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Es imposible acostumbrarse a los barrotes de la prisión, es imposible no sobresaltarse con el ruido de las puertas que se cierran en las celdas, es imposible soportar los turnos de guardia de los matones. Todo eso es imposible, cuando se está privado de libertad. ¿Cómo encontrar un sentido a nuestra presencia entre esos muros? Nos arrestaron policías franceses, compareceremos ante un tribunal militar, y los que nos fusilarán en el patio, justo después, serán también franceses. Si todo esto tiene algún sentido, desde mi calabozo no consigo encontrarlo.
Los que llevan aquí varias semanas me dicen que uno se acostumbra, que, conforme pasa el tiempo, se crea una nueva rutina. Pienso en el tiempo perdido, lo cuento. No conoceré los veinte años, mis dieciocho han desaparecido sin haberlos vivido. Por supuesto, está el plato de la noche, como dice Claude. La comida es infecta, una sopa de coles, a veces algunos albaricoques, ya agujereados por los gorgojos, y nada con lo que recuperar fuerzas; nos morimos de hambre. No compartimos espacio sólo con compañeros de la MOI [1] o de los FTP, [2] sino que hay que cohabitar también con pulgas, chinches y la sarna que nos devoran.
De noche, Claude se queda pegado a mí. Las paredes de la prisión están cubiertas de hielo. En medio de ese frío, nos apretamos el uno contra el otro para conseguir entrar un poco en calor.
Jacques ya no es el mismo. En cuanto se despierta, empieza a caminar arriba y abajo en silencio. Él también cuenta las horas perdidas, estropeadas para siempre. Tal vez piense también en alguna mujer del exterior. La falta del otro es un abismo; a veces, de noche, levanta la mano e intenta retener lo inasible: la caricia que ya no está, el recuerdo de una piel cuyo sabor ha desaparecido, una mirada en la que la complicidad vivía en paz.
A veces algún benévolo guardia nos lanza algún folleto clandestino impreso por los compañeros francotiradores partisanos. Jacques nos los lee. Eso le sirve para compensar el sentimiento de frustración que no lo abandona. La impotencia lo va carcomiendo un poco más cada día. Supongo que la ausencia de Osna también.
Sin embargo, viéndolo encerrado en su desesperación, en medio de este sórdido universo, he descubierto una de las bellezas más justas de nuestro mundo: un hombre puede conformarse con perder la vida, pero no con la ausencia de los que ama.
Jacques se calla un instante, retoma su lectura y nos da noticias de los amigos. Cuando nos enteramos de que un par de alas de avión han sido saboteadas, que un poste se ha caído, arrancado por la bomba de un compañero, que un miliciano ha caído en la calle, que diez vagones han quedado inutilizados para el servicio -que consistía en deportar inocentes-, compartimos un poco su victoria.
Aquí estamos en la cloaca del mundo, en un espacio oscuro y pequeño, un territorio en el que reina la enfermedad. No obstante, en medio de ese territorio infame, en lo más oscuro del abismo, todavía queda una ínfima parcela de luz, que es como un susurro. Los españoles que ocupan las celdas vecinas la invocan cantando de noche, la han bautizado Esperanza.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Mano de Obra Inmigrante.
<a l:href="#_ftnref1">[2]</a> Francotiradores y partisanos.