatar.
Esa historia no se tiene en pie; Fourna grita:
– ¿Dónde tienes tu cuartucho?
Hay que aguantar dos días antes de responder a esa pregunta. Es la consigna, el tiempo necesario para que los otros puedan hacer la «mudanza». Fourna vuelve a golpearle, la bombilla que cuelga del techo oscila y envuelve a mi hermano con su vals. Vomita y su cabeza vuelve a caer.
– ¿Qué día es? -pregunta Claude.
– Llevas aquí dos días -responde el guardia-, te han hecho una cara nueva, tendrías que verte.
Claude se pone la mano en la cara, pero, apenas rozándola, el dolor se apodera de él. El guardia murmura:
– No me gusta esto. -Le deja su fiambrera y vuelve a cerrar su puerta tras él.
Han pasado dos días. Claude puede, al fin, soltar su dirección.
Émile había jurado que había visto a Claude huir. Todos pensaron que debía de haberse retrasado en Albi. Después de una segunda noche esperando, es demasiado tarde para ir a limpiar su habitación; Fourna y sus hombres ya la han invadido.
Los ávidos policías notan el olor del resistente. Pero en la habitación miserable no hay gran cosa que encontrar, ni siquiera nada que destruir. ¡Rajan el colchón, y nada!¡Desgarran la almohada, y sigue sin haber nada!¡Rompen el cajón de la cómoda, y tampoco encuentran nada! Sólo queda por mirar en la estufa que hay en una esquina de la habitación. Fourna empuja la rejilla de hierro.
– ¡Venid a ver lo que he encontrado! -grita él, loco de alegría.
Sujeta una granada. Estaba escondida en el hogar apagado. Se inclina hasta casi meter la cabeza; uno tras otro, saca de la estufa los pedazos de una carta que mi hermano me había escrito. No la recibí nunca. Por seguridad, había preferido romperla. Sólo le faltaba algo de dinero con el que comprar un poco de carbón para quemarla.
Cuando abandoné a Charles, estaba de buen humor como siempre. A esa hora, todavía no sé que han arrestado a mi hermano, espero que se haya quedado en Albi. Charles y yo hemos charlado un rato en el huerto, pero hemos vuelto a la casa por el frío glacial. Antes de irme, me ha entregado las armas para la misión que debo realizar mañana.
Llevo dos granadas en los bolsillos y un revólver en la cintura del pantalón. No resulta fácil pedalear por la carretera de Loubers con esos bártulos.
Ha caído la noche y mi calle está desierta. Guardo mi bici en el pasillo y busco la llave de mi habitación. Estoy rendido por el camino que acabo de hacer. Ya la tengo, noto la llave en el fondo de mi bolsillo. En diez minutos estaré entre las sábanas. La luz del pasillo se apaga. No pasa nada, sé encontrar la cerradura en la oscuridad. Oigo un ruido a mi espalda. No tengo tiempo para girarme: estoy inmovilizado en el suelo. En pocos segundos, tengo los brazos retorcidos, las manos esposadas y la cara llena de sangre. Dentro de mi habitación, me esperaban seis policías. Había otros tantos en el jardín, sin contar los que han cortado la calle. Oigo gritar a la señora Dublanc. Las ruedas de los coches rechinan, la policía está por todas partes.
Es verdaderamente estúpido, en la carta que me había escrito mi hermano estaba mi dirección. Con unos pocos trozos de carbón habría podido quemarla. La vida sólo depende de eso.
A primera hora de la mañana, Jacques no me ve en la cita de la misión. Ha tenido que pasarme algo de camino, se habría complicado algún control. Se monta en su bici y se precipita a mi casa para «limpiar» mi habitación, ésa es la regla.
Los dos policías que había allí escondidos lo han detenido.
Sufrí el mismo trato que mi hermano. El comisario Fourna tenía la reputación de ser feroz, y no era gratuita. Dieciocho días de interrogatorios, puñetazos, porrazos; dieciocho noches en las que se suceden quemaduras de cigarrillos y sesiones de torturas diversas. Cuando está de buen humor, el comisario Fourna me obliga a quedarme de rodillas, con los brazos extendidos y una guía telefónica en cada mano. En cuanto flaqueo, su pie vuela contra mí, a veces cae sobre mis omóplatos, a veces en el vientre, a veces sobre mi cara. Cuando está de mal humor, apunta a mi entrepierna. No he hablado. Somos dos en las celdas de la comisaría de la Rue du Rempart-Saint-Étienne. A veces, de noche, oigo sollozar a Jacques. Él tampoco ha dicho nada.
23 de diciembre, después de veinte días, seguimos sin hablar. Loco de rabia, el comisario Fourna firma, por fin, nuestro auto de prisión. Al final de un último día de palizas, nos trasladan a Jacques y a mí.
En el furgón que nos conduce a la prisión de Saint-Michel no sé todavía que, dentro de unos días, se instaurarán los tribunales militares, desconozco que se ejecutarán las sentencias en el patio en cuanto se pronuncien, y que ésa es la suerte reservada a todos los miembros de la Resistencia que sean arrestados.
El cielo de Inglaterra queda muy lejos, en mi cabeza herida, ya no oigo el ronroneo del motor de mi Spitfire.
En ese furgón que nos conduce al fin del viaje, vuelvo a pensar en mis sueños de chaval. De eso hacía apenas ocho meses.
El 23 de diciembre de 1943, un guardia de la prisión de Saint-Michel cerraba a mi espalda la puerta de nuestra celda.
Es difícil ver algo en esa penumbra. La luz apenas pasaba bajo nuestros párpados tumefactos. Estaban tan hinchados que apenas podíamos abrir los ojos.
Pero todavía recuerdo cuando, en la oscuridad de mi celda en la prisión de Saint-Michel, reconocí una voz frágil, una voz que me resultaba familiar.
– Feliz Navidad.
– Feliz Navidad, hermanito.